Era una bonita mañana. El escondite se llenó de los ecos de los ruidos de la Horda de Plata al levantarse, gruñir, ajustarse diversas ortopedias quirúrgicas de fabricación casera, quejarse de que no encontraban las gafas y meterse en la boca por error dentaduras postizas ajenas.

Cohen estaba sentado con los pies en un barreño de agua caliente, disfrutando de la luz del sol.

—¿Profe?

El antiguo maestro de geografía se encontraba concentrado en un mapa que estaba haciendo.

—¿Sí, Gengis?

—¿De qué está hablando Hamish el Loco?

—Dice que el pan está rancio y que no encuentra sus dientes.

—Dile que si las cosas nos van bien podrá tener a una docena de chavalas solamente para que le mastiquen el pan.

—Eso no es muy higiénico, Gengis —dijo el señor Saveloy, sin molestarse en levantar la vista—. Recuerde lo que le expliqué de la higiene.

Cohen ni se molestó en responder. Estaba pensando: seis ancianos. Y no se puede contar realmente a Profe, es un pensador, no un luchador…

La duda no era una invitada habitual en el interior del cráneo de Cohen. Cuando uno está intentando arrastrar a una sacerdotisa virgen forcejeante y un saco de riquezas saqueadas en el templo en una mano y combatir a media docena de sacerdotes furiosos con la otra apenas queda tiempo para reflexionar. La selección natural ya se encargaba de que los héroes profesionales que en momentos cruciales tenían tendencia a hacerse preguntas del tipo «¿Cuál es mi meta en la vida?» dejaran rápidamente de tener ambas cosas.

Pero: seis ancianos… y el Imperio tenía casi a un millón de hombres armados.

Cuando uno miraba las probabilidades bajo la fría luz del día, o incluso bajo aquella luz más bien cálida y agradable del alba, se veía obligado a detenerse y hacer el cálculo aritmético de la muerte. Si el Plan salía mal…

Cohen se mordió el labio en actitud meditativa. Si el Plan salía mal, tardarían semanas en matar a todo el mundo. Tal vez tendría que haber dejado venir también al viejo Thog el Carnicero, aunque tuviera que dejar de pelear cada diez minutos para ir al lavabo…

Oh, bueno. Ahora ya se había comprometido, así que lo mejor que podía hacer era echarle ánimos.

El padre de Cohen lo había llevado a la cima de una montaña cuando era un chavalín, le había explicado el credo de los héroes y le había dicho que no había mayor felicidad que morir en la batalla.

Cohen enseguida captó el punto débil de aquello, y toda una vida de experiencia había reforzado su creencia en que de hecho un placer mayor era matar al otro cabrón que estaba en la batalla y terminar sentado en un montón de oro más alto que tu caballo. Era una observación que le había reportado grandes beneficios.

Se puso de pie y se desperezó bajo el sol.

—Hace una mañana fantástica, muchachos —dijo—. Me siento de narices. ¿Vosotros no?

Hubo un murmullo de asentimiento reticente.

—Bien —dijo Cohen—. Vamos a armarla.

La Gran Muralla rodea completamente el Imperio Agateo. La palabra importante es completamente.

Suele medir unos seis metros de altura y ser casi vertical por el lado de dentro. Está construida siguiendo playas y cruzando desiertos barridos por el viento e incluso al borde de acantilados donde las posibilidades de ataque desde el exterior son remotas. En las islas súbditas como Bhangbhangduc y Tingling hay murallas parecidas, todas ellas parte de la misma muralla metafórica, y eso es algo que resulta extraño a quienes carecen de una mentalidad militar reflexiva y no se dan cuenta de cuál es su función verdadera.

Es más que una simple muralla, es un hito. A un lado está el Imperio, que en el idioma agateo es la misma palabra que «universo». Al otro lado… no hay nada. Después de todo, el universo es lo único que hay.

Sí, puede que parezca que hay otras cosas, como el mar, islas, otros continentes y cosas por el estilo. Puede que incluso parezcan sólidas, puede parecer que es posible conquistarlas, caminar por ellas… pero en última instancia no son reales. La palabra agatea que significa extranjero es la misma que significa fantasma, y solo una pincelada la distingue de la palabra víctima.

Las murallas son empinadas a fin de desanimar a esa gente aburrida que se empeña en creer que puede haber algo interesante al otro lado. Por asombroso que parezca hay gente que no capta la indirecta, aun después de miles de años. Los que están cerca de la costa construyen balsas y navegan por mares solitarios rumbo a tierras que son una quimera. Los del interior recurren a cometas de un solo pasajero y a sillas propulsadas por fuegos artificiales. Muchos mueren en el intento, por supuesto. A otros muchos los pillan enseguida y les hacen vivir tiempos interesantes.

Pero algunos logran llegar a ese gran crisol llamado Ankh-Morpork. Llegan sin dinero —los marineros les cobran tanto como permita el mercado, o sea, todo—, pero tienen un destello enloquecido en los ojos y abren tiendas y restaurantes y trabajan veinticuatro horas al día. La gente llama a esto el Sueño Ankh-morporkiano (ganar montones de dinero en un lugar donde era poco probable que tu muerte fuera un asunto de política pública). Y quienes lo soñaban más intensamente eran los que no dormían.

A veces Rincewind pensaba que su vida estaba puntuada por los despertares. No siempre eran rudos. A veces eran meramente maleducados. Muy pocos —tal vez uno o dos— habían sido bastante agradables, sobre todo en la isla. El sol había salido a su modo aburrido, las olas habían lamido la playa de forma bastante tediosa, y en varias ocasiones él había conseguido emerger de la inconsciencia sin su chillidito habitual.

Aquel despertar no fue simplemente rudo. Fue directamente insolente. Lo estaban vapuleando y alguien le había atado las manos. Estaba oscuro, lo cual se debía al saco que le tapaba la cabeza.

Rincewind hizo algún cálculo y llegó a una conclusión.

Este es el decimoséptimo peor día de lo que llevo de vida, pensó.

Ser golpeado hasta la inconsciencia en bares era bastante corriente. Si sucedía en Ankh-Morpork entonces uno tenía muchos números de despertar tirado en el Ankh y echando de menos todo su dinero. O bien, si algún barco tenía que zarpar para un viaje largo e impopular, encadenado a algún imbornal sin más opción durante los dos años próximos que surcar los mares[19]. Pero por lo general el que te golpeaba quería mantenerte con vida. El Gremio de Ladrones era muy puntilloso con el tema. Tal como decían: «Golpea demasiado fuerte a un hombre y solamente podrás robarle una vez. Golpéale con la fuerza justa y podrás robarle todas las semanas».

Si ahora estaba en lo que le parecía ser un carro era porque alguien quería mantenerlo con vida por alguna razón.

Le gustaría que no se le hubiera ocurrido aquello.

Alguien le quitó el saco de la cabeza. Un semblante espantoso se lo quedó mirando.

—¡Me gustaría comerme tu pie! —chilló Rincewind.

—No te preocupes. Soy una amiga.

Fuera la máscara. Detrás había una mujer joven, con una cara redonda, una nariz respingona y muy distinta a todos los demás ciudadanos del lugar que Rincewind había visto hasta entonces. Y era, se dio cuenta, porque la joven lo estaba mirando fijamente. La ropa que llevaba, aunque no su cara, la había visto por última vez sobre el escenario.

—No grites —dijo.

—¿Por qué? ¿Qué me vas a hacer?

—Te habríamos dado una bienvenida adecuada pero no había tiempo. —Se sentó entre los fardos que había en la parte de atrás del carro bamboleante y lo examinó con ojo crítico—. Cuatro Gran Sandalia dijo que llegaste a lomos de un dragón y que aniquilaste a un regimiento de soldados.

—¿Ah, sí?

—Y que luego hiciste magia sobre un anciano venerable y se convirtió en un gran guerrero.

—¿Ah, sí?

—Y que le diste carne de verdad, aunque Cuatro Gran Sandalia solamente pertenece a la clase pung.

—¿Ah, sí?

—Y llevas tu sombrero.

—Sí, sí, tengo mi sombrero.

—Y aun así —dijo la chica—, no pareces un Gran Hechicero.

—Ah. Bueno, lo que pasa es…

La chica tenía un aspecto tan frágil como una flor. Y sin embargo acababa de sacarse, de alguna parte de los pliegues de su vestido, un cuchillo pequeño pero perfectamente funcional.

Rincewind había adquirido instinto para aquellas situaciones. Aquel no era probablemente el momento idóneo para negar su Gran Hechicería.

—Lo que pasa es… —repitió—… que… ¿cómo sé que puedo confiar en ti?

La chica pareció indignada.

—¿Es que no tienes unos poderes mágicos asombrosos?

—Oh, sí. ¡Sí! ¡Claro! Pero…

—¡Di algo en idioma mágico!

—Esto… Stercus, stercus, stercus, moriturus sum —dijo Rincewind con la vista clavada en el cuchillo.

—«¿Oh excremento, voy a morir?»

—Esto… es… un mantra especial que digo para hacer aumentar los flujos mágicos.

La chica se calmó un poco.

—Pero hacer magia requiere mucho esfuerzo —dijo Rincewind—. Volar a lomos de dragones, convertir mágicamente a ancianos en guerreros… Solamente puedo hacer un número limitado de esas cosas sin tomarme un descanso. Y ahora mismo estoy muy débil debido a las tremendas cantidades de magia que acabo de usar, mira por dónde.

Ella lo miró todavía con una sombra de duda en los ojos.

—Todos los campesinos creen en la llegada inminente del Gran Hechicero —dijo—. Pero en palabras del gran filósofo Ly Tin Wheedle, «cuando muchos esperan a un poderoso corcel pueden verle cascos a una hormiga».

Ella le echó otra mirada calculadora.

—Cuando estabas en el camino —dijo— te postraste delante del inspector de distrito Kee. Podrías haberlo abrasado con fuegos terribles.

—Estoy esperando el momento adecuado, espiando el territorio, no quiero estropear mi tapadera —balbuceó Rincewind—. Esto… No es bueno desvelar mi naturaleza de entrada, ¿verdad?

—¿Estás usando un disfraz?

—Sí.

—Es muy bueno.

—Gracias, porque…

—Solamente un gran mago se atrevería a adoptar el aspecto de un pedazo tan patético de humanidad.

—Gracias. Esto… ¿Cómo sabes que yo estaba en el camino?

—Te habrían matado allí mismo si yo no te hubiera dicho lo que tenías que hacer.

—¿Tú eras el guardia?

—Tuvimos que alcanzarte deprisa. Fue pura suerte que te viera Cuatro Gran Sandalia.

—¿Tuvimos, en plural?

Ella no hizo caso de la pregunta.

—Solamente son soldados provinciales. En Hunghung no me habría salido bien. Pero puedo interpretar muchos papeles. —Guardó el cuchillo, pero a Rincewind le dio la impresión de que no la había convencido de que lo creyera, solamente de que no lo matara.

Decidió probar suerte.

—Tengo un baúl mágico con piernas —dijo, con una nota de orgullo—. Me sigue a todas partes. Ahora mismo parece que se ha perdido, pero es un artilugio asombroso.

La chica lo miró con cara de palo. Luego extendió una mano de aspecto delicado y lo hizo ponerse de pie.

—¿No será —preguntó— algo parecido a esto?

Apartó las cortinas de la parte trasera del carro.

Dos baúles trotaban por el polvo junto a ellos. Tenían un aspecto más gastado y barato que el Equipaje, pero se notaba que eran de la misma especie, si es que el término podía aplicarse a los accesorios de viaje.

—Esto… Sí.

Ella lo soltó. La cabeza de Rincewind golpeó el suelo.

—Escúchame —dijo—. Están pasando muchas cosas malas. Yo no creo en los grandes hechiceros, pero hay otra gente que sí, y a veces la gente necesita creer en algo. Y si esa otra gente muere porque tenemos un hechicero que no es tan grande, entonces ese hechicero va a tener muy mala suerte. Puede que seas el Gran Hechicero. Si no lo eres, te sugiero que estudies mucho para hacerte grande. ¿Me he explicado con claridad?

—Esto… sí.

Rincewind había afrontado la muerte muchas veces. A menudo había de por medio espadas y armaduras. En esta ocasión solamente había involucrada una chica guapa y un cuchillo, pero de alguna forma se las había apañado para ser una de las peores veces. Ella se reclinó en su asiento.

—Somos un teatro itinerante —dijo—. Resulta práctico. A los actores Noh se les permite desplazarse.

—¿Ah, no? —dijo Rincewind.

—No me entiendes. Somos actores Noh profesionales.

—Venga, si no lo habéis hecho tan mal.

—Gran Hechicero. El «Noh» es una forma simbólica no realista de teatro que emplea un lenguaje arcaico, gestos estilizados y acompañamiento de flautas y tambores. Tu fingimiento de estupidez es magistral. Tanto que podría imaginarme que no estás actuando.

—Perdón, ¿cómo te llamas?

—Bonita Mariposa.

—Ejem… ¿Sí?

Ella lo fulminó con la mirada y se alejó hacia la parte delantera del carro.

El vehículo siguió su avance traqueteante. Rincewind estaba tumbado con la cabeza dentro de un saco que olía a cebolla y se dedicó a maldecir metódicamente a todo. Maldijo a las mujeres con cuchillos y a la historia en general, al profesorado de la Universidad Invisible, a su Equipaje ausente y a la población del Imperio Ágata. Pero en aquel momento, en lo alto de la lista estaba quien fuera que hubiese diseñado aquel carro. A juzgar por su tacto, la persona que había creído que aquella madera áspera y llena de astillas era la superficie adecuada para un suelo era también la persona que pensaba que «triangular» era una buena forma para una rueda.

El Equipaje acechaba desde una zanja, observado sin mucho interés por un hombre que sujetaba un búfalo de agua con una cuerda.

Se sentía avergonzado, desconcertado y perdido. Estaba perdido porque todo lo que le rodeaba le resultaba… familiar. La luz, los olores, el tacto de la tierra… Pero sentía que le faltaba un propietario.

Estaba hecho de madera. La madera es sensible a esas cosas.

Uno de sus muchos pies trazó ociosamente un contorno en el barro. Era un dibujo aleatorio y desdichado, familiar para cualquiera que haya tenido que estar de pie delante de una clase y recibir una bronca.

Por fin llegó a lo más parecido que puede llegar la madera a una decisión.

Lo habían regalado. Había pasado muchos años recorriendo tierras extrañas, conociendo criaturas exóticas y saltando una y otra vez sobre ellas. Ahora volvía a estar en el país donde una vez había sido árbol. Por tanto, era libre.

No era la secuencia de pensamiento más lógica del mundo, pero no estaba mal para alguien que solamente podía pensar con los nudos de la madera.

Y había algo que tenía muchas ganas de hacer.

—Cuando estés listo, Profe, ¿vale?

—Lo siento, Gengis. Estoy terminando…

Cohen suspiró. La Horda estaba aprovechando el descanso para sentarse a la sombra de un árbol y contarse entre ellos mentiras sobre sus hazañas, mientras que el señor Saveloy estaba de pie encima de una roca mirando por una especie de instrumento de fabricación casera y haciendo garabatos en sus mapas.

Ahora los pedazos de papel gobernaban el mundo, pensó Cohen. Estaba claro que gobernaban aquella parte del mundo. Y Profe… bueno, Profe gobernaba a los pedazos de papel. Puede que no tuviera madera de héroe tradicional, a pesar de su profunda creencia en que había que clavar a todos los directores de colegio a la puerta de un establo, pero el tipo era increíble con los pedazos de papel.

Y hablaba agateo. Bueno, lo hablaba mejor que Cohen, que lo había aprendido de forma improvisada. Decía que lo había aprendido con un libro viejo. Decía que era asombroso la de cosas interesantes que había en los libros viejos.

Cohen se encaramó penosamente a su lado.

—¿Qué estás planeando exactamente, Profe? —preguntó.

El señor Saveloy miró con los ojos fruncidos la ciudad de Hunghung, apenas visible en el horizonte polvoriento.

—¿Ve usted esa colina que hay detrás de la ciudad? —dijo—. ¿Ese montículo enorme y redondo?

—Me recuerda al túmulo funerario de mi padre —dijo Cohen.

—No, tiene que ser una formación natural. Es demasiado grande. Hay una especie de pagoda encima, según veo. Interesante. Más tarde tal vez le eche un vistazo más de cerca.

Cohen escrutó aquella colina redonda y grande. Era una colina redonda y grande. No lo estaba amenazando y no parecía valiosa. Fin de la saga por lo que a él respectaba. Había asuntos más urgentes.

—La gente parece estar entrando y saliendo de la ciudad exterior —continuó el señor Saveloy—. El asedio es más una amenaza que una realidad. Así que entrar no tendría que ser un problema. Por supuesto, entrar en la mismísima Ciudad Prohibida será mucho más difícil.

—¿Y si matamos a todo el mundo? —preguntó Cohen.

—Es buena idea, pero poco práctica —dijo el señor Saveloy—. Y susceptible de despertar comentarios. No, mi metodología actual se fundamenta en el hecho de que Hunghung está a una distancia considerable del río y sin embargo tiene casi un millón de habitantes.

—Se fundamenta, claro —dijo Cohen.

—Y la geografía local no es la adecuada para los pozos artesianos.

—Sí, ya me parecía a mí, ya…

—Y notarás que no hay ningún acueducto a la vista.

—No hay acueductos, no —dijo Cohen—. Probablemente se han ido volando al Eje a pasar el verano. Hay pájaros que lo hacen.

—Lo cual me hace dudar de la leyenda de que ni siquiera los ratones pueden entrar en la Ciudad Prohibida —dijo el señor Saveloy, con un vago indicio de petulancia—. Sospecho que un ratón podría entrar en la Ciudad Prohibida si pudiera contener la respiración.

—O ir montado en uno de esos aguadultos invisibles —dijo Cohen.

—Muy cierto.

El carro se detuvo. Le quitaron el saco de la cabeza. En lugar del rallador de queso que Rincewind esperaba en secreto, la vista consistía en un par de caras jóvenes y preocupadas. Una de ellas era femenina, pero a Rincewind le alivió ver que no pertenecía a Bonita Mariposa. Esta parecía más joven e hizo pensar un poco a Rincewind en patatas[20].

—¿Cómo estáis? —preguntó, en morporkiano vacilante pero reconocible—. Lo sentimos mucho. ¿Estáis mejor ahora? Os hablamos en idioma de ciudad celestial de Anj-Mor-Pork. Idioma de libertad y progreso. ¡Idioma de Un Hombre, Un Voto!

—Sí —dijo Rincewind. Le pasó flotando por la memoria una imagen del patricio de Ankh-Morpork. Un hombre, un voto. Sí—. Lo conozco. Está claro que es él quien vota. Pero…

—¡Suerte Adicional al Cometido del Pueblo! —dijo el muchacho—. ¡Avance Juicioso! —Parecía que lo hubieran construido con ladrillos.

—Perdonad —dijo Rincewind—. ¿Pero por qué… una linterna de papel que se usa en las ceremonias… una bala de algodón… me rescatasteis? Uh, es decir, cuando digo rescatar, supongo que quiero decir: ¿por qué me atizasteis en la cabeza, me atasteis y me trajisteis a donde sea que estemos? Porque lo peor que me podía haber pasado en la posada era un par de bofetadas por no pagar el almuerzo…

—Lo peor que os habría pasado es una agonía extendida durante varios años —dijo la voz de Mariposa. Apareció desde el otro lado del carro y le dedicó una sonrisa siniestra a Rincewind. Llevaba las manos recatadamente recogidas dentro de su kimono, presumiblemente para esconder los cuchillos.

—Ah, hola —dijo él.

—Gran Hechicero —dijo Mariposa, haciendo una reverencia—. A mí ya me conocéis, pero estos son Flor de Loto y Tres Bueyes Uncidos, otros miembros de nuestra unidad. Hemos tenido que traeros así. Hay espías en todas partes.

—¡Desaparición Oportuna de Todos los Enemigos! —dijo el chico, sonriente.

—Bien, sí, correcto —dijo Rincewind—. De todos los enemigos, sí.

El carro estaba en un patio. El nivel general de ruido al otro lado de unas murallas muy altas sugería una gran ciudad. Cristalizó una desagradable certeza.

—Y me habéis traído a Hunghung, ¿verdad?

Flor de Loto abrió mucho los ojos.

—Entonces es verdad —dijo en el idioma de Rincewind—. ¡Sois realmente el Gran Hechicero!

—Oh, te sorprendería la de cosas que puedo prever —dijo Rincewind con desaliento.

—Vosotros dos, llevad los caballos al establo —dijo Mariposa, sin quitarle la vista de encima a Rincewind. Cuando se hubieron marchado a toda prisa, echando varias miradas atrás, fue hasta donde él estaba—. Ellos creen. Yo personalmente tengo mis dudas. Pero Ly Tin Wheedle dice que un burro puede hacer de buey en las épocas en que no hay caballos. Siempre me ha parecido uno de sus aforismos menos convincentes.

—Gracias. ¿Qué es una unidad?

—¿Has oído hablar del Ejército Rojo?

—No. Bueno… He oído que alguien gritaba algo…

—Según la leyenda, una persona desconocida a la que se conoce solamente como el Gran Hechicero guió al primer Ejército Rojo a una victoria imposible. Por supuesto, eso fue hace miles de años. Pero la gente cree que él (o sea, tú) regresará para hacerlo otra vez. Así pues… tiene que haber un Ejército Rojo esperando y listo.

—Bueno, por supuesto, un hombre puede quedarse un poco entumecido después de varios miles de años…

La cara de ella se puso de repente a la altura de la de él.

—Personalmente sospecho que ha habido un malentendido —dijo ella entre dientes—. Pero ahora que estás aquí, vas a ser un Gran Hechicero. ¡Aunque tenga que hacerte funcionar a palos!

Los otros dos regresaron. Mariposa pasó en un instante de tigresa gruñidora a cierva recatada.

—Y ahora tenéis que venir y conocer al Ejército Rojo —dijo.

—¿No olerán un poco mal…? —empezó Rincewind, pero se detuvo al ver la expresión de ella.

—Está claro que el Ejército Rojo original solamente fue una leyenda —dijo en ankh-morporkiano fluido y perfecto—. Pero las leyendas tienen su utilidad. Te conviene conocer la leyenda… Gran Hechicero. Cuando Un Espejo de Sol estaba combatiendo a todos los ejércitos del mundo, el Gran Hechicero vino en su ayuda y la tierra misma se levantó y luchó por el nuevo Imperio. Y también hubo relámpagos. El ejército estaba hecho de tierra pero de alguna forma estaba animado por los relámpagos. Ahora bien, supongo que los relámpagos pueden matar, pero les falta disciplina. Y la tierra no sabe luchar. Pero sin duda nuestro ejército de tierra y cielo no era nada más ni nada menos que una revuelta de los campesinos. Bueno, ahora tenemos un ejército nuevo y un nombre que dispara la imaginación. Y un Gran Hechicero. Yo no creo en leyendas. Pero sí creo en que los demás crean.

La chica más joven, que había estado intentando seguir aquella conversación, se adelantó un paso y lo cogió del brazo.

—Venid a ver Ejército Rojo ahora —dijo.

—¡Movimiento de Avance con las Masas! —dijo el chico, cogiendo a Rincewind del otro brazo.

—¿Siempre habla así? —preguntó Rincewind, mientras lo empujaban gentilmente hacia una puerta.

—Tres Bueyes Uncidos no estudiar —dijo la chica.

—¡Éxito Extraordinario para Nuestros Líderes!

—«¡A Dos Monedas el Cubo, Bien Apisonada!» —dijo Rincewind en tono entusiasta.

—¡Mucha Apropiación de los Medios de Producción!

—«¡Las Niñas Bonitas No Pagan Dinero!»

Tres Bueyes Uncidos sonrió.

Mariposa abrió la puerta. Aquello dejó a Rincewind fuera con los otros dos.

—Unos eslóganes muy útiles —dijo, moviéndose de lado solamente un poco—. Pero me gustaría llamar vuestra atención hacia el famoso aforismo del Gran Hechicero Rincewind.

—Por supuesto, soy todo oreja —dijo Flor de Loto cortésmente.

—Como dijo Rincewind… ¡Adióóóóóóóóóós…!

Sus sandalias resbalaron en los adoquines pero ya estaba viajando a toda prisa cuando llegó a las puertas, que resultaron estar hechas de bambú y se hicieron trizas con facilidad.

Al otro lado había un mercado callejero. Aquello era algo que Rincewind recordaría más tarde sobre Hunghung. Tan pronto como se abría un espacio, cualquier espacio, incluso el que dejaba un carro o una mula al pasar, la gente lo ocupaba al instante, normalmente discutiendo entre ellos a grito pelado por el precio de un pato que estaba siendo sostenido cabeza abajo y diciendo «cuac, cuac».

Metió el pie en una jaula de mimbre que contenía varios pollos, pero siguió adelante, dispersando gente y alimentos. En un mercado callejero de Ankh-Morpork algo así habría suscitado comentarios, pero como todo el mundo que lo rodeaba ya parecía estar gritándose a la cara Rincewind no era más que una pasajera molestia que nadie veía y que se dedicaba medio a correr y medio a cojear con un pie que graznaba por entre los tenderetes.

Detrás de él, la gente se dedicaba a rellenar el espacio que dejaba. Puede que hubiera algunos gritos de persecución, pero se perdieron en el bullicio.

No se detuvo hasta encontrar un hueco desapercibido entre un tenderete que vendía pájaros cantores y otro que suministraba algo que burbujeaba en cuencos. Su pie no paraba de cloquear.

Se dedicó a dar patadas a los adoquines hasta que rompió la jaula. El gallo, enloquecido por el aire mareante de libertad, le dio un picotazo en la rodilla y se alejó batiendo las alas.

No había ruidos de persecución. Sin embargo, un batallón de trolls con botas de hojalata habría tenido problemas para hacerse oír por encima del ruido de un mercado callejero normal de Hunghung.

Se dio un momento para recuperar el aliento.

Bueno, ya estaba por su cuenta otra vez. Que se fastidiara el Ejército Rojo. Estaba claro que se encontraba en la capital, donde no quería estar, y solamente era cuestión de tiempo que le sucediera alguna otra cosa desagradable, pero de momento no le estaba sucediendo. Que le dejaran orientarse y sacarles cinco minutos de ventaja y ya podían despedirse de volverlo a ver. O a oler. No faltaban olores para camuflar su rastro.

Así pues… aquello era Hunghung…

No parecía haber calles en el sentido en que Rincewind entendía el término. Los callejones daban a otros callejones, todos angostos de por sí y más angostos si cabe por los tenderetes que los flanqueaban. El mercado tenía una numerosa población animal. La mayoría de los tenderetes andaban bien surtidos de pollos en jaulas, patos en sacos y extrañas cosas que se retorcían en cuencos. Desde uno de los tenderetes, una tortuga que estaba encima de un montón de tortugas forcejeando y debajo de un letrero que decía «A 3 r. cada una, buenas para el ying» le dedicó a Rincewind una mirada lenta que decía: «¿Y tú crees que tienes problemas?».

Pero en todo caso era difícil decir dónde terminaban los tenderetes y dónde empezaban los edificios. Las cosas resecas que colgaban de cuerdas podían ser productos en venta o bien la colada de alguien o muy posiblemente la cena de la semana siguiente.

Los hunghungueses eran gente a quien le gustaba estar en la calle. Por lo que parecía, se pasaban la mayor parte de sus vidas en las calles y gritando a viva voz.

Uno avanzaba repartiendo codazos salvajes y empujando a la gente para que se apartara de en medio. Quedarse de pie y decir: «Esto… perdone…» era la mejor receta para la inmovilidad.

La multitud se apartó al instante, sin embargo, cuando oyeron un gong y una sucesión de pequeños estallidos. Un grupo de gente con túnicas blancas pasó bailando, lanzando petardos a su alrededor y golpeando gongs, sartenes y trozos viejos de metal. El estruendo conseguía ser más fuerte que el ruido de la calle, pero solamente con mucho esfuerzo.

Rincewind había estado recibiendo alguna que otra mirada perpleja de gente que dejaba de gritar el tiempo suficiente como para verlo. Tal vez fuera el momento adecuado para actuar como un nativo.

Se volvió hacia la persona más cercana y gritó:

—Bastante buenos, ¿no?

La persona, una ancianita con un sombrero de paja, lo miró con cara de asco:

—Es el funeral del señor Whu —dijo en tono cortante, y se alejó.

Había una pareja de soldados cerca. Si aquello hubiera sido Ankh-Morpork, habrían estado compartiendo un cigarrillo y tratando de no ver nada que pudiera preocuparlos. Pero aquellos dos tenían una mirada alerta.

Rincewind se coló en otro callejón. Estaba claro que allí un visitante sin tutela se podía meter en problemas graves.

El callejón era menos ruidoso y por el otro extremo daba a algo de aspecto mucho más amplio y vacío. Siguiendo la premisa de que la gente equivalía a problemas, Rincewind se dirigió en aquella dirección.

Allí por lo menos había un espacio abierto. Y era realmente abierto. Era una plaza pavimentada y lo bastante grande como para albergar a un par de ejércitos. En sus márgenes crecían cerezos. Y dada la multitud palpitante que Había en el resto de calles, era sorprendente lo vacía que estaba…

—¡Tú!

… salvo por los soldados.

Aparecieron de repente de detrás de todos los árboles y estatuas.

Rincewind intentó retroceder, pero su estrategia resultó desafortunada porque tenía a un guardia detrás.

Una máscara aterradora con armadura le plantó cara.

—¡Campesino! ¿Acaso no sabes que esta es la plaza Imperial?

—¿Pero Imperial con «I» mayúscula, dice usted? —preguntó Rincewind.

—¡No hagas preguntas!

—Ah. Supongo que eso es que sí. Entonces es un sitio importante. Lo siento. En ese caso ya me voy…

—¡Te quedas!

Pero lo que le pareció asombrosamente extraño a Rincewind fue que ninguno de ellos llegó realmente a agarrarlo. Y luego se dio cuenta de que debía de ser porque casi nunca era necesario. La gente hacía lo que le decían.

En el Imperio hay algo peor que los látigos, había dicho Cohen.

Llegado aquel punto, cayó en la cuenta de que tendría que estar de rodillas. Se puso en cuclillas con las puntas de los dedos tocando el suelo un poco por delante.

—Me pregunto —dijo en tono jovial, levantando el cuerpo para adoptar la posición de salida— si este no será tal vez el momento de llamaros la atención hacia un famoso aforismo.

Cohen estaba familiarizado con las puertas de las ciudades. Había derribado muchas en su época, usando arietes, cañones y en una ocasión usando la cabeza.

Pero las puertas de Hunghung eran unas puertas condenadamente buenas. No eran como las puertas de Ankh-Morpork, que solían estar abiertas de par en par para atraer a clientes adinerados y cuya única concesión a la defensa era el letrero que decía «Gracias por no atacar nuestra ciudad. Bonum diem». Estas cosas de aquí eran enormes y estaban hechas de metal y al lado tenían un cuartelillo de la guardia y un pelotón de hombres poco cooperativos con armaduras negras.

—¿Profe?

—¿Sí, Cohen?

—¿Por qué estamos haciendo esto? Pensaba que íbamos a usar el aguadulto invisible que usan los ratones.

El señor Saveloy agitó un dedo.

—Eso es para la Ciudad Prohibida. Confío en que encontraremos eso en el interior. Ahora, recuerden sus lecciones —dijo—. Es importante que todos ustedes aprendan a comportarse en una ciudad.

—Yo ya sé comportarme en una puta ciudad —dijo Truckk el Descortés—. Hay que arrasar, violar, saquear y pegarle fuego al maldito sitio antes de irse. Es igual que con los pueblos pero se tarda más.

—Todo eso está muy bien si solamente se está de paso —dijo el señor Saveloy—. Pero ¿y si uno quiere volver al día siguiente?

—¡Al día siguiente ya no queda una mierda, caballero!

—¡Señores! Tengan la paciencia de escucharme. ¡Van a tener que aprender los modales de la civilización!

No se podía entrar a la ciudad sin más. Había cola. Y los guardias se agolpaban de forma bastante hostil alrededor de cada visitante acobardado para examinarle la documentación.

Y entonces le llegó el turno a Cohen.

—Documentación, viejo.

Cohen asintió felizmente y le tendió al capitán de la guardia un trozo de papel en el que se leía, con la mejor caligrafía del señor Saveloy:

SOMOS LOCOS ERRANTES Y NO TENEMOS DOCUMENTACIÓN. LO SENTIMOS

El guardia levantó la mirada y vio la sonrisa jovial de Cohen.

—Está claro —dijo en tono desagradable—. ¿No puedes hablar, abuelo?

Sin dejar de sonreír, Cohen miró al señor Saveloy con expresión interrogante. No habían ensayado aquella parte.

—Payaso estúpido —dijo el guardia.

El señor Saveloy puso cara de indignación.

—¡Pensaba que debíais de mostrar una consideración especial hacia los dementes!

—No se puede ser demente sin papeles que digan que eres demente —dijo el guardia.

—Oh, ya estoy harto de esto —dijo Cohen—. Ya te dije que no funcionaría si nos encontrábamos con un guardia corto de entendederas.

—¡Campesino insolente!

—No soy tan insolente como estos amigos míos —dijo Cohen.

La Horda asintió.

—Se refiere a nosotros, pies planos.

—Que te den.

—¿Mande?

—Soldado extremadamente tonto.

—¿Mandeee?

El capitán se quedó perplejo. El hábito de la obediencia estaba profundamente arraigado en la psique agatea. Pero todavía más fuerte era la veneración a los antepasados y el respeto a los ancianos, y el capitán no había visto nunca a nadie tan anciano que permaneciera tan vertical. Prácticamente ya eran antepasados. El de la silla de ruedas olía ciertamente como uno de ellos.

—¡Llevadlos al cuartel! —gritó.

Los miembros de la Horda se dejaron poner los grilletes y lo hicieron bastante bien. El señor Saveloy se había pasado horas entrenándolos para aquello, pues sabía que estaba tratando con hombres cuya respuesta a un golpecito en el hombro era darse la vuelta y cortarle el brazo a alguien.

El cuartelillo estaba abarrotado por culpa de la Horda y los guardias y la silla de ruedas de Hamish el Loco. Uno de los guardias miró a Hamish, que tenía el ceño fruncido debajo de su manta.

—¿Qué tienes ahí abajo, abuelo?

Apareció una espada a través de la tela y se clavó en el muslo del guardia.

—¿Mande? ¿Qué? ¿Cómo dice?

—Ha dicho «¡Aargh!», Hamish —dijo Cohen, y en su mano apareció un cuchillo. Con un movimiento de sus flacos brazos inmovilizó al capitán y le puso el cuchillo en la garganta.

—¿Mande?

—Ha dicho «¡Aargh!».

—¿Cómo? ¡Si ni siquiera estoy casado!

Cohen aumentó un poco la presión en el cuello del capitán.

—Ahora, amigo —dijo—, podemos hacerlo por las buenas, ¿lo ves?, o por las malas. De ti depende.

—¡Cerdo chupasangre! ¿A esto le llamas por las buenas?

—Bueno, yo no estoy sudando.

—¡Ojalá vivas en tiempos interesantes! ¡Prefiero morir que traicionar a mi emperador!

—Me parece bien.

El capitán tardó solamente una fracción de segundo en darse cuenta de que Cohen, que era un hombre de palabra, daba por sentado que los demás también lo eran. De haber tenido más tiempo, podría haber reflexionado sobre el hecho de que el propósito de la civilización era hacer que la violencia fuera el último recurso, mientras que para un bárbaro era la primera opción, la preferida, la única y sobre todo la más placentera. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Se desplomó hacia delante.

—Yo siempre vivo en tiempos interesantes —dijo Cohen, con la voz satisfecha de alguien que hacía lo que podía para que siguieran siendo interesantes.

Señaló al resto de los guardias con el cuchillo. El señor Saveloy estaba boquiabierto de horror.

—Ya sé que me toca limpiar esto —dijo Cohen—. Pero para qué me voy a molestar si se va a ensuciar otra vez. Así pues, si de mí dependiera os mataría en un abrir y cerrar de ojos, pero Profe, que es este, dice que tengo que dejar de hacer esas cosas y volverme respetable.

Uno de los guardias miró de reojo a sus compañeros y cayó de rodillas.

—¿Qué deseáis, oh amo? —preguntó.

—Ah, este tiene madera de oficial —dijo Cohen—. ¿Cómo te llamas, hijo?

—Nueve Árboles Frutales, amo.

Cohen miró al señor Saveloy.

—¿Ahora qué hago?

—Hazlos prisioneros, por favor.

—¿Cómo se hace?

—Bueno, supongo que hay que atarlos, esas cosas.

—Ah. ¿Y luego les rebano el cuello?

—¡No! No. Mira, en cuanto los tienes a tu merced, ya no se te permite matarlos.

La Horda de Plata, hasta el último miembro, se quedó mirando al ex maestro.

—Me temo que la civilización es así —añadió.

—¡Pero si has dicho que los cabrones no tenían ni una jodida arma! —dijo Truckle.

—Sí —dijo el señor Saveloy, temblando un poco—. Es por eso que no se te permite matarlos.

—¿Estás loco? Tienes documentación de loco, ¿no?

Cohen se rascó la barbilla mal afeitada. El resto de la guardia lo miró con inquietud. Estaban acostumbrados a los castigos crueles, pero no estaban acostumbrados a que antes se discutiera.

—No tienes mucha experiencia militar, ¿verdad, Profe? —dijo.

—¿Aparte de los cursos de verano? No mucha. Pero me temo que se tiene que hacer así. Lo siento. Dijisteis que queríais que yo…

—Bueno, yo voto porque les rajemos el cuello pero ya —dijo Willie el Chaval—. Yo paso de todo esto de los prisioneros. Esto, ¿quién les va a dar de comer?

—Me temo que tenéis que hacerlo vosotros.

—¿Quién, yo? ¡Ni de coña! Voto porque les hagamos comerse sus propios ojos. Que levante la mano quien esté a favor.

De la Horda se elevó un coro de asentimiento y, entre las manos alzadas. Cohen vio una que pertenecía a Nueve Árboles Frutales.

—¿Qué estás votando tú, hijo? —preguntó.

—Por favor, señor, me gustaría ir al baño.

—Escuchadme todos —dijo Cohen—. Todo eso de las carnicerías y las matanzas ya no se estila, ¿vale? Lo dice el señor Saveloy y él sabe escribir palabras como «mermelada», cosa que no podéis decir vosotros. Así pues, sabemos a qué hemos venido y mejor será que empecemos porque no queremos perder tiempo.

—Sí, pero tú has matado a ese guardia —dijo Truckle.

—Estoy aprendiendo a controlarme —dijo Cohen—. Hay que ir entrando en la civilización poquito a poquito.

—Sigo diciendo que tenemos que cortarles la cabeza. ¡Es lo que les hice a los Locos Sacerdotes Chupademonios de Ee!

El guardia arrodillado había vuelto a levantar la mano con cautela.

—¿Por favor, amo?

—¿Sí, hijo?

—Podrían encerrarnos en aquella celda de allí. Allí no molestaríamos a nadie.

—Bien pensado —dijo Cohen—. Buen chaval. El chico mantiene la cabeza fría en momentos de crisis. Encerradlos.

Treinta segundos más tarde la Horda se había alejado renqueando por la ciudad.

Los guardias permanecían sentados en la celda diminuta y calurosa.

Al final uno de ellos dijo:

—¿Qué eran?

—Creo que tal vez eran antepasados.

—Yo creía que había que estar muerto para ser un antepasado.

—El de la silla de ruedas parecía bien muerto. Hasta el momento en que le ha clavado la espada a Cuatro Blanco Zorro.

—¿Deberíamos gritar pidiendo ayuda?

—Podrían oírnos.

—Sí, pero si no nos saca alguien nos tendremos que quedar aquí. Y las paredes son muy gruesas y la puerta es muy fuerte.

—Bien.

Rincewind dejó de correr en algún callejón de alguna parte. No se había molestado en mirar si le seguían. Era cierto: en aquel lugar, si daba un salto lo bastante grande, podía ser libre. Solamente hacía falta darse cuenta de que era una de las opciones disponibles.

La libertad, por supuesto, incluía el derecho atávico del hombre a morirse de hambre. Parecía haber pasado mucho tiempo desde su última comida seria.

Una voz irrumpió al fondo del callejón como en respuesta a aquella idea.

—¡Pastelillos de arroz! ¡Pastelillos de arroz! ¡Llévese un rico pastelillo de arroz! ¡Té! ¡Huevos de cien años! ¡Huevos! ¡Aproveche y cómprelos ahora que son añejos! Llévese… Sí, ¿qué se le ofrece?

Un anciano se había acercado al vendedor:

—¡Esculidi-san! Este huevo que me vendiste…

—¿Qué le pasa, venerable señor?

—¿Te importaría olerlo?

El vendedor callejero lo olisqueó.

—Ah, sí, delicioso —dijo.

—¿Delicioso? ¿Delicioso? Este huevo —dijo el cliente—, ¡este huevo es prácticamente fresco!

—Cien años tiene y ni uno menos, shogun —dijo el vendedor en tono feliz—. Mire el color de la cáscara, qué negro tan bonito…

—¡Al frotar se va!

Rincewind escuchó. Y se le ocurrió que probablemente había algo cierto en la idea de que solo había un puñado de personas en el mundo. Había muchos cuerpos, sí, pero solo un puñado de personas. Era por eso que uno no paraba de encontrarse a la misma gente. Probablemente había algún molde en alguna parte.

—¿Me está diciendo que mis productos son frescos? ¡Al final me haré el hara-kiri! Mire, le diré qué haremos…

Sí, parecía haber algo familiar y mágico en aquel comerciante. Alguien había acudido a quejarse de un huevo fresco y, sin embargo, no habían pasado ni dos minutos y ya se había dejado convencer para olvidar el asunto y comprar dos pastelillos de arroz y algo extraño envuelto en hojas.

Los pastelillos de arroz tenían buen aspecto. Bueno… mejor que el resto de las cosas.

Rincewind se acercó con sigilo. El comerciante estaba apoyándose ociosamente primero en un pie y luego en el otro y silbando por lo bajo, pero se detuvo para dedicarle a Rincewind una sonrisa amplia, honesta y amigable.

—¿Un huevo añejo y rico, shogun?

El cuenco que había en el centro de la bandeja estaba lleno de monedas de oro. A Rincewind le dio un vuelco el corazón. El precio de uno de los huevos en mal estado del señor Esculidi-san podría comprar una calle de Ankh-Morpork.

—Supongo que no… fía, ¿verdad? —sugirió.

Esculidi-san le dedicó una mirada.

—Fingiré que no he oído eso nunca, shogun —dijo.

—Dígame —dijo Rincewind—, ¿sabe si tiene algún pariente en ultramar?

Aquello mereció otra mirada, una mirada de reojo, repentinamente calculadora.

—¿Cómo? Más allá del mar solamente hay malignos fantasmas chupasangre. Lo sabe todo el mundo, shogun. Me sorprende que no lo sepa usted.

—¿Fantasmas? —dijo Rincewind.

—Que intentan llegar aquí y hacernos daño —dijo Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Tal vez incluso robar nuestros productos. Habría que tirarles un buen petardo, digo yo siempre. A los fantasmas no les gustan nada las buenas explosiones.

Volvió a mirar a Rincewind, esta vez con mayor detenimiento y de forma más calculadora todavía.

—¿De dónde es usted, shogun? —preguntó, y en su voz afloró de repente el borde erizado de púas de la sospecha.

—De Bes Pelargic —dijo Rincewind a toda prisa—. Eso explica mi acento y mis gestos extraños que de otra forma harían pensar que soy alguna clase de extranjero —añadió.

—Oh, Bes Pelargic —dijo Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Bueno, en ese caso espero que conozca a mi viejo amigo Cinco Tenacillas que vive en la calle de los Cielos, ¿sí?

Rincewind estaba preparado para aquel viejo truco.

—No —dijo—. Nunca he oído hablar de él ni tampoco de la calle.

Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri Esculidi-san sonrió con expresión feliz.

—Si ahora yo gritara «diablo extranjero» lo bastante alto no llegarías ni a dar tres pasos —dijo en tono normal—. Los guardias se te llevarían a la Ciudad Prohibida donde hacen esa cosa especial con un…

—Ya he oído hablar de ello —dijo Rincewind.

—Cinco Tenacillas ha sido inspector de distrito durante los últimos tres años y la calle de los Cielos es la calle principal —dijo Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri—. Siempre he querido conocer a un fantasma extranjero chupasangre. Sírvete un pastelillo de arroz.

Rincewind miró rápidamente a un lado y a otro. Pero por extraño que resultara la situación no parecía peligrosa, o por lo menos no inevitablemente peligrosa. Parecía que el peligro era negociable.

—Pongamos por caso que estuviera dispuesto a admitir que vengo del otro lado de la Muralla… —dijo, en el tono de voz más bajo posible.

Esculidi-san asintió. Se metió una mano bajo la túnica y, con un movimiento rápido, mostró y luego escondió la esquina de algo donde a Rincewind no le sorprendió nada ver que ponía LO QUE HICE…

—Hay gente que dice que más allá de la Muralla no hay más que desiertos y yermos en llamas y fantasmas malignos y monstruos terribles —dijo Esculidi-san—, pero yo digo, ¿qué pasa con las oportunidades de mercado? Un hombre con los contactos adecuados… ¿sabes a qué me refiero, shogun? Podría llegar muy alto en la tierra de los fantasmas chupasangre.

Rincewind asintió. No quería señalar el hecho de que si alguien aparecía en Ankh-Morpork cargado de oro, aparecían trescientas personas cargadas de acero.

—Tal como yo lo veo, con toda esta incertidumbre acerca del emperador y todo lo que se dice sobre los rebeldes y esas cosas, y Larga Vida a Su Excelencia el Hijo del Cielo, por supuesto, podría existir un nicho para el comerciante abierto de miras, ¿no es verdad?

—¿Un nicho?

—Un nicho. Como por ejemplo… tenemos esta cosa —se inclinó hacia su interlocutor— que sale del [pictograma no identificado] de las orugas. Se llama… seda. Es…

—Sí, lo sé. La compramos en Klatch —dijo Rincewind.

—Oh, bueno, por aquí también hay una planta, ¿sabes? Hay que secar las hojas, pero entonces se ponen en agua caliente y se beb…

—El té, sí —dijo Rincewind—. Viene de Howondalandia.

A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san pareció perplejo.

—Bueno… tenemos unos polvos que se meten en tubos…

—¿Fuegos artificiales? Ya tenemos.

—¿Qué hay de porcelana realmente fina? Es tan…

—En Ankh-Morpork tenemos enanos que hacen una porcelana que deja leer libros a través —dijo Rincewind—. Aunque tengan notas al pie diminutas.

Esculidi-san frunció el ceño.

—Da la impresión de que sois unos fantasmas chupasangre muy listos —dijo, apartándose un poco—. Tal vez sea cierto que sois peligrosos.

—¿Nosotros? No os preocupéis por nosotros —dijo Rincewind—. En Ankh-Morpork casi nunca matamos a extranjeros. Después cuesta mucho venderles cosas.

—¿Pero qué tenemos que podáis querer? Venga, toma un pastelillo de arroz. Invita la pagoda. ¿Quieres unas bolitas de cerdo? ¿En palillo?

Rincewind eligió un pastelillo. No quería preguntar sobre las otras cosas.

—Tenéis oro —dijo.

—Ah, oro. Es demasiado blando para hacer nada con él —dijo Esculidi-san—. Aunque va bien para las tuberías y para poner en los tejados.

—Oh… Yo diría que a la gente de Ankh-Morpork le iría bien tener un poco más —dijo Rincewind. Su mirada regresó a las monedas que Esculidi-san tenía en la bandeja.

Una tierra donde el oro era tan barato como el plomo…

—¿Qué es eso? —dijo, señalando un rectángulo arrugado y medio tapado por las monedas.

A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san bajó la vista.

—Es una cosa que tenemos aquí —dijo, hablando despacio—. Por supuesto, probablemente sea nuevo para ti. Se llama di-ne-ro. Es una forma de transportar vuestro…

—Me refiero al trozo de papel —dijo Rincewind.

—Yo también —dijo Esculidi-san—. Es un billete de diez rhinus.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Rincewind.

—Quiere decir lo que dice —respondió Esculidi-san—. Quiere decir que vale diez de estas. —Sostuvo en alto una moneda de oro del tamaño de un pastelillo de arroz.

—¿Por qué iba a querer comprar alguien un trozo de papel? —preguntó Rincewind.

—No se compra, sirve para comprar cosas —dijo Esculidi-san.

Rincewind miró con cara inexpresiva.

—Uno va a un puesto del mer-ca-do —dijo Esculidi-san, recuperando su voz lenta-para-los-cortos-de-entendederas-y dice: «Bue-nos di-as, car-ni-ce-ro, ¿cuán-to va-len los mo-rros de pe-rro?», y él dice: «Tres rhinus, shogun». Y entonces tú dices: «Solamente llevo un pony, ¿vale?» (mira, hay un grabado de un pony en el papel, ¿ves? Viene en todos los billetes de diez rhinus). Y él te da los morros de perro y siete monedas de lo que llamamos «cambio». Ahora bien, si llevaras un mono, que es un billete de cincuenta rhinus, él te diría: «¿No lle-vas na-da más pe-que-ño?», y…

—¡Pero si no es más que un trozo de papel! —gimió Rincewind.

—Puede que sea un trozo de papel para ti, pero para mí son diez pastelillos de arroz —dijo Esculidi-san—. ¿Qué usáis los extranjeros chupasangre? ¿Piedras grandes con un agujero en medio?

Rincewind se quedó mirando el papel moneda.

En Ankh-Morpork había docenas de fábricas de papel, y algunos de los artesanos del Gremio de Grabadores podían grabar sus nombres y direcciones en una cabeza de alfiler.

De pronto se sintió inmensamente orgulloso de sus compatriotas. Puede que fueran corruptos y codiciosos, pero por los cielos que se les daba bien serlo y nunca daban por sentado que no se podía aprender nada más.

—Creo que verás —dijo— que hay muchos edificios en Ankh-Morpork que necesitan tejados nuevos.

—¿De veras? —dijo Esculidi-san.

—Oh, sí. Nos invaden las goteras.

—¿Y la gente puede pagar? Es que he oído…

Rincewind miró otra vez el dinero de papel. Negó con la cabeza. Más valioso que el oro…

—Te pagarán con billetes al menos tan buenos como ese —dijo—. Probablemente incluso mejores. Yo les hablaré bien de ti. Y ahora —añadió a toda prisa—, ¿por dónde se sale?

Esculidi-san se rascó la cabeza.

—Puede ser un poco complicado —dijo—. Fuera hay ejércitos. Con ese sombrero tienes pinta de extranjero. Podría ser complicado…

Hubo un tumulto al otro lado del callejón o, mejor dicho, un aumento general del tumulto. La multitud se abrió para dejar paso de esa forma apresurada con que suelen abrirse las multitudes desarmadas en presencia de armamento, y un grupo de guardias se dirigió a toda prisa hacia Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri.

El comerciante dio un paso atrás y les dedicó la sonrisa amigable de alguien que se siente feliz de vender con descuento a cualquiera que lleve un cuchillo.

Dos de los guardias llevaban a rastras a una figura coja. Mientras pasaba a su lado levantó una cabeza un poco manchada de sangre y dijo: «Duración Extendida al…» antes de que un puño enguantado le arreara en la boca.

Después los guardias se alejaron por la calle. La multitud se cerró tras ellos.

—Tch, tch —dijo A.F.M.H.E.H.K.—. Parece ser… ¿Hola? ¿Dónde te has metido?

Rincewind salió de detrás de una esquina. A.F.M.H.E.H.K. parecía impresionado. Había habido incluso un pequeño trueno al moverse Rincewind.

—Mira, ya han pillado a otro —dijo—. Supongo que estaba pegando carteles otra vez.

—¿Otro qué? —preguntó Rincewind.

—Otro del Ejército Rojo. ¡Ja!

—Ah.

—Yo no les presto mucha atención —dijo A.F.M.H.E.H.K.—. Dicen que se va a hacer realidad una vieja leyenda sobre emperadores y cosas de esas. No lo veo nada claro.

—Ese tipo no parecía muy legendario —dijo Rincewind.

—Bah, hay gente que cree en cualquier cosa.

—¿Qué le van a hacer a ese?

—Es difícil saberlo ahora que el emperador está a punto de morir. Probablemente le corten las manos y los pies.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque es joven. Es un atenuante. Un poco más mayor y su cabeza estaría clavada en una estaca sobre las puertas.

—¿Ese es el castigo por pegar un cartel de nada?

—Pues mira, así dejan de hacerlo —dijo A.F.M.H.E.H.K.

Rincewind se apartó.

—Gracias —respondió, y se alejó a toda prisa—. Ah, no —dijo, abriéndose paso entre la multitud—. No pienso involucrarme en nada relacionado con decapitaciones…

Y luego alguien volvió a golpearle. Pero con educación.

Mientras caía de rodillas y luego de barbilla, se preguntó qué había pasado con el viejo y clásico: «¡Eh, tú!».

La Horda de Plata deambulaba por los callejones de Hunghung.

—Yo a esto no lo llamo arrasar una puta ciudad y aniquilar a todos los cabrones que viven en ella —murmuró Truckle—. Cuando yo cabalgaba con Bruce el Huno jamás entramos por la puerta principal como una pandilla de babosos gilip…

—Señor Descortés —se apresuró a decir el señor Saveloy—. Me pregunto si este podría ser un buen momento para remitirlo a esa lista que le dibujé…

—¿Qué lista ni qué coño? —dijo Truckle, marcando mandíbula en gesto beligerante.

—La lista de palabras civilizadas y aceptables, ¿se acuerda? —Se volvió a los demás—. ¿Recuerdan lo que les decía sobre la con-duc-ta ci-vi-li-za-da? La conducta civilizada es vital para nuestra estrategia a largo plazo.

—¿Qué es una estrategia a largo plazo? —preguntó Caleb el Destripador.

—Es lo que vamos a hacer más tarde —dijo Cohen.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer?

—Es el Plan —dijo Cohen.

—A tomar por el… —empezó a decir Truckle.

—La lista, señor Descortés, solamente las palabras de la lista —dijo el señor Saveloy en tono cortante—. Escuche, me inclino ante su experiencia cuando se trata de cruzar páramos, pero esto es la civilización y tiene usted que usar las palabras adecuadas. ¿Por favor?

—Mejor será que hagas lo que dice, Truckle —dijo Cohen.

De mala gana, Truckle se sacó del bolsillo un pedazo mugriento de papel y lo desdobló.

—¿«Córcholis»? —dijo—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Y qué es esto de «jolines» y «cáspita»?

—Son… palabrotas civilizadas —dijo el señor Saveloy.

—Bueno, pues puedes cogerlas y metértelas por…

—¿Ah? —dijo el señor Saveloy, levantando un dedo en gesto de advertencia.

—E hincártelas por…

—¿Ah?

—Puedes…

—¿Ah?

Truckle cerró los ojos con fuerza y apretó los puños.

—¡Cáspita, a la porra con todo! —chilló.

—Bien —dijo el señor Saveloy—. Mucho mejor.

Se volvió a Cohen, que estaba observando la incomodidad de Truckle con una sonrisa satisfecha.

—Cohen —dijo—, ahí hay un puesto de manzanas. ¿Te apetece una manzana?

—Sí, no me importaría —admitió Cohen, con los modales cautelosos de alguien que le da su reloj a un ilusionista siendo plenamente consciente de que el tipo está sonriendo y tiene un martillo en la mano.

—Bien. Ahora, alum… quiero decir, caballeros. Gengis quiere una manzana. Ahí hay un tenderete que vende fruta y frutos secos. ¿Qué tiene que hacer? —El señor Saveloy miró con cara esperanzada a sus pupilos—. ¿Alguien? ¿Sí?

—Fácil. Hay que matar a ese pequeño… —volvió a oírse un susurro de papel desdoblándose— tipo de ahí y luego…

—No, señor Descortés. ¿Alguien más?

—¿Mande?

—Le pegas fuego…

—No, señor Vincent. ¿Alguien más…?

—Hay que violar a…

—No, no, señor Destripador… —dijo el señor Saveloy—. Sacamos algo de di… ¿di…? —los miró con cara expectante.

—… Dinero… —dijo la Horda a coro.

—… y luego, ¿qué hacemos? Vamos, esto lo hemos ensayado cientos de veces. ¿Le…?

Aquella era la parte difícil. Las caras ajadas de la Horda se fruncieron y se arrugaron más todavía mientras intentaban obligar a sus mentes a salir de las simas de la costumbre.

—¿Da…? —dijo Cohen en tono vacilante.

El señor Saveloy le dedicó una amplia sonrisa y un asentimiento alentador.

—¿Damos? ¿Le da-mos el…? —los labios de Cohen se tensaron alrededor de la palabra— ¿dinero?

—¡Sí! Bien hecho. A cambio de la manzana. Más adelante ya hablaremos de coger el cambio y decir «gracias», cuando estén listos. Ahora, Cohen, aquí tienes una moneda. Vamos, adelante.

Cohen se secó la frente. Estaba empezando a sudar.

—¿Y si le rajo solo un poquito…?

—¡No! Esto es la civilización.

Cohen asintió con expresión incómoda. Echó los hombros hacia atrás y caminó hasta el puesto, donde el mercader de manzanas, que había estado observando al grupo con cara recelosa, lo saludó con la cabeza.

A Cohen se le pusieron los ojos vidriosos y los labios se le movieron en silencio, como si estuviera ensayando un guión. Luego dijo:

—Eh, mercader gordo, dame todo lo que… una manzana… y yo te daré… esta moneda…

Miró hacia atrás. El señor Saveloy tenía el pulgar levantado.

—¿Quiere una manzana y nada más? —preguntó el vendedor de manzanas.

—¡Sí!

El mercader de manzanas eligió una. La espada de Cohen estaba otra vez escondida en la silla de ruedas pero el mercader, en respuesta a cierta intuición soterrada, se aseguró de que fuera una manzana de las buenas. Luego cogió la moneda. Aquello resultó un poco difícil porque su cliente parecía reacio a soltarla.

—Venga, démela, venerable señor —dijo.

Pasaron siete segundos llenos de acontecimientos.

Después, cuando estuvieron a salvo a la vuelta de la esquina, el señor Saveloy dijo:

—Muy bien, todos: ¿quién puede decirme lo que Gengis ha hecho mal?

—¿No ha dicho por favor?

—¿Mande?

—No.

—¿No ha dicho gracias?

—¿Mande?

—No.

—¿Le ha arreado al hombre en la cabeza con un melón y lo ha estampado contra las fresas y le ha dado una patada en las pelotas y le ha pegado fuego a su tenderete y le ha robado todo el dinero?

—¿Mande?

—¡Correcto! —El señor Saveloy suspiró—. Gengis, hasta ese momento lo estabas haciendo de maravilla.

—¡No tendría que haberme llamado lo que me llamó!

—Pero si «venerable» quiere decir viejo y sabio, Gengis.

—Ah, ¿sí?

—Sí.

—Bueeeno… Le he dejado el dinero de la manzana.

—Sí, pero, creo que te has llevado todo el resto de su dinero.

—Pero he pagado la manzana —dijo Cohen, más bien irritado.

El señor Saveloy suspiró.

—Gengis, me da más bien la impresión de que de alguna forma se te han pasado por alto varios milenios de desarrollo paciente de la propiedad fiscal.

—¿Cómo has dicho?

—A veces es posible que el dinero pertenezca legítimamente a otras personas —dijo el señor Saveloy con paciencia.

La Horda se detuvo a darle vueltas a aquella idea. Por supuesto, era algo que sabían que era cierto en teoría. Los mercaderes siempre tenían dinero. Pero parecía incorrecto pensar que les pertenecía. Pertenecía a cualquiera que se lo quitara. Los mercaderes no eran realmente sus propietarios, solamente lo cuidaban hasta que alguien lo necesitaba.

—Veamos, allí hay una ancianita que vende patos —dijo el señor Saveloy—. Creo que la fase siguiente… Señor Willie, yo no estoy allí, estoy seguro de que, sea lo que sea que está mirando, es muy interesante, pero por favor preste atención… La fase siguiente es practicar nuestro dominio de la interacción social.

—Jo, jo, jo —dijo Caleb el Destripador.

—Quiero decir, señor Destripador, que tendría usted que ir y preguntarle cuánto cuesta un pato —dijo el señor Saveloy.

—Jo, jo, jo… ¿qué?

—Y no debe arrancarle toda la ropa. Eso no es civilizado.

Caleb se rascó la cabeza. Cayó una lluvia de escamas.

—Vaya, ¿pues qué hago entonces?

—Esto… darle conversación.

—¿Eh? ¿De qué se puede hablar con una mujer?

El señor Saveloy volvió a dudar. Hasta cierto punto aquello también era territorio desconocido para él. Su experiencia con las mujeres en su última escuela se había limitado a alguna charla ocasional con el ama de llaves, y en una ocasión la matrona le había dejado ponerle la mano sobre la rodilla. Tuvo que cumplir los cuarenta antes de descubrir que el sexo oral no significaba hablar de ello. Las mujeres siempre le habían resultado criaturas extrañas y distantes y maravillosas en lugar de, tal como creían todos y cada uno de los miembros de la Horda, algo que hacer. El asunto le estaba costando un poco.

—¿Del tiempo? —aventuró. Su memoria añadió recuerdos vagos de la conversación básica de la tía soltera que lo había criado—. ¿De la salud de ella? ¿Del problema con los jóvenes de hoy en día?

—¿Y luego le arranco la ropa?

—Es posible. Al cabo de un rato. Si ella quiere. Podría recordarle la discusión que tuvimos el otro día sobre darse baños con regularidad —o por lo menos, bañarse aunque fuera una vez, añadió para sí mismo— y prestar atención a las uñas y el pelo y cambiarse de ropa más a menudo.

—Esto es cuero —dijo Caleb—. No hay que cambiarlo, tarda años en pudrirse.

El señor Saveloy reajustó una vez más su perspectiva. Había pensado que la civilización podía superponerse a la Horda como una capa de barniz. Se había equivocado.

Pero lo más gracioso —meditó, mientras la Horda contemplaba los dolorosos intentos de conversación con una representante de la mitad de la humanidad mundial— era que, a pesar de estar lo más lejos posible de la clase de gente con la que se solía mezclar en las salas de profesores, o tal vez por estar lo más lejos posible de la clase de gente con la que se solían mezclar en las salas de profesores, la verdad era que le caían bien. Todos ellos veían los libros bien como accesorios de retrete o como instrumento portátil para encender fuegos, y creían que la higiene era una parte de la anatomía femenina. Y sin embargo eran honrados (desde su punto de vista especial) y decentes (desde su punto de vista especial) y veían el mundo como algo enormemente simple. Robaban a los mercaderes ricos, en los templos y a los reyes. No robaban a la gente pobre, y no porque hubiera nada virtuoso en la gente pobre, sino porque los pobres no tenían dinero.

Y aunque no se proponían darle el dinero a los pobres, eso era en definitiva lo que hacían (si uno aceptaba que el colectivo de los pobres se componía de posaderos, damas de virtud negociable, raterillos, jugadores y parásitos en general), porque aunque llevaban a cabo grandes gestas para robar el dinero, una vez robado tenían tanto control sobre él cómo un hombre que intentara pastorear gatos. El dinero existía para gastarlo y perderlo. Así que ellos lo mantenían en circulación, algo siempre digno de elogio en cualquier sociedad.

Nunca se preocupaban de lo que pensara el resto de la gente. El señor Saveloy, que se había pasado la vida preocupado por lo que pensaran los demás y a quien como resultado habían dejado siempre de lado en los ascensos y en general lo habían tratado siempre como a un mueble, encontraba aquello extrañamente atractivo. Tampoco se angustiaban por nada ni se preguntaban si estaban haciendo lo correcto. Y se lo pasaban en grande. Tenían honor a su manera. Le gustaba la Horda. No eran su tipo de gente.

Caleb regresó con aspecto inusualmente meditabundo.

—¡Felicidades, señor Destripador! —dijo el señor Saveloy, un gran creyente en la actitud positiva de apoyo—. Parece que ella todavía lleva toda la ropa.

—Sí, ¿qué te ha dicho? —preguntó Willie el Chaval.

—Me ha sonreído —dijo Caleb. Se rascó la barba mugrienta con aire intranquilo—. Bueno, un poco —añadió.

—Bien —dijo el señor Saveloy.

—Me ha… esto… me ha dicho… que… no le importaría verme… más tarde…

—¡Bien!

—Esto… ¿Profe? ¿Qué es un afeitado?

Saveloy se lo explicó.

Caleb escuchó con atención, haciendo una mueca de vez en cuando. En alguna ocasión se volvió para mirar a la vendedora de patos, que lo saludó con la mano.

—¡Coñe! —dijo—. Esto… No sé. —Se volvió a girar—. Nunca había visto a una mujer que no estuviera corriendo.

—Oh, las mujeres son como ciervos —dijo Cohen en tono altanero—. Uno no puede cargar sin más, hay que acecharlas bien…

—Jo, jo, j… Lo siento —dijo Caleb al ver la mirada severa del señor Saveloy.

—Creo que tal vez deberíamos terminar la lección aquí —dijo el señor Saveloy—. Tampoco conviene que los civilicemos a ustedes demasiado, ¿verdad…? Sugiero que demos un paseo alrededor de la Ciudad Prohibida, ¿de acuerdo?

Todos la habían visto. Dominaba el centro de Hunghung. Sus murallas medían doce metros de alto.

—Hay un montón de soldados guardando las puertas —dijo Cohen.

—Y con razón. Dentro hay un gran tesoro —dijo el señor Saveloy. Pero no levantó la vista. Parecía mirar el suelo con atención, como si buscara algo que había perdido.

—¿Por qué no cargamos sin más y matamos a los guardias? —preguntó Caleb. Todavía se sentía un poco agitado.

—¿Mande?

—No seas tonto —dijo Cohen—. Tardaríamos todo el día. Además —añadió, sintiéndose un poco orgulloso a pesar de sí mismo—, Profe nos va a enseñar a entrar subidos a un aguadulto invisible, ¿verdad, Profe?

El señor Saveloy se detuvo.

—Ah. Eureka —dijo.

—Eso es efebio, ya lo creo —le dijo Cohen a la Horda—. Quiere decir «Dame una toalla».

—Sí, sí —dijo Caleb, que había estado intentando disimuladamente desenredarse la barba—. ¿Y cuándo has estado tú en Efebia?

—Fui a cazar recompensas una vez.

—¿La recompensa por quién?

—Creo que la tuya.

—¡Ja! ¿Y me encontraste?

—No sé. Echa la cabeza para adelante a ver si se te cae.

—Ah. Caballeros… Observen…

El señor Saveloy estaba hurgando con su sandalia ortopédica en un cuadrado metálico ornamental del suelo.

—¿Que observemos qué? —preguntó Truckle.

—¿Mande?

—Tendríamos que buscar más cosas como esta —dijo el señor Saveloy—. Pero creo que ya lo tenemos. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que anochezca.

Se estaba librando una discusión. Lo único que Rincewind podía distinguir eran las voces. Le habían tapado otra vez la cabeza con un saco y además estaba atado a una columna.

—¿Acaso os parece un Gran Hechicero?

—Eso dice su sombrero en el idioma de los fantasmas…

—¡Eso dices tú!

—¿Y qué pasa con el testimonio de Cuatro Gran Sandalia?

—Estaba bajo mucha presión. ¡Lo podría haber imaginado!

—¡No lo imaginé! ¡Apareció en medio del aire, volando como un dragón! Derribó a cinco soldados. Y Tres Máxima Suerte también lo vio. Y los demás. ¡Y luego liberó a un hombre anciano y lo convirtió en un gran guerrero!

—Y habla nuestro idioma. Tal como dice en el libro.

—Muy bien. Suponiendo que sea de verdad el Gran Hechicero, ¡entonces tendríamos que matarlo sin demora!

En la oscuridad de su saco, Rincewind negó furiosamente con la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque estará del lado del emperador.

—¡Pero la leyenda dice que el Gran Hechicero lideró al Ejército Rojo!

—Sí, al servicio del emperador Un Espejo de Sol. ¡Aplastó al pueblo!

—¡No, aplastó a todos los jefes de los bandidos! ¡Y luego levantó el Imperio!

—¿Y? ¿Es que el Imperio es tan maravilloso? ¡Desaparición Prematura de las Fuerzas de la Opresión!

—¡Pero ahora el Ejército Rojo está al servicio del pueblo! ¡Avance Máximo con el Gran Hechicero!

—¡El Gran Hechicero es el Enemigo del Pueblo!

—¡Yo lo vi, os lo juro! ¡Una legión de soldados fue derribada por los vientos de su tránsito!

Los vientos de su tránsito estaban empezando a preocupar también a Rincewind. Siempre le pasaba cuando estaba aterrado.

—Si es un hechicero tan grande, ¿por qué sigue atado? ¿Por qué no ha hecho desaparecer sus ataduras en medio de una nube de humo verde?

—Tal vez se está reservando la magia para hazañas todavía más poderosas. No haría trucos con petardos para unas lombrices de tierra.

—¡Ja!

—¡Y tenía el Libro! ¡Nos estaba buscando a nosotros! ¡Es su destino liderar al Ejército Rojo!

Negación, negación, negación.

—¡Podemos liderarnos a nosotros mismos!

Asentimiento, asentimiento, asentimiento.

—¡No necesitamos ningún Gran Hechicero sospechoso de un lugar imaginario!

Asentimiento, asentimiento, asentimiento.

—Así pues, ¡tendríamos que matarlo ahora mismo!

Asentimiento, asen… Negación-negación-negación.

—¡Ja! ¡Se está mofando de ti! ¡Está esperando para hacerte explotar la cabeza con serpientes de fuego!

Negación, negación, negación.

—¿Sabéis que mientras discutimos aquí están torturando a Tres Bueyes Uncidos?

—¡El Ejército del Pueblo es más importante que sus individuos, Flor de Loto!

Dentro del saco fétido Rincewind hizo una mueca. Ya estaba empezando a sentir antipatía por la primera persona que había hablado, tal como ocurre naturalmente hacia la gente que insiste en que te maten sin demora. Pero cuando esa clase de persona empezaba a decir que las cosas eran más importantes que la gente, uno sabía que estaba metido en graves apuros.

—Estoy segura de que el Gran Hechicero podría rescatar a Tres Bueyes Uncidos —dijo una voz junto a su oído. Era Mariposa.

—¡Sí, podría rescatar con facilidad a Tres Bueyes Uncidos! —dijo Flor de Loto.

—¡Ja! ¿Eso creéis? ¿Que podría entrar en la Ciudad Prohibida? ¡Imposible! ¡Es la muerte segura!

Asentimiento, asentimiento, asentimiento.

—No para el Gran Hechicero —dijo la voz de Mariposa.

¡Cállate! —musitó Rincewind entre dientes.

¿Quieres averiguar cómo de grande es el cuchillo de carnicero que Dos Fuego Hierba lleva en la mano? —susurró Mariposa.

¡No!

Es muy grande.

¡Pero él ha dicho que entrar en la Ciudad Prohibida es la muerte segura!

No. Es solamente una muerte probable. ¡Te aseguro que si vuelves a intentar escaparte de mí, esoque será tu muerte segura!

Le quitaron el saco.

La cara que tenía inmediatamente delante era la de Flor de Loto, y un hombre podría ver cosas mucho peores bajo la luz del sol que aquella cara, que le hacía pensar en crema y mantequilla y la cantidad exacta de sal[21].

Una de las cosas que podría ver, por ejemplo, era la cara de Dos Fuego Hierba. No era una cara agradable. Era rechoncha, tenía unas pupilas minúsculas y parecía un ejemplo viviente del hecho de que aunque solían ser los reyes, los emperadores y los mandarines quienes oprimían a la gente, tu vecino de al lado podía hacerlo igual de bien.

—¿El Gran Hechicero? ¡Ja! —dijo ahora Dos Fuego Hierba.

—¡Puede hacerlo! —dijo Flor de Loto (y queso cremoso, pensó Rincewind, y tal vez ensalada de repollo como guarnición)—. ¡Es el Gran Hechicero que ha vuelto a nosotros! ¿Acaso no guió al Maestro por las tierras de los fantasmas y los vampiros chupasangre?

—Oh, yo no diría… —empezó Rincewind.

—¿Y un mago tan grande te ha dejado que lo trajeras aquí en un saco? —preguntó Dos Fuego Hierba con un soplido de burla—. Veamos cómo hace algún conjuro…

—¡Un mago verdaderamente grande no se rebaja a hacer trucos de feria! —dijo Flor de Loto.

—Es verdad —dijo Rincewind—. No me rebajo.

—¡Debería darle vergüenza a Hierba haber sugerido algo semejante!

—Vergüenza —repitió Rincewind.

—Además, va a necesitar todo su poder para entrar en la Ciudad Prohibida —dijo Mariposa. Rincewind descubrió que odiaba el sonido de su voz.

—La Ciudad Prohibida —murmuró.

—Todo el mundo sabe que allí hay trampas terribles y puertas falsas y muchos, muchos guardias.

—Trampas y puertas falsas…

—Vaya, que si le fallara la magia por hacer trucos para Hierba, acabaría en la mazmorra más profunda, muriendo centímetro a centímetro.

—Centímetros… esto… ¿de qué centímetro en particular…?

—¡Menuda vergüenza, Dos Fuego Hierba!

Rincewind le dedicó una sonrisa enfermiza.

—La verdad —dijo— es que no soy tan, tan grande. Soy un poquito grande —añadió a toda prisa, mientras Mariposa empezaba a fruncir el ceño—, pero no muy grande…

—Las escrituras del Maestro dicen que derrotaste a muchos encantadores poderosos y que triunfaste lleno de decisión en las situaciones más peligrosas.

Rincewind asintió con expresión fúnebre. Venía a ser verdad. Pero la mayor parte del tiempo no había tenido intención de hacerlo. Y por su parte la Ciudad Prohibida tenía un aspecto… bueno… prohibido. No parecía hospitalaria. No parecía que vendiera postales. El único souvenir que era probable que te dieran serían, tal vez, tus dientes. En una bolsita.

—Esto… Supongo que ese tal Bueyes está en una mazmorra profunda, ¿verdad?

—La más profunda —dijo Dos Fuego Hierba.

—Y… nunca habéis vuelto a ver a nadie que haya caído prisionero, ¿verdad?

—Hemos visto trozos de ellos —dijo Flor de Loto.

—Normalmente sus cabezas —dijo Dos Fuego Hierba—. En las estacas de encima de las puertas.

—Pero no la de Tres Bueyes Uncidos —dijo Flor de Loto en tono firme—. ¡Ha hablado el Gran Hechicero!

—La verdad, no estoy seguro de haber dicho…

—Habéis hablado —dijo Mariposa con firmeza.

A medida que Rincewind se acostumbraba a la oscuridad se fue dando cuenta de que estaba en alguna clase de almacén o bodega. Le llegaban los ruidos de la ciudad, más bien amortiguados, por unas rejillas en las paredes, situadas cerca del techo. El lugar estaba medio lleno de barriles y fardos, y en cada uno de ellos había alguien apoyado. La sala estaba abarrotada.

Todos lo observaban con expresión de atención fascinada, pero eso no era lo único que tenían en común.

Rincewind se dio la vuelta.

—¿Quiénes son todos estos niños? —preguntó.

—Esta —dijo Flor de Loto— es la unidad hunghunguesa del Ejército Rojo.

Dos Fuego Hierba soltó un soplido de burla.

—¿Por qué se lo has dicho? Ahora tendremos que matarlo.

—¡Pero si son muy jóvenes!

—Tal vez carezcan del privilegio de la edad —dijo Dos Fuego Hierba—, pero son ancianos en materia de coraje y honor.

—¿Y expertos en la lucha? —dijo Rincewind, acalorado—. Los guardias que yo he visto no parecen gente maja. Esto… ¿por lo menos tenéis armas de alguna clase?

—¡Arrancaremos las armas que necesitemos de las manos de nuestros enemigos! —dijo Dos Fuego Hierba. Se elevó un clamor.

—¿En serio? ¿Y cómo haréis que las suelten llegado el momento? —preguntó Rincewind. Señaló a una niña muy pequeña, que se apartó de su dedo como si fuera un arma cargada. Aparentaba unos siete años y tenía un conejo de juguete en las manos—. ¿Cómo te llamas?

—¡Una Perla Favorita, Gran Hechicero!

—¿Y qué haces en el Ejército Rojo?

—¡He ganado una medalla por pegar cartelez, Gran Hechicero!

—¿Qué…? ¿Del estilo de «Que Por Favor Les Pasen Cosas Un Poco Malas a Nuestros Enemigos»? ¿Ese tipo de cosas?

—Ezto… —dijo la niña, mirando implorante a Mariposa.

—No nos resulta nada fácil rebelarnos —dijo la chica mayor—. No tenemos… experiencia.

—Bueno, estoy aquí para deciros que la forma de hacerlo no es cantar canciones y pegar carteles y luchar con las manos desnudas —dijo Rincewind—. No cuando os enfrentáis a gente de verdad con armas de verdad. Vosotros… —Su voz se fue apagando cuando se dio cuenta de que había cien pares de ojos que lo miraban fijamente y doscientas orejas que lo escuchaban con atención.

Repitió sus palabras en la caja de resonancia de su mente. Había dicho: «Estoy aquí para deciros…». Extendió las manos y las agitó con aire frenético.

—… es decir, no me corresponde a mí deciros nada —dijo.

—Correcto —dijo Dos Fuego Hierba—. Venceremos porque tenemos la Historia de nuestro lado.

—Venceremos porque el Gran Hechicero está de nuestro lado —dijo Mariposa en tono cortante.

—¡Os diré una cosa! —gritó Rincewind—. ¡Mejor confiar en mí que en la Historia! ¡Oh, mierda! ¿Acabo de decir eso?

—Entonces ¿ayudaréis a Tres Bueyes Uncidos? —preguntó Mariposa.

—¡Por favor! —suplicó Flor de Loto.

Rincewind se la quedó mirando. Y miró las lágrimas que tenía en los rabillos de los ojos, y a aquel puñado de críos sobrecogidos que creían realmente que se podía vencer a un ejército cantando canciones alentadoras.

Solamente podía hacer una cosa, ahora que lo pensaba bien.

Podía seguirles el juego de momento y poner pies en polvorosa a la primera oportunidad. La cólera de Mariposa era mala, pero una estaca era una estaca. Por supuesto, durante un tiempo se sentiría un poco canalla, pero de eso mismo se trataba. Se sentiría un canalla pero no sentiría la estaca.

El mundo ya tenía héroes de sobra y no necesitaba otro. Sin embargo, en el mundo solamente había un Rincewind y él era responsable ante el mundo de mantenerlo con vida durante todo el tiempo posible.

Había una posada. Había un patio. Había un corral para los Equipajes.

Había baúles de viaje grandes, lo bastante grandes como para transportar las necesidades de una familia entera durante dos semanas. Había estuches para muestrarios de mercaderes, simples cajas cuadradas con piernas toscas. Había bolsas elegantes para viajes de una sola noche.

Se revolvían ociosamente en su corral. De cuando en cuando se oía el traqueteo de un asa o el chirrido de una bisagra, y un par de veces el golpe de una tapa al cerrarse y el bonc-bonc-bonc de otros cofres intentando apartarse del medio.

Había tres baúles grandes y cubiertos de cuero remachado. Parecían de esa clase de accesorios de viaje que pasan el rato delante de los hoteles baratos y hacen comentarios sugerentes a los bolsos de mano.

El objeto de su atención era un baúl más bien pequeño con incrustaciones en la tapa y unos pies delicados. Se había retirado a un rincón, tan a resguardo como podía.

Una tapa grande con pinchos se abrió un par de veces mientras el más grande de los baúles se acercaba.

El baúl más pequeño se había retirado tanto al rincón que sus piernas de atrás estaban intentando trepar la verja del corral.

Se oyó un ruido de pies corriendo al otro lado de la pared del patio. El ruido se acercó y luego se paró de repente.

Entonces se oyó un tañido como el que causaría un objeto al aterrizar en el techo recio de un carruaje.

Por un momento, con la luna naciente de fondo, se vio una figura que daba una lenta voltereta en el aire vespertino.

Aterrizó pesadamente delante de los tres baúles grandes, se irguió con un saltito y cargó.

Al cabo de un rato varios viajeros salieron a la noche, pero para entonces ya había piezas de ropa desperdigadas y pisoteadas por todo el patio. En el tejado descubrieron tres baúles negros, aporreados y llenos de melladuras, los tres escarbando en las tejas y golpeando a los demás en un esfuerzo por subir más arriba que nadie. Otros habían sido presa del pánico, habían echado abajo la pared y se habían marchado campo a través.

Al final los encontraron a todos salvo a uno.

Los miembros de la Horda se sentían bastante orgullosos de sí mismos cuando se sentaron a cenar. Más bien actuaban, pensó el señor Saveloy, como chicos a los que acabaran de darles sus primeros pantalones largos.

Y así era. Cada hombre llevaba unos pantalones anchos e idénticos además de una túnica larga y gris.

—Hemos ido de compras, nada menos —dijo Caleb con orgullo—. Hemos pagado las cosas con dinero. Vamos vestidos como la gente civilizada.

—Ciertamente —dijo el señor Saveloy en tono indulgente. Confiaba en que pudieran pasar por aquello sin que la Horda descubriera de qué clase de gente civilizada iban vestidos. Tal como estaban las cosas, las barbas eran un problema. La clase de gente que llevaba aquella clase de ropa en la Ciudad Prohibida no solía tener barba. Era célebre precisamente por no tenerla. En realidad, era todavía más célebre por no tener otras cosas pero, como una especie de resultado de esa carencia, también por no tener barba.

Cohen cambió de postura.

—Pica —dijo—. ¿Esto son pantalones, entonces? No los había llevado nunca. Ni tampoco la camisa. ¿Para qué sirve una camisa que no sea de cota de malla?

—Pero lo hemos hecho muy bien —dijo Caleb. Incluso se había afeitado, obligando al barbero, por primera vez en su carrera, a usar un cincel. No paraba de frotarse la barbilla desnuda y rosada como la de un bebé.

—Sí, estamos muy civilizados —dijo Vincent.

—Menos en la parte donde le pegaste fuego a aquel tendero —dijo Willie el Chaval.

—Naaa. Solamente le pegué fuego un poquito.

—¿Mande?

—¿Profe?

—¿Sí, Cohen?

—¿Por qué le dijiste a aquel comerciante de fuegos artificiales que toda la gente a la que conocías se había muerto de repente?

El señor Saveloy dio unos golpecitos con el pie al paquete grande que estaba debajo de la mesa, junto a un caldero nuevecito.

—Para que no sospechara de mi compra —dijo.

—¿Cinco mil petardos?

—¿Mande?

—Bueno —dijo el señor Saveloy—. ¿Les he contado alguna vez que después de enseñar geografía en el Gremio de Asesinos y en el Gremio de Fontaneros lo hice durante unos trimestres en el Gremio de Alquimistas?

—¿Alquimistas? Todos unos chiflados —dijo Truckle.

—Pero les gusta la geografía —dijo el señor Saveloy—. Supongo que necesitan saber dónde han aterrizado. Coman bien, caballeros. Puede ser una noche larga.

—¿Qué es esta comida? —preguntó Truckle, pinchando algo con su palillo.

—Esto… Chow —dijo el señor Saveloy.

—Sí, ¿pero qué es eso?

—Chow. Un tipo de… ejem… perro.

La Horda lo miró.

—No tiene nada de malo —dijo a toda prisa, con la sinceridad de un hombre que había pedido brotes de bambú y tofu para él.

—Yo he comido de todo —dijo Truckle—. Pero no voy a comer perro. Tuve un perro una vez. Rover.

—Ah, sí —dijo Cohen—. Aquel que tenía un collar de pinchos, ¿no? ¿El que comía gente?

—Di lo que quieras, para mí era un amigo —dijo Truckle, apartando la carne de delante de él.

—Pues para todos los demás era una muerte rabiosa. Yo me como el tuyo. Pídele un plato de pollo, Profe.

—Una vez me comí a un hombre —murmuró Hamish el Loco—. En un asedio.

—¿Te comiste a una persona? —preguntó el señor Saveloy, haciendo una seña al camarero.

—Una pierna nada más.

—¡Qué horror!

—No si le pones mostaza.

Justo cuando pensaba que empezaba a conocerlos, meditó el señor Saveloy…

Cogió su vaso de vino. Los miembros de la Horda cogieron también sus vasos y lo observaron con atención.

—Un brindis, caballeros —dijo—. Y recordad lo que os dije sobre no beber de golpe. Beber de golpe solamente sirve para mojarse las orejas. Dad un sorbo nada más. ¡Por la Civilización!

Los miembros de la Horda añadieron sus brindis respectivos.

—«¡Pcharn'kov!»[22]

—«¡Túmbense en el suelo y nadie saldrá herido!»

—«¡Ojalá vivas en pantalones interesantes!»

—¿Cuál es la palabra mágica? ¡Dame!

—«¡Muerte a la mayoría de los tiranos!»

—¿Mande?

—Las paredes de la Ciudad Prohibida tienen doce metros de alto —dijo Mariposa—. Y las puertas son de metal. Hay cientos de guardias. Pero por supuesto, tenemos al Gran Hechicero.

—¿A quién?

—A vos.

—Lo siento, ya me estaba olvidando.

—Sí —dijo Mariposa, mirando lentamente a Rincewind con expresión apreciativa. Rincewind recordaba que sus tutores lo miraban de la misma forma cuando sacaba buenas notas en algún examen tipo test simplemente contestando al azar.

Se apresuró a bajar la vista hacia los garabatos a carboncillo que había hecho Flor de Loto.

Cohen sabría qué hacer, pensó. A él le bastaría con abrirse paso a base de tajos. Nunca se le pasaría por la cabeza tener miedo ni preocuparse. Era la clase de hombre que hacía falta en situaciones como aquella.

—Sin duda tenéis hechizos mágicos que pueden abatir las murallas —dijo Flor de Loto.

Rincewind se preguntó qué le harían cuando resultara que no podía. No mucho, pensó, si ya estoy corriendo. Por supuesto, maldecirían su memoria y lo insultarían, pero a eso ya estaba acostumbrado. «Palos y piedras romperán mis huesos», pensó. Tenía la vaga certeza de que el refrán tenía una segunda parte, pero nunca se había molestado en aprenderla porque la primera siempre ocupaba toda su atención.

Incluso el Equipaje lo había abandonado. Aquella era una ventaja menor, pero echaba de menos aquel ruido de piececillos…

—Antes de empezar —dijo—, creo que deberíais cantar una canción revolucionaria.

A la unidad le gustó la idea. Mientras estaban ocupados cantando, Rincewind fue con sigilo hasta Mariposa, que le dedicó una sonrisa cómplice.

—¡Sabes que no puedo hacerlo!

—El Maestro dijo que estabas lleno de recursos.

—¡No tengo magia suficiente para hacer un agujero en una pared!

—Estoy segura de que se te ocurrirá algo. Y… ¿Gran Hechicero?

—Sí, ¿qué?

—Perla Favorita, la niña del conejo de juguete…

—¿Sí?

—La unidad es lo único que tiene en el mundo. Lo mismo les pasa a muchos de los demás. Cuando luchan los señores de la guerra, muere mucha gente. Padres y madres. ¿Lo entiendes? Yo fui una de las primeras en leer Lo que hice en mis vacaciones, Gran Hechicero, y lo que yo vi en el libro fue a un tonto de remate que por alguna razón siempre tenía suerte. Gran Hechicero… espero por el bien de todos que tengas muchísima suerte. Sobre todo por el tuyo.

Las fuentes tintineaban en los patios del Emperador del Sol. Los pavos reales titaban su llamada, un ruido que suena como algo que no debería ser tan hermoso. Los árboles ornamentales proyectaban sus sombras como solamente ellos sabían hacerlo: ornamentalmente.

Los jardines ocupaban el corazón de la ciudad y desde ellos alcanzaba a escucharse el ruido del exterior, aunque amortiguado por la paja que echaban a diario en las calles más cercanas y también porque cualquier ruido considerado demasiado fuerte le supondría a su emisor una estancia breve en la cárcel.

De todos los jardines, el más agradable estéticamente era el diseñado por el primer emperador, Un Espejo de Sol. Estaba hecho en su totalidad de grava y piedras, pero todo artísticamente rastrillado y dispuesto como si lo hubiera creado un torrente montañoso con un sentido artístico muy refinado. Era allí donde Un Espejo de Sol, en cuyo reinado se había unificado el Imperio y se había construido la Gran Muralla, iba a refrescarse el alma y a morar en la unidad esencial de todas las cosas, mientras bebía vino usando como copa el cráneo de algún enemigo o posiblemente de algún jardinero demasiado torpe con el rastrillo.

En el momento presente el jardín estaba ocupado por Dos Pequeño Wang, el maestro de protocolo, que iba por allí porque pensaba que le hacía bien a los nervios.

Tal vez fuera el número dos, se decía siempre a sí mismo. Era un número de nacimiento gafado. Llamarse Pequeño Wang no era más que un detalle de falta de cortesía, una especie de cagada menor de gaviota después del gran montón de excremento de búfalo que el Cielo le había pegado a su horóscopo. Aunque tenía que admitir que no había mejorado en nada las cosas al aceptar convertirse en maestro de protocolo.

En su momento había parecido muy buena idea. Había ido ascendiendo gradualmente por el funcionariado agateo dominando las artes esenciales a la práctica del buen gobierno y la buena administración (como por ejemplo la caligrafía, el origami, los arreglos florales y las Cinco Formas Maravillosas de poesía). Había cumplido obedientemente las tareas que se le habían asignado y apenas se había dado cuenta de que ya no había tantos miembros del alto funcionariado como antes, hasta que un día un montón de altos mandarines —la mayoría de ellos mucho más altos que él, se le ocurrió más tarde— habían acudido a él mientras estaba buscando una buena rima para «flor de azahar» y le habían felicitado por ser el nuevo maestro.

De aquello hacía tres meses.

Y de todas las cosas que se le habían ocurrido en aquellos tres meses la más vergonzosa era la siguiente: que había llegado a creer que el Emperador del Sol no era realmente el Señor del Paraíso, el Pilar del Cielo y el Gran Río de las Bendiciones, sino un loco malvado cuya muerte se estaba postergando demasiado tiempo.

Era una idea horrible. Era como odiar la maternidad y el pescado crudo, o plantear objeciones a la luz del sol. La mayoría de la gente desarrollaba su conciencia social de joven, durante ese breve periodo entre dejar de estudiar y decidir que la injusticia no es necesariamente mala siempre, y resultaba más bien un shock descubrírsela de repente a los sesenta años.

No es que estuviera en contra de las Leyes Doradas. Tenía sentido que a un hombre proclive a robar le cortaran las manos. Eso le impedía volver a robar y de esa forma mancharse el alma.

A un campesino que no podía pagar sus impuestos había que ejecutarlo, a fin de evitar que cayera en las tentaciones de la pereza y el desorden público. Y como el Imperio había sido creado por el Cielo como el único mundo verdadero de los seres humanos y todo lo que había fuera del mismo era una tierra de fantasmas, resultaba más que pertinente ejecutar a quienes cuestionaran tal situación.

Y sin embargo le parecía que no estaba bien reírse con alegría al hacerlo. No era agradable que tuvieran que pasar aquellas cosas, solamente era necesario.

De algún sitio lejano llegaron los gritos. El emperador estaba jugando otra vez al ajedrez. Prefería usar piezas vivas.

A Dos Pequeño Wang le pesaba el conocimiento. Había habido tiempos mejores. Ahora lo sabía. Las cosas no habían sido siempre así. Los emperadores del pasado no eran payasos crueles, alrededor de los cuales uno estaba tan seguro como en unas arenas movedizas en temporada de cocodrilos. No siempre había habido una guerra civil cada vez que moría un emperador. Antes los señores de la guerra no gobernaban el país. La gente tenía derechos además de obligaciones.

Y luego un día se había cuestionado la sucesión y se había iniciado una guerra y desde entonces parecía que nada iba bien.

Pronto, si había suerte, el emperador moriría. No había duda de que estaban construyendo un Infierno especial para él. Habría las batallas de costumbre y luego un emperador nuevo y, si tenía mucha suerte, Dos Pequeño Wang sería decapitado, que era lo que solía pasarle a la gente que había ascendido a un alto cargo bajo un gobernante previo. Pero aquello era bastante razonable para los estándares modernos, ya que últimamente era posible que lo decapitaran a uno por interrumpir los pensamientos del emperador o por estar de pie en el sitio equivocado.

Llegado aquel punto, Dos Pequeño Wang oyó fantasmas.

Parecían estar justo debajo de sus pies.

Hablaban en un idioma extraño, de forma que para Dos pequeño Wang su habla no eran más que ruidos, que sonaban así:

¿Dónde demonios estamos?

Debajo del palacio, estoy seguro. Busque otra tapa de alcantarilla en el techo…

¿Mande?

¡Estoy harto de empujar esta maldita silla de ruedas!

Yo después de esto me lavo los pies, os lo digo.

¿Esto te parece manera de entrar en una ciudad? ¿Esto te parece manera de entrar en una ciudad? ¿Con agua hasta la cintura? ¡Nunca entramos así en ninguna… tonta… ciudad, cuando yo cabalgaba con Bruce el Huno! ¡Uno entra en una… amorosa… ciudad arrasándola con un millar de jinetes, así es como se toma una ciudad…!

Sí, pero en esta cañería no cabrían.

Los ruidos tenían una sonoridad hueca y retumbante. Con una especie de fascinación perpleja Dos Pequeño Wang los fue siguiendo, caminando sobre la grava manicurada de una forma irreflexiva que le habría reportado una extracción inmediata de la lengua por parte de su anterior amante de la paz y la tranquilidad.

¿Podemos darnos prisa, por favor? Me gustaría que estuviéramos fuera de aquí cuando estalle el caldero, y la verdad es que no he tenido mucho tiempo para experimentar con las mechas.

Sigo sin entender lo del caldero, Profe.

Confío en que todos esos petardos abran un agujero en la muralla.

¡Bien! ¿Entonces por qué no estamos allí? ¿Por qué estamos en esta tubería?

Porque todos los guardias saldrán corriendo a ver qué ha sido esa explosión.

¡Bien! Entonces deberíamos estar allí.

¡No! Tenemos que estar aquí, Cohen. La palabra clave es señuelo. Es… más civilizado así.

Dos Pequeño Wang pegó la oreja al suelo.

¿Cuál dijiste que era el castigo por entrar en la Ciudad Prohibida, Profe?

Creo que es algo semejante a colgar, jamerdar y cuartear. Así que, ¿ven ustedes? Sería buena idea que…

Se oyó un chapoteo muy débil.

¿Cómo se jamierda a alguien?

Creo que te sacan las tripas y te las enseñan.

¿Para qué?

Pues no lo sé. Supongo que para ver si las reconoces.

¿Cómo? ¿En plan «sí, esos son mis riñones, sí, ese es mi desayuno»?

¿Y cómo te cuartean? O sea, ¿te sacan los cuartos?

Creo que no, a juzgar por el contexto.

Durante un momento no se oyó nada más que el chapoteo de seis pares de pies y el chirrido de algo que sonaba como una rueda.

Bueno, ¿y cómo te cuelgan?

¿Perdón?

Jo, jo, jo… Lo siento, lo siento.

Dos Pequeño Wang tropezó con un bonsái de doscientos años y se dio de cabeza contra una rosa elegida por su serenidad fundamental. Cuando recuperó el sentido, unos segundos más tarde, las voces ya no estaban. Si es que habían existido alguna vez.

Fantasmas. Últimamente había muchos fantasmas. A Dos Pequeño Wang le gustaría tener algunos petardos que tirar a su alrededor.

Ser el maestro de protocolo era todavía peor que intentar encontrar una rima para «flor de azahar».

Los callejones de Hunghung estaban iluminados con antorchas. Con el Ejército Rojo charlando y siguiéndolo, Rincewind deambuló hasta la muralla de la Ciudad Prohibida.

Nadie sabía mejor que Rincewind que era totalmente incapaz de hacer magia verdadera. Solo había conseguido hacerla por accidente.

Así que tenía claro que si agitaba una mano y decía unas cuantas palabras mágicas, lo más probable era que la muralla se volviera un poquito menos llena de agujeros que ahora.

Era una lástima decepcionar a Flor de Loto, con aquel cuerpo que hacía pensar a Rincewind en una bandeja de patatas fritas onduladas, pero ya era hora de que la chica aprendiera que no se podía confiar en los magos.

Y luego podría marcharse. ¿Qué podría hacerle Mariposa si lo intentaba y fracasaba? Y para su gran sorpresa, se descubrió a sí mismo confiando en poder meterle de pasada el dedo en el ojo a Hierba al marcharse. Le asombraba que los demás no vieran la clase de persona que era.

Aquella parte de la muralla estaba entre dos puertas. La vida de Hunghung se estrellaba contra ella como un mar fangoso. Estaba abarrotada de puestos de comerciantes y tenderetes. Rincewind siempre había creído que los ciudadanos de Ankh-Morpork pasaban la vida en la calle, pero comparados con los hunghungueses eran agorafóbicos. Los funerales (con sus petardos asociados), las celebraciones de bodas y las ceremonias religiosas pasaban junto a (y se entremezclaban con) las actividades normales del mercado, como la matanza de ganado estilo libre y el campeonato mundial de discusiones.

Hierba señaló un trozo vacío de muralla donde había leña amontonada.

—Allí mismo, Gran Hechicero —dijo en tono de burla—. No os agotéis indebidamente. Con un pequeño agujero será suficiente.

—¡Pero si hay cientos de personas alrededor!

—¿Y eso es un problema para tan grandioso hechicero? ¿O es que no podéis hacerlo si hay gente mirando?

—No me cabe duda de que el Gran Hechicero nos asombrará —dijo Mariposa.

—¡Cuando la gente vea el poder del Gran Hechicero hablarán de él por siempre! —dijo Flor de Loto.

—Es probable —murmuró Rincewind.

La unidad dejó de hablar, aunque solamente era posible darse cuenta viendo que tenían las bocas cerradas. El hueco dejado por su silencio se llenó de inmediato con el barullo del mercado.

Rincewind se remangó la túnica.

Ni siquiera estaba seguro de que hubiera un hechizo para volar cosas…

Hizo un gesto vago con la mano.

—Os aconsejo a todos que os apartéis —dijo Hierba con una sonrisa desagradable.

¿Quanti canicula illa in fenestre? —dijo Rincewind—. Esto…

Miró desesperadamente la muralla y, con esa percepción intensificada que sobreviene a quienes están en el límite del terror, vio un caldero medio escondido entre la leña. Parecía llevar un cordelito encendido incorporado al mismo.

—Esto… —dijo—. Creo que hay…

—¿Algún problema? —preguntó Hierba en tono malvado.

Rincewind cuadró los hombros.

—… —dijo.

Se oyó un ruido como de un merengue aterrizando suavemente en un plato y todo lo que tenía delante se puso blanco.

Luego el blanco se volvió rojo, con vetas negras, y un estruendo terrible le dio sendos bofetones en las orejas.

Un trozo de algo resplandeciente en forma de media luna le segó la punta del sombrero y se incrustó en la casa más cercana, que se incendió.

Hubo un fuerte olor a cejas quemadas.

Cuando los escombros dejaron de moverse Rincewind vio un boquete enorme en la muralla. Alrededor del mismo, el enladrillado, convertido en cerámica al rojo vivo, empezaba a enfriarse con un ruido que sonaba como glinca-glinca.

Se miró las manos cubiertas de hollín.

—Caray —dijo.

Y luego anunció:

—¡Pues ya está!

Se dio la vuelta y empezó a decir: «¿Qué os ha parecido?», pero su voz se apagó cuando se hizo patente que todo el mundo estaba tumbado en el suelo.

Un pato lo miraba con recelo desde su jaula. Debido a la protección parcial que le proporcionaban los barrotes, sus plumas tenían un diseño alternativamente natural y chamuscado.

Siempre había anhelado hacer magia como aquella. Siempre había sido capaz de visualizarla perfectamente. Simplemente nunca había podido hacerla…

En el agujero abierto aparecieron varios guardias. Uno de ellos, la ferocidad de cuyo casco sugería que era un oficial, miró con expresión iracunda el boquete calcinado y luego a Rincewind.

—¿Tú has hecho esto? —preguntó.

—¡Atrás! —gritó Rincewind, ebrio de poder—. ¡Yo soy el Gran Hechicero! ¿Veis este dedo? ¡No me obliguéis a usarlo!

El oficial hizo una señal con la cabeza a dos de sus hombres.

—Apresadlo.

Rincewind dio un paso atrás.

—¡Os aviso! ¡Todo el que me ponga una mano encima se pasará el resto de su vida comiendo moscas y dando saltitos!

Los guardias avanzaron con la determinación de quien está preparado para arriesgarse a la incerteza de la magia frente a la perspectiva perfectamente nítida del castigo por desobedecer órdenes.

—¡Atrás! ¡Esto puede estallar! Muy bien, ya que me oblig…

Hizo un gesto con la mano. Chasqueó varias veces los dedos.

—Esto…

Los guardias, después de cerciorarse de que todavía conservaban su propia forma, le agarraron cada uno de un brazo.

—Puede ser de efectos retardados —aventuró, mientras lo sujetaban con más fuerza—. Por otra parte, ¿os interesaría oír un famoso aforismo? —preguntó. Le levantaron los pies del suelo—. ¿O tal vez no?

Mientras corría despistadamente en el aire, a Rincewind lo llevaron ante el oficial.

—¡De rodillas, rebelde! —gritó el oficial.

—Me gustaría, pero…

—¡Vi lo que le hiciste al capitán Cuatro Blanco Zorro!

—¿Qué? ¿A quién?

—Llevadlo… ante… el… emperador.

Mientras se lo llevaban a rastras, Rincewind vio por un breve instante que los guardias se acercaban al Ejército Rojo con las espadas centelleando…

Una placa de metal tembló un momento y luego cayó al suelo.

—¡Con cuidado!

—¡No estoy acostumbrado a tener cuidado! ¡Bruce el Huno nunca tenía cuid…!

—¡Para ya con Bruce el Huno!

—¡Que te den por córcholis a ti también!

—¿Mande?

—¿Hay alguien ahí?

Cohen asomó la cabeza fuera de la tubería. Había una sala oscura, húmeda y llena de tuberías y goteras. El agua circulaba en todas direcciones para alimentar fuentes y cisternas.

—No —dijo con voz decepcionada.

—Muy bien. Todo el mundo fuera de la tubería.

Hubo ecos de palabrotas y chirridos metálicos mientras la silla de ruedas de Hamish era introducida en el sótano largo y de techo bajo.

El señor Saveloy encendió una cerilla mientras la Horda se dispersaba y examinaba su entorno.

—Felicidades, caballeros —dijo—. Creo que estamos en palacio.

—Sí —dijo Truckle—. Hemos conquistado una jod… una amorosa tubería. ¿De qué nos va a servir?

—Podríamos violarla —dijo Caleb, esperanzado.

—Eh, esta cosa en forma de rueda gira.

—¿Qué es una tubería amorosa?

—¿Qué hace esta palanca?

—¿Mande?

—¿Y si encontramos una puerta, salimos en tromba y matamos a todo el mundo?

El señor Saveloy cerró los ojos. Había algo familiar en aquella situación, y ahora se daba cuenta de qué era. Una vez había llevado de excursión a una clase entera a la armería de la ciudad. La pierna derecha todavía le dolía en los días húmedos.

—¡No, no y no! —chilló—. ¿De qué nos serviría eso? Willie el Chaval, por favor, no tire usted de esa palanca.

—Bueno, yo al menos me sentiría mejor, eso seguro —dijo Cohen—. En todo el día no he matado nada más que a un guardia, y apenas cuentan.

—Recuerda que estamos aquí para robar, no para asesinar —dijo el señor Saveloy—. Ahora, por favor, sáquense todos ese cuero mojado y pónganse la ropa nueva.

—Esta parte no me gusta —dijo Cohen, poniéndose una camisa—. Me gusta que la gente se entere de quién era.

—Sí —dijo Willie el Chaval—. Sin nuestro cuero y nuestra cota de malla la gente creerá que somos una panda de viejos cutres.

—Exacto —dijo el señor Saveloy—. Eso es parte del subterfugio.

—¿Es como eso de la táctica? —preguntó Cohen.

—Sí.

—Muy bien, pero a mí no me gusta —dijo Vincent el Viejo—. ¿Y si ganamos? ¿Qué clase de canción van a cantar los trovadores sobre alguien que invadió una ciudad por una tubería?

—Una con mucho eco —dijo Willie el Chaval.

—No van a cantar nada de eso —dijo Cohen en tono firme—. Si le pagas bastante a un trovador, canta lo que le digas.

Un tramo de escalones húmedos daba a una puerta. El señor Saveloy ya estaba en lo alto, escuchando.

—Es verdad —dijo Caleb—. Dicen que quien paga al gaitero pide la canción.

—Pero, caballeros —dijo el señor Saveloy, con la mirada brillante—, quien le pone un cuchillo en la garganta al gaitero escribe la sinfonía.

El asesino se movía lentamente por los aposentos de lord Hong.

Era uno de los mejores del pequeño pero muy selecto gremio de Hunghung, y ciertamente no era un rebelde. No le gustaban los rebeldes. Eran invariablemente gente pobre y por tanto era poco probable que fueran clientes.

Su manera de moverse era cautelosa y poco usual. Evitaba el suelo: se sabía que lord Hong afinaba los tablones. Hacía un uso considerable de los muebles y las mamparas decorativas, y de vez en cuando también del techo.

Y al asesino se le daba muy bien. Cuando un mensajero entró en la sala por una puerta lejana él se quedó congelado un instante y luego empezó a moverse en sincronía perfecta hacia su presa, dejando que los pasos torpes del recién llegado enmascararan los suyos.

Lord Hong estaba fabricando otra espada. El doblegamiento del metal y todos los periodos tediosos pero esenciales de calentamiento y martilleo, descubrió, eran buenos conductores del pensamiento lúcido. Demasiada celebración pura era mala para la mente. A lord Hong le gustaba usar las manos a veces.

Volvió a meter la espada en el horno y accionó unas cuantas veces el fuelle.

—¿Sí? —preguntó. El mensajero, postrado boca abajo muy cerca del suelo, levantó la vista.

—Buenas noticias, señor. ¡Hemos capturado al Ejército Rojo!

—Pues sí que son buenas noticias —dijo lord Hong, observando fijamente la hoja en espera del cambio de color—. ¿Incluyendo al que llaman el Gran Hechicero?

—¡Ciertamente! ¡Pero no es tan grande, oh señor! —dijo el mensajero.

Su jovialidad se apagó cuando lord Hong levantó una ceja.

—¿De veras? Al contrario, sospecho que está en posesión de poderes inmensos y muy peligrosos.

—¡Sí, señor! No quería decir…

—Encárgate de que los encierren a todos. Y envía un mensaje al capitán Cinco Hong Hombre para que ejecute las órdenes que le he dado hoy.

—¡Sí, señor!

—¡Y ahora, ponte en pie!

El mensajero se puso de pie, temblando. Lord Hong se puso un guante grueso y cogió la empuñadura de la espada. El horno rugió.

—¡La barbilla alta, hombre!

—¡Mi señor!

—¡Ahora abre mucho los ojos!

Aquella orden era innecesaria. Lord Hong escrutó la máscara de terror, se percató del ligero movimiento, asintió y con un movimiento casi de ballet sacó la hoja chisporroteante del horno, se giró y asestó un golpe…

Hubo un grito muy breve y un siseo más bien largo.

Lord Hong dejó que el asesino cayera. Luego sacó la espada e inspeccionó la hoja humeante.

—Hum —dijo—. Interesante…

Vio al mensajero.

—¿Sigues aquí?

—¡No, mi señor!

—Asegúrate de ello.

Lord Hong dio la vuelta a la espada de forma que la luz se reflejara en ella y examinó el filo.

—Y… esto… ¿queréis que mande a unos sirvientes a recoger el… esto… cuerpo?

—¿Qué? —preguntó lord Hong, perdido en sus pensamientos.

—El cuerpo, lord Hong…

—¿Qué cuerpo? Ah, sí. Encárgate.

Las paredes estaban hermosamente decoradas. Hasta Rincewind se dio cuenta, aunque se veían borrosas de tan rápido que pasaban. Algunas tenían pájaros maravillosos pintados, o escenas de montaña, o ramilletes de follaje, con unas hojas y brotes trazados con exquisito detalle en apenas un par de pinceladas.

Leones de porcelana rugían en los pedestales de mármol. Los pasillos estaban flanqueados por jarrones más grandes que Rincewind.

Delante de los guardias se iban abriendo puertas lacadas. Rincewind era brevemente consciente de las salas enormes, decoradas y vacías a ambos lados.

Por fin cruzaron las últimas puertas y lo arrojaron a un suelo de madera.

En aquellas circunstancias, tenía comprobado, era mejor no levantar la vista.

Al final una voz imperiosa dijo:

—¿Qué tienes que decir en tu defensa, piojo miserable?

—Bueno, yo…

—¡Silencio!

Ah. O sea que iba a ser uno de esos interrogatorios.

Una voz distinta, una voz anciana, cascada y jadeante dijo:

—¿Dónde está el gran… visir?

—Se ha retirado a sus aposentos, Oh Gran Señor. Ha dicho que le dolía la cabeza.

—Hacedlo venir de… inmediato.

—Por supuesto, Oh Gran Señor.

Rincewind, con la nariz apretada contra el suelo, llevó a cabo algunas suposiciones más. Un gran visir siempre era mala señal. Por lo general quería decir que la gente iba a proponer caballos salvajes y cadenas al rojo vivo. Y cuando a la gente la llamaban cosas como «Oh Gran Señor», todo en mayúsculas, estaba bastante claro que no había posibilidad de apelación.

—Este es un… rebelde, ¿no? —La frase no fue tanto pronunciada como jadeada.

—Ciertamente, Oh Gran Señor.

—Creo que me gustaría verlo más… de cerca.

Hubo un murmullo general, que sugería que un buen número de gente se encontraba muy sorprendida, y luego un ruido de movimiento de muebles.

A Rincewind le pareció ver una manta en el borde de su campo de visión. Alguien estaba empujando una cama con ruedas por el suelo…

—Haced que se… ponga de pie. —El gorgoteo que se oyó durante la pausa fue como la última agua del baño yéndose por el desagüe. Era una aspiración tan húmeda como una ola retirándose.

De nuevo alguien dio una patada a Rincewind en los riñones, llevando a cabo la habitual petición explícita en el esperanto de la brutalidad. Se puso de pie.

Era en efecto una cama, y la más grande que Rincewind había visto nunca. En ella, envuelto en brocados y casi perdido entre las almohadas, había un anciano. Rincewind no había visto nunca a nadie con tal aspecto de enfermo. La cara era pálida, de una palidez verdosa. Se le veían las venas por debajo de la piel de las manos como gusanos en un frasco.

El emperador tenía todas las características de un cadáver, salvo, por decirlo de alguna forma, la más vital.

—Así pues… este es el nuevo Gran Hechicero del que… hemos leído tanto… ¿verdad? —preguntó.

Cuando hablaba, la gente aguardaba expectante al gorgoteo final a media frase.

—Bueno, yo… —empezó Rincewind.

—¡Silencio! —gritó un chambelán.

Rincewind se encogió de hombros.

No había sabido qué esperar de un emperador, pero la imagen mental tenía sitio para un hombre muy gordo con muchos anillos. Hablar con aquel estaba a un pelo de la nigromancia.

—¿Podéis mostrarnos algo más de… magia, Gran Hechicero?

Rincewind miró al chambelán.

—Bu…

—¡Silencio!

El emperador hizo un gesto vago con la mano, gorgoteando de esfuerzo, y le dedicó a Rincewind otra mirada inquisitiva. Rincewind decidió arriesgarse.

—Sé uno bueno —dijo—. Es un truco de desaparición.

—¿Podéis hacerlo… ahora?

—Solamente si se dejan abiertas las puertas y todo el mundo se pone de espaldas.

La expresión del emperador no cambió. La corte quedó en silencio. Luego se oyó un ruido como si estuvieran estrangulando a muchos conejitos.

El emperador se estaba riendo. En cuanto aquello quedó claro, todo el mundo empezó a reírse. Nadie consigue risas de los demás como alguien que puede mandarles a la muerte con más facilidad que ir al lavabo.

—¿Qué vamos a hacer… contigo? —preguntó—. ¿Dónde está el… gran… visir?

La multitud se abrió.

Rincewind se arriesgó a mirar de reojo. En cuanto uno estaba en manos de un gran visir, estaba muerto. Los grandes visires siempre eran megalómanos maquinadores. Probablemente estaba en el perfil del trabajo: «¿Es usted un loco traicionero, conspirador y taimado? Ah, bien, entonces puede usted ser mi ministro de más confianza».

—Ah, lord… Hong —dijo el emperador.

—¿Piedad? —sugirió Rincewind.

—¡Silencio! —gritó el chambelán.

—Decidme, lord… Hong —dijo el anciano emperador—, ¿cuál sería el castigo para un… extranjero… que entra en la Ciudad Prohibida?

—Se le extirpan todos los miembros, las orejas y los ojos y se le deja ir libre —dijo lord Hong.

Rincewind levantó la mano.

—¿Y si no tengo antecedentes?

—¡Silencio!

—Por lo general nunca encontramos ningún reincidente —dijo lord Hong—. ¿Qué es esta persona?

—Me cae bien —dijo el emperador—. Creo que me lo voy… a quedar. Me hace… reír.

Rincewind abrió la boca.

—¡Silencio! —gritó el chambelán, tal vez de forma poco sabia en vista de la actual línea de pensamiento.

—Esto… ¿podríais hacer que dejara de gritar «¡Silencio!» cada vez que intento hablar? —aventuró Rincewind.

—Claro… Gran Hechicero —dijo el emperador. Hizo una señal con la cabeza a unos guardias—. Llevaos al chambelán… y cortadle… los labios.

—¡Gran Señor, yo…!

—¡Y también las… orejas!

Se llevaron al pobre desgraciado. Un par de puertas lacadas se cerraron de golpe. Vino una ronda de aplausos de los cortesanos.

—¿Os gustaría… ver cómo se las… come? —preguntó el emperador con una sonrisa feliz—. Es tremenda… mente divertido.

—Jajajaja —dijo Rincewind.

—Buena decisión, señor —dijo lord Hong. Se volvió para mirar a Rincewind.

Para la inmensa sorpresa del mago, y también para su horror, le guiñó el ojo.

—Oh Gran Señor… —dijo un cortesano regordete, cayendo de rodillas, rebotando ligeramente y luego acercándose nerviosamente al emperador—. Me pregunto si tal vez es conveniente del todo ser tan compasivo con este diablo extranj…

El emperador bajó la vista. Rincewind juraría que cayó algo de polvo cuando se movió.

Hubo un movimiento suave entre la multitud. Sin que nadie hiciera al parecer nada tan tosco como mover los pies, se creó sin embargo un espacio cada vez más amplio alrededor del hombre arrodillado.

Luego el emperador sonrió.

—Vuestra preocupación es bien… recibida —dijo. El cortesano aventuró una sonrisa de alivio—. Sin embargo, vuestra presunción no lo es. Matadlo lentamente… durante varios… días.

—¡Aaaargh!

—¡Buena… idea! ¡Con mucho aceite… hirviendo!

—Una idea excelente, oh señor —dijo lord Hong.

El emperador se volvió de nuevo hacia Rincewind.

—Estoy seguro de que el… Gran Hechicero es mi amigo —succionó.

—Jajajajá —dijo Rincewind.

Los dioses sabían que ya había estado otras veces en aquella situación aproximada. Pero siempre había tenido delante a alguien… bueno, normalmente a alguien que se parecía a lord Hong, no a un semicadáver que estaba tan claramente como un cencerro que no podía tocar la cordura ni con una pértiga.

—Nos vamos a divertir… tanto —dijo el emperador—. He leído… mucho sobre ti.

—Jajajajá —dijo Rincewind.

El emperador volvió a hacer un gesto con la mano a su corte.

—Ahora me voy a retirar —anunció. Hubo un movimiento general y muchos bostezos ostensibles. Estaba claro que nadie se iba a dormir más tarde que el emperador.

—Emperador —dijo lord Hong en tono fatigado—, ¿qué queréis que hagamos con este Gran Hechicero vuestro?

El anciano miró a Rincewind con la cara con que se mira un regalo cuando ya se le han gastado las pilas.

—Metedlo en la mazmorra… especial —dijo—. Por… ahora.

—Sí, emperador —dijo lord Hong. Hizo un gesto con la cabeza a un par de guardias.

Rincewind consiguió echar un vistazo rápido hacia atrás mientras lo sacaban a rastras de la sala. El emperador estaba tumbado en su cama móvil y ya se había olvidado por completo de él

—¿Está chiflado o qué le pasa? —preguntó.

—¡Silencio!

Rincewind miró al guardia que acababa de decir aquello.

—Una lengua así puede meter a un hombre en líos enormes por aquí —murmuró.

Lord Hong siempre se sentía deprimido por el estado general de la humanidad. A menudo le parecía que dejaba mucho que desear. No había concentración. El Ejército Rojo, por ejemplo. Si él fuera un rebelde ya haría meses que el emperador habría sido asesinado y el país entero estaría en llamas, salvo las partes demasiado húmedas para arder. ¿Pero aquellos tipos? Por mucho que él se esforzara, la idea que tenían de las actividades revolucionarías era pegar a escondidas carteles que decían cosas como: «¡Incomodidad para los Opresores Cuando Sea Conveniente!».

Habían intentado pegar fuego a los cuarteles. Aquello estaba bien. Aquello era actividad revolucionaria de la buena, salvo por el intento de concertar una cita previa. A lord Hong le había costado un esfuerzo considerable hacer que pareciera que el Ejército Rojo lograba alguna victoria.

Bueno, les había dado al Gran Hechicero en el que ellos creían con tanta sinceridad. Ya no tenían excusa. Y a juzgar por su aspecto, el desgraciado era tan cobarde y falto de talento como lord Hong había confiado. Cualquier ejército liderado por él huiría o sería aniquilado, dejando el camino abierto a la contrarrevolución.

La contrarrevolución no sería ineficaz. Lord Hong se encargaría de ello.

Pero había que hacer las cosas poco a poco. Había enemigos por todas partes. Enemigos que sospechaban. El camino del hombre ambicioso era un suelo de ruiseñor. Un paso en falso y cantaría. Era una pena que el Gran Hechicero fuera a resultar tan bueno con las cerraduras. Aquella noche vigilaban la prisión los hombres de lord Tang. Por supuesto, si el Ejército Rojo se escapaba, no se podía echar la culpa en absoluto a lord Tang…

Lord Hong dejó escapar una risita por lo bajo mientras regresaba paseando a su suite. Lo importante eran las pruebas. No tenía que haber pruebas nunca. Pero aquello no importaría durante mucho tiempo. No había nada como una guerra temiblemente enorme para unir a la gente, y el hecho de que el Gran Hechicero —es decir, el líder del terrible ejército rebelde— fuera un alborotador maligno y extranjero no era más que la chispa que encendía el petardo.

Y luego… Ankh-Morpork [perro orinando].

Hunghung era una ciudad antigua. Su cultura se basaba en la costumbre, el tracto alimenticio del búfalo de agua común y la traición básica. Lord Hong estaba a favor de las tres cosas, pero entre las tres no llevaban a la dominación del mundo, y lord Hong estaba particularmente a favor de aquel concepto, siempre y cuando fuera lord Hong quien la consiguiera.

Si yo fuera un gran visir de los tradicionales, pensó mientras se sentaba a su mesilla del té, llegado este punto soltaría una risotada.

En cambio, se limitó a sonreír para sus adentros.

¿Hora de volver al baúl? No. Había cosas que mejoraban cuando se hacían esperar.

La silla de ruedas de Hamish el Loco hizo que se giraran varias cabezas, pero nadie hizo ningún comentario. La curiosidad indebida no era un rasgo de la supervivencia en Hunghung. La gente se limitaba a concentrarse en su trabajo, que parecía consistir en transportar interminablemente pilas de papel por los pasillos.

Cohen miró lo que tenía en la mano. A lo largo de las décadas había luchado con muchas armas: espadas, por supuesto, y arcos y lanzas y garrotes y… bueno, ahora que lo pensaba, casi con cualquier cosa.

Excepto aquello…

—Sigue sin gustarme —dijo Truckle—. ¿Por qué llevamos papeles?

—Porque en un sitio como este nadie te mira si llevas papeles —dijo el señor Saveloy.

—¿Por qué?

—¿Mande?

—Es… como magia.

—Yo estaría más contento si tuviera un arma.

—De hecho, puede ser el arma más poderosa de todas.

—Lo sé, me acabo de cortar un poco —dijo Willie el Chaval, chupándose el dedo.

—¿Mande?

—Mírenlo así, caballeros —dijo el señor Saveloy—. ¡Aquí estamos, realmente dentro de la Ciudad Prohibida, y no ha muerto nadie!

—Sí, de eso mismo nos estamos quejando… jo… ¡jopé!—dijo Truckle.

El señor Saveloy suspiró. Truckle usaba las palabras de una forma extraña. No importaba qué palabras concretas dijera, lo que se oía era en cierta manera extraña las palabras que él quería decir. Podía teñir el aire de azul solamente diciendo la palabra «manguera».

La puerta se cerró con un golpe detrás de Rincewind y se oyó el ruido de un cerrojo corriéndose.

Las cárceles del Imperio se parecían bastante a las de casa. Cuando uno quiere encarcelar a una criatura tan ingeniosa como el ser humano común, tiende a confiar en el clásico barrote de hierro y en grandes cantidades de piedra. Parecía que este método tan bien probado llevaba mucho tiempo establecido allí.

Bueno, estaba claro que se había apuntado un tanto con el emperador. Por alguna razón aquello no lo tranquilizaba. El hombre le había transmitido a Rincewind la impresión clara de ser el tipo de persona que es al menos tan peligroso para sus amigos como para sus enemigos.

Se acordó de Fideo Jackson, en la época en que él era un estudiante muy joven. Todo el mundo quería ser amigo de Fideo, pero de alguna forma, si estabas en su pandilla, siempre te encontrabas perseguido o pisoteado por la Guardia o siendo golpeado en peleas que no habías empezado, mientras que Fideo siempre estaba al margen de todo, riendo.

Además, el emperador no estaba simplemente en el umbral de la Muerte sino que ya se había adentrado en el recibidor, estaba admirando la alfombra y haciendo comentarios sobre el perchero. Y no había que ser un genio político para saber que cuando alguien así moría, las cuentas se saldaban antes incluso de que se enfriara su cadáver. Cualquiera a quien hubiera llamado amigo en público tenía unas expectativas de vida asociadas normalmente a cosas que pululan sobre los arroyos de truchas en el crepúsculo.

Rincewind apartó una calavera y se sentó. Existía la posibilidad del rescate, supuso, pero sería complicado que el Ejército Rojo rescatase siquiera a un patito de goma para evitar que se ahogara. Además, aquello lo pondría de nuevo en las garras de Mariposa, que lo aterraba casi tanto como el emperador.

Solamente le quedaba tener fe en que, después de todas sus aventuras, los dioses no querían que se pudriera en una mazmorra.

No, añadió con amargura, es probable que tuvieran algo mucho más imaginativo en mente.

La poca luz que iluminaba la mazmorra entraba por una rejilla muy pequeña y tenía aspecto de ser de segunda mano. El resto del mobiliario era un montón de algo que posiblemente había sido alguna vez paja. Y había…

… alguien dando golpecitos en la pared.

Una vez, dos, tres.

Rincewind cogió la calavera y devolvió la señal.

Un golpecito de respuesta.

Lo repitió.

Luego dos golpecitos.

Los repitió.

Bueno, aquello le resultaba familiar. Comunicación sin sentido… era como estar de vuelta en la Universidad Invisible.

—Bien —dijo, y su voz arrancó ecos en la celda—. Bien. Trés prisionero. Pero ¿qué estamos diciendo?

Hubo un ruido suave de raspado y uno de los bloques de la pared salió muy despacio de su sitio y cayó en el pie de Rincewind.

—¡Aargh!

—¿Quién es un hipopótamo enorme? —preguntó la voz amortiguada de alguien.

—¿Qué?

—¿Perdón?

—¿Qué?

—¿No preguntabas por el código de los golpecitos? Es nuestra forma de comunicación entre celdas, ya ves. Un golpecito quiere decir…

—Perdón, pero ¿no nos estamos comunicando ahora?

—Sí, pero no formalmente. A los prisioneros… no se les permite… hablar… —La voz se ralentizó, como si el que hablaba acabara de recordar algo importante.

—Ah, sí —dijo Rincewind—. Me olvidaba. Esto es… Hunghung. Todo el mundo… obedece… las normas.

La voz de Rincewind se apagó también.

A ambos lados de la pared hubo un silencio largo y meditabundo.

¿Rincewind?

¿Dosflores?

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Rincewind.

—¡Pudriéndome en una mazmorra!

—¡Yo también!

—¡Por todos los dioses! ¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó la voz amortiguada de Dosflores.

—¿Qué? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde cuándo?

—Pero tú… ¿por qué…?

—¡Escribiste ese maldito libro!

—¡Me pareció que sería interesante para la gente!

—¿Interesante? ¿Interesante?

—Pensé que a la gente le parecería un relato interesante de una cultura extranjera. Nunca quise causar problemas con él.

Rincewind se reclinó contra su lado de la pared. No, claro. Dosflores nunca quería causar problemas. Había gente que nunca quería. Probablemente lo último que se oiría antes de que el universo se plegara como un sombrero de papel sería a alguien decir: «¿Qué pasa si hago esto?».

—Debe de ser Sino el que te ha traído aquí —dijo Dosflores.

—Sí, es la clase de cosa que le gusta hacer —dijo Rincewind.

—¿Recuerdas los buenos ratos que pasamos?

—¿Buenos ratos? Yo debía de tener los ojos cerrados.

—¡Qué aventuras!

—Ah, eso. ¿Quieres decir colgar desde lugares elevados, ese tipo de cosas…?

—¿Rincewind?

—¿Sí? ¿Qué?

—Me siento mucho mejor ahora que estás aquí.

—Asombroso.

Rincewind estaba disfrutando de la comodidad de la pared. Era pura y simple piedra. Sentía que podía apoyarse en ella.

—Parece que todo el mundo tiene una copia de tu libro —dijo—. Es un documento revolucionario. Y me reafirmo en lo de «copia». Parece que se dedican a hacer cada uno su copia y pasarla por ahí.

—Sí, se llama samizdat.

—¿Qué quiere decir eso?

—Viene de la expresión «es amistad». Quiere decir que les pasas copias a tus amigos de confianza. Oh, cielos. Creí que sería un simple entretenimiento. No se me ocurrió que la gente se lo tomaría en serio. Confío en que no esté causando demasiadas molestias.

—Bueno, tus revolucionarios todavía están en la fase de los carteles y los eslóganes, pero no creo que eso vaya a contar para mucho si los atrapan.

—Oh, cielos.

—¿Cómo es que sigues vivo?

—No lo sé. Creo que se habrán olvidado de mí. Eso suele pasar, ya sabes. Es por el papeleo. Alguien da la pincelada equivocada o se olvidan una línea. Creo que pasa mucho.

—¿Quieres decir que hay gente encarcelada y nadie se acuerda de por qué?

—Oh, sí.

—¿Entonces por qué no los liberan?

—Supongo que existe la sensación de que deben de haber hecho algo. En conjunto, me temo que nuestro gobierno deja algo que desear.

—Como por ejemplo un gobierno nuevo.

—Oh, amigo. Te pueden encerrar por decir esas cosas.

La gente dormía, pero la Ciudad Prohibida no dormía nunca. Las antorchas parpadeaban toda la noche en los grandes burós mientras los asuntos incesantes del Imperio se tramitaban sin pausa.

Y aquello implicaba básicamente, tal como había dicho el señor Saveloy, desplazamiento de papeles.

Seis Vientos Benéficos era ayudante de administrador de distrito del distrito del Langtang, y su trabajo no solamente se le daba bien sino que también lo disfrutaba. No era un hombre retorcido.

Cierto, tenía el mismo sentido del humor que un estofado de pollo. Cierto, tocaba el acordeón para distraerse, le disgustaban intensamente los gatos y tenía la costumbre, tras la ceremonia del té, de limpiarse el labio superior con la servilleta de tal modo que había hecho a la señora Vientos Benéficos cometer asesinatos imaginarios de forma regular a lo largo de los años. También guardaba el dinero en un bolsito de cuero y siempre lo contaba con gran meticulosidad al comprar algo, sobre todo si había cola detrás.

Pero por otro lado, era amable con los animales y hacía donativos pequeños pero regulares a la caridad. Daba con frecuencia sumas moderadas a los mendigos de la calle, aunque siempre las anotaba en el cuadernillo que llevaba encima para acordarse de visitarlos más adelante de forma oficial.

Y nunca le quitaba a la gente más dinero del que tenían.

También se daba el caso, poco habitual en la gente que trabajaba por las noches en la Ciudad Prohibida, de que no era un eunuco. Los guardias no eran eunucos, por supuesto, pero se había subsanado el problema clasificándolos como mobiliario. Y se había descubierto que los funcionarios de Hacienda también necesitaban de todas las facultades a su disposición para combatir las artimañas del campesino medio, que tenía una tendencia lamentable a evitar pagar impuestos.

En el edificio había gente mucho más desagradable que Seis Vientos Benéficos, y por tanto fue solamente su suerte adversa la que hizo que su puerta de papel y bambú se abriera para revelar a siete eunucos viejos y de aspecto extraño, uno de ellos sentado en un artilugio con ruedas.

Ninguno hizo una reverencia, ya no digamos ponerse de rodillas. ¡Y eso que él no solamente llevaba un gorro rojo oficial, sino también un distintivo blanco en el mismo!

Cuando los hombres entraron tranquilamente en su despacho como si fueran sus dueños, se le cayó el pincel de las manos. Uno de ellos empezó a hacer agujeros en la pared y a farfullar en galimatías.

¡Eh, las paredes están hechas de papel! ¡Eh, mirad, si te chupas el dedo las puedes atravesar! ¿Lo veis?

—¡Voy a llamar a los guardias y haré que os azoten a todos! —gritó Seis Vientos Benéficos, con su temperamento ligeramente moderado por la edad extrema de sus visitantes.

¿Qué ha dicho?

Ha dicho que va a llamar a los guardias.

Oooh, sí. ¡Por favor, dejadle que llame a los guardias!

No, todavía no queremos que eso pase. Actúen con normalidad.

¿Quieres decir que le cortemos la garganta?

Me refiero a un tipo de normalidad más normal.

Eso es lo que yo llamo normal.

Uno de los ancianos se puso delante del funcionario estupefacto y le dedicó una amplia sonrisa.

—Perdónenos, supremo… oh, cielos, ¿cómo se dice?… ¿vela de carretilla?… ¿roca inmensa?… ah, sí… venerable señor, pero creo que nos hemos perdido un poco.

Un par de los ancianos se dedicaron a pasearse alrededor de Seis Vientos Benéficos y empezaron a leer, o por lo menos a intentar leer, el texto en el que había estado trabajando. Le quitaron de la mano una hoja de papel.

¿Qué pone aquí, Profe?

—A ver… «El primer viento del otoño agita la flor del loto. Siete Leños Afortunados debe pagar un cerdo y tres [algo que parece un hombre con cuatro brazos agitando una bandera] de arroz bajo pena de que le den abundantes golpes en la [algo más bien estilizado, no lo puedo descifrar]. Por orden de Seis Vientos Benéficos, Recaudador de Impuestos, Langtang».

Entre los ancianos se produjo un cambio sutil. Ahora todos estaban sonriendo, pero de una forma que no le tranquilizó nada. Uno de ellos, que tenía unos dientes que parecían diamantes, se inclinó hacia él y dijo, en agateano mal hablado:

—¿Eres recaudador de impuestos, señor Placa en el Gorro?

Seis Vientos Benéficos se preguntó si sería capaz de llamar a la guardia. Aquellos ancianos tenían algo que resultaba terrorífico. No eran nada venerables. Eran horrorosamente amenazantes y, aunque no veía que llevaran ningún arma, tenía la helada certeza de que no sería capaz de pronunciar más que una sílaba antes de que lo mataran. Además, se le había secado la garganta y se había mojado los pantalones.

—No tiene nada de malo ser recaudador de impuestos… —graznó.

—Nunca hemos dicho eso —dijo Dientes de Diamante—. Siempre nos gusta conocer a recaudadores de impuestos.

—Los recaudadores de impuestos están entre nuestra gente favoritísima —dijo otro anciano.

—Nos ahorran un montón de trabajo —dijo Dientes de Diamante.

—Sí —dijo un tercer anciano—. Quiere decir que no hace falta ir de casa en casa matando a todo el mundo para quedarse sus cosas de valor, solamente hay que matar al…

—¿Caballeros, puedo hablar un momento con ustedes?

El orador era el viejo con un poco de cara de cabra que no parecía tan desagradable como los demás. Los hombres terroríficos se congregaron a su alrededor y Seis Vientos Benéficos oyó las sílabas extrañas de una tosca lengua extranjera.

¿Cómo? ¡Pero si es un recaudador de impuestos! ¡Están para eso!

¿Mande?

Una base fiscal firme es el fundamento de un gobierno sólido, caballeros. Confíen en mí, por favor.

Lo he entendido todo hasta «una base fiscal».

En cualquier caso, matar a este esforzado recaudador fiscal no nos reportará ningún beneficio.

Estará muerto, a eso le llamo yo un beneficio.

La cosa siguió así un rato. Seis Vientos Benéficos se llevó un sobresalto cuando el grupo se separó y el hombre de la cara de cabra le lanzó una sonrisa.

—Mis humildes amigos están sobrecogidos por vuestra… variedad de ciruela… pequeño cuchillo para cortar algas… presencia, noble señor —dijo, y cada una de sus palabras recibía la protesta de las vigorosas gesticulaciones de Truckle tras su espalda.

¿Y si le cortamos solamente un trozo?

¿Mande?

—¿Cómo han entrado aquí? —preguntó Seis Vientos Benéficos—. Hay muchos guardias muy fuertes.

—Ya sabía yo que nos perdíamos algo —dijo Dientes de Diamante.

—Nos gustaría que nos enseñara usted la Ciudad Prohibida —dijo Cara de Cabra—. Yo me llamo… señor Tubo Relleno, creo que es así como lo dirían ustedes. Sí, Tubo Relleno, estoy bastante seguro…

Seis Vientos Benéficos echó un vistazo esperanzado hacia la puerta.

—… y estamos aquí para aprender más sobre su maravillosa… montaña… variedad del bambú… ruido del agua corriente al atardecer… caray… civilización.

Tras su espalda, Truckle estaba demostrando enérgicamente al resto de la Horda lo que él y los Jinetes Esqueléticos de Bruce el Huno le hicieron una vez a un recaudador de impuestos. Los movimientos amplios de los brazos en concreto ocuparon toda la atención de Seis Vientos Benéficos. No entendía las palabras pero, en cierto sentido, no le hacía falta.

¿Por qué le estáis hablando así?

Gengis, estoy perdido. No existen mapas de la Ciudad Prohibida. Necesitamos un guía.

Cara de Cabra se volvió al recaudador de impuestos.

—¿Tal vez te gustaría venir con nosotros? —le preguntó.

Afuera, pensó Seis Vientos Benéficos. ¡Sí! ¡Puede que haya guardias ahí fuera!

—Un momento —dijo Dientes de Diamante, mientras el recaudador asentía—. Coge un pincel y escribe lo que te digo.

Un minuto más tarde se habían marchado. Lo único que quedaba en el despacho del recaudador era un papel lleno de correcciones que decía lo siguiente:

«Las rosas son rojas, las violetas son azules. Siete Leños Afortunados debe recibir un cerdo y todo el arroz que pueda llevar, porque ahora es Un Campesino Afortunado. Por orden de Seis Vientos Benéficos, Recaudador de Impuestos, Langtang. Socorro. Socorro. Si alguien lee esto, me ha hecho prisionero un eunuco maligno. Socorro».

Rincewind y Dosflores yacían en sus celdas separadas y hablaban de los viejos tiempos. Por lo menos Dosflores hablaba de los viejos tiempos. Rincewind intentaba hacer una grieta en la piedra con una brizna de paja, ya que era lo único que tenía a mano. Tardaría varios millares de años en producir algún efecto, pero esa no era razón para rendirse.

—¿Es que aquí no nos dan de comer? —preguntó, interrumpiendo el flujo de reminiscencias.

—Oh, a veces. Pero no es como la comida maravillosa de Ankh-Morpork.

—De veras —murmuró Rincewind, raspando la pared. Un trocito minúsculo de argamasa parecía a punto de moverse.

—Nunca olvidaré el sabor de las salchichas del señor Escurridizo.

—La gente no lo olvida.

—Una experiencia irrepetible.

—Con frecuencia.

La paja se rompió.

—¡Mierda y demonios! —Rincewind se reclinó—. ¿Por qué es tan importante el Ejército Rojo? —preguntó—. O sea, son un hatajo de críos. ¡No son más que un incordio!

—Sí, me temo que las cosas se han confundido un poco —dijo Dosflores—. Hum. ¿Has oído la teoría de que la Historia funciona por ciclos?

—Una vez vi un dibujo en uno de los cuadernos de Leonardo Da Quirm… —empezó Rincewind, intentándolo de nuevo con otra brizna de paja.

—No, quiero decir… que gira… como una rueda. Que si te quedas en el mismo sitio todo sucede otra vez.

—Ah, vale, eso. ¡Mierda!

—Bueno, mucha gente lo cree por aquí. Creen que la Historia vuelve a empezar cada tres mil años.

—Podría ser —dijo Rincewind, que estaba buscando otra brizna de paja y no escuchaba realmente. Al cabo de un momento asimiló las palabras—. ¿Tres mil años? Un poco corto, ¿no? ¿Todo, todo? ¿Las estrellas y los océanos y la vida inteligente evolucionando a partir de licenciados en bellas artes, todo ese rollo?

—Oh, no. Eso son… cosas. La historia propiamente dicha empieza con la fundación del Imperio por parte de Un Espejo de Sol. El primer emperador. Y su sirviente, el Gran Hechicero. En realidad es una simple leyenda. Es la clase de cosa que se creen los campesinos. Miran algo como la Gran Muralla y dicen: algo tan maravilloso solamente se puede crear mediante la magia… Y el Ejército Rojo… lo más probable es que fuera solamente un cuerpo bien organizado de combatientes entrenados. El primer ejército de verdad, ya sabes. Lo único que había antes eran turbas desorganizadas. Eso es lo que debió de ser. Nada de magia. El Gran Hechicero no podría haber construido… lo que creen los campesinos son tonterías…

—¿Por qué, en qué creen?

—Dicen que el Gran Hechicero hizo cobrar vida a la tierra. Cuando todos los ejércitos del continente se enfrentaban a Un Espejo de Sol el Gran Hechicero… hizo volar una cometa.

—A mí me parece lógico —dijo Rincewind—. Cuando hay guerra alrededor, tómate el día libre, ese es mi lema.

—No, no lo entiendes. Hablo de una cometa especial. El Gran Hechicero la usó para atrapar los relámpagos del cielo y los almacenó en frascos y luego cogió el barro y… lo coció con los rayos y así fabricó un ejército.

—Nunca he oído hablar de conjuros que hagan eso.

—Y también tienen ideas raras sobre la reencarnación…

Rincewind admitió que era normal que las tuvieran. Probablemente les ayudaba a matar el tiempo durante aquellas largas horas con los búfalos de agua: eh, después de morirme confío en regresar como… un hombre sujetando a un búfalo de agua pero mirando a una dirección distinta.

—Esto… no —dijo Dosflores—. No creen que uno vuelva en absoluto. Esto… No estoy usando las palabras adecuadas, ¿verdad? Tengo este idioma un poco oxidado… me refiero a la preencarnación. Es como la reencarnación pero hacia atrás. Creen que uno nace antes de morir.

—¿En serio? —dijo Rincewind, rascando las piedras—. ¡Asombroso! ¿Uno nace antes de morir? ¿Vida antes de la muerte? La gente se va a emocionar a base de bien cuando oiga eso.

—Eso no es exactamente… Esto. Todo tiene que ver con los antepasados. Uno siempre tiene que venerar a los antepasados porque alguna vez puede ser ellos, y… ¿me estás escuchando?

El trocito de mortero se cayó. No estaba mal para diez minutos de trabajo, pensó Rincewind. Para la próxima era glacial ya estaremos fuera de aquí…

Se dio cuenta que estaba trabajando en la pared que llevaba a la celda de Dosflores. Tardar varios miles de años para irrumpir en la celda de al lado podía considerarse con razón una pérdida de tiempo.

Empezó a trabajar en una pared distinta. Ras… ras…

Se oyó un grito terrible.

Rasrasrasrasrasrasrasras…

—Parece que el emperador se ha despertado —dijo la voz de Dosflores desde el agujero de la pared.

—Es un poco temprano para ponerse a torturar gente, ¿no? —dijo Rincewind. Empezó a aporrear los enormes bloques con un trozo de piedra rota.

—No es culpa de él. Es que no entiende a la gente.

—¿Ah, no?

—¿Sabes eso de que los niños normales pasan por una fase de arrancarles las alas a las moscas?

—Yo no lo hice nunca —dijo Rincewind—. No se puede confiar en las moscas. Puede que parezcan pequeñas pero se pueden poner desagradables.

—Hablo de los niños en general.

—¿Sí? ¿Y bien?

—Que él es un emperador. Nadie se atrevió a decirle que estaba mal. Es una pura cuestión de, ya sabes, de pasar a cosas cada vez más grandes. Las cinco familias luchan todas entre ellas por la corona. El mató a su sobrino para ser emperador. Nadie le ha dicho nunca que no está bien matar a gente todo el tiempo para divertirse. Por lo menos nadie que haya conseguido terminar la primera frase. Y los Hong y los Fang y los Tang y los Sung y los McSweeney se han estado matando entre ellos durante miles de años. Todo forma parte de la sucesión real.

—¿Los McSweeney?

—Una familia con mucha solera.

Rincewind asintió con expresión lúgubre. Probablemente era como criar caballos. Si se tiene un sistema donde los asesinos traicioneros tienden a ganar, se acaba criando a asesinos traicioneros de los de verdad. Uno termina con una situación donde es peligroso acercarse a una cuna…

Hubo otro grito.

Rincewind empezó a dar patadas a las piedras.

Una llave giró en la cerradura.

—Oh —dijo Dosflores.

Pero la puerta no se abrió.

Al cabo de un momento Rincewind fue a la puerta y probó a empujar la argolla de hierro.

La puerta se movió hacia fuera, pero no mucho porque el cuerpo recostado de un guardia suele servir de tope, inusual pero eficaz.

Había una anilla llena de llaves colgando de la que estaba en la cerradura…

Un prisionero inexperto habría echado simplemente a correr. Pero Rincewind era un estudiante de posgrado en el arte de sobrevivir y sabía que en circunstancias como aquellas lo mejor que se podía hacer era dejar salir a todos los prisioneros, darle a cada uno un golpecito apresurado en la espalda, decir: «¡Deprisa! ¡Vienen a por ti!» y luego ir a sentarse a algún sitio agradable y tranquilo hasta que la persecución desapareciera a lo lejos.

La primera puerta que abrió fue la de la celda de Dosflores.

El hombrecillo estaba más flaco y mugriento de lo que recordaba y tenía una barba rala, pero en cierto sentido muy significativo seguía teniendo el rasgo que Rincewind recordaba tan bien: la sonrisa enorme, radiante y confiada que sugería que cualquier cosa mala que pudiera estarle ocurriendo no era más que una equivocación risible y estaba destinada a ser resuelta por gente razonable.

—¡Rincewind! ¡Eres tú! ¡Jamás pensé que te volvería a ver!

—Sí, yo pensaba más o menos lo mismo —dijo Rincewind.

Dosflores miró al guardia caído que había detrás de Rincewind.

—¿Está muerto? —preguntó, refiriéndose a un hombre que tenía una espada semienterrada en la espalda.

—Extremadamente probable.

—¿Lo has hecho tú?

—¡Yo estaba dentro de la celda!

—¡Asombroso! ¡Buen truco!

A pesar de varios años de exposición a los detalles del asunto, recordó Rincewind, Dosflores nunca había querido asumir el hecho de que su compañero tenía la misma capacidad mágica que la mosca casera común. De nada servía intentar convencerlo. Únicamente conseguía añadir la modestia a la lista de sus virtudes inexistentes.

Probó algunas de las llaves en otras puertas de celdas. Varias individuos maltrechos emergieron, parpadeando bajo la luz ligeramente mejor. Uno de ellos, que torció un poco el cuerpo a fin de hacerlo pasar por la puerta, era Tres Bueyes Uncidos. A juzgar por su aspecto le habían dado una paliza, pero tal vez fuera solamente un intento de llamar la atención.

—Este es Rincewind —dijo Dosflores con orgullo—. El Gran Hechicero. ¿Sabéis que ha matado al guardia desde dentro de la celda?

Ellos examinaron cortésmente el cadáver.

—No he sido yo —dijo Rincewind.

—¡Y también es modesto!

—¡Larga Vida al Cometido del Pueblo! —dijo Tres Bueyes Uncidos por medio de unos labios más bien hinchados.

—«¡Una Pinta Para Mí!» —dijo Rincewind—. Esto llaves de grandullón, van en puerta, tú abril y dejal salil a la gente chop-chop.

Uno de los prisioneros liberados fue cojeando hasta el final del pasillo.

—Aquí hay un guardia muerto —dijo.

—No he sido yo —dijo Rincewind lastimeramente—. O sea, quizá sí que deseé que se murieran, pero…

La gente se apartó. Nadie quería estar demasiado cerca de alguien que pudiera desear de aquella manera.

Si aquello hubiera sido Ankh-Morpork alguien habría dicho: «Oh, sí, claro, los ha apuñalado mágicamente en la espalda, ¿no?». Pero eso es porque la gente de Ankh-Morpork conocía a Rincewind y sabía que si un mago realmente quería verte muerto, no te quedaba espalda que apuñalar.

Tres Bueyes Uncidos había logrado dominar la cuestión técnica de abrir puertas. Más celdas se iban abriendo…

—¿Flor de Loto? —dijo Rincewind. Ella cogió a Bueyes del brazo y sonrió a Rincewind. Otros miembros de la unidad se alinearon tras ella.

Luego, para asombro de Rincewind, miró a Dosflores, gritó y le dio un abrazo.

—¡Continuación Prolongada al Afecto Filial! —declamó Tres Bueyes Uncidos.

—«¡Agitar Bien Antes de Usar!» —coreó Rincewind—. Esto… ¿qué está pasando exactamente?

Un soldado rojo muy pequeño le tiró de la túnica.

—El ez el papá de ella —dijo la niña.

—¡Nunca dijiste que tuvieras hijos!

—Estoy seguro de que sí. A menudo —dijo Dosflores, separándose de su hija—. En todo caso… está permitido.

—¿Estás casado?

—Lo estaba, sí. Estoy seguro de que debí de decirlo.

—Probablemente debíamos de estar huyendo de algo en aquellos momentos. Entonces, ¿hay una señora Dosflores?

—La hubo durante un tiempo —dijo Dosflores, y por un momento una expresión casi de rabia distorsionó su semblante preternaturalmente benigno—. Pero ay, ya no.

Rincewind apartó la vista, porque era mejor que mirar a la cara de Dosflores.

Mariposa también había salido. Estaba delante de la puerta de la celda, con las manos unidas en el regazo y mirándose recatadamente los pies.

Dosflores se apresuró a ir con ella.

—¡Mariposa!

Rincewind bajó la mirada hacia la figura que agarraba el conejo.

—¿Ella también es hija suya, Perla?

—Zí.

El hombrecillo se acercó a Rincewind, arrastrando a las chicas.

—¿Has conocido a mis hijas? —dijo—. Este es Rincewind, que…

—Hemos tenido el placer —dijo Mariposa en tono grave.

—¿Cómo habéis llegado todos aquí? —preguntó Rincewind.

—Luchamos todo lo que pudimos —dijo Mariposa—. Pero simplemente eran demasiados.

—Confío en que no intentarais arrebatarles las armas de las manos —dijo Rincewind, con todo el sarcasmo que se atrevió a reunir.

Mariposa lo fulminó con la mirada.

—Lo siento —dijo Rincewind.

—Hierba dice que el culpable es el sistema —dijo Flor de Loto.

—Apuesto a que ya tiene ideado un sistema mejor. —Rincewind miró la multitud de prisioneros—. Típico de esa clase de gente. ¿Dónde está, por cierto?

Las chicas miraron a su alrededor.

—No lo veo por aquí —dijo Flor de Loto—. Pero creo que cuando atacaron los guardias ofreció su vida por la causa.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que dijo que teníamos que hacer. Me avergüenza no haberlo hecho. Pero parecía que querían capturarnos, no matarnos.

—No lo veo —dijo Mariposa. Ella y Rincewind intercambiaron una mirada—. Creo que tal vez… no estaba allí.

—¿Quieres decir que ya lo habían capturado? —preguntó Flor de Loto.

Mariposa volvió a mirar a Rincewind. A él se le ocurrió que mientras que Flor de Loto había heredado la visión del mundo de Dosflores, Mariposa debía parecerse a su madre. Pensaba más como Rincewind, es decir, lo peor de todo el mundo.

—Tal vez —dijo.

—Sacrificios Considerables por el Bien Común —dijo Tres Bueyes Uncidos.

—«Los Hay a Carretadas» —dijo Rincewind en tono distraído.

Mariposa pareció recobrar la compostura.

—Sin embargo —dijo—, tenemos que aprovechar esta oportunidad al máximo.

Rincewind, que ya se dirigía a la escalera, se quedó paralizado.

—¿Qué quieres decir exactamente? —pregunto.

—¿No lo veis? ¡Estamos a nuestras anchas en la Ciudad Prohibida!

—¡Yo no! —dijo Rincewind—. Yo nunca he estado a mis anchas. Siempre he preferido acurrucarme.

—El enemigo nos ha traído aquí y ahora somos libres…

—Gracias al Gran Hechicero —dijo Flor de Loto.

—… ¡y tenemos que aprovechar el momento!

Cogió una espada de uno de los guardias abatidos y la giró vistosamente.

—¡Tenemos que asaltar el palacio, tal como sugirió Hierba!

—¡Solamente sois treinta! —dijo Rincewind—. ¡No sois una tropa de asalto! ¡Sois una delegación deportiva!

—Apenas hay guardias en el interior de la ciudad —dijo Mariposa—. Si podemos vencer a los que están cerca de los aposentos del emperador…

—¡Moriréis! —gritó Rincewind.

Ella se volvió hacia él.

—¡Por lo menos moriremos por algo!

—Limpiemos el Estado con la Sangre de los Mártires —gruñó Tres Bueyes Uncidos.

Rincewind se dio la vuelta y esgrimió un dedo debajo de la nariz de Tres Bueyes Uncidos, que era lo más arriba que podía llegar.

—¡Te voy a dar un jodido mamporro si me sueltas otra de esas! —gritó, y luego hizo una mueca al darse cuenta de que acababa de amenazar a un hombre tres veces más corpulento que él—. Escuchadme, ¿queréis? —continuó, tranquilizándose un poco—. Sé algunas cosas de la gente que habla de sufrir por el bien de todos. ¡Nunca son ellos los que sufren, joder! ¡Siempre que oigáis a un hombre gritar: «¡Adelante, valientes camaradas!», veréis que es el que está detrás de la puta roca más grande y lleva el único casco que es realmente a prueba de flechas! ¿Lo entendéis?

Se detuvo. La unidad lo estaba mirando como si estuviera loco. El les miró las caras jóvenes y atentas y se sintió muy, muy viejo.

—Pero hay causas por las que vale la pena morir —dijo Mariposa.

—¡No, no las hay! ¡Porque uno solamente tiene una vida pero puede elegir cinco causas nuevas en cada esquina!

—Por todos los dioses, ¿cómo puedes vivir con una filosofía como esa?

Rincewind tomó aire.

—¡Continuamente!

A Seis Vientos Benéficos le había parecido un plan bastante bueno. Los ancianos horribles estaban perdidos en la Ciudad Prohibida. Aunque tenían un aspecto flaco y enjuto, como bonsáis naturales que hubieran conseguido florecer en un acantilado azotado por el viento, con todo eran muy viejos y no llevaban ninguna clase de armamento pesado.

Así que los llevó en dirección al gimnasio.

Y cuando estuvieron dentro pidió ayuda a gritos con toda la fuerza de sus pulmones. Para su asombro, no echaron a correr.

—¿Podemos matarlo ya? —preguntó Truckle.

Una docena de hombres musculosos habían dejado de aporrear troncos y montones de ladrillos y los estaban observando con recelo.

—¿Tienes alguna idea? —le dijo Cohen al señor Saveloy.

—Oh, dioses. Parecen unos tipos muy, muy duros, ¿verdad?

—¿No se te ocurre nada civilizado?

—No, me temo que lo dejo en vuestras manos.

—¡Ja, ja! ¡He estado esperando esto! —dijo Caleb, adelantándose—. He estado practicando todos los días, ¿a que sí? Con mi trozo de teca.

—Estos son ninjas —dijo Seis Vientos Benéficos con orgullo, mientras un par de aquellos hombres iban tranquilamente hasta la puerta y la cerraban—. ¡Los mejores luchadores del mundo! ¡Rendíos ahora!

—Interesante —dijo Cohen—. Que estéis aquí con esos pijamas negros… Os acabáis de levantar de la cama, ¿no? ¿Quién es el mejor de todos vosotros?

Uno de los hombres se quedó mirando fijamente a Cohen y dio un golpe con la mano en la pared más cercana. Dejó una muesca.

Luego miró al recaudador de impuestos.

—¿Quiénes son estos viejos chiflados que nos has traído?

—Creo que son invasores bárbaros —dijo el recaudador.

—¿Cómo…? ¿Cómo se ha dado cuenta? —preguntó Willie el Chaval—. Pero si llevamos pantalones que pican y comemos con tenedor y todo…

El ninja jefe adoptó una pose despectiva.

—¿Unos eunucos heroicos? —dijo—. ¿Unos viejos?

—¿A quién llamas eunuco? —preguntó Cohen.

—¿Puedo enseñarle lo que he estado practicando con mi trozo de teca? —pidió Caleb, dando saltitos artríticos de un pie al otro.

El ninja echó un vistazo al trozo de madera.

—No podrías ni hacer una muesca en eso, viejo —dijo.

—Tú, mira —dijo Caleb. Aguantó la madera con el brazo extendido. Luego levantó la otra mano, gruñendo un poco al hacerla subir más arriba del hombro—. ¿Ves esta mano? ¿Ves esta mano? —preguntó.

—La veo —dijo el ninja, aguantando la risa.

—Bien —dijo Caleb. Le dio una patada al tipo directamente en la entrepierna y, cuando se dobló hacia delante, le arreó en la cabeza con la teca—. Porque tendrías que haber estado mirando este pie.

Y eso habría sido todo si solamente hubiera habido un ninja. Pero hubo un tintineo de nunchakus y un ruido de espadas largas y curvadas saliendo de sus vainas.

La Horda se reagrupó. Hamish apartó su manta para dejar al descubierto su arsenal, aunque la colección de espadas melladas tenía un aspecto más bien tosco en comparación con los juguetes relucientes que se alineaban en su contra.

—Profe, ¿por qué no llevas al señor Recaudador allí al rincón donde no se haga daño? —sugirió Gengis.

—¡Esto es una locura! —dijo Seis Vientos Benéficos—, ¡los mejores luchadores del mundo y vosotros no sois mis que unos viejos! ¡Rendíos ahora y veré si puedo conseguiros un indulto!

—Tranquilo, tranquilo —dijo el señor Saveloy—. Nadie va a salir herido. Por lo menos metafóricamente.

Gengis Cohen agitó su espada en el aire varias veces.

—Muy bien, muchachos —dijo—. Dadnos todo el ninje que sepáis.

Seis Vientos Benéficos observó horrorizado cómo la Horda se ponía en guardia.

—¡Pero va a ser una matanza, terrible! —dijo.

—Me temo que sí —repuso el señor Saveloy. Se hurgó los bolsillos en busca de una bolsita de caramelos de menta.

—¿Quién son estos viejos locos? ¿A qué se dedican?

—Al heroísmo bárbaro en general —dijo el señor Saveloy—. A rescatar princesas, asaltar templos, luchar contra monstruos, explorar ruinas antiguas y llenas de horrores… esas cosas.

—¡Pero si parece que tengan un pie en la tumba! ¿Por qué lo hacen?

Saveloy se encogió de hombros.

—Es lo que han hecho toda la vida.

Un ninja avanzó dando volteretas por la sala y gritando con una espada en cada mano. Cohen lo esperaba en una actitud bastante similar a la de un bateador de béisbol.

—Me pregunto —dijo el señor Saveloy— si ha oído hablar alguna vez del término «evolución».

Los dos luchadores se encontraron. El aire se volvió borroso.

—O «supervivencia del más apto» —dijo el señor Saveloy.

El grito del ninja continuó pero ahora considerablemente más angustiado.

—¡Ni siquiera le he visto mover la espada! —susurró Seis Vientos Benéficos.

—Sí. Casi nadie la ve —dijo el señor Saveloy.

—Pero… ¡son tan viejos!

—Ciertamente —dijo el maestro, levantando la voz por encima de los gritos— y está muy claro todo. Son unos héroes bárbaros muy, muy viejos.

El recaudador se quedó mirando.

—¿Quiere usted un caramelo de menta? —ofreció el señor Saveloy, mientras la silla de ruedas de Hamish pasaba a toda velocidad en persecución de un hombre con una espada rota y un deseo acuciante de conservar la vida—. Tal vez descubra que son de utilidad cuando se pasa cierto tiempo con la Horda.

El aroma de la bolsa de papel que le ofrecían golpeó a Seis Vientos Benéficos como si fuera un lanzallamas.

—¿Cómo puede usted oler algo después de comer eso?

—No se puede —dijo alegremente el señor Saveloy.

El recaudador continuó mirando. La lucha era rápida y furiosa, pero de alguna forma solamente lo era por parte de uno de los bandos. La Horda luchaba como se podría esperar que lucharan unos ancianos: despacio y con cuidado. Toda la actividad la llevaban a cabo los ninjas, pero no importaba lo bien que lanzaran sus estrellas arrojadizas o lo deprisa que dieran sus patadas: el enemigo, sin llevar a cabo ningún esfuerzo visible, nunca estaba allí.

—Como tenemos este momento para charlar —dijo el señor Saveloy, mientras algo con muchos filos daba en la pared justo encima de la cabeza del recaudador—, me pregunto: ¿podría usted hablarme de la colina que hay en las afueras de la ciudad? Es un elemento notable.

—¿Qué? —dijo Seis Vientos Benéficos, distraído.

—Esa colina grande.

—¿Quiere que le hable de eso? ¿Justo ahora?

—La geografía es un hobby que tengo.

La oreja de alguien dio a Seis Vientos Benéficos en la oreja.

—Esto… ¿Cómo? La llamamos la Gran Colina… Eh, mire lo que está haciendo con su…

—Muestra una regularidad notable. ¿Es de origen natural?

—¿Cómo? ¿Eh? Oh… no lo sé. Dicen que apareció hace miles de años. Durante una tormenta terrible. Al morir el primer emperador. ¡Lo… lo van a matar! ¡Lo van a matar! ¡Lo van a…! ¿Cómo ha hecho eso?

Seis Vientos Benéficos se acordó de repente de cuando jugaba a Shibo Yangcong-san con su abuelo. El viejo siempre ganaba. No importaba lo cuidadosamente que él planeara su estrategia, se encontraba con que el abuelo colocaba una ficha con aire inocente justo en el sitio crucial antes de que él llevara a cabo su gran maniobra. Aquella pelea era justamente lo mismo.

—Oh, cielos —dijo.

—Eso es —dijo el señor Saveloy—. Tienen toda una vida de experiencia en no morir. Así que ya se les da muy bien.

—Pero… ¿por qué aquí? ¿Por qué han venido aquí?

—Vamos a llevar a cabo un robo —dijo el señor Saveloy.

Seis Vientos Benéficos asintió sabiamente. La riqueza de la Ciudad Prohibida era legendaria. Era probable que incluso los fantasmas chupasangre hubieran oído hablar de ella.

—¿El Jarrón Parlante del emperador P'gi Su? —preguntó.

—No.

—¿La Cabeza de Jade de Sung Du'l Ce?

—No. Me temo que no va por ahí la cosa.

—¿No es el secreto de cómo se hace la seda?

—Por todos los dioses. Sale del culo de los gusanos de seda. Lo sabe todo el mundo. No. Algo bastante más preciado que eso.

A su pesar, Seis Vientos Benéficos estaba impresionado. En aquel momento solamente quedaban siete ninjas de pie y Cohen estaba haciendo esgrima con uno mientras se liaba un cigarrillo con la otra mano.

Y el señor Saveloy pudo ver en los ojos del gordo que acababa de darse cuenta de eso.

Lo mismo le había pasado a él tiempo atrás.

Cohen entraba en las vidas de la gente como un planeta descarriado en un sistema solar en calma, y uno se sentía arrastrado por él simplemente porque nunca más podía volver a pasarle nada parecido.

A él le había ocurrido que estaba tranquilamente recogiendo fósiles durante las vacaciones escolares cuando se topó más o menos con el campamento de aquellos fósiles en concreto llamados la Horda. Se habían mostrado bastante amistosos con él porque no tenía armas ni dinero. Y les cayó bien porque sabía cosas que ellos no sabían. Y ya está.

Se había decidido en aquel mismo momento. Debía haber sido algo que había en el aire. Su vida pasada se había desplegado de repente tras él y no recordaba ni un solo día de la misma que hubiera sido divertido. Y se le había ocurrido que podía unirse a la Horda o bien regresar a la escuela y, al cabo de poco, recibir un apretón de manos desganado, una ronda de aplausos y su pensión.

Tenía que ver con Cohen. Tal vez fuera lo que llamaban carisma. Era todavía más fuerte que su olor normal a cabra que ha comido espárragos al curry. Lo hacía todo mal. Maldecía a la gente y usaba lo que el señor Saveloy consideraba un lenguaje muy ofensivo sobre los extranjeros. Gritaba términos que a cualquier otro le habrían reportado una sección gratuita de garganta por parte de una variedad de interesantes armas étnicas. Y se salía con la suya en parte porque estaba claro que lo hacía sin malicia, pero sobre todo porque era, en fin, Cohen, una especie de fuerza natural básica con piernas.

Su carisma funcionaba con todo. Cuando no estaba luchando con ellos, se llevaba mucho mejor con los trolls que la gente que simplemente creía que los trolls tenían los mismos derechos que todo el mundo. Incluso la Horda, compuesta hasta el último hombre por individualistas recalcitrantes, estaba bajo su influjo.

Pero el señor Saveloy también había visto la falta de dirección de sus vidas y, una noche, había llevado la conversación hacia las oportunidades que se abrían en Auriente…

En la expresión de Seis Vientos Benéficos se encendió una luz.

—¿Tienen ustedes contable? —preguntó.

—Pues la verdad es que no.

—¿Y este robo lo van a tratar como ingreso o como capital?

—Pues no lo había pensado en esos términos. La Horda no paga impuestos.

—¿Cómo? ¿A nadie?

—No. Es curioso, pero nunca les he visto conservar su dinero durante mucho tiempo. Parece desaparecer todo en bebida y mujeres y en vivir por todo lo alto. Supongo que desde un punto de vista heroico eso cuenta como impuestos.

Se oyó un «pop» cuando Seis Vientos Benéficos descorchó un botellín de tinta y lamió su pincel de escribir.

—Pero esa clase de cosas probablemente cuenten como gastos deducibles para un héroe bárbaro —dijo—. Son parte de las características del trabajo. Y luego está por supuesto el uso y desgaste diario de armamento, ropa protectora… Está claro que podrían pedir por lo menos un taparrabos nuevo cada año…

—No creo que hayan pedido ni uno por siglo.

—Y están las pensiones, claro.

—Ah. No use nunca esa palabra. A ellos les parece una palabrota. Pero en cierta forma es por eso que han venido. Esta es su última aventura.

—Cuando hayan robado esa cosa tan valiosa de la que no me quiere hablar.

—Eso es. Le invitamos con mucho gusto a unirse a nosotros. Tal vez pueda usted ser un… la cuenta de la vieja… un trozo de cuerda con nudos… ah… contable bárbaro. ¿Ha matado a alguien alguna vez?

—No directamente. Pero siempre he creído que se puede infligir un daño considerable con una Demanda Final bien puesta.

El señor Saveloy sonrió.

—Ah, sí —dijo—. La civilización.

Todavía quedaba un ninja en pie, pero apenas. Hamish le había pasado con la silla de ruedas por encima del pie. El señor Saveloy dio unos golpecitos en el brazo del recaudador.

—Disculpe —dijo—. A menudo me encuentro con que tengo que intervenir en esta fase.

Caminó con paso suave hasta el superviviente, que miraba a su alrededor con aspecto desesperado. Tenía seis espadas entrelazadas en torno al cuello como si acabara de tomar parte en un baile folclórico más bien enérgico.

—Buenos días —dijo el señor Saveloy—. Debería señalar simplemente que Gengis aquí presente es, a pesar de las apariencias, un hombre notablemente honrado. Le cuesta comprender las bravuconadas vacías. Quiero aventurarme por ello a sugerir que se abstenga de frases del tipo «Prefiero morir que traicionar a mi emperador» o «Adelante, no os cortéis» a menos que las diga muy, muy en serio. Si quiere pedir compasión, bastará una simple señal con la mano. Le aconsejo encarecidamente que no intente asentir con la cabeza.

El joven miró de lado a Cohen, que le dedicó una sonrisa alentadora.

Luego hizo una señal a toda prisa con la mano.

Las espadas se apartaron. Truckle golpeó al ninja en la cabeza con una porra.

—Está bien, no hace falta que os quejéis, no lo he matado —dijo en tono huraño.

—¡Au! —Willie el Chaval había estado experimentando con un nunchaku y acababa de darse en la oreja—. ¿Cómo se las apañan para luchar con esta basura?

—¿Mande?

—Esta especie de adornos de la Noche de la Vigilia de los Puercos tienen buena pinta, sin embargo —dijo Vincent, recogiendo una estrella arrojadiza—. ¡Aaaargh! —Se chupó los dedos—. Porquería extranjera inútil.

—Aunque el momento en que aquel chico ha saltado hacia atrás de una punta a otra de la sala con las hachas en las manos ha sido impresionante.

—Sí.

—No tenías que haber sacado la espada de aquella manera, he pensado.

—Ha aprendido una lección importante.

—No le va a servir de mucho donde está ahora.

—¿Mande?

Seis Vientos Benéficos estaba medio riendo y medio horrorizado.

—Pero… pero… ¡he visto a estos guardias luchar antes! —dijo—. ¡Son invencibles!

—Nadie nos lo dijo.

—¡Pero los habéis derrotado a todos!

—Possí…

—¡Y no sois más que eunucos!

Se oyó un chirrido metálico. Seis Vientos Benéficos cerró los ojos. Notaba metal tocándole el cuello por lo menos en cinco sitios.

—Esa palabra otra vez —dijo la voz de Cohen el Bárbaro.

—Pero… vais… vestidos… de… eunucos… —murmuró Seis Vientos Benéficos, intentando no tragar saliva.

El señor Saveloy retrocedió, con una risita nerviosa.

—Verán —dijo, hablando a toda prisa—, son demasiado viejos para que les tomen por guardias y no parecen ustedes burócratas, así que pensé, esto… que sería buena idea disfrazarse de…

¿Eunucos? —rugió Truckle—. ¿Quieres decir que la gente me ha estado mirando todo el tiempo y pensado que voy dando saltitos por ahí y diciendo: «¡Helluo, saltat!»?

Como muchos hombres a quienes la testosterona les ha salido siempre de las orejas, la Horda nunca había acabado de afinar su punto de vista acerca de las zonas más complejas de la sexualidad. Y el señor Saveloy, maestro hasta la médula, no pudo evitar corregirlos, aunque estuviera bajo el filo de las espadas.

—Eso quiere decir «el glotón baila», y no, como parece que piensa, «hola, marinero», que se dice heus nauta —dijo—. Y los eunucos no lo dicen. No de forma habitual. Miren, es un honor ser un eunuco en la Ciudad Prohibida. Muchos de ellos ocupan puestos muy elevados en…

—¡Pues prepárate para ser un oficial de alto rango, profesor! —gritó Truckle.

Cohen le hizo soltar la espada de un golpe.

—Muy bien, se acabó. A mí tampoco me gusta —dijo—. Pero no es más que un disfraz. No tendría que importarle a un hombre que una vez le arrancó la cabeza a un oso de un mordisco, ¿verdad?

—Sí, pero… ya sabes… no es… o sea, cuando pasamos junto a aquellas señoritas soltaron todas unas risitas…

—Tal vez más tarde puedas encontrarlas y hacerlas reír de verdad —dijo Cohen—. Pero tendrías que habérnoslo dicho, Profe.

—Lo siento.

—¿Mande? ¿Qué diceee?

—¡Dice que eres un EUNUCO! —le gritó Willie el Chaval a la oreja a Hamish.

—¡Possí! —dijo Hamish en tono feliz.

—¿Qué?

—¡Sí lo soy! ¡Único e irrepetible!

—No, lo que ha dicho…

—¿Mande?

—Oh, no importa. A ti te da lo mismo, Hamish.

El señor Saveloy examinó el gimnasio destrozado.

—Me pregunto qué hora será —dijo.

—Ah —gorgoteó Seis Vientos Benéficos, feliz de poder aligerar un poco la tensión—. Miren, fíjense, tenemos unos artefactos asombrosos alimentados por demonios que dicen qué hora es hasta cuando el sol no…

—Relojes —dijo el señor Saveloy—. También los tenemos en Ankh-Morpork. Solo que los demonios se acaban evaporando así que ahora funcionan con… —Hizo una pausa—. Interesante. No tienen ustedes una palabra equivalente. Esto… ¿Cosas de metal que trabajan? ¿Ruedas con dientes?

El recaudador puso cara de espanto.

—¿Ruedas con dientes?

—¿Cómo llaman a las cosas que muelen el maíz?

—Campesinos.

—Sí, pero ¿con qué muelen ellos el maíz?

—No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? Solamente los campesinos tienen que saberlo.

—Sí, supongo que eso lo dice todo, la verdad —dijo el señor Saveloy en tono triste.

—Falta mucho para el amanecer —dijo Truckle—. ¿Por qué no vamos y matamos a todo el mundo en sus camas?

—¡No, no y no! —gritó el señor Saveloy—. Cómo se lo tengo que decir, tenemos que hacerlo como es debido.

—Yo podría enseñarles la casa de los tesoros —dijo Seis Vientos Benéficos en tono amable.

—Nunca es buena idea darle a un mono la llave de una plantación de plátanos —dijo el señor Saveloy—. ¿Se le ocurre alguna otra cosa para tenerlos entretenidos durante una hora?

En el sótano había un hombre que hablaba sobre el gobierno. A voz en grito.

—¡No podéis luchar por una causa! ¡Una causa no es más que una cosa!

—Entonces estamos luchando por los campesinos —dijo Mariposa. Había retrocedido. Rincewind rezumaba una ira que parecía vapor candente.

—¿Ah, sí? ¿Los conocéis de algo?

—Los… he visto.

—¡Ah, bien! ¿Y qué es lo que queréis lograr?

—Una vida mejor para el pueblo —dijo Mariposa con frialdad.

—¿Creéis que bastará con hacer un levantamiento y que cuelguen a unos cuantos? Bueno, yo vengo de Ankh-Morpork y allí nos hemos comido más rebeliones y guerras civiles que vosotros… pies tibios de pato, ¿y sabéis qué? ¡Los dirigentes siguen al mando! ¡Siempre lo están!

Ellos le sonrieron con incomprensión educada y nerviosa.

—Mirad —dijo, frotándose la frente—. Toda esa gente que está en los campos, con los búfalos de agua… Si hicierais una revolución todo les iría mejor, ¿verdad?

—Claro —dijo Mariposa—. Ya no estarían sometidos a los vaivenes crueles y caprichosos de la Ciudad Prohibida.

—Vaya, eso está bien —dijo Rincewind—. Así que vendrían a estar a cargo de sí mismos, ¿verdad?

—Pues claro —dijo Flor de Loto.

—Por medio del Comité del Pueblo —dijo Mariposa.

Rincewind se llevó las manos a la cabeza.

—Os lo juro —dijo—. No sé por qué, pero acabo de tener el vislumbre de una premonición.

Los presentes parecieron impresionados.

—De repente tengo la sensación —continuó— de que no habrá mucha gente de los que sujetan búfalos de agua en el Comité del Pueblo. De hecho… hay una especie de… voz que me dice que gran parte del Comité del Pueblo, corregidme si me equivoco, está ahora mismo delante de mí.

Al principio, por supuesto —dijo Mariposa—. Los campesinos ni siquiera saben leer y escribir.

—Sospecho que ni siquiera saben ser granjeros como es debido —dijo Rincewind en tono lúgubre—. Por mucho que lleven tres o cuatro mil años haciéndolo.

—Ciertamente creemos que se pueden llevar a cabo muchas mejoras, sí —dijo Mariposa—. Si actuamos de forma colectiva.

—Apuesto a que estarán contentos de verdad cuando se las enseñéis —dijo Rincewind.

Se quedó mirando el suelo con expresión sombría. Le gustaba bastante el trabajo de sujetar a un búfalo de agua con una cuerda. Le parecía casi tan bueno como la profesión de náufrago. Echaba de menos la clase de vida que te permite concentrarte de verdad en la cualidad chapoteante del barro bajo tus pies e inventarte imágenes en las nubes. La clase de vida donde uno puede dejar perderse la mente y preguntarse durante horas seguidas cuándo va tu búfalo de agua a enriquecer el mantillo de nuevo. Pero probablemente ya era lo bastante difícil sin gente que viniera a intentar mejorar las cosas…

Quería decir: ¿cómo podéis ser tan amables y al mismo tiempo tan tontos? Lo mejor que se puede hacer con los campesinos es dejarlos en paz. Dejarlos que vayan a la suya. Cuando la gente que sabe leer y escribir empieza a luchar en nombre de gente que no sabe, uno acaba teniendo solo otra clase de estupidez. Si queréis ayudarlos, construid una biblioteca bien grande o algo parecido en alguna parte y dejad la puerta abierta.

Pero aquello era Hunghung. En Hunghung no se podía pensar de aquella manera. Era un sitio donde la gente había aprendido a obedecer. La Horda había sacado aquello en claro.

Era verdad que el Imperio tenía algo peor que látigos. Tenía la obediencia. Los latigazos al alma. Obedecían a cualquiera que les dijera qué hacer. La libertad solamente quería decir que viniera alguien distinto a decirte qué hacer.

Os van a matar a todos.

Yo soy un cobarde, y aun así sé más de peleas que vosotros. He huido de algunas realmente buenas.

—Oh, salgamos de aquí —dijo. Cogió con cuidado la espada de un guardia muerto y consiguió sostenerla del lado bueno al segundo intento. La sopesó un segundo, luego negó con la cabeza y la tiró.

La unidad pareció un poco más feliz.

—Pero no os estoy liderando —dijo Rincewind—. Solamente os estoy enseñando el camino. Y es el camino de la salida, ¿lo entendéis?

Se quedaron vistiendo un aspecto más bien herido, como hace la gente que acaba de recibir una diatriba de varios minutos. Nadie dijo nada hasta que Dosflores susurró:

—Se pone así a menudo, sabéis. Y luego hace algo muy valiente.

Rincewind soltó un bufido.

Había otro guardia muerto en lo alto de las escaleras. Al parecer la muerte repentina se estaba contagiando mucho.

Y había un fardo de espadas apoyado en la pared. Con un pergamino atado.

—El Gran Hechicero nos ha enseñado la salida solamente dos minutos y ya tenemos suerte adicional —dijo Flor de Loto.

—No toquéis las espadas —dijo Rincewind.

—Pero supongamos que vemos a más guardias. ¿No tenemos que resistir frente a ellos hasta la última gota de nuestra sangre? —preguntó Mariposa.

Rincewind se quedó impasible.

—No. Corred.

—Ah, sí —dijo Dosflores—. Y vivid para luchar otro día. Es un dicho de Ankh-Morpork.

Rincewind siempre había dado por hecho que el propósito de huir era ser capaz de huir otro día.

—Sin embargo —dijo—, la gente no suele encontrarse con que les abren misteriosamente la salida de la cárcel dejándoles un montón de armas a mano y con todos los guardias fuera de combate. ¿No se os ha ocurrido?

—¡Y con un mapa! —añadió Mariposa.

Le brillaron los ojos. Mostró el pergamino a los demás.

—¿Es un mapa de cómo salir?

—¡No! ¡De cómo llegar a los aposentos del emperador! ¡Mirad, lo han señalado! ¡A veces Hierba hablaba de esto! ¡Debe de estar en el palacio! ¡Tenemos que asesinar al emperador!

—¡Más suerte! —dijo Dosflores—. Pero un momento, mira, estoy seguro de que si habláramos con él…

—¿Es que no habéis estado escuchando? ¡No vamos a ver al emperador! —siseó Rincewind—. ¿No se os ocurre que los guardias nunca se pasan a sí mismos por la espada? ¿Y que las celdas no se abren de repente? La gente no se encuentra espadas tan a mano cuando las necesita y de verdad, os lo aseguro, no se encuentra mapas que digan: «¡Por aquí, amigos!». Y de todos modos, no se puede hablar con alguien a quien solo le falta el pan de gamba para ser un Menú A para Dos Personas.

—No —dijo Mariposa—. Tenemos que aprovechar esta oportunidad.

—¡Habrá muchos guardias!

—Bueno, Gran Hechicero, vais a tener que formular muchos deseos.

—¿Creéis que puedo chasquear los dedos así y todos los guardias se van a caer muertos? ¡Ja! ¡Ojalá lo hicieran!

—Estos dos de aquí fuera lo han hecho —informó Flor de Loto desde la entrada a las mazmorras. Ya antes había estado sobrecogida ante Rincewind, pero ahora parecía aterrorizada de verdad.

—¡Coincidencia!

—Seamos serios —dijo Mariposa—. Tenemos un simpatizante en el palacio. ¡Tal vez sea gente que está arriesgando sus vidas continuamente! Sabemos que algunos de los eunucos están de nuestro lado.

—Supongo que no les queda nada que perder.

—¿Tenéis una idea mejor, Gran Hechicero?

—Sí. De vuelta a las celdas.

—¿Qué?

—Esto huele a chamusquina. ¿De verdad queréis matar al emperador? O sea, ¿de verdad?

Mariposa vaciló.

—Hemos hablado de ello a menudo. Dos Fuego Hierba dijo que si podíamos asesinar al emperador encenderíamos la antorcha de la libertad…

—Sí. Seríais vosotros, que arderíais. Mirad, volvamos a las celdas. Son el lugar más seguro. Os encerraré y… me pondré a explorar.

—Es una sugerencia muy valiente —dijo Dosflores—. Y típica de este hombre —añadió con orgullo.

Mariposa le dedicó a Rincewind una mirada que él había aprendido a temer.

—Sí que es buena idea —dijo—. Y yo le acompañaré.

—Oh, pero es que seguro que será… muy peligroso —dijo Rincewind a toda prisa.

—Nada malo podrá ocurrirme si estoy con el Gran Hechicero —dijo Mariposa.

—Muy cierto. Muy cierto —dijo Dosflores—. A mí no me pasó nada malo, eso es verdad.

—Además —continuó su hija—, soy yo quien tiene el mapa. Y sería terrible que os perdierais y os alejarais por accidente de la Ciudad Prohibida, ¿verdad?

Rincewind se rindió. Se le ocurrió que la difunta mujer de Dosflores tuvo que haber sido una mujer notablemente inteligente.

—Oh, muy bien —dijo—. Pero no te metas en medio. Y tienes que hacer lo que yo te diga, ¿de acuerdo?

Mariposa hizo una reverencia.

—Id vos delante, oh Gran Hechicero.

—¡Lo sabía! —dijo Truckle—. ¡Veneno!

—No, no. No se come. Se frota en el cuerpo —dijo el señor Saveloy—. Mirad. Y así se consigue lo que en la civilización llamamos «limpieza».

La mayor parte de la Horda estaba sumergida hasta la cintura en agua templada, todos ellos tapándose recatadamente el cuerpo con las manos. Hamish se había negado a renunciar a su silla de ruedas, de forma que solamente le asomaba la cabeza sobre la superficie.

—Pincha —dijo Cohen—. Y la piel se me está despegando y disolviéndose.

—Eso no es piel —dijo el señor Saveloy—. ¿Es que ninguno ha visto nunca un baño?

—Eh, yo vi uno —dijo Willie el Chaval—. Maté en uno al Obispo Loco de Pseudópolis. Hay —frunció el ceño— burbujas y cosas. Y quince doncellas desnudas.

—¿Mande?

—Seguro. Quince. Lo recuerdo bien.

—Eso ya me gusta más —dijo Caleb.

—Y en cambio nosotros solamente podemos frotarnos con el jabón este.

—Al emperador lo bañan ritualmente veintidós mujeres —dijo Seis Vientos Benéficos—. Podría ir a hablar con los eunucos del harén y despertarlas, si quieren. Probablemente se pueda deducir como Entretenimiento.

El recaudador se estaba aclimatando a su nuevo trabajo. Había calculado ya que aunque la Horda, como individuos, había adquirido montañas de dinero a lo largo de sus carreras como héroes bárbaros, lo habían perdido casi todo como resultado del resto de actividades (que catalogó mentalmente como Relaciones Públicas) necesarias para la profesión, y por tanto les correspondía una devolución bastante considerable.

El hecho de que no estuvieran registrados con ninguna agencia de recaudación tributaria de ninguna parte[23] era una cuestión completamente secundaria. Lo importante era el principio fundamental. Y también los intereses, claro.

—No, nada de doncellas, insisto —dijo el señor Saveloy—. Os estáis bañando para limpiaros. Ya habrá tiempo de sobra para jovencitas.

—Tengo una cita cuando todo esto acabe —dijo Caleb, un poco tímidamente, pensando melancólico en una de las pocas mujeres con las que había tenido una conversación en su vida—. Ella me ha dicho que su granja tiene jardín y todo. A lo mejor me espera en el follaje.

—Apuesto a que Profe no quiere que uses esa palabra —dijo Willie el Chaval—. Apuesto a que te haría llamarlo vegetación.

—¡Jo, jo, jo!

—¿Mande?

Seis Vientos Benéficos se acercó con disimulo al maestro mientras la Horda experimentaba con el aceite de baño, al principio bebiéndoselo.

—Ya he descubierto qué es lo que van a robar ustedes.

—¿Ah sí? —dijo el señor Saveloy cortésmente. Estaba mirando a Caleb, quien, después de que le hicieran entender que tal vez llevara toda la vida adoptando un enfoque equivocado, estaba intentando cortarse las uñas con la espada.

—¡Es el legendario Ataúd de Diamante de Qui Ti Fulin! —dijo Seis Vientos Benéficos.

—No. Se vuelve usted a equivocar.

—Oh.

—Fuera de los baños, caballeros —dijo el maestro—. Creo… sí… ya dominan el comercio, la interacción social…

—… jo, jo, jo… Lo siento.

—… y los principios de la gravación tributaria —continuó el señor Saveloy.

—¿Eso lo hemos dado? ¿Y cuáles eran?

—Consisten en llevarse casi todo el dinero que tienen los mercaderes —dijo Seis Vientos Benéficos, pasándole una toalla.

—Ah, ¿era eso? Pero si yo llevo años haciéndolo.

—No, lo que hacéis vosotros es coger todo el dinero —dijo el señor Saveloy—. Eso es lo que está mal. Matáis a demasiados y a los que no matáis los dejáis demasiado pobres.

—A mí me suena de pura maravilla —dijo Truckle, hurgándose en los contenidos cretáceos de una oreja—. Mercaderes pobres, nosotros ricos.

—¡No, no, no!

—¿No, no, no?

—¡Sí! ¡Eso no es civilizado!

—Es como con las ovejas —explicó Seis Vientos Benéficos—. No se les arranca la piel de golpe, lo que se hace es esquilarlas todos los años.

La Horda no reaccionó.

—Cazadores-recolectores —dijo el señor Saveloy, con un matiz desconsolado—. Metáfora equivocada.

—Es la maravillosa Espada Cantante de Wong, ¿verdad? —susurró Seis Vientos Benéficos—. ¡Eso es lo que van a robar!

—No. De hecho, «robar» no es la palabra correcta del todo. Bueno, de todos modos, caballeros… Puede que no estén todavía civilizados pero por lo menos están bien limpios, y mucha gente cree que es lo mismo. Es hora, creo yo, de pasar… a la acción.

La Horda se irguió de golpe. Por fin estaban de vuelta en un terreno que entendían.

—¡Al Salón del Trono! —dijo Gengis Cohen.

Seis Vientos Benéficos no era muy bueno en cazarlas al vuelo, pero por lo menos consiguió sumar dos y dos.

—¡Es el emperador! —dijo, y se tapó la boca con la mano con un gesto de horror teñido de placer malvado—. ¡Van a secuestrarlo!

Los diamantes brillaron cuando Cohen sonrió.

Había dos guardias muertos en el pasillo que llevaba a los apartamentos privados imperiales.

—A ver, ¿cómo es que os han capturado vivos? —susurró Rincewind—. Los guardias que yo vi tenían unas espadas enormes. ¿Cómo es que no estáis muertos?

—Supongo que planeaban torturarnos —dijo Mariposa—. La verdad es que herimos a diez de ellos.

—¿Ah, sí? Les pegasteis carteles encima, ¿no? ¿O cantasteis canciones revolucionarias hasta que se rindieron? Escucha, alguien os quería vivos.

Los suelos cantaban en la oscuridad. Cada paso producía un coro de chirridos y gruñidos, igual que en el suelo de la universidad. Pero uno no esperaba encontrarse algo así en un palacio tan resplandeciente y ordenado como aquel.

—Se llaman suelos de ruiseñor —dijo Mariposa—. Los carpinteros ponen pequeñas abrazaderas de metal alrededor de los clavos para que nadie pueda acercarse sin ser oído.

Rincewind miró los cadáveres. Ninguno de ellos tenía la espada desenvainada. Apoyó su peso en el pie izquierdo. El suelo chirrió. Luego lo apoyó en el pie derecho. El suelo gruñó.

—Aquí falla algo entonces —susurró—. No hay forma de acercarse con sigilo a nadie en un suelo como este. Así que el que ha matado a estos guardias era conocido suyo. Salgamos de aquí…

—Continuamos —dijo Mariposa con firmeza.

—Es una trampa. Alguien os está usando para hacerle el trabajo sucio.

Ella se encogió de hombros.

—Gira a la izquierda pasada la estatua grande de jade.

Eran las cuatro de la madrugada y faltaba una hora para el amanecer. Había guardias en los salones para recepciones, pero no muchos. Después de todo, aquello era el corazón de la Ciudad Prohibida, con sus paredes altas y sus puertas pequeñas. ¿Qué podía pasar allí dentro?

Hacía falta un tipo de mente especial para montar guardia toda la noche en aquellos salones vacíos. Un Río Grande tenía aquella clase de mente, que orbitaba apaciblemente en el vacío gozoso del resto de su cráneo.

Lo habían llamado felizmente Un Río Grande porque tenía el mismo tamaño y se movía a la misma velocidad que el Hung. Todo el mundo había esperado que se hiciera luchador de tsimo, pero él falló el test de inteligencia por no comerse la mesa.

Le resultaba imposible aburrirse. No tenía la imaginación suficiente. Pero dado que el visor de su casco enorme registraba una expresión permanente de furia metálica, en todo caso había podido cultivar el arte de irse a dormir de pie.

Ahora estaba felizmente adormilado y solamente era consciente de algún que otro chirrido, como el de un ratón muy cauteloso.

El visor del casco se levantó y una voz dijo:

—¿Prefieres morir que traicionar a tu emperador?

Una segunda voz dijo:

—Esto no es una pregunta con trampa.

Un Río Grande parpadeó y luego miró hacia abajo. Una aparición sentada en una silla de ruedas chirriante tenía una espada muy grande apuntándole exactamente a aquel inconveniente lugar donde su armadura superior no acababa de juntarse con su armadura inferior. Una tercera voz dijo:

—Tengo que añadir que las últimas veintinueve personas que no respondieron correctamente están… peces desecados y rayados… perdón, muertas.

Una cuarta voz dijo:

—Y no somos eunucos.

Un Rio Grande gruñó por el esfuerzo de pensar.

—Me pa'ece que p'efiero vivir —dijo.

Un hombre con diamantes en vez de dientes le dio una palmada cómplice en el hombro.

—Buen hombre —dijo—. Únete a la Horda. Nos vendría bien un hombre como tú. Tal vez como arma de asedio.

—¿Quién é u'ted? —preguntó.

—Este es Gengis Cohen —dijo el señor Saveloy—. Hacedor de grandes hazañas. Matador de dragones. Asolador de ciudades. Una vez compró una manzana.

No se rió nadie. El señor Saveloy había descubierto que la Horda carecía por completo de sentido del sarcasmo. Tal vez nadie lo había probado nunca con ellos.

Un Río Grande había sido educado para hacer lo que le decían. Y durante toda su vida todo el mundo le había dicho lo que tenía que hacer. Se puso detrás del hombre con los dientes de diamante porque era la clase de hombre al que uno seguía cuando decía «sígueme».

—Pero, ya lo saben, hay decenas de miles de hombres que de verdad prefieren morir antes que traicionar a su emperador —susurró Seis Vientos Benéficos, mientras desfilaban por los pasillos.

—Eso espero.

—Algunos de ellos estarán de guardia en la Ciudad Prohibida. Los hemos evitado pero siguen ahí. En un momento u otro tendremos que hacerles frente.

—¡Ah, bien! —dijo Cohen.

—Mal —dijo el señor Saveloy—. Ese asunto de los ninjas no fue más que un buen rato…

—… un buen rato… —murmuró Seis Vientos Benéficos.

—… pero no nos conviene una gran lucha al aire libre. Sería aparatoso.

Cohen fue a la pared más cercana, que tenía un diseño encantador a base de pavos reales, y sacó su cuchillo.

—Papel —dijo—. Mierda de papel. Paredes de papel. —Asomó la cabeza por el agujero. Hubo un gemido agudo—. Ups, lo siento señora. Inspección oficial de paredes. —Sacó la cabeza, sonriente.

—¡Pero no se puede atravesar las paredes! —dijo Seis Vientos Benéficos.

—¿Por qué no?

—Porque… bueno, porque son las paredes. ¿Qué pasaría si todo el mundo atravesara las paredes? ¿Para qué cree que sirven las puertas?

—Creo que son para los demás —dijo Cohen—. ¿Por dónde se va a esa sala del trono?

—¿Mande?

—Esto es pensamiento lateral —explicó el señor Saveloy, mientras los demás lo seguían—. A Gengis se le da bastante bien cierto tipo de pensamiento lateral.

—¿Qué e' eso d'un lateral?

—Esto… Creo que es una especie de músculo.

—Pensar con los músculos… Sí, ya veo —dijo Seis Vientos Benéficos.

Rincewind entró con sigilo en un espacio que había entre la pared y una estatua de un perro bastante contento y con la lengua fuera.

—¿Y ahora? —preguntó Mariposa.

—¿Cómo de grande es el Ejército Rojo?

—Nos contamos a millares —dijo Mariposa, desafiante.

—¿En Hunghung?

—Oh, no. Hay una unidad en cada ciudad.

—¿Estás segura? ¿Los conoces?

—Eso sería peligroso. Solamente Dos Fuego Hierba sabe cómo ponerse en contacto con ellos…

—Mira tú qué cosas. Bueno, ¿sabes qué creo? Creo que hay alguien que quiere una revolución. ¡Y sois todos tan puñeteramente respetuosos y educados que le está costando horrores organizar una! Pero en cuanto uno tiene rebeldes puede hacer cualquier cosa…

—Eso no puede ser verdad…

—Los rebeldes de otras ciudades, ellos hacen grandes gestas revolucionarias, ¿verdad?

—¡Nos llegan informes a todas horas!

—¿De nuestro amigo Hierba?

Mariposa frunció el ceño.

—Sí…

—Estás pensando, ¿verdad? —dijo Rincewind—. Las viejas neuronas están encontrándose por fin, ¿verdad? Bien. ¿Te he convencido?

—No… lo sé.

—Ahora volvámonos.

—No. Ahora tengo que descubrir si lo que estás sugiriendo es cierto.

—Te morirías por saberlo, ¿eh? Dioses del cielo, me ponéis furioso. Mira, fíjate en esto…

Rincewind caminó hasta el final del pasillo. Había un par de puertas amplias, flanqueadas por un par de dragones de jade.

Las abrió de par en par.

La sala que había al otro lado tenía el techo bajo pero era grande. En el centro, debajo de un dosel, había una cama. Era difícil distinguir a la figura acostada, pero la forma en que estaba quieto sugería esa clase de letargo para el que es poco probable que exista un despertar de ninguna clase.

—¿Lo ves? —dijo—. Ya lo… han… matado…

Una docena de soldados miraban asombrados a Rincewind.

Oyó tras él el crujido del suelo y luego una especie de «fiuuuu» seguido de un ruido como de cuero mojado chocando contra piedra.

Rincewind miró al soldado más cercano. El hombre tenía una espada en la mano.

Una gota de sangre resbaló por la hoja y, tras una breve pausa para el efecto dramático, cayó al suelo.

Rincewind levantó la vista y se alzó el sombrero.

—Les ruego me perdonen —dijo en tono alegre—. ¿No es esta el aula 3B?

Y echó a correr como alma que lleva el diablo.

Los suelos chillaron bajo sus pies, y tras su espalda alguien gritó el apodo de Rincewind, que era: «¡No dejéis que se escape!».

Dejad que me escape, rezó Rincewind, oh, por favor, dejad que me escape.

Resbaló al doblar un recodo, atravesó una pared de papel y aterrizó en un estanque ornamental. Pero Rincewind en plena huida tenía habilidades felinas, incluso mesiánicas. El agua apenas se onduló bajo sus pies cuando rebotó sobre la superficie y se alejó de allí.

Otra pared estalló y se encontró en un pasillo que posiblemente fuera el mismo.

Detrás de él alguien aterrizó pesadamente sobre una valiosa carpa koi.

Rincewind salió disparado de nuevo.

De: aquel era el factor más importante de cualquier fuga a ciegas. Uno siempre se escapaba de algo. El hacia ya venía por sí solo.

Rebasó un largo tramo descendente de escalones bajos de piedra, rodó al final para levantarse y salió pitando por otro pasillo al azar.

Sus piernas ya se habían organizado para entonces. Primero la carrera enloquecida y salvaje para salir del peligro inmediato y luego las zancadas firmes y sólidas para alejarse todo lo posible de él. Ese era el truco.

La Historia hablaba de un corredor que había corrido sesenta kilómetros después de una batalla para informar del desenlace favorable en su ciudad natal. Tradicionalmente se lo consideraba el mejor corredor de todos los tiempos, pero si se hubiera tratado de llevar la noticia de una batalla inminente, Rincewind lo habría superado.

Y sin embargo… alguien lo estaba alcanzando.

Un cuchillo atravesó la pared del Salón del Trono y abrió un agujero lo bastante grande como para dejar espacio a un hombre erguido o a una silla de ruedas.

La Horda emitió algunos murmullos.

—Bruce el Huno nunca entró por detrás.

—Cállate.

—No le gustaban las puertas traseras, a Bruce el Huno.

—Cállate.

—Cuando Bruce el Huno atacó Al Khali, lo hizo directamente por la torre principal de la guardia, con un millar de hombres gritando a lomos de caballos muy pequeños.

—Sí, pero… la última vez que vi a Bruce el Huno, su cabeza estaba en una estaca.

—Muy bien, eso lo admito. Pero por lo menos estaba sobre la puerta principal. O sea, por lo menos consiguió entrar.

—Su cabeza sí.

—Oh, cielos…

El señor Saveloy se sintió complacido. La habitación en la que acababan de entrar bastaba para hacer callar a la Horda, aunque fuera brevemente. Era grande, por supuesto, pero aquel no había sido su único propósito. Un Espejo de Sol, mientras fundía todas las tribus, los países y las pequeñas naciones isleñas en un solo imperio, hizo que le construyeran una sala que dijera a los caciques y los embajadores: este es el espacio más grande en el que habéis estado nunca, es más esplendido que nada que hayáis podido imaginar y tenemos un montón de salas más como esta.

Había querido que fuera impresionante. Estaba muy claro que había querido intimidar a los simples bárbaros hasta tal punto que se rindieran allí y entonces. Que haya estatuas gigantes, dijo. Y enormes colgantes decorativos. Que haya columnas y tallas. Que el visitante quede enmudecido ante tanta magnificencia. Que el lugar le diga: «Esto es la civilización, únete a ella o muere. Ahora ponte de rodillas o prepárate para perder estatura de alguna otra forma».

La Horda le dio el beneficio de su inspección.

Por fin Truckle dijo:

—Está bien, supongo, pero no tiene comparación con la choza de nuestro jefe tribal allá en Skund. Ni siquiera tiene una fogata en medio del suelo, mirad.

—Chabacano, creo yo.

—¿Mande?

—Típicamente extranjero.

—Yo quitaría casi todo lo que hay y pondría un montón de paja en el suelo como debe ser y unos escudos en las paredes.

—¿Mande?

—Eso sí, metiendo unos centenares de mesas se podría montar una juerga de narices.

Cohen cruzó el salón gigantesco en dirección al trono, que estaba debajo de un tremendo dosel decorativo.

—Hala, mirad, si tiene un paraguas.

—Eso es que hay goteras en el techo. No te puedes fiar de las tejas. Un buen tejado de cañas te aguanta cuarenta años sin una gota.

El trono era de madera lacada, pero tenía incrustadas muchas piedras preciosas. Cohen se sentó.

—¿Ya está? —dijo—. ¿Ya lo hemos hecho, Profe?

—Sí. Claro que ahora hay que conservarlo —dijo el señor Saveloy.

—Lo siento —dijo Seis Vientos Benéficos—. ¿Qué es eso que han hecho?

—¿Sabe aquella cosa que veníamos a robar? —dijo el maestro.

—Sí.

—Era el Imperio.

La expresión del recaudador permaneció inmutable durante unos segundos, luego se transformó en una sonrisa horrorizada.

—Creo que habría que desayunar antes de hacer ninguna otra cosa —dijo el señor Saveloy—. Señor Vientos, ¿sería usted tan amable de llamar a alguien?

El recaudador seguía con su sonrisa petrificada.

—¡Pero… pero… no se puede conquistar un Imperio de esta forma! —consiguió decir—. ¡Hay que tener un ejército, como los señores de la guerra! Entrar aquí sin más… ¡va contra las reglas! Y… y… hay miles de guardias.

—Sí, pero están todos ahí fuera —dijo el señor Saveloy.

—Protegiéndonos —dijo Cohen.

—¡Pero al que están protegiendo es al emperador de verdad!

—Que soy yo —dijo Cohen.

—¿Ah, sí? —dijo Truckle—. ¿Quién se ha muerto y te ha nombrado emperador a ti?

—No tiene que morir nadie —dijo el señor Saveloy—. Se llama usurpamiento.

—Eso es —dijo Cohen—. Solamente hay que decir: mira, Gunga Din, a la calle, ¿vale? Piérdete en alguna isla, o vete a tomar por…

—Gengis —dijo el señor Saveloy amablemente—. ¿Crees que podrías evitar referirte a los extranjeros en tono tan ofensivo? No es nada civilizado.

Cohen se encogió de hombros.

—De todas maneras van a tener ustedes problemas graves con los guardias y esas cosas —dijo Seis Vientos Benéficos.

—Tal vez no —dijo Cohen—. Díselo, Profe.

—¿Ha visto usted alguna vez al, esto… anterior emperador? —preguntó el señor Saveloy—. ¿Señor Vientos?

—Claro que no. Casi nadie ha visto…

Se detuvo.

—Eso mismo —dijo el señor Saveloy—. Muy espabilado, señor Vientos. Tal como corresponde al lord jefe supremo de la Recaudación Fiscal.

—Pero no funcionará porque… —Seis Vientos Benéficos se detuvo otra vez. Las palabras del señor Saveloy llegaron a su cerebro—. ¿Lord jefe supremo? ¿Yo? ¿El gorro negro con el emblema rojo de rubí?

—Sí.

—Y una pluma también, si quieres —dijo Cohen dadivoso.

El recaudador meditaba embelesado.

—Así pues… si hubiera, por ejemplo, un simple administrador de distrito que estuviera siendo increíblemente cruel con sus subalternos, y en concreto con un ayudante muy trabajador, y que realmente mereciera una paliza de padre y señor mío…

—En calidad de lord jefe supremo de la Recaudación Fiscal, por supuesto, esa tarea sería asunto exclusivamente de usted.

La sonrisa de Seis Vientos Benéficos amenazaba ahora con desprender la parte superior de su cabeza.

—Sobre la cuestión de los nuevos impuestos —dijo—. A menudo he pensado que el aire fresco está demasiado disponible por un precio muy inferior a los costes de producción…

—Escucharemos sus ideas con extremo interés —dijo el señor Saveloy—. Entretanto, por favor, encárguese del desayuno.

—Y haz que vengan —dijo Cohen— todos esos gilipollas que creen saber qué aspecto tiene el emperador.

El perseguidor se acercaba.

Rincewind giró un recodo a resbalones y allí, bloqueándole el paso, se topó con tres guardias. Estos no estaban muertos. Estaban todos vivos y tenían espadas.

Alguien chocó con su espalda, lo derribó al suelo y saltó por encima.

Cerró los ojos.

Se oyeron un par de porrazos, un gemido y luego un ruido metálico muy extraño.

Era un casco que estaba girando y girando en el suelo.

Alguien le puso de pie de un tirón.

—¿Te vas a quedar todo el día en el suelo? —dijo Mariposa—. Vamos, ¡que les llevamos poca ventaja!

Rincewind se quedo mirando a los guardias tendidos y luego echó a trotar detrás de la chica.

—¿Cuántos hay? —consiguió decir.

—Ahora siete. Pero dos están cojos y a uno le está costando respirar. Vamos.

—¿Les has atizado tú?

—¿Siempre malgastas el aliento de esa forma?

—¡Nunca había encontrado a nadie que corriera tanto como yo!

Doblaron un recodo y a punto estuvieron de chocar con otro guardia.

Mariposa ni siquiera se paró. Dio un paso de lo más refinado, se volteó con un solo pie y le asestó al hombre una patada tan fuerte en la oreja que lo hizo girar sobre su propio eje y aterrizar de cabeza.

Ella hizo una pausa, jadeó y se puso un pelo en su sitio.

—Tendríamos que separarnos —dijo.

—¡Oh, no! —dijo Rincewind—. O sea, ¡tengo que protegerte!

—Yo volveré con los demás. Tú lleva a los guardias a algún sitio lejos de…

—¿Todos vosotros sabéis hacer eso?

—Claro —dijo Mariposa con irritación—. Ya te dije que luchamos contra los guardias. Ahora, si nos separamos uno de nosotros podrá escapar. ¡Asesinos! ¡Y se supone que nosotros íbamos a cargar con la culpa!

—¿No te intenté avisar? ¡Yo creía que tú lo querías ver muerto!

—Sí, pero nosotros somos rebeldes. ¡Ellos eran guardias de palacio!

—Esto…

—No hay tiempo. Nos vemos en el Cielo.

Se fue disparada.

—Oh.

Rincewind miró a su alrededor. Todo estaba en silencio.

Aparecieron guardias al final del pasillo, pero con cautela, como corresponde a alguien que acaba de conocer a Mariposa.

—¡Ahí!

—¿Es ella?

—¡No, es él!

—¡A por él!

Rincewind volvió a acelerar, dobló una esquina y descubrió que estaba en un cul-de-sac que sin duda, a juzgar por los ruidos, se iba a convertir en una vía muerta. Pero había un par de puertas. Las abrió de una patada, corrió dentro y aminoró el paso…

El espacio del otro lado estaba a oscuras pero el ruido y la atmósfera sugerían un lugar de grandes dimensiones, y cierto componente flatulento indicaba que se trataba de una especie de establo.

Había un poco de luz, sin embargo, procedente de un fuego. Rincewind trotó en aquella dirección y vio que el fuego estaba debajo de un caldero gigante, del tamaño de un hombre, lleno de arroz hirviendo.

Y ahora que los ojos se le estaban acostumbrando a la penumbra se dio cuenta de que había una serie de formas tumbadas en unas losas dispuestas a lo largo de las paredes de una sala enorme.

Estaban roncando suavemente.

De hecho, eran gente. Puede que fueran incluso humanos, o por lo menos habían tenido a humanos entre sus antepasados antes de que alguien, cientos de años atrás, dijera: «Veamos cómo de grande y gorda podemos criar a la gente. Intentemos conseguir a unos cabrones realmente grandes».

Cada cuerpo gigante iba vestido con lo que parecía un pañal a ojos de Rincewind, y estaba dormitando felizmente junto al cuenco que contenía el suficiente arroz como para hacer explotar a veinte personas, por si acaso se despertaba en plena noche y le apetecía un tentempié ligerito…

Un par de sus perseguidores aparecieron en el umbral y se detuvieron. Luego avanzaron, pero con mucho cuidado, mirando con precaución aquellos montículos que se movían suavemente.

—¡Eeeooo! —gritó Rincewind.

Los hombres se pararon y lo miraron con ojos muy abiertos.

—¡Arriba todos! ¡A ver esas moles nacientes! —Cogió un cucharón enorme y se puso a aporrear al caldero del arroz—. ¡Levantaos! ¡Dejad de tocaros… ejem… lo que podáis encontrar y poneos los calcetines!

Los durmientes se movieron.

—¿Ooooorrrrr?

—¡Oooooaaaooooor!

La sala tembló cuando cuarenta piernas grandes como troncos se descolgaron de sus losas. La carne se reorganizó de forros que, en la penumbra, dio la impresión de que a Rincewind lo estaban observando veinte pirámides pequeñas.

—¿Haaaarooooooohhhh?

—Esos hombres —dijo Rincewind, señalando desesperadamente a sus perseguidores, que ahora retrocedían lentamente—. ¡Esos hombres tienen un sándwich de cerdo!

—¿Ooorryorrrrrah?

—¿Ooooorrrr?

—¡Con mostaza!

Veinte cabecitas diminutas se giraron. Un total de ochenta neuronas especializadas se encendieron.

Y el suelo tembló. Los luchadores empezaron a avanzar esperanzados hacia los hombres, en una carrera lenta pero decidida y diseñada para que la detuviera únicamente la colisión con otro luchador o con un continente.

—¡Ooooorr!

Rincewind echó a correr hacia la puerta más lejana y la atravesó. Había un par de hombres sentados en un cuartito bebiendo té y jugando a shibo, mientras un tercero miraba.

—¡Los luchadores están nerviosos! —gritó—. ¡Creo que tenéis una estampida en marcha!

Uno de los hombres dejó caer sus fichas de shibo.

—¡Maldición! ¡Y llevamos al menos una hora sin darles de comer!

Los hombres agarraron varias redes y palos y artículos de ropa protectora y dejaron solo a Rincewind.

Había otra puerta. La atravesó pavoneándose. Nunca antes se había pavoneado, pero le pareció que esta vez se lo merecía por su agilidad mental.

Se encontró en otro pasillo. Echó a correr, basándose en la idea de que la ausencia de persecución no es razón para dejar de correr.

Lord Hong estaba doblando papel.

Era todo un experto en aquello porque cuando lo hacía le dedicaba toda su atención. La mente de lord Hong era como un cuchillo, aunque tal vez fuera un cuchillo de hoja curvada.

Se abrió la puerta corredera. Un guardia con la cara roja de tanto correr se arrojó al suelo.

—Oh lord Hong, exaltado seáis…

—Sí, sí —dijo lord Hong en tono distante, probando un doblez complicado—. ¿Qué ha salido mal esta vez?

—¿Mi señor?

—Te he preguntado qué ha salido mal.

—Ejem… hemos matado al emperador tal como nos fue dictado…

—¿Por quién?

—¡Mi señor! ¡Vos lo ordenasteis!

—¿Yo? —dijo lord Hong, doblando el papel a lo largo.

El guardia cerró los ojos. Tuvo una visión, una visión muy corta, del futuro. Y en ella había una estaca. Continuó:

—¡Pero a los… prisioneros no los encontramos por ningún sitio, señor! Hemos oído acercarse a alguien y luego… bueno, hemos visto a dos personas, señor. Los estamos persiguiendo. Pero los demás han desaparecido.

—¿Nada de eslóganes? ¿Nada de carteles revolucionarios? ¿Nada de culpables?

—No, señor.

—Ya veo. Quédate aquí.

Las manos de lord Hong continuaron doblando mientras observaba al otro ocupante de la sala.

—¿Tienes algo que decir, Dos Fuego Hierba? —preguntó en tono amable.

El líder revolucionario tenía una expresión avergonzada.

—El Ejército Rojo ha resultado bastante caro —dijo lord Hong—. Solamente las facturas de la imprenta… Y no se puede decir que yo no os haya ayudado. Abrimos las celdas y matamos a los guardias y les dimos a los desgraciados de tus compañeros espadas y un mapa, ¿no es cierto? Y ahora apenas puedo afirmar que hayan matado al emperador, ojalá siga muerto durante diez mil años, si no han dejado ningún rastro. La gente hará demasiadas preguntas. No puedo matar a todo el mundo. Y parece que también tenemos a algunos bárbaros en el edificio.

—Algo debe de haber salido mal, mi señor. —Hierba estaba hipnotizado por el movimiento de aquellas manos que acariciaban el papel.

—Qué pena. No me gusta que las cosas salgan mal. ¿Guardia? Redime a tu miserable persona. Llévatelo. Tendré que probar un plan distinto.

—¡Mi señor!

—¿Sí, Dos Fuego Hierba?

—Cuando vos… cuando acordamos… cuando se acordó que el Ejército Rojo os sería entregado, me prometisteis inmunidad.

Lord Hong sonrió.

—Ah, sí, me acuerdo. Lo que dije, si no recuerdo mal, es que no ordenaría de palabra ni por escrito la orden de vuestra muerte. Y tengo que mantener mi palabra, ¿en qué me convertiría de lo contrario?

Llevó a cabo el último doblez y abrió las manos, dejando el pequeño ornamento de papel encima de la mesa lacada que tenía delante. Hierba y el guardia se lo quedaron mirando.

—Guardia… llévatelo —dijo lord Hong.

Era la figurita maravillosamente construida de un hombre.

Pero no parecía haber bastante papel para hacerle una cabeza.

La corte más íntima parecía componerse de ochenta hombres, mujeres y eunucos en diversos estados de somnolencia.

Y estaban mirando con asombro lo que ocupaba el trono.

Y la Horda miraba con cierto asombro a la Corte.

—¿Quiénes son las viejas brujas con cara avinagrada de delante? —susurró Cohen, que se dedicaba a tirar ociosamente un cuchillo arrojadizo al aire y cogerlo otra vez—. Yo ni siquiera les pegaría fuego.

—Son las esposas de los emperadores previos —dijo entre dientes Seis Vientos Benéficos.

—No tenemos que casarnos con ellas, ¿verdad?

—Creo que no.

—¿Por qué tienen los pies tan pequeños? —preguntó Cohen—. Me gusta ver buenos pies grandes en las mujeres.

Seis Vientos Benéficos se lo dijo. La expresión de Cohen se endureció.

—Estoy aprendiendo mucho sobre la civilización, ya lo creo —dijo—. Uñas largas, pies deformes y sirvientes que van por ahí sin las joyas de la familia. Ja.

—¿Qué está pasando aquí, si se puede saber? —preguntó un hombre de mediana edad—. ¿Quién sois vos? ¿Quiénes son estos viejos eunucos?

—¿Quién eres tú? —respondió Cohen. Desenvainó la espada—. Necesito saberlo para ponerlo en tu lápida…

—Me pregunto si podría llevar a cabo algunas presentaciones llegado este punto —dijo el señor Saveloy. Dio un paso adelante—. Este —continuó— es Gengis Cohen… guarda eso, Gengis… que técnicamente hablando es un bárbaro, y esta es su Horda. Han invadido vuestra ciudad. ¿Y usted es…?

—¿Invasores bárbaros? —dijo el hombre en tono altivo, sin hacerle caso—. ¡Los invasores bárbaros vienen a millares! ¡Son hombres enormes gritando a lomos de caballos pequeños!

—Os lo dije —dijo Truckle—. ¿Pero alguien me escucha alguna vez?

—¡…Y hay incendios, terror, rapiña, saqueos y sangre en las calles!

—Todavía no hemos desayunado —dijo Cohen, lanzando otra vez su cuchillo al aire.

—¡Ja! ¡Prefiero morir que someterme a alguien como vos!

Cohen se encogió de hombros.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—Ups —dijo Seis Vientos Benéficos.

Fue un lanzamiento muy certero.

—¿Quién era, a todo esto? —preguntó Cohen, mientras el cuerpo se doblaba por la cintura—. ¿Alguien sabe quién era?

—Gengis —dijo el señor Saveloy—. Hace tiempo que te lo quería decir: cuando la gente dice que prefiere morir, no está diciendo que prefiera morir de verdad. No siempre.

—¿Entonces por qué lo dicen?

—Es lo habitual.

—¿Es otra vez la civilización?

—Me temo que sí.

—Dejemos esto claro de una vez, ¿de acuerdo? —dijo Cohen. Se puso de pie—. Que levante la mano quien prefiera morir antes que tenerme como emperador.

—¿Alguien? —preguntó el señor Saveloy.