Impulsados por los fuertes vientos alisios, al día siguiente atracamos en Trinidad y allí, en el puerto, el señor Esteban presentó sus saludos a los comerciantes y a los vecinos de la isla que acudieron ante el aviso de nuestra arribada y, ejerciendo su oficio, les vendió mercaderías de las que llevaba en el barco: para comer, aceite, miel, vinagre, pasas, cecina, almendras, vino, alcaparras y aguardiente, y para otros menesteres, relojes, pinturas, jabón, cartillas de enseñar a los niños a leer y escribir, candiles de hierro, taladros, espejos, tijeras de despabilar, hilos, encajes, sombreros, telas, cuchillos, azadas, palas, peines, letras de canciones y villancicos, almohadas, rejas de arado, guarniciones de mulas y caballos, pliegos de papel, clavazones, hierro viejo, colonias, perfumes, medicinas y, lo más importante de todo, cera para la iluminación de los hogares y las iglesias y lienzos finos de vela para el aparejo de las naos.
Muchas de estas cosas las vendió al trueque pues, según me dijo, los caudales escaseaban en las Indias porque todos los metales se iban para España, tanto el oro y la plata como el cobre, faltando también las perlas que salían a millones de los ostrales de Tierra Firme así como cualquier otra cosa de valor que pudiera usarse como moneda. Por esta razón, zarpamos de Trinidad con unas buenas cantidades de cacao, yeso, carne de res, cocos (que resultaron ser aquellas nueces cubiertas de pelo marrón y con carne blanca y tiesa que yo comía en mi isla), aves de corral, brea y carbón.
Los alisios y las corrientes de la zona seguían la dirección de la costa hasta Santa Marta, así que la navegación era rápida y cómoda y la distancia entre las ciudades se hacía bastante corta. Desde Trinidad, pasando por las despobladas islas de los Testigos, llegamos a Margarita en sólo dos días. El pregonero anunció nuestra llegada y pronto el puerto se llenó de comerciantes y vecinos interesados en nuestros géneros. Mi padre me prohibió bajar a tierra para no correr ningún riesgo con mi señor tío Hernando y me quedé sola en el barco viendo cómo todos se alejaban alegremente en el batel. Aproveché para vaciar la vejiga sin los peligros habituales pues, en el mar, teníamos que subir por la borda hasta el mascarón de proa y colgarnos del aparejo —lo que, por suerte, nos ocultaba de la vista, y a mí me permitía mantener el engaño—, de manera que las olas, al chocar contra el barco, lo fueran limpiando todo.
Me aburrí mucho esperando a que regresaran mi nuevo padre y mis compañeros pero, a lo menos, tuve ocasión de escudriñar toda la nave a mi gusto. La Chacona era un viejo jabeque de tres palos sin cofa (el de mesana a popa, el mayor al centro y trinquete a proa, ondeando gallardetes cortos y catavientos), aparejo latino[12], casco ligero, de una sola cubierta, calado corto, proa alta, toldilla por la que surgía el palo de mesana (y bajo la cual estaba la cámara de mi padre) y tan veloz que era capaz de ganar al punto barlovento sin problemas. Desplazaba unos sesenta toneles[13] de bastimentos y tenía unas treinta varas de eslora, veinte de quilla y algo más de nueve de manga[14]. Su casco, según supe luego, estaba unido con clavazón de bronce y pasadores de madera, siendo así una nave muy buena, muy segura y muy marinera. Bajo la cubierta estaban las bodegas de proa y popa (donde iban las mercaderías), el pañol de víveres, el compartimento de anclas y sogas, y el pañol del contramaestre, usado anteriormente para guardar unas pocas armas y algo de pólvora y, ahora, convertido en mi propia cámara personal. Si los marineros del señor Esteban recelaron algo por este excepcional privilegio de maestre otorgado a un muchacho desconocido, nada dijeron. Ellos dormían en cubierta, a cielo raso, en unas extrañas camas que llamaban hamacas y que compraban a los indios. Las hamacas estaban hechas con finas telas de algodón de dos o tres varas de largo, muy bien tejidas, de cuyos extremos colgaban unos cordeles que ataban a los palos y las jarcias; la cama se suspendía en el aire como un columpio. De día las recogían y plegaban y la cubierta quedaba despejada para las faenas del barco.
La vida a bordo era muy sencilla. Por la mañana, tras despertarnos antes del alba, nos lavábamos un poco en los baldes, desayunábamos, achicábamos el agua que había entrado por la noche, comprobábamos y cosíamos las velas (en el mar, no hay paño que aguante) y repasábamos las jarcias. Guacoa, el piloto, era el único que no participaba en estas actividades porque no podía abandonar su puesto en la caña del timón. Después, a media mañana, comíamos. Siempre había agua o vino para beber y galletas de maíz a modo de pan y, luego, unos días tomábamos pescado con guisantes o alubias y, otros, cerdo salado con trigo y cecina. Los domingos, además, queso en aceite de oliva. El mulato Miguel, el cocinero, preparaba la comida en un gran caldero de hierro, sobre una lumbre que prendía a cielo abierto junto al palo mayor. Por la tarde, limpiábamos a fondo la cubierta con vinagre y sal y fumigábamos las bodegas y compartimentos inferiores quemando azufre, de cuenta que no se formasen nidos de ratas ni de cucarachas. Después, cenábamos lo mismo que habíamos comido a mediodía y, antes de ir a dormir, mi padre y sus hombres cantaban canciones acompañándose con el laúd y el pífano (que tocaba el murciano, Lucas Urbina) o jugaban a los naipes unas largas y emocionantes partidas de rentoy, primera o dobladilla que, las más de las veces, terminaban a gritos y golpes contra la mesa. El marinero Rodrigo, el de Soria, había sido garitero[15] en una casa de tablaje de Sevilla durante algunos años y dominaba todos los ardides y fullerías de los juegos de naipes: sabía marcarlos, guardarlos fuera de la vista, añadirlos durante la partida, disponerlos de tal modo que saliera el más favorable, cambiar un mazo por otro, engañar al cortar, varias maneras para hacer señas y otras tantas para conocer la mano del contrario. Por eso nunca le consentían participar y se limitaba a ejercer de árbitro en las disputas, que eran muchas e incesantes. Menos mal que no jugaban a estocada, apostando caudales, pues podría haber acaecido alguna desgracia.
Por fortuna, aquella larga jornada de soledad en el puerto de Margarita terminó al atardecer, cuando el batel regresó a la nao cargado con agua para el viaje y con las nuevas mercaderías cobradas al trueque: maíz, mijo, yuca, patatas, piñas…, todas ellas desconocidas para mí pero muy sabrosas y nutritivas según pude comprobar en los días siguientes, cuando Miguel las añadió a las comidas. También había algodón, tabaco y café en no muy grandes cantidades porque, al parecer, eran artículos escasos y muy valiosos. De todas estas pequeñas transacciones mercantiles en los puertos que realizaban los mercaderes de trato, la Corona se quedaba una parte muy importante. Mi padre tenía que pagar muchos impuestos pero los más gravosos eran el almojarifazgo, el diezmo y la alcabala, que se llevaban un buen bocado de cada negocio. Puede que las ciudades fueran apenas un pequeño grupo de casas de barro y madera, que no hubiera soldados ni cañones para defenderlas de los ataques piratas, que los colonos no tuvieran comida que llevarse a la boca ni ropas que ponerse, pero lo que sí había, sin excepción, era uno o dos oficiales de la Real Hacienda encargados de la aduana que no dejaban entrar o salir ni a una gallina si no pagaba el previo arancel.
—Yo creía que estas tierras eran ricas —le dije a mi padre esa noche—, pero, a lo que se ve, aquí hay tanta miseria y necesidad como en España. ¿Por qué las gentes carecen de todo?
—Porque las flotas anuales no llegan cuando tienen que llegar —me respondió, dejando un momento de lado a Guacoa, el piloto, que discutía con él algo sobre la derrota[16] hasta Cubagua, nuestro próximo destino—. Sólo España puede surtir de toda clase de abastos los mercados de las Indias. Ningún otro país tiene permiso para mercadear aquí, de cuenta que, si los productores españoles no están en condiciones de cargar las naos suficientemente para proveernos o si se reciben noticias de barcos piratas en las rutas de las flotas, éstas se retrasan hasta estar completamente cargadas o hasta que la amenaza inglesa, francesa o flamenca desaparece y, en el entretanto, aquí nos falta de todo.
—Pero de aquí salen montañas de oro, plata y perlas para la Corona —objeté—. Algo se quedará.
—Te equivocas —repuso, muy serio—. Los colonos de estas poblaciones siempre están muy necesitados de todo. ¿Para qué les serviría el oro si no hay nada que comprar? Además, si tuvieran oro o plata o perlas o, incluso, gemas preciosas, que también las hay, los piratas se las quitarían durante sus habituales asaltos a las villas. La poca o mucha riqueza que pudiera quedar se gasta en las guerras contra los indios, pues la Corona no aporta suficientes naves, ni soldados, ni armas, ni pólvora, ni construye suficientes guarniciones para defender a sus súbditos de los ataques de las tribus que aún no han sido conquistadas, ya que debe sufragar sus guerras por la fe católica en Europa. Todo lo pagan los vecinos con sus propios caudales y añádele que, aunque las tierras son muy buenas para las labranzas y las crianzas, los pobladores no pueden acceder a ellas porque pertenecen a unos pocos y ricos encomenderos a quienes la Corona se las dio y que sólo están interesados en la búsqueda del oro y la plata. Por más, si algo faltare para aumentar la miseria de estas tierras y de sus lugareños, los escasos frutos del trabajo propio, como el mío, pagan unos impuestos altísimos a la Real Hacienda. Así que nada queda, en verdad, para los colonos.
En Cubagua ya me encontré más suelta en los trajines del comercio y el manejo de la balanza de cruz. Bien es verdad que allí no quedaban apenas vecinos pues los ostrales se habían agotado recientemente y las gentes abandonaban sus casas en busca de otros sitios donde mejor vivir, pero yo me sentía como una reina (o como un rey), mercadeando nuestros géneros junto a mi padre. Cubagua era famosa por la habilidad de sus indios guaiqueríes para la pesca de perlas.
—Que te cuente Jayuheibo —le animó mi padre durante la cena—. Él es de aquí.
Jayuheibo, el marinero, levantó la mirada de su plato y echó una ojeada hacia la isla por encima del costado de babor. Un gran calvario de piedra se divisaba en la distancia. Lo mismo que al piloto Guacoa, al marinero Jayuheibo no le había oído hablar en demasiadas ocasiones. Ambos indios eran gentes calladas y muy suyas, aunque Jayuheibo se reía más y convivía más con sus compadres que Guacoa, quien siempre andaba a solas, con el rostro serio y en silencio. Sin duda, era un piloto excelente que no necesitaba ni portulanos ni cartas de marear para conducir la nave, orientándose de día por el sol y de noche por las estrellas, pero su silencio y maneras cautas me producían una cierta inquietud. Jayuheibo, el indio guaiquerí, actuaba de otra manera.
—Nadábamos bajo el agua todo el día —empezó a explicarme, roncamente. Era un hombre no demasiado mayor, de unos veintisiete o veintiocho años, de pronunciada nariz aguileña—. Todo el día, sin descanso… —repitió, melancólico—. Desde la mañana hasta la puesta de sol. Cogíamos las ostras de hasta cuatro y cinco brazas[17] de profundidad y sacábamos las redecillas llenas, a reventar, como nuestros pulmones. Muchos amigos y familiares nunca tornaron a salir por culpa de los tiburones y los marrajos de estas aguas. El encomendero de la pesquería nos obligaba a zambullirnos sin descanso —añadió con rencor.
—Jayuheibo es un buzo excelente —comentó mi padre con alegría—. Y también un hombre libre. Ahora es un leal súbdito de la Corona y un buen hijo de la Iglesia.
Tras unos instantes de silencio, todos soltaron una gran carcajada, incluso el propio Jayuheibo y hasta Guacoa, y entonces comprendí la ironía que encerraban las palabras de mi padre. No tardé mucho en descubrir que los más sufrientes en el Nuevo Mundo eran los indios, diezmados hasta casi la extinción por las enfermedades llegadas desde Europa y el Oriente y consumidos por el excesivo trabajo en que los ponían sus encomenderos. El sistema de encomiendas funcionaba en todas las Indias y consistía en que los nativos conquistados eran repartidos por la Corona entre caballeros y nobles españoles de prestigio reconocido. Los indios estaban obligados a trabajar para ellos a trueco de salario, manutención y doctrina cristiana y, de este modo, se obtenían los obreros necesarios para explotar las riquezas del Nuevo Mundo. Aunque, según la ley, los indios eran hombres libres, en el uso de esta ley los encomenderos los trataban como a esclavos de ningún valor pues nada costaban mientras que a los negros había que comprarlos y pagarlos en los mercados.
Manteniendo el curso de los vientos, desde Cubagua, pasando por Cumaná, llegamos a La Borburata, sitio excelente aunque poco poblado por culpa de los constantes asaltos piratas, en cuyo puerto numerosas tripulaciones realizaban reparaciones en sus naves, se avituallaban de viandas, se solazaban y hacían aguada en el cercano río San Esteban. Allí trocamos nuestros artículos por otros de tan extraña naturaleza como los que habíamos adquirido en los puertos anteriores, y se convirtió en mi preferido un riquísimo fruto llamado banano. También compramos sal y naranjas.
Desde La Borburata, al cabo de cuatro días, alcanzamos las islas de Coro, Curaçao y Bonaire, donde llenamos el barco de azúcar, jengibre, miel, trigo, maíz, carne, sebo y cueros. Yo no había probado nunca el azúcar y me pareció un condimento sabroso al que me aficioné con presteza. Las aguas, aquí, eran mucho más agitadas y violentas que en el resto de la costa. Terribles arrecifes de coral amenazaban los cascos de las naos y Guacoa tuvo que demostrar su gran maestría y su buen discernimiento bogando por las ceñidas brechas de las barreras coralinas hasta las bahías de los puertos. En Curaçao vi por primera vez a mi padre rechazando el comercio de negros.
Un bonaereño a quien él conocía de otros mercados estaba ofreciendo, a buen precio, seis valiosas piezas de Indias[18]: dos hombres, dos mujeres y dos muchachos, negros todos de la costa de Guinea.
—No practiques nunca este nefando comercio —me susurró al oído—, pues no es digno de personas de bien poseer a otras en condición de objetos. La naturaleza hizo libres a los humanos sin reparar en el color de la piel.
Y, diciendo esto, se allegó hasta los negros y, con un gesto brusco, le rompió los botones de la camisa a uno de los hombres, dejándole el torso al descubierto.
—¿Dónde está la marca del hierro? —gritó al vendedor, con grande enojo—. No veo en este esclavo la carimba[b] del Real Asiento. ¿Cómo osáis vender piezas ilícitas que no han pagado sus impuestos a la Corona? ¡Oficial! —llamó al funcionario de la aduana que paseaba por el mercado comiendo unas frutas que llevaba en la mano—. ¡Oficial!
—¡Largaos de aquí! —le espetó el vendedor de piezas—. ¡Siempre estáis armando jaleo a donde quiera que vayáis, Esteban Nevares!
—Quedad con Dios, señor Alonso López —repuso mi padre muy ufano, haciendo un gesto al oficial real para que no acudiese a su llamada.
El carpintero Antón Mulato, el cocinero Miguel Malemba, el marinero llamado Negro Tomé y el joven grumete Juanillo Gungú miraron a mi padre con adoración. En aquel instante supe que darían su vida por él sin pensarlo dos veces. Y lo mismo comprobé en los días subsiguientes respecto a toda la tripulación. Por razones como ésta —y por otras que ya contaré—, respetaban a mi padre más allá de lo que cualquiera se pudiera imaginar. Esteban Nevares era un hombre profundamente honrado y digno, de recta conciencia, que sufría y se soliviantaba ante las injusticias.
Zarpamos de Curaçao, pasando cerca de Aruba, de Maracaibo y de Cabo de la Vela sin atracar y, tras dos días de travesía con fuertes vientos del noroeste, llegamos a Río de la Hacha. Ya estábamos muy cerca de Santa Marta, me previno mi padre una tarde, y la señora María estaría oliendo nuestro barco desde casa y comenzando a preparar el recibimiento.
—¿Y cómo sabe cuándo vamos a llegar? —pregunté, sorprendida.
—Nunca, en veinte años, he conseguido averiguarlo —repuso mi padre sujetándose a las jarcias para avanzar hacia el palo del timón—, pero jamás se ha equivocado.
Río de la Hacha era un poblado perlífero muy importante donde mercadeamos por cerca de treinta y cinco pesos de a ocho reales de plata o, lo que es lo mismo, casi diez mil maravedíes. El pregonero convocó a los colonos a la playa y, como hacía algunas semanas que no arribaba ningún otro mercader, mi padre hizo un excelente negocio que celebramos bebiendo ron en una de las tabernas del lugar. Aquel día aprendí varias cosas: la primera, que el ron era una bebida muy rica hecha de la caña del azúcar; la segunda, que en las tabernas no había comida, sólo vino, ron, chicha y aguardiente, y que, por ese motivo, las frecuentaban vagos y maleantes; la tercera, que en las tabernas los hombres no hacen otra cosa que hablar de disparates y majaderías mientras permanecen sentados en los bancos o en las sillas; y, la cuarta y última, que, bien por ser mujer o bien por la falta de costumbre, yo no podía beber tanto como mi padre y mis compañeros. No recuerdo cómo acabó la tarde, ni cómo llegué al barco, ni tampoco cómo me eché en mi camastro y me tapé con la frazada. Sólo sé que al día siguiente, rumbo ya hacia Santa Marta, me dieron tantas ansias y bascas que revolvióseme el estómago muchas veces y vomité las tripas por la borda como si tuviera calenturas pestilentes y que sufrí de un dolor de cabeza tal que el batir de las olas contra la nao parecíame un tambor retumbando en mis orejas. Recuerdo haber vislumbrado una costa de barrancos de arcilla roja mientras nos alejábamos de la población de Río de la Hacha.
—¡U’munukunu! ¡U’munukunu![19] —gritó Guacoa una tarde mientras yo hacía mi guardia de cuatro horas y los demás limpiaban la cubierta. Con un brazo extendido señalaba hacia unas inmensas montañas, las más grandes del mundo sin duda, que se dibujaban contra el cielo.
Los hombres soltaron gritos y exclamaciones de júbilo y abandonaron sus tareas para dirigirse al costado de la nao y observar aquellas gigantescas cumbres. Una pequeña isla se destacaba frente a nosotros. Guacoa viró para ingresar por una escondida abertura entre la isla y la costa y, al punto, doblando un recodo rocoso sobre el que destacaba una ermita, entramos en una hermosa bahía de aguas color turquesa con una bella playa en forma de concha marina tras la cual se descubría un villorrio formado por filas de casas bajas hechas con bejuco y paja. Alrededor de las casas había un llano muy amplio y, después, la selva virgen, espeso y cerrado manto verde que ascendía presurosamente por las faldas de las montañas hasta las inmensas cumbres nevadas que rodeaban Santa Marta.
Mi padre, que ya me había tomado un cierto aprecio, se acercó hasta mí y puso su mano en mi hombro.
