Aquí es donde los dioses juegan partidas con las vidas de los hombres, en un tablero que es al mismo tiempo una simple zona de juego y el mundo entero.
Y Sino siempre gana.
Sino siempre gana. La mayoría de los dioses lanzan los dados pero Sino juega al ajedrez, y uno no descubre hasta que es demasiado tarde que durante todo el tiempo ha usado dos reinas.
Sino gana. Por lo menos eso es lo que se dice. Suceda lo que suceda, después dicen que debe de haber sido el Sino[1].
Los dioses pueden adoptar cualquier forma, pero el único elemento de sí mismos que no pueden cambiar son los ojos, y estos revelan su naturaleza. Los ojos de Sino apenas pueden llamarse ojos: no son más que agujeros oscuros a un infinito salpicado de algo que tal vez sean estrellas, o, en un segundo vistazo, podrían ser otras cosas.
Ahora parpadeó con aquellos ojos, sonrió a sus compañeros de partida con esa petulancia con que los ganadores sonríen justo antes de convertirse en ganadores y dijo:
—Yo acuso al Sumo Sacerdote de la Túnica Verde, en la biblioteca y con el hacha de dos manos.
Y ganó.
Dedicó una amplia sonrisa a los demás.
—Giempgue ganan loj mijmoj —refunfuñó Offler el Dios Cocodrilo a través de sus colmillos.
—Parece que hoy me estoy siendo propicio —dijo Sino—. ¿A alguien le apetece jugar a otra cosa?
Los dioses se encogieron de hombros.
—¿A Reyes Locos? —preguntó Sino en tono amable—. ¿A Amantes Desventurados?
—Creo que hemos perdido las reglas de ese —dijo Ío el Ciego, jefe de los dioses.
—¿O a Marineros Arrojados al Mar por Tempestades?
—Siempre ganas en ese —dijo Ío.
—¿A Inundaciones y Sequías? —propuso Sino—. Ese es fácil.
Una sombra se cernió sobre la mesa de juego. Los dioses levantaron la vista.
—Ah —dijo Sino.
—Que empiece una partida —dijo la Dama.
Siempre era tema de discusión si la recién llegada era o no una diosa de verdad. Estaba claro que nadie había llegado a ninguna parte adorándola, y ella tenía tendencia a aparecer solamente donde menos se la esperaba, como por ejemplo ahora. Y la gente que confiaba en ella raras veces sobrevivía. Cualquier templo levantado en su honor era firme candidato a ser destruido por un rayo. Era mejor hacer malabarismos con hachas sobre la cuerda floja que pronunciar su nombre. Llámala simplemente la camarera de la taberna de la Última Oportunidad.
Normalmente se la conocía como la Dama, y tenía los ojos verdes; no verdes como los ojos de los humanos, sino puro verde esmeralda de punta a cabo. Se decía que era su color favorito.
—Ah —volvió a decir Sino—. ¿Y a qué juego será?
Ella se sentó delante de él. Los dioses que presenciaban la escena se miraron de reojo. Aquello se ponía interesante. Estos dos eran antiguos enemigos.
—¿Qué opinas de…? —ella hizo una pausa—, ¿… Poderosos Imperios?
—Oh, eje ej un ajco —dijo Offler, rompiendo el repentino silencio—. Al final je muegue todo el mundo.
—Sí —dijo Sino—. Creo que sí se mueren. —Señaló con la barbilla a la Dama, y más o menos con la misma voz con que los jugadores profesionales dicen «¿Ases ganan?», preguntó—: ¿Con Caída de Grandes Dinastías? ¿Con Destinos de Naciones Pendiendo de un Hilo?
—Por supuesto —dijo ella.
—Oh, bien. —Sino pasó la mano por encima del tablero. Apareció el Mundodisco—. ¿Y dónde jugamos?
—En el Continente Contrapeso —dijo la Dama—. Donde cinco familias nobles llevan siglos luchando entre ellas.
—¿De verdad? ¿Y qué familias son? —preguntó Ío. Se metía poco en los asuntos de humanos individuales. Solía ocuparse más bien de los truenos y relámpagos, así que, desde su punto de vista, el único propósito de la humanidad era mojarse o, de forma ocasional, achicharrarse.
—Los Hong, los Sung, los Tang, los McSweeney y los Fang.
—¿Esos? No sabía que fueran nobles —dijo Ío.
—Son todos muy ricos y han matado, o torturado hasta la muerte, a millones de personas por una mera cuestión de conveniencia y orgullo —dijo la Dama.
Los dioses presentes asintieron con solemnidad. Aquel era ciertamente un comportamiento noble. Era exactamente lo que habrían hecho ellos.
—¿Los McFweeney? —preguntó Offler.
—Una familia con mucha solera —dijo Sino.
—Oh.
—Y se pelean entre ellos por el Imperio —dijo Sino—. Muy bien. ¿Y con cuáles quieres jugar?
La Dama miró el fragmento de historia que tenían desplegado delante.
—Los Hong son los más poderosos. Mientras estábamos aquí hablando han tomado más ciudades —dijo ella—. Veo que están destinados a ganar.
—De modo que, sin duda, escogerás a una familia más débil.
Sino hizo otro gesto con la mano. Las piezas del juego aparecieron y empezaron a moverse por el tablero como si tuvieran vida propia, lo cual desde luego era cierto.
—Pero jugaremos sin dados —dijo él—. No me fío de ti con los dados. Los tiras a sitios donde no puedo verlos. Jugaremos con acero, tácticas, política y guerras.
La Dama asintió.
Sino miró a su oponente.
—¿Y tu jugada? —preguntó.
Ella sonrió.
—Ya la he hecho —contestó.
Él bajó la vista.
—Pero no veo tus piezas en el tablero.
—Todavía no están en el tablero —dijo ella.
La Dama abrió la mano.
Tenía algo negro y amarillo en la palma. Sopló encima y aquello desplegó las alas.
Era una mariposa.
Sino siempre gana…
Por lo menos cuando la gente se ciñe a las normas.
Según el filósofo Ly Tin Wheedle, el caos se encuentra en mayor abundancia cuando se busca el orden. El caos siempre derrota al orden porque está mejor organizado.
Esta es la mariposa de las tormentas.
Fíjate en las alas, ligeramente más irregulares que las de la fritilaria común. En realidad, gracias a la naturaleza fractal del universo, esto quiere decir que esos contornos irregulares son infinitos, del mismo modo que el contorno de cualquier costa irregular, si se mide al nivel microscópico más diminuto, es infinitamente largo. O si no es infinito, por lo menos está tan cerca de serlo que en un día despejado puede verse el Infinito.
Y por tanto, si sus contornos son infinitamente largos, por lógica las alas deben ser infinitamente grandes.
Puede que parezcan del tamaño adecuado para ser las alas de una mariposa, pero eso es solamente porque los seres humanos siempre han preferido el sentido común a la lógica.
La Mariposa Cuántica del Clima (Papilio tempestae) es de un color amarillo corriente, aunque los fractales de Mandelbrot que tiene dibujados en las alas presentan un interés considerable. Su rasgo más destacado es la capacidad para producir fenómenos climáticos.
Esto empezó presumiblemente como un rasgo destinado a la supervivencia, ya que hasta el pájaro más hambriento se echaría atrás ante un buen tornado lanzado a mala fe[2]. Más adelante es posible que se convirtiera en una característica sexual secundaria, como el plumaje de los pájaros o los sacos vocales de ciertas ranas. Mírame, dice el macho batiendo perezosamente las alas bajo el dosel de la selva. Puede que sea de un color amarillo corriente, pero en cosa de dos semanas, a dos mil kilómetros de distancia, «Violentos vendavales provocan un caos circulatorio».
Esta es la mariposa de las tormentas.
Bate las alas…
Y este es el Mundodisco, que viaja por el espacio a lomos de una tortuga gigante.
La mayoría de los mundos hace lo mismo en algún momento de su percepción. Es un punto de vista cosmológico que el cerebro humano parece preprogramado para asumir.
En las mesetas secas y las llanuras, en las selvas húmedas y los silenciosos desiertos rojos, en las ciénagas y los cañaverales pantanosos, y de hecho en cualquier sitio donde algo se tire desde un tronco flotante haciendo «plop» cuando uno se acerca, tienen lugar variaciones de la siguiente escena en un punto crucial del desarrollo inicial de la mitología de la tribu…
—Anda, ¿has visto eso?
—¿Lo qué?
—Que se ha tirao de ese tronco haciendo plop.
—¿Y qué?
—Pa mí que… Pa mí que… O sea, pa mí que el mundo está en la espalda de una de esas…
Un momento de silencio mientras se evalúa esta hipótesis astrofísica y luego…
—¿El mundo entero?
—Claro, es que cuando digo una de esas, digo una de las grandes…
—Ya pué serlo, ya…
—O sea, mu, mu grande.
—Mira que es raro, pero me imagino lo que dices.
—Tiene sentío, ¿eh?
—Tiene sentío, sí. Lo que pasa…
—¿Qué?
—Que espero que nunca haga plop. Pero este es el Mundodisco de verdad, que no solamente tiene la tortuga sino también los cuatro elefantes gigantes sobre los cuales da vueltas la amplia y lenta rueda giratoria del mundo[3].
Y está el Mar Circular, aproximadamente a medio camino entre el Eje y el Borde. A su alrededor se encuentran aquellos países que, de acuerdo con la Historia, constituyen el mundo civilizado, es decir, un mundo que puede mantener a los historiadores: Efebia, Tsort, Omnia, Klatch y la desparramada ciudad-estado de Ankh-Morpork.
Esta es una historia que empieza en otro lugar, un lugar donde hay un hombre tumbado en una balsa en medio de una laguna azul bajo un cielo soleado. Descansa la cabeza en los brazos. Se siente feliz, un estado mental tan raro en su caso que casi no tiene precedentes. Está silbando una cancioncilla afable y se remoja los pies en el agua cristalina.
Son unos pies rosados con diez dedos que parecen cerditos pequeños.
Desde el punto de vista de un tiburón que se desliza por las aguas del arrecife, parecen el almuerzo, la cena y el té.
Era, como siempre, cuestión de protocolo. De discreción. De cuidadosa etiqueta. En última instancia, de alcohol. O por lo menos de la promesa ilusoria de alcohol.
Lord Vetinari, en calidad de gobernador supremo de Ankh-Morpork, podía en teoría hacer comparecer ante sí al archicanciller de la Universidad Invisible y, de hecho, podía hacer que le ejecutaran si no obedecía.
Por otro lado Mustrum Ridcully, en calidad de jefe de la escuela de magos, le había dejado claro de forma educada pero firme que él podía convertirlo en un pequeño anfibio y, de hecho, podía ponerse después a dar botes por toda la sala con un pogo saltarín.
El alcohol tendía un amable puente diplomático entre ambos. A veces lord Vetinari invitaba al archicanciller al palacio para tomar una copa amistosa. Y por supuesto el archicanciller acudía porque sería de muy mala educación no ir. Y todo el mundo entendía aquella situación, y todo el mundo mostraba sus mejores modales, y de esa forma se evitaban los disturbios civiles y el barro en la alfombra.
Era una tarde hermosa. Lord Vetinari estaba sentado en los jardines de palacio, mirando las mariposas con expresión ligeramente irritada. Había algo ofensivo en su manera de revolotear por ahí divirtiéndose sin ser de ningún provecho. Levantó la vista.
—Ah, archicanciller —dijo—. Cómo me alegro de verle. Siéntese, por favor. Espero que esté usted bien.
—Por supuesto —dijo Mustrum Ridcully—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?
—Nunca he estado mejor. Me da la impresión de que vuelve a hacer buen tiempo.
—Ayer en particular me pareció especialmente agradable, sin duda.
—Tengo entendido que mañana podría ser todavía mejor.
—Confiemos en la magia del tiempo.
—Ciertamente.
—Sí.
—Ah…
—Está claro.
Se quedaron mirando las mariposas. Un mayordomo trajo bebidas frías en vasos largos.
—¿Qué es lo que hacen con las flores en realidad? —preguntó lord Vetinari.
—¿Cómo?
El patricio se encogió de hombros.
—No importa. No tiene la menor importancia. Pero ya que está usted aquí, archicanciller, visitándonos de paso a algo infinitamente más importante, estoy seguro, me pregunto si sería tan amable de decirme: ¿quién es el Gran Hechicero?
Ridcully meditó sobre la cuestión.
—Puede que el decano —dijo—. Debe de andar por los ciento treinta kilos.
—Tengo la sensación de que tal vez no sea la respuesta adecuada —dijo lord Vetinari—. Sospecho que en este contexto «gran» quiere decir superior.
—Entonces el decano no —dijo Ridcully.
Lord Vetinari intentó recordar al profesorado de la Universidad Invisible. La imagen que le vino a la cabeza fue la de una pequeña cordillera de colinas con sombreros puntiagudos.
—Me temo que el contexto sugiere que el decano no —dijo.
—Esto… ¿cuál sería ese contexto? —preguntó Ridcully.
El patricio cogió su bastón.
—Venga por aquí —dijo—. Supongo que será mejor que lo vea usted por sí mismo. Resulta muy engorroso.
Ridcully miró a su alrededor con interés mientras seguía a lord Vetinari. No tenía muchas oportunidades de ver los jardines, que figuraban en la sección «Lo que no hay que hacer» de todos los manuales de jardinería del mundo.
Habían sido ejecutados (y nunca mejor dicho) por el renombrado, o por lo menos notorio, diseñador de jardines e inventor todoterreno «Jodido Estúpido» Johnson, cuya despreocupación y ceguera hacia las matemáticas elementales hacía que cada paso representara un peligro inminente. Su genialidad… bueno, hasta donde sabía Ridcully, su genialidad era exactamente la contraria a la genialidad que una vez construyera terraplenes capaces de aprovechar las fuerzas secretas pero benéficas de las líneas telúricas.
Nadie estaba seguro de qué fuerzas aprovechaban los diseños de Jodido Estúpido, pero el reloj de sol de carillón explotaba con frecuencia, el adoquinado absurdo se había suicidado y se sabía que los muebles de jardín de hierro fundido se habían derretido en tres ocasiones.
El patricio lo llevó a través de una cancela hasta algo parecido a un palomar. Una escalera de madera chirriante ascendía por el interior. Unas cuantas de las palomas asilvestradas e indestructibles de Ankh-Morpork murmuraban y se reían por lo bajo entre las sombras.
—¿Qué sitio es este? —preguntó Ridcully, mientras los peldaños crujían bajo sus pies.
El patricio se sacó una llave del bolsillo.
—Tengo entendido que el señor Johnson planeaba originalmente que esto fuera una colmena —dijo—. Sin embargo, en ausencia de abejas de tres metros le hemos encontrado… otros usos.
Abrió una puerta que daba a una sala amplia y cuadrada con un ventanal sin cristales en cada pared. Cada rectángulo estaba rodeado de un artilugio de madera del que colgaba una campanilla sujeta a un muelle. Era obvio que cualquier cosa lo bastante grande que entrara por una de las ventanas haría sonar la campanilla.
En el centro de la sala, posado en una mesa, estaba el pájaro más grande que Ridcully había visto en su vida. El ave se giró y lo miró fijamente con un ojo amarillo y brillante.
El patricio se metió la mano en el bolsillo y sacó un tarro de anchoas.
—Este nos ha pillado más bien por sorpresa —dijo—. Debe de hacer diez años desde que llegó el último mensaje. Antes solíamos tener listas unas cuantas caballas frescas en hielo.
—¿No es un Albatros Absurdo? —preguntó Ridcully.
—Ciertamente —dijo lord Vetinari—. Uno muy bien entrenado. Regresará esta misma tarde. Diez mil kilómetros con un tarro de anchoas y una botella de paté de pescado que mi ayudante Drumknott ha encontrado en las cocinas. Asombroso.
—¿Perdone? —preguntó Ridcully—. ¿Adónde regresará?
Lord Vetinari se volvió para mirarlo.
—No al Continente Contrapeso, quiero dejar esto bien claro —dijo—. Este no es uno de esos pájaros que el Imperio Ágata usa como servicio de mensajería. Es bien sabido que nosotros no tenemos ningún contacto con esa tierra misteriosa. Y este pájaro no es el primero que llega aquí después de muchos años, y no ha traído un mensaje extraño y desconcertante. ¿Ha quedado claro?
—No.
—Bien.
—¿No es un albatros?
El patricio sonrió.
—Ah, veo que ya le está cogiendo el tranquillo.
Mustrum Ridcully, aunque dotado de un cerebro grande y eficaz, no estaba acostumbrado a la ambigüedad. Miró el pico largo y feroz.
—A mí me parece un puñetero albatros —dijo—. Y usted acaba de decir que lo era. Yo le he preguntado: ¿eso no es un…?
El patricio hizo un gesto irritado con la mano.
—Dejando de lado nuestros estudios de ornitología —dijo—, lo importante es que esta ave llevaba en la bolsa de los mensajes el siguiente pedazo de papel…
—¿Quiere usted decir que no llevaba el siguiente pedazo de papel? —preguntó Ridcully, buscando una agarradera.
—Ah, sí. Claro, eso es lo que quiero decir. Y no es este papel. Obsérvelo.
Dio un papelito al archicanciller.
—Parece un cuadro —dijo Ridcully.
—Son pictogramas agateos —dijo el patricio.
—¿Quiere decir que no son pictogramas agateos?
—Sí, sí, ciertamente —suspiró el patricio—. Veo que está usted bien versado en el meollo de la diplomacia. Ahora… su opinión, por favor.
—Parece que pone brochazo, brochazo, brochazo, brochazo, Echicero —dijo Ridcully.
—¿Y de eso deduce usted…?
—¿Que estudió arte porque no se le daba bien la ortografía? O sea, ¿quién ha escrito esto? ¿Quién lo ha pintado, vaya?
—No lo sé. Los grandes visires nos enviaban algún mensaje de vez en cuando, pero tengo entendido que en los últimos años ha habido cierta agitación. No va firmado, fíjese. Sin embargo, no puedo hacer caso omiso.
—Echicero, echicero —dijo Ridcully en tono meditabundo.
—Los pictogramas quieren decir: «Enviad de inmediato al Gran» —dijo lord Vetinari.
—… Echicero… —dijo para sí Ridcully, dando golpecitos en el papel.
El patricio le tiró una anchoa al albatros, que se la tragó con avidez.
—El Imperio tiene un millón de hombres alistados en el ejército —dijo—. Afortunadamente, a sus gobernantes les conviene fingir que el mundo que hay fuera del Imperio no es más que un yermo sin valor, azotado por el viento, donde solo habitan vampiros y fantasmas. Normalmente nuestros asuntos les traen sin cuidado. Y es una suerte para nosotros, porque son una gente tan astuta como rica y poderosa. Con franqueza, yo confiaba en que se hubieran olvidado por completo de nosotros. Y ahora esto. Confiaba en mandarles a quién demonios fuera y olvidarnos del asunto.
—… Echicero… —dijo Ridcully.
—¿Tal vez le apetezcan a usted unas vacaciones? —preguntó el patricio, con una nota de esperanza en la voz.
—¿A mí? No. No soporto la comida extranjera —se apresuró a responder Ridcully. Y repitió, casi para sí mismo—: Echicero…
—La palabra parece fascinarlo —dijo lord Vetinari.
—No es la primera vez que la veo escrita así —dijo Ridcully—. No me acuerdo de dónde.
—Estoy totalmente seguro de que se acordará. Y de que estará preparado para mandar al Imperio al Gran Hechicero, se escriba como se escriba, para la hora del té.
Ridcully se quedó boquiabierto.
—¿A diez mil kilómetros? ¿Usando magia? ¿Sabe lo difícil que es eso?
—Doy gracias por mi ignorancia en esas cuestiones —dijo lord Vetinari.
—Además —continuó Ridcully—. Allí son, bueno… extranjeros. Yo creía que tenían bastantes magos propios.
—La verdad es que no podría decirle.
—¿Y no sabemos por qué quieren a ese mago?
—No. Pero estoy seguro de que tienen ustedes a alguien a quien no necesitan. Parece que son muchos allí abajo.
—O sea, podrían quererlo para algún terrible propósito extranjero —dijo Ridcully. Por alguna razón, pasó bamboleándose por su mente la cara del decano y el archicanciller asumió una expresión jovial—. Podría ser que se contentaran con un gran hechicero, ¿no cree? —murmuró.
—Eso lo dejo enteramente en sus manos. Pero antes de esta noche me gustaría poder enviar un mensaje diciendo que el Gran Echicero ya va de camino. Así podremos olvidarnos de todo esto.
—Por supuesto, será muy difícil traer al pobre tipo de regreso —dijo Ridcully. Volvió a pensar en el decano—. Prácticamente imposible —añadió, en tono inapropiadamente feliz—. Seguro que lo intentaríamos durante meses y meses sin éxito. Seguro que lo intentaríamos todo pero sin suerte. Maldita sea.
—Veo que está usted que se muere por afrontar este reto —dijo el patricio—. No me deje entretenerlo más y vuélvase corriendo a la universidad, a ponerse manos a la obra.
—Pero eso de «echicero»… —murmuró Ridcully—. Me suena un poco. Creo que lo he visto antes en alguna parte.
El tiburón no lo pensó mucho. Los tiburones no suelen hacerlo. Sus procesos intelectuales pueden representarse en su mayoría mediante el signo «=». Lo veo = me lo como.
Pero mientras surcaba como una flecha las aguas de la laguna, su diminuto cerebro empezó a recibir paquetitos de angustia existencial selácea que solamente podían llamarse dudas.
Sabía que era el tiburón más grande del lugar. Todos sus rivales habían huido o se habían topado con el viejo «=». Sin embargo, su cuerpo le decía que algo se citaba acercando a él rápidamente por detrás.
Se giró con elegancia y lo primero que vio fueron cientos de pies y miles de dedos de pies, toda una factoría porcina de cerditos dactilares.
En la Universidad Invisible pasaban muchas cosas y, por desgracia, la enseñanza tenía que ser una de ellas. El profesorado ya había afrontado este hecho hacía mucho tiempo y había perfeccionado varios sistemas para evitarlo. Pero aquello no era ningún problema, porque, para ser justos, los estudiantes también.
El sistema funcionaba bastante bien y, tal como sucede en estos casos, había adquirido el estatus de tradición. Estaba claro que se impartían clases, porque saltaban a los ojos desde el horario. El hecho de que nadie asistiera a ellas era un detalle irrelevante. De vez en cuando alguien afirmaba que esto significaba que en realidad las clases no tenían lugar, pero nadie asistía nunca para comprobar si aquello era cierto. En todo caso, se decía (o al menos lo decía el profesor adjunto de Raciocinio Borroso)[4] que las clases habían tenido lugar en esencia, así que tampoco era ningún problema.
Por tanto, la educación en la universidad funcionaba a grandes rasgos mediante el antiguo método de poner a un montón de jóvenes en las inmediaciones de un montón de libros y confiar en que algo pasara de los unos a los otros, mientras que los jóvenes, por su parte, se ponían en las inmediaciones de cantinas y tabernas exactamente por la misma razón.
Era media tarde. El catedrático de Estudios Indefinidos estaba dando una clase en el aula 3B y por consiguiente su presencia dormido delante del fuego de la sala no-común era un mero tecnicismo sobre el que ningún hombre diplomático haría comentarios.
Ridcully le dio una patada en la espinilla.
—¡Au!
—Siento interrumpirte, catedrático —dijo Ridcully en tono indiferente—. Que los dioses me ayuden, necesito al Consejo de los Magos. ¿Dónde está todo el mundo?
El catedrático de Estudios Indefinidos se frotó la pierna.
—Sé que el conferenciante de Runas Recientes está dando una clase en el aula 3B[5] —dijo—. Pero no sé dónde está. Me ha hecho daño, ¿sabe?
—Reúne a todo el mundo. Mi estudio. Diez minutos —dijo Ridcully. Era un firme creyente en aquel método. Un archicanciller menos directo se habría dedicado a deambular buscando a todo el mundo. Su política consistía en encontrar a una persona y hacerle la vida difícil hasta que todo sucedía como él quería.[6]
Nada en la naturaleza tenía tantos pies. Cierto, había cosas con muchas patas —cosas húmedas y serpenteantes que vivían bajo las rocas—, pero no se trataba de patas con pies sino de simples patas que terminaban sin más ceremonia.
Algo más inteligente que el tiburón se habría andado con cuidado.
Pero el «=» entró traicioneramente en el juego y salió disparado hacia adelante.
Aquel fue su primer error.
Y en aquellas circunstancias, un error = aniquilación.
Ridcully se dedicó a esperar con impaciencia mientras uno a uno los magos superiores fueron entrando procedentes de sus solemnes clases en el aula 3B. Los magos superiores necesitaban dar muchas clases para hacer la digestión.
—¿Ya estamos todos? —preguntó—. Bien. Sentaos. Prestad atención. Veamos… Vetinari no ha recibido un albatros. No ha venido volando desde el Continente Contrapeso y no hay un extraño mensaje que al parecer debemos obedecer. ¿Me seguís por ahora?
Los magos superiores intercambiaron miradas.
—Creo que algunos detalles se nos pueden haber pasado por alto —dijo el decano.
—Estaba usando el lenguaje diplomático.
—¿No podría tal vez intentar ser un poco más indiscreto?
—Tenemos que enviar un mago al Continente Contrapeso —dijo Ridcully—. Y tenemos que hacerlo para la hora del té. Alguien ha pedido un Gran Hechicero y parece que tenemos que enviarles uno. Lo que pasa es que lo escriben sin hache…
—¿Oook?
—¿Sí, Bibliotecario?
El Bibliotecario de la Universidad Invisible, que había estado dormitando con la cabeza sobre la mesa, se incorporó de sopetón. Echó la silla hacia atrás y, agitando los brazos para no perder el equilibrio, salió corriendo de la sala con sus piernas patizambas.
—Probablemente se acabe de acordar de un retraso en devolver un libro —comentó el decano. Bajó la voz—: Por cierto, ¿soy el único aquí que piensa que no dice mucho sobre la categoría de esta universidad tener a un simio en el cuadro académico?
—Sí —dijo Ridcully en tono seco—. Lo eres. Tenemos al único bibliotecario del mundo que puede arrancarte el brazo con la pierna. La gente respeta esas cosas. El otro día sin ir más lejos el jefe del Gremio de Ladrones me preguntó si podíamos convertir a su bibliotecario también en simio, y además, es el único de todos vosotros que pasa más de una hora al día despierto, cabrones. En todo caso…
—Bueno, a mí me resulta embarazoso —dijo el decano—. Además, no es un orangután como debe ser. He estado leyendo un libro y dice que un macho dominante debe tener unos discos faciales enormes. ¿Acaso él tiene discos faciales enormes? No me lo parece. Y además…
—Cállate, decano —dijo Ridcully—. O no te dejaré ir al Continente Contrapeso.
—No veo qué tiene de malo plantear de forma perfectamente válida… ¿Qué?
—Están pidiendo al Gran Hechicero —dijo Ridcully—. Y yo he pensado inmediatamente en ti. —Por ser el único hombre que conozco que puede sentarse en dos sillas al mismo tiempo, añadió para sí mismo.
—¿Al Imperio? —chilló el decano—. ¿Yo? ¡Pero si odian a los extranjeros!
—Y tú también. Os llevaríais de maravilla.
—¡Está a diez mil kilómetros! —dijo el decano, cambiando de táctica—. Todo el mundo sabe que con la magia no se puede viajar tan lejos.
—Esto… De hecho, creo que sí se puede —dijo una voz desde el otro extremo de la mesa.
Todos miraron a Ponder Stibbons, el miembro más joven y el más deprimentemente entusiasta del profesorado. Tenía en las manos un complicado mecanismo de barras de madera deslizantes y atisbaba a los demás magos por encima de su parte superior.
—Ejem… No debería resultar muy difícil —añadió—. Antes se pensaba que sí, pero estoy bastante seguro de que no es más que una cuestión de absorción energética y de atención a las velocidades comparadas.
La afirmación estuvo seguida del silencio perplejo y receloso que solía venir después de cada uno de sus comentarios.
—Velocidades comparadas —dijo Ridcully.
—Sí, archicanciller. —Ponder observó su prototipo de regla de cálculo y esperó. Sabía de sobra que a Ridcully le resultaría necesario añadir un comentario en aquel punto para demostrar que había entendido algo.
—Suele alcanzarse mayor velocidad sin paradas…
—Me refiero a lo rápido que van las cosas comparadas con otras cosas —saltó Ponder, aunque no saltó lo bastante rápido—. Tendríamos que ser capaces de resolver el problema con facilidad. Esto… usando a Hex.
—Ah, no —dijo el conferenciante de Runas Recientes, echando su silla hacia atrás—. Eso no. Eso es inmiscuirnos en cosas que no entendemos.
—Bueno, pero es que somos magos —dijo Ridcully—. Se supone que nos dedicamos a inmiscuirnos en cosas que no entendemos. Si esperáramos a entender las cosas nunca haríamos nada.
—Mire, no me importa invocar a un demonio y pedírselo —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Eso es normal Pero construir un artilugio mecánico para que piense por ti, eso va… contra la Naturaleza. Además —añadió en tono ligeramente menos aprensivo—, la última vez que lo usaron para resolver un problema grande el maldito cacharro se rompió y se nos llenó todo el sitio de hormigas.
—Eso ya lo solucionamos —dijo Ponder—. Lo…
—Tengo que admitir que la última vez que miré había un cráneo de carnero dentro —dijo Ridcully.
—Tuvimos que añadirlo para hacer las transformaciones ocultas —dijo Ponder—, pero…
—Y ruedas dentadas y muelles —continuó el archicanciller.
—Bueno, a las hormigas no se les da muy bien el análisis diferencial, así que…
—¿Y esa extraña cosa temblorosa que tiene un cuco?
—El reloj de tiempo irreal —dijo Ponder—. Sí, eso nos parece esencial para resolver…
—En todo caso, esto que discuten es bastante insustancial, porque está claro que yo no tengo intención de ir a ninguna parte —dijo el decano. Envíe a un estudiante si no le queda más remedio. Tenemos más que de sobra.
—¿Ciruela de pudding de más poco un pasarme de amable tan sería? —dijo el tesorero.
La mesa quedó en silencio.
—¿Alguien ha entendido eso? —preguntó Ridcully.
El tesorero no estaba loco según la definición usual. Hacía ya tiempo que había cruzado los rápidos de la locura y ahora se dedicaba a remar en alguna plácida laguna situada al otro lado. Solía ser bastante coherente, aunque no según los parámetros humanos normales.
—Ejem, está reviviendo el día de ayer —dijo el prefecto mayor—. Esta vez hacia atrás.
—Tendríamos que enviar al tesorero —dijo el decano con firmeza.
—¡Ni hablar! Es probable que allí no haya pastillas de extracto de rana…
—¡Oook!
El Bibliotecario volvió a entrar en el estudio corriendo con las piernas arqueadas y agitando algo en alto.
Era algo rojo, o por lo menos lo había sido en algún momento. También podría haber sido un sombrero puntiagudo, pero la punta se había abollado y la mayor parte del ala estaba quemada. Tenía una palabra bordada con lentejuelas. Muchas se habían quemado, pero la palabra
ECHICERO
… todavía podía distinguirse en letras de color claro sobre la tela chamuscada.
—Sabía que la había visto antes —dijo Ridcully—. En un estante de la biblioteca, ¿verdad?
—Oook.
El archicanciller examinó los restos.
—¿Echicero? —dijo—. ¿Qué clase de persona lamentable y desesperada necesita escribir ECHICERO en el gorro?
Unas pocas burbujas rompieron la superficie del mar y mecieron la balsa un poco. Al cabo de un momento aparecieron flotando un par de trozos de piel de tiburón.
Rincewind suspiró y dejó su caña de pescar. El resto del tiburón sería arrastrado a la orilla más tarde, lo sabía. No entendía muy bien por qué. No es que sirviera de mucho como alimento. Sabía a botas viejas bañadas en orina.
Cogió uno de los remos improvisados y puso rumbo a la playa.
No era una mala islita. Las tormentas parecían dejarla siempre de lado. Y también los barcos. Pero había cocos y frutos del árbol del pan y una especie de higos silvestres. Incluso sus experimentos con el alcohol habían tenido bastante éxito, aunque se pasó dos días sin poder caminar bien. La laguna le proporcionaba gambas, langostinos, ostras, cangrejos y langostas, y en las aguas profundas y verdes más allá del arrecife los enormes peces plateados se peleaban entre ellos por el privilegio de morder un pedazo de alambre doblado al final de un cordel. De hecho, después de seis meses en la isla a Rincewind solamente le faltaba una cosa. Ni siquiera se le había ocurrido hasta aquel momento. Y ahora no se la podía quitar de la cabeza, o mejor dicho, no se las podía quitar de la cabeza.
Era raro. En Ankh-Morpork casi nunca pensaba en ellas, porque estaban disponibles siempre que las quería. Ahora que no las tenía a su alcance, las anhelaba.
Su balsa chocó con la arena blanca aproximadamente en el mismo momento en que una canoa de gran tamaño rodeaba el arrecife y entraba en la laguna.
Ahora Ridcully estaba sentado ante su mesa, rodeado de sus magos superiores. Todos intentaban decirle cosas a pesar del bien conocido peligro que entrañaba intentar decirle cosas a Ridcully, que consistía en que él elegía los datos que le gustaban y dejaba que el resto pasara de largo.
—Entonces —dijo— no es un tipo de queso.
—No, archicanciller —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Rincewind es un tipo de mago.
—Era —dijo el conferenciante de Runas Recientes.
—No es un queso —dijo Ridcully, