Rincewind tomó otro pasillo al trote. ¿Es que aquel lugar no tenía salidas? En varias ocasiones le había parecido encontrar una, pero solamente daba a un patio interior del enorme edificio, lleno de fuentes tintineantes y de sauces.

Y el lugar entero estaba despertando. Se oían unos…

… pasos corriendo tras su espalda.

Una voz gritó:

—¡Eh…!

Se lanzó hacia la puerta más cercana.

La sala que había al otro lado estaba llena de vapor. Enormes nubes arremolinadas de vapor. Pudo distinguir a duras penas una figura forcejeando con una rueda enorme y las palabras «cámara de torturas» le vinieron a la cabeza hasta que el olor a jabón las reemplazó por la palabra «lavandería». Unas figuras pálidas pero increíblemente limpias levantaron la vista de sus cubas y lo miraron con apenas una pizca de interés.

No parecía gente que estuviera al corriente de los últimos acontecimientos.

Medio corrió y medio paseó por entre los calderos burbujeantes.

—Así mismo, buen hombre. Así, frotad, frotad, frotad. A ver cómo escurren esos rodillos. Así se hace. ¿Hay otra puerta para salir de esta sala? Buenas burbujas ahí, muy buenas burbujas. Ah…

Uno de los trabajadores de la lavandería, que parecía estar al mando, lo miró con recelo y pareció estar a punto de decir algo…

Rincewind avanzó como pudo por un patio entrecruzado con cuerdas de tender la ropa y se detuvo, jadeante, con la espalda contra una pared.

Aunque iba en contra de sus principios generales, tal vez fuera el momento de pararse a pensar.

Había gente persiguiéndolo. Es decir, persiguiendo a una figura que corría vestida con una túnica de color rojo desgastado y un sombrero puntiagudo muy chamuscado.

A Rincewind le costó un gran esfuerzo hacerse a la idea, pero existía la posibilidad de que si se cambiaba de ropa tal vez dejaran de perseguirlo.

En la cuerda que tenía delante había camisas y pantalones ondeando bajo la brisa. Su confección era a la sastrería lo que cortar leña era a la carpintería. Alguien había aprendido el arte de tejer tubos y se había quedado allí. Aquello se parecía a la ropa que llevaba casi todo el mundo en Hunghung.

El palacio era casi una ciudad en sí mismo, dijo la voz de la razón. Debía de estar lleno de gente llevando a cabo toda clase de recados, añadió.

Eso significaría… quitarse el sombrero, concluyó.

Rincewind vaciló. Para un no-mago resultaría difícil entender la magnitud de aquella sugerencia. Un mago prefiere ir por ahí sin túnica y sin pantalones que renunciar a su sombrero. Sin su sombrero, la gente podía pensar que era una persona normal.

Hubo gritos a lo lejos.

La voz de la razón comprendió que si no tenía cuidado iba a terminar tan muerta como el resto de Rincewind y añadió con sarcasmo: muy bien, quédate con nuestro maldito sombrero. Fue nuestro maldito sombrero el que nos metió en este lío para empezar. ¿Es que crees que te va a quedar cabeza en que llevarlo?

Las manos de Rincewind, también conscientes de que los tiempos iban a ser extremadamente interesantes y muy breves a menos que ellas tomaran cartas en el asunto, se levantaron lentamente, descolgaron unos pantalones y una camisa y los embutieron dentro de la túnica.

La puerta se abrió de golpe. Seguía habiendo guardias tras él, y un par de los pastores tsimo se habían unido a la persecución. Uno de ellos señaló a Rincewind con una picana.

El salió corriendo hacia un pasadizo abovedado y desembocó en un jardín.

Tenía una pequeña pagoda. Había sauces y una mujer guapa en un puente dando de comer a los pájaros.

Y un hombre pintando un plato.

Cohen se frotó las manos.

—¿Nadie? Bien. Todo arreglado entonces.

—Ejem.

Un hombre pequeño que estaba delante de la multitud dejó bien claro que no tenía las manos levantadas, pero dijo:

—Perdone, pero… ¿qué pasaría en la situación hipotética de que llamáramos a los guardias y os denunciáramos?

—Que os mataríamos a todos antes de que acabaran de entrar por la puerta —dijo Cohen en tono despreocupado—. ¿Más preguntas? —añadió en dirección al coro de gente tragando saliva.

—Esto… el emperador… es decir, el último emperador… tenía unos guardias muy especiales…

Hubo un ruidito metálico. Algo pequeño y con muchas puntas bajó rodando los escalones y se quedó dando vueltas en el suelo. Era una estrella arrojadiza.

—Ya los hemos conocido —dijo Willie el Chaval.

—Bien, bien —dijo el hombrecillo—. Todo parece en orden entonces. ¡Diez Mil Años de Vida al Emperador!

El grito fue secundado de forma un poco vacilante.

—¿Cómo se llama usted, joven? —preguntó el señor Saveloy.

—Cuatro Grandes Cuernos, mi señor.

—Muy bien. Muy bien. Veo que llegará usted lejos. ¿A qué se dedica?

—Soy el Gran Ayudante del lord chambelán, mi señor.

—¿Cuál de ustedes es el lord chambelán?

Cuatro Grandes Cuernos señaló al hombre que había preferido morir.

—Así están las cosas, ¿lo ven? —dijo el señor Saveloy—. A la gente adaptable le llegan deprisa los ascensos, lord chambelán. Y ahora, el emperador va a desayunar.

—¿Y qué le gustaría? —preguntó el nuevo lord chambelán, esforzándose por parecer jovial y adaptable.

—Toda clase de cosas. Pero de momento, trozos grandes de carne y montones de cerveza. Ya veréis que es muy fácil encargarse de la comida del emperador. —El señor Saveloy sonrió con la sonrisa astuta con que a veces sonreía cuando sabía que era el único que pillaba el chiste—. Al emperador no le gusta lo que él llama «porquerías extranjeras complicadas llenas de ojos y cosas así», sino que prefiere con diferencia comida sencilla y saludable como las salchichas, que están hechas de órganos misceláneos de animales triturados y metidos en un pedazo de intestino. Jajajá. Pero si queréis complacerlo, simplemente traed muchos trozos grandes de carne. ¿No es así, mi señor?

Cohen había estado observando a los cortesanos reunidos. Cuando uno lleva noventa años sobreviviendo a todos los ataques que le puedan lanzar hombres, mujeres, trolls, enanos, gigantes, cosas verdes con muchas piernas y en una ocasión una langosta enfurecida, uno puede saber muchas cosas mirando las caras.

—¿Eh? —dijo Cohen—. Ah. Sí. Ya me está bien. Trozos grandes. Una cosa, señor Recaudador… ¿a qué se dedica esta gente todo el día?

—¿Qué le gustaría que hicieran?

—Me gustaría que se largaran cagando leches.

—¿Perdón, mi señor?

—[Pictograma complicado] —dijo el señor Saveloy. El nuevo lord chambelán pareció un poco asustado.

—¿Cómo, aquí mismo?

—Lo dice en sentido figurado, muchacho. Solamente quiere decir que quiere que todo el mundo se marche deprisa.

La corte se fue corriendo. Un pictograma lo bastante complicado vale más que mil palabras.

Después de la estampida el artista Tres Ranas Sólidas se puso de pie, se sacó el pincel de la nariz, bajó su caballete de un árbol e intentó tener pensamientos plácidos.

El jardín ya no era lo que había sido.

El sauce estaba torcido. La pagoda había sido demolida por un luchador de tsimo fuera de control, que también se había comido el tejado. Las palomas se habían ido volando. El puentecillo estaba roto. Su modelo, la concubina Abanico de Jade, se había marchado llorando en cuanto había conseguido salir chapoteando del estanque ornamental.

Y además alguien le había robado el sombrero de paja.

Tres Ranas Sólidas se ajustó lo que le quedaba del vestido y se esforzó por recobrar la compostura.

El plato donde había estado dibujando estaba hecho trizas, claro.

Sacó otro de su bolsa y buscó su paleta.

Que tenía la huella enorme de un pie en medio…

Quería llorar. Aquella pintura le estaba gustando tanto. Había estado convencido de que iba a ser la que la gente recordaría durante mucho tiempo. ¿Y los colores? ¿Acaso alguien entendía lo caro que se había puesto el bermellón?

Se tranquilizó un poco. Parecía que solamente le quedaba color azul. Bueno, pues ya verían…

Intentó no hacer caso de la devastación que tenía delante y se concentró en la imagen que tenía en mente.

Vamos a ver, pensó. Abanico de Jade perseguida sobre un puente por un hombre que agita los brazos y grita: «¡Sal de en medio!», seguidos por un hombre con una picana, tres guardias, cinco empleados de la lavandería y un luchador incapaz de detenerse.

Tenía que simplificarlo un poco, claro.

Los perseguidores doblaron un recodo, salvo el luchador, que no tenía la complexión adecuada para una maniobra tan difícil.

—¿Adonde ha ido?

Estaban en un patio. Había pocilgas a un lado y vertederos al otro.

Y en medio del patio, un sombrero puntiagudo.

Uno de los guardias extendió la mano y agarró a uno de sus compañeros del brazo para impedirle que siguiera adelante.

—Con cuidado —dijo.

—No es más que un sombrero.

—¿Y dónde está el resto? No puede haber desaparecido… sin más… en…

Retrocedieron.

—¿Tú también has oído hablar de él?

—¡Decían que hizo un boquete en la muralla con un simple gesto de las manos!

—¡Eso no es nada! ¡Yo oí que apareció a lomos de un dragón invisible en lo alto de las montañas!

—¿Y qué le decimos a lord Hong?

—¡Yo no quiero estallar en pedazos!

—Pues yo no quiero decirle a lord Hong que lo hemos perdido. Ya tenemos bastantes problemas. Y este casco lo acabo de pagar.

—Bueno… podemos coger el sombrero. Será una prueba.

—Vale. Cógelo tú.

—¿Yo? ¡Cógelo tú!

—Puede estar rodeado de hechizos terribles.

—¿Ah, sí? ¿Y por eso está bien que lo coja yo? ¡Gracias! ¡Haz que lo coja uno de ellos!

Los empleados de la lavandería retrocedieron mientras el hábito hunghungués de obedecer se evaporaba como el rocío de la mañana. Los soldados no eran los únicos que habían oído rumores.

—¡Nosotros no!

—¡Tengo un encargo urgente de calcetines!

El guardia se dio la vuelta. Un campesino salía dando tumbos de una de las pocilgas, cargado con un saco y con la cara tapada por un sombrero grande de paja.

—¡Eh, tú!

El hombre se puso de rodillas y golpeó el suelo con la cabeza.

—¡No me matéis!

Los guardias se miraron.

—No te vamos a matar —dijo uno de ellos—. Solamente queremos que intentes recoger ese sombrero de ahí.

—¿Qué sombrero, oh poderoso guerrero?

—¡Ese de ahí! ¡Venga!

El hombre se arrastró estilo cangrejo sobre los adoquines.

—¿Este sombrero, oh gran señor?

Los dedos del hombre reptaron sobre las piedras y palparon el ala raída del sombrero.

Y entonces soltó un grito.

—¡Tu mujer es un hipopótamo enorme! ¡Se me derrite la cara! ¡Se me derrite la cararrrrgh!

Rincewind esperó a que desapareciera el ruido de sandalias a la carrera y luego se levantó, le quitó el polvo a su sombrero y lo metió en el saco.

La cosa había ido mucho mejor de lo que esperaba. Así pues, había otro dato valioso a saber del Imperio: nadie miraba a los campesinos. Debía de ser la ropa y el sombrero. Nadie salvo la gente corriente vestía de aquella forma, así que alguien vestido de aquella forma tenía que ser una persona corriente. Era el principio publicitario del sombrero de mago, pero al revés. Uno se mostraba cauteloso y cortés en compañía de alguien que llevara un sombrero puntiagudo, por si acaso se ofendía de forma muy física, mientras que alguien con un sombrero grande de paja era susceptible de un «¡Eh, tú!» y de…

Fue exactamente llegado a aquel punto cuando alguien detrás de él gritó: «¡Eh, tú!» y golpeó a Rincewind entre los hombros con un palo.

Delante de él apareció la cara iracunda de un sirviente. El hombre blandió un dedo delante de la nariz de Rincewind.

—¡Llegas tarde! ¡Eres un hombre malo! ¡Entra ahora mismo!

—Yo…

El palo volvió a golpear a Rincewind. El sirviente señaló una puerta lejana.

—¡Qué insolencia! ¡Qué vergüenza! ¡A trabajar!

El cerebro de Rincewind preparó las palabras: Ah, con que nos creemos que somos Listillo-san porque tenemos un palo bien grande, ¿no? Bueno, pues resulta que yo soy un gran hechicero y ya sabes lo que puedes hacer con tu palo bien grande.

Y en alguna parte entre su cerebro y su boca aquellas palabras se convirtieron en:

—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo!

La Horda se quedó a solas.

—Bueno, caballeros, lo hemos conseguido —dijo al final el señor Saveloy—. El mundo está a sus pies.

—Todos los tesoros que queramos —dijo Truckle.

—Es verdad.

—No nos entretengamos, pues —dijo Truckle—. Vamos a buscar unos sacos.

—No tiene ningún sentido —dijo el señor Saveloy—. Solamente estarían robándose a ustedes mismos. Esto es un Imperio. ¡Uno no lo mete en un saco y se lo reparte en la próxima fogata de campamento!

—¿Y las violaciones?

El señor Saveloy suspiró.

—Hay, según tengo entendido, trescientas concubinas en el harén imperial. Estoy seguro de que estarán encantadas de verles, aunque todo resultará más fácil si se quitan ustedes las botas.

Los ancianos tenían la misma expresión perpleja que tendría un grupo de peces intentando entender el concepto de bicicleta.

—Tendríamos que llevarnos solo las cosas pequeñas —dijo Willie el Chaval al final—. Mayormente rubíes y esmeraldas.

—Y tirar una cerilla encendida al salir —dijo Vincent—. Estas paredes de papel y toda esta madera lacada seguro que arden de maravilla.

—¡No, no, no! —dijo el señor Saveloy—. ¡Solamente los jarrones de esta sala tienen un precio incalculable!

—Naaa, demasiado grandes. No se pueden llevar a caballo.

—¡Pero les he enseñado la civilización! —dijo el señor Saveloy.

—Sí. No está mal para visitarla. ¿Verdad, Cohen?

Cohen estaba encorvado en su trono, mirando la pared distante.

—¿Cómo dices?

—Digo que agarremos todo lo que podamos llevar y nos vayamos a casa, ¿verdad?

—A casa… sí…

—Ese era el Plan, ¿verdad?

Cohen evitó la mirada del señor Saveloy.

—Sí… el Plan… —dijo.

—Es un buen plan —dijo Truckle—. Una gran idea. ¿Hacerte el jefe de esto? Bien. Buen golpe. Nos ahorramos problemas. Nada de trastear con cerraduras y cosas. Y luego nos volvemos todos para casa, ¿no? Con todos los tesoros que podamos llevar.

—¿Para qué? —dijo Cohen.

—¿Para qué? Son tesoros.

Cohen pareció adoptar una decisión.

—¿En qué te gastaste tu último botín, Truckle? Dijiste que te habías llevado tres sacos llenos de oro y piedras preciosas de aquel castillo encantado.

Truckle pareció perplejo, como si Cohen le hubiera preguntado a qué olía el color púrpura.

—¿En qué lo gasté? Y yo qué sé. Ya sabes cómo va. ¿Qué importa en qué lo gastes? Es botín. Además… ¿en qué gastaste el tuyo?

Cohen suspiró.

Truckle abrió la boca y le clavó la mirada.

—¿No estarás pensando quedarte aquí en serio? —Dirigió la mirada desafiante al señor Saveloy—. ¿Habéis estado tramando algo los dos?

Cohen tamborileó con los dedos en el brazo del trono.

—Has dicho volver a casa —dijo—. ¿Dónde está eso?

—Bueno… donde sea…

—Y Hamish…

—¿Mande? ¿Quéé?

—O sea… tiene ciento cinco años, ¿no? Ya es hora de que siente la cabeza, quizá.

—¿Mande?

—¿Sentar la cabeza? —dijo Truckle—. Tú mismo lo intentaste una vez. ¡Robaste una granja y dijiste que ibas a criar cerdos! Lo dejaste después de… ¿Cuánto?… ¿Tres horas?

—¿Qué diceee? ¿Qué diceee?

—Dice que ES HORA DE QUE SIENTES LA CABEZA, Hamish.

—¡Y una mierda!

Las cocinas estaban alborotadas. La mitad de la corte había terminado allí, en la mayoría de los casos por primera vez. El lugar estaba tan abarrotado como un mercado callejero, a través del cual los sirvientes intentaban ocuparse de sus tareas lo mejor que podían.

El hecho de que uno de ellos no tuviera muy claro en qué consistían sus tareas pasaba bastante desapercibido en medio del tumulto.

—¿Lo habéis olido? —preguntó lady Dos Arroyos—. ¡Qué peste!

—Es como un día caluroso en las porquerizas —dijo lady Pétalo de Melocotón.

—Me alegra poder decir que yo nunca he experimentado eso que dices —dijo lady Dos Arroyos dándose aires.

Lady Noche de Jade, que era bastante más joven que las otras dos y que se había sentido más bien atraída por el olor de Cohen a león sucio, no dijo nada.

El jefe de cocineros dijo:

—¿Nada más que eso? ¿Trozos grandes? ¿Y por qué no se come una vaca ya que se pone?

—Esperad a oír sobre una comida diabólica llamada salchicha —dijo el lord chambelán.

—Trozos grandes —el cocinero estaba casi llorando—, ¿dónde está el talento en servir trozos grandes de carne? ¿Sin salsa siquiera? ¡Prefiero morir que limitarme a calentar trozos grandes de carne!

—Ah —dijo el lord chambelán—. Yo me andaría con pies de plomo con esas cosas. El nuevo emperador, ojalá se bañe durante diez mil años, tiende a interpretar eso como una petición…

El murmullo de voces se detuvo. La causa del silencio repentino fue un solo ruido pequeño y brusco. Una botella al descorcharse.

Lord Hong tenía el talento de los grandes visires para surgir aparentemente de la nada. Barrió las cocinas con la mirada. Era sin duda la única tarea doméstica que había llevado a cabo en su vida.

Dio un paso adelante. Se acababa de sacar un botellín pequeño y negro de la manga de su túnica.

—Traedme la carne —dijo—. Y no os preocupéis por la salsa.

Los congregados allí observaron con interés horrorizado. El envenenamiento era parte de la etiqueta de la corte hunghunguesa, pero la gente solía hacerlo en algún lugar donde nadie los viera, por una cuestión de buenos modales.

—¿Hay alguien —preguntó lord Hong— que tenga algo que decir?

Su mirada fue como una guadaña. A medida que segaba la sala entera la gente temblaba, se bamboleaba y caía.

—Muy bien —dijo lord Hong—. Prefiero morir que ver a un… bárbaro en el trono imperial. Vamos a servirle sus… trozos grandes. Traedme la carne.

Hubo un movimiento en el suelo, luego un ruido de gritos y un porrazo. Se acercó un campesino empujando con desgana un carrito donde llevaba una enorme bandeja cubierta.

Cuando vio a lord Hong empujó el carrito a un lado, se tiró al suelo y se prosternó.

—Mi mirada aparto de vuestro… un huerto favorablemente situado… mierda… semblante, oh señor.

Lord Hong palpó con el pie a la figura postrada.

—Es bueno ver que se conserva el arte del respeto —comentó—. Levanta la tapa.

El hombre se incorporó y sin dejar de hacer reverencias y mirar para otro lado, alzó la tapa.

Lord Hong le dio la vuelta al botellín y lo tuvo así hasta que la última gota hubo salido con un siseo. Su público estaba transfigurado.

—Y ahora que se lo lleven a los bárbaros —dijo.

—Por supuesto, su… cepillo para tinta… fronda de sauce… rectitud celestial.

—¿De dónde eres, campesino?

—De Bes Pelargic, oh señor.

—Ah. Ya me parecía.

Las grandes puertas de bambú se abrieron. El nuevo lord chambelán entró seguido de una caravana de carritos.

—El desayuno, oh señor por un millar de años —anunció—. Trozos grandes de cerdo, trozos grandes de cabra, trozos grandes de buey y siete raciones de arroz frito.

Uno de los sirvientes levantó la tapa de un plato.

—Pero hacedme caso y no comáis este cerdo —dijo—. Está envenenado.

El chambelán giró sobre sus talones.

—¡Puerco insolente! ¡Morirás por esto!

—Es Rincewind, ¿verdad? —dijo Cohen—. Se parece a Rincewind…

—Tengo mi sombrero por aquí —dijo Rincewind—. Me lo tuve que meter dentro de los pantalones…

—¿Envenenado? —dijo Cohen—. ¿Estás seguro?

—Bueno, a ver, era un botellín negro y tenía una calavera y unos huesos cruzados pintados y cuando la inclinó empezó a echar humo —dijo Rincewind mientras el señor Saveloy lo ayudaba a ponerse de pie—. ¿Sería esencia de anchoas? Yo creo que no.

—Veneno —dijo Cohen—. Odio a los envenenadores. Son la peor especie. Moviéndose a hurtadillas, echando porquería en el papeo de la gente…

Miró con ira al chambelán.

—¿Has sido tú? —Miró a Rincewind y señaló con el pulgar al chambelán encogido de miedo—. ¿Ha sido él? ¡Porque si ha sido él le voy a hacer lo mismo que les hice a los Locos Sacerdotes Serpiente de Start, y esta vez voy a usar los dos pulgares!

—No —dijo Rincewind—. Ha sido alguien llamado lord Hong. Pero todos se lo han quedado mirando sin hacer nada.

Un chillido se elevó del lord chambelán. Se tiró al suelo y a punto estuvo de besar los pies de Cohen hasta que se dio cuenta de que aquello habría tenido más o menos el mismo efecto que comerse el cerdo.

—¡Piedad, oh ser celestial! ¡Somos todos peones en las manos de lord Hong!

—¿Y qué tiene lord Hong que es tan especial?

—¡Es… un hombre elegante! —farfulló el chambelán—. ¡No pienso decir ni una palabra en contra de lord Hong! ¡Ciertamente no me creo eso de que tiene espías por todas partes! ¡Larga vida a lord Hong, eso digo yo!

Se arriesgó a levantar la vista y se encontró la punta de la espada de Cohen justo delante de sus ojos.

—Sí, pero ¿a quién tienes más miedo ahora mismo? ¿A mí o a ese lord Hong?

—Eh… ¡A lord Hong!

Cohen levantó una ceja.

—Estoy impresionado. Espías por todas partes, ¿eh?

Examinó la Gran Sala y su mirada se posó en un jarrón muy grande. Fue tranquilamente hasta el mismo y levantó la tapa.

—¿Estás bien ahí dentro?

—Esto… sí… —dijo una voz procedente de las profundidades del jarrón.

—¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Un cuaderno de sobra? ¿Un orinal?

—Esto… sí…

—¿Te gustarían, oh, digamos, unos doscientos litros de agua hirviendo?

—Esto… no…

—¿Prefieres morir antes que traicionar a lord Hong?

—Esto… ¿puedo pensármelo un momento, por favor?

—Ningún problema. En cualquier caso el agua tarda un poco en hervir. Así pues, descansen, ar.

Volvió a poner la tapa.

—¿Un Tío Grande? —dijo.

—Se llama Un Río Grande, Gengis —dijo el señor Saveloy.

El guardia volvió a la vida con un murmullo.

—Vigílame este jarrón y si se vuelve a mover hazle lo que yo le hice una vez al Nigromante Verde de la Noche, ¿de acuerdo?

—No sé qué le hicisteis, señor —dijo el soldado.

Cohen se lo explicó. Un Río Grande sonrió encantado. Del interior del jarrón vino el ruido de alguien intentando no vomitar.

Cohen regresó tranquilamente al trono.

—Contadme pues algo más sobre lord Hong —dijo.

—Es el gran visir —dijo el chambelán.

Cohen y Rincewind se miraron.

—Exacto. Y todo el mundo sabe —dijo Rincewind— que los grandes visires son siempre…

—… unos hijos de puta totales e integrales —dijo Cohen—. No sé por qué. Dales un turbante con un pincho en el medio y su comosellame moral desaparece. Yo siempre los mato nada más verlos. Ahorra tiempo a largo plazo.

—Ya me pareció a mí que tenía algo sospechoso en cuanto lo vi —dijo Rincewind—. Escucha, Cohen…

Emperador Cohen, si no te importa —dijo Truckle—. Nunca he confiado en los magos, no señor. Nunca he confiado en ningún hombre que lleve vestidos.

—Rincewind es buen tipo… —dijo Cohen.

—¡Gracias! —dijo Rincewind.

—… pero un mago jodidamente inútil.

—Resulta que acabo de arriesgar el pellejo para salvarte, muchas gracias —dijo Rincewind—. Mira, tengo unos amigos en el bloque de celdas. ¿Podrías… emperador?

—Más o menos —dijo Cohen.

—Temporalmente —dijo Truckle.

—Técnicamente —dijo el señor Saveloy.

—¿Quiere eso decir que puedes llevar a mis amigos a un sitio seguro? Creo que lord Hong ha asesinado al viejo emperador y quiere echarles a ellos la culpa. Confío en que no pensará que estén escondidos en las celdas.

—¿Por qué en las celdas? —quiso saber Cohen.

—Porque si yo tuviera la oportunidad de alejarme de las celdas de lord Hong lo haría —dijo Rincewind con fervor—. Nadie en su sano juicio volvería dentro si creyera que tiene una posibilidad de huir.

—Muy bien —dijo Cohen—. Willie el Chaval, Un Tío Grande, id a reunir a un puñado de tus hombres y traed aquí a esa gente.

—¿Aquí? —dijo Rincewind—. ¡Yo quería que estuvieran en algún lugar seguro!

—Bueno, aquí estamos nosotros —dijo Cohen—. Podemos protegerlos.

—¿Y quién te va a proteger a ti?

Cohen no hizo caso de aquello.

—Lord chambelán —dijo—. No espero que lord Hong esté disponible pero… en la corte había un tipo con nariz de tejón. Un cabrón gordo, con un sombrero grande de color rosa. Y una mujer flaca con una cara que parecía un gorro lleno de chapas.

—Deben de ser lord Nueve Montañas y lady Dos Arroyos —dijo el lord chambelán—. Esto… ¿no estáis enfadado conmigo, oh señor?

—Dioses del cielo, no —dijo Cohen—. De hecho, caballero, estoy tan impresionado que te voy a dar responsabilidades extra.

—¿Señor?

—Catador de comida, para empezar. Y ahora vete y tráeme a los otros dos. No me ha gustado nada su pinta.

Un momento más tarde trajeron a Nueve Montañas y Dos Arroyos. El simple instante en que desviaron la mirada desde Cohen hacia la comida intacta habría pasado completamente desapercibido a quienes no lo estuvieran esperando.

Cohen les hizo una señal jovial con la cabeza.

—Coméoslo —dijo.

—¡Mi señor! ¡Yo he desayunado mucho! ¡Estoy lleno! —dijo Nueve Montañas.

—Qué lástima —dijo Cohen—. Un Tío Grande, antes de que te marches acércate a nuestro amigo el señor Nueve Montañas y hazle sitio para que pueda desayunar otra vez. Y lo mismo con la señora si no oigo a nadie masticar en los próximos cinco segundos. Un buen bocado de todo, ¿entendido? Con mucha salsa.

Un Río Grande desenvainó la espada.

Los dos nobles miraron fijamente los montículos brillantes.

—Yo creo que tiene buena pinta —dijo Cohen en tono amigable—. Tal como lo estás mirando tú, cualquiera pensaría que tiene algo de malo.

Nueve Montañas se metió cautelosamente un trozo de cerdo en la boca.

—Extremadamente bueno —dijo ininteligiblemente.

—Ahora trágalo —dijo Cohen.

El mandarín tragó.

—Maravilloso —dijo—. Y ahora, si su excelencia me excusa, voy…

—Nada de prisas —dijo Cohen—. No queremos que te metas accidentalmente los dedos en la garganta ni nada de eso, ¿verdad?

Nueve Montañas hipó.

Luego volvió a hipar.

Pareció que le empezaba a salir humo de debajo de la túnica.

La Horda se echó a cubierto justo cuando la explosión eliminaba una sección del suelo, una parte circular del techo y la totalidad de lord Nueve Montañas.

Un sombrero negro con un emblema rojo se quedó un momento girando en el suelo.

—A mí me pasa lo mismo con las cebolletas encurtidas —dijo Vincent.

Lady Dos Arroyos estaba de pie con los ojos cerrados.

—¿No tienes hambre? —preguntó Cohen.

Ella asintió.

Cohen se reclinó hacia atrás.

—¿Un Tío Grande?

—Se llama «Río», Cohen —dijo el señor Saveloy, mientras el guardia avanzaba pesadamente.

—Llévala contigo y métela en una de las mazmorras. Asegúrate de que no le falte de comer, ya me entiendes.

—Sí, excelencia.

—Y el señor Chambelán aquí presente puede bajar a la cocina otra vez y decirle al chef que esta vez él va a compartir nuestra comida y además él será el primero en comer, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, excelencia.

—¿A esto lo llamas vida? —espetó Caleb, mientras el lord chambelán se escabullía—. Esto es ser emperador, ¿no? ¿Ni siquiera puede uno confiar en su comida? ¡Lo más probable es que nos asesinen mientras estamos en la cama!

—No te imagino a ti asesinado en tu cama —dijo Truckle.

—Sí, porque nunca estás en ella —dijo Cohen.

Fue caminando al jarrón enorme y le dio una patada.

—¿Estás apuntando todo esto?

—Síseñor —dijo el jarrón.

Hubo risas. Pero tenían un ribete de nerviosismo. El señor Saveloy se dio cuenta de que la Horda no estaba acostumbrada a aquello. Si un verdadero bárbaro quería matar a alguien durante una comida lo invitaba a él y a todos sus secuaces, los hacía sentarse, los emborrachaba hasta que se dormían y luego hacía salir a sus hombres de sus escondites para que los masacraran instantáneamente de forma directa, honorable y sin tonterías. Era completamente justo. La estratagema de «emborracharlos y masacrarlos a todos» era el truco más viejo del manual, o lo habría sido si los bárbaros se molestaran en escribir manuales. Cualquiera que picara le estaría haciendo un favor al mundo al ser aniquilado en los postres. Pero por lo menos en la comida se podía confiar. Los bárbaros no envenenaban la comida. Uno nunca sabía cuándo le iba a hacer falta algo que llevarse a la boca.

—Perdonad, vuestra excelencia —dijo Seis Vientos Benéficos, que había estado mirando—. Creo que lord Truckle tiene razón. Ejem. Yo conozco un poco de historia. El método correcto de sucesión es avanzar hasta el trono vadeando un mar de sangre. Eso es lo que lord Hong está planeando hacer.

—¿En serio? Un mar de sangre, ¿eh?

—O escalando una montaña de cráneos. Es otra opción.

—Pero… pero… yo creía que la corona imperial se pasaba de padres a hijos —dijo el señor Saveloy.

—Bueno, sí —dijo Seis Vientos Benéficos—. Supongo que eso podría ocurrir en teoría.

—Dijiste que en cuanto estuviéramos en lo alto de la pirámide todo el mundo haría lo que le dijéramos —le dijo Cohen al señor Saveloy.

Truckle miró a uno y luego al otro.

—¿Vosotros dos planeasteis esto? —dijo en tono acusador—. ¿Conque de esto se trataba, eh? ¿Todo eso de aprender a ser civilizado? ¡Y al principio de todo dijiste que iba a ser un robo espectacular! ¿Eh? ¡Yo creía que íbamos a robar un montón de cosas y largarnos! ¡Saqueo y pillaje, así se hacen las cosas…!

—Oh, saqueo y pillaje, saqueo y pillaje. ¡Ya estoy harto de saqueo y pillaje! —dijo el señor Saveloy—. ¿Es que solamente sabéis pensar en saqueos y pillajes?

—Bueno, antes también solía haber violaciones —dijo Vincent, nostálgico.

—Odio decirte esto, pero ahí tienen razón, Profe —dijo Cohen—. Luchar y saquear… es nuestro trabajo. No me gusta todo este asunto de las reverencias y rasparse las rodillas. No estoy seguro de estar hecho para la civilización.

El señor Saveloy puso los ojos en blanco.

—¿Tú también, Cohen? ¡Sois todos unos… zopencos! —dijo en tono cortante—. ¡No sé ni para qué me molesto! ¡O sea, miraos bien! ¿Sabéis lo que sois? ¡Sois leyendas!

La Horda se apartó un poco. Nadie había visto nunca a Profe perder los nervios.

—Que viene de legendum, que significa «algo que está escrito» —dijo el señor Saveloy—. Libros, ¿sabéis? Leer y escribir. Lo cual por cierto viene a ser tan ajeno a vosotros como la Ciudad Perdida de Ee…

Truckle levantó la mano, un poco nervioso…

—Precisamente yo descubrí una vez la Ciudad Perdida de…

—¡Cállate! Lo que digo… ¿qué estaba diciendo?… sí… vosotros no leéis, ¿verdad? ¿Nunca Aprendisteis a leer? Pues habéis malgastado la mitad de vuestras vidas. Podríais haber acumulado perlas de sabiduría en lugar de esas piedras preciosas de pacotilla. ¡Y menos mal que la gente lee sobre vosotros y no os conoce cara a cara porque, señores, son ustedes una decepción total!

Rincewind se quedó mirando fascinado y esperó a que alguien le cortara la cabeza al señor Saveloy. Pero no parecía que aquello fuera a pasar. Posiblemente estaba demasiado enfadado para que lo decapitaran.

—¿Que han hecho ustedes realmente, caballeros? Y no vengáis con joyas robadas y lores demoníacos. ¿Qué habéis hecho que sea real?

Truckle volvió a levantar la mano.

—Bueno, yo una vez maté a los cuatro…

—Si, sí, sí —dijo el señor Saveloy—. Mataste esto y robaste aquello y derrotaste a los aguacates gigantes antropófagos de algún otro sitio, pero… todo eso son… cosas. ¡No es más que papel de pared, caballeros! ¡Cosas que no cambian nada! ¡Que no importan a nadie! En Ankh-Morpork he dado clase a niños que creen que sois mitos. Eso es lo que habéis logrado. No se creen que existierais alguna vez. Creen que alguien se os inventó. Son ustedes relatos, caballeros. Cuando muráis no se enterará nadie, porque la gente cree que ya habéis muerto.

Hizo una pausa para recuperar el aliento y luego siguió más despacio.

—Pero aquí… Aquí podríais ser reales. Podríais dejar de jugar con vuestras vidas. Podríais volver a poner este Imperio vetusto y bastante podrido en el mundo. Por lo menos… —perdió el hilo—. En eso confiaba yo. De verdad pensé que tal vez podríamos conseguir algo…

Se sentó.

La Horda se quedó con la vista clavada en sus diversos pies y ruedas.

—Ejem. ¿Puedo decir algo? Todos los señores de la guerra estarán en contra de vos —dijo Seis Vientos Benéficos—. Están ahí fuera con sus ejércitos. Normalmente lucharían entre ellos, pero ahora lucharán todos contra vos.

—¿Prefieren tener a un envenenador como el Hong ese en lugar de a mí? —dijo Cohen—. ¡Pero si es un bastardo!

—Sí, pero… es su bastardo, ¿sabéis?

—Podemos hacernos fuertes aquí. Este sitio tiene unas paredes muy gruesas —dijo Vincent—. Me refiero a las que no están hechas de papel.

—Ni lo sueñes —dijo Truckle—. Nada de asedios. Los asedios son una lata. Odio comer botas y ratas.

—¿Mande?

—Dice que NO QUEREMOS UN ASEDIO DONDE TENGAMOS QUE COMER BOTAS Y RATAS, Hamish.

—¿Qué pasa, que se nos han acabado las piernas?

—¿Cuántos soldados tienen ellos? —preguntó Cohen.

—Creo que… unos seiscientos o setecientos mil —dijo el recaudador.

—Perdonadnos —dijo Cohen, bajando del trono—. Tengo que reunirme con mi Horda.

La Horda hizo un corrillo. De vez en cuando se oía un «¿mande?» entre las intensas conversaciones masculladas entre dientes. Por fin Cohen se giró.

—¿Mares de sangre, no? —dijo.

—Esto… Sí —dijo el recaudador.

El corrillo volvió a lo suyo.

Al cabo de algunas deliberaciones más la cabeza de Truckle asomó.

—¿Dijiste montaña de cráneos? —quiso saber.

—Sí. Sí, creo que eso es lo que dije —dijo el recaudador. Miró de reojo nervioso a Rincewind y al señor Saveloy, que se encogió de hombros.

Susurro, susurro, mande…

—¿Perdón?

—¿Sí?

—La montaña, ¿cómo de grande? Es que los cráneos cuestan de amontonar.

—¡No sé cómo de grande! ¡Con muchos cráneos!

—Era por saberlo.

La Horda pareció tomar una decisión. Se giraron para mirar al resto de los hombres.

—Vamos a luchar —dijo Cohen.

—Sí, todo eso de la sangre y los cráneos nos lo tendríais que haber dicho antes —dijo Truckle.

—¡Les vamos a enseñar si estamos muertos o no! —graznó Hamish.

El señor Saveloy negó con la cabeza.

—Creo que no lo habéis oído bien. ¡La proporción es de cien mil contra uno! —dijo.

—Supongo que eso sí que enseñará a la gente que seguimos vivos —dijo Caleb.

—Sí, pero el sentido mismo de mi plan era mostraros que se podía llegar a la cima de la pirámide sin tener que abrirse camino luchando —dijo el señor Saveloy—. Realmente es posible en una sociedad tan anquilosada. Pero si intentáis luchar contra cientos de miles de hombres, moriréis.

E inmediatamente, para su sorpresa, se encontró a sí mismo añadiendo:

—Probablemente.

La Horda le sonrió.

—Las desventajas enormes no nos asustan —dijo Truckle.

—Nos gustan —dijo Caleb.

—Verás, Profe, la proporción de mil a uno no es mucho peor que la de diez a uno —dijo Cohen—. Las razones son… —Se puso a contar con los dedos—. Uno, el típico soldado que no lucha por su vida sino por una paga no va a poner el cuello cuando están todos esos otros tipos que pueden poner el suyo. Dos, no se nos podrán acercar muchos de ellos a la vez, y van a estar todos dándose empujones y codazos, y… —Se miró los dedos con expresión de cálculo terminal.

—Tres… —dijo el señor Saveloy, hipnotizado por aquella lógica.

—… Tres, sí… La mitad del tiempo, cuando intenten dar con la espada le darán a uno de sus compañeros y así nos ahorrarán un poco de esfuerzo. ¿Lo ves?

—Pero aunque eso sea cierto solamente funcionaría durante un ratito —protestó el señor Saveloy—. Aunque consiguierais matar a doscientos, os cansaríais y mientras tanto seguirían viniendo más tropas frescas a atacaros.

—Oh, pero ellos también estarían cansados —dijo Cohen alegremente.

—¿Por qué?

—Porque para entonces, si quisieran llegar a nosotros, tendrían que correr colina arriba.

—Eso es lógica, sí señor —dijo Truckle en tono aprobador.

Cohen le dio unas palmaditas en la espalda al afligido maestro.

—No te preocupes por nada —dijo—. Hemos conseguido el Imperio siguiendo tu plan y ahora lo conservaremos siguiendo el nuestro. Tú nos has enseñado la civilización y nosotros te enseñamos la barbarie.

Dio unos cuantos pasos y luego se giró con un destello perverso en la mirada.

—¿La barbarie? ¡Ja! Cuando matamos gente lo hacemos en su cara, mirándolos a los ojos, y estaremos encantados de invitarles a una copa en el otro mundo, sin rencores. Nunca he conocido a un bárbaro que rajara lentamente a la gente en cuartuchos, ni torturara a mujeres para que estuvieran guapas, ni pusiera veneno en la comida de la gente. ¿La civilización? ¡Si eso es la civilización, se la pueden meter donde el sol no brilla!

—¿Mande?

—Dice que SE LA PUEDEN METER DONDE EL SOL NO BRILLA, Hamish.

—¡Ah! Yo he estado ahí.

—¡Pero la civilización es más que eso! —dijo el señor Saveloy—. Están… la música, la literatura, el concepto de justicia y los ideales de…

Las puertas correderas de bambú se abrieron. Como un solo hombre, y con las articulaciones crujiendo, la Horda se giró con las armas en alto.

Los hombres del umbral eran altos e iban mucho más ricamente vestidos que los campesinos, y se movían al estilo de la gente que está acostumbrada a que no se interponga nadie en su camino. Delante de ellos, sin embargo, había un campesino tembloroso sujetando un palo con una bandera roja. Lo pincharon con una espada para hacerlo entrar en la sala.

—¿Bandera roja? —susurró Cohen.

—Significa que quieren parlamentar —dijo Seis Vientos Benéficos.

—Ya sabes… como con nuestra bandera blanca para rendirnos —dijo el señor Saveloy.

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Cohen.

—Quiere decir que no puedes matar a nadie hasta que estén listos.

El señor Saveloy trató de acallar los murmullos que sonaban a su espalda.

¿Por qué no los invitamos a cenar y los masacramos a todos mientras estén borrachos?

Ya le has oído. Son setecientos mil.

¡Ah! Entonces tendría que ser algo sencillo con pasta.

Un par de los lores caminaron hasta el centro de la sala. Cohen y el señor Saveloy fueron a su encuentro.

—Y tú también —dijo Cohen, agarrando a Rincewind mientras este intentaba alejarse—. Eres como una comadreja que sabe qué decir para salir de los apuros, así que venga.

Lord Hong los contempló con la expresión de un hombre cuyos antepasados le habían legado la capacidad de mirar cualquier cosa por encima del hombro.

—Me llamo lord Hong. Soy el gran visir del emperador. Os ordeno que abandonéis este recinto de inmediato y os sometáis a juicio.

El señor Saveloy se volvió hacia Cohen.

—Ni en coña —dijo Cohen.

El señor Saveloy intentó pensar.

—Ejem, ¿cómo expresaría esto? Gengis Cohen, líder de la Horda de Plata, presenta sus respetos a lord Hong pero…

—Dile que se vaya al carajo —dijo Cohen.

—Creo, lord Hong, que tal vez hayáis percibido ya la corriente general de opinión que fluye por aquí —dijo el señor Saveloy.

—¿Dónde está el resto de tus bárbaros, campesino? —preguntó lord Hong.

Rincewind miró al señor Saveloy. Aquella vez pareció que el viejo profesor se quedaba sin palabras.

El mago quería irse corriendo. Pero Cohen había estado en lo cierto. Por descabellado que pareciera, es probable que estuviera más seguro cerca de él. Escapar corriendo lo acercaría, tarde o temprano, a lord Hong.

Quien creía que había más bárbaros en alguna parte.

—Os digo una cosa, y solamente una —dijo lord Hong—. Si salís ahora mismo de la Ciudad Prohibida, por lo menos vuestras muertes serán rápidas. Y luego vuestras cabezas y partes importantes serán exhibidas en desfile público por las ciudades del Imperio para que la gente conozca vuestro terrible castigo.

—¿Castigo? —dijo el señor Saveloy.

—Por matar al emperador.

—No hemos matado a ningún emperador —dijo Cohen—. No tengo nada contra matar emperadores, pero no hemos matado a ninguno.

—Hace una hora que lo mataron en su cama —dijo lord Hong.

—No hemos sido nosotros —dijo el señor Saveloy.

—Has sido tú —dijo Rincewind—. Pero como matar al emperador va contra las reglas, querías que pareciera que lo había hecho el Ejército Rojo.

Lord Hong se lo quedó mirando como si lo viera por primera vez y no se alegrara precisamente de ello.

—Dadas las circunstancias —dijo lord Hong—. Dudo que alguien os creyera.

—¿Qué pasa si nos rendimos ahora? —preguntó el señor Saveloy—. Son cosas que me gusta saber.

—Que moriréis muy despacio de formas… interesantes.

—Es la saga de mi vida —dijo Cohen—. Siempre he estado muriendo muy despacio de formas interesantes. ¿Qué va a ser? ¿Combates por las calles? ¿Casa por casa? ¿Batalla campal sin reglas o qué?

—En el mundo real —dijo otro de los lores—, nosotros batallamos. No hacemos escaramuzas como los bárbaros. Nuestros ejércitos se reunirán al despuntar el alba.

—¿Qué es lo que van a despuntar?

—Quiere decir al amanecer, Cohen.

—Ah, lenguaje civilizado otra vez. ¿Dónde?

—¡En la llanura que hay frente a la ciudad!

—Muy bien —dijo Cohen—. Nos abrirá el apetito para el desayuno. ¿Podemos hacer algo más por vosotros?

—¿Cómo de grande es tu ejército, bárbaro?

—No os creeríais lo grande que es —dijo Cohen, y era probablemente cierto—. Hemos arrasado países enteros. Hemos borrado ciudades del mapa. Por donde pasa mi ejército, ya no crece nada.

—Eso por lo menos es cierto —dijo el señor Saveloy.

—¡No hemos oído hablar nunca de vosotros! —dijo el señor de la guerra.

—Sí —dijo Cohen—. Así de buenos somos.

—Esto, hay otra cosa que decir sobre su ejército —dijo alguien.

Todos se volvieron hacia Rincewind, que había estado casi tan sorprendido como ellos de oír su voz. Pero una línea de pensamiento había alcanzado su estación terminal.

—¿Sí?

—Puede que se hayan preguntado por qué solamente han visto a los… generales —continuó Rincewind, despacio, como si fuera pensando sobre la marcha—. Es porque, ¿saben?, los hombres en si son… invisibles. Ejem. Sí. Fantasmas, de hecho. Todo el mundo sabe esto, ¿no?

Cohen se lo quedó mirando con la boca abierta de asombro,

—Fantasmas chupasangre, para ser precisos —dijo Rincewind—. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que eso es lo que hay al otro lado de la Muralla, ¿no?

Lord Hong soltó un soplido de burla. Pero los señores de la guerra miraron a Rincewind con cara de tener la firme sospecha de que la gente del otro lado de la Muralla eran de Carne y Hueso pero también conscientes de depender de millones de personas que creían lo contrario.

—¡Eso es ridículo! Vosotros no sois fantasmas invisibles chupasangre —dijo uno de ellos.

Cohen abrió la boca de forma que le brillaron los dientes de diamante.

—Exacto —dijo—. Porque nosotros somos… de los visibles.

—¡Ja! ¡Menudo intento patético! —dijo lord Hong—. ¡Fantasmas o no, os venceremos!

—Bueno, ha ido mejor de lo que yo esperaba —comentó el señor Saveloy después de que se marcharan los señores de la guerra—. ¿Acaso estaba usted intentando usar un poco de guerra psicológica, señor Rincewind?

—¿Eso ha sido? Yo sé bastante de eso —dijo Cohen—. Es como cuando te pasas toda la noche anterior a la batalla golpeando tus escudos para que el enemigo no pueda dormir y cantando: «Os vamos a cortar los tolones» y cosas por el estilo.

—Parecido —dijo el señor Saveloy, diplomático—. Pero me temo que no ha funcionado. Lord Hong y sus generales son demasiado sofisticados. Es una lástima enorme que no pudierais probarlo con los soldados de a pie.

Se oyó el chillidito débil de un conejo detrás de ellos. Se dieron la vuelta y vieron que estaban haciendo entrar a la unidad más bien joven del Ejército Rojo. Mariposa iba con ellos. Incluso le dedicó una débil sonrisa a Rincewind.

Rincewind siempre había confiado en la huida. Pero a veces, tal vez, había que quedarse y luchar, aunque solamente fuera porque no quedaba ningún sitio al que huir.

Pero las armas no se le daban nada bien.

Por lo menos las normales.

—Esto… —dijo—. Si nos marchamos del palacio ahora, nos matarán, ¿verdad?

—Lo dudo —dijo el señor Saveloy—. Ahora las cosas han pasado a la jurisdicción del Arte de la Guerra. Alguien como Hong probablemente nos degollaría, pero como ahora se ha declarado la guerra, las cosas se tienen que hacer de acuerdo con la tradición.

Rincewind respiró hondo.

—Es una posibilidad de uno contra un millón —dijo—. Pero puede funcionar.

Los Cuatro Jinetes cuya Cabalgada presagia el fin del mundo son conocidos como Muerte, Guerra, Hambre y Peste. Pero hasta los acontecimientos menos importantes tienen sus propios jinetes. Por ejemplo, los Cuatro Jinetes del Resfriado Común son Moquera, Congestión De Pecho, Napia y Falta de Pañuelos. Los Cuatro Jinetes cuya aparición anuncia cualquier fiesta del calendario son Tormenta, Ventolera, Aguanieve y Carril Habilitado En Sentido Contrario.

Entre los ejércitos acampados en la amplia llanura aluvial que rodeaba Hunghung, los jinetes invisibles conocidos como Desinformación, Rumor y Cotilleo ensillaron sus caballos…

Un ejército grande acampado tiene todos los tediosos problemas de una ciudad y ninguna de las ventajas. Sus fogatas de guardia y sus piquetes de asedio acaban por abrirse a los civiles del lugar, sobre todo si estos tienen algo que vender y más todavía si se trata de mujeres cuya virtud tiene cierta componente comercial, e incluso a veces sí parecen estar vendiendo alguna comida que rompa la monótona dieta del ejercito. La comida que se estaba vendiendo en aquellos momentos era ciertamente una ruptura.

—¡Bolas de cerdo! ¡Bolas de cerdo! Cómprenlas mientras están… —Hubo una pausa mientras el vendedor ambulante ensayaba mentalmente formas de terminar la frase y acababa por rendirse—. ¡Bolas de cerdo! ¡En palillo! ¿Qué me dice, shogun? Parece usted la clase… Espera, ¿tú no eres…?

—¡Callacallacallacalla!

Rincewind empujo a A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san a las sombras que había junto a una tienda de campaña.

El mercader miró la cara angustiada y enmarcada por un traje de eunuco y un sombrero grande de paja.

—Eres el Hechicero, ¿no? ¿Cómo est…?

—¿Te acuerdas de que tenías muchas ganas de hacerte muy rico con el comercio internacional? —preguntó Rincewind.

—Sí. ¿Podemos empezar ya?

—Pronto, pronto. Pero primero tienes que hacer una cosa. ¿Has oído ese rumor sobre el ejército de fantasmas vampiros invisibles que se dirige hacia aquí?

Los ojos de A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san giraron nerviosamente. Pero formaba parte de su arsenal comercial no parecer nunca ignorante de nada salvo, tal vez, de cómo dar el cambio correcto.

—Sí… —dijo.

—¿Ese que dice que son millones? —dijo Rincewind—. ¿Y que tienen mucha hambre porque no han comido nada en todo el camino? ¿Y que el Gran Hechicero los ha vuelto especialmente feroces?

—Esto… sí…

—Bueno, pues no es verdad.

—¿Ah, no?

—¿No me crees? ¿Quién lo va a saber mejor que yo?

—Eso es verdad.

—Y no queremos que cunda el pánico, ¿verdad?

—El pánico siempre es muy malo para los negocios —dijo A.F.M.H.E.H.K., asintiendo con expresión incómoda.

—Pues asegúrate de decirle a la gente que no hay nada de verdad en ese rumor, ¿de acuerdo? Que ya pueden estar tranquilos.

—Buena idea. Esto… Esos fantasmas vampiros invisibles… ¿no llevarán dinero de alguna clase?

—No. Porque no existen.

—Ah, sí. Me había olvidado.

—Y no son 2.300.009 —dijo Rincewind. Estaba bastante orgulloso de aquel pequeño detalle.

—No son 2.300.009… —dijo A.F.M.H.E.H.K. con la mirada un poco vidriosa.

—En absoluto. No son 2.300.009, no importa lo que diga nadie. Y el Gran Hechicero no ha duplicado su tamaño normal. Muy bien. Ahora me tengo que ir…

Rincewind se alejó a la carrera.

El mercader se quedó un momento reflexionando. Se le ocurrió de pronto que probablemente ya había vendido bastantes cosas por el momento y que tal vez debería marcharse a casa y pasar una noche tranquila dentro de un barril en el sótano con un saco en la cabeza.

Su ruta lo llevó a través de la mayor parte del campamento. Se aseguró de que los soldados con que se encontraba se enteraran de que el rumor era totalmente falso, aunque aquello comportara invariablemente que, antes de nada, tuviera que decirles cuál era exactamente el rumor.

Un conejo de juguete chilló nervioso.

—¡Y tengo miedo a loz fantazmaz vampiroz inviziblez! —sollozó Perla Favorita.

Los soldados congregados en torno a aquella fogata en concreto intentaron tranquilizarla, pero por desgracia no había nadie que los tranquilizara a ellos.

—¡Yo he oído que ya se han comido a algunos hombres!

Un par de soldados miraron por encima del hombro. No se veía nada en la oscuridad, aunque aquello no era precisamente un signo tranquilizador.

El Ejército Rojo se desplazaba oblicuamente de una fogata a otra, Rincewind había sido muy específico. Se había pasado toda su vida adulta, o por lo menos aquellas partes de la misma en que no estaba siendo perseguido por cosas que tenían más patas que dientes, en la Universidad Invisible, y tenía la sensación de saber de qué estaba hablando en aquellos momentos. No le digáis nada a la gente, les dijo. No se lo digáis. Uno no conseguía sobrevivir como mago en la UI creyendo en lo que le decía la gente. Sino creyendo en lo que no le decía.

No se lo digáis. Preguntádselo. Preguntadles si es verdad. Podéis suplicarles que os digan que no es verdad. O podéis incluso decirles que os han dicho que les digáis que no es verdad, y esa es la mejor de todas.

Porque Rincewind sabía muy bien que cuando los Cuatro Jinetes más bien pequeños y desagradables del Pánico echaban a cabalgar, Desinformación, Rumor y Cotilleo hacían siempre un buen trabajo, pero los tres juntos no eran nada comparados con el cuarto jinete, que se llamaba Negación.

Al cabo de una hora Rincewind se sintió bastante innecesario.

Brotaban conversaciones en todas partes, sobre todo en las zonas del margen de los campamentos, donde la noche se extendía enorme y oscura y tan obviamente vacía.

—Muy bien, ¿entonces cómo es posible que digan que no son 2.300.009, eh? Si no existen, ¿por qué hay un número?

—Mira, los fantasmas vampiros invisibles no existen, ¿de acuerdo?

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has visto alguno?

—Escucha, he ido a preguntarle al capitán y me ha dicho que está seguro de que ahí fuera no hay ningún fantasma invisible.

—¿Cómo puede estar seguro si no puede verlos?

—Dice que los fantasmas vampiros invisibles no existen.

—¡Oh! ¿Y cómo es que ahora de repente dice eso? Mi abuelo me contó que había millones de ellos fuera de la…

—Espera… ¿Qué ha sido eso…?

—¿El qué?

—Juraría que he oído algo…

—Pues yo no veo nada.

—¡Oh, no!

Las cosas debían de haberse filtrado al Alto Mando porque, cuando se acercaba la medianoche, sonaron las trompetas por los campamentos y se leyó una proclama especial.

La proclama confirmaba que los fantasmas vampiros eran reales en general pero negaba su existencia en cualquier sentido específico e inmediato. Era una obra maestra de su género, sobre todo porque llevaba todo el asunto a las orejas de los soldados que el Ejército Rojo todavía no había podido alcanzar.

Una hora más tarde la situación había llegado a su punto crítico y Rincewind estaba oyendo cosas que no se había inventado personalmente y que en líneas generales preferiría con mucho no oír.

Se puso a charlar con un par de soldados y dijo:

—Estoy seguro de que no existe un ejército inmenso de fantasmas vampiros hambrientos.

Y ellos le dijeron:

—No, hay siete ancianos.

—¿Solamente siete ancianos?

—He oído que son muy, muy ancianos —dijo un soldado—. Demasiado para morir. Alguien de palacio me ha dicho que pueden atravesar las paredes y hacerse invisibles.

—Oh, venga ya —dijo Rincewind—. ¿Siete ancianos luchando contra todo este ejército?

—Da que pensar, ¿eh? El cabo Toshi dice que los ayuda el Gran Hechicero. Tiene lógica. Yo no lucharía contra un ejército entero si no tuviera un montón de magia de mi lado.

—Esto… ¿Alguien sabe qué aspecto tiene el Gran Hechicero? —preguntó Rincewind.

—Dicen que es más alto que una casa y que tiene tres cabezas.

Rincewind asintió con expresión alentadora.

—He oído —dijo un soldado— que el Ejército Rojo también va a luchar de su lado.

—¿Y qué? El cabo Toshi dice que son un hatajo de críos.

—No, lo que yo he oído… el Ejército Rojo de verdad… ya sabéis…

—¡El Ejército Rojo no se va a poner del lado de unos invasores bárbaros! Además, el Ejército Rojo no existe. No es más que un mito.

—Igual que los fantasmas vampiros invisibles —dijo Rincewind, dándole otra vueltecita al mecanismo de ansiedad.

—Esto… sí.

Los dejó discutiendo.

No había nadie que desertara. Adentrarse corriendo en una noche llena de terrores no específicos era peor que quedarse en el campamento. Pero aquello estaba bien, decidió. Quería decir que la gente verdaderamente asustada se estaba quedando en su sitio y buscando que sus compañeros los tranquilizaran. Y no había nada como alguien repitiendo «Estoy segurísimo de que no existen los hechiceros vampiros» y yendo a la letrina cuatro veces por hora para insuflarle agallas a un pelotón.

Rincewind se escabulló de vuelta a la ciudad, rodeó una tienda en las sombras y chocó con un caballo, que le dio un pisotón tremendo en el pie.

—¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!

LO SIENTO.

Rincewind se quedó paralizado, agarrándose el pie dolorido con las dos manos. Solamente conocía a una persona con una voz que parecía un cementerio en pleno invierno.

Intentó dar un saltito hacia atrás y chocó con otro caballo.

RINCEWIND, ¿VERDAD?, dijo la Muerte. SÍ. BUENAS TARDES. CREO QUE NO CONOCES A GUERRA. RINCEWIND, GUERRA. GUERRA, RINCEWIND.

Guerra se tocó el yelmo a modo de saludo.

—El placer es mío —dijo. Señaló a los otros tres jinetes—. Me gustaría presentarle a mis hijos, Terror y Pánico. Y a mi hija Clancy.

Los niños dijeron hola a coro. Clancy tenía el ceño fruncido, aparentaba unos siete años y llevaba un casco y una insignia del Pony Club.

NO ESPERABA VERTE AQUÍ, RINCEWIND.

—Ah, bien.

La Muerte se sacó un reloj de arena de la túnica, lo alzó a la luz de la luna y suspiró. Rincewind estiró el cuello para ver cuánta arena quedaba.

AUNQUE YA PUESTOS, PODRÍA…

—No hace falta que hagas ningún arreglo especial solamente por mí —se apresuró a decir Rincewind—. Yo, esto… supongo que estáis aquí todos por la batalla…

SÍ. PROMETE SER EXTREMADAMENTE… CORTA.

—¿Quién va a ganar?

VENGA, SABES QUE NO TE LO DIRÍA, NI AUNQUE LO SUPIERA.

—¿Aunque lo supieras? —dijo Rincewind—. ¡Yo creía que tú lo sabías todo!

La Muerte levantó un dedo. Algo bajó revoloteando del cielo nocturno. A Rincewind le pareció que era una polilla, aunque daba la impresión de ser menos suave y tenía un extraño dibujo moteado en las alas.

Se posó un momento en el dedo extendido y luego remontó el vuelo y se alejó de nuevo.

EN UNA NOCHE COMO ESTA, dijo la Muerte, LA ÚNICA COSA SEGURA ES LA INCERTIDUMBRE. TRILLADO, LO SÉ, PERO CIERTO.

En algún punto del horizonte sonó un trueno.

—Esto, bueno, yo me tendría que ir yendo —dijo Rincewind.

DÉJATE VER UN POCO MÁS, dijo la Muerte, mientras el mago se iba corriendo.

—Un tipo raro —dijo Guerra.

CON ÉL AQUÍ, HASTA LA INCERTIDUMBRE ES INCIERTA. Y NI SIQUIERA ESTOY SEGURO DE ESO.

Guerra sacó de sus alforjas un paquete grande envuelto en papel.

—Tenemos… déjame ver… huevo con berros, pollo al curry y queso curado con pepinillos crujientes, me parece.

HOY EN DÍA HACEN UNOS BOCADILLOS MARAVILLOSOS.

—Oh… y beicon sorpresa.

¿EN SERIO? ¿Y QUÉ TIENE DE SORPRENDENTE EL BACON?

—No sé. Supongo que para el cerdo debió ser una sorpresa.

Ridcully había estado librando una larga lucha consigo mismo y la había ganado.

—Vamos a traerlo de vuelta —dijo—. Ya lleva cuatro días. Y luego podemos mandarles de vuelta el tubo ese de los cojones. Me da repelús.

Los magos veteranos se miraron entre ellos. A nadie le hacía mucha gracia una universidad con Rincewind en sus filas, pero el perro de metal les daba bastante repelús. Nadie había querido acercarse a él. Habían amontonado unas cuantas mesas a su alrededor e intentaban fingir que no estaba allí.

—Muy bien —dijo el decano—. Pero Stibbons no paraba de hablar de cosas que pesan lo mismo, ¿no? Si mandamos eso de vuelta, ¿no quiere decir eso que Rincewind llegará aquí muy deprisa?

—El señor Stibbons dice que está trabajando en el conjuro —dijo Ridcully—. O también podríamos amontonar algunos colchones en un extremo del pasillo o algo así.

El tesorero levantó la mano.

—¿Sí, tesorero? —dijo Ridcully en tono alentador.

—¡Eh, patrón, una pinta de vuestra mejor cerveza! —dijo el tesorero.

—Bien —dijo Ridcully—. Decidido entonces. Ya le he dicho al señor Stibbons que empiece a buscar…

—¿Con ese artefacto demoníaco?

—Sí.

—Entonces nada puede salir mal, seguro —dijo el decano en tono amargo.

—Una trompeta de langostas, si es tan amable.

—Y el tesorero está de acuerdo.

Los señores de la guerra se habían reunido en los aposentos de lord Hong. Se mantenían cuidadosamente a distancia los unos de los otros, como correspondía a enemigos que estaban formando la más precaria de las alianzas. Una vez se hicieran cargo de los bárbaros, la batalla todavía podía continuar. Pero querían garantías acerca de una cuestión en particular.

—¡No! —dijo lord Hong—. ¡Que esto quede absolutamente claro! No existe ningún ejército invisible de fantasmas chupasangre, ¿lo entienden? La gente que vive al otro lado de la Muralla es como nosotros, aunque inmensamente inferior en todos los sentidos, por supuesto. Y totalmente visibles.

Uno o dos de los lores no parecían muy convencidos.

—¿Y todos esos rumores sobre el Ejército Rojo? —preguntó uno de ellos.

—¡El Ejército Rojo, lord Tang, es una chusma indisciplinada a la que se aplastará con fuerza ejemplar!

—Ya sabéis de qué Ejército Rojo hablan los campesinos —dijo lord Tang—. Dicen que hace miles de años…

—Dicen que hace miles de años un mago que no existió cogió barro y relámpagos y creó unos soldados que no podían morir —dijo lord Hong—. Sí. Es solo un cuento, lord Tang. Un cuento inventado por campesinos que no entendían lo que estaba pasando realmente. El ejército de Un Espejo de Sol simplemente tenía —hizo un gesto vago con la mano— mejores armaduras y más disciplina. No me dan miedo los fantasmas, y ciertamente no me da miedo una leyenda que probablemente no existió nunca.

—Sí, pero…

—¡Adivino! —saltó lord Hong. El adivino, que no se lo esperaba, dio un respingo.

—¿Sí, mi señor?

—¿Cómo van esas entrañas?

—Esto… Ya están casi listas, mi señor —dijo el adivino.

El adivino estaba más bien preocupado. Se dijo a sí mismo que tal vez se hubiera equivocado de ave. Lo único que le estaban diciendo las entrañas era que si conseguía salir vivo de aquello, él, el adivino, podía tener la fortuna de disfrutar de una cena a base de pollo. Pero lord Hong sonaba como un hombre con el tipo más peligroso de impaciencia.

—¿Y qué te dicen?

—Esto… el futuro es… el futuro es…

Las entrañas de pollo nunca habían tenido aquel aspecto. Durante un momento le pareció que se estaban moviendo.

—Esto… es incierto —aventuró.

—Pues cerciórate —dijo lord Hong—. ¿Quién vencerá por la mañana?

Unas sombras parpadearon sobre la mesa.

Había algo revoloteando por delante de la luz.

Parecía una polilla común y amarillenta, con dibujos negros en las alas.

Las capacidades precognitivas del adivino, que eran considerablemente más poderosas de lo que él creía, se lo dijeron: aquel no era un buen momento para ser clarividente.

Por otro lado, ningún momento era bueno para ser horriblemente ejecutado, así que…

—Sin ningún asomo de duda —dijo—, el enemigo será derrotado de la forma más rotunda.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dijo lord McSweeney.

El adivino puso cara de ofendido.

—¿Veis esta cosita que tiembla junto a los riñones? ¿Queréis discutir con esta cosita verde que chorrea? ¿De pronto lo sabéis todo sobre el hígado? ¿De acuerdo?

—Ahí lo tienen —dijo lord Hong—. El sino nos sonríe.

—Con todo… —empezó a decir lord Tang—. Los hombres están muy…

—Podéis decirle a los hombres… —empezó a decir lord Hong. Se detuvo. Sonrió—. Podéis decirle a los hombres que que hay un ejército enorme de fantasmas vampiros invisibles.

—¿Qué?

—¡Sí! —Lord Hong se puso a dar zancadas de un lado a otro y a chasquear los dedos—. Sí que hay un ejército terrible de fantasmas extranjeros. Y eso ha enfurecido tanto a nuestros propios fantasmas… ¡Sí, un millar de generaciones de nuestros antepasados están cabalgando a lomos del viento para repeler la invasión bárbara! ¡Los fantasmas del Imperio se levantan! ¡Millones y millones! ¡Incluso nuestros demonios están furiosos por esta intrusión! Van a descender como una niebla de garras y dientes sobre… ¿Sí, lord Sung?

Los señores de la guerra se estaban mirando nerviosos entre ellos.

—¿Estáis seguro de esto, lord Hong?

A lord Hong le resplandecieron los ojos detrás de sus gafitas diminutas.

—Hagan las proclamas necesarias —dijo.

—Pero hace solamente unas horas que les dijimos a los hombres que no había…

—¡Pues decidles lo contrario!

—Pero ellos creerán que…

—¡Creerán lo que se les diga! —gritó lord Hong—. Si el enemigo cree que su fuerza reside en el engaño, entonces usaremos remos su engaño contra ellos. ¡Decidle a los hombres que tendrán como apoyo a mil millones de fantasmas del Imperio!

Los demás señores de la guerra intentaron evitar su mirada. Nadie iba a atreverse a sugerir que al soldado medio no le haría mucha gracia tener fantasmas por delante y por detrás, sobre todo teniendo en cuenta lo caprichosos que eran los fantasmas.

—Bien —dijo lord Hong. Bajó la vista—. ¿Todavía estás aquí?

—¡Estoy limpiando mis menudillos, señor! —chilló el adivino.

Recogió los restos de su pollo desmenuzado y puso pies en polvorosa.

Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo mientras regresaba a toda prisa a su casa, tampoco he dicho el enemigo de quién.

Lord Hong se quedó solo.

Se dio cuenta de que estaba temblando. Probablemente fuera la furia. Pero quizá… Quizá podía darle la vuelta a la situación para su propio beneficio. Los bárbaros venían del exterior, y para la mayoría de la gente todo lo que había en el exterior era lo mismo. Sí. Los bárbaros eran un detalle insignificante, fácil de solucionar, pero tal vez, si se gestionaba de la forma adecuada, podían tener un lugar en el conjunto de su estrategia.

También estaba jadeando.

Fue a su estudio privado y cerró la puerta.

Sacó la llave.

Abrió la caja.

Hubo unos minutos de silencio, excepto por el susurro de la tela.

Luego lord Hong se miró al espejo.

Se había esforzado mucho para conseguir aquello. Había usado a diversos agentes, ninguno de los cuales conocía todo el plan. Pero el sastre de Ankh-Morpork había hecho bien su trabajo y había seguido las medidas con exactitud. Desde las botas en punta y las calzas hasta el jubón, la capa y el sombrero con una pluma, lord Hong supo que era un perfecto caballero de Ankh-Morpork. La capa estaba forrada de seda.

La ropa le caía incómoda y le rozaba de forma poco familiar, pero aquellos eran detalles menores. Aquel era el aspecto de un hombre en una sociedad que respiraba, que se movía y que podía ir a alguna parte…

Caminaría por la ciudad aquel gran primer día y la gente se quedaría muda cuando viera a su líder natural.

Nunca le pasó por la cabeza que alguien pudiera decir: «¡Mira, menudo capullo repeinado! ¡Tírale medio ladrillo!».

Las hormigas corretearon. La cosa que hacía «parp» hizo parp.

Los magos se apartaron. No había gran cosa que hacer cuando Hex trabajaba a todo gas, salvo mirar los peces y engrasar las ruedas de vez en cuando. Los tubos emitían destellos ocasionales de octarino.

Hex estaba elaborando varios centenares de conjuros por minuto. Así de simple. Un humano tardaría más de una hora en hacer un conjuro ordinario de búsqueda. Pero Hex podía hacerlo más deprisa. Una y otra vez. Estaba peinando todo el mar de lo oculto en busca de un pez escurridizo en concreto.

Al cabo de noventa y tres minutos terminó lo que de otra forma le habría tomado varios meses al profesorado.

—¿Lo ven? —dijo Ponder, con la voz un poco temblorosa mientras recogía la hilera de bloques de la ranura de salida—. Ya les dije que él lo podía hacer.

—¿Quién es él? —preguntó Ridcully.

—Hex.

—Ah, se refiere a esta cosa.

—A eso me refería, señor… esto… sí.

Otra cosa que tenía la Horda, se había fijado el señor Saveloy, era su capacidad para relajarse. Aquellos ancianos tenían la capacidad gatuna de no hacer nada cuando no había nada que hacer.

Habían afilado sus espadas. Habían comido —trozos grandes de carne para casi todos y una especie de gachas para Hamish el Loco, que se manchó casi toda la barba— y se habían asegurado de la salubridad de la comida trayendo al cocinero, clavándolo al suelo por el delantal y suspendiendo un hacha de una soga que pasaba por encima de una viga del techo y cuyo otro extremo sostenía Cohen, mientras comía.

Luego habían afilado sus espadas otra vez, por pura costumbre, y… se habían detenido.

De vez en cuando uno de ellos silbaba un fragmento de una melodía, a través de los dientes que le quedaban, o bien se inspeccionaba un resquicio corporal en busca de algún piojo particularmente recalcitrante. Principalmente, sin embargo, estaban sentados con la mirada perdida.

Al cabo de un rato largo, Caleb dijo:

—¿Sabéis? No he estado nunca en XXXX. He estado en todos los demás sitios. A veces me pregunto cómo debe de ser.

—Una vez naufragué allí —dijo Vincent—. Un sitio raro. Infestado de magia. Hay castores con pico y ratas gigantes con colas largas que van dando saltos por ahí y boxean entre ellas. Y tíos negros por todas partes. Dicen que están en un sueño. Pero son listos. Dales un trozo de desierto con un árbol muerto en medio y al cabo de un minuto han encontrado una comida de tres platos con frutas y frutos secos de postre. Y la cerveza es buena.

—Tiene buena pinta.

Hubo otra larga pausa.

Y luego:

—Supongo que por aquí deben de tener juglares, ¿no? Sería una jodida pérdida de tiempo si nos mataran y nadie escribiera ninguna canción, ¿verdad?

—Una ciudad como esta debe de tener montones de juglares.

—Ah, entonces no hay problema.

—No.

—No.

Hubo otra pausa larga.

—No es que nos vayan a matar.

—No, claro. No tengo intención de dejarme matar mientras viva, ja, ja.

Otra pausa.

—¿Cohen?

—¿Sí?

—¿Tú eres un hombre religioso?

—Bueno, en mi época asalté montones de templos y maté a unos cuantos sacerdotes locos. No sé si eso cuenta.

—¿Qué cree tu tribu que pasa cuando mueres en la batalla?

—Oh, que vienen unas mujeres gordas con cuernos en los cascos y te llevan a los salones de Ío donde hay peleas y juerga y papeo para toda la eternidad.

Otra pausa.

—O sea, ¿para toda la eternidad, en serio?

—Yo creo que sí.

—Porque por lo general uno se harta hasta de comer pavo alrededor del cuarto día.

—Muy bien, ¿pues en qué creen los tuyos?

—Yo pienso que vamos al infierno en una barca hecha de uñas cortadas de los pies. O algo parecido, vamos.

Otra pausa.

—Pero no vale la pena hablar de ello porque hoy no nos van a matar.

—Tú lo has dicho.

—Ja, no vale la pena morirse si lo único que te espera son sobras de carne y flotar por ahí en una barca que huele a tus calcetines, ¿no?

—Ja, ja.

Otra pausa.

—En Klatch creen que si eres bueno en vida te recompensan enviándote a un paraíso lleno de jovencitas.

—¿Y esa es tu recompensa?

—No sé. Tal vez sea el castigo de ellas. Pero me acuerdo de que te pasas el día bebiendo sorbete.

—Ja. Cuando yo era niño teníamos sorbete como es debido, en unos tubitos y con una pajita de regaliz para chupar. Hoy ya no se encuentran esas cosas. La gente lo hace todo con prisas.

—Aun así, tiene mejor pinta que zamparte las uñas de los pies.

Otra pausa.

—¿Alguna vez has creído en eso de que todos los enemigos que matas se convierten en tus sirvientes en el otro mundo?

—No sé.

—¿A cuántos has matado?

—¿Cómo? Ah. A unos dos o tres mil. Sin contar a los enanos y a los trolls, claro.

—Entonces está claro que no te va a faltar quien te cepille el pelo o te abra las puertas cuando estés muerto.

Pausa.

—Pero está claro que no vamos a morir, ¿verdad?

—Verdad.

—O sea, una proporción de cien mil a uno… ja. La diferencia no son más que un montón de ceros, ¿verdad?

—Verdad.

—O sea, con camaradas recios a nuestro lado, un brazo poderoso… ¿qué más podemos pedir?

Pausa.

—Un volcán nos iría de perlas.

Pausa.

—Vamos a morir, ¿verdad?

—Sí.

Los miembros de la Horda se miraron entre ellos.

—Con todo, mirando el lado bueno, me acuerdo de que todavía le debo a Fafa el Enano cincuenta dólares por esta espada —dijo Willie el Chaval—. Parece que voy a terminar ganándole esta mano.

El señor Saveloy se llevó las manos a la cabeza.

—Lo siento mucho —dijo.

—No te preocupes —dijo Cohen.

La luz gris del amanecer apenas era visible en las ventanas altas.

—Mirad —dijo el señor Saveloy—. No hace falta que muráis. Podemos… bueno. Podemos escabullirnos. Tal vez volver a salir por la tubería. Tal vez podamos llevar en brazos a Hamish. La gente entra y sale todo el tiempo. Estoy seguro de que podemos salir de… la ciudad… sin… ningún…

Su voz se fue apagando. Ninguna voz podía continuar bajo la presión de aquellas miradas. Incluso Hamish, cuya mirada por lo general se enfocaba en algún punto a ochenta años de distancia, lo miraba con furia.

—No pienso escaparme —dijo Hamish.

—No es escaparse —consiguió decir él—. Es una retirada sensata. Táctica. ¡Por todos los dioses, es sentido común!

—No pienso escaparme.

—¡Pero hasta los bárbaros saben contar! ¡Y ya habéis admitido que vais a morir!

—No pienso escaparme.

Cohen se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos al señor Saveloy en la mano.

—Es lo de ser un héroe, ¿sabes? —dijo—. ¿Quién ha oído hablar de un héroe que se escapa? Todos esos niños de los que hablabas… ya sabes, esos que creían que éramos relatos… ¿te parece que se iban a creer que nos escapamos? Pues entonces. No, escaparse no forma parte de esto. Que se escapen otros.

—Además —dijo Truckle—, ¿dónde íbamos a conseguir una oportunidad como esta? ¡Seis contra cinco ejércitos! ¡Es la hos… es fantástico! Ya no estamos hablando de leyendas, creo que tenemos un pie dentro de la mitología también.

—Pero… vais a… morir.

—Oh, eso es parte de ello, ya lo creo, es parte de ello, Pero qué forma de palmarla, ¿eh?

El señor Saveloy los miró y se dio cuenta de que hablaban en un idioma distinto de un mundo distinto. Un idioma para el que él no tenía clave, un mundo para el que no tenía mapa. Se les podía enseñar a llevar pantalones interesantes y a manejar dinero, pero había algo en sus almas que se quedaba exactamente igual.

—¿Van los maestros a algún sitio especial cuando mueren? —preguntó Cohen.

—Creo que no —dijo el señor Saveloy en tono lúgubre. Durante un momento se preguntó si realmente existía una gran Hora Libre en el cielo. No parecía muy probable. Lo más seguro era que hubiera que corregir exámenes.

—Bueno, pase lo que pase, cuando estés muerto, si te apetece una buena borrachera estás invitado a pasarte cuando quieras —dijo Cohen—. Nos hemos divertido. Eso es lo importante. Y hemos aprendido cosas, ¿verdad, chicos?

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—Asombroso, todas esas palabras tan complicadas.

—Y aprender a comprar cosas.

—Y la interacción social, jo, jo… lo siento.

—¿Mande?

—Es una pena que no funcionara, pero nunca se me ha dado bien hacer planes —dijo Cohen.

El señor Saveloy se puso de pie.

—Pues voy a ir con vosotros —dijo ceñudo.

—¿Cómo, a pelear?

—Sí.

—¿Sabes manejar una espada? —dijo Truckle.

—Esto… no.

—Entonces has desperdiciado toda la vida.

El señor Saveloy puso cara de ofendido.

—Espero cogerle el tranquillo sobre la marcha —dijo.

—¿El tranquillo? ¡Pero si es una espada!

—Sí, pero… cuando uno es maestro tiene que aprender las cosas deprisa. —El señor Saveloy sonrió nervioso—. Una vez di clases de alquimia práctica durante un trimestre entero mientras el señor Cisma estaba de baja por hacerse explotar, y hasta aquel momento no había visto nunca un crisol.

—Ten —Willie el Chaval le dio al maestro una espada que sobraba. Saveloy la sopesó.

—Esto… supongo que debe de haber un manual o algo parecido, ¿no?

—¿Manual? No. La coges del lado que no está afilado y con el otro pinchas a la gente.

—Ah, ¿en serio? Bueno, parece bastante sencillo. Yo creía que era más complicado.

—¿Seguro que quieres venir con nosotros?

El señor Saveloy adoptó una expresión firme.

—Por supuesto. Dudo mucho que yo sobreviva si vosotros perdéis y… bueno, parece que vosotros los héroes tenéis un paraíso mejor. Tengo que decir que sospecho bastante que también tenéis una vida mejor. Y la verdad es que no sé adónde van los maestros cuando mueren, pero tengo la horrible sospecha de que estará lleno de profesores de gimnasia.

—Es solamente que no sé si vas a ser capaz de enloquecer de furia como es debido —dijo Cohen—. ¿Alguna vez has sentido que caía sobre tus ojos una niebla rojiza y al despertar te encuentras con que has matado a veinte personas a mordiscos?

—Antes me consideraban bastante cascarrabias cuando la gente hacía mucho ruido en clase —dijo el señor Saveloy—. Y un buen tirador con un trozo de tiza.

—¿Y qué hay de ti, recaudador?

Seis Vientos Benéficos se apartó bruscamente.

—Creo… creo que probablemente yo estoy más hecho para resquebrajar el sistema desde dentro —dijo.

—Muy bien. —Cohen miró a los demás—. Nunca he librado esta clase de guerras oficiales —dijo—. ¿Cómo se supone que funcionan?

—Creo que simplemente hay que alinearse unos enfrente de otros y después cargar —dijo el señor Saveloy.

—Parece bastante sencillo. Muy bien, vamos allá.

Se fueron dando zancadas resueltas, salvo en un caso que se fue rodando y en otro que se movió con el trote plácido del señor Saveloy, por el pasillo. El recaudador los siguió.

—¡Señor Saveloy! —gritó—. ¡Sabe usted lo que va a pasar! ¿Es que ha perdido la razón?

—Sí —dijo el maestro—. Pero puede que haya encontrado otra mejor.

Sonrió para sus adentros. Hasta el momento toda su vida había sido complicada. Había habido horarios y listas y una cesta entera de cosas que tenía que hacer y otras que no podía hacer, y en medio de todo aquello la vida del señor Saveloy había sido una cosita escurridiza que intentaba sobrevivir. Pero ahora todo se había vuelto muy simple de repente. Agarrabas un lado y pinchabas a la gente con el otro. Se podía vivir toda una vida siguiendo una máxima como aquella. Y después tener una vida de ultratumba muy interesante…

—Ten, te hará falta también esto —dijo Caleb, clavándole algo redondo en las costillas mientras salían a la luz gris—. Es un escudo.

—Ah. Es para protegerme, ¿verdad?

—Si te hace falta de verdad, muerde el borde.

—Ah, ya sé —dijo el señor Saveloy—. Eso es cuando uno enloquece de furia, ¿no?

—Puede ser, puede ser —dijo Caleb—. Es por eso que lo hacen muchos guerreros. Pero yo personalmente lo hago porque está hecho de chocolate.

—¿De chocolate?

—Nunca se encuentra comida decente en estas batallas.

Y aquí estoy yo, pensó el señor Saveloy, desfilando por la calle en compañía de héroes. Son los grandes luch…

—Y en caso de duda, quítate toda la ropa —dijo Caleb.

—¿Para qué?

—Quitarse toda la ropa es señal de que uno enloquece bien de furia. Hace que el enemigo se cague de miedo. Y si alguien se echa a reír, dales con la espada.

Hubo un movimiento bajo las mantas de la silla de ruedas.

—¿Mande?

—Digo que DALES CON LA ESPADA, Hamish.

Hamish levantó un brazo que parecía un hueso recubierto de piel y daba la impresión de ser demasiado flaco para cargar con el hacha con que, de hecho, estaba cargado.

—¡Eso es! ¡En todos los cataplines!

El señor Saveloy le dio un codazo a Caleb.

—Debería apuntarme todo esto —dijo—. ¿Dónde están exactamente los cataplines?

—Es una pequeña cordillera cerca del Eje.

—Fascinante.

Los ciudadanos de Hunghung estaban desplegados a lo largo de las murallas de la ciudad. Una pelea como aquella no se veía todos los días.

Rincewind se abrió paso entre el gentío dando codazos y patadas hasta que llegó con los miembros de la unidad, que se las habían apañado para ocupar una posición privilegiada sobre la puerta principal.

—¿Pero por qué os quedáis aquí? —preguntó—. ¡Podríais estar a kilómetros de distancia!

—Queremos ver qué pasa, por supuesto —dijo Dosflores con un resplandor en las gafas.

—¡Yo sé lo que va a pasar! ¡Que la Horda va a ser aniquilada al instante! —dijo Rincewind—. ¿O qué esperáis que pase?

—Ah, pero te estás olvidando de los fantasmas vampiros invisibles —dijo Dosflores.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Qué?

—Su ejército secreto. Y he oído decir que nosotros también tenemos uno. Seguro que es un espectáculo interesante.

—Dosflores, no hay ningún fantasma vampiro invisible.

—Ah, sí, todo el mundo va por ahí negándolo —dijo Flor de Loto—. Así que algo de verdad debe de haber.

—¡Pero si me lo inventé yo!

—Ah, tú puedes creer que te lo inventaste —dijo Dosflores—. Pero tal vez seas un peón del Sino.

—Escucha, no exist…

—El mismo Rincewind de siempre —dijo Dosflores en tono jovial—. Siempre has sido tan pesimista en todo, pero al final las cosas siempre han salido bien.

—No existen los fantasmas y no existen los ejércitos mágicos —dijo Rincewind—. Solamente…

—Cuando siete hombres salen a luchar contra un ejército cien mil veces más grande el combate solo puede terminar de una manera —dijo Dosflores.

—Eso mismo. Me alegra que le eches un poco de sentido común.

—Ganarán —dijo Dosflores—. Tienen que ganar. Si no, es que el mundo no funciona como es debido.

—Tú pareces una mujer culta —le dijo Rincewind a Mariposa—. Explícale por qué se equivoca. Es por culpa de una cosita que tenemos en nuestro país. No sé si aquí habéis oído hablar de ella. Se llama matemática.

La chica le sonrió.

—No me crees, ¿verdad? —dijo Rincewind en tono fatigado—. Eres igual que él. ¿Qué creéis que es esto, guerra homeopática? ¿Cuanto más pequeño sea tu bando, más probable es que ganes? Pues bueno, no es así. Me gustaría que fuera así, pero no lo es. Nada lo es. ¡No existen los golpes increíbles de suerte, ni las soluciones mágicas, y la buena gente no gana porque sean pequeños y valerosos! —Hizo un gesto irritado con la mano en dirección a algo.

—Pues tú siempre sobreviviste —dijo Dosflores—. Tuvimos aventuras increíbles y siempre sobreviviste.

—No fue más que una coincidencia.

—Pero seguiste sobreviviendo.

—Y conseguiste sacarnos de la cárcel —dijo Flor de Loto.

—No ha sido más que un montón de coinci… ¿Quieres largarte de una vez?

Una mariposa se apartó juguetona de su manotazo.

—Malditos bichos —murmuró. Y añadió—: Bueno, se acabó. Me largo. No puedo verlo. Tengo cosas que hacer. Además, después me temo que una gente muy desagradable se va a poner a buscarme.

Entonces se dio cuenta de que Flor de Loto tenía lágrimas en los ojos.

—Pen… pensábamos que ibas a hacer algo —dijo.

—¿Yo? ¡Yo no puedo hacer nada! ¡Sobre todo magia! ¡Soy famoso por eso! ¡No vayas por ahí creyendo que los grandes hechiceros te solucionan todos los problemas, porque no existen y no solucionan nada, y yo lo sé muy bien porque no soy uno!

Se apartó.

—¡Esto me pasa siempre! Yo estoy ocupándome de mis asuntos y entonces se ponen mal las cosas y de pronto todo el mundo confía en mí y dice: «Oh, Rincewind, ¿qué vas a hacer para ayudarnos?». Bueno, pues lo que va a hacer el hijo de la señora Rincewind, suponiendo, claro está, que existiera una señora Rincewind, es nada, ¿entendido? ¡Tenéis que arreglarlo todo vosotros! Ningún ejército mágico misterioso va a… ¿Queréis dejar de mirarme así? ¡No veo por qué es culpa mía! ¡Yo tengo otras cosas que hacer! ¡No es culpa mía!

Se dio media vuelta y echó a correr.

La multitud no le prestó mucha atención.

Las calles estaban desiertas para tratarse de Hunghung, lo cual quería decir que se podían ver a menudo los adoquines. Rincewind avanzó a empujones por los callejones cercanos a la Muralla, en busca de otras puertas donde los guardias estuvieran demasiado ocupados para hacer preguntas.

Oyó unos pasos tras su espalda.

—Mirad —dijo, dándose la vuelta—. Ya os lo he dicho, podéis todos…

Era el Equipaje. Se las apañó para parecer un poco avergonzado.

—Ah, por fin hemos aparecido, ¿eh? —dijo Rincewind en tono feroz—. ¿Qué pasó con aquello de seguir al amo a todas partes?

El Equipaje arrastró los pies. De un callejón cercano salió una versión de sí mismo un poco más grande y adornada. En la tapa tenía encajes de madera decorativa y a Rincewind le pareció que sus pies eran bastante más delicados que los pies callosos y con las uñas descuidadas del Equipaje. Además, llevaba las uñas pintadas.

—Oh —dijo—. Vaya. Por todos los dioses. Está bien, supongo. ¿En serio? O sea… sí. Bueno. Vamos, pues.

Llegó al final del callejón y se giró. El Equipaje estaba dando empujoncitos suaves al baúl más grande, apremiándolo para que lo siguiera.

Las experiencias sexuales de Rincewind no eran demasiadas, aunque había visto diagramas. No tenía ni la menor idea de cómo se aplicaban a los accesorios de viaje. ¿Dirían cosas como «¡Vaya curvas!» o «No te pierdas esas bisagras»?

En última instancia, no tenía ninguna razón para pensar que el Equipaje fuera macho. Era cierto que tenía una naturaleza homicida, pero también la tenían muchas de las mujeres que Rincewind había conocido, y a menudo se habían vuelto todavía más homicidas como resultado de conocerlo a él. La capacidad para la violencia, según había oído Rincewind, era unisex. No estaba seguro de qué quería decir unisex, pero sospechaba que era lo que él experimentaba normalmente.

Había una puertecita delante de él. Parecía no tener guardia.

A pesar de su miedo la atravesó caminando y se abstuvo de correr. La autoridad siempre se fijaba en un hombre que corría. El momento preciso para echar a correr era cuando se oía la «e» de «¡Eh, tú!».

Nadie le prestó ninguna atención. La atención de la gente desplegada en la muralla se centraba en los ejércitos.

—Míralos —dijo en tono amargo en dirección al universo en general—. Estúpidos. Si fueran siete contra setenta, todo el mundo sabría a ciencia cierta quién iba a perder. Solamente porque son siete contra setecientos mil ya no están seguros. ¡Ja! ¿Por qué iba yo a hacer algo al respecto? Si ni siquiera conozco tan bien a ese tío. Es verdad que me ha salvado la vida un par de veces, pero esa no es razón para morir horriblemente solo porque no sabe contar. ¡Así que ya puedes dejar de mirarme así! El Equipaje retrocedió un poco. El otro Equipaje…

… a Rincewind le pareció que simplemente parecía hembra. Las mujeres siempre tenían más equipaje que los hombres, ¿no? Debido a todos los —y ahora entró en territorio desconocido— detallitos extra y tal. Era una de esas cosas raras, como el hecho de que tenían pañuelos más pequeños que los hombres a pesar de que sus narices venían a ser del mismo tamaño. El Equipaje siempre había sido el Equipaje. Rincewind no estaba preparado mentalmente para que hubiera más de uno. Estaban el Equipaje y… el otro Equipaje.

—Vamos, los dos —dijo—. Nos vamos de aquí. Ya he hecho lo que podía. Ya no me importa un pimiento. No tiene nada que ver conmigo. No entiendo por qué todo el mundo confía en mí. No soy una persona fiable. Ni siquiera yo mismo me fío de mí, y soy yo.

Cohen miró el horizonte. El cielo se estaba llenando de nubes de color gris azulado.

—Se acerca una tormenta —dijo.

—Es una suerte que no vayamos a estar vivos para mojarnos —dijo Willie el Chaval en tono jovial.

—Tiene gracia. Parece que viene de todas partes al mismo tiempo.

—Asqueroso clima extranjero. No se puede confiar en él.

Cohen desvió su atención hacia los ejércitos de los cinco señores de la guerra.

Parecía que había algún acuerdo entre ellos.

Se habían desplegado en torno a la posición ocupada por Cohen. La táctica parecía bastante clara. Consistía simplemente en avanzar. La Horda podía ver a los comandantes cabalgando de un lado para otro delante de sus legiones.

—¿Cómo se supone que empieza? —dijo Cohen, con el viento creciente agitándole lo que le quedaba de pelo—. ¿Alguien hace sonar un silbato o algo? ¿O simplemente soltamos un grito y cargamos?

—Se suele comenzar por acuerdo mutuo —dijo el señor Saveloy.

—Ah.

Cohen miró el bosque de lanzas y estandartes. Cientos de miles de hombres parecían un buen montón de hombres, vistos de cerca.

—Supongo —dijo lentamente— que ninguno de vosotros tiene ningún plan asombroso que se ha estado callando, ¿no?

—Pensábamos que eras tú quien tenía uno —dijo Truckle.

Ahora varios jinetes se separaron de sus ejércitos respectivos y se acercaron juntos a la Horda. Se detuvieron a poco más de un tiro de lanza y se quedaron quietos mirando.

—Muy bien —dijo Cohen—. Odio decir esto, pero tal vez deberíamos hablar de rendición.

—¡No! —dijo el señor Saveloy, y luego se detuvo, avergonzado por lo fuerte que lo había dicho—. No —repitió en voz más baja—. Si os rendís no viviréis. Simplemente no moriréis en el acto.

Cohen se rascó la nariz.

—¿Cuál es esa bandera… ya sabéis… cuando quieres hablar con ellos sin que te maten?

—Tiene que ser roja —dijo el señor Saveloy—. Pero mira, no sirve de nada que…

—No sé, el color rojo para rendirse, el blanco para los funerales… —murmuró Cohen—. Muy bien. ¿Alguien tiene algo rojo?

—Yo tengo un pañuelo —dijo el señor Saveloy—, pero es blanco y de todos modos…

—Trae aquí.

El maestro bárbaro se lo dio de mala gana.

Cohen se sacó un cuchillo pequeño y gastado del cinturón.

—¡No me puedo creer esto! —dijo el señor Saveloy. Estaba casi llorando—. ¡Cohen el Bárbaro hablando de rendición con una gente así!

—Influencia de la civilización —dijo Cohen—. Debe de haberme reblandecido el cerebro.

Se pasó el cuchillo por el brazo y luego se apretó el pañuelo encima del corte.

—Ahí estamos —dijo—. Pronto tendremos una bonita bandera roja.

La Horda asintió con expresión aprobadora. Era un gesto asombrosamente simbólico, dramático y por encima de todo estúpido, en la mejor tradición del heroísmo bárbaro. Y pareció que tampoco les pasaba por alto a los soldados más cercanos.

—Ahora —continuó Cohen—, me parece que tú, Profe, y tú, Truckle… vais a venir los dos conmigo y hablaremos con esa gente.

—¡Os arrastrarán a sus mazmorras! —dijo el señor Saveloy—. ¡Tienen torturadores que te pueden mantener vivos durante años!

—¿Mande? ¿Qué dice?

—Dice que TE PUEDEN MANTENER VIVO DURANTE AÑOS EN SUS MAZMORRAS, Hamish.

—¡Bien! ¡Por mí bien!

—Oh, cielos —dijo el señor Saveloy.

Echó a andar detrás de los otros dos hacia los señores de la guerra.

Lord Hong se levantó la visera y los observó altivamente mientras se acercaban.

—Bandera roja, mirad —dijo Cohen, agitando el trapo mojado que llevaba en la punta de la espada.

—Sí —dijo lord Hong—. Hemos visto ese pequeño espectáculo. Puede que impresione a los soldados de a pie pero a mí no me impresiona, bárbaro.

—Como quieras —dijo Cohen—. Hemos venido a hablar de rendición.

El señor Saveloy vio que algunos de los lores menos importantes se relajaban un poco. Luego pensó: a un soldado de verdad probablemente no le gusten estas cosas. Uno no quiere acabar en el cielo de los soldados o donde sea que uno vaya y decir: una vez encabecé un ejército contra siete ancianos. No era precisamente para que le dieran a uno una medalla.

—Ah, claro. Y para esto, tanta bravuconada —dijo lord Hong—. Pues deponed vuestra actitud y seréis escoltados de vuelta al palacio.

—¿Perdón? —dijo Cohen.

—Que depongáis vuestra actitud. —Lord Hong soltó un soplido de burla—. Significa que soltéis las armas.

Cohen lo miró con cara perpleja.

—¿Y por qué íbamos a soltar las armas?

—¿No estamos hablando de vuestra rendición?

¿Nuestra rendición?

El señor Saveloy abrió la boca en una sonrisa lenta y descabellada.

—¡Ja! No esperaréis que me crea que habéis venido a pedirnos a nosotros que…

Se inclinó hacia delante desde su silla de montar y los miró con intensidad.

—Sí que habéis venido a eso, ¿verdad? —dijo—. Pequeños bárbaros descerebrados. ¿Es verdad que solamente sabéis contar hasta cinco?

—Simplemente pensamos que evitaría que la gente saliera herida —dijo Cohen.

—Creíais que evitaría que vosotros salierais heridos —dijo el señor de la guerra.

—Yo diría que también podrían salir heridos algunos de los vuestros.

—Son campesinos —dijo el señor de la guerra.

—Ah, sí. Me olvidaba —dijo Cohen—. Y tú eres su jefe, ¿no? Es como ese juego del ajedrez, ¿verdad?

—Yo soy su señor —dijo lord Hong—. Si hace falta morirán a mi antojo.

Cohen le dedicó una sonrisa amplia y amenazadora.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó.

—Regresad con vuestro… con vuestra pandilla —dijo lord Hong—. Y entonces creo que empezaremos… pronto.

Miró con odio a Truckle, que estaba desplegando su hoja de papel. El bárbaro movió los labios con expresión incómoda mientras pasaba un dedo calloso por la página.

—Infeliz… ilegítimo, eso es lo que eres —dijo.

—Madre mía —dijo el señor Saveloy, que era el autor de la tabla de consulta.

Mientras los tres regresaban con la Horda el señor Saveloy oyó un sonido rechinante. Cohen estaba desgastando varios quilates de sus dientes.

—«Morirán a mi antojo» —repitió—. ¡El cabrón ni siquiera sabe cómo tiene que ser un jefe, el muy bastardo! ¡Él y su caballo!

El señor Saveloy miró a su alrededor. Parecía haber alguna discusión entre los señores de la guerra.

—Sabéis —dijo—, lo más probable es que intenten capturarnos con vida. Yo tenía un director así. Le gustaba hacer que las vidas de la gente fueran un tormento.

—¿Quieres decir que intentarán no matarnos? —preguntó Truckle.

—Sí.

—¿Quiere eso decir que tenemos que intentar no matarlos a ellos?

—No, no lo creo.

—A mí me parece bien.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el señor Saveloy—. ¿Entonamos un cántico de batalla o algo así?

—Esperamos —dijo Cohen.

—En la guerra hay muchas esperas —dijo Willie el Chaval.

—Ah, sí —dijo el señor Saveloy—. He oído decir eso. Dicen que hay largos periodos de aburrimiento seguidos de cortos periodos de emoción.

—No exactamente —dijo Cohen—. Más bien hay cortos periodos de espera seguidos de largos periodos de estar muerto.

—Mierda.

Los campos estaban entrecruzados por zanjas de drenaje. No parecía haber ni un solo camino recto. Y las zanjas eran demasiado anchas para saltar por encima. Parecían lo bastante poco profundas como para vadearlas, pero solamente porque medio metro de agua recubría una profundidad sofocante de barro espeso y rico. El señor Saveloy dijo que el Imperio debía su prosperidad al barro de las llanuras, y ahora mismo Rincewind se sentía extremadamente rico.

También estaba bastante cerca de la colina enorme que dominaba la ciudad. Realmente era redonda, con una precisión que parecía demasiado exacta para deberse a causas naturales. Saveloy había dicho que las colinas de aquella clase eran drumlins, grandes montones de tierra superficial dejadas atrás por los glaciares. Las laderas inferiores de aquella estaban cubiertas de árboles, y en lo alto había un pequeño edificio.

Cubierto. Aquella sí que era una buena palabra. Se trataba de una gran llanura y los ejércitos no estaban muy lejos. La colina tenía un aspecto curiosamente pacífico, como si perteneciera a un mundo distinto. Resultaba extraño que los agateos, que por lo demás parecían pastorear absolutamente en cualquier parte donde un búfalo de agua pudiera estar de pie, la hubieran dejado en paz.

Alguien lo estaba mirando.

Y era un búfalo de agua.

Sería incorrecto decir que lo miraba con interés. Simplemente lo miraba, porque tenía los ojos abiertos y tenía que estar encarado hacia alguna dirección, y había elegido al azar una que incluía a Rincewind.

Su cara albergaba la expresión completamente serena de una criatura que se había dado cuenta hacía mucho tiempo de que era fundamentalmente un tubo con patas y de que había sido instalada en el universo para, en líneas generales, transformar materia prima.

Al otro extremo de la cuerda había un hombre hundido hasta los tobillos en el barro del prado. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha, como todos los demás sujetadores de búfalos. Iba vestido con el traje básico estilo pijama del hombre de campo agateo. Y tenía una expresión que no era de idiotez sino de preocupación. Estaba mirando a Rincewind. E igual que en el caso del búfalo, era solamente porque tenía que hacer algo con la mirada.

A pesar de los peligros acuciantes, Rincewind se encontró con que le vencía una curiosidad repentina.

—Esto… Buenos días —dijo.

El hombre lo saludó con la cabeza. El búfalo de agua hizo el ruido de regurgitar lo que estaba rumiando.

—Esto… Perdone si es una pregunta personal —dijo Rincewind—. Pero no puedo evitar preguntarme… ¿por qué se pasa usted el día entero de pie en el campo con el búfalo de agua?

El hombre se lo pensó.

—Es bueno para la tierra —dijo al final.

—¿Pero no se pierde un montón de tiempo? —dijo Rincewind.

El hombre también reflexionó debidamente sobre aquello.

—¿Qué es el tiempo para una vaca? —preguntó.

Rincewind dio marcha atrás para tomar la autopista de la realidad.

—¿Ve a esos ejércitos de ahí? —dijo.

El sujetador de búfalo concentró la mirada.

—Sí —decidió.

—Están luchando por usted.

Al hombre aquello no pareció conmoverlo. El búfalo de agua eructó suavemente.

—Unos quieren verlo a usted esclavizado y otros quieren que gobierne usted el país, o por lo menos que les deje gobernarlo mientras le dicen que en realidad es usted quien lo hace —dijo Rincewind—. Va a haber una batalla terrible. No puedo evitar preguntarme… ¿qué es lo que quiere usted?

El sujetador de búfalo absorbió aquello también para su consideración. Y a Rincewind le pareció que la lentitud del proceso reflexivo no se debía a la estupidez natural sino que tenía más que ver con la magnitud tremenda de la pregunta. Notó que la cuestión se extendía hasta incorporar la tierra y la hierba y el sol y acababa por salir hacia el universo.

Por fin el hombre dijo:

—Una cuerda más larga estaría bien.

—¿Ah, sí? Vaya, vaya. Es interesante —dijo Rincewind—. Hablar con usted ha sido una experiencia educativa. Adiós.

El hombre lo vio marcharse. A su lado, el búfalo relajó unos cuantos músculos, contrajo otros, levantó la cola e hizo su pequeñita contribución a que el mundo fuera un sitio mejor.

Rincewind puso rumbo a la colina. Por arbitrarios que fueran los rastros de animales y los puentes de tablones esporádicos, parecían ir todos directos en aquella dirección. Si Rincewind hubiera estado pensando con claridad, una actividad que recordaba haber llevado a cabo por última vez a los doce años, se habría extrañado de aquello.

Los árboles de las laderas más bajas eran perales sabios, y él ni siquiera se detuvo a pensar en aquello. Sus hojas se giraron para mirarlo mientras pasaba a toda prisa. Lo que necesitaba ahora era una cueva que estuviera a mano o tal vez…

Hizo una pausa.

—Ah, no —dijo—. No, no, no. A mí no me van a pillar así. Me meteré en una cueva que esté a mano y habrá una puertecita o un anciano sabio o algo así y me arrastrarán de vuelta a la acción. Bien. Permanecer en espacios abiertos, ese es el estilo.

Medio trepó y medio caminó hasta la cima redonda de la colina, que se elevaba sobre los árboles como una cúpula. Ahora que estaba más cerca vio que no era tan lisa como parecía desde abajo. El clima había cavado barrancos y canales en el suelo, y todas las laderas resguardadas estaban colonizadas por arbustos.

Para sorpresa de Rincewind, el edificio de la cima estaba oxidado. Era de hierro: tejado de hierro en punta, paredes de hierro y entrada de hierro. En el suelo había unos cuantos nidos y algunos detritos, pero por lo demás estaba vacío. Sería el primer lugar donde mirarían.

Ahora el mundo estaba rodeado por una muralla de nubes. En su corazón estallaban los relámpagos y se oían los truenos, no el retumbar suave de los truenos de verano sino el crackackack del cielo al partirse.

Y sin embargo el calor envolvía la llanura como una manta. El aire estaba cargado. Dentro de un momento se iba a poner a llover a jarrones de porcelana.

—Encontrar un sitio donde no me encuentren —murmuró—. La cabeza gacha. La única manera. ¿Qué más me da? Es problema de los demás.

Jadeando en medio de aquel calor opresivo, siguió deambulando.

Lord Hong estaba furioso. Quienes lo conocían se daban cuenta por la forma en que hablaba más despacio y sonreía continuamente.

—¿Y cómo saben los hombres que los dragones de los relámpagos están furiosos? —preguntó—. Puede ser que estén contentos.

—No si el cielo es de ese color —dijo lord Tang—. No es un color propicio para un cielo. Parece un moretón. Un ciclo así es profético.

—¿Y qué profetiza, si se puede saber?

—Es profético en general.

—Sé lo que hay detrás de esto —gruñó lord Hong—. Estáis demasiado asustados para luchar contra siete ancianos, ¿verdad?

—Los hombres dicen que son los legendarios Siete Sabios Indestructibles —dijo lord Fang. Intentó sonreír—. Ya sabéis lo supersticiosos que son…

—¿Qué Siete Sabios? —dijo lord Hong—. Estoy extremadamente al corriente de la historia del mundo y no existen ningunos Siete Sabios Indestructibles legendarios.

—Esto… todavía no —dijo lord Fang—. Eh, pero en un día como hoy… Tal vez las leyendas tienen que empezar en algún momento…

—¡Son bárbaros! ¡Oh, dioses! ¡Siete hombres! No me puedo creer que tengamos miedo a siete hombres.

—Da mala espina —dijo lord McSweeney. Y añadió a toda prisa—: Eso es lo que dicen los hombres.

—¿Habéis hecho la proclama sobre nuestro ejército celestial de fantasmas? ¿Todos?

Los señores de la guerra intentaron evitar su mirada.

—Esto… sí —dijo lord Fang.

—Eso debe de haber subido la moral.

—Ejem. No del todo…

—¿Qué queréis decir, hombre?

—Ejem. Muchos hombres han desertado. Ejem. Han estado diciendo que los fantasmas extranjeros ya eran lo bastante malos, pero…

—¿Pero qué?

—Son soldados, lord Hong —dijo lord Tang en tono cortante—. Todos tienen gente a la que no se quieren encontrar. ¿O no os pasa a vos?

Durante un segundo hubo el asomo de un temblor en la mejilla de lord Hong. Solamente fue un segundo, pero quienes lo vieron tomaron buena nota. La célebre flema de lord Hong se había resquebrajado.

—¿Qué haríais vos, lord Tang? ¿Dejar escapar a esos bárbaros insolentes?

—Claro que no. Pero… no hace falta un ejército contra siete hombres. Siete ancianos vetustos. Los campesinos dicen… dicen…

La voz de lord Hong se había vuelto un poco más aguda.

—Vamos, hombre que habláis a los campesinos. Estoy seguro de que vais a decirnos qué cuentan sobre esos viejos estúpidos e insensatos.

—Bueno, pues de eso se trata. Dicen que si tan estúpidos e insensatos son… ¿cómo han conseguido llegar a tan viejos?

—¡Han tenido suerte!

Era la palabra equivocada. Hasta lord Hong se dio cuenta. Él nunca había creído en la suerte. Siempre había hecho sacrificios, normalmente los de otra gente, para llenar la vida de certezas. Pero sabía que otra gente creía en la suerte. Era una flaqueza de la que siempre se había alegrado de aprovecharse. Y ahora se estaba volviendo contra él y picándole en la mano.

—En el Arte de la Guerra no hay nada que nos cuente cómo cinco ejércitos atacan a siete ancianos —dijo lord Tang—. Sean o no fantasmas. Y eso, lord Hong, es porque nadie pensó nunca que semejante cosa fuera a llevarse a cabo.

—Si tanto miedo tenéis cabalgaré contra ellos solamente con mis doscientos cincuenta mil hombres —dijo.

—No estoy asustado —dijo lord Tang—. Estoy avergonzado.

—Que cada hombre vaya armado con dos espadas —continuó lord Hong, ignorándolo—. Y ya veré la suerte que tienen esos… sabios. Porque, mis lores, yo solamente voy a necesitar suerte una vez. Ellos necesitarán suerte un cuarto de millón de veces.

Se bajó la visera.

—¿Cómo andan de suerte, mis lores?

Los otros cuatro señores de la guerra evitaron mirarse entre ellos.

Lord Hong percibió su silencio resignado.

—Pues muy bien —dijo—. Que suenen los gongs y se enciendan los petardos… para propiciarnos buena suerte, claro.

Había un gran número de rangos en los ejércitos del Imperio y muchos de ellos eran intraducibles. Tres Cerdo Rosa y Cinco Colmillo Blanco eran, más o menos, soldados de reserva, y no solamente porque fueran tímidos y vulnerables y tuvieran tendencia a aislarse del mundo cuando había amenaza de peligro.

De hecho eran tan reservados que casi eran inescrutables. Hasta las mulas del ejército tenían un rango superior al de ellos, porque las buenas mulas eran difíciles de conseguir mientras que los hombres como Cerdo Rosa y Colmillo Blanco se encuentran en todos los ejércitos, allí donde hace falta limpiar una letrina.

Eran tan insignificantes que, reservadamente, habían decidido que un fantasma invisible extranjero chupasangre estaría malgastando su valioso tiempo si los atacara a ellos. Les parecía justo, ya que había venido de tan lejos, darle la oportunidad de matar diabólicamente a alguien superior a ellos.

Por esto habían levantado el campamento con hospitalidad justo antes del alba y ahora estaban escondidos. Por supuesto, si la victoria amenazaba siempre podían volver a plantar el campamento. Era poco probable que se los echara de menos en medio de tanta emoción, y ambos hombres eran bastante expertos en aparecer en los campos de batalla justo a tiempo de unirse a las celebraciones de la victoria. Se tumbaron entre la hierba alta y contemplaron las maniobras de los ejércitos.

Desde aquella altura parecía una guerra impresionante. El ejército de un bando era tan pequeño que resultaba invisible. Por supuesto, si uno aceptaba los rotundos desmentidos de la noche anterior, en realidad era tan invisible que resultaba invisible.

También fue el sitio elevado donde estaban lo que les permitió ser los primeros en ver el anillo que rodeaba el cielo.

Estaba justo encima de la muralla atronadora del horizonte. Allí donde lo alcanzaban los rayos erráticos del sol brillaba en tono dorado. En otras partes era simplemente amarillo. Pero era continuo y tan fino como un hilo.

—Qué nube más rara —dijo Colmillo Blanco.

—Sí —dijo Cerdo Rosa—. ¿Y qué?

Fue mientras estaban enfrascados en aquella conversación, y compartiendo un botellín de vino de arroz que Cerdo Rosa había liberado la noche anterior de las garras de un camarada confiado, cuando oyeron un gemido.

—Ooooohhhhh…

Se les congeló la bebida en las gargantas.

—¿Has oído eso? —preguntó Cerdo Rosa.

—¿Te refieres al…?

—Ooooohhhhh…

—¡Eso!

Se giraron muy despacio.

Algo acababa de salir reptando de un barranco que tenían detrás. Era más o menos humanoide. Iba chorreando barro rojo. De su boca salían extraños ruidos.

—¡Ooooohhhmierda!

Cerdo Rosa cogió a Colmillo Blanco del brazo.

—¡Es un fantasma invisible chupasangre!

—¡Pues yo lo veo!

Cerdo Rosa entrecerró los ojos.

—¡Es el Ejército Rojo! ¡Han salido de la tierra como dice todo el mundo!

Colmillo Blanco, quien tenía algunas neuronas más que Cerdo Rosa, y lo que es más importante, que solamente iba por su segundo vaso de vino, echó un vistazo más de cerca.

—Podría ser simplemente un hombre normal todo cubierto de barro —sugirió. Levantó la voz—: ¡Eh, usted!

La figura se giró y trató de correr.

Cerdo Rosa le dio un codazo a su amigo.

—¿Es uno de los nuestros?

—¿Con esa pinta?

—¡Cojámoslo!

—¿Por qué?

—¡Porque está corriendo!

—Déjalo que corra.

—Tal vez tenga dinero. Además, ¿adónde va tan deprisa?

Rincewind bajó resbalando por otro barranco. ¡Menuda suerte la suya! Los soldados tendrían que estar en sus puestos. ¿Qué había pasado con el deber y el honor y todas aquellas cosas?

Al fondo del barranco había hierbas muertas y musgo.

Se quedó quieto y escuchó las voces de los dos hombres.

El aire estaba enrarecido. Era como si la tormenta inminente estuviera empujando por delante todo el aire caliente y convirtiendo el llano en una olla a presión.

Y luego el suelo crujió y se combó de repente.

Las caras de los soldados de novillos aparecieron por encima del borde del barranco.

Hubo otro crujido y el suelo se hundió otros cinco centímetros. Rincewind no se atrevía a inhalar por si el peso adicional del aire lo hacía demasiado pesado. Y estaba claro que la más mínima actividad, como por ejemplo saltar, solo iba a empeorar las cosas…

Miró hacia abajo con mucho cuidado.

El musgo muerto había cedido. Ahora parecía estar de pie sobre una viga de madera enterrada bajo el suelo, pero la tierra que caía a ambos lados de la misma sugería que había un agujero debajo.

E iba a romperse en cualquier segund…

Rincewind se lanzó hacia delante. El suelo se le desplomó por debajo de forma que, en lugar de estar de pie sobre un trozo de madera que se iba rompiendo lentamente, ahora estaba colgado con los brazos sobre algo que parecía otro tronco escondido y que, a juzgar por su tacto, estaba tan lleno de podredumbre como el primero.

Y este segundo, posiblemente movido por el deseo de darle la razón, empezó a combarse también.

Y luego se detuvo con una sacudida.

Las caras de los soldados retrocedieron y desaparecieron a medida que los lados del barranco empezaban a hundirse. Una lluvia de tierra seca y piedrecitas cayó por el lado de Rincewind. La notó repicarle en las botas y luego caer al vacío.

Tuvo la sensación, como experto en aquellas cosas, de que estaba colgando sobre las profundidades. Desde su punto de vista, también estaba en las alturas.

El tronco empezó a moverse otra vez.

Aquello, tal como él lo veía, dejó a Rincewind con dos opciones. Podía soltarse y precipitarse a un destino incierto en la oscuridad, o bien podía quedarse colgando hasta que la madera cediera y entonces precipitarse a un destino incierto en la oscuridad.

Y luego, para alegría suya, se abrió una tercera opción. La punta de su bota tocó algo, una raíz o un saliente de roca. No importaba. Pudo apoyar parte de su peso. Lo bastante por lo menos como para ponerlo en un equilibrio precario, no exactamente a salvo, no exactamente cayendo. Por supuesto, solo era una medida temporal, pero Rincewind siempre había considerado que la vida no era más que una serie de medidas temporales puestas juntas.

Una mariposa de color amarillo claro con dibujos interesantes en las alas se acercó revoloteando por el barranco y fue a posarse en la única parcela de color disponible, que resultó ser el sombrero de Rincewind.

La madera se combó un poco.

—¡Vete a tomar viento! —dijo Rincewind, intentando no usar palabras con más peso—. ¡Largo de aquí!

La mariposa desplegó las alas y se puso a tomar el sol.

Rincewind frunció los labios y trató de soplar sus propios orificios nasales.

Sorprendida, la criatura arrancó a volar…

—¡Ja! —dijo Rincewind.

… y en respuesta a su instinto frente al peligro, movió las alas así y asá.

Los matorrales temblaron. Y en el cielo, las nubes altas asumieron formaciones inusuales.

Se formó otra nube. Era del tamaño de un globo gris y furioso. Y empezó a llover. Pero no a llover en general, sino en concreto. En concreto sobre unos treinta centímetros cuadrados que contenían a Rincewind. En concreto, sobre su sombrero.

Un relámpago muy pequeñito le dio a Rincewind en la nariz.

—¡Ah! Así pues, tenemos —Cerdo Rosa, apareciendo por encima de la curva del barranco, dudó un poco antes de continuar en tono ligeramente más reflexivo— una cabeza en un agujero… con una tormenta pequeñita encima.

Y luego cayó en la cuenta de que, con tormenta o sin ella, nada le impedía cortarle partes significativas. La única parte significativa a mano era una cabeza, pero ya le iba bien.

Y en aquel punto, después de que el sombrero de Rincewind hubiera absorbido la bastante humedad, la madera vieja cedió bajo su carga y lo precipitó a un destino incierto en la oscuridad.

Estaba completamente a oscuras.

Había habido una dolorosa confusión de túneles y de corrimientos de tierra. Rincewind dio por sentado —o la pequeña parte de él que no estaba sollozando de miedo dio por sentado— que la tierra había cerrado el agujero por el que había caído. Cueva, ahí había una palabra importante. Estaba en una cueva. Extendió el brazo con cuidado, no fuera a palpar algo, y palpó a ver si palpaba algo.

Había un borde recto. Que llevaba a tres bordes rectos más, conectados por ángulos rectos. Lo cual quería decir losa.

La oscuridad seguía siendo una mortaja asfixiante de terciopelo

Losa quería decir que había alguna otra entrada. Una entrada como era debido. Incluso ahora era probable que hubiera guardias corriendo en su dirección.

Tal vez el Equipaje estuviera corriendo hacia ellos. Últimamente se había estado comportando de forma extraña, eso estaba claro. Probablemente le fuera mejor sin él. Probablemente.

Se palpó los bolsillos y dijo el mantra que incluso los no-magos invocan a fin de encontrar cerillas. Es decir, dijo: «Cerillas, cerillas, cerillas», furioso y por lo bajinis, entre dientes.

Encontró algunas y rascó una a la desesperada con la uña del pulgar.

—¡Au!

La llama amarilla y humeante no iluminó nada más que la mano de Rincewind y parte de su manga.

Se aventuró unos cuantos pasos antes de quemarse los dedos, y al morir la llama dejó un resplandor azul en la oscuridad de su visión.

No hubo ningún ruido de pasos vengativos. No hubo ningún ruido en absoluto. En teoría debería de oírse el goteo del agua, pero el aire parecía bastante seco.

Probó otra cerilla y aquella vez la levantó todo lo que pudo y miró hacia delante.

Un guerrero de dos metros diez le sonrió.

Cohen volvió a levantar la vista.

—Va a caer un chaparrón en cualquier momento —dijo—. ¡Pero fijaos en ese cielo!

Había trazas de púrpura y rojo en medio de la masa de nubes y el breve destello ocasional de algún relámpago en su interior.

—¿Profe?

—¿Sí?

—Tú lo sabes todo. ¿Por qué esa nube tiene esa pinta?

El señor Saveloy miró en la dirección que le señalaba Cohen. Había una nube amarillenta y próxima al horizonte. De hecho, rodeaba el horizonte, trazando una raya fina, como si el sol estuviera intentando encontrar una forma de cruzar.

—¿Puede ser el ribete? —preguntó Willie el Chaval.

—¿Qué ribete?

—Se supone que todas las nubes tienen uno de plata.

—Sí, pero eso parece más bien oro.

—Bueno, por aquí el oro es más barato.

—¿Me lo parece a mí —dijo el señor Saveloy— o se está ensanchando?

Caleb estaba observando las líneas enemigas.

—Hay un montón de tíos que llevan rato galopando en sus caballitos —dijo—. Espero que empiecen de una vez. No tengo ganas de pasarme aquí todo el día.

—Yo voto porque nos lancemos sobre ellos mientras no se lo esperan —dijo Hamish.

—Espera… espera… —dijo Truckle. Se oyó el tañido de muchos gongs y el estallido de los petardos—. Parece que esos bast… que esos hijos naturales se están moviendo.

—Gracias a los dioses —dijo Cohen. Se puso de pie y apagó su cigarrillo.

El señor Saveloy temblaba de emoción.

—¿Cantamos una canción para los dioses antes de entrar en batalla? —propuso.

—Tú puedes si te apetece —dijo Cohen.

—Bueno, ¿entonamos algún cántico u oración pagana?

—Creo que no —dijo Cohen. Levantó la vista hacia el anillo que ceñía el horizonte. Le estaba poniendo más nervioso que el acercamiento del enemigo. Ahora era más ancho pero un poco más pálido. Durante un momento nada más se descubrió a sí mismo deseando que quedara algún dios o diosa en alguna parte cuyo templo él no hubiera violado, robado o quemado.

—¿No vamos a golpear nuestras espadas contra nuestros escudos en gesto de desafío? —preguntó el maestro en tono esperanzado.

—Demasiado tarde para eso, en realidad —dijo Cohen.

El señor Saveloy parecía tan alicaído por la falta de esplendor pagano que el anciano bárbaro, para su propia sorpresa, se sintió lo bastante conmovido como para decir:

—Pero adelante, si es lo que quieres.

La Horda desenvainó sus diversas espadas. En el caso de Hamish, sacó otra hacha de debajo de su manta.

—¡Nos vemos en el paraíso! —dijo el señor Saveloy con emoción.

—Que sí, que sí —dijo Caleb, escrutando la fila de soldados que se acercaba.

—¡Donde hay banquetes y doncellas y todo eso!

—Sí, sí —dijo Willie el Chaval, probando el filo de su espada.

—¡Y juerga y papeo, por lo que tengo entendido!

—Puede ser —dijo Vincent, intentando aliviarse un poco la tendinitis del brazo.

—¡Y haremos eso, ya sabéis, cuando uno tira hachas y corta las trenzas de las mujeres!

—Vale, si quieres.

—Pero…

—¿Mande?

—El banquete en sí… ¿incluye algo vegetariano?

Y el ejército en movimiento soltó un grito y se lanzó a la carga.

Se abalanzaron sobre la Horda casi tan deprisa como las nubes que venían bullendo de todas las direcciones.

El cerebro de Rincewind se descongelaba lentamente en la oscuridad y el silencio de la colina.

Es una estatua, se dijo a sí mismo. Nada más que eso. No hay problema. Ni siquiera es una estatua especialmente buena.

Solamente una estatua grande de un hombre con armadura. Mira, hay un par más, se las ve al final de donde alcanza la luz…

—¡Au!

Dejó caer la cerilla y se chupó los dedos.

Lo que necesitaba ahora era una pared. Las paredes tenían salidas. Cierto, también podían ser entradas, pero ahora no parecía haber peligro de que entrara corriendo ningún guardia. El aire olía a viejo, con un matiz de zorro y una leve traza de tormenta, pero por encima de todo sabía a aire sin usar.

Avanzó muy despacio, palpando el suelo con el pie a cada paso.

Luego hubo luz. Del dedo de Rincewind saltó una chispita azul.

Cohen se agarró la barba, que estaba intentando separarse de su cara.

El flequillo del señor Saveloy estaba erizado y le salían chispas de las puntas.

—¡Descargas de estática! —gritó por encima del chisporroteo.

Delante de ellos las puntas de las lanzas de los enemigos resplandecían. La carga vaciló. De vez en cuando se oía un chillido y saltaban chispas de un hombre a otro.

Cohen levantó la vista.

—Oh, cielos —dijo—. ¡Pero mirad eso!

Alrededor de Rincewind saltaron chispitas cuando avanzó con cautela por el suelo que no veía.

La palabra «tumba» se había prestado a su consideración, y una cosa que Rincewind sabía sobre las tumbas de gran tamaño era que sus constructores solían ser alegres y creativos en lo tocante a las trampas y las estacas. También ponían cosas como pinturas y estatuas, posiblemente para que los muertos tuvieran algo que mirar si se aburrían.

Rincewind tocó piedra con la mano y se movió con cuidado de lado. De vez en cuando sus pies tocaban algo blando que se hundía. Él confiaba con todas sus fuerzas en que fuera barro.

Y luego, justo a la altura de las manos, dio con una palanca. Debía de medir medio metro de largo.

Ahora bien… podía ser una trampa. Pero las trampas solían ser, bueno, trampas. Solías darte cuenta de que estaban allí cuando tu cabeza llevaba varios metros rodando por el suelo. Y los constructores de trampas solían ser gente directamente homicida y casi nunca requerían que las víctimas participaran activamente en su propia destrucción.

Rincewind tiró de la palanca.

La nube amarilla viajaba por el cielo formada por millones de cositas que se movían mucho más deprisa por el viento que habían creado de lo que sugería el lento batir de sus alas. Detrás de ellas venía la tormenta.

El señor Saveloy parpadeó.

—¿Mariposas?

Ambos bandos se detuvieron cuando las criaturas pasaron como aguanieve. Era posible incluso oír el murmullo de sus alas.

—Muy bien, Profe —dijo Cohen—. A ver si explicas esto.

—Podría… podría ser un fenómeno natural —dijo el señor Saveloy—. Esto… Se sabe, sin ir más lejos, que las mariposas monarcas son capaces de… para seros sincero… ejem… no lo sé…

La nube se alejó zumbando hacia la colina.

—¿No es alguna clase de señal? —dijo Cohen—. Tiene que haber algún templo que yo no haya robado.

—El problema de las señales y las profecías —dijo Willie el Chaval— es que nunca se sabe para quién son. Esta podría ser una de las buenas para Hong y sus colegas.

—Entonces se la robo —dijo Cohen.

—¡No se puede robar un mensaje de los dioses! —dijo el señor Saveloy.

—¿Ves que esté clavado en algún sitio? ¿No? ¿Seguro? Vale, pues es mío.

Levantó la espada mientras las rezagadas revoloteaban por encima de sus cabezas.

—¡Los dioses nos sonríen! —vociferó—. ¡Jajajá!

—¿Jajajá? —susurro el señor Saveloy.

—Es para dejarlos preocupados —dijo Cohen.

Echó un vistazo al resto de los miembros de la Horda. Cada hombre asintió, muy levemente.

—Muy bien, chicos —dijo en voz baja—. Es la hora.

—Esto… ¿qué hago yo? —dijo el señor Saveloy.

—Piensa en algo que te ponga bien furioso. Que te haga hervir la sangre. Imagina que el enemigo es todo lo que odias.

—Directores —dijo el señor Saveloy.

—Bien.

—¡Profesores de gimnasia! —gritó el señor Saveloy.

—Sí.

—¡Niños que mastican chicle! —berreó el señor Saveloy.

—Miradlo, ya le sale humo de las orejas —dijo Cohen—. El primero en llegar al otro mundo, que guarde sitio. ¡A la carga!

La nube amarilla subió en tropel las laderas de la colina y luego, impulsada por el viento creciente, se elevó.

Por encima de ella, la tormenta se elevó también, creciendo más y más y extendiéndose hasta adoptar una forma parecida a un martillo…

Y golpeó.

El relámpago impactó en la pagoda de hierro con tanta fuerza que la hizo explotar en fragmentos al rojo blanco.

Resulta desconcertante para un ejército entero ser atacado por siete ancianos. Ningún libro de estrategia está por la labor de ofrecer consejo para una situación así. Hay una tendencia general a la perplejidad.

Los soldados retrocedieron ante el ímpetu de la carga y luego, movidos por las corrientes de la enorme multitud de hombres, cerraron filas tras ella.

Un círculo sólido de escudos rodeó a la Horda. Empezó a combarse y a oscilar por culpa de la presión de tanta gente y también de los golpes que le asestaba la espada del señor Saveloy.

—¡Venga, luchad! —gritó—. Conque tirando pelotas de papel, ¿eh? ¡Tú! ¡Ese chico de ahí! ¡Contéstame cuando te hablo! ¡Chúpate esa!

Cohen miró a Caleb, que se encogió de hombros. Había visto enloquecer de furia a gente en sus tiempos, pero nada tan incandescente como en el caso del señor Saveloy.

El círculo se rompió cuando un par de hombres intentaron retroceder bruscamente, chocaron con la fila de soldados que había detrás y rebotaron hacia las espadas de la Horda. Una de las ruedas de Hamish le dio a un soldado un golpe cruel en la rodilla y, cuando el soldado se dobló de dolor, una de las hachas de Hamish lo cogió por el otro lado.

No era cuestión de velocidad. La Horda no podía moverse muy deprisa. No, era una cuestión de economía. El señor Saveloy lo había comentado. Simplemente estaban siempre donde querían estar, que nunca coincidía con donde estaban las espadas enemigas. Dejaban que quienes corrieran fueran todos los demás. Un soldado se arriesgaba a dar una estocada a Truckle y se encontraba con que Cohen aparecía delante de él, sonriendo y blandiendo la espada, o a Willie el Chaval saludándolo con la cabeza y apuñalándolo. De vez en cuando alguien de la Horda se demoraba un momento en parar un golpe dirigido al señor Saveloy, que estaba demasiado emocionado para defenderse.

—¡Retroceded, putos estúpidos!

Lord Hong apareció detrás de la multitud, con el caballo encabritado y la visera del yelmo levantada.

Los soldados intentaron obedecer. Por fin la presa aflojó un poco y luego se abrió. La Horda quedó en el centro de un círculo cada vez más amplio de escudos. Había algo parecido al silencio, roto solamente por el tronar interminable y el crepitar de los relámpagos sobre la colina.

Y luego, abriéndose paso furiosamente entre los soldados, llegó un tipo completamente distinto de guerreros. Eran más altos y tenían armaduras más pesadas, con yelmos espléndidos y bigotes que parecían una declaración de guerra en sí mismos.

Uno de ellos miró con furia a Cohen.

¡Orrrrrr! ¡Yatatoapato! ¡Turnaraapato!

—¿Lo qué? —preguntó Cohen.

—Es un samurái —dijo el señor Saveloy, secándose la frente—. La casta guerrera. Creo que ese es su desafío formal. Esto… ¿Queréis que luche contra él?

Un samurái fijó la mirada en Cohen. Se sacó un trozo de seda de la armadura y lo lanzó al aire. Agarró con la otra mano la empuñadura de su espada larga y estilizada…

Apenas se oyó un siseo, pero tres jirones de seda cayeron suavemente al suelo.

—Apártate, Profe —dijo Cohen lentamente—. Creo que este es para mí. ¿Tienes otro pañuelo? Gracias.

El samurái miró la espada de Cohen. Era larga, pesada y tenía tantas muescas que se podría usar como una sierra.

—Nunca lo conseguirás —dijo—. ¿Con esa espada? Nunca.

Cohen se sonó la nariz ruidosamente.

—¿En serio? —dijo—. Mira esto.

El pañuelo se alzó en el aire. Cohen agarró su espada…

Antes de que el pañuelo empezara a caer ya había decapitado a tres samuráis que estaban mirando hacia arriba. Otros miembros de la Horda, que tendían a pensar muy de la misma forma que su líder, se habían encargado de media docena más.

—La idea me la ha dado Caleb —dijo Cohen—. Y el mensaje es: o lucháis o hacéis el paripé, es decisión vuestra.

—¿Es que no tienes honor? —chilló lord Hong—. ¿No eres más que un rufián?

—Soy un bárbaro —gritó Cohen—. Y el honor que tengo, mira por dónde, es mío. No se lo he robado a ningún otro.

—Yo quería cogeros vivos —dijo lord Hong—. Sin embargo, no veo ninguna razón para ceñirme a esa política.

Desenvainó la espada.

—¡Retroceded, escoria! —gritó—. ¡Apartaos! ¡Dejad que avancen las bombardas! —Volvió a mirar a Cohen. Tenía la cara ruborizada. Las gafas torcidas.

Lord Hong había perdido los nervios. Y como sucede siempre que revienta un pantano, anega países enteros.

Los soldados se apartaron.

La Horda estaba una vez más en el centro de un círculo que se ensanchaba.

—¿Qué es una bombarda? —preguntó Willie el Chaval.

—Esto… creo que debe referirse a disparar alguna clase de proyectiles —dijo el señor Saveloy—. La palabra viene de…

—Ah, arqueros —dijo Willie el Chaval, y escupió.

—¿Mande?

—¡Dice que VAN A USAR ARQUEROS, Hamish!

—¡Je, je, nunca dejamos que los arqueros nos detuvieran en la Batalla del Valle de Koom! —El vetusto bárbaro soltó una risita.

Willie el Chaval suspiró.

—Aquella batalla fue entre enanos y trolls, Hamish —dijo—. Y tú no eres ninguna de las dos cosas. ¿En qué bando estabas?

—¿Mande?

—Digo que EN QUÉ BANDO ESTABAS.

—Estaba en el bando de cobrar dinero por luchar —dijo Hamish.

—El mejor bando que hay.

Rincewind estaba tumbado en el suelo tapándose las orejas con las manos.

El ruido de los truenos llenaba la cámara subterránea. Las luces azules y purpúreas brillaban tanto que las podía ver a través de los párpados.

Por fin la cacofonía remitió. Seguían oyéndose los ruidos de la tormenta fuera, pero la luz se había reducido a un resplandor de color blanco azulado y el ruido a un zumbido continuo.

Rincewind se arriesgó a rodar y abrir los ojos.

Había grandes globos de cristal colgando del techo. Cada uno era del tamaño de un hombre y en su interior crepitaban y chisporroteaban rayos, azotando el cristal y buscando una salida.

En algún tiempo debió de haber muchos más. Pero docenas de aquellos globos enormes se habían caído con el paso de los años y estaban hechos pedazos en el suelo. Seguía habiendo decenas allí arriba, meciéndose suavemente en sus cadenas mientras las tormentas aprisionadas luchaban por su libertad.

El aire transmitía una sensación grasienta. Las chispas reptaban por el suelo y chisporroteaban en todas direcciones.

Los globos llenos de pequeños relámpagos iluminaban un lago redondo que, a juzgar por las ondas, estaba lleno de mercurio puro. En su centro había una isla baja de cinco lados. Mientras Rincewind miraba, una barca se acercó flotando suavemente a su orilla del lago, haciendo ruiditos que sonaban como slupslup mientras surcaba el mercurio.

No era mucho más grande que un bote de remos y, tumbada en su pequeña cubierta, había una figura con armadura. O tal vez solamente la armadura. Si era solamente una armadura vacía, entonces yacía con los brazos cruzados en la posición de las armaduras que han pasado a mejor vida.

Rincewind se movió sigilosamente por la orilla del lago plateado hasta llegar a una losa que parecía hecha de oro, colocada en el suelo delante de una estatua.

Sabía que en las tumbas había inscripciones, aunque nunca había estado seguro de quién se suponía que tenía que leerlas.

Los dioses, tal vez, aunque se suponía que ya lo sabían todo, ¿no? Nunca había considerado la posibilidad de que se amontonaran alrededor para decir cosas como: «Caray, "Bienamado amigo", ¿has visto? No sabía que lo fuera».

Aquel decía simplemente, en pictogramas: Un Espejo de Sol.

No decía nada de conquistas épicas. No había ninguna lista de sus tremendas proezas. No decía nada de sabiduría ni de ser el padre de su pueblo. No había ninguna explicación. Quien conozca este nombre, parecía decir, ya lo sabe todo. Y no cabía la posibilidad de que cualquiera que llegara tan lejos no hubiera oído nunca el nombre de Un Espejo de Sol.

La estatua parecía de porcelana. Estaba pintada con bastante realismo. Un Espejo de Sol parecía un hombre normal. Uno no lo habría distinguido entre una multitud por su naturaleza imperial. Pero aquel hombre, con su sombrerito redondo y su escudito redondo y sus hombrecillos redondos montados en pequeños ponis redondos, había conseguido aglutinar a un millar de facciones en lucha para formar un gran Imperio, a menudo utilizando la sangre de ellas para hacerlo.

Rincewind miró más de cerca. Por supuesto, no era más que una sensación, pero alrededor de la boca y en la mirada de los ojos había una expresión que él había visto por última vez en la cara de Gengis Cohen.

Era la expresión de alguien que carece absoluta y totalmente de miedo a nada.

La barquita se dirigió a la orilla opuesta del lago.

Uno de los globos parpadeó un poco y luego se puso de color rojo. Por fin se apagó. Otro hizo lo mismo después.

Tenía que salir de allí.

Pero había algo más. Al pie de la estatua, colocados en el suelo como si alguien los hubiera tirado allí de cualquier manera, había un yelmo, un par de guanteletes y dos botas de aspecto pesado.

Rincewind cogió el yelmo. No parecía muy fuerte pero sí bastante ligero. En circunstancias normales no se habría molestado en ponerse ropas de protección, siguiendo el razonamiento de que la mejor defensa contra el peligro amenazador era estar en otro continente, pero ahora mismo la idea de una armadura tenía sus atractivos.

Se quitó su sombrero y se puso el yelmo, bajó la visera y entonces encajó el sombrero encima del casco.

Hubo un parpadeo delante de sus ojos y Rincewind se encontró mirándose su propia nuca. La imagen tenía grano, y estaba en tonos verdes en lugar de colores reales, pero lo que estaba viendo era ciertamente su nuca. La gente le había descrito su aspecto.

Levantó la visera y pestañeó.

Seguía teniendo delante el lago.

Bajó la visera.

Allí estaba él, a unos quince metros, con el yelmo puesto.

Levantó una mano y la bajó.

La figura que veía en la visera levantó la mano y la bajó.

Se dio la vuelta y se vio a sí mismo. Sipi. Era él.

Muy bien, pensó. Un yelmo mágico. Te hace verte a ti mismo de lejos. Genial. Te puedes divertir viéndote caer en agujeros que no puedes ver porque están demasiado cerca.

Se volvió a girar, levantó la visera y examinó los guantes. Parecían tan ligeros como el casco pero más bien toscos. Se podía sostener una espada, pero no mucho más.

Se probó uno. De inmediato, con un pequeño chisporroteo, se iluminó una hilera de dibujitos en la amplia manga del guante. Eran dibujos de soldados. Soldados cavando, soldados luchando, soldados trepando…

Ah, así pues… era una armadura mágica. Una armadura mágica perfectamente normal. Nunca habían sido muy populares en Ankh-Morpork. Por supuesto, era ligera. Se podían hacer tan finas como la tela. Pero tenían cierta tendencia a perder la magia sin previo aviso. Las últimas palabras de muchos lores de la antigüedad habían sido: «No me puedes matar porque tengo una armadura marrrrghhh…».

Rincewind miró las botas y recordó con recelo el problema que había habido con el prototipo de Botas de Siete Leguas de la universidad. Un calzado que intenta hacerte dar pasos de treinta y tres kilómetros de longitud impone desafortunadas tensiones en la entrepierna. Le quitaron aquellos cacharros al estudiante justo a tiempo, pero aun así durante meses tuvo que llevar un artilugio especial y comer de pie.

Muy bien, pero incluso una armadura mágica vieja sería útil en aquellos momentos. La verdad es que no pesaba mucho, y el barro de Hunghung tampoco había mejorado lo que quedaba de sus botas. Puso los pies en aquellas otras.

Pensó: Bueno, ¿qué se supone que va a pasar ahora?

Se irguió.

Y detrás de él, con el ruido de siete mil macetas haciéndose trizas, y con los relámpagos todavía crepitando encima, el Ejército Rojo se puso en posición de firmes.

Hex había crecido un poquito durante la noche. Adrian Turnipseed, que había estado de guardia para dar de comer a los ratones, dar cuerda al mecanismo y limpiar las hormigas muertas, juraba que él no había hecho nada y que no había entrado nadie más.

Pero ahora, donde antes había el tosco y aparatoso recurso de unos bloques que permitían leer los resultados, había aparecido una pluma de oca en medio de una red de poleas y palancas.

—Mira —dijo Adrián, tecleando en la máquina un problema muy simple—. Se le ha ocurrido todo esto después de hacer todos aquellos hechizos a la hora de la cena…

Las hormigas corretearon. Los mecanismos de relojería giraron. Los muelles y palancas se tensaron tan de golpe que Ponder dio un paso atrás.

La pluma se desplazó temblando hasta un tintero, sumergió la punta, regresó a la hoja de papel que Adrián había puesto bajo las palancas y empezó a escribir.

—Hace alguna que otra mancha —dijo en tono resignado—. ¿Qué está pasando?

Ponder había estado pensando más en aquello. Las últimas conclusiones no habían sido tranquilizadoras.

—Bueno… sabemos que los libros que contienen magia se vuelven un poco… sapientes… —empezó—. Y nosotros hemos hecho una máquina para…

—¿Quieres decir que está viva?

—Venga, no nos pongamos tan ocultistas por esto —dijo Ponder, intentando sonar jovial—. Al fin y al cabo somos magos.

—Escucha, ¿sabes aquel problema largo de campos tamílicos que querías que introdujera?

—Sí, ¿qué?

—Me dio la respuesta a medianoche —dijo Adrián con la cara pálida.

—Bien.

—Sí, bien, salvo por el hecho de que yo no le di el problema hasta la una y media, Ponder.

—¿Me estás diciendo que recibiste la respuesta antes de hacer la pregunta?

—¡Sí!

—¿Entonces para qué hiciste la pregunta?

—Estuve pensando en ello y pensé que tal vez tenía que hacerlo. O sea, Hex no podría haber sabido cuál iba a ser la respuesta si yo no le daba el problema, ¿verdad?

—Bien visto. Esto… Pero esperaste noventa minutos.

Adrián se miró las botas en punta.

—Yo… estaba escondido en el retrete. Bueno, Reinicie el Sistema podría…

—Muy bien, muy bien. Vete a comer algo.

—¿Estamos entrometiéndonos en cosas que no entendemos, Ponder?

Ponder contempló la mole gnómica de la máquina. No parecía amenazante, simplemente… distinta de todo.

Y pensó: entrometerse primero, entender después. Había que entrometerse un poquito para poder obtener algo que intentar entender. Y el asunto era nunca, jamás, dar media vuelta y esconderse en los Aseos de la Sinrazón. Hay que intentar asimilar el universo antes de ponerse a darle la vuelta.

Tal vez no tendríamos que haberte puesto nombre. No se nos ocurrió. Era una broma. Pero tendríamos que habernos acordado de que los nombres son importantes. Una cosa con nombre es algo más que una cosa.

—Márchate, Adrian —dijo en tono firme.

Se sentó y tecleó con cuidado:

Hola.

Hubo un zumbido.

La pluma escribió:

+++?????? +++ Hola +++ Reinicie el Sistema +++

Muy por encima de ellos, una mariposa —con las alas de un color amarillo indistinto y marcas negras— entró revoloteando por una ventana abierta.

Ponder empezó a hacer los cálculos para la transferencia entre Hunghung y Ankh-Morpork.

La mariposa se posó un momento sobre el laberinto de tubos de cristal. Cuando volvió a levantar el vuelo dejó atrás una gotita muy pequeña de néctar.

Ponder tecleaba con cuidado, muy por debajo.

Una hormiga pequeña pero importante, una de los millares que correteaban, emergió de una grieta del tubo y pasó unos segundos chupando el dulce líquido antes de regresar al trabajo.

Al cabo de un rato, Hex dio su respuesta. Aparte de un punto pequeño pero importante, era del todo correcta.

Rincewind dio media vuelta.

Con un coro retumbante de crujidos y chirridos, el Ejército Rojo también dio media vuelta.

Y era rojo de verdad. Rincewind se dio cuenta de que tenía el mismo color de la tierra.

Se había tropezado con algunas estatuas en la oscuridad. No tenía ni idea de que fueran tantísimas. Se extendían, fila tras fila, hasta las sombras distantes.

A modo de experimento, dio media vuelta. Tras él se produjo otro coro de pisotones.

Después de algunos comienzos en falso, Rincewind se encontró con que la única manera de acabar encarado hacia ellos era quitarse las botas, girarse y volver a ponérselas.

Bajó el visor un momento y se vio a sí mismo bajando el visor un momento.

Levantó un brazo. Ellos levantaron sus brazos. Dio un salto. Ellos dieron un salto, con un aterrizaje estrepitoso que hizo bailar los globos. Crepitó el relámpago desde sus botas.

Rincewind sintió un repentino impulso histérico de reír.

Se tocó la nariz. Ellos se tocaron las narices. Llevó a cabo, con un regocijo terrible, el gesto tradicional para dejar marchar a los demonios. Siete mil dedos corazón de terracota se alzaron hacia el techo.

Rincewind intentó tranquilizarse.

La palabra que su mente había estado buscando a tientas salió por fin a la superficie, y era golem.

Existían un par de ellos, incluso en Ankh-Morpork. Era probable encontrarlos en cualquier zona donde hubiera magos o sacerdotes a quienes les gustaran los experimentos. No solían ser más que figuras hechas de arcilla y animadas con alguna clase de hechizo u oración adecuada. Iban de aquí para allá haciendo trabajitos sencillos, pero no se estilaban mucho últimamente. El problema no era ponerlos a trabajar sino hacer que dejaran de trabajar. Si ponías a un golem a cavar en el huerto y te olvidabas de él, al volver te encontrabas con que había plantado una hilera de judías de dos mil kilómetros de largo.

Rincewind miró uno de los guantes.

Tocó con cautela el dibujito de un soldado luchando.

El ruido de siete mil espadas al ser desenvainadas simultáneamente sonó como una gruesa lámina de acero al rasgarse. Siete mil armas quedaron apuntando a Rincewind.

Dio un paso atrás. El ejército hizo lo mismo.

Estaba en un lugar con miles de soldados artificiales armados con espadas. El hecho de que pareciera tener control sobre ellos no era muy tranquilizador. En teoría llevaba toda la vida teniendo control sobre Rincewind, y mira todo lo que le había pasado.

Miró otra vez los dibujitos. Uno de ellos mostraba un soldado con dos cabezas. Cuando lo tocó, el ejército se giró con un movimiento elegante. Ah.

Ahora había que salir de allí…

La Horda contemplaba el ajetreo que había entre los hombres de lord Hong. Estaban arrastrando objetos a la primera línea.

—A mí no me parecen arqueros —dijo Willie el Chaval.

—Esas cosas son Perros Ladradores —dijo Cohen—. Lo sé de buena tinta. Los he visto antes. Son como barriles llenos de fuegos artificiales, y cuando se encienden los fuegos artificiales sale una piedra enorme disparada por el otro lado.

—¿Por qué?

—Bueno, ¿tú te quedarías quieto si alguien te encendiera un fuego artificial en el culo?

—Mira, Profe, ha dicho «culo» —se quejó Truckle—. Mira, en mi hoja de papel pone que no hay que decir…

—Tenemos escudos, ¿verdad? —dijo el señor Saveloy—. Estoy seguro de que si nos mantenemos juntos y nos tapamos las cabezas con los escudos no nos pasará nada.

—La piedra mide como treinta centímetros y va a toda velocidad y está al rojo vivo.

—¿Nada de escudos, entonces?

—Nada —dijo Cohen—. Truckle, tú empuja a Hamish…

—No llegaremos a cincuenta yardas, Gengis —dijo Caleb.

—Mejor cincuenta yardas ahora que dos metros dentro de un minuto, ¿no? —dijo Cohen.

—¡Bravo! —dijo el señor Saveloy.

—¿Mande?

Lord Hong estaba observándolos. Vio que la Horda colocaba los escudos alrededor de la silla de ruedas para formar una tosca muralla movediza y vio que las ruedas empezaban a girar.

Levantó la espada.

—¡Fuego!

—¡Todavía estamos metiendo las cargas, señor!

—¡He dicho fuego!

—¡Tenemos que cebar los Perros, señor!

Los artilleros trabajaron a ritmo febril, no tan espoleados por el terror a lord Hong como por la Horda que se acercaba a la carrera.

El pelo del señor Saveloy ondeaba al viento. Venía dando saltos por el suelo de tierra, blandiendo su espada y gritando.

No había sido tan feliz en toda su vida.

Así que aquel era el secreto que se ocultaba en el corazón de las cosas: mirar a la muerte a la cara y cargar… Hacía que todo fuera absolutamente sencillo.

Lord Hong tiró su casco al suelo.

—¡Fuego, malditos campesinos! ¡Escoria de la tierra! ¿Por qué tengo que pedirlo dos veces? ¡Dadme esa antorcha!

Apartó a un artillero de un empujón, se puso en cuclillas detrás de un Perro, tiró de él hasta que el cañón apuntara directamente a Cohen, levantó la antorcha…

La tierra sufrió una sacudida. El Perro se encabritó y rodó hacia un lado.

Una cabeza roja y redonda salió del suelo, sonriendo levemente.

Hubo gritos entre las tropas mientras los soldados miraban el suelo que se movía debajo de sus botas, intentaban correr sobre una superficie de tierras movedizas y desaparecían en la nube de polvo que se alzaba.

El suelo se hundió.

Luego volvió a levantarse mientras los soldados heridos trepaban unos encima de otros para escapar porque ahora el suelo estaba adoptando forma humana y subía en medio de toda la agitación.

La Horda se detuvo dando un patinazo.

—¿Qué es eso? ¿Trolls? —dijo Cohen. Ahora había diez figuras visibles, intentando concienzudamente trepar por el aire.

Luego se detuvieron. Uno de ellos volvió su cara afable y sonriente a un lado y a otro.

Un sargento debía de haber ordenado a gritos que un puñado de arqueros se pusiera en formación, porque unas cuantas flechas se rompieron contra la armadura de terracota sin causar absolutamente ningún efecto.

Ya había otros guerreros rojos subiendo por detrás de los que antes trepaban. Chocaron con ellos haciendo un ruido de loza. Luego, como un solo hombre —o un solo troll, o un solo demonio— desenvainaron las espadas, se dieron la vuelta y se dirigieron hacia el ejército de lord Hong.

Unos pocos soldados trataron de luchar con ellos simplemente porque tenían detrás una multitud demasiado grande como para huir. Murieron.

Tampoco es que los guerreros rojos fueran buenos luchadores. Se comportaban de forma mecánica y todos ellos ejecutaban la misma estocada, parada o tajo sin importar lo que estuviera haciendo su oponente. Pero eran simplemente imparables. Si su oponente conseguía escapar a un golpe pero no se apartaba de en medio, simplemente acababa pisoteado. Y a juzgar por su aspecto, los guerreros eran extremadamente pesados.

Y la forma en que aquellas cosas sonreían todo el tiempo se añadía al terror de la situación.

—Vaya, vaya, mira qué cosas —dijo Cohen, buscando su bolsita de tabaco.

—Nunca he visto a los trolls luchar así —dijo Truckle. Del agujero salían filas y filas de soldados, dando alegres estocadas al aire.

La primera fila se movía en medio de una nube de polvo y gritos. A un ejército grande le cuesta hacer cualquier cosa deprisa, y las divisiones que intentaban avanzar para ver cuál era el problema estaban obstaculizando la huida de los individuos que buscaban un agujero en el que esconderse y el estatus permanente de civil. Sonaban los gongs y había hombres intentando gritar órdenes, pero nadie sabía qué se suponía que significaban aquellos gongs ni cómo había que obedecer las órdenes, porque no parecía haber tiempo para nada.

Cohen terminó de liar su cigarrillo y se encendió una cerilla en la barbilla.

—Muy bien —le dijo al mundo en general—. Vamos a por ese cabrón de Hong.

Ahora las nubes del cielo eran menos temibles. Y había menos relámpagos. Pero seguía habiendo muchas, de color verde negruzco y cargadas de lluvia.

—¡Pero esto es alucinante! —dijo el señor Saveloy. Unas cuantas gotas cayeron al suelo y dejaron anchos cráteres en la tierra.

—Sí, bueno —dijo Cohen.

—¡Un fenómeno de lo más extraño! ¡Guerreros brotando de la tierra!

Los cráteres se unieron entre ellos. Y daba la sensación de que las gotas también se estaban uniendo. Empezó a llover a jarrones de porcelana fina.

—No sé —dijo Cohen, viendo cómo un pelotón descompuesto huía despavorido—. Es la primera vez que estoy aquí. A lo mejor esto pasa mucho.

—¡O sea, es como aquel mito sobre el hombre que sembró huesos de dragón y brotaron de la tierra unos esqueletos terribles que luchaban!

—Eso no me lo creo —dijo Caleb, mientras todos corrían con paso ligero detrás de Cohen.

—¿Por qué no?

—Si uno siembra dientes de dragón, lo que le sale son dragones. No esqueletos luchadores. ¿Qué decía en el paquete?

—¡No lo sé! ¡El mito nunca mencionó que vinieran en un paquete!

—Tendría que poner en el paquete: «Salen dragones».

—No se puede creer en los mitos —dijo Cohen—. Que me lo digan a mí. Sí… ahí está… —añadió, señalando a un jinete lejano.

El llano entero estaba sumido en el caos. Los guerreros rojos no eran más que el comienzo. La alianza entre los cinco señores de la guerra ya era frágil como el cristal en circunstancias normales, y la huida aterrada se interpretó instantáneamente como un ataque por sorpresa. Nadie prestaba ninguna atención a la Horda. No tenían ningún gong, ningún estandarte de colores. No eran enemigos tradicionales. Y ahora además el suelo estaba enfangado, y el barro volaba y de cintura para abajo todo el mundo era del mismo color. Y la línea estaba subiendo.

—¿Qué estamos haciendo, Gengis? —preguntó el señor Saveloy.

—Estamos regresando al palacio.

—¿Por qué?

—Porque ahí es donde ha ido Hong.

—Pero hay ese increíble…

—Mira, Profe. He visto árboles que andaban y dioses araña y cosas grandes y verdes con dientes —dijo Cohen—. No sirve de nada ir por ahí diciendo «increíble» todo el tiempo, ¿verdad, Truckle?

—Verdad. ¿Sabes que cuando fui a por aquella Cabra Vampiro de Cinco Cabezas en Skund dijeron que no tenía que hacerlo porque era una especie en peligro de extinción? Les dije que sí, gracias a mí. ¿Y creéis que estaban agradecidos?

—Ja —dijo Caleb—. Tendrían que haberte dado las gracias por darles todas esas especies en peligro de las que preocuparse. ¡Da media vuelta y vuélvete a tu casa, soldadito!

Un grupo de soldados que intentaba por todos los medios alejarse de los guerreros rojos dieron un patinazo en el barro, miraron aterrorizados a la Horda y salieron corriendo en una dirección distinta.

Truckle se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia cayéndole a chorros por la barba.

—No puedo con tanta carrera —dijo—. No si tengo que empujar la silla de ruedas de Hamish por todo este barro. Hagamos una parada para respirar un poco.

—¿Mande?

—¿Una parada para respirar? —dijo Cohen—. ¡Dioses! ¡Nunca pensé que viviría para ver el día! ¡Un héroe descansando! ¿Alguna vez descansó Voltan el Indestructible?

—Ahora está descansando. Está muerto, Gengis —dijo Caleb.

Cohen vaciló.

—¿El viejo Voltan?

—¿No lo sabías? Y también el Inmortal Jenkins.

Jenkins no está muerto. Lo vi el año pasado.

—Pero murió después. Todos los héroes están muertos salvo nosotros. Y tampoco lo tengo muy claro en mi caso.

Cohen avanzó chapoteando y agarró a Caleb de la camisa.

—¿Y qué pasa con Hrun? No puede estar muerto. Tiene la mitad de años que nosotros.

—Lo último que oí de él es que había encontrado trabajo. Hacía de sargento de la guardia en alguna parte.

—¿Sargento de la guardia? —dijo Cohen—. ¿Cómo, a sueldo?

—Sí.

—Pero… ¿cómo, o sea, a sueldo?

—Me dijo que el año que viene quizá lo harían capitán. Me dijo… me dijo que es un trabajo con pensión.

Cohen le soltó la camisa.

—Ya no quedan muchos de nosotros, Cohen —dijo Truckle.

Cohen se dio la vuelta.

—Muy bien, ¡pero nunca hemos sido muchos! ¡Y yo no pienso morirme! No si eso quiere decir que el mundo se quedará en manos de hijos de puta como Hong, que no saben lo que es ser jefe de tribu. Escoria. Así es como llamó a sus soldados. Escoria. ¡Es como esa mierda de juego civilizado que nos enseñaste, Profe!

—¿El ajedrez?

—Ese. ¡Los pegones solamente están para ser masacrados por el otro bando! Mientras que el rey se queda tranquilamente en la retaguardia.

—Sí, pero el otro bando eres tú, Cohen.

—¡Exacto! Eso es… Bueno, sí, no pasa nada cuando el enemigo soy yo. Pero yo no empujo a otros hombres delante de mí para que los maten en mi lugar. Y jamás uso arcos ni perros de esos. Cuando mato a alguien es cara a cara y en persona. ¿Ejércitos? ¿Puñeteras tácticas? ¡Solamente hay una forma de luchar, y es que todo el mundo cargue a la vez, blandiendo las espadas y gritando! ¡Ahora todos de pie y a por él!

—Ha sido una mañana muy larga, Gengis —dijo Willie el Chaval.

—¡No me vengas con esas!

—Me gustaría ir al cuarto de baño. Es toda esta lluvia.

—Cojamos primero a Hong.

—Si está escondido en el baño a mí me parece bien.

Llegaron a las puertas de la ciudad. Las habían cerrado. Cientos de personas, entre ciudadanos y guardias, los miraban desde lo alto de las murallas.

Cohen levantó un dedo en dirección a ellos.

—No pienso decir esto dos veces —dijo—. Voy a entrar, ¿de acuerdo? Puedo hacerlo por las buenas o por las malas.

Las caras impasibles miraron primero al anciano flacucho y después al llano de la batalla, donde los ejércitos de los señores de la guerra luchaban entre ellos y, llenos de terror, contra los guerreros de terracota. Al anciano. Al llano. Al anciano. Al llano.

—Muy bien —dijo Cohen—. Después no digáis que no os avisé.

Levantó la espada y se preparó para cargar.

—Espera —dijo el señor Saveloy—. Escucha…

Se oyeron gritos detrás de las murallas, órdenes confusas y luego más gritos. Y luego un par de chillidos.

Las puertas se abrieron, empujadas por docenas de ciudadanos.

Cohen bajó la espada.

—Ah —dijo—. Han entrado en razón, ¿verdad?

Jadeando un poco y renqueando, la Horda cruzó las puertas. La multitud los observó en silencio. Había varios guardias muertos. Otros muchos se habían quitado los cascos y habían decidido optar por un nuevo y brillante futuro en Civilandia, donde era menos probable que te linchara a palos una multitud enfurecida.

Todas las caras miraban a Cohen y se giraban para seguirlo igual que las flores siguen al sol.

Él no les hizo caso.

—¿Populín el Fuerte? —le preguntó a Caleb.

—Muerto.

—No puede ser. Cuando le vi hace un par de meses estaba como una rosa. Se iba a una nueva misión y todo.

—Muerto.

—¿Qué pasó?

—¿Conoces al Terrible Perezoso Devorador de Hombres de Clup?

—¿El que dicen que guarda el rubí gigante del dios serpiente loco?

—El mismísimo. Bueno… pues lo era.

La multitud se apartó para dejar pasar a la Horda. Un par de personas intentaron vitorearlos, pero les hicieron callar. El silencio que reinaba solamente lo había oído el señor Saveloy en los templos más devotos[24].

Había murmullos, sin embargo, que nacían de aquel silencio cauteloso como burbujas en un cazo de agua al fuego.

Y decían así:

El Ejército Rojo. El Ejército Rojo.

—¿Y qué pasa con Organdy Sloggo? Lo último que oí era que seguía en plena forma en Howondalandia.

—Muerto. Intoxicación por metales.

—¿Cómo?

—Le clavaron tres espadas en el estómago.

¡El Ejército Rojo!

—¿Y Mungo el Acuchillador?

—Lo creen muerto en Skund.

—¿Lo creen?

—Bueno, solo encontraron su cabeza.

¡El Ejército Rojo!

La Horda se acercó a las puertas interiores de la Ciudad Prohibida. La multitud los seguía de lejos.

Aquellas puertas también estaban cerradas. Delante de ellas había un par de guardias fornidos custodiándolas. Tenían la cara de hombres que han recibido instrucciones de guardar las puertas y que van a guardar las puertas pase lo que pase. El ejército depende de la gente dispuesta a guardar puertas o puentes o desfiladeros pase lo que pase y a menudo existen poemas heroicos escritos en su honor, invariablemente póstumos.

—¿Y Gosbar el Despierto?

—He oído que murió en la cama.

—¡El viejo Gosbar no!

—Todo el mundo tiene que dormir alguna vez.

—Eso no es lo único que tiene que hacer la gente, señor mío —dijo Willie el Chaval—. De verdad que tengo que ir al comosellame.

—Bueno, tienes la Muralla.

—¡Pero está todo el mundo mirando! No sería… civilizado.

Cohen fue decidido hacia los guardias.

—No pienso andarme con bobadas —dijo—. ¿De acuerdo? ¿Preferís morir antes que traicionar a vuestro emperador?

Los guardias miraban adelante.

—¿Y Nurker? —preguntó—. ¿El grandullón de Nurker? Es más duro que la roca.

—Una raspa —dijo Caleb.

—¿Nurker? Una vez mató a seis trolls con…

—Se asfixió con una raspa de pescado que había en sus gachas. Creía que lo sabías. Lo siento.

Cohen se le quedó mirando. Y luego miró su espada. Y luego a los guardias. Por un momento se hizo el silencio, roto solamente por el sonido de la lluvia.

—¿Sabéis, muchachos? —dijo con una voz tan repentinamente cargada de fatiga que el señor Saveloy vio que se abría un foso en medio de aquel momento de triunfo—. Os iba a cortar la cabeza. Pero… ¿qué sentido tiene, eh? O sea, si nos paramos a pensarlo, ¿para qué molestarse? ¿A quién le importa al fin y al cabo?

Los guardias seguían mirando adelante. Pero sus ojos estaban cada vez más abiertos.

El señor Saveloy se giró.

—Total, tarde o temprano acabaréis muertos —siguió Cohen—. Y es que eso viene a ser todo. Uno vive la vida lo mejor que puede y luego resulta que no importa, porque estás muerto…

—Esto… ¿Cohen? —dijo el señor Saveloy.

—O sea, miradme a mí. Llevo toda la vida cortando cabezas, ¿y qué he conseguido?

—Cohen…

Los guardias ya no se limitaban a mirar. Sus caras se estaban descomponiendo en forma de muecas muy verosímiles de miedo.

—¿Cohen?

—Sí, ¿qué?

—Creo que tendrías que mirar detrás de ti, Cohen.

Cohen se giró.

Media docena de guerreros rojos avanzaban por la calle. La multitud se había echado atrás y ahora miraban en un silencio aterrado.

Luego una voz gritó:

—¡Duración Prolongada al Ejército Rojo!

Se levantaron gritos aquí y allá entre la multitud. Una joven levantó el puño cerrado.

—¡Avance Necesario con el Pueblo Mientras se Mantiene el Debido Respeto a las Tradiciones!

Otros se unieron a ella.

—¡Correctivo Merecido a los Enemigos!

—¡He perdido al señor Conejito!

Los gigantes rojos se detuvieron repiqueteando.

—¡Miradlos! —dijo el señor Saveloy—. ¡No son trolls! ¡Se mueven como si fueran alguna clase de máquinas! ¿No os parece interesante?

—No —dijo Cohen con expresión ausente—. El pensamiento abstracto no es un aspecto importante del proceso mental de los bárbaros. ¿Pero que estaba yo diciendo? —suspiró—. Ah, sí. Vosotros dos… ¿preferís morir que traicionar a vuestro emperador, entonces?

Ahora los dos hombres estaban paralizados de miedo.

Cohen levantó la espada.

El señor Saveloy respiró hondo, cogió a Cohen del brazo de la espada y gritó:

¡Pues entonces abrid las puertas y dejadlo entrar!

Hubo un momento de silencio total.

El señor Saveloy dio un codazo a Cohen.

—Vamos —dijo entre dientes—. ¡Actúa como un emperador!

—¿Cómo…? ¿Quieres decir que suelte risitas, mande torturar a la gente y esas cosas? ¡Y un cuerno!

—¡No! ¡Actúa como debería actuar un emperador!

Cohen clavó la mirada en Saveloy. Luego se volvió a los guardias.

—Bien hecho —dijo—. Vuestra lealtad os… comosellame… os honra. Seguid así y os veo a cada uno con un ascenso. Ahora dejadnos entrar o haré que mis hombres maceta os corten los pies para que tengáis que arrodillaros en la alcantarilla mientras buscáis vuestras cabezas.

Los hombres se miraron entre ellos, tiraron sus espadas al suelo y trataron de humillarse ante él.

—Y podéis levantaros, coño —dijo Cohen, en un tono un poco más amable—. ¿Señor Saveloy?

—¿Sí?

—Ahora soy emperador, ¿verdad?

—Los… soldados de tierra parecen estar de nuestro lado. La gente cree que habéis ganado. Y estamos todos vivos. Yo diría que hemos ganado, sí.

—Si soy emperador, puedo decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer, ¿verdad?

—Oh, por supuesto.

—Como es debido. Ya sabes. Con pergaminos y esas historias. Capullos en uniforme tocando trompetas y diciendo: «Esto es lo que él quiere que hagáis».

—Ah. Quieres hacer una proclama.

—Sí. Ya vale de estas jodidas reverencias. Me pone los pelos de punta. Que nadie haga ninguna reverencia ante nadie, ¿de acuerdo? Si alguien me ve puede saludarme con la mano, o tal vez darme algo de dinero. Pero de esto de dar con la frente en el suelo, nada de nada. Me da grima. Ahora, pon eso en escritura de la buena.

—Enseguida. Y…

—Espera, no he terminado. —Cohen se mordió el labio en gesto desacostumbradamente meditabundo, mientras los guerreros rojos se detenían dando un bandazo—. Sí. Puedes añadir voy a soltar a todos los presos, a menos que hayan hecho algo realmente malo. Como intento de envenenamiento, para empezar. Puedes trabajar tú en los detalles. A todos los torturadores haré que les corten la cabeza. Y a todos los campesinos que les den un cerdo gratis o algo parecido. Te dejo a ti que añadas todos los detalles finos del tipo «por orden de» y esas cosas.

Cohen miró a sus guardias.

—He dicho que os levantéis. Os juro que el próximo hijo de puta que bese el suelo delante de mí va a recibir una patada en el antiguo gallinero. ¿De acuerdo? Ahora abrid las puertas.

La multitud lo Vitoreó. Cuando la Horda entró en la Ciudad Prohibida ellos entraron detrás, en una especie de cruce entre una carga revolucionaria y un paso respetuoso.

Los guerreros rojos se quedaron fuera. Uno de ellos levantó un pie de terracota, que chirrió un poco, y caminó hacía la Muralla hasta chocar con ella.

El guerrero se bamboleo un momento como si estuviera borracho y luego consiguió quedarse a un par de metros de la Muralla sin colisionar con ella.

Levantó un dedo y escribió con trazos temblorosos con un polvo rojo que se convirtió en una especie de pintura sobre el yeso mojado:

SOCORRO SOCORRO ESTOY HAÍ FUERA EN EL YANO

SOCORRO NO ME PUEDO QUITAR ESTA PUTA HARMADURA

La multitud se agolpó detrás de Cohen, gritando y cantando. Si hubiera tenido un tablón de surf podría haber navegado encima de la gente. La lluvia tamborileaba con estrépito en el techo y se derramaba en los patios.

—¿Por qué están tan emocionados? —preguntó.

—Creen que vas a saquear el palacio —dijo el señor Saveloy—. Han oído hablar de los bárbaros, ¿sabes? Y quieren su parte. Además, les ha gustado la idea del cerdo.

—¡Eh, tú! —le gritó Cohen a un niño que pasaba encogido bajo el peso de un jarrón enorme—. ¡Quita tus manazas de ladronzuelo de mis cosas! ¡Eso es valioso! Es un… un…

—Es de la dinastía S'ang —dijo el señor Saveloy.

—Eso mismo —dijo el jarrón.

—¡Es un dinastía S'ang, hombre! ¡Devuélvelo a donde estaba! ¡Y todos vosotros…! —Se giró y blandió la espada—. ¡Quitaos los zapatos! ¡Estáis rayando el suelo! ¡Miracómoestá ya!

—Ayer no te importaba el suelo —gruñó Truckle.

—Ayer no era mi suelo.

—Sí que lo era —dijo el señor Saveloy.

—No como es debido —dijo Cohen—. El rito de conquista es lo importante. La sangre. La gente entiende la sangre. Uno se limita a entrar y tomar posesión y nadie se lo toma en serio. Pero los mares de sangre… Todo el mundo entiende eso.

—Las montañas de cráneos —dijo Truckle en tono aprobador.

—Mira la historia —dijo Cohen—. Siempre que… Eh, tú, el del sombrero, te estás llevando mi…

—Mesa de Sbibo Yangcong-san de caoba con incrustaciones —dijo el señor Saveloy en voz baja.

—… así que ponla en su sitio, ¿me oyes? Sí, siempre que te encuentras con un rey del que todo el mundo dice: «Oh, era un buen rey, sí señor», te puedes apostar las sandalias que era un cabrón enorme y con barba que rompía cabezas todo el tiempo y se reía de ello. ¿Eh? Pero un rey que solamente aprueba leyes que no están mal y lee libros y trata de parecer inteligente… «Oh», dicen, «ah, bah, no estaba mal, un poco soso, no me parecía un rey de verdad.» La gente es así.

El señor Saveloy suspiró.

Cohen le dedicó una sonrisa y le dio una palmada en la espalda tan fuerte que fue a chocar con dos mujeres que intentaban cargar con una estatua de bronce de Ly Tin Wheedle.

—No puedes afrontarlo, ¿verdad que no, Profe? No puedes hacerte a la idea. No te preocupes. Básicamente, no eres un bárbaro. ¡Pongan la maldita estatua en su sitio, señoras, o les daré unos buenos azotes con la parte plana de la espada, ya lo creo!

—Pero yo creía que podíamos hacerlo sin que saliera nadie herido. Usando el cerebro.

—No se puede. La historia no funciona así. Primero la sangre, luego el cerebro.

—Montañas de cráneos —dijo Truckle.

—Tiene que haber una forma mejor que luchar —dijo el señor Saveloy.

—Sí. Muchas. Solo que ninguna funciona. Caleb, coge esas… esas…

—Miniaturas de jade fino Bhong… —murmuró el señor Saveloy.

—… y quítaselas a ese tío. Lleva una debajo del sombrero.

Se abrió otro par de puertas labradas. La sala del otro lado ya estaba abarrotada, pero en el momento de abrirse las puertas todos sus ocupantes retrocedieron y trataron de asumir un aspecto entusiasta mientras evitaban la mirada de Cohen.

Al apartarse dejaron solo a Seis Vientos Benéficos. La corte llevaba mucho tiempo perfeccionando aquella maniobra.

—Montañas de cráneos —dijo Truckle, que no era un hombre que tuviera prisa en dejar de lado una idea.

—Esto… Hemos visto que el Ejército Rojo brotaba de la tierra, ejem, tal como predice la leyenda. Esto… Sois verdaderamente la preencarnación de Un Espejo de Sol.

El pequeño recaudador de impuestos tuvo la decencia de poner cara de vergüenza. En tanto que discurso, estaba al mismo nivel dramático que el que tradicionalmente empezaba con las palabras: «Como sabéis, vuestro padre, el rey…». Además, hasta ahora nunca había creído en las leyendas, ni siquiera en la que hablaba de un campesino que hacía una declaración de la renta escrupulosamente limpia todos los años.

—Sí, claro —dijo Cohen.

Avanzó dando zancadas hasta el trono y clavó su espada en el suelo, donde se quedó vibrando.

—A algunos de vosotros os voy a cortar la cabeza por vuestro propio bien —dijo—. Pero todavía no he decidido a quién. Y que alguien le enseñe a Willie el Chaval dónde está el lavabo.

—No hace falta —dijo Willie el Chaval—. No después de que aparecieran esas estatuas rojas detrás de mí tan de repente.

—Montañas de… —empezó a decir Truckle.

—No sé nada de montañas —dijo Cohen.

—¿Y dónde —preguntó Seis Vientos Benéficos— está el Gran Hechicero?

—El Gran Hechicero —dijo Cohen.

—Sí, el Gran Hechicero que ha invocado al Ejército Rojo y lo ha hecho salir de la tierra —dijo el recaudador.

—No sé nada de él —dijo Cohen.

La multitud avanzó dando tumbos mientras la gente seguía entrando en la sala.

—¡Vienen!

Un guerrero de terracota entró en la sala con los pies repiqueteando en el suelo y una sonrisa muy débil todavía en la cara.

Se detuvo, tambaleándose un poco mientras le caían gotas de agua al suelo.

La gente estaba encogida de terror. Excepto la Horda, según pudo ver el señor Saveloy. Cuando se les presentaban peligros desconocidos pero terribles, los miembros de la Horda se ponían furiosos o bien se quedaban perplejos.

Entonces se alegró. No eran mejores, solamente distintos. No les importa enfrentarse a criaturas enormes y terribles, se dijo a sí mismo, pero pídeles que bajen a la calle para comprar una bolsa de arroz y se quedan hechos polvo…

—¿Qué hago ahora, Profe? —susurró Cohen.

—Bueno, eres el emperador —dijo el señor Saveloy—. Creo que tienes que hablar con él.

—Vale.

Cohen se puso de pie y saludó alegremente al gigante de terracota con la cabeza.

—Buenos días —dijo—. Lo habéis hecho muy bien ahí fuera. Tú y el resto de tus coleguitas tenéis el día libre para plantar geranios en vosotros mismos o lo que sea que hagáis. Esto… ¿tenéis un Gigante Número Uno con el que deba hablar?

El guerrero de terracota levantó un dedo con un crujido.

Luego se llevó dos dedos al antebrazo y después levantó otra vez el dedo.

Todo el mundo en la multitud empezó a hablar al mismo tiempo.

El gigante se tiró de un vestigio de oreja con dos dedos.

—¿Que puede querer decir eso? —dijo Seis Vientos Benéficos.

—Me resulta un poco difícil de creer —dijo el señor Saveloy—. Pero es un antiguo método de comunicación que usamos en la tierra de los vampiros chupasangre.

—¿Y lo podéis entender?

—Oh, sí. Creo que sí. Hay que intentar adivinar la palabra o la frase. Nos está intentando decir… esto… una palabra, dos sílabas. La primera sílaba suena como…

El gigante separó las piernas y puso los dos puños delante del pecho, en guardia, tapándose la cara con el izquierdo y untando golpes con el derecho.

—Boxeo —dijo el señor Saveloy—. ¿Boxear? ¿Fintar? ¿Juego de piernas? ¿Asalto? ¿Asalto? ¿K.O.? ¿Ring?

El gigante se dio un golpecito apresurado en la nariz y llevó a cabo un baile muy pesado y ruidoso, con varias partes de su armadura de terracota claqueteando.

—Suena como ring —dijo el señor Saveloy—. La primera sílaba suena como ring.

—Esto…

Una figura andrajosa se abrió paso entre la multitud. Llevaba gafas y tenía una lente rota.

—Esto… —dijo—, tengo una idea al respecto…

Lord Fang y algunos de sus guerreros de más confianza se habían congregado en la falda de las colinas. Un buen general siempre sabe cuándo ha de dejar el campo de batalla, y por lo que respectaba a lord Fang, el momento justo era cuando veía acercarse al enemigo.

Los hombres estaban conmocionados. No habían intentado hacer frente al Ejército Rojo. Y quienes lo habían intentado estaban muertos.

—Nos… reagrupamos —jadeó lord Fang—. Y luego esperaremos a que caiga la noche y… ¿qué es eso?

Se oyó un ruido rítmico procedente de los matorrales que había ladera arriba, donde los corrimientos de tierras habían abierto otro barranco lleno de maleza.

—Suena como un carpintero, señor —dijo uno de los soldados.

—¿Aquí arriba? ¿En medio de una guerra? ¡Id a ver qué es!

El hombre se alejó apresuradamente. Al cabo de un rato el ruido que parecía alguien serrando se detuvo. Y luego se reanudó.

Lord Fang había estado intentando urdir un nuevo plan de batalla basado en los Nueve Principios Útiles. Tiró su mapa al suelo.

—¿Por qué continúa el ruido? ¿Dónde está el capitán Nong?

—No ha vuelto, señor.

—¡Entonces id a ver qué le ha pasado!

Lord Fang intentó recordar si el gran sabio militar había dicho algo alguna vez sobre cómo combatir a estatuas invulnerables gigantes. El…

El ruido de serrería se detuvo. Luego fue reemplazado por el ruido de los martillazos.

Lord Fang miró a su alrededor.

—¿Cómo puedo conseguir que alguien obedezca una de mis órdenes? —vociferó.

Recogió su espada y subió dando tumbos la ladera enfangada. Los matorrales se abrieron a su paso. Apareció un claro. Luego una forma que se movía deprisa, usando centenares de pierneci…

Se oyó un ruido seco.

Llovía tan fuerte que las gotas tenían que hacer cola.

En algunas partes la tierra roja tenía docenas de metros de profundidad. Producía dos o tres cosechas al año. Era rica. Era fecunda. Cuando estaba mojada, era extremadamente pegajosa.

Los ejércitos supervivientes habían salido chapoteando del campo de batalla, tan rojos de la cabeza a los pies como los hombres de terracota. Dejando de lado a los que habían sido pisoteados, lo cierto era que el Ejército Rojo no había matado a mucha gente. El terror les había hecho la mayor parte del trabajo. En realidad habían muerto más hombres en las breves batallas entre ejércitos y, durante las carreras para escapar, por sus propios bandos[25].

El ejército de terracota se quedó con todo el llano para campar a sus anchas. Y estaban celebrando la victoria de maneras diversas. Muchos guardias estaban caminando en círculos, vadeando por el barro pegajoso como si no fuera más que aire sucio. Algunos estaban cavando una zanja, cuyos lados se les deshacían encima bajo la lluvia torrencial. Unos cuantos intentaban trepar por paredes que no existían. Varios, posiblemente como resultado de tanto esfuerzo tras siglos de mantenimiento cero, habían explotado espontáneamente causando una lluvia de chispas azules, y la metralla de arcilla al rojo vivo había sido un factor importante en la cuenta de bajas enemigas.

Y entretanto la lluvia no paraba, formando una cortina sólida de agua. No parecía una lluvia natural. Daba la impresión de que el mar había decidido reclamar la tierra por vía aérea.

Rincewind cerró los ojos. Tenía la armadura cubierta de barro. Ya no veía los dibujos, y era un alivio porque estaba bastante seguro de que se estaba haciendo un lío. Se podía ver lo que estaba viendo cualquier guerrero, o por lo menos parecía que debería poderse si uno sabía cómo funcionaban algunos de los dibujos más extraños y cómo pulsarlos en el orden adecuado. Rincewind no lo sabía, y en cualquier caso quien fuera que hubiera fabricado aquella armadura mágica no había tenido en cuenta la posibilidad de que alguien la usara hundido en barro hasta las rodillas durante un río vertical. De vez en cuando soltaba chispas. Una de las botas se estaba calentando.

¡Y había empezado tan bien! Pero entonces había aparecido lo que él empezaba a llamar el factor Rincewind. Probablemente algún otro mago habría sacado al ejército en formación y no le habría llovido encima y en aquellos momentos estaría desfilando por las calles de Hunghung mientras la gente tiraba flores y decía: «A fe mía, el Gran Hechicero existe, no hay duda».

Algún otro mago no habría pulsado el dibujo equivocado y habría puesto a aquellas cosas a cavar.

Se dio cuenta de que se estaba revolcando en autocompasión. Y de forma más pertinente, se estaba revolcando en barro. Y se estaba hundiendo. De nada servía intentar sacar un pie: no funcionaba, y además el otro pie se le hundía más y se seguía recalentando.

Cayó un relámpago en el suelo a su lado. Lo oyó chisporrotear, vio el humo, sintió el hormigueo de la electricidad y notó el sabor de hojalata quemada.

Otro relámpago alcanzó a un guerrero. El torso le explotó y causó una lluvia de alquitrán negro y pegajoso. Las piernas siguieron andando durante unos pocos pasos y luego se detuvieron.

El agua le rodeaba por completo, roja y espesa ahora que el río Hung estaba desbordado. Y el barro le seguía absorbiendo los pies como si fuera una caries gigante.

Algo pasó dando vueltas sobre el agua fangosa. Parecía un pedacito de papel.

Rincewind vaciló, luego extendió un brazo como pudo con una mano enguantada y lo pescó ahuecando la mano.

Era, tal como había esperado, una mariposa.

—Muchas gracias —dijo en tono amargo.

El agua se le escurrió entre los dedos.

Cerró la mano a medias, luego suspiró y, con toda la delicadeza que pudo, se colocó la criatura sobre un dedo. Las alas le colgaban, empapadas.

La protegió de la lluvia con la otra mano y sopló varias veces sobre las alas.

—Venga, lárgate.

La mariposa se giró. Sus ojos de facetas múltiples emitieron un breve resplandor verde y luego aleteó de forma experimental.

Dejó de llover.

Y empezó a nevar, pero solamente donde estaba Rincewind.

—Ah, sí —dijo Rincewind—. Claro que sí. Ah, muchísimas gracias.

Había oído decir que la vida era como un pájaro que entra volando en plena noche y cruza un salón atestado y luego sale por otra ventana de vuelta a la noche eterna. En el caso de Rincewind se las había apañado para dejar caer algo incontinente en su cena.

La nieve se detuvo. Las nubes se retiraron de la cúpula del cielo a una velocidad asombrosa y dejaron pasar un calor y una luz del sol que hicieron humear el barro casi de inmediato.

—¡Ahí estás! ¡Te hemos estado buscando por todas partes!

Rincewind intentó darse la vuelta, pero el barro se lo puso imposible. Se oyó un trompazo leñoso, como el de un tablón dejado caer sobre el limo húmedo.

—¿Nieve en su cabeza? ¿Con el sol que hace? Me dije a mí mismo: está claro que es él.

Se oyó el ruido de otro tablón.

Una pequeña avalancha cayó del yelmo y le resbaló a Rincewind por el cuello.

Otro trompazo y un tablón hizo salpicar el barro que había a su lado.

—Soy yo, Dosflores. ¿Estás bien, viejo amigo?

—Creo que se me está cociendo el pie, pero aparte de eso estoy como unas pascuas.

—Sabía que eras tú el que estaba haciendo la charada —dijo Dosflores, metiendo las manos debajo de los hombros del mago y tirando de él.

—¿Cogiste la sílaba «Wind»? —preguntó Rincewind—. Fue bastante difícil de hacer por control remoto.

—Oh, ninguno de nosotros la entendió —dijo Dosflores—. Pero cuando la cosa hizo: «ohmierdaohmierdaohmierdaohmierda, voy a morir», todo el mundo lo pilló a la primera. Muy inventivo. Ejem. Creo que estás atascado.

—Creo que son las botas mágicas.

—¿No puedes sacudírtelas? Este barro se seca como… bueno, como terracota al sol. Alguien puede venir después y desenterrarlas.

Rincewind intentó mover los pies. Hubo algunos burbujeos debajo del barro y sintió que se le soltaban los pies con un ruido apagado de sorbetón.

Por fin, con un esfuerzo considerable, se pudo sentar en el tablón.

—Siento lo de los guerreros —dijo—. Cuando empecé parecía muy sencillo, pero luego me lié con todos los dibujos y me resultó imposible que algunos pararan de hacer cosas…

—¡Pero si ha sido una victoria legendaria! —dijo Dosflores.

—¿Ah, sí?

—El señor Cohen ha sido proclamado emperador.

—¿Ah, sí?

—Bueno, no es que lo hayan proclamado, no lo ha proclamado nadie, simplemente ha llegado y ha cogido el cargo. Y todo el mundo dice que es la preencarnación del primer emperador y él dice que si tú quieres ser el Gran Hechicero, le parece bien.

—¿Perdona? Me he perdido…

—Tú has guiado al Ejército Rojo, ¿verdad? Les has hecho levantarse en la hora de necesidad del Imperio.

—Bueno, yo no diría exactamente que yo…

—Así que el emperador quiere recompensarte. Qué amable, ¿no?

—¿Qué quieres decir con recompensarme? —dijo Rincewind, intensamente receloso.

—La verdad es que no estoy seguro. En realidad, lo que dijo fue… —A Dosflores se le quedó una mirada perdida mientras intentaba acordarse—. Dijo: «Ve a buscar a Rincewind y dile que puede que sea un poco imbécil, pero que por lo menos es un buen tipo, así que puede ser Hechicero Jefe del Imperio, o como quiera llamarlo, porque no confío en vosotros…». —Dosflores miró hacia arriba con el ceño fruncido mientras intentaba recordar las palabras exactas de Cohen—… «casa de aspecto auspicioso… aroma a pinos… cabrones extranjeros».

Las palabras entraron goteando en el oído de Rincewind, le subieron hasta el cerebro y empezaron a aporrear las paredes.

—¿Hechicero Jefe? —dijo.

—Eso es lo que dijo. Bueno… en realidad lo que dijo fue que quería que fueras una mancha de vómito de golondrina, pero es porque usó el tono grave y triste en lugar del agudo e interrogativo. Pero está claro que quería decir mago.

—¿Del Imperio entero?

Rincewind se puso de pie.

—Va a pasar algo muy malo —dijo llanamente.

El cielo se había puesto bastante azul. Unos pocos ciudadanos se habían aventurado en el campo de batalla para atender a los heridos y recuperar a los muertos. Había guerreros de terracota tirados en ángulos distintos e inmóviles como rocas.

—En cualquier momento —dijo Rincewind.

—¿No deberíamos volver?

—Probablemente un impacto de meteorito —dijo Rincewind.

Dosflores miró el cielo en calma.

—Ya me conoces —dijo Rincewind—. Justo cuando estoy a punto de conseguir algo el Sino viene y me salta en los dedos.

—Yo no veo ningún meteorito —dijo Dosflores—. ¿Cuánto tenemos que esperar?

—Pues será otra cosa —dijo Rincewind—. Nos asaltará alguien, o habrá un terremoto, o algo.

—Si insistes —dijo Dosflores en tono cortés—. Ejem. ¿Quieres esperar aquí a que pase algo horrible o prefieres volver a palacio, bañarte, cambiarte de ropa y ver qué pasa?

Rincewind admitió que no pasaba nada por esperar un destino atroz con comodidad.

—Va a haber un banquete —dijo Dosflores—. El emperador dice que va a enseñar a todo el mundo a pillar una cogorza.

Emprendieron el regreso, de tablón en tablón, hacía la ciudad.

—¿Sabes? Juraría que nunca me contaste que estabas casado.

—Estoy seguro de que sí.

—Lamenté, esto… lamenté mucho enterarme de que tu mujer, esto…

—Son cosas de la guerra. Tengo dos hijas muy responsables.

Rincewind abrió la boca para decir algo pero la sonrisa jovial y nerviosa de Dosflores le congeló las palabras en la boca.

Llevaron a cabo su tarea sin hablar, recogiendo los tablones que quedaban detrás de ellos y extendiendo la pasarela por delante.

—Si miramos el lado bueno de las cosas —dijo Dosflores, rompiendo el silencio—, el emperador dice que puedes montar tu propia universidad si quieres.

—¡No! ¡No! ¡Que alguien me pegue con una barra de hierro, por favor!

—Ha dicho que está bastante a favor de la educación siempre y cuando nadie le obligue a tener una. Ha estado haciendo proclamas como un loco. Los eunucos han amenazado con ir a la huelga.

A Rincewind se le cayó el tablón al barro.

—¿Pero a qué se dedican los eunucos —dijo— que dejan de hacer cuando van a la huelga?

—Servir la comida, hacer las camas, cosas así. —Ah.

—En realidad están a cargo de la Ciudad Prohibida. Pero el emperador los ha persuadido de que abandonen su actitud.

—¿De verdad?

—Les ha dicho que si no se ponían manos a la obra enseguida les iba a cortar todo lo demás. Ejem, creo que el terreno ya es lo bastante firme.

Su propia universidad. Eso quería decir que sería… archicanciller. Rincewind el archicanciller se imaginó a sí mismo visitando la Universidad Invisible. Podía tener un sombrero con una punta realmente larga. Tendría derecho a ser maleducado con todo el mundo. Sería…

Intentó obligarse a parar de pensar así. Todo saldría mal.

—Por supuesto —dijo Dosflores—, puede ser que ya te hayan pasado todas las cosas malas. ¿No has considerado esa posibilidad? Tal vez ahora te toque algo bueno.

—No me vengas con esos rollos del karma —dijo Rincewind—. En lo que se refiere a mí, la rueda de la fortuna ha perdido unos cuantos radios.

—Pero es una idea a tener en cuenta —dijo Dosflores.

—¿Qué idea, que el resto de mi vida va a ser pacífico y agradable? Lo siento. No. Tú espera. Espera a que me confíe y… ¡paf!

Dosflores miró a su alrededor con interés.

—No sé por qué crees que has tenido una vida tan mala —dijo—. Cuando éramos más jóvenes nos lo pasamos muy bien. Eh, ¿te acuerdas de la vez en que nos lanzamos por el borde del mundo?

—A menudo —dijo Rincewind—. Normalmente a eso de las tres de la mañana.

—¿Y aquella vez en que íbamos montados en un dragón y desapareció en pleno vuelo?

—¿Sabes? —dijo Rincewind—. A veces pasa una hora entera sin que me acuerde de eso.

—¿Y aquella vez en que nos atacó aquella gente que quería matarnos?

—¿A cuál de las ciento cuarenta y nueve ocasiones te refieres?

—Esas cosas le fortalecen a uno el carácter —dijo Dosflores en tono feliz—. Me han hecho el que soy hoy en día.

—Ah, sí —dijo Rincewind. Hablar con Dosflores no suponía ningún esfuerzo. La naturaleza confiada del hombrecillo no conocía el concepto del sarcasmo y poseía una capacidad entusiasta de no oír las cosas que podían preocuparle—. Sí, ciertamente puedo decir que es la clase de cosas que me ha convertido en el hombre que soy hoy en día, también.

Entraron en la ciudad. Las calles estaban prácticamente vacías. La mayor parte de la gente había acudido a la plaza enorme que había delante de palacio. Los nuevos emperadores tenían tendencia a los despliegues de generosidad. Además, había corrido la noticia de que este de ahora era distinto y estaba regalando cerdos gratis.

—He oído que está hablando de mandar enviados a Ankh-Morpork —dijo Dosflores mientras subían la calle, goteando—. Sospecho que eso va a causar algún revuelo.

—¿Estaba presente en ese momento el tal Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri? —preguntó Rincewind.

—Pues mira, sí.

—¿Cuando visitaste Ankh-Morpork conociste alguna vez a un hombre llamado Escurridizo?

—Oh, sí.

—Si alguna vez se dan la mano esos dos, creo que va a haber una explosión.

—Pero tú también podrías volver —dijo Dosflores—. O sea, tu nueva universidad va a necesitar toda clase de cosas y, bueno, creo recordar que a la gente de Ankh-Morpork le gustaba mucho el oro.

Rincewind hizo rechinar los dientes. La imagen no quería desaparecer: el archicanciller Rincewind comprando la Torre del Arte, haciéndoles numerar todas las piedras y mandándola hacia Hunghung. El archicanciller Rincewind contratando a todo el profesorado como bedeles. El archicanciller Rincewi…

—¡No!

—¿Perdona?

—¡No me animes a pensar así! ¡En cuanto me crea que todo va a valer la pena sucederá algo espantoso!

Hubo un movimiento detrás de él y un cuchillo se apretó de repente contra su garganta.

—¿La Gran Mancha de Vómito de Golondrina? —preguntó una voz junto a su oído.

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Lo ves? ¡Corre, escapa! ¡No te quedes ahí, jodido memo! ¡Corre!

Dosflores se quedó un momento mirando y luego se giró y se alejó correteando.

—Dejadlo ir —dijo la voz—. Él no importa.

Unas manos lo metieron en un callejón. Le pareció notar una armadura y también barro. Sus captores estaban avezados en la técnica de arrastrar a un prisionero de forma que no pudiera apoyar un pie en ninguna parte.

Luego lo dejaron caer sobre los adoquines.

—A mí no me parece tan grande —dijo una voz imperiosa—. ¡Mírame, Gran Hechicero!

Los soldados dejaron escapar una sonrisa nerviosa.

—¡Idiotas! —Lord Hong se enfureció—. ¡Es solamente un hombre! ¡Miradlo! ¿Acaso parece poderoso? ¡Solo es un hombre que ha encontrado unos viejos trucos! Y vamos a descubrir lo grande que es sin brazos ni piernas.

—Oh —dijo Rincewind.

Lord Hong se inclinó hacia él. Tenía barro en la cara y un resplandor enloquecido en la mirada.

—Y veremos qué puede hacer entonces tu emperador bárbaro, ¿no te parece? —Señaló al grupo de soldados sombríos y pringados de barro—. ¿Sabes que medio se creen que realmente eres un gran hechicero? Así es la superstición, me temo. Muy útil la mayor parte del tiempo y puñeteramente inconveniente en ocasiones. Pero cuando te escoltemos hasta la plaza y allí les enseñemos lo grande que eres en realidad, creo que a tu bárbaro no le quedará mucho tiempo. ¿Qué es esto?

Le quitó los guantes de las manos a Rincewind.

—Juguetes —dijo—. Artilugios. El Ejército Rojo no es más que máquinas, como los molinos y las bombas de riego. No tienen nada de magia.

Los tiró a un lado y señaló con la cabeza a uno de los guardias.

—Y ahora —dijo lord Hong—, vayamos a la plaza Imperial.

—¿Qué te parece ser gobernador de Bhangbhangduc y todas estas islas de por aquí? —preguntó Cohen, mientras la Horda examinaba un mapa del Imperio—. ¿Te gusta la costa, Hamish?

—¿Mande?

Las puertas de la Salón del Trono se abrieron de par en par. Dosflores entró correteando y seguido por Un Río Grande.

—¡Lord Hong ha capturado a Rincewind! ¡Lo va a matar!

Cohen levantó la vista.

—Puede escaquearse con magia, ¿no?

—¡No! ¡Ya no tiene al Ejército Rojo! ¡Lo van a matar! ¡Tenéis que hacer algo!

—Buf, bueno, ya sabes lo que pasa con los magos —dijo Truckle—. Ya hay demasiados tal y como están las cosas…

—No. —Cohen cogió su espada y suspiró—. Vamos.

—Pero Cohen…

—He dicho que vamos. Nosotros no somos como Hong. Rincewind puede ser una rata, pero es nuestra rata. Así pues, ¿vienes o qué?

Lord Hong y su grupo de soldados casi habían llegado al pie de la amplia escalinata del palacio cuando salió la Horda. La multitud los rodeó, contenida por los soldados.

Lord Hong sostuvo a Rincewind muy cerca de sí, con un cuchillo en su garganta.

—Ah, emperador —dijo en ankh-morporkiano—. Volvemos a encontrarnos. Jaque, creo.

—¿Qué quiere decir? —susurró Cohen.

—Cree que te tiene entre la espada y la pared —dijo el señor Saveloy.

—¿Cómo sabe que no voy a dejar morir al mago?

—Psicología del individuo, me temo.

—¡Esto no tiene ningún sentido! —gritó Cohen—. Si lo matas, estarás muerto en cuestión de segundos. ¡Yo me encargaré en persona!

—Ciertamente no —dijo lord Hong—. Cuando tu… Gran Hechicero… haya muerto, cuando la gente vea la facilidad con que muere… ¿Cuánto tiempo vas a ser emperador? ¡Has ganado usando trucos!

—¿Cuáles son vuestros términos? —preguntó el señor Saveloy.

—Ninguno. No podéis darme nada que no pueda coger por mí mismo. —Lord Hong cogió el sombrero de Rincewind que llevaba uno de los guardias y se lo embutió a Rincewind en la cabeza—. Esto es tuyo —dijo entre dientes—. «Echicero». ¡Ja! ¡Ni siquiera sabes escribir! ¿Y bien, echicero? ¿No vas a decir nada?

—¡Oh, no!

Lord Hong sonrió.

—Ah, eso está mejor —dijo.

—¡Oh, nooooooo!

—¡Muy bien!

—¡Aaaargh!

Lord Hong parpadeó. Por un momento la figura que tenía delante pareció estirarse hasta el doble de su estatura y luego encogerse de golpe hasta tener los pies debajo de la barbilla.

Y luego desapareció con un pequeño estampido.

La plaza quedó en silencio salvo por el sonido de varios millares de personas manifestando su asombro.

Lord Hong hizo un gesto vago con la mano en el aire.

—¿Lord Hong?

Se giró. Había un hombre bajito tras su espalda, cubierto de mugre y de barro. Llevaba unas gafas con una de las lentes rota.

Lord Hong apenas le echó un vistazo. Volvió a palpar el aire, incapaz de dar crédito a sus sentidos.

—Perdonad, lord Hong —dijo la aparición—. ¿Pero por casualidad os acordáis de Bes Pelargic? ¿Hace unos seis años? Creo que estabais batallando con lord Tang. Hubo una especie de escaramuza. Unas cuantas calles destruidas. Nada muy importante.

Lord Hong parpadeó.

—¡Cómo te atreves a dirigirte a mí! —consiguió articular.

—La verdad es que no importa —dijo Dosflores—. Pero es que me habría gustado que os acordarais. Me… enfadé bastante. Esto… Quiero luchar contra vos.

¿Tú quieres luchar contra ? ¿Sabes con quién estás hablando? ¿Tienes la más mínima idea?

—Esto… Sí. Oh, sí —dijo Dosflores.

La atención de lord Hong se concentró por fin. No había sido un buen día.

—¡Hombrecillo estúpido e insensato! ¡Ni siquiera tienes espada!

—¡Eh! ¡Cuatroojos!

Los dos se giraron. Cohen le lanzó su espada. Dosflores la cogió con torpeza y casi se desplomó bajo su peso.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el señor Saveloy.

—El hombre quiere ser un héroe. A mí me parece bien —dijo Cohen.

—¡Lo va a destrozar!

—Puede ser, puede ser. Está claro que puede ser —admitió Cohen—. No depende de mí.

—¡Padre!

Flor de Loto agarró del brazo a Dosflores.

—¡Te va a matar! ¡Vete de aquí!

—No.

Mariposa cogió el otro brazo de su padre.

—Esto no va a servir para ningún buen propósito —dijo—. Vamos. Podemos encontrar un momento mejor…

—Mató a vuestra madre —dijo Dosflores llanamente.

—La mataron sus soldados.

—Peor todavía. Él ni siquiera se enteró. Por favor, apartaos las dos.

—Mira, padre…

—Si no hacéis las dos lo que os digo, me enfadaré.

Lord Hong desenvainó su larga espada. El filo relució.

—¿Sabes algo de lucha, oficinista?

—No, la verdad es que no —dijo Dosflores—. Pero lo importante es que alguien os tiene que plantar cara. No importa lo que les pase después.

La Horda estaba observando con interés considerable. Por endurecidos que estuvieran, la valentía insensata les tocaba una fibra sensible.

—Sí —dijo lord Hong, examinando a la multitud silenciosa—. Que todo el mundo vea lo que pasa.

Levantó su espada.

El aire crepitó.

El Perro Ladrador cayó en las losas delante de él.

Estaba muy caliente. Tenía la mecha encendida.

Hubo un breve chisporroteo.

Luego el mundo se volvió blanco.

Al cabo de un tiempo, Dosflores consiguió levantarse. Parecía ser el primero que lo hacía. Los que no se habían arrojado al suelo habían huido.

Lo único que quedaba de lord Hong era un zapato, que ardía lentamente. Pero había un rastro humeante que subía la escalera que tenía detrás.

Renqueando un poco, Dosflores siguió el rastro.

Había una silla de ruedas volcada sobre un lado, con una rueda girando.

Se asomó por encima de ella.

—¿Está usted bien, señor Hamish?

—¿Mande?

—Bien.

El resto de la Horda estaba agachada en un círculo en lo alto de las escaleras. El humo formaba una nube a su alrededor. En su trayectoria, la bola había incendiado una parte del palacio.

—¿Me oyes, Profe? —estaba diciendo Cohen.

—¡Claro que no te oye! ¿Cómo te va a oír, con esa pinta? —dijo Truckle.

—Podría estar vivo —dijo Cohen en tono desafiante.

—Está muerto, Cohen. Muerto de verdad. La gente viva tiene más cuerpo.

—¿Pero ustedes están todos vivos? —dijo Dosflores—. ¡Lo vi ladrar directamente hacia ustedes!

—Nos apartamos —dijo Willie el Chaval—. Se nos da bien quitarnos de en medio.

—El pobre Profe no tenía nuestra experiencia en no morir —dijo Caleb.

Cohen se puso de pie.

—¿Dónde está Hong? —preguntó en tono sombrío—. Voy a…

—También ha muerto, señor Cohen —dijo Dosflores.

Cohen asintió, como si todo aquello fuera perfectamente normal.

—Se lo debemos al viejo Profe —dijo.

—Era un buen tipo —admitió Truckle—. Tenía unas ideas raras sobre las palabrotas, eso sí.

—Tenía cerebro. ¡Le importaban las cosas! ¡Y puede que no haya vivido como un bárbaro, pero está jodidamente claro que lo vamos a enterrar como a un bárbaro! ¿De acuerdo?

—En un drakar en llamas —sugirió Willie el Chaval.

—Caramba —dijo el señor Saveloy.

—En una fosa enorme, encima de los cuerpos de sus enemigos —sugirió Caleb.

—Por todos los dioses, ¿toda la clase de 4B? —dijo el señor Saveloy.

—En un túmulo funerario —sugirió Vincent.

—De veras, no les quiero causar molestias —dijo el señor Saveloy.

—En un drakar en llamas, encima de un montón de cuerpos enemigos y debajo de un túmulo funerario —dijo Cohen en tono inexpresivo—. Nada es demasiado bueno para el viejo Profe.

—Pero les aseguro que me encuentro bien —dijo el señor Saveloy—. De verdad, yo… Oh.

¿RONALD SAVELOY?

El señor Saveloy se giró.

—Ah —dijo—. Sí, ya veo.

¿LE IMPORTARÍA VENIR HACIA AQUÍ?

El palacio y la Horda se congelaron y se desvanecieron lentamente, como un sueño.

—Tiene gracia —dijo el señor Saveloy, siguiendo a la Muerte—. No me esperaba que pasara así.

POCA GENTE SE ESPERA QUE PASE DE NINGUNA MANERA.

Una arena negra y gruesa crujía bajo lo que el señor Saveloy suponía que debía de llamar todavía sus pies.

—¿Dónde estamos?

EN EL DESIERTO.

La luz era brillante y sin embargo el cielo estaba negro como en plena medianoche. El señor Saveloy miró al horizonte.

—¿Cómo de grande es?

PARA ALGUNOS, MUY GRANDE. PARA LORD HONG, POR EJEMPLO, CONTIENE A MUCHOS FANTASMAS IMPACIENTES.

—Yo pensaba que lord Hong no creía en los fantasmas.

PUEDE QUE AHORA SÍ. MUCHOS FANTASMAS CREEN EN LORD HONG.

—Oh, esto… ¿Y ahora qué pasa?

—¡Vamos, vamos, que no tengo todo el día! ¡Camina con garbo, hombre!

El señor Saveloy se giró y miró a la mujer montada a caballo. Era un caballo grande, pero es que la mujer también era grande. Llevaba trenzas, un casco con cuernos y una coraza que debía de haberle costado una semana entera de trabajo a un chapista experimentado. La mujer le echó una mirada que no carecía de amabilidad pero que rezumaba impaciencia por todas partes.

—¿Perdone?

—Aquí pone Ronald Saveloy —dijo ella—. ¿El qué?

—¿El qué?

—Todo el mundo al que recojo —dijo la mujer, inclinándose—. Se llama «Fulanito el Algo». ¿Qué el eres tú?

—Lo siento, yo…

—Te pondré Ronald el Disculpador, entonces. Ven, súbete, hay una guerra en marcha, tenemos que irnos.

—¿Adónde?

—Aquí dice atracarse de comida, irse de juerga y lanzar hachas al pelo de mujeres jóvenes, ¿no?

—Ah, esto… Creo que tal vez ha habido alguna clase de eq…

—Mira, abuelo, ¿vienes o qué?

El señor Saveloy miró al desierto negro que le rodeaba. Estaba completamente solo. La Muerte se había ido a ocuparse de sus asuntos básicos.

Dejó que la mujer lo subiera al caballo detrás de ella.

—¿Tienen biblioteca, por casualidad? —preguntó en tono esperanzado mientras el caballo se alejaba cabalgando hacia el cielo oscuro.

—No lo sé. Nadie ha preguntado nunca.

—O clases nocturnas tal vez. ¿Podría empezar unas clases nocturnas?

—¿De qué?

—Ejem. De lo que fuera. Modales en la mesa, por ejemplo. ¿Está permitido?

—Supongo. No creo que nadie haya preguntado tampoco por eso. —La valkiria se giró en su silla de montar—. ¿Seguro que estás yendo al Más Allá que te corresponde?

El señor Saveloy consideró las posibilidades.

—Teniéndolo todo en cuenta —dijo—, creo que vale la pena intentarlo.

La multitud de la plaza se estaba poniendo de pie.

Todos miraban lo que quedaba de lord Hong y luego a la Horda.

Mariposa y Flor de Loto fueron con su padre. Mariposa pasó la mano por el cañón en busca del truco.

—¿Lo ves? —dijo Dosflores, en tono no muy claro porque todavía no podía oír el sonido de su propia voz—. Ya os dije que era el Gran Hechicero.

Mariposa le dio un golpecito en el hombro.

—¿Qué pasa con esos? —preguntó ella.

Una pequeña procesión estaba cruzando la plaza. Al frente, Dosflores reconoció algo que una vez había sido propiedad suya.

—Era un ejemplar muy barato —dijo, dirigiéndose a nadie en concreto—. Siempre me dio la impresión de que no funcionaba muy bien, para ser sincero.

Iba seguido por un Equipaje ligeramente más grande. Y luego, en orden descendente de tamaños, cuatro baúles pequeñitos, el menor de ellos del tamaño de un bolso. Al pasar junto a un hunghungués tumbado boca abajo que estaba demasiado aturdido para huir, se detuvo para darle una patada en la oreja antes de echar a correr detrás del resto.

Dosflores miró a sus hijas.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó—. ¿Crear otros nuevos? Creí que necesitaban carpinteros.

—Supongo que ha aprendido muchas cosas en Anj-Mor-Pork —dijo Mariposa.

Los Equipajes se congregaron delante de las escaleras. Luego el Equipaje se dio la vuelta y, después de un par de miradas tristes hacia atrás, o lo que hubieran sido miradas de haber tenido ojos, se alejó al medio galope. Para cuando llegó a la otra punta de la plaza ya se lo veía borroso de velocidad.

—¡Eh, tú! ¡Cuatroojos!

Dosflores se volvió. Cohen estaba bajando las escaleras.

—Me acuerdo de ti —dijo—. ¿Sabes algo del oficio de gran visir?

—Nada de nada, señor emperador Cohen.

—Bien. El trabajo es tuyo. Venga, a currar. Antes de nada quiero una taza de té. Lo bastante espeso como para que flote en él una herradura. Tres azucarillos. En cinco minutos. ¿De acuerdo?

—¿Una taza de té en cinco minutos? —dijo Dosflores—. ¡Pero si en ese tiempo no puede hacerse ni una ceremonia corta!

Cohen le pasó un brazo de compañerismo por los hombros al hombrecillo.

—Hay una ceremonia nueva —dijo—. Va así: «El té está listo, cariño. ¿Leche? ¿Azúcar? ¿Rosquilla? ¿Quieres otro?». Y puedes decirle a los eunucos —añadió— que el emperador es un hombre que se lo toma todo al pie de la letra y que ha usado la expresión «rodarán cabezas».

La mirada de Dosflores brilló detrás de sus gafas rotas. Por alguna razón, le gustó cómo sonaba aquello.

Parecía como si estuviera viviendo en tiempos interesantes…

Los Equipajes permanecieron sentados en silencio, esperando.

Sino se reclinó en su asiento.

Los dioses se relajaron.

—Empate —anunció—. Oh, sí. Parece que has ganado en Hunghung pero al mismo tiempo has tenido que perder tu pieza más importante, ¿no es así?

—¿Perdón? —dijo la Dama—. No te sigo.

—Por lo que yo sé de eso de… la física… —dijo Sino—, no me puedo creer que algo pueda materializarse en la universidad sin morir casi al instante. Una cosa es chocar con una tormenta de nieve, y otra muy distinta es chocar con una pared.

—Yo nunca sacrifico un peón —dijo la Dama.

—¿Cómo puedes confiar en ganar sin sacrificar un peón de vez en cuando?

—Oh, yo nunca juego para ganar. —Ella sonrió—. Pero sí juego para no perder. Observa…

El Consejo de los Magos estaba congregado delante de la pared del fondo de la Gran Sala y contemplaba la cosa que ahora cubría la mitad de la misma.

—Un efecto interesante —dijo Ridcully al cabo de un rato—. ¿A qué velocidad creéis que iba?

—A unos ochocientos kilómetros por hora —dijo Ponder—. Creo que tal vez hemos sido un poco entusiastas. Hex dice…

—De cero a ochocientos kilómetros por hora —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Debe de haber sido una buena sorpresa.

—Sí —dijo Ridcully—, pero supongo que para la pobre criatura debe de haber sido un alivio que fuera tan breve.

—Y por supuesto, tenemos que dar todos gracias de que no fuera Rincewind.

Un par de magos tosieron.

El decano se apartó un poco.

—¿Pero qué demonios es?

—Era —dijo Ponder Stibbons.

—Podemos echar un vistazo a los bestiarios —dijo Ridcully—. No puede ser difícil de averiguar. Gris. Pezuñas traseras grandes y parecidas a zapatos de payaso. Orejas de conejo. Cola larga y en punta. Y por supuesto, no muchas criaturas miden seis metros de ancho, tres centímetros de grosor y están muy fritas, así que eso limita las posibilidades.

—No quiero empañar el momento —dijo el decano—, pero si no es Rincewind, ¿dónde está él entonces?

—Estoy seguro de que el señor Stibbons puede darnos una explicación de por qué han salido mal sus cálculos —dijo Ridcully.

A Ponder se le descolocó la mandíbula.

Luego dijo, en el tono más agrio que se atrevió a adoptar:

—Probablemente me he olvidado de tener en cuenta que en un triángulo hay tres ángulos rectos, ¿no? Ejem. Tendré que intentar rehacerlo todo, pero creo que de alguna forma se ha introducido un componente lateral en lo que debería haber sido un sortilegio de transferencia bidireccional. Es probable que esto haya sido más pronunciado en el punto efectivo intermedio, haciendo que aparezca un nodo adicional en las transferencias, en un punto equidistante a los otros dos como se predice en la Tercera Ecuación de Flume, y la Ley de Turffe se encargaría entonces de que la distorsión se estabilizara de forma que se creasen tres puntos distintos, cada uno de los cuales movería una masa más o menos equivalente de un vértice a otro del triángulo. No estoy seguro de por qué la tercera masa ha llegado aquí tan deprisa, pero creo que el aumento de velocidad puede haber sido causado por la creación repentina del nodo. Por supuesto, puede que ya estuviera yendo muy rápido. Pero no creo que en su estado natural estuviera cocinada.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ridcully—. Creo que sí he entendido algo de todo eso. Algunas de las palabras más cortas, seguro.

—Oh, es perfectamente simple —dijo el tesorero en tono jovial—. Hemos mandado el… perro ese a Hunghung. A Rincewind lo hemos mandado a otro sitio. Y a esta criatura la hemos traído aquí. Es como en Pasar el Paquete.

—¿Lo ves? —le dijo Ridcully a Stibbons—. Estás usando un lenguaje que puede entender el tesorero. Que lleva toda la mañana persiguiendo la rana seca.

El Bibliotecario entró dando tumbos en el salón llevando un atlas enorme a cuestas.

—Oook.

—Por lo menos puedes enseñarnos dónde crees que está nuestro hombre —dijo Ridcully.

Ponder se sacó del sombrero una regla y un par de compases.

—Bueno, si suponemos que Rincewind estaba en medio del Continente Contrapeso —dijo—, entonces solamente tenemos que trazar…

—¡Oook!

—Le aseguro que solamente iba a usar lápiz…

Eeek.

—Lo único que tenemos que hacer es imaginar, ¿de acuerdo?, un tercer punto equidistante de los otros dos… esto… que a mí me parece que está en alguna parte del Océano Periférico, o probablemente más allá del Borde…

—No me imagino a esa cosa en el mar —dijo Ridcully, echando un vistazo al cadáver recientemente laminado.

—En ese caso, debe de venir de la otra dirección…

Los magos se congregaron.

Allí sí que había algo.

—Ni siquiera está bien dibujado —dijo el decano.

—Eso es porque nadie está seguro de que exista realmente —dijo el prefecto mayor.

Flotaba en medio del mar y era un continente pequeño para tratarse del Mundodisco.

—«XXXX» —leyó Ponder.

—Solamente lo llaman así en el mapa porque nadie sabe cómo se llama en realidad —dijo Ridcully.

—¿Y lo hemos enviado allí? —preguntó Ponder—. ¿A un sitio que ni siquiera estamos seguros de que exista?

—Oh, ahora sabemos que existe —dijo Ridcully—. Tiene que existir. Está claro. Y tiene que ser una tierra bastante rica, si las ratas crecen tanto.

—Voy a ver si puedo traerlo de… —empezó a decir Ponder.

—Ah, no —dijo Ridcully con firmeza—. No, muchas gracias. La próxima vez podría ser un elefante el que nos pasara volando por encima, y esas cosas salpican a lo bestia. No. Dejad en paz al pobre tipo. Tendremos que pensar en otra cosa.

Se frotó las manos.

—Yo ya tengo ganas de cenar —dijo.

—Ejem —dijo el prefecto mayor—. ¿Creen que hemos hecho bien al encender la mecha antes de enviar esa cosa?

—Ciertamente —dijo Ridcully mientras todos se alejaban—. Nadie podrá decir que no lo hemos devuelto exactamente como nos llegó.

Hex soñaba tranquilamente en su sala.

Los magos tenían razón. Hex no podía pensar.

Todavía no existían palabras para lo que podía hacer.

Ni siquiera Hex sabía lo que era capaz de hacer.

Pero lo iba a averiguar.

La pluma chirrió y pasó dejando manchas por una hoja nueva de papel y trazó, sin ninguna razón en particular, un calendario del año coronado por un dibujo más bien anguloso de un sabueso, de pie sobre las patas traseras.

El suelo era rojo igual que en Hunghung. Pero mientras que la arcilla de allí era tan rica que dejar una silla en el césped significaba que para el anochecer uno ya tenía cuatro arbolitos, el suelo de aquí era de una arena que parecía haber enrojecido como resultado de cocerse durante un verano de un millón de años.

Había puñados esporádicos de hierba amarillenta y grupos bajos de árboles de color verde grisáceo. Pero lo que había por todas partes era calor.

Esto era especialmente notable en el estanque que había bajo los árboles de caucho fantasmagóricos. Estaba humeando.

Una figura emergió de entre las nubes, quitándose con aire distraído las partes quemadas de su barba.

Rincewind esperó a que su mundo personal hubiera dejado de girar y se concentró en los cuatro hombres que lo estaban mirando.

Eran negros, tenían líneas y espirales pintadas en la cara y debían de llevar entre todos medio metro cuadrado de tela.

Había tres razones por las que Rincewind no era racista. Había ido a parar a demasiados sitios demasiado de repente como para desarrollar aquella clase de mentalidad. Además, si lo pensaba a fondo, la mayor parte de las cosas realmente terribles que le habían pasado se las habían hecho gente bastante pálida con roperos enormes. Estas eran dos de las razones.

La tercera era que aquellos hombres, que ahora se levantaban desde su posición semiacuclillada, estaban todos apuntando a Rincewind con lanzas, y hay algo en la imagen de cuatro lanzas que te apuntan a la garganta que causa un respeto sin fin y que hace aparecer espontáneamente la palabra «señor» en la mente.

Uno de los hombres se encogió de hombros y bajó la lanza.

—Buenos días, colega —dijo.

Aquello dejaba la cosa en solamente tres lanzas, lo cual era una mejora.

—Ejem. Esto no es la Universidad Invisible, ¿verdad, señor? —dijo Rincewind.

Las otras lanzas dejaron de apuntarlo. Los hombres sonrieron. Tenían unos dientes muy blancos.

—¿Klatch? ¿Howondalandia? Parece Howondalandia —dijo Rincewind en tono esperanzado.

—A esos colegas no los conozco, colega —dijo uno de los hombres.

Los otros tres se congregaron a su alrededor.

—¿Cómo lo llamamos?

—El Colega Canguro. Calma y tranquilidad. Hace un momento era un canguro y ahora es un colega. Los colegas antiguos dicen que estas cosas pasaban todo el tiempo, en la época del Sueño.

—Pensaba que iba a tener mejor pinta que eso.

—Sí.

—Solamente hay una forma de saberlo.

El hombre que parecía ser el líder del grupo avanzó hacia Rincewind con la clase de sonrisa que se usa con los imbéciles y con la gente que lleva pistolas, y blandió un palo.

Era plano y tenía una curva en el centro. Alguien había invertido bastante tiempo en hacerle unos dibujos muy bonitos con puntitos de colores. Por alguna razón, Rincewind no se sorprendió en absoluto de ver una mariposa entre ellos.

Los cazadores lo miraron expectantes.

—Esto, sí —dijo—. Muy bueno. Muy buena artesanía, sí. Interesante efecto puntillista. Es una pena que no encontraras un trozo de madera más recto.

Uno de los hombres dejó su lanza, se puso en cuclillas y cogió un tubo largo de madera, cubierto de los mismos dibujos. Se puso a soplarlo. El efecto no era nada desagradable. Sonaba como sonarían las abejas si hubieran inventado la orquestación sinfónica.

—Ejem —dijo Rincewind—. Sí.

Era obviamente una prueba. Le habían dado un trozo de madera doblada. Tenía que hacer algo con ella. Estaba claro que era muy importante. Iba a…

Oh, no. Iba a decir algo o a hacer algo, ¿verdad? Y luego ellos dirían, sí, tú eres el Gran Colega o algo así, y lo arrastrarían con ellos y aquel sería el principio de otra Aventura, es decir, un periodo de horror y cosas desagradables. La vida estaba llena de trucos como aquel.

Bueno, aquella vez Rincewind no iba a picar.

—Me quiero ir a casa —dijo—. Quiero volver a la biblioteca donde tenía una vida tranquila. Y no sé dónde estoy. Y no me importa lo que me hagáis, ¿de acuerdo? No voy a tener ninguna clase de aventura ni a ponerme a salvar el mundo otra vez y no me podéis engañar para que lo haga con misteriosos trozos de madera.

Cogió el palo y lo tiró lejos de él con toda la fuerza que le quedaba.

Ellos se quedaron mirando cómo se cruzaba de brazos.

—No pienso jugar —dijo—. Me planto.

Ellos seguían mirando. Y ahora también estaban sonriendo hacia algo que tenía detrás.

Él notó que se estaba enfadando bastante.

—¿Me entendéis? ¿Me estáis escuchando? —dijo—. Es la última vez que el universo engaña a Rincewi…