—Esa pequeña isla que acabamos de pasar es el Morro. Esta bahía en la que nos hallamos es la Caldera. Esas montañas que Guacoa ha llamado U’munukunu son la Sierra Nevada. Ése de allí —dijo señalando la desembocadura de un río que, bajando desde la sierra, se veía a la derecha del pueblo— es el Manzanares, que corre en dirección suroeste, bautizado así por uno de Madrid que pasó hace años por estas tierras. Como estamos en la estación seca, viene poco crecido, pero ya lo verás en sazón en los meses que van de junio a octubre, durante la temporada de lluvias. Pronto visitarás las ciénagas y los pantanos que se encuentran al otro lado del Manzanares. Son los más grandes del mundo. Esta ciudad, hijo, es la primera ciudad que se fundó en el Nuevo Mundo. Cumaná dice serlo, pero yerra. La primera fue Santa Marta, en el año de mil y quinientos y veinticinco, por el conquistador Rodrigo de Bastidas. Antes éramos más vecinos pero, tras tanto asalto pirata, sólo quedamos sesenta. —Mi padre pareció enfadarse mucho de repente—. ¿Sabes…? Santa Marta ha sido incendiada y arrasada en numerosas ocasiones por piratas ingleses. Hace sólo cinco años, el corsario Francis Drake atracó aquí, en la Caldera, saqueó el pueblo y le prendió fuego. Sólo mi casa y la del gobernador permanecieron en pie. Aún no nos habíamos recuperado del desastre cuando, poco después, ese mismo año, recibimos la desagradable visita de Anthony Shirley, otro maldito inglés que nos robó lo poco de valor que nos quedaba.
Avanzando en línea recta y recogiendo velas, la Chacona enfiló hacia el muelle, donde había otros dos barcos atracados (una carabela y una carraca), y todos nos dispusimos para las maniobras de acercamiento. La gente del pueblo comenzó a llegarse hasta la playa en pequeños grupos.
En cuanto anclamos el barco y pusimos la plancha, mi padre, bajando por ella, se plantó en un santiamén en el amarradero para saludar a los vecinos que se lanzaron a estrecharle la mano y a darle golpecitos de bienvenida en los hombros y en la espalda. Él cumplía respondiendo con grandes sonrisas, como un rey que se deja agasajar por su pueblo. Mis compadres, desde la cubierta, agitaban los brazos e iban y venían de un lado a otro terminando prestamente las faenas por las muchas ganas que tenían de desembarcar. Yo no sabía lo que debía hacer. Sin duda, me dije, seguir a mi padre adondequiera que fuera intentando pasar a su lado lo más desapercibida posible.
—¡Vecinos, mirad! —gritó el señor Esteban alzando un brazo hacia mí, que asomaba medio cuerpo por la borda—. ¡Aquí tenéis a mi hijo, Martín Nevares!
Una mujer esbelta, de gallardo cuerpo, ancha de cara, de nariz afilada y unos cuarenta y tantos años, vestida con unas sayas de color amarillo, una camisa blanca y un corpiño sobre el que lucía una bonita pañoleta de seda, se acercó lentamente hacia mi padre con un gesto agrio en la cara.
—¿Y cuándo habéis tenido vos un hijo sin que yo me haya enterado? —preguntó a voz en cuello, provocando que muchos de los vecinos tomaran las de Villadiego con paso apresurado.
Mi padre la miró y sonrió.
—¡Qué placer volver a veros, mi dueña! —exclamó abriendo los brazos como un crucificado.
—Repito mi pregunta, señor, por si no me habéis oído —insistió la mujer con tono amenazador; el número de vecinos que huía ya en desbandada era impresionante—. ¿De dónde ha salido este hijo del que yo nada sabía hasta el día de hoy, ignorante de mí?
Mi padre, sin dejar de sonreír, caminó con paso resoluto hacia ella y, quitándose el chambergo negro, le hizo una elegante reverencia.
—Vamos, señora, hacedme la merced en buena hora de dejar las preguntas para luego y recibidme como siempre, con alegría y contento.
—¡Pero qué alegría ni qué contento pedís, mercader del demonio! Pues, ¿no me asegurabais, acaso, que jamás me habíais hecho alevosía, rufián perjuro?
En toda mi vida no había escuchado una discusión semejante entre un hombre y una mujer y, aún menos, en la calle, delante de otras gentes. Mis padres, desde luego, nunca discutieron de manera tan soez y grosera. Pero lo sorprendente era que, a lo que yo sabía, ni siquiera estaban casados.
—Martín —me dijo mi padre con satisfacción—, ésta es la distinguida María Chacón, la bella dueña de mis más escondidos pensamientos, reina y señora mía hasta mi muerte, a la que tengo dada fe desde el mismo día que la conocí.
Los dos o tres valientes curiosos que se habían quedado para contemplar la escena la seguían mudos y pasmados, lo mismo que yo, que había perdido el habla viendo el valor con que mi padre seguía diciendo zalamerías a la fiera que, con los brazos enjarras y gesto adusto, esperaba silenciosa una satisfacción. Mis compadres, en el barco, se habían reunido en torno al palo mayor, lejos de la vista de la tal María Chacón en el amarradero. Empecé a preocuparme de verdad. El señor Esteban, echando una larga mirada a la concurrencia, dijo:
—Hace quince años, mujer, visité cierta noche a una india arawak de San Juan de Puerto Rico, criada de un hombre principal, que se quedó preñada aquel día según me ha dicho y que tuvo un hijo mío al que llamó Martín. Éste es aquel hijo —afirmó, señalándome teatralmente con el dedo— y como tal le debéis considerar y apreciar.
La dueña —aunque, hablando debidamente, no era dueña porque no estaba casada— le miró de hito en hito, recelosa, y, luego, levantó la vista para mirarme a mí. Así estuvo un buen rato, con los ojos del uno a la otra hasta que se cansó y, dando un altivo respingo, giró sobre sus chapines y empezó a marchar hundiendo con fuerza los pies en la arena de la playa.
—¡En la casa os espero, señor! —le dijo a mi padre—. ¡Tenemos que hablar!
—Como gustéis, señora —repuso él, muy satisfecho.
Mis compañeros, entretanto, con evidentes gestos de alivio, se pusieron en marcha de nuevo, unos subiendo de las bodegas los avíos y bastimentos perecederos que iban a quedar en el almacén de la tienda y otros limpiando y ultimando las tareas de la nao y recogiendo sus bártulos.
—¡Baja, Martín! —me ordenó mi padre desde tierra.
Me calé mi precioso chambergo rojo y, rauda como una centella, me planté a su lado en el amarradero. Él seguía sonriendo con gran satisfacción.
—Todo ha salido a pedir de boca —me dijo, poniendo nuevamente la mano en mi hombro y obligándome a avanzar así hacia el poblado.
—¿Estáis seguro, padre?
—Tú no la conoces como yo —repuso—. Es más lista que el hambre y ten por cierto que, a estas alturas, ella sola ha descubierto casi toda la verdad. Le falta alguna información, que es la que me va a pedir en cuanto entremos en la casa, pero estáte tranquilo porque ella ya sabe que no la he engañado y que la historia no es cierta.
Con mi padre apoyado como un ciego en mi hombro avanzamos por la playa, dejando atrás el muelle y entrando, directamente, a la plaza de la villa, de planta cuadrangular, con casas a derecha e izquierda y el edificio del cabildo enfrente, mirando hacia el mar —hacia el noroeste, por donde el sol se estaba ocultando—. Pronto no habría luz en las escasas seis calles que tenía la ciudad.
—Mañana acudiremos a presentar nuestros respetos a don Juan Guiral —anunció mi padre—, actual gobernador y capitán general de esta provincia. Si no se encuentra en alguna de sus tenaces campañas contra los indios chimillas, le pondré en conocimiento de tu llegada y avecindamiento en este pueblo.
Pasamos junto al cabildo y nos adentramos en el pequeño damero de estrechas callejuelas polvorientas como si fuéramos a salir de la villa por el lado contrario. Mas, justo cuando ya veía las sombras de la selva frente a mí, mi padre giró a la derecha y se detuvo frente al portalón de la única casa que, aparte del cabildo, estaba construida sobre pilares de cal y canto, con paredes de argamasa blanca y cubierta de tejas. Sin duda era la más lujosa y grande de Santa Marta, por lo que yo llevaba visto hasta entonces, y ocupaba el espacio de tres o cuatro de las otras. Por aquí se veía una puerta de madera que mi padre me dijo que era la puerta de la tienda y por allá, otra más lejana, abierta, y de la que salían música y risas.
—El negocio de la señora María —me explicó mi padre con una sonrisa.
—¿Negocio? —me extrañé.
—María es la madre de esta mancebía, la más famosa del Caribe. ¿No viste dos grandes barcos atracados en la rada?
Hubiera querido contestar pero no podía: me había quedado de una pieza al saber que la tal María era una prostituta que regentaba un negocio de mozas distraídas. Nunca había conocido a ninguna de su clase en persona y, por lo que el ama Dorotea me había contado, eran mujeres terribles, deformes y viejas, a las que su abundante comercio carnal con los hombres había vuelto varoniles, con barba en la cara, espaldas anchas y nuez en la garganta.
—Pero… pero, padre —balbucí—. Ella os exigía lealtad en el muelle.
—Y yo a ella desde que está conmigo —respondió él muy contento—. Ya te he dicho que es su negocio, no su oficio. Para que lo sepas, María fue la manceba más considerada de Sevilla durante diez años. En su propia casa recibía a importantes mercaderes, nobles, clérigos, hombres de alcurnia y hasta de las Armadas Reales. Ganó más caudales en aquellos tiempos de los que he ganado yo en toda mi vida.
Habíamos entrado en el zaguán y se veían los recios horcones de madera negra que sujetaban las gruesas vigas. Era una casa magnífica, fresca, limpia y con plantas por todas partes. La música y los gritos de la mancebía se oían de lejos, al otro lado de la pared. Una mula y un gigantesco caballo zaino, amarrados a una argolla, masticaban remolonamente granos de maíz. Mi padre se acercó hasta ellos y los acarició con afecto.
—Mira, hijo, éstos son Ventura, la mula, y Alfana, el corcel, mis dos caballerías. ¿Sabes montar?
—No, señor.
—Pues pronto aprenderás —anunció, acercándose a mí y poniéndome de nuevo la mano en el hombro para dirigirme hacia la entrada de la vivienda.
Accedimos a un inmenso salón que se extendía a derecha e izquierda y en cuyo centro se veía una prolongada mesa de madera con candelabros cortos en los extremos. También había, aquí y allá, candelabros de pared. En todos ellos las velas ardían e iluminaban muy bien la estancia cuyo suelo era de tierra húmeda y dura. Junto a los muros cubiertos de tapices había sillas de tijera de hierro y cuero, pequeñas ménsulas, bargueños y taquillones, de cuenta que el lugar parecía muy distinguido y elegante. ¿Era aquélla la casa de un mercader y su barragana? Además, si no recordaba mal, el señor Esteban me había dicho, en mi isla, que no poseía nada. Si nada tenía, como había afirmado, ¿a qué tanto lujo?
—María debe de estar esperándonos en su despacho —murmuró mi padre, conduciéndome hacia una puerta que había a la izquierda del salón.
No se oía otra cosa que el zumbido constante de las moscas, tal era el silencio en el que se hallaba sumida aquella parte de la morada. Si la tal María Chacón estaba en conocimiento de nuestra llegada desde días antes por algún tipo de magia o misteriosa intuición y organizaba siempre unos recibimientos muy alegres, qué duda cabía que había hecho desaparecer como por ensalmo las huellas de cualquier festejo que nos hubiera preparado.
Mi padre abrió la pesada puerta del despacho y entramos. Los asuntos que atendía una mujer como ella en aquel aposento eran algo que yo no podía ni imaginar.
Sentada tras un escritorio de madera oscura donde brillaba la lumbre de un candil, la señora María nos contempló expectante, aspirando el humo de una bonita pipa de cazoleta diminuta y caña muy larga. Un mono pequeño, de pelaje pardo claro (o, quizá, canoso), se balanceaba sobre su hombro y, de vez en cuando, la abrazaba fuertemente por el cuello, como asustado.
—Siéntate allá —me mandó mi padre, empujándome hacia un banco de madera tallada que quedaba frente al escritorio, bajo una ventana por la que se colaba la luz y la música de la habitación contigua. Él tomó asiento al otro lado de la mesa, en una silla de brazos tan señorial como la de la señora María y, entonces, el mono, con un grito de alegría, dio un salto muy largo y pasó del hombro de ella al hombro de él. Debía de estar muy ciego si no le había visto antes, de modo que tenía que ser bastante viejo.
—¡Hola, Mico! —le saludó mi padre, acariciándole el lomo. El animal se le subió por la cabeza, pasó al otro hombro, regresó al anterior y, dando un nuevo salto, tornó con su ama. No pareció percatarse de mi presencia.
—Nunca llegas hasta Puerto Rico en tus viajes —empezó a decir la mujer, dejando la pipa en un platillo de barro y cruzando los dedos de las manos sobre la mesa—, y serías el mejor de los mentirosos del mundo si hubieras logrado hacerme creer una historia tan absurda como la de esos amoríos de una noche con una criada india que, de buenas a primeras, te entrega un hijo de quince años. ¿Y qué decir de esa larga y profunda mirada hacia el corro de vecinos que te escuchaba…? Me suena todo a conseja de vieja, a patraña y a embuste, Estebanico. ¿Quién es este mestizo que no se te parece ni en el blanco del ojo?
Mi padre se echó a reír con gusto, cosa que pareció afrentar a la señora María, que se puso en pie y, cogiendo el candil con una mano y dejando al mono sobre el respaldo de su silla, se allegó hasta mí como un tornado.
—¡Levántate, muchacho! —me ordenó de malos modos.
Yo, sólo de pensar que tenía delante a una antigua prostituta de Sevilla y, por más, madre de mancebía, creía morir de espanto. ¡Si mis buenos y verdaderos padres pudiesen verme en ese momento!
—¿Es que no me has oído? —repitió, acercándome la llama al rostro mientras el señor Esteban seguía riendo a sus espaldas.
—Sí, señora —proferí nerviosa, abandonando el sombrero en el asiento e incorporándome con diligencia.
—Tu pelo… —dijo levantando el brazo hasta mi altura y pasándome una mano por la cabeza—. Tu pelo, aunque lacio, es demasiado sedoso para ser de indio y tu frente demasiado redonda y tú mismo eres demasiado agraciado para ser… Tienes buena apostura y gentiles maneras… Por fuerza, por… fuerza… ¡Eres una mujer!
Miré a mi padre en busca de ayuda pero él seguía riéndose con tal ímpetu que parecía que iba a reventar.
—Sí, señora —musité, muerta de miedo. Y es verdad que las piernas me temblaban y que no iban a sostenerme mucho más tiempo.
—¡Una moza! —exclamó, escandalizada—. Y debes de tener unos diecisiete o dieciocho años como poco, ¿no es verdad?
—Sí, señora.
—¡Estebanico! —gritó, volviéndose hacia mi padre que ya no podía más y se doblaba por las ijadas riendo a lágrima viva. Al verle en ese estado, la señora María se acercó a la mesa, recogió bruscamente su pipa, se la puso en la boca y, dándole la espalda muy ofendida, se encaró conmigo—. Vamos a ver, niña… ¿De dónde demonios has salido tú…? ¡Esteban, deja de reírte o márchate de aquí ahora mismo!
Pero él no hizo ni lo uno ni lo otro. Siguió disfrutando de buen grado mientras yo le contaba a la tal María —que acabó sentándose junto a mí en el banco de madera— toda mi historia y la historia del rescate en mi isla apenas dos semanas antes. Cuando terminé de hablar, mi padre, por suerte, se había sosegado y nos escuchaba.
—¿Lo entiendes ahora, mujer? —dijo cuando acabé mi relato—. Esos bribones de Hernando Pascual y Pedro Rodríguez la han casado con el pobre tonto de Domingo. No debía consentir semejante desafuero, ¿no es verdad? Lo único que se me ocurrió para socorrerla fue convertirla en hijo mío y traerla aquí para ponerla bajo tus cuidados.
¡No pensaría mi padre que yo iba a trabajar en la mancebía, ¿verdad?!, me alarmé. Mas, al girar los ojos aterrados hacia la señora María, vi que dos lágrimas le caían por la cara.
—Nunca será como… —sollozó, tapándose los ojos con una mano y dejando descansar la otra, con la pipa humeante, sobre las sayas—. Lo sabes, ¿verdad?
—Pues claro, mujer —admitió él, levantándose de su silla e hincando una rodilla frente a ella mientras le quitaba la mano de la cara y se la acariciaba—. Nunca. Mas puede ser una buena compañía para ambos si decides ayudarnos en esta empresa. Debes olvidar que se trata de una mujer y tratarla como a un muchacho hasta que su matrimonio con Domingo Rodríguez se resuelva de algún modo. Sin duda, la dan por muerta pero, si reapareciere, estaría perdida. Ya buscaremos remedio.
La señora María se soltó de él y se secó las lágrimas.
—¡Sea! —admitió—. Pero que no crea que va a llevar una vida regalada a nuestra costa. Bastantes problemas tenemos ya. Búscale algún trabajo, Esteban, algo apropiado para un muchacho que sea, al mismo tiempo, decoroso para una joven de buena familia.
—Déjalo en mis manos, mujer —convino él, incorporándose. Ella también se levantó y, al punto, se quedó quieta en mitad de la sala, observándome con muda reserva. No me resultaba grato sentir la mirada fija de aquellos ojos, tan negros que no permitían advertir la pupila. Me revolví en el asiento, enojada, y pareció que mi gesto ponía fin a su ensalmo.
—Una cosa más, muchacha —murmuró, cavilosa—. Quien denunció secretamente a tu padre ante la Inquisición fue tu querida ama Dorotea.
—¿Qué decís? —repuse, agraviada. ¿Estaba loca aquella mujer?
—Sin duda fue por afecto hacia vuestra madre y hacia vosotros dos —comentó con lástima—. La poca sal de su mollera la llevó a creer que, si los curas le daban un buen susto a tu padre, él se tornaría un sincero y devoto cristiano. Las mentes simples casi siempre yerran en sus juicios —tengo para mí que hablaba con un tonillo de superioridad—. Fue ella la que os enseñó a rezar a tu hermano y a ti cuando erais pequeños porque en vuestra casa las oraciones y las beaterías estaban prohibidas por vuestro padre. A sus ojos, él era un gran pecador que ponía en peligro vuestras almas. Algo tenía que hacer si, además, veía sufrir a tu madre por sus traiciones. No se lo reproches. Ciertamente la idea no fue de ella y, desde luego, no contaba con que iba a acaecer todo lo que luego acaeció. Ella no deseaba que tu padre enfermase y muriese, ni tampoco que tu madre se quitara la vida. Sólo quería, influida de seguro por los encendidos sermones de los curas tridentinos de Toledo, que tu padre dejara de pecar y tornara al seno de la Iglesia y que vosotros recibierais una buena educación cristiana. La delación secreta debió de ser idea de su confesor o de algún otro clérigo de su parroquia.
Yo sacudía la cabeza, incrédula. ¿Dorotea…? ¿El ama Dorotea nos había causado todo aquel mal…? Cierto que las palabras de la señora María parecían firmes y valederas pero, si así era, también dolían. Y mucho.
—Sosiégate Martín —me solicitó mi padre, apenado—, que María sólo es una persona discreta y larga de entendimiento que sabe poner las cosas en su punto. Ya te acostumbrarás. Siempre lo hace. No se lo tengas a mal porque no ha querido hacerte daño.
—¿Y tengo que llamarla Martín ahora que ya la veo como mujer? —se quejó la señora María, recogiendo al mono antes de salir de la estancia.
Aquella primera noche dormí sobre un colchón lleno de pellas que ambos me pusieron sobre cuatro tablas lisas apoyadas en dos bancos. Esa primera cama me la hicieron en la pequeña sala que había entre sus dos aposentos, situados al fondo de la casa, pasado el gran salón. El servicio, me explicó la señora María, estaba ocupado con otros negocios en aquel momento y supe así que las mozas distraídas de su mancebía eran también sirvientas e hijas de aquella gran morada pues a ella la llamaban madre sin ningún recato y con grandes confianzas. Al día siguiente, María Chacón me asignó una pequeña habitación contigua a la suya a la que se accedía desde su despacho pero que se encontraba, hablando con propiedad, dentro de la mancebía. La dueña ordenó que se cegara la segunda puerta, la que daba al negocio, y que se cambiase la decoración del cuarto por unos muebles más sencillos, austeros y acordes con un joven de buena educación. Mi mesa-bajel ocupó un lugar de privilegio: lejos estaba yo de sospechar, cuando flotaba en el océano o me cubría del sol en la playa, que pasaría en ella largas horas de estudio porque mi nuevo padre consideró que el mejor trabajo para mí eran los libros y las cuentas.
Resultó que Lucas Urbina, el marinero de Murcia que tocaba el pífano, había ejercido, entre otros muchos oficios por todo lo descubierto de la Tierra, el de maestro de primeras letras en una escuela de La Habana, en Cuba, de donde marchó porque, según me dijo, le asalariaban muy mal, mas se notaba que el desempeño le gustaba porque, todos los días sin faltar ninguno, abandonaba puntualmente el cuarto en el que convivía con una de las mozas del negocio, Rosa Campuzano, y cruzaba el despacho de la señora María y el gran salón para esperarme, con una solemnidad que no le conocíamos en el barco, en el despacho del señor Esteban, componiéndose las espesas barbas y pasando las hojas de los libros y las cartillas que mi padre entregaba de grado para mi educación.
Las mancebas de la señora María, cuando me vieron, convencidas de que era un muchacho y, por más, hijo del señor Esteban («¡Cómo se os parece, señor! Tiene la misma cara que vuestra merced. Nadie podría negaros vuestra paternidad»), me hicieron muchas bromas y carantoñas y alguna hubo que, además, intentó conquistarme para sí durante mis primeros días en aquella casa de locos, aunque, luego, viendo mi resistencia, pasara a mostrarse molesta y ofendida sin haber hecho yo nada para dar pie a su enojo.
El mes de marzo principió y me halló concentrada en mis estudios. Por más de las primeras letras y los números que me enseñaba el de Murcia, mi señor padre decidió que también debía aprender a montar y a manejar la espada, para lo cual, primero con Ventura, la mula, y luego con Alfana, el corcel, me mandaba al amanecer a dar grandes vueltas por la planicie que rodeaba el pueblo. Luego, dispuso que el marinero Mateo Quesada, el de Granada, que, según mi padre, era el mejor espadachín de Tierra Firme, me enseñara todos los secretos de su arte. Sudaba a mares durante los ejercicios pero ¡cómo disfrutaba! De seguro, mi verdadero progenitor se hubiera revuelto en su tumba de haber visto a su hija usando la espada y la daga y dando estocadas y hendientes por aquí y por allá, pero no hubiera podido dejar de apreciar mi natural destreza y mi pronta soltura en el manejo de unas armas que, para mí, significaban mis raíces y mi casa, una casa, la de Toledo, que ya casi no recordaba, como tampoco el frío, la nieve, los sabañones, los cristales de hielo en las ventanas, la ropa de abrigo…
Y, entonces, cierta noche de finales de abril, cenando en el comedor pequeño de la casa, la señora María preguntó:
—Estebanico, ¿has preparado lo de Melchor?
A las luces de las dos hachas que en la sala había, vi a mi padre palidecer y levantar la mirada del plato. Cada palabra que dijo le costó un dolor:
—Me faltan treinta pesos de a ocho para los veinticinco doblones. Tengo para mí que no voy a vender tantos abastos en cuatro días.
Un silencio muy pesado cayó sobre la mesa. No había que ser muy lista para llegar a la conclusión de que mi padre le debía dinero a ese tal Melchor, que el día de pago estaba cerca y que no disponía de la cantidad que necesitaba (¡veinticinco doblones!).
—No te inquietes —le rogó María, apenada—. Conseguiremos lo que falta.
—Hago todo lo que puedo —declaró él, muy serio.
—Lo sé. Hablaré con las mozas. Tranquilo.
A la mañana siguiente, antes de sacar a Alfana a la calle, mi padre me dijo:
—Prepárate, Martín. Zarpamos mañana al alba.
—¿Adónde vamos, padre? —le pregunté.
—A Cartagena de Indias, a mercadear lo que quedó en las bodegas del barco y a visitar a un compadre.
—Como digáis.
El paseo con Alfana no me alivió la preocupación. Mi padre tenía problemas de los que yo nada sabía y, como ni María ni él hablaban jamás de caudales delante de mí, desconocía si mi presencia en aquella casa suponía, como empezaba a recelar, un gasto que no se podían permitir a pesar de las buenas apariencias y del negocio de la mancebía, la tienda pública y el barco. Me propuse averiguarlo sin tardanza. Si hacerse cargo de mí les estaba perjudicando, tenía que conocerlo y remediarlo. Como se me alcanzaba que mi padre no me diría ni media palabra aunque le preguntase durante el resto de mi vida, decidí que no me iba a separar de él en Cartagena ni para aliviar las necesidades del cuerpo. Me convertiría en su sombra desde que atracáramos hasta que nos hiciéramos a las velas de nuevo y, de este modo, me enteraría de lo que estaba pasando.
Nada más anclar dos días después en el grandioso puerto de Cartagena, a sólo treinta leguas de navegación de Santa Marta, cargamos los bastimentos en el batel y bogamos con buen compás hasta el muelle. ¡Qué cantidad de navíos y fragatas había en aquel lugar! ¡Y qué astilleros tan grandiosos para la construcción de magníficas naos y galeras! Parecía el puerto de Sevilla el día que zarpamos con la flota.
—Ésta es la ciudad de mayor contratación de las Indias —me dijo mi padre—. Aquí vienen a comerciar desde todas las provincias interiores del Nuevo Reino de Granada[20], desde toda la costa de Tierra Firme y hasta Nueva España[21], el Perú y Nicaragua.
Cartagena era inmensa, con un precioso palacio que servía de cabildo y de residencia para el gobernador, mansiones señoriales blasonadas, casa de armas, casas reales para los jueces y oficiales, cárcel pública con soldados de presidio, elegantes hospedajes, catedral y numerosas iglesias y monasterios. Y, todo ello, construido con gruesos sillares de piedra, lo que no dejaba de ser extraordinario en un mundo de madera y barro como era el Caribe. Por otra parte, no menos de dos mil vecinos, sin contar esclavos, negros libres, mestizos, mulatos, indios y demás castas, habitaban sus barrios y arrabales. A su lado, Santa Marta, con sus sesenta vecinos, era menos que un villorrio miserable.
Acudimos al mercado de la plaza del Mar, vendimos nuestros productos y se nos dieron bien los negocios. En Tierra Firme siempre faltaba de todo. Si el rey hubiera permitido que los comerciantes de otros países nos abastecieran de lo más necesario cuando los de España no podían hacerlo, el Nuevo Mundo hubiera florecido con la fuerza y la potencia con que florecían allí las arboledas y las selvas. Por eso era tan importante el trabajo de los mercaderes de trato como mi padre, que llevaban las mercaderías que sobraban o se producían aquí hasta allí y las de allí hasta allá y las de allá hasta acullá y vuelta a empezar. Las colonias no hubieran sobrevivido de no ser por ellos.
Al terminar la segunda mañana de mercado en la plaza, ya sin nada que vender, trocar ni granjear, empezamos a recoger nuestros bártulos. Sólo faltaban el marinero Rodrigo, que había pedido licencia a mi padre para ir a jugar unas partidas de dados y naipes a una conocida casa de tablaje de las muchas que había en Cartagena, y Lucas Urbina, mi maestro, que había ido a raparse las prietas y aborrascadas barbas. Los demás, incluidos los grumetillos, trabajábamos con muchas veras para huir del pesado calor del mediodía, que ya se acercaba. El resto de los comerciantes, tenderos y buhoneros, cerrando sus puestos, escapaban presurosamente buscando las sombras por los rincones.
—A la nao —ordenó mi padre—. Hemos terminado.
Un poco raro me sonó a mí aquello.
—Mire bien —le dije—, que no estamos todos y que, por más, tiene vuestra merced que acudir a visitar a un compadre aquí, en Cartagena, que tal me dijo en Santa Marta la noche antes de zarpar. ¿Quiere que le acompañe?
Él me miró a hurtadillas, como desconfiando de mí y de mis palabras, y, luego, con un gesto vago de la mano, me rechazó.
—Vete al barco con los hombres —me ordenó—. Que Mateo y Jayuheibo regresen al muelle y esperen a Rodrigo y a Lucas en el batel, que yo cogeré uno de alquiler para volver a la nao cuando me interese.
Asentí, como obedeciendo, y seguí con el trabajo pero, en cuanto él se despidió y se alejó, saliendo de la plaza, cogí mi sombrero y les dije a mis compadres que hicieran lo que había ordenado el maestre pero que Mateo y Jayuheibo me esperasen a mí también en el muelle.
—Lleva cuidado, Martín —me previno Mateo—. Eres muy joven para andar solo por Cartagena. Tu padre se enfadará mucho cuando se entere.
—¡Mi padre no se tiene que enterar! —grité, tomando el mismo cantillo por el que él había desaparecido. Lo tenía a menos de cincuenta pasos de distancia y así me mantuve todo el camino para que no se apercibiera de mi presencia.
Cruzamos el centro señorial de Cartagena, cada vez más vacío por la fuerza con que apretaba el sol de mediodía. Temí que nos quedásemos finalmente solos mi padre y yo en las solitarias calles, pues ni personas ni bestias se atrevían a arrostrar aquel aire ardiente e irrespirable. Al poco, abandonó el centro, cruzó las murallas, atravesó una ciénaga y se internó en unos humildes arrabales formados por esas casas hechas con palos embarrados y techos de palma que los indios llaman bajareques. Luego supe que aquel mísero barrio era el de Getsemaní, donde vivía la más pobre gente de Cartagena. Por ser el calor tan húmedo, no se secaba nunca el fango del suelo, cebado con los desperdicios y evacuaciones de los vecinos. Dejamos atrás aserraderos, tejares, almacenes, curtidurías… todos cerrados a esas horas del día. Y así, mi padre fue atravesando senderos, sorteando hatos y estancias y cruzando solitarios páramos, por lo que me vi obligada a emboscarme donde buenamente podía (tras cañas, matas y cactus, clavándome formidables espinas con tal de que no se me viera) y, por fin, llegó a una hacienda situada en un claro enorme de la selva en la que había muchos indios y esclavos negros aherrojados por los cuellos a largas cadenas de hierro. Aquellas pobres gentes estaban trabajando muy duro bajo el ardiente sol, unos talando árboles, otros despedazando grandes bloques de piedra con picos, palas, cinceles y martillos, y otros más, alimentando con leña unos extraños hornos con forma de vasos muy altos de cuyas paredes, a través de muchos ojales, salían unas llamas enormes. El ruido era muy grande y se acrecentaba según te allegabas. A lo que pude ver, por el asiento de aquellos altos vasos salía una especie de escoria o desperdicio que caía en pequeñas albercas de agua puestas a tal fin. Sin duda, en aquel patio se extraían metales preciosos.
Entonces, a menos de un tiro de piedra del lugar, mi señor padre se detuvo y se volvió hacia mí:
—Sé que estás ahí, Martín —me dijo, enfadado—. ¿Se puede saber qué demonios haces?
Salí de mi pobre escondite, sorprendida por su clarividencia.
—Seguir a vuestra merced, padre.
—Pues me vas a esperar aquí sin dar un paso más.
—¿Cómo ha sabido que le seguía? —pregunté, molesta.
—¿Crees que puedes ocultar tu vistoso chambergo rojo? —se burló, entrando en la propiedad y dejándome con tres pares de narices bajo el sol y en mitad del campo. Le vi entablar conversación con un hombre que descansaba en una hamaca, a la sombra del porche de una gran casa blanca de recios portalones. Estaban lejos, mas pude reparar en que el hombre, que evidentemente era el amo de todo aquello, no hizo traer una silla para su visitante, obligándole a permanecer de pie mientras él seguía cómodamente tumbado. Hubo un silencioso intercambio de objetos: mi padre le entregó una bolsa de monedas que extrajo de su faltriquera y, a trueco, el hombre le correspondió con un simple papel. Eso fue todo. Luego, mi padre se despidió fríamente y salió de allí. Le vi regresar, cabizbajo y pensativo, con un paso tan cansino que parecía como si cargara él solo con cien toneles o cien botijas, aunque nada llevaba. Pronto lo tuve a mi lado y, con su mano en mi hombro, como le gustaba caminar, me dirigió en completo silencio hacia la ciudad, negándose a responder a mis preguntas o a dar réplica a mis comentarios. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado en aquella hacienda, no había sido nada bueno.
Como les había dicho a Mateo y a Jayuheibo que me esperasen en el muelle, allí estaban los dos junto con Rodrigo y Lucas, bebiendo y alborotando para espantar el tiempo. En cuanto nos vieron llegar, se pusieron a desamarrar el batel a toda prisa y a darnos las espaldas para hacerse invisibles a los ojos de mi padre, quien, sin embargo, como iba tan amohinado, no reparó en su inobediencia. Al ver a Rodrigo, al punto se me ocurrió un ardid:
—Rodrigo —le dije en un aparte con voz queda—, saca de la faltriquera de mi padre un papel que encontrarás plegado y dámelo.
El de Soria rehusó mi petición con rápidas sacudidas de cabeza e intentó ignorarme agarrando el remo como si la vida le fuera en ello, pero yo no podía permitir que el antiguo garitero de Sevilla, maestro de fullerías, cuyos encallecidos dedos eran capaces de hacer aparecer y desaparecer los naipes y hasta los mazos completos como por arte de magia, desairara mi demanda por mucho respeto que le tuviera a mi padre. Así que tomé su mismo remo y me senté a su lado.
—Rodrigo, amigo —le supliqué en susurros—, no temas desaguisado alguno ni entuerto de ninguna clase. Antes bien, si me entregas ese papel que guarda mi padre, te aseguro que me ayudarás a enmendar una injusticia.
—¿La de Melchor de Osuna? —me preguntó él, dejándome muy sorprendida.
—¿Qué sabes de ese Melchor?
—¡Alto, vosotros dos! —gritó mi padre desde la proa. Bogábamos ya hacia la nao, maniobrando entre los muchos barcos del puerto de Cartagena—. Remad y callad, que no estamos aquí para charlas y parloteos.
Rodrigo gruñó y no abrió más la boca pero, en cuanto pisamos la cubierta de la nao, me cogió por el brazo y me arrastró hasta el compartimento de anclas y sogas.
—Toma, lee —dijo alargándome el papel. Le miré con admiración. Ignoraba cómo y cuándo lo había cogido pero, en verdad, era un tramposo muy hábil. Su cara estaba seria y su piel curtida como el cuero tenía líneas blancas en los bordes de los ojos. Se le notaba disgustado—. Lee presto, que nos van a pillar.
—Podría leerlo si quisiera —me enfadé—, pero tardaría mucho tiempo porque aún estoy aprendiendo. Dime tú lo que pone.
Él ni pestañeó. Plegó el papel y lo hizo desaparecer en su gruesa manaza.
—Es una carta de pago. Melchor de Osuna declara que ha recibido de tu señor padre los veinticinco doblones del primer tercio de este año por la deuda total que tiene contraída con él.
—¿Qué deuda es ésa?
—Para mí tengo, Martín —repuso Rodrigo, girando sobre sus talones—, que no soy yo quien debe hablarte de estas cosas. Son asuntos de tu padre que, si quiere, ya te contará él.
Me lancé como una fiera y le cogí por la camisa para impedir que se marchara.
—Bien dices, Rodrigo, y hablas debidamente, pero sabes que mi señor padre se cuida mucho de sus cosas y que yo acabo de llegar y que no va a contarme nada por su propia boca. Sólo sé que la señora María andaba muy preocupada estos días porque, a lo que se veía, los dineros no alcanzaban para satisfacer el tercio. Los dos sufrían y yo no podía hacer nada para remediarlo. Paréceme a mí que, si tú me lo cuentas, yo sabré responder acertadamente en próximas ocasiones y, ¿quién sabe?, acaso podría ayudar en algo. Tendrías que haber visto la cara de mi padre cuando salió de la hacienda de ese tal Melchor.
Mis palabras parecieron conmover al hosco Rodrigo, que se quedó en suspenso unos instantes y, luego, nervioso, dijo:
—No es tiempo de detenernos a hablar. Espérame aquí, que voy a devolver el recibo antes de que el maestre se dé cuenta de que no lo tiene.
Salió y regresó en un soplo.
—¿Qué quieres saber? —me preguntó sentándose más tranquilo sobre una rueda de gruesa maroma.
—¿Quién es Melchor de Osuna? —repuse yo, tomando asiento frente a él.
—El peor rufián de Tierra Firme. Un maldito birlador que tiene por granjería robar a tu padre bajo capa de ley y justicia. Si no fuera pariente de los Curvos, ya le habría clavado yo mismo un puñal entre las costillas mucho tiempo hace.
—¿Tan malo es? —me angustié.
—El peor de los hombres.
—¿Y los Curvos? ¿Quiénes son ésos?
—Los hermanos Arias y Diego Curvo, naturales de Lebrija, Sevilla. En Tierra Firme se los conoce como los Curvos. Son los comerciantes más poderosos y ricos de Cartagena. Melchor de Osuna es un primo al que tienen apadrinado para que aprenda el negocio. Estas familias importantes recurren a los parientes para conseguir empleados de confianza y robustecerse beneficiando a sus allegados. Al frente de la casa de comercio que los Curvos tienen en Sevilla se halla otro de los hermanos, Fernando, que es quien recibe las peticiones de la parentela y hace los favores mandándolos a Tierra Firme con Arias y Diego. Fernando está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y envía las mercaderías a sus hermanos en navíos propios que viajan con las flotas anuales.
—¿Y por qué mi padre le debe caudales al de Osuna? —Mi preocupación iba en aumento. Cuando topas con los ricos y los poderosos puedes darte, por perdido si eres de humilde condición.
Rodrigo se pasó las manos por la cara para secarse el sudor.
—Tu señor padre firmó un contrato con Melchor obligándose a suministrarle ciertas cantidades de piezas de lienzo brite y de libras de hilo de vela[22]que debía entregarle en unos establecimientos que el miserable estafador tiene en Trinidad, La Borburata y Coro. Era un contrato muy ventajoso del que el maestre hubiera obtenido unos muy buenos beneficios, pero todo salió mal. La flota de Los Galeones traía todos los años lienzo brite e hilo de vela en abundancia, por eso tu señor padre pensaba comprarlos a buen precio en la feria de Portobelo, la que se celebra cuando llegan las naves de España, y llevarlos a los establecimientos de Melchor para cobrar los dineros. Mas, por alguna maldita fortuna, aquel año de mil y quinientos y noventa y cuatro la flota no trajo ninguna de estas dos mercaderías y Melchor de Osuna, en lugar de comprender la situación, hizo efectivos los términos del contrato en los que se estipulaba que, en caso de incumplimiento, el señor Esteban incurriría en pena de comiso a su favor para resarcirle por los daños y pérdidas.
Me costaba entender lo que Rodrigo contaba porque jamás había tenido que enfrentarme a cuestiones de semejante jaez, mas se me alcanzaba que, seis años atrás, mi señor padre había dejado de cumplir un acuerdo comercial y que por ello tenía que pagar aquellos dineros a Melchor.
—El de Osuna —siguió contándome Rodrigo— acudió al escribano de Cartagena ante el que se había otorgado el contrato y exigió que todos los bienes del señor Esteban fueran confiscados y pasaran a su propiedad, lo que se llama ejecución en bienes por el total. El escribano llamó a los alguaciles y tu señor padre perdió la casa de Santa Marta, la nao y la licencia de la tienda. No se pudo hacer nada. De la mañana a la noche, la señora María y él se quedaron sin un maravedí, porque la mancebía también había que cerrarla por falta de vivienda. Pero, entonces, Melchor de Osuna, simulando generosidad, le ofreció otro arreglo legal a tu señor padre: un contrato a perpetuidad que, por pacto, no puede redimirse nunca y mediante el cual le deja todos los bienes en usufructo siempre y cuando le pague por tercios una cantidad anual de setenta y cinco doblones durante el resto de su vida.
—¡Setenta y cinco doblones![23] —exclamé, aterrada. Con esos caudales podía alimentarse una familia completa durante años y años. Era una verdadera fortuna.
—Debe pagar sin falta para no ir a galeras como forzado del rey. Por eso tu señor padre sigue trabajando a pesar de su mucha edad. Si quiere conservar su casa, su tienda y su barco debe entregarle a Melchor veinticinco doblones cada cuatro meses. A veces lo consigue y a veces no, entonces la señora María pone lo que falta y, si no lo tiene, lo pide prestado a las mozas del negocio y, entre ellas y nosotros, los marineros, completamos la suma para ese maldito bellaconazo que el diablo se lleve. De no ser por las muchas cuentas que hace la madre —se refería a la señora María—, sería imposible pagar la deuda. Lo peor es que, el día que el señor Esteban muera, todo pasará a manos de ese ladrón pues, con la ley en la mano, es el propietario legal de todos los bienes de tu padre.
—¿Y eso no es un arreglo usurario? —la usura estaba prohibida y penada por la justicia. Los cristianos no podían ejercerla porque se consideraba un trabajo judaizante, contrario a la doctrina católica—. Ese pago anual de setenta y cinco doblones parece…
—No es usura, Martín, se llama negocio. Eres muy joven aún para comprender la diferencia.
Sentía una gran aflicción en mi corazón. Aquellas buenas gentes me habían acogido en su casa y protegido de mi mala ventura, además de salvarme de la soledad de mi isla. Me daban pan, lecho y cobijo y, en el entretanto, acopiaban los maravedíes como menesterosos para pagar a un ruin sablista que los estaba privando de hasta la última gota de sangre. Rodrigo comprendió mi pena y, levantándose, me dio un golpecito de consuelo en la espalda y se marchó en silencio, dejándome sola entre las sogas, las maromas y las anclas.
Algo tenía que poderse hacer. Alguna solución debía de haber para aquella injusticia. Matar a Melchor, como decía Rodrigo, no era el camino correcto aunque resultara tentador. Tampoco yo entendía de contrataciones y leyes. La justicia del rey era implacable y todo el mundo sabía que nada podía hacerse en cuestión de escribanos, procuradores y jueces cuando era gente poderosa la que se tenía enfrente, y si para el caso Melchor de Osuna no lo era bastante, sus primos los Curvos sí, de suerte que el señor Esteban estaba atrapado en aquella sinrazón como una mosca en una telaraña y de nada le valdrían ni testigos ni probanzas.
Y así estaba, embebecida en mis pensamientos, cuando mi padre me llamó a gritos desde la cubierta:
—¡Martín! ¡Miserable muchacho del demonio! ¿Dónde te has metido? ¿Es que no piensas trabajar? ¡Por mis barbas! ¡El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!
—¡Voy! —exclamé dando un brinco.
Es de gente bien nacida ser agradecida y yo pensaba serlo con mi padre postizo hasta donde la vida me dejase, así que no me importaron ni sus voces ni sus rudas palabras. Me juré en aquel instante que o salvaba al señor Esteban y a la señora María de las trampas de Melchor de Osuna o dejaba de llamarme para siempre Catalina Solís… o Martín Nevares… En fin, cualquier nombre que tuviera pues, para el caso, daba igual.
Iniciamos el tornaviaje hacia Santa Marta al atardecer, mas no era lo mismo marear hacia el poniente, con el favor del viento y en el sentido de la corriente, que hacerlo al contrario, de modo que si las treinta leguas de ida podían salvarse en poco más de una jornada, las mismas treinta leguas a la vuelta requerían, a lo menos, dos o tres. Así, Guacoa viose obligado a pilotar dando bordadas para ganar barlovento y nosotros, los marineros, a trabajar sin descanso afirmando las jarcias y maniobrando las vergas, las entenas y las velas para no perder el gobierno de la nave e ir a dar contra las rocas de la costa. Menos mal que mis trabajos en la isla me habían robustecido y que, teniendo la apariencia de un mozo de quince o dieciséis años, nadie esperaba más de mí.
A pocas horas ya de llegar a nuestro puerto, siendo casi de noche y con la cena en la olla, el grumete Nicolasito lanzó un grito de alerta que nos hizo girar la cabeza en redondo hacia donde él estaba. Por el lado de estribor, en tierra, unas luces hacían señas de un lado a otro, y parecía que unas eran de antorchas y otras de fanales, pero que todas se movían para ser vistas y para llamar nuestra atención. Guacoa lanzó una silenciosa mirada al maestre y éste, imperturbable, ordenó arriar velas y detenernos, aunque sin decir nada de echar las anclas o bajar el batel.
—¿Será una trampa, Mateo? —pregunté a mi compadre más cercano, sin quitar los ojos de las misteriosas luces.
—Ésa es la bahía de Taganga —respondió éste, apoyando las manos en la borda y señalando con el mentón—, tan cercana al puerto de Santa Marta que bien pudiera tratarse de un grupo de vecinos que hubiera salido huyendo de algún asalto pirata a la ciudad.
—O bien los propios piratas —aventuró el grumete Juanillo, asustado.
—Lucas —dijo mi señor padre—, da un grito en inglés a ver si responden.
Me sorprendí al saber que Lucas, mi maestro, hablaba el idioma de los enemigos de España, pues estábamos en guerra con Inglaterra desde hacía doce años, cuando la Armada Invencible fue derrotada por los ingleses en las aguas del canal de la Mancha. El de Murcia, obedeciendo la orden, con un vozarrón tan imponente como sus espesas barbas, tronó unas palabras que no entendí. Nadie contestó desde la playa. Las luces se detuvieron unos instantes y luego tornaron al baile.
—Ahora en francés y en lengua flamenca —indicó mi padre.
Y Lucas, aunque yo no comprendía sus guirigáis y lo mismo podía estar gritando en turco, así lo hizo, pero tampoco nadie respondió y, al igual que antes, las luces quedaron como en suspenso en cada ocasión para, luego, seguir moviéndose de un lado a otro. Al poco, sin embargo, el aire del mar trajo una voz hasta nosotros:
—¡Esteban Nevares! ¿Estáis ahí?
Mi padre no respondió.
—¡Señor Esteban, quiero parlamentar con voacé!
—¡Cuidado, padre! —me alarmé, recordando a los maleantes que transitaban por la plaza Zocodover de Toledo—. Tiene hablar de rufián y matón.
—Y de esclavo —murmuró mi señor padre, inclinándose sobre la borda como si, de este modo, pudiera ver quién había en la playa—. ¡Aquí estoy! —gritó—. ¿Quién sois y qué queréis?
Las luces se pararon.
—¡Soy el rey Benkos!
Un murmullo de sorpresa salió de la boca de mis compadres. Negro Tomé, Antón Mulato, el cocinero Miguel y el grumete Juanillo se abalanzaron sobre el costado de estribor lanzando exclamaciones de júbilo. Mi señor padre, con grande enojo, les hizo dejar el sitio mal de su grado.
—¡Fuera de aquí, idiotas! —les espetó—. ¡Si os disparan con un arcabuz o con un mosquete podéis daros por muertos!
—¡Pero si ya ha oscurecido y no se ve nada! —protestó Juanillo.
—¡Esteban Nevares! —insistió la voz desde tierra—. ¿Seguís ahí o habéis fallecido del susto?
—¡Mucho más famoso tendrías que ser y mucho más grandes tus hazañas para que yo me asustara de un cimarrón[24] como tú!
—¡Venid a tierra, señor mercader! ¡Tengo negocios que tratar con voacé!
Mi padre quedó pensativo.
—¿Qué garantías me das? —preguntó al fin.
—¿Cuáles queréis?
—¡Envía nadando a algunos de tus hombres y mi batel los recogerá a medio camino! ¡Se quedarán en mi barco mientras nosotros parlamentamos!
—¡Sea! —admitió la voz del tal rey Benkos—. ¡Y, por más, como garantía total de mi buena fe os enviaré de rehén a uno de mis hijos!
—¡Soltad el batel! —ordenó mi padre.
—¡Pero en garantía de la vuestra —siguió diciendo el rey—, os pido que traigáis también al vuestro, a Martín!
—¡Alto! —gritó el señor Esteban, parando la maniobra—. ¿Cómo sabe ese cimarrón que yo tengo un hijo? —masculló.
—¿Aceptáis, señor? —preguntó el supuesto rey.
—¡Hasta aquí han llegado nuestros parlamentos! ¿Qué sabes tú si yo tengo un hijo o no y cómo se llama?
—¡Soy el rey Benkos Biohó —gritó el otro—, y todos los esclavos negros de Tierra Firme escuchan para mí, señor mercader! ¡Lo sé todo y lo conozco todo, por eso el tino me dice que hemos de llegar a un buen trato de comercio!
Mi señor padre puso cara de estar viendo un fantasma, un ánima en pena o un espíritu hechizado. Pareció dudar pero, finalmente, hizo con el brazo un gesto rápido para que culmináramos la maniobra de bajar el batel al mar y ordenó a Jayuheibo y a Mateo que recogieran a los rehenes del agua aunque sin acercarse demasiado a la playa. Echamos las anclas y permanecimos en vilo mientras todo esto acontecía, escuchando en silencio el ruido de los remos.
Cuando el batel regresó y los cascos de ambas naves se tocaron, supe que algo muy grave iba a suceder. Me lo dijo mi instinto y el sudor copiosísimo que me corría por todo el cuerpo a pesar de la fresca brisa nocturna.
Cuatro negros empapados, con las ropas hechas pedazos, descalzos, las cabezas sin cubrir y los muchos cabellos ensortijados goteando agua, saltaron sobre la cubierta mirando a diestra y siniestra con desconfianza. No iban armados pero hubiéramos hecho falta todos nosotros para acabar con ellos, pues eran recios, altos, de anchas espaldas y poderosos brazos. Uno de los cuatro, el que debía de ser el hijo del rey Benkos Biohó, parecía tener sólo catorce o quince años (los mismos que tenía mi hermano cuando murió) y, de todos, era el que mostraba más orgullo en los ojos y un porte más altivo. La piel y los rizos negros le brillaban como si se los hubiera untado con aceite.
—Tomé, Martín —llamó mi padre—. Vamos.
Al poco, bogábamos en silencio hacia la costa con Jayuheibo y Mateo, rompiendo el agua con los remos. En cuanto las misteriosas luces de la bahía sirvieron para algo más que para hacer señas, descubrí, en el centro de la playa, quince o veinte negros con picas cortas y espadas al cinto que miraban fijamente en nuestra dirección. Por única vestidura se cubrían con unos calzones astrosos y rotos, dejando el torso al aire. Delante de ellos, un hombre viejo, fuerte y tan descalzo como los demás, hundía sus pies y el asta de su lanza en la arena, esperándonos. Tendría cerca de los cuarenta años, pero parecía que ni un huracán podía derribarle, tal era su arrogancia. Sin duda, se trataba del rey Benkos.
Jayuheibo y Tomé saltaron al agua en cuanto estuvimos a diez pasos de la orilla y arrastraron el batel con nosotros dentro.
—¡Sed bienvenido, señor Esteban! —exclamó Benkos, aproximándose y haciendo una inclinación ante mi padre, que caminaba ya también hacia él—. Y tú —añadió, dirigiéndose a mí—, sin duda eres Martín Nevares, su hijo, pues mucho os parecéis. Vengan voacés y tomen asiento junto a nosotros.
El corro de cimarrones se abrió para dejarnos paso y alguno prendió fuego a una pila de maderos y yesca que había allí mismo, encendiendo una hoguera. Al otro lado, dos sillas vacías esperaban, dispuestas para la conversación. Mi padre y el rey Benkos las ocuparon. Un negro se acercó hasta ellos con dos vasos de vino. Los demás, nos sentamos en la arena.
—¿Cómo le van los negocios, señor Esteban? —se interesó el rey con una sonrisa mientras levantaba el vaso de vino en el aire—. ¡A su salud!
Mi padre también bebió y se secó los labios con la mano.
—Mis negocios —repuso— sin duda van mejor que los tuyos, Domingo. No has de tardar en caer en manos de la justicia.
—Mi nombre es Benkos —se ofendió el otro.
—Fuiste bautizado como Domingo cuando llegaste a Cartagena.
—Cuando llegué a Cartagena estaba hecho un esqueleto y, de tanto latigazo, andaba con el cuerpo en carne viva. Ni siquiera sabía lo que estaba ocurriendo cuando aquel fraile me tiró el agua sobre la cabeza en el puerto. No entendía el castellano, señor, y no di mi consentimiento. Yo era rey en África y nunca volveré a ser esclavo en ninguna parte del mundo. Me llamo Benkos Biohó y, si queréis llegar a un buen acuerdo conmigo, así deberéis nombrarme.
—¿Y por qué iba yo a querer ningún trato contigo, cimarrón?
Me extrañaba mucho que mi padre, contrario a la esclavitud, estuviera actuando de aquel modo. No se me vino al entendimiento entonces, ignorante de mí, que nuestra situación era de peligro, que nos superaban en número y que él sólo intentaba aparentar una fortaleza que estaba muy lejos de sentir.
—Ambos nos necesitamos, señor mercader —afirmó el rey con una sonrisita burlona en los labios—. Voacé debe pagar a Melchor de Osuna veinticinco doblones al tercio y yo quiero armas y pólvora para defender mis palenques. Yo tengo doblones para voacé y voacé puede mercadear para mí arcabuces y mosquetes de rueda.
—¿Qué son los palenques? —pregunté en un susurro a Negro Tomé, que estaba sentado a mi lado.
—Poblados de cimarrones. Son tantos los esclavos que huyen a las ciénagas y a las montañas siguiendo al rey Benkos que han fundado varios de esos palenques en los que viven según las costumbres africanas.
—¿Y tú no quieres ir a uno de ésos? —inquirí con curiosidad.
—Yo soy un hombre libre —susurró con orgullo—. El maestre me compró y me dio la carta de libertad ha muchos años. No he menester escapar ni ocultarme de nadie.
—¿Y de dónde —estaba preguntando mi padre—, si puede saberse, voy a sacar yo ballestas, saetas, arcabuces, escopetas de rueda, mosquetes y pólvora en la cantidad que pides sin despertar las sospechas de la autoridad? Por más, Domingo, sabes que la flota de Los Galeones no vino el año pasado y que éste, sin querer pecar de agorero, mucho me temo que tampoco vendrá[25]. ¿De dónde quieres que saque todas esas armas si no las hay ni para los colonos?
—Del trato ilícito, por supuesto —afirmó el rey Benkos con una sonrisa.
—¡Contrabando! —gritó mi padre, enfadado—. ¡Has perdido el juicio, Domingo! Ya conoces las durísimas penas que se han impuesto contra el comercio con otras naciones. Podría ir a galeras, de donde ya no volvería, o incluso morir en el cadalso.
—O ganar tantos dineros que podríais cerrar vuestra deuda con el de Osuna y vivir como un duque hasta el día de vuestra tranquila y beatísima muerte.
—Mi deuda con el de Osuna no se puede cerrar —le rectificó mi padre, muy digno.
—Sea, pero podréis olvidar las agonías y ansiedades que sufrís para reunir los caudales del pago. Muchos de los llamados piratas y corsarios que asolan estas costas no son sino mercaderes extranjeros convertidos en contrabandistas porque se niegan a cumplir con la prohibición del rey de España. Tratad con ellos y traedme lo que de suerte he menester para defender a mi gente.
—Con esas armas matarías a españoles —rehusó mi padre.
—Peores muertes dan los españoles a sus esclavos. Voacé sabe, porque es harto conocido, que yo, en este año y pico que llevo huido de Cartagena, no he atacado jamás, que sólo me he defendido. Cuando mis confidentes me avisan de que nuestros antiguos propietarios están organizando una batida para darnos caza, mi gente huye a las ciénagas o se interna en la selva y en los montes por donde los caballos y los perros no pueden pasar. Pero ya estamos hartos de huir. Queremos defendernos, que nos cojan miedo y que no vuelvan a molestarnos.
—¿Y qué confidentes son esos de los que tanto presumes?
—¡Todos los esclavos de Tierra Firme! —exclamó el rey Benkos, soltando una ruidosa carcajada—. ¡Todos, señor, todos los esclavos de Tierra Firme escuchan para mí! Luego, corren a dar la noticia y ésta va prestamente de boca en boca hasta que, en pocas horas, llega al palenque más cercano. Nunca nos cazarán porque todos los negros que aún son cautivos quieren que sigamos libres y vivos con la esperanza de unirse a nosotros algún día. Pero necesitamos las armas, señor —insistió, después de dar un largo trago a su vaso de vino—, las armas y el auxilio de voacé para conseguirlas. Os pagaremos bien. Tenemos plata, una plata que pasará pródigamente a vuestras manos en agradecimiento por el favor y por los peligros que afrontaréis —el cimarrón miró largamente a mi padre—. ¿Qué decís, señor?
No hubo respuesta. El silencio sólo quedaba roto por el acompasado sonido de la resaca. Veintitantas personas sentadas alrededor de un fuego y no se oía ni una tos. Al cabo, el rey Benkos se impacientó.
—Señor —apremió—, ¿qué decís?
—No aceptaría el trato de no necesitar tanto los caudales —murmuró mi padre con la cabeza baja—. Pero, sea.
—Accedo —alzó la mirada y contempló al cimarrón con firmeza—. Ve preparando esa maldita plata, Domingo, porque voy a poner en peligro mi vida, la vida de mi hijo y las vidas de mis hombres —la rabia contra sí mismo le endurecía la voz—. Voy a tratar con extranjeros herejes, a incumplir un buen puñado de leyes de la Corona dándome al prohibido comercio del contrabando y a defraudar a la Real Hacienda, y todo esto, Benkos, tendrás que pagarlo muy bien.
El aludido sonrió con satisfacción.
—Voacé tráigame las armas que yo le pagaré con buena plata del Pirú, discretamente rescatada por los esclavos negros que la transportan en parihuelas, con grandes riesgos y muchas muertes, desde el Cerro Rico del Potosí hasta Cartagena y Portobelo para que sus dueños, acaudalados encomenderos y mercaderes españoles, puedan defraudar a su Real Hacienda ocultando estas riquezas a los registros. Y, ahora, ¿qué le parece si celebramos nuestro acuerdo con una pequeña fiesta?
Mi señor padre, aunque cariacontecido, ordenó que el batel regresara a la nao para recoger a los rehenes y marineros que allí habían quedado a la espera de acontecimientos. En el entretanto, los negros sacaron carnes, vino, quesos, hogazas de pan y frutas en cantidades tales que aquello se parecía mucho a lo que yo, con mis pocas luces, entendía que debía de ser el festín de un rey. Y, sí, en efecto, era el festín de un rey, el del rey Benkos Biohó, quien un día había gobernado una nación entera en África y ahora, por esos extraños albures del destino, mandaba sobre un número creciente de súbditos, los cimarrones apalencados de las ciénagas de la Matuna, en el Nuevo Mundo.