A fe mía que los tiempos que después vinieron requirieron de toda la firmeza y la fuerza de mi señor padre pues, de no ser por ellas, los muchos apuros y miedos que atravesamos hubieran acabado con nosotros, con nuestras intenciones y con los asuntos que de ellas dependían.
A los ojos de todo el mundo las cosas continuaron igual. Salíamos con la nao cada mes y medio o dos meses para hacer nuestra ruta habitual desde Santa Marta hasta Trinidad en viaje de ida y vuelta. En cuanto regresábamos a casa, donde solíamos permanecer unas dos semanas, mi padre me obligaba a encerrarme a estudiar y, así, llegué a leer y a escribir con bastante soltura en poco tiempo y, sólo entonces, me enseñó los libros que mantenía ocultos y que eran algunos de los prohibidos por el índice de Quiroga de mil y quinientos y ochenta y cuatro, de mal recuerdo para mí. Me dijo que se imprimían en los países luteranos, en castellano, que los traían los contrabandistas extranjeros y que había mercaderes de trato como él que los conseguían por buenos precios pues había mucho interés en el Nuevo Mundo por las ideas que estaban excomulgadas en España y que triunfaban en la Europa renegada, sobre todo las de sentido anticlerical y que criticaban abiertamente la pobreza del pueblo, como el Lazarillo de Tormes. Él los compraba abiertamente en los pequeños mercados a los que iban a parar cuando sus primeros dueños, una vez leídos, se deshacían de ellos por temor.
Por orden de mi padre, mis clases con Lucas Urbina fueron ampliadas con los rudimentos de la lengua latina pues afirmó que la ciencia se escribía con ella y que, si la desconocía, me perdería la mitad de los conocimientos del mundo. No sé qué esperaba de mí, una simple mujer a quien tanto estudio ponía nerviosa y no porque me desagradara, todo lo contrario. Los números, cuando se complicaron mucho, pasó a enseñármelos la señora María, que llevaba las cuentas de los tres negocios. Pronto me habitué a llamarla madre como hacía el resto de las mancebas que transitaban por la casa, aunque esa palabra nunca tuvo para mí otro sentido que el de un cargo o un oficio pues, en el fondo de mi corazón, la reservaba para mi verdadera madre, la de triste recuerdo. La lucha con espada y daga dejó de ser un adiestramiento para convertirse en una disciplina que dominaba con pericia, así como la monta y el arte de marear, pues también mi padre, no sé bien por qué, quiso que Guacoa me enseñara los principios elementales de la navegación, de modo que me pasaba las noches en la playa con el silencioso piloto, aprendiendo a manejar las agujas, el astrolabio, el compás, el cuadrante, las ampolletas, las sondas, las plomadas y los relojes. Cartas de marear no tenía, pues nadie disponía de ellas salvo los pilotos de las naves capitanas de las flotas, y, por más, se consideraban bienes tan valiosos que los piratas, en sus asaltos, las ambicionaban más que muchos tesoros. Guacoa, sin embargo, consideraba inútiles tanto las cartas y los portulanos como todos los objetos propios del oficio y, más que a marear con ellos, se empeñó en instruirme en las lecturas del cielo, de modo que hube de retener en mi memoria el nombre y disposición de todas las constelaciones (Escorpión, Cancro, Peces, Cisne, León, Pegaso…), así como de las estrellas más brillantes del firmamento (Antares, Proción, las Cabrillas, Deneb, Régulo…), las mismas, con otro nombre, que los indios utilizaban desde el principio de los tiempos para singlar por las aguas del Caribe. Con ellas, decía Guacoa, jamás me perdería y podría volver a casa siempre que quisiera. Lo que Guacoa desconocía era que yo no tenía una casa propia a la que volver, que estaba allí de prestado y que, algún día, me marcharía. Pero me gustó mucho aprender los nombres de las estrellas echada sobre la arena durante aquellas hermosas noches samarias.
Pese a todo, no conseguía entender por qué debía estudiar tanto. No iba a pasarme la vida siendo Martín Nevares y, como Catalina, aquellos conocimientos antes me sobraban que me servían para algo. No hubiera habido una imagen más ridícula, me decía a mí misma mientras me frotaba los ojos cansados por la lectura, que la mía vistiendo mis ropas de mujer mientras sostenía una ballestrilla[c] o un astrolabio en las manos. Mas, como me incomodaba quejarme a mi padre, que ya tenía suficientes problemas (y el genio más vivo que nunca desde que nos habíamos reunido con el rey Benkos en Taganga), callaba y estudiaba, pensando en lo inútil de toda aquella instrucción y en el mucho tiempo que perdía con ella.
De esta guisa andaban las cosas cuando, cierto día, avanzada ya la estación de las lluvias, tras zarpar de Santa Marta con las bodegas llenas de bananos, cocos, marañones, jengibre, papayas, vino de caña, cueros y tabaco, mi señor padre nos reunió a todos en la cubierta y, desde la toldilla, nos dijo:
—No conviene hacer esperar más a Benkos Biohó no sea que busque otro mercader para cubrir su demanda. En los últimos meses he tenido los ojos y los oídos bien abiertos para ponerme al tanto del trato ilícito en estas aguas.
Mis compadres y yo asentimos. Era cierto que ahora frecuentábamos todas las tabernas de los puertos en los que atracábamos y que mi padre sostenía largas conversaciones con los dueños de estos lugares mientras nosotros bebíamos. Era, asimismo, verdad que, gracias a ello, yo había aprendido a estirar el contenido de mi vaso para no tomar más vino, chicha o ron del que resistía (que nunca era más de un cuartillo[26]), de suerte que sabía cuándo debía parar para no perder la cabeza ni echar las tripas. Lo que más agonías y pesares me causó fue empezar a fumar, pero me habitué a echar humo por la boca para no desairar a mis compadres y, con el tiempo, me gustó y disfruté con el tabaco, que, además, según afirmaban los indios, tenía muchas y muy buenas propiedades curativas.
—Pues bien —siguió diciendo mi padre—, tras numerosas cavilaciones y razonamientos, he decidido que vamos a buscar a los piratas y corsarios que vienen hasta Tierra Firme desde las provincias rebeldes de Flandes. He sabido que el anterior soberano, Felipe el Segundo, por torcerles la desobediencia y poner fin a la larga guerra que sostenemos contra ellos, les cerró los puertos lusitanos en cuanto se apoderó de Portugal en el año ochenta y uno[27]. Esta decisión no era cosa baladí para los flamencos ya que de las salinas de Setúbal extraían la sal para sus salazones que, como sabéis, es la principal de sus industrias y su mayor fuente de riqueza, pues venden a todas las naciones del mundo los arenques, cecinas, mantecas y quesos que alimentan a las tripulaciones de las naos. No se arredraron los flamencos con este castigo, antes bien, pusieron manos a la obra y buscaron nuevas salinas para reemplazar las de Setúbal. Con unas naves llamadas flautas, alcanzaron las islas africanas de Cabo Verde y de allí han estado extrayendo sal hasta que un nuevo embargo real sobre sus naves, dictado hace dos años, los ha obligado a poner las miras en nuestras tierras. La primera flota salinera flamenca llegó hace unos meses y encontró el filón que buscaba en un lugar de nuestra costa que nosotros siempre hemos ignorado y despreciado por árido, desolado y yermo pero que para ellos, a lo que parece, está resultando muy fértil y próspero. Me refiero a la península de Araya, a sólo tres leguas al norte de Cumaná.
—¿Araya? —se extrañó Mateo—. Pero si allí no hay nada. Es un lugar quemado por el sol que no permite la vida. No hay agua para beber, ni árboles, ni plantas, ni siquiera una miserable sombra bajo la que cobijarse.
—Pero hay sal. Y mucha, según dicen los que han visto a las urcas flamencas partir cargadas hasta los penoles. Afirman que tales salinas son las más copiosas y abundantes del universo.
—¿Qué son las urcas, maestre? —quiso saber Jayuheibo.
—Unas poderosas naves mercantes —explicó mi padre—. Son orondas, panzudas y de alto bordo y dicen quienes las han visto que arbolan sólo dos palos. A partir de ahora, estad atentos a las naos que pudieran tener esta forma pues, como os he dicho, vamos a tratar con los flamencos y, por más, concluyo que naves tan gruesas no pueden venir vacías desde Flandes. Seguro que traen mercaderías de contrabando que venden en Margarita, Cumaná y Cubagua. Pero hay otra razón importante para tratar con los flamencos: ¿qué otra cosa producen y venden en grandes cantidades, además de salazones?
Todos permanecimos silenciosos, pues no era una pregunta que esperara respuesta.
—Armas —declaró mi padre—. Flandes produce las armas de mejor calidad. Seguro que esas urcas traen suficientes para mercadear.
Pusimos rumbo a la península de Araya, a la que tardamos casi dos semanas en arribar por culpa de los vientos contrarios y las corrientes adversas. No nos detuvimos más que para hacer aguada y recoger leña en una playa solitaria y el maestre me obligó a permanecer en la caña del timón, con Guacoa, todo el tiempo que no estaba de guardia o aprendiendo, también por orden suya, las palabras en lengua flamenca que conocía Lucas Urbina, que no eran muchas, según éste mismo me confesó:
—Las suficientes para entenderme con el enemigo cuando era soldado de los Tercios.
—Pero, ¿podremos razonar con los piratas?
—Cuando hay caudales de por medio, Martín, todo se alcanza.
Un día le pregunté a mi padre cuál era la diferencia entre contrabandista, pirata y corsario. Él sonrió.
—El pirata viene y roba —me explicó—. El corsario viene y también roba, pero dice tener un permiso escrito de su soberano para hacerlo. El contrabandista viene y mercadea ilícitamente pero, si se tercia, también roba y, entonces, se convierte en pirata o en corsario, si tiene una licencia real. El pirata que puede antes de robar mercadea. Lo mismo hace el corsario. Y el contrabandista, a veces, roba antes para, luego, con lo robado, poder mercadear. ¿Lo has entendido ya?
—Pues, verá, padre… —titubeé.
—Exacto —repuso con buen humor, soltándome un torniscón en la cabeza. A fe mía que aquel hombre se había olvidado por completo de la dueña Catalina Solís—. Los flamencos a los que buscamos, por ejemplo. Ellos vienen y se llevan la sal. ¿Han robado? Naturalmente, porque esa sal no les pertenece y la cogen de balde sin pagar arbitrios ni derechos de ninguna clase. Si la roban y no tienen una patente de corso del rey, que, en este caso, es el suyo y el nuestro y el mismo que les prohíbe tocarla, son piratas. Si tuvieran esa patente, serían corsarios, y ellos dicen que lo son porque tales patentes se las expiden sus nobles y sus dirigentes rebeldes. Si mercadearan ilícitamente, como sin duda hacen, serían contrabandistas. Así pues, ¿qué son, en realidad, los flamencos que roban la sal de Araya?
—¿Piratas? —aventuré.
—Posiblemente, hijo, posiblemente…
No avistamos ninguna urca durante nuestro viaje pero, como era habitual, nos cruzamos con algunas otras naos de mercaderes de trato como nosotros y, a la altura de la bahía de Maracaibo, con un pequeño navío de aviso que, rápido como el viento, en menos de tres semanas había cruzado los mares para traer, desde España, las cédulas y cartas reales, los despachos del Consejo de Indias[28] y el correo para los dignatarios y gobernadores de Tierra Firme, Nicaragua y el Pirú. Los del aviso nos gritaron que detrás de ellos venía otro más, una zabra enviada por la Casa de Contratación de Sevilla[29] con correspondencia para los grandes mercaderes de Tierra Firme y Nueva España. Era tanta la importancia del correo que llevaban estos veloces navíos que, además de venir cifrado, debía ser arrojado al mar antes de que la nave fuera atacada o tomada por enemigos o piratas. En cambio, las cartas de los particulares iban y venían en los barcos de las flotas, así que había muchos colonos que no sabían nada de sus familias en España (ni éstas de ellos) desde hacía más de un año. Los del aviso nos gritaron también que habían visto barcos piratas ingleses a la altura de las islas de Barlovento mas, como ellos eran tan rápidos[30], habían escapado sin problemas de las grandes y pesadas naos británicas.
Antes de verlos desaparecer en lontananza, mi padre aprovechó para preguntarles si traían advertencias de la salida de Los Galeones para aquel año, a lo que ellos respondieron que no, que no había noticia de ninguna flota para Tierra Firme y que no habían visto ni movimiento de mercaderías ni de barcos en el puerto de Sevilla.
—Dentro de poco —manifestó mi padre con pesar—, comenzarán a escasear, y mucho, todos los bienes necesarios. Las cosas se van a poner mal.
—Yo ya he visto a las gentes —aseguró Mateo, el espadachín— vestir ropas hechas con las cobijas de las camas y las telas de las colgaduras.
—Sí, yo también —asintió Jayuheibo.
—Pues no tardaréis en volver a verlo —repuso mi padre, dirigiéndose hacia la toldilla para encerrarse en su cámara.
La lluvia nos acompañó durante toda la penosa travesía hacia Araya, obligándonos a achicar agua no sólo por la mañana sino todo el día y, por más, se nos vino encima un terrible temporal cerca de La Borburata que nos obligó a asegurar firmemente la carga de a bordo y a dejar la nave mar al través, amainando el velamen y confiando en que Guacoa gobernara bien el timón para contrarrestar los movimientos del oleaje. Juanillo y Nicolasito sufrieron unas bascas terribles y mi padre los mandó a las bodegas para vigilar las mercaderías porque, dijo, esas cosas se pasaban de unos a otros con mucha facilidad y, al final, íbamos a terminar todos malos. Salimos de la tormenta cerca de Punta Araya y, tras reparar con presteza los daños de la nao, guindamos velas y arrumbamos hacia las salinas con la esperanza de toparnos con una de aquellas urcas flamencas y liquidar el asunto con presteza. Pero como las urcas, según supimos luego, surcaban los mares en flotillas de a seis o de a ocho barcos y permanecían juntas hasta después del tornaviaje, era imposible que encontráramos a una de ellas mareando sin las demás. En cambio, en cuanto nos acercamos al puerto de Araya —una tarde, después del mediodía—, divisamos la escuadra completa de naos panzudas, atracadas en formación defensiva y con todas las dotaciones a bordo y las artillerías de cubierta listas para ser utilizadas.
El estruendoso disparo de un cañón nos advirtió que no debíamos avanzar más. La pelota de piedra no iba dirigida contra el casco de nuestro jabeque pues se hundió en el mar con grandes salpicaduras de agua, a unas sesenta varas de la proa, por el lado de babor.
—Aquí nos quedamos —dijo mi padre, mirando la flota flamenca—, no sea que quieran hundirnos.
—Quizá debería hablar con ellos, maestre —propuso Lucas.
—Hazlo. Anúnciales que queremos comerciar.
Lucas se subió al bauprés, en la proa, y, agarrado por las piernas como un mono, se puso las manos alrededor de la boca y gritó sus galimatías. Los flamencos contestaron y él tornó a gritar. Luego, bajó del bauprés y volvió junto a mi padre.
—Señor Esteban, piden que mandemos a alguien para parlamentar.
—Sea —repuso mi padre con semblante grave.
Nada de aquello le gustaba y sólo por caudales se avenía a tales tratos, mas lo peor era que, desde el momento que empezara sus acuerdos con aquellos flamencos, él mismo sería, ante la ley, un contrabandista y eso representaba una carga muy grande para un hidalgo tan orgulloso y honesto como él, que ya se había visto en la necesidad de pactar alianzas con cimarrones buscados por la justicia. Tantos disgustos, a su avanzada edad, me hacían temer no tanto por su salud como por su vida, pues le veía desgastarse y consumirse de día en día.
Bajamos el batel al mar y mi padre, Lucas, Jayuheibo y Antón embarcaron y partieron rumbo a la nave capitana de la flota. Tardaron mucho en regresar. La lluvia arreció y los que habíamos quedado en la Chacona nos entretuvimos jugando a naipes aunque, esa tarde, hasta Rodrigo parecía un palomo blanco, como dijo él que llamaban a los jugadores nuevos e ignorantes en los garitos. Cuando Nicolasito, que vigilaba a los flamencos, gritó que el batel regresaba, volaron los naipes y, estando ya todos mirando por la borda, fue cuando cayeron al suelo, tanta era la preocupación y el ansia que nos consumía.
Mi padre subió a bordo el primero. Venía apesadumbrado y silencioso y se fue a su cámara sin decir nada. Jayuheibo y Antón se quedaron recogiendo el batel mientras Lucas, mi maestro, se sentaba en la cubierta mojada por la lluvia para contarnos lo que había ocurrido:
—A fe mía que esos flamencos son duros negociantes —empezó a decir el de Murcia tentándose las barbas—. Dicen que sólo quieren tabaco a trueco de las armas, que nada más les interesa mercadear y que quieren grandes cantidades.
—Grandes cantidades no sé si encontraremos —declaró Rodrigo, preocupado.
—Venía en el batel comentando con el maestre —continuó diciendo Lucas— que, con los abastos que llevamos en las bodegas, podemos adquirir algo de tabaco en los mercados de Cartagena, Cabo de la Vela, Cumaná y Margarita, donde se hallan las principales plantaciones de Tierra Firme. Las arrobas de tabaco que saquemos, sean muchas o pocas, se las traemos a estos flamencos. Ellos nos dan armas y nosotros se las entregamos a los cimarrones que, a su vez, nos pagarán con plata del Potosí. Con esta suma, a ser posible, tratamos esta vez con los plantadores de tabaco de los lugares mentados y, como faltan caudales por toda Tierra Firme y nosotros llevaremos plata contante, pactamos unas cantidades y unos precios, de suerte que obtengamos más arrobas por menos dineros. Cargamos la nao con el tabaco y regresamos, empezando de nuevo. En cada viaje ganaremos un poco más.
—¿Pero han exigido alguna cantidad? —quise saber.
—No, estos bribones no han querido convenir nada —me respondió mi maestro de escuela—, pero sí han dicho que, cuanto más tabaco, más armas. En esa oronda nao de dos palos había uno de Middelburg llamado Moucheron[31], quien manda en este sitio, que parecía más dispuesto a negociar. Los otros, los maestres de las urcas, han dicho que ellos, con la sal de piedra ya ganan bastante y que, si queremos armas, tendremos que comprarlas con mucho tabaco en rama[32], una mercadería que se vende a precio de oro en las ferias de Amberes. Estaban enfadados porque dicen que el rey de España, aconsejado por el gobernador de la cercana Cumaná, don Diego Suárez de Amaya, está pensando en envenenar la salina para que ellos no puedan trabajar aquí.
—¿Y por qué, en lugar de envenenar la salina —pregunté, extrañada—, no la explotan los cumaneses y España se la vende a cualquier otra nación? Ganaríamos todos, pues el rey tendría sus caudales de los impuestos y los cumaneses sus buenos maravedíes.
—Vives muy engañado, Martín —me dijo Rodrigo, socarrón—. Has de saber que el rey quiere derrotar a toda costa a estos rebeldes flamencos para mantener unido su imperio, así que, además de combatirlos con ejércitos les cierra los mercados y les prohíbe comerciar con España. Sólo en esta guerra se gastan, todos los años, más de tres millones y medio de ducados[33], dineros que salen de las rentas reales y que hacen del rey un recaudador insaciable que nunca exprime bastante a sus súbditos ni tiene suficientes riquezas ni acumula demasiados préstamos de los banqueros de Europa. Por más, España abastece de hombres los Tercios y las Armadas, y no hay bastantes padres, hermanos, hijos ni parientes para proveerlos. Perderemos Flandes, Martín, puedes estar seguro, pero, en el entretanto, España volverá a arruinarse una y otra vez, como ya ha sucedido, y las oportunidades de buenos negocios, tal que éste de la salina de Araya, se extraviarán en manos de gentes más listas que nosotros. Tú dile al gobernador Suárez de Amaya que ponga a trabajar a sus gentes en la salina y te dirá que no puede porque tienen que sacar perlas de los ostrales y te dirá también que no dispone de bastantes hombres para protegerla de los piratas flamencos porque el mismo rey que le exige una gran producción perlífera para su Caja Real no le envía soldados, ni barcos, ni armas suficientes. Así pues, Martín, perderemos Flandes, perderemos la sal de Araya, perderemos el imperio y España seguirá siempre en bancarrota.
—¡Basta, Rodrigo! —la voz de mi señor padre sonó como uno de los truenos de aquella tormenta que volvíamos a tener encima—. ¡Ya te tengo dicho muchas veces antes de ahora que no quiero oír lamentos de este jaez! ¡Al trabajo! Zarpamos rumbo a Margarita. Volveremos a Cumaná en el tornaviaje.
Juro cierto que aquellos años de constante trabajo, de contrabando, de peleas con los flamencos por las armas (nunca tenían bastante tabaco), de miedo a la ley y a la justicia, de encuentros clandestinos con Benkos, de mercadeo con los plantadores, de idas y vueltas por la costa de Tierra Firme, con buen tiempo, mal tiempo, siempre temerosos de encontrarnos con los piratas ingleses, ora llevando tabaco a Moucheron, el de Middelburg, que nos hacía de intermediario con los maestres de las urcas, ora despistando a las autoridades, a los conocidos, a otros mercaderes —amigos y enemigos—, e, incluso, a los oficiales reales de las aduanas, juro cierto, digo, que aquellos años resultaron muy duros para todos, mas, pese a ello, debo confesar que también fueron, secretamente, venturosos y felicísimos para mí, pues comparándolos con los que había pasado en Toledo me sentía la más dichosa de las mujeres por disfrutar de semejante libertad y por poder vivir aquellos peligrosos lances. Mis sentimientos debían de ser muy parecidos, me decía yo, a los de los cimarrones del rey Benkos cuando huían de la esclavitud hacia la libertad de las ciénagas y las montañas.
Sin embargo, en modo alguno fue así para mi padre. Ganó muchos caudales, sin duda, pero su humor, antes amable, se tornó agrio, su carácter duro y su gallardo porte volvióse el de un anciano cansado. Madre (la señora María) temía tanto por él que le prodigaba hartos cuidados maternales, desatando su ira, ahora rauda y fácil, y provocando tumultuosas peleas de las que yo escapaba saliendo por la puerta de la cocina con Mico, el pequeño y viejo mono, que se asustaba mucho con los desaforados gritos de sus dueños.
Cada cuatro meses visitábamos a Melchor de Osuna para pagarle el obligado tercio y yo seguía prometiéndome que, algún día, salvaría a mi padre de aquel ladrón, aunque como al presente teníamos dineros, ya no nos costaba reunir los veinticinco doblones. No es que nadáramos en la abundancia, pues tampoco éramos grandes mercaderes como los hermanos Curvo, los primos de Melchor, cuya gran fama se me hizo conocida a fuerza de visitar los mercados y ciudades de Tierra Firme, mas vivíamos bien, si por vivir bien se puede considerar estar siempre preocupados por si éramos descubiertos. Al abandonar el trato de otras mercaderías y comprar sólo tabaco, pronto fue de conocimiento público que el señor Esteban se había pasado al contrabando. Teníamos el tiempo contado y lo único que importaba era retrasar el momento en el que las autoridades y los alguaciles encontraran probanzas valederas en nuestra contra o testigos dispuestos a hablar.
En Santa Marta, como era de suponer, todos los vecinos (menos el gobernador) estaban al tanto del cambio de intereses de mi señor padre, aunque era tan grande el aprecio en el que le tenían que ninguno se fue nunca de la lengua por descuido. Al ser yo considerada su hijo y, por más, apreciada en general, muchos de los del pueblo se me acercaron para decirme, enhilando frases turbadas, que a ellos nada se les daba de los negocios de mi padre y que, por lo mismo, nada sabían ni dirían. Para mantener abierta la tienda, madre puso al frente a una de sus mozas y los bienes se compraban, de tapadillo por las apariencias, a los comerciantes de trato que acudían a la mancebía.
A finales de la estación seca[34] del año mil y seiscientos y uno, escapamos por los pelos del corsario inglés William Parker, que apareció en Margarita en el momento justo en que nosotros nos marchábamos con nuestro cargamento de tabaco. En la boca de la bahía, nos cruzamos con el navío Prudence, de cien toneles, seguido por el Perle, de setenta, que, por fortuna, nos ignoraron. Mi señor padre ordenó guindar todo el velamen y buscar barlovento para alejarnos prestamente de allí y, así, poder dar aviso de la presencia del corsario en nuestras aguas a todos los navíos con los que nos cruzáramos y en todas las ciudades por las que pasáramos. Lo hicimos, mas sin ninguna ganancia a lo que se vio, pues luego supimos que, siguiendo nuestra misma derrota, tras asaltar y robar en Margarita y en Cubagua, Parker había desembarcado con sus hombres en Cumaná, enfrentándose a un pequeño piquete de soldados a los que masacró, llevándose una buena cantidad de perlas. Desde Cumaná se dirigió a Cabo de la Vela, donde apresó un barco portugués con una carga de trescientos setenta negros y, al tiempo que nosotros anclábamos en Santa Marta (a la que, por fortuna, dejó en paz), él capturó Cartagena en la cual, pese a los numerosos soldados y defensas de la ciudad, apenas encontró resistencia, y allí se hizo con un cuantioso botín. De Cartagena fue a Portobelo, se apoderó de los caudales de la Caja Real y de más de diez mil ducados, y según tengo para mí, luego volvió a Inglaterra.
Pero Parker no fue el único que asoló nuestras costas aquel año. Promediando la estación lluviosa, otro británico atacó Curaçao, Aruba y El Portete. No llegamos a saber su nombre. Poco después, el corsario Simón Bourman saqueó todas las poblaciones entre Cumaná y Río de la Hacha. Menos mal que éste fue capturado por las autoridades. Y, para remate del asunto, por si no teníamos bastante con las rapiñas de los ingleses, los flamencos empezaron también a desempeñarse en negocios tan provechosos como el secuestro y el robo. Cuando mi padre, a través de Lucas, mencionó el asunto a Moucheron, que aquel día nos había invitado a visitar la salina, el de Middelburg vino a decirle, mientras se rascaba la cabeza con ahínco, que lo habían hecho holandeses de otras provincias y que con su pan se lo comiesen y lo disfrutasen, pues mientras Su Majestad les cerrase los mercados del imperio, ellos harían lo que les viniese de gusto.
Muy poco me agradaba a mí el tal Moucheron, aunque era de justicia reconocerle el buen gobierno y la organización de los trabajos de la salina. Pasándome un brazo por el hombro como si fuese mi padre o un buen amigo, nos condujo, iluminándonos con un farol, por los enormes maderos que servían de puentes sobre la extensa mina de sal, que tenía legua y media de circunferencia. Era de noche, pues de día no se podía ni estar allí ni trabajar por el ardiente calor que, a lo que dijo, mataba a los hombres. Pero, con sol o con luna, la pujanza de la sal era tan atroz que se comía el grueso y recio cuero de las botas, corroyéndoles los pies a los trabajadores, de cuenta que tenían que usar chanclos de madera que tampoco aguantaban demasiado. Moucheron nos enseñó las faenas que estaban haciendo los flamencos: unos, con picos y piquetas, golpeaban la piedra para que otros, una vez suelto el bloque, lo levantaran con la ayuda de grandes palancas de hierro acerado y lo dispusieran sobre unas chalanas que eran arrastradas hasta los puentes por cinco o seis hombres fuertes. Desde allí, con unos carros pequeños de dos ruedas tirados por caballerías, los bloques de sal eran llevados hasta la playa, a unos setecientos pasos de distancia, para ser cargados en los bateles de las urcas, en cuyas bodegas descansarían hasta llegar a Flandes y ser vendidos a muy buenos precios.
—No puedo dejar de pensar —musitó Rodrigo con rencor— que esta sal es nuestra y que nos la están robando.
—Olvida eso ahora —le replicó mi padre, también en susurros—. Que mande tropas el rey y lo resuelva. Nosotros sólo queremos armas.
Y armas tuvimos, y muy buenas. Excelentes, en verdad. Con ellas, el rey Benkos defendió sus cada vez más numerosos palenques, que ya se esparcían desde Cartagena hasta Río de la Hacha. Siempre había alguno de ellos que, según informaban los confidentes, estaba a punto de sufrir un próximo asalto y Benkos nos pedía pertrechos de continuo. Le conseguimos excelentes arcabuces de rueda de doble quijada, mosquetes con llave y mosquetes de borda con serpentín, que eran los que él más quería, además de pólvora, plomo y mecha en abundancia. El palenque más cercano a Santa Marta era uno que había fundado su hijo en la margen derecha del río Magdalena y Benkos pasaba allí, a menudo, largas temporadas, durante las cuales mi señor padre, como sólo estábamos a unas pocas horas de distancia a caballo, le hacía largas visitas. Ahora, el rey Benkos y él compartían algo muy importante: ambos huían de la justicia y sus vidas estaban marcadas por el temor a dar con sus huesos en las galeras del rey, en el mejor de los casos, o en el cadalso, en el peor. Alguna vez yo le acompañaba y disfrutaba con los bailes y las extrañas ceremonias africanas que celebraban aquellos esclavos fugados, satisfechos de poder comportarse de acuerdo a sus antiguas costumbres lejos de los malos tratos, las vejaciones y las obligaciones de una religión que no era la suya. Madre también se habituó a venir y pronto hizo buenas migas con la mujer de Benkos (una de las mujeres de Benkos, la principal, pues tenía otras), así que, cuando en la estación seca del año mil y seiscientos y dos, el entonces gobernador de Cartagena, don Jerónimo de Zuazo Casasola, organizó un numeroso ejército para asaltar los palenques de la Matuna, el rey Benkos, informado de ello, dejó al cuidado de madre a las mujeres y a los niños en el palenque de Santa Marta y se enfrentó a los hombres del gobernador en una dura batalla que duró varios días. De no haber tenido las magníficas armas que le habíamos vendido, hubieran sido derrotados pero, gracias a ellas, ni un solo cimarrón cayó en manos de los soldados, si bien, tras la victoria, se vio que las labranzas y los bajareques habían quedado destrozados y que se imponía cambiar de lugar, buscar otro más abrupto y selvático, más alejado de Cartagena. Fue entonces cuando se fundó el gran palenque de los montes de María, más al sudeste, que nunca fue conquistado.
Otro acontecimiento importante ocurrió aquel año y por aquel entonces. Cierto día, estando yo ocupada en mis lecturas, disfrutando de encontrarme en casa entre un viaje en la Chacona y el siguiente, mi padre entró en mi aposento con un papel en la mano. Venía sonriendo, cosa ya extraordinaria para entonces, y su actitud volvía a ser tan briosa como en los primeros tiempos.
—¿Qué le pasa, padre? —pregunté, devolviéndole la sonrisa.
—¿Quieres escuchar lo que dice esta carta?
—Si vuestra merced lo desea, por supuesto —repuse, sentándome bien y dejando el libro sobre mi mesa-bajel. Lo bueno de los calzones es que se podían poner los pies sobre la cama sin problema, cosa que con las enaguas y las sayas hubiera resultado muy incómodo.
Tomó asiento en la otra silla del cuarto y se caló los anteojos:
—«A treinta de mayo de mil y seiscientos y dos —empezó a leer con su vozarrón grave—. Por la presente, Esteban Nevares, hidalgo, vecino de la ciudad de Santa Marta, ubicada en la provincia de Tierra Firme, dice que suplica a Vuestra Alteza le haga la merced de mandar legitimar a un hijo suyo natural que hubo con una india arawak de Puerto Rico, soltera como él y vasalla Vuestra, para honras y oficios y para que le pueda heredar sus bienes y hacienda por no tener otros legítimos ni naturales. El hijo se llama Martín Nevares y es de dieciséis años poco más o menos y benemérito y virtuoso. Esteban Nevares lo reconoce por tal su hijo natural para que en testamento le pueda heredar y suceder y que goce de todas las otras honras, preeminencias y libertades que gozan y pueden gozar los que son nacidos de legítimo matrimonio. Suplica ser oído por Vuestra Alteza y que Vuestra Alteza mande que así se haga y disponga que en ello reciba merced.»[35]
Alzó la mirada del papel, pasándola por encima de los anteojos, y añadió:
—El documento está firmado y rubricado por mí y por el escribano público Baltasar de la Vega, y dirigido a su Real Majestad Felipe el Tercero. Sólo es la copia que me dieron, pues el original salió en el aviso que partió de Cartagena hace dos semanas rumbo a Sevilla.
—A fe, padre… —murmuré. Tenía un nudo tan grande en la garganta que no me pasaba el aire—, que, a lo que se ve, vuestra merced está muy loco.
—No te dé pena ese cuidado —respondió él, contento—. Sólo quiero saber qué te parece.
—¿Qué me va a parecer? —sonreí, con los ojos llenos de lágrimas—. Que queréis prohijar a un tal Martín Nevares de dieciséis años que no es sino una mujer casada, por nombre Catalina Solís, de casi veinte. Por eso digo que vuestra merced está muy loco y que no hace sino locuras.
—¿Qué se le ha de dar al rey Felipe si Martín es Catalina o si Catalina es Martín? Por cualquier desgracia que me pudiera pasar —afirmó con repentina seriedad—, quiero que tú, como hijo mío, te llames Martín o te llames Catalina, cuides de María como si fuera tu propia madre, de los hombres de la Chacona y de las mozas de la mancebía, y que resuelvas todo lo que quede por poner en ejecución. Quiero que los mantengas unidos, que les procures prosperidad y ventura, y todo esto, si no tienes documentos de legitimidad, no podrás llevarlo a cabo. Ya sabes que, cuando yo muera, Melchor de Osuna se quedará con la casa, la tienda y la nao. Obligación tuya será hacerte cargo de nuestras gentes y sacarlas adelante como si fueras yo. Éste es mi trato, ¿lo aceptas o no? Acéptalo, muchacho, o te tiro por la ventana.
—Lo acepto, padre, lo acepto —exclamé, sonriendo.
—¡Sea! —aprobó, satisfecho y, poniéndose en pie, me pasó la mano por el cabello con afecto—. Dentro de unos meses llegarán tus nuevos documentos. Estos asuntos de prohijamientos del Nuevo Mundo no encuentran complicaciones en la corte. Se admiten todos, así que tendrás que preparar otro canuto de hojalata para tu nueva identidad. —Me miró, aún más sonriente que cuando había entrado—. ¿Quién sabe…? Quizá algún día utilices tus dos personalidades según tu voluntad y conveniencia. Me gustaría, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.
Soltó una carcajada y salió del cuarto, dejándome emocionada y llorosa. Los papeles se retrasaron hasta el año siguiente, el de mil y seiscientos y tres, un año que, por más de ser el de la muerte de la reina Isabel de Inglaterra, lo que podría haber significado un tratado de paz con esa nación que pusiera fin a las malditas incursiones de sus piratas y corsarios, resultó especialmente duro para el rey Benkos, pues los asaltos a los palenques arreciaron y las jaurías de perros carniceros, adiestrados para correr por los montes y los cañaverales y descuartizar a los negros, hicieron incontables matanzas. Con todo, los esclavos que huían de las ciudades para unirse a Benkos eran cada vez más numerosos y los propietarios empezaban a estar desesperados. Hubo muchas reuniones oficiales en Cartagena y en Panamá para intentar resolver el problema y la solución que se adoptó a la postre fue la de utilizar a cimarrones traidores que obtenían su libertad guiando secretamente a los soldados hasta los palenques. No les resultó fácil hallar solicitantes pese a los muchos pregones y requerimientos que se hicieron por toda Tierra Firme, pero alguno hubo que se la jugó, que ejerció su papel de Judas y que, por desgracia, acabó muerto a cuchilladas en las mismas calles a las que había querido volver como negro libre al precio de las vidas de otros.
Trabajamos mucho en mil y seiscientos y tres. Realizamos incontables viajes en la Chacona porque los flamencos querían cada vez más tabaco por la misma cantidad de armas. Moucheron, fumando orgullosamente su fina y curvada pipa y sonriendo con fingimiento, nos advirtió cierto día de que, si no traíamos más arrobas, él mismo nos denunciaría por contrabandistas a las autoridades españolas y aseguró tener medios para ponerlo en ejecución sin correr ningún peligro, pues sus relaciones con dichas autoridades habían llegado a ser excelentes gracias a su propio trato ilícito con ellas. A mi señor padre se le descompuso el rostro y le vi tragar saliva como quien traga veneno, pero nada dijo. Sabía que la flota de aquel año, la del general Jerónimo de Portugal, había traído pocas y malas mercaderías y que las ventas en la feria de Portobelo habían sido realmente escasas. Los colonos, autoridades incluidas, no podían más que recurrir al contrabando. Desde entonces, cuando no era tiempo de cosecha, aprovechábamos el pago de los tercios para comprar en Cartagena algunas arrobas de tabaco jamiche, el de baja calidad que se había estropeado durante el secado. Como Moucheron quería más arrobas por el mismo precio, le colábamos, sin remordimientos, algo de jamiche en el tabaco bueno recién cosechado. También desde entonces, nuestras singladuras llegaron hasta Puerto Rico y Santo Domingo, en la isla La Española[36], en busca de grandes plantadores de tabaco, mas no podíamos alterar los mandatos de la naturaleza y si sólo había dos cosechas al año, no podíamos hacer que hubiera tres, por mucho que lo necesitáramos. Así que, de septiembre a noviembre y de abril a junio no descansábamos ni un solo día, cruzando el Caribe de este a oeste y de norte a sur.
A consecuencia de tanto viaje, a finales de la estación seca de mil y seiscientos y cuatro, la Chacona mareaba ya con mucha dificultad y se hundía excesivamente en el agua por el peso de la tiñuela y los percebes que acumulaba en el casco. Por ello, días después de recoger un cargamento de tabaco en Cabo de la Vela, mi padre decidió, hallándonos a pocas horas de La Borburata, que allí, en aquella magnífica rada de aguas quietas y someras llamada puerto de la Concepción, carenaríamos la nave. A todos sin excepción nos alegró la noticia pues La Borburata conservaba, de sus buenos tiempos como granjería perlífera, una alegre vida portuaria. Era un villorrio pequeño y amurallado —aunque pobremente—, cuya bondad atraía a numerosos navíos necesitados de carenado, reparaciones o avituallamiento. Ésa era la razón de que siempre hubiera tantos marineros rondando por su puerto. El cercano río San Esteban permitía, por más, hacer aguada y sus casas de tablaje no sólo eran famosas por todo el Caribe sino que constituían lugares excelentes para enterarse de las nuevas de Tierra Firme y para volver a ver a viejos conocidos. También había una mancebía aunque, desde luego, no gozaba del excelente prestigio de la de madre.
La primera jornada de nuestra estancia en La Borburata nos deslomamos rascando el casco de la nave desde que empezó el primer reflujo de la marea. Mis compadres, a imitación de Guacoa y Jayuheibo, hacían aguas menores sobre sus manos sin el menor recato (pues decían los indios que la orina era buena para las heridas y para las resquebrajaduras y quemaduras de la piel), mas yo tenía que retirarme discretamente invocando algún pretexto para remojar las hilas[37] con las que me envolvía los dedos para calmar el dolor. Por fin, al anochecer, tras cenar alegremente en la playa, no quisimos aguardar más y nos adentramos en la plaza, cuyo mercado tantas veces habíamos visitado antes de convertirnos en contrabandistas. Muchos eran los caminantes que saludaban a mi señor padre y muchos también los que se hacían los locos para no ser vistos en su compañía por los dos alguaciles que paseaban orgullosamente arriba y abajo de las estrechas y descuidadas callejuelas de La Borburata, vigilando a los marineros borrachos, los músicos callejeros, los mendigos, los buhoneros y los espadachines matasietes que hormigueaban por allí.
Pronto nos separamos y cada cual tiró hacia los lugares de su gusto. Mi señor padre, como acostumbraba, se fue hacia la taberna más concurrida del lugar y yo, que le seguía los pasos, me vi frenada por las voces de mi compadre Rodrigo:
—¡Hermano Martín! —me llamó entre la algarabía—. ¡Hermano! ¿Quieres conocer un garito de juego?
Mi padre, que le había escuchado, denegó con la cabeza mientras me miraba.
—¡Padre, hacedme la merced! —le rogué, entusiasmada con la idea de visitar un tablaje verdadero—. Os doy palabra de no perder caudales. Sólo quiero mirar, os lo juro.
—¿Cómo vas a perder lo que no tienes, palomo? —repuso él, ablandándose.
—¡En verdad, padre, en verdad que sólo quiero mirar! —supliqué, emocionada, y, así, le hice grandes juramentos de buen comportamiento y discreción y puse por testigo y valedor a Rodrigo quien, por más, dio palabra de llevar gran cuidado de mí y de restituirme entero, sin un rasguño. Tanto insistimos entrambos que mi padre se rindió al fin y me dio licencia.
—Pero que no juegue, Rodrigo —ordenó, dándonos la espalda y alejándose.
—No tocará un naipe, maestre. Os lo juro.
—¿No? —susurré, despechada.
—No, Martín —confirmó el antiguo garitero, arrastrándome por las animadas callejas—. Está bien que conozcas las casas de tablaje y que aprendas las cosas que allí se hacen para que quedes protegido del vicio de los naipes, que a tantos arruina la vida por todo lo descubierto de la tierra, pero sólo para eso te llevo, para que cuando seas hombre y dispongas de libre albedrío, avisado estés de los peligros del juego.
No era eso lo que yo deseaba oír, pero si a su conciencia le venía de gusto sermonear, sea, que sermoneara mientras no se arrepintiera de llevarme. No me importaba escuchar sus consejas a trueco de visitar, por fin, una de esas famosas casas de naipes, también llamadas leoneras o mandrachos. De camino, tropezamos con muchos muñidores ejerciendo su oficio, que no era otro que el de atraer a jugadores para que los tahúres los desplumaran.
El tablaje en el que entramos era un bajareque grande, compuesto por muchos aposentillos que llamaban garitas. En cada una de ellas, bajo un candil que colgaba del techo, había una mesa protegida por un lienzo grueso, a modo de tapete, que ocupaba el lugar principal. Sentados a ella y con los naipes en la mano estaban los jugadores, ajenos a cuanto los rodeaba y a la multitud de mirones que les quitaba el aire. Seguí a Rodrigo por los estrechos y oscuros corredores a cuyos lados se distribuían las garitas y fuimos a dar, por fin, a una en la que estaba a punto de comenzar la partida. Por lo que yo había visto, aquella noche en todas las mesas se jugaba a la primera[38] y, como por experiencia sabía que no había enemigo para Rodrigo en este juego, me las pinté muy felices y entretenidas.
El de Soria tomó asiento en la silla vacía y puso dineros sobre el lienzo. Allí se jugaba a estocada, apostando, y no había lugar, a lo que deduje por las caras, para las bromas y chanzas que acontecían en la Chacona. Los jugadores estaban serios y los mirones que pronto empezaron a llegar formaron bandos tan enconados como ejércitos enemigos. Al punto, apareció el garitero, un hombre de apariencia brutal, acompañado por una corte de ayudantes o sirvientes entre los cuales, a más de algunos desuellacaras, vi a uno, un prestador, que le entregó caudales al individuo sentado a la diestra de Rodrigo. No le hizo firmar papel alguno, mas no parecía que aquél pudiera escapar de allí sin saldar su deuda o perder la vida. Más tarde supe que, entre todas aquellas gentes de guarnición que seguían al garitero, había uno al que, por su oficio, llamaban contador, y que llevaba de memoria las cuentas de todo lo ganado y lo perdido en las partidas y de todo lo prestado, pagado y debido tanto a su amo como entre los jugadores.
Como digo, entró el garitero y puso una baraja de naipes nueva sobre la mesa.
—Jueguen sin chanchullos, fullerías o floreos[39], señores míos —solicitó, y algunos de los mirones sonrieron maliciosamente aunque sin apartar los ojos de la mesa.
Rodrigo cogió el mazo y lo barajó con desmaña. Conocí así que quería hacerse pasar por palomo blanco, aunque dudaba si le vendría en voluntad acumular ganancias poco a poco, partida a partida, o si, por mejor, pensaba dar un certero golpe de mano cuando todos estuvieran desprevenidos. Había también, además del que arriesgaba caudales prestados, otros dos jugadores sentados con mi compadre: uno era un palomo blanco de verdad, un anciano cultivador de Santiago de León[40], muy educado y correcto, que había acudido al tablaje alentado por los muñidores del negocio; el otro era un vecino de allí mismo, de La Borburata, capataz de alguna hacienda, que había cobrado recientemente su salario y tenía los bolsillos llenos de maravedíes. Este pobre hombre, un cuarterón joven y fuerte de poco entendimiento, estaba más borracho que una cuba y no hacía otra cosa que pedirle a uno de los mirones que le sirviera ron aunque tenía la copa llena. A los mirones que actuaban como criados se los llamaba entretenidos y era costumbre que el jugador al que sirvieran les diera alguna dádiva al terminar la partida, pues eran gentes muy pobres y necesitadas que no tenían otro oficio con el que procurarse la comida. Pese a ello, el entretenido del capataz pronto se cansó de aguantar sus órdenes, burlas y desprecios y, como Rodrigo y los demás ya tenían servidores, abandonó la garita buscando otra partida y otro jugador menos borracho y brusco. En suma, que mi compadre tenía aquella noche una notable ocasión para hacerse con unos buenos caudales.
El de Soria repartió y dio comienzo el juego. Pese a su aparente ignorancia, Rodrigo, con mucha gracia y arte, no dejaba ver sus naipes ni a quienes estábamos detrás de él y, cuando, tras mucho rato y un último descarte, la mano se la llevó el cultivador (y también los dineros), supe que aún estaba tentando la mesa y a sus contrincantes. El que jugaba de fiado sonreía como quien sabe lo que está pasando y el capataz borracho alborotó mucho por aquella pérdida gritando que él tenía un flux (la mejor suerte y con la que se gana: cuatro cartas del mismo palo que corren seguidas) cuando, en verdad, sólo tenía primera (cuatro cartas, una de cada palo).
La segunda partida fue mucho más emocionante que la primera y nuestra garita se iba llenando de curiosos. Yo ni sabía ni era capaz de descubrir qué flores estaba empleando Rodrigo, pero me hallaba cierta de que las hacía, aunque el fin de las mismas no fuera ganar por el momento. Y, en esta ocasión, tras una hora de juego a lo menos, el cultivador de Santiago de León volvió a llevarse la mano con un cincuenta y cinco. El de fiado no pudo más y, ceremoniosamente, se levantó y se despidió de los presentes; ocupó entonces su silla el maestre de una carabela que estaba haciendo reparaciones en la rada desde hacía una semana.
Pero, cuando en la tercera de las largas partidas de aquella noche, mi compadre, por fin, arrambló con todas las ganancias de la mesa, el capataz borracho explotó como una bombarda, soltó injurias por la boca y, clavando un puñal en el tapete, amenazó con matar a todos los presentes:
—¡Malnacidos! —gritaba el energúmeno—. ¡Me estáis robando! ¡Que venga el alguacil inmediatamente! ¡Hay un fullero en esta mesa y yo he de sacarle el corazón con estas mis manos! ¡Nadie engaña al hijo de mi padre, a Hilario Díaz, capataz al servicio de Melchor de Osuna, familiar de los Curvos de Cartagena! ¡Favor de la justicia! —seguía berreando con hablar ebrio—. ¡Alguaciles, corchetes, están robando a un leal guarda de almacén que sólo quiere jugar honradamente unos maravedíes!
Mentar el borracho a Melchor de Osuna y trabarse mi mirada con la de Rodrigo fue todo uno.
El garitero y su corte aparecieron de inmediato. Entre varios sujetaron al cuarterón que, habiendo rescatado el puñal de la mesa, intentaba clavárselo al anciano cultivador de Santiago de León.
—¡Vos…, canalla, bellaco! ¡Vos sois el fullero que me ha robado mis caudales! ¡Devolvédmelos ahora mismo, hijo de puta!
—¡Calla, asno! —le replicaba el garitero, abriendo paso a sus hombres que arrastraban a Hilario Díaz fuera del pequeño aposento—. ¡Me estás espantando a la clientela!
—¡Alguaciles, corchetes…!
Un seco y fuerte puñetazo en el mentón le cerró la boca y el seso, pues silencioso y desmayado quedó al punto, colgando como un fardo entre los dos edecanes.
Rodrigo, que se mantenía a mi lado en aquella algarabía, me susurró:
—¿Recuerdas lo que te referí del contrato que firmó tu padre, diez años ha, con Melchor de Osuna?
Naturalmente que lo recordaba. Mi padre debía entregar a Melchor ciertas cantidades de lienzo brite e hilo de vela en unos establecimientos que éste tenía en tres ciudades de Tierra Firme. Sin duda, Hilario Díaz era el guarda principal del establecimiento de La Borburata, el capataz de los jornaleros que trabajaban allí para el de Osuna. Como la flota del año de mil y quinientos y noventa y cuatro no había traído ninguna de esas dos mercaderías, mi padre no pudo cumplir su parte del trato y Melchor exigió que se hiciera una ejecución en bienes por el total, usurpándole todo cuanto poseía.
—Las mejores flores para el fullero —me dijo Rodrigo calladamente— son las que le permiten conocer las cartas del contrario y, de ellas, la principal es aquella en la que un compadre pone un espejuelo detrás de los naipes del rival. ¿Qué te parece si hacemos que ese borracho sea nuestro espejo para ver lo que oculta Melchor de Osuna? —propuso Rodrigo.
—No podrías haberlo dicho mejor —repliqué, cogiendo mi chambergo rojo.
Rodrigo acopió sus monedas con presteza, las guardó en la faltriquera y se despidió de los presentes, echando unos pocos maravedíes al aire para alegría de mirones y entretenidos.
Salimos rápidamente de la casa de tablaje y, encontrándonos de nuevo en la calle, más vacía de gentes a esas horas, vimos a los hombres del garitero lanzar por los aires al tal Hilario que fue a dar, clavado, sobre un charco de desperdicios.
—¡Ayúdame! —exclamó Rodrigo.
Echamos los dos a correr hacia el capataz y le sacamos la nariz del agua sucia para que no se ahogara. El pobre cuarterón, ya sin ínfulas, empezó a toser y, tras las toses, a echar las tripas, que le debieron de quedar muy limpias y vacías. Gemía como un torturado.
—Al puerto, Martín. Debemos darle un remojón.
De no ser por nuestra ayuda, el pobre capataz hubiera amanecido ahogado en las calles de La Borburata así que, bien mirado, teníamos todo el derecho del mundo a darle los remojones que quisiéramos. Le quitamos, de camino, un mugriento herreruelo pardo que traía y un capotillo negro, y le dejamos en calzas y jubón, con las sucias polainas caídas hasta la mitad de las piernas. El agua del mar estaba caliente y Rodrigo le zambulló varias veces hasta que se le limpió la mugre de la cara, las ropas y la mollera. Pronto, las nubes que cubrían sus ojos desaparecieron y empezó a recobrar el seso.
—¿Qué pasa? —preguntó, aturdido. Su sangre india le había engalanado con unos ojos rasgados y una nariz extensa y chata, y su sangre española con una piel blanca como el mármol, llena de pecas.
Le sentamos en la orilla de la playa y nosotros nos situamos mirando hacia el mar, de cuenta que la poca luz que llegaba desde la ciudad le diera a él en la cara mientras nosotros quedábamos ocultos en las tinieblas, escasamente iluminados por el brillo de la luna. La oscura sombra de nuestra Chacona se vislumbraba a unos cien pasos mar adentro, entre las otras naves allí varadas.
—Pasa que, esta noche, te hemos salvado de una segura muerte —le expliqué.
—¿Sois una mujer? —se sorprendió.
Mi voz, la oscuridad y los restos del ron le habían descubierto la verdad.
—¡Mira bien lo que dices, bellaco! —troné, apurada. Rodrigo no abrió la boca—. ¡Soy un hombre y, por más, uno que te va a dar un guantazo que te hará olvidar hasta tu nombre!
Murmuró unas cuantas disculpas y, entretanto, se frotó los ojos repetidamente, como intentando despertar y ver las cosas como eran y no como a él le parecían.
—Háblanos de tu amo, Melchor de Osuna —le ordenó Rodrigo.
—¿De mi amo? ¿Por qué?
—Porque queremos.
—¿Y quiénes son vuestras mercedes?
—Ni te importa ni te lo vamos a decir —repuse yo muy digna, intentando recuperar mi condición de hombre con bravatas y alardes de esta guisa.
—Pues me marcho —declaró, intentando ponerse en pie.
—¿Adónde te crees que vas? —le increpó Rodrigo, dándole un golpe en las corvas que le hizo tambalearse y caer.
El capataz se asustó.
—¡Déjenme marchar, señores, no me retengan, por el amor de Dios! —imploró—. ¿Qué quieren vuestras mercedes de mí?
—Ya te lo hemos dicho, rufián —se burló Rodrigo—. Queremos que nos hables de Melchor de Osuna. Cuéntanos lo que quieras, no te importe saltar de una cosa a otra, pues todo nos interesa.
—¡Pero, pero… me matará!
—¡Cómo va a matarte, majadero, si somos buenos amigos suyos y le queremos bien! ¡Habla, que no será en daño ni en mengua suya!
—¡Mentís! ¡A otro perro con ese hueso!
Mi compadre perdió la paciencia y yo aprendí aquella noche una valiosa lección: cuando un hombre no quiere hablar, ponle una daga puntiaguda en la garganta y cantará como un canario. Hilario Díaz cantó mucho y muy bien. No le hicieron falta más razones y, entre confusos disparates de alcurnia —que tal parecía que el cuarterón caribeño fuera natural de Osuna, hermano de Melchor y familiar de los Curvos— y lacrimosos relatos de agravios, ultrajes y menosprecios que le había infligido su venerado amo a lo largo de los años, nos refirió cuantiosos chismes y rumores sobre Melchor: que si tenía varias mancebas, que si le había sacado un ojo a su esposa durante una paliza, que si jugaba mucho a los naipes y había llegado a perder en una sola partida diez mil maravedíes, que si tenía diecisiete hijos mestizos, que si había matado a dos hombres a sangre fría…
—Háblanos de sus oficios —le exigí, cansada de tanta necedad—. ¿Qué mercaderías guarda en ese establecimiento que cuidas?
Al cuarterón se le mudó el rostro y comenzó a trasudar, dando muestras de una muy grande alteración.
—¿Qué mercaderías va a haber? —protestó, estremeciéndose—. Las normales de cualquier almacén, cobertizo o barracón de mercader.
Rodrigo empujó la daga hacia dentro y el otro gritó.
—Amigo Hilario —le dijo jocosamente—, mira cuán poco me cuesta acabar contigo después de que el garitero te haya dado por ahogado esta noche en la calle. Si vuelves a gritar, te rebano el cuello.
—¡No hay para qué amenazas conmigo! —gritó el capataz, echando hacia atrás la cabeza por alejarse de la aguzada punta—. Sea. Os lo contaré todo, pues ya he comprendido lo que deseáis saber. De seguro que estáis intrigados por las mercaderías que mi señor vende a fuertes precios cuando faltan porque no las traen las flotas, ¿verdad?
—¿Qué dice? —me extrañé. Mi compadre se encogió de hombros.
—¡Explícate, bribón!
—Os juro, señores, que no sé cómo sabe mi amo qué mercaderías van a faltar, pero el caso es que, cuando él acumula en los almacenes abundantes partidas de rejas de arado, por decir, o de paños de Segovia o de cera o de vajillas…, tened por cierto que la próxima flota, si viene, o la del año siguiente, no traerá esos géneros. Por eso las puede vender tan caras, porque ni las hay ni las va a haber en mucho tiempo. ¿Era esto lo que os preocupaba, señores?
¿Qué estaba contando aquel grandísimo bellaco?, ¿que Melchor de Osuna sabía de antemano las mercaderías de las que iba a carecer Tierra Firme?, ¿que conocía por adelantado lo que traerían las flotas? Si aquello era verdad, y parecía una locura, sin duda se trataba de un engaño de dimensiones gigantescas pues, siendo Melchor un simple apadrinado, únicamente a través de sus primos los Curvos podía conseguir esas informaciones. Pero ¿cómo las conseguían, a su vez, los Curvos? O, por más, ¿quién determinaba, en España, con intención de sacar provecho, qué mercaderías vendrían o no al Nuevo Mundo y, luego, de algún modo, informaba de ello a los Curvos? La cabeza me daba vueltas y otro tanto le pasaba a mi compadre Rodrigo, que tenía la vista extraviada como la de un corcel encabritado.
—¿Estás seguro de lo que dices, despreciable bellaco? —intimidé al capataz—. ¡Mira que, si estás inventando calumnias, tu cabeza colgará de una pica antes de que vuelva a salir el sol!
—¡Sólo cuento lo que veo en mi almacén, nada más! Sé lo que entra, el tiempo que se queda y cuándo sale y no hay que ser muy listo para sumar dos más dos.
—¿Y seguro que no sabes cómo conoce por adelantado tu señor qué mercaderías van a faltar? —le preguntó Rodrigo con el rostro exangüe, intentando aparentar indiferencia.
—¿Cómo lo iba a saber? —protestó, pero se notaba que era una protesta falsa, que mentía—. ¿Creéis que puedo forzar a un señor tan principal como mi amo para que me explique cosas de semejante gravedad?
Los cazadores cazados, ésos éramos Rodrigo y yo. Si el capataz se iba de la lengua, estábamos muertos. No le convenía hablar, mas, si lo hacía algún día por la razón que fuere, Melchor de Osuna y sus importantes parientes nos hundirían en el fondo del mar con una roca atada a los pies.
—Es posible… —añadió el cuarterón con un soniquete medroso—, en caso, naturalmente, de que resolvierais quitarme la daga del cuello, es posible, digo, que pudiera contaros más asuntos de vuestro interés.
Mi compadre, muerto de miedo, me hizo señas con la cabeza para que rechazáramos la oferta al tiempo que, sin piedad, hundía de tal modo la púa en el cuello del vendido que éste gimió de muerte.
—¡Basta, hermano! —voceé—. Déjale hablar.
—¡Por vida de…!
—¡Basta he dicho! Suéltale y que hable.
Rodrigo bajó la mano que empuñaba el arma.
—Os lo agradezco mucho, señor —murmuró el cuarterón, acariciándose la nuez.
—Habla —le ordené—. Habla o no saldrás vivo de aquí.
—Seguro que os interesa conocer que, años ha —empezó a contar—, supe que mi amo, aprovechando lo que sólo él sabía de las venideras flotas, engañaba a ciertos comerciantes de Tierra Firme haciéndoles firmar contratos por los cuales debían abastecerle de las mercaderías que iban a faltar. Como los mentados comerciantes no podían cumplir lo pactado, con la ley en la mano se apoderaba de sus bienes, y como, por más, todos eran de avanzada edad, sacaba un mayor provecho haciéndoles pagar una renta anual por el alquiler de sus antiguas propiedades pues, esos hombres, por la poca vida que les quedaba, estaban grandemente apegados a ellas y mucho más temerosos de acabar en galeras. Las rentas eran beneficios añadidos a una ganancia ya cierta. Puedo señalaros a tres de ellos: Fernando Velasco, de Coche, ya difunto, Esteban Nevares, de Santa Marta, y Felipe Almagro, de Río de la Hacha, fallecido también de viejo. Tengo para mí que hay algunos más, pero desconozco sus nombres.
No daba crédito a lo que contaba aquel truhán. Melchor de Osuna, actuando al menudeo para diferenciarse de sus encumbrados primos, era un estafador sin entrañas, ladrón y fementido, que merecía acabar colgado en la plaza Mayor de Cartagena. Mi señor padre había sido objeto no sólo de un engaño que le había obligado a proceder contra su conciencia convirtiéndose en contrabandista sino también víctima honesta de una poderosa familia de rufianes, tramposos y embusteros. Y había más desdichados como él en Tierra Firme, dos o tres mercaderes de trato, a lo menos, a los que el de Osuna sangraba y sangraría hasta el día de su muerte, que esperaba muy próxima e igualmente rentable. Sentí levantarse en mi pecho una cólera enfurecida y tuve ganas de gritar, de atravesar con mi espada al de Osuna, de correr hacia los alguaciles y entregarles a aquel bellaco de Hilario Díaz para que oyeran su historia como la habíamos oído nosotros y que el de Osuna, los Curvos y todos los que eran como ellos acabaran en los calabozos, ante la justicia, en el cadalso y en el infierno. Pero, como era notorio, con el único testimonio de aquel capataz borracho ningún juez procedería contra un familiar de los Curvos, en caso de que el tunante llegara vivo al juicio, cosa bastante improbable. Si el de Osuna, en verdad, había matado a dos hombres a sangre fría, ¿qué se le daba de matar a uno más y, por ende, sirviente suyo y cuarterón?
Toda esta rabia, tengo para mí que por ser mujer, se me disolvió al punto en lágrimas, lágrimas que, por fortuna, las tinieblas ocultaron y que ni Rodrigo ni el mentecato del capataz pudieron advertir y, tengo también para mí que, en aquel preciso momento, fue cuando empecé a forjar, muy fríamente, la idea de una debida, justa y entera venganza.
—¿Qué hacemos con éste? —me preguntó mi compadre.
—Dejémosle ir.
—¡Gracias, gracias, señor!
—¿Así, sin más? Mañana mismo mandará aviso a su amo.
—¡No diré nada! ¿Qué voy a decir, señores, que no me inculpe también a mí?
—No hablará, hermano —repuse, muy serena, limpiándome las lágrimas como si me secara el sudor—. Le va la vida en ello.
—¡Me morderé tres veces la lengua antes que decir una palabra! ¡Lo juro, señores!
—Quedaremos a merced de este borracho, hermano. Piénsalo.
—Ni siquiera ha oído nuestros nombres —le recordé, y era cosa muy cierta, pues no los habíamos mentado ni una sola vez delante de él. El problema sería que recordara haber jugado a los naipes con Rodrigo—. ¿Qué has hecho esta noche, antes de estar aquí con nosotros? —le pregunté.
—Pues… no sé —dudó, de suerte que parecía sincero—. Cené en casa, eso se me alcanza, y estuve en la taberna antes de ir al tablaje, pues con esa intención salí por haber cobrado ayer mi soldada, mas no sé si fui. Tendré que contar los maravedíes de mi faltriquera.
No nos guardaba en la memoria. Mejor para él.
—Hermano —le dije a Rodrigo—, dale tantos palos, golpes, patadas, azotes y mojicones como te venga en gana, hasta dejarlo por muerto, de cuenta que no olvide nunca esta noche ni esta conversación. Y que sepa así, por tus manos y tu fuerza, que si habla, si dice alguna vez algo de lo acaecido, vendremos a buscarle, nosotros o nuestros compadres, y que, aunque se esconda más que una lagartija, le hallaremos y le cerraremos la boca para siempre.
—¡No voy a decir nada! —sollozó el cobarde—. ¿Qué ganaría yo sino pérdidas y perjuicios? ¡Mi amo me desollaría vivo si supiera que sé las cosas que os he contado! Él está cierto de que soy necio y sandio. ¡Dejadme marchar!
Rodrigo me miraba un tanto sorprendido, no sé si porque le había dado una orden de tal guisa o porque dudaba de que fuera valedera, pero mi resoluto silencio le convenció. Con gesto cansado, se levantó y, sacudiéndose la arena de las hábiles manos, le dio tan atroz vapulamiento que, al terminar, el otro, de cierto, parecía muerto y él tenía las ropas bañadas en sudor y en sangre que no era suya.
—¿Es suficiente? —me preguntó, chupándose las heridas de los nudillos.
—¿Está vivo?
—Tengo para mí que sí, aunque poco le falta para llamar a las puertas de san Pedro.
—Pues déjale ahí, que ya vendrán a rescatarle mañana.
—¿Y si nos lo cruzamos por las calles un día de éstos y nos reconoce?
—Nos iremos de La Borburata antes de que pueda volver a caminar.
Era tanta mi frialdad que Rodrigo me observaba preocupado. Y yo también. No sabía qué me estaba ocurriendo y dudaba de mi cordura mientras caminábamos hacia la taberna en la que habíamos quedado con mi señor padre y con los demás, que ya debían de estar preocupados por nuestra tardanza.
—¿Has pensado, Martín, que el de Osuna debe de obtener la información sobre las flotas de sus primos los Curvos? —murmuró Rodrigo, escondiendo sus magulladas manos en la espalda.
—Naturalmente —repuse, caminando más despacio. Teníamos la puerta de la taberna a menos de treinta pasos.
—¿Y cómo la obtendrán los Curvos? —caviló—. ¿Lo has pensado también?
—No se me ocurre otra cosa que sospechar del tercer hermano, el que está en Sevilla dirigiendo el negocio de la familia.
—¿Fernando?
—Ése —asentí—. Fernando Curvo debe de tener importantes contactos en la Casa de Contratación de Sevilla que, según sé, es quien aprueba el número de barcos que componen las flotas, el tonelaje y las mercaderías que se pueden traer.
Rodrigo se detuvo en mitad de la calleja.
—Quien aprueba, tú lo has dicho. La Casa de Contratación aprueba, pero quien decide, en realidad, es el Consulado de Sevilla.
—¿Consulado?… ¿Qué consulado?
—El Consulado de Cargadores a Indias[41]. Todos los mercaderes de Sevilla que comercian con el Nuevo Mundo deben estar inscritos en la matrícula de cargadores. Así se impide que ningún extranjero pueda terciar en estos menesteres. Su poder ha crecido tanto en los últimos años que es él y no la Casa de Contratación quien organiza las flotas, tanto la de Nueva España que llega a Veracruz, como la de Los Galeones, que llega a Cartagena y a Portobelo y, desde que el rey empezó a poner en venta los cargos de los oficiales reales de la Casa de Contratación, los mercaderes adinerados se han apoderado de todo.
—¿Y cómo es que el rey ha permitido que los mercaderes se adueñen de unos oficios tan importantes y tan relacionados con las flotas?
—¡Por mi vida, Martín! ¿Por qué va a ser? ¡Por caudales, como siempre! El Consulado de Sevilla hace importantes donativos al rey Felipe para ganarse su favor y obtener así el perdón para los delitos del comercio, sobre todo para los frecuentes fraudes en los registros, y le hace préstamos por sumas incalculables que Su Majestad nunca devuelve. Eso sin hablar de las numerosas ocasiones en que el rey se apodera de los dineros obtenidos por los mercaderes incautando las flotas a su regreso a Sevilla. Digamos, pues, que, a trueco de todo esto, el rey consiente en venderles por miles de ducados los cargos de la Casa de Contratación.
—¿Felipe el Segundo también hizo esto?
—Felipe el Segundo, su padre Carlos el Primero de España y el de ahora, Felipe el Tercero. ¡Todos los malditos Austrias! ¡Nunca tienen suficientes caudales para financiar sus guerras en territorios lejanos! España está endeudada, por culpa de ellos, con las principales familias de los negocios bancarios europeos: los Fugger, los Grimaldi, los Grillo…
—Muy bien —dije yo, retornando a nuestro asunto—, supongamos entonces que Fernando Curvo, en Sevilla, tiene acceso a las decisiones del Consulado respecto a las flotas.
—Sin suposiciones.
—Conforme. Fernando tiene la información —admití—. En los navíos de aviso que manda la Casa de Contratación para los comerciantes de Tierra Firme y Nueva España, esos con los que tantas veces nos hemos cruzado mareando por estas aguas, el de Sevilla envía cartas a sus hermanos en Cartagena para que estén al tanto de las mercaderías que no van a venir. Los Curvos de aquí acumulan dichas mercaderías y las almacenan.
—Y no olvides que tienen sus propias naos mercantes —añadió Rodrigo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que, si el engaño del que hablamos es grave, imagínate lo que sería descubrir que Fernando, que es quien apresta y despacha desde Sevilla naves de su propiedad cargadas con mercaderías, tuviera parte en las decisiones del Consulado acerca de lo que deben transportar las flotas.
Reflexioné unos instantes.
—¿Podemos conocer si ha comprado algún cargo en la Casa de Contratación o si lo tiene en el Consulado?
—¿Cómo lo vamos a conocer? —se extrañó Rodrigo—. Fernando Curvo está en Sevilla y nosotros en Tierra Firme. Él es un comerciante principal y nosotros, si no recuerdo mal, contrabandistas de poca monta.
—Alguien debe de saberlo en Cartagena —objeté.
—Naturalmente. Sus hermanos, Arias y Diego Curvo. ¿Vas a ir tú a preguntarles?
El rugido malhumorado de mi padre desde la puerta de la taberna nos sobresaltó. Se le veía enfadado y gesticulaba hoscamente, llamándonos. Con todo, Rodrigo seguía allí quieto, esperando mi respuesta con una mueca chusca.
—Quizá sí les pregunte a los Curvos, hermano, quizá sí —repliqué—. Y, hazme la merced de no contar nada a mi señor padre de lo que hemos descubierto.
—¿Por qué? —se sorprendió—. ¡Es importante que lo sepa!
—Confía en mí, Rodrigo. Sé lo que hago.
—¡Esto es traición!
Mi padre seguía llamándonos a voces, sin dar crédito a nuestra inobediencia. Pronto, todos los vecinos de La Borburata saldrían a las calles con sus armas convencidos de estar siendo asaltados por piratas.
—No, Rodrigo. Sabes que mi padre nunca resolverá el problema con Melchor. Sabes que está resignado a pagarle el tercio hasta el último día de su vida. Y, por más, debes conocer que, tiempo ha, me pidió que me hiciera cargo de madre, de vosotros y de las mancebas cuando él muriese, pues nos quedaremos sin la casa, la tienda y la nao. —Rodrigo resopló y supe que se le empezaban a alcanzar mis intenciones—. Tú has estado a mi lado desde el día en que me leíste el recibo de Melchor, el que sacaste de la faltriquera de mi padre. No me abandones ahora. Permíteme, con tu silencio, reflexionar sobre todo lo que nos ha contado esta noche ese desgraciado de Hilario Díaz y buscar un camino para salir de este atolladero.
El antiguo garitero, amante de las flores villanas en el juego de los naipes, apuntó una sonrisa en su cara curtida.
—Sea —repuso—. Pero quiero estar contigo en esto. Debes contármelo todo.
—Por mi honor que lo haré —dije, echando a correr hacia mi señor padre.
Regresamos a Santa Marta tres meses después, con el ligero jabeque cargado de armas y pólvora hasta los penoles. Promediaba agosto y nos hallábamos en plena temporada de lluvias, con lo que tal suponía para la navegación por las terribles tormentas, tifones y huracanes que siempre hacían estragos en el Caribe. Mi padre no tenía prisa por entregar el cargamento al rey Benkos. Decía que estaba cansado y que necesitaba comer en su casa y dormir en su lecho. Pese a sus deseos, el plazo para pagar el segundo tercio del año se cumplía en breve. Antes del día treinta del mes debíamos personarnos en Cartagena para visitar a Melchor y entregarle los veinticinco doblones.
Madre parecía radiante cuando llegamos. Nos había preparado un recibimiento de reyes y la fiesta se prolongó dos días enteros. Tanta era su alegría que hasta a mi señor padre se le mejoró el ánimo y se le olvidó un tanto su fatiga. Los músicos de nuestra tripulación se sumaron a los de la mancebía y, al anochecer, tocaban sus instrumentos por las calles de Santa Marta, improvisando recitales ante los grupos de vecinos que charlaban en las puertas de las casas o paseaban por la playa o se dirigían al río Manzanares para darse un chapuzón. La chicha, el ron y el aguardiente calentaron los corazones y las mozas distraídas trabajaron sin descanso mientras los demás bailábamos, comíamos olla o dormíamos la siesta durante las horas en las que apretaba el sol. Una semana después de nuestra llegada, aún salían de la selva vecinos borrachos que ignoraban que la fiesta se había terminado.
A poco de acabar el jolgorio, cierto martes tengo para mí, madre me mandó llamar a su despacho una mañana. Cuando entré, mi padre conversaba con ella apaciblemente sobre las rentas y gastos de la mancebía. Para mis estudios de cálculo, madre había utilizado como cartillas de enseñar los libros de cuentas de los negocios y ambos conocían, tiempo ha, que yo estaba al tanto de todos los asuntos de la casa.
—Pasa, Martín —me rogó madre, que fumaba un grueso cigarro puro—. Toma asiento, hijo.
Arrastré una silla de brazos y me senté junto a mi padre.
—Ahora que os tengo aquí a los dos —empezó a decir ella echándonos una mirada satisfecha—, voy a daros una gran alegría y es que, en estos últimos años de mercadear contrabando, hemos reunido los caudales necesarios para rescatar nuestras propiedades de las manos de Melchor de Osuna.
Mi padre bajó la cabeza, apesadumbrado. Desde que yo había sido prohijada (o, por mejor decir, prohijado), madre me trataba con un afecto y una consideración parecidos a los de una madre verdadera. Con todo, siempre quedaba entre ambas una muralla que ninguna estaba interesada en derribar.
—¿Por qué sigues con este empeño, María? —le preguntó mi padre conteniendo su enfado—. Sabes que es imposible rescatar nuestras propiedades.
—Imposible no hay nada, Estebanico.
—¡Imposible hasta que yo muera, mujer, a ver si te lo metes de una vez en la cabeza! —gritó él—. Cuando eso ocurra, el de Osuna lo venderá todo. Guarda los dineros, María. Déjalos a buen recaudo hasta entonces y, el día de mi muerte, dáselos a Martín. Él sabrá lo que debe poner en ejecución.
—¡Que me maten, Estebanico, si tienes cabal juicio! ¿Qué podemos perder por intentarlo? Tanto que hablas de tu muerte y no te detienes a pensar que quizá el de Osuna ya está aburrido de esperar a que faltes. ¿Qué dices tú, Martín? —me preguntó madre de improviso, esperando, por su cara, que diera una opinión en su favor.
Mi cabeza no había parado de dar vueltas desde la noche que conversamos con Hilario Díaz en la playa de La Borburata. Ni Rodrigo ni yo habíamos dicho nada a nadie, mas, de vez en cuando, nos encontrábamos secretamente en el compartimento de anclas y sogas donde, a la luz que entraba por los escobenes, nos torturábamos recordando las tropelías de los Curvos y de Melchor. Mil veces me había repetido el de Soria, en aquellas ocasiones, que el contrato de arriendo firmado por mi padre para utilizar la casa, la tienda y la nao hasta su muerte era cosa pasada en cosa juzgada o, lo que es lo mismo, imposible de anular salvo por voluntad del de Osuna, que debía de tener mucha mano entre los jueces y oficiales reales de Cartagena para que los escribanos públicos le admitieran aquellos contratos. Tal cosa nos llevó a pensar que, de seguro, los Curvos tenían comprados a algunos de ellos.
—Paréceme —balbucí— que mi señor padre tiene la razón, madre. Melchor de Osuna no va a permitir que compremos nuestros bienes porque perdería dineros.
—¿Qué dineros va a perder? —se indignó ella, echando una espesa fumarada blanca por la boca—. ¡Lo que queremos es que pida una cantidad o que nos deje hacer una oferta!
—¿Cuántos doblones hemos reunido? —quiso saber mi padre.
—Cuatrocientos. He podido guardar unos cien al año, más los setenta y cinco de la renta a Melchor.
Mi padre se entristeció.
—No va a querer saber nada por esa cantidad —advirtió.
Yo me espanté. Sabía que el de Osuna no vendería nada, mas ¿tampoco por cuatrocientos doblones? ¡Por mi vida! ¿Conocía mi padre de cuántos maravedíes estábamos hablando?
—Pedirá, a lo menos, el doble —continuó diciendo.
—¿Y qué más? —se burló madre—. ¿La Corona de las Españas? ¿El trono de los cielos?
—¡Te he dicho que no quiere vender! —bramó él, exasperado.
¡Inténtalo! —gritó ella a su vez—. ¿Qué te cuesta preguntarle? ¡Hazlo por mí, Estebanico! ¡No quiero esperar a que mueras para recuperar mi casa! —se quedó en suspenso unos instantes y, luego, con devoción, se corrigió—. La casa de los dos, Esteban. ¿Acaso no recuerdas que aquí nació nuestro pequeño Alonso y que aquí pasó su corta vida, en estos aposentos?
Me quedé muda de asombro. Mi padre y María Chacón habían tenido un hijo, quién sabe cuándo, que murió sin salir de la infancia. Nunca había oído yo nada sobre tal niño ni nadie había pronunciado una sola palabra referente a él, como si su nombre y su existencia hubieran sido borrados por algún encantamiento. Pero mi buena memoria me hizo recordar un detalle muy pequeño del día que llegué por primera vez a aquella casa y entré en aquel despacho. Madre dijo entonces, tras conocer el ardid ingeniado para salvarme del matrimonio con el lamentable Domingo Rodríguez, que por mucho que me hiciera pasar por hijo de Esteban Nevares, yo nunca sería como… Y aquí se detuvo. Mi señor padre, entonces, se había levantado prestamente de la silla y se había hincado de hinojos ante ella, acariciándole el rostro. Sin duda, ambos tenían en mente el mismo pensamiento, pero nada dijeron entonces ni tampoco después. Ahora, sin embargo, la señora María hacía referencia a aquel doloroso recuerdo para conseguir que mi padre se aviniera a negociar con el ruin de Melchor de Osuna.
—¿Me has oído, Esteban? —insistió madre.
—Te he oído, mujer —respondió él con voz triste.
—¿Y qué piensas hacer?
Mi padre, que ahora parecía más viejo y cansado que nunca, la miró haciendo leves gestos de asentimiento con la cabeza.
—Lo intentaré —concedió al cabo de unos instantes—, pero el de Osuna no cederá.
Madre se angustió
—¡Ofrécele los cuatrocientos doblones! Verás como no los desdeña. ¿Quién podría rechazar una fortuna así?
Él se encogió de hombros y, con esfuerzo, se puso despaciosamente en pie y se dirigió a la puerta.
—Vamos, Martín —me ordenó—. Tenemos que revisar la carga del jabeque. No quisiera que ocurriera una desgracia con tanta pólvora en las bodegas.
Madre, despertando de su vago ensueño, reaccionó al punto:
—¡Deberías entregarle las armas a Benkos y no tenerlas tantos días en el puerto de Santa Marta!
—¡Así lo haré! —repuso él desde el gran salón—. ¡Martín, te estoy esperando!
Hice el gesto de echar a correr pero me detuve en seco.
—Siento no haberos ayudado más, madre —musité.
—Vete, anda. Déjame sola.
—Hablaré con él —dije antes de salir de allí corriendo—. Si le doy mejores razones con palabras eficaces, estará más dispuesto a tratar con Melchor y a convencerle.
Ella me miró y quiso, sin éxito, ocultar su gratitud tras la densa nube de humo del cigarro puro.
—¿Sabes lo que cualquier hombre que no fuera Esteban le habría dicho a una mujer al principio de esta misma conversación? Que se haría su voluntad y su gusto y que es obligación natural de ella bajar la cabeza y obedecer sin discutir, ajustando sus deseos a los de él. No le des más razones a tu padre, Martín, pues el asunto le incomoda. Conoce bien cómo manejar al de Osuna. No en vano lleva diez años frecuentándole.
—Sí, madre.
—Andad con tiento en la nao —me pidió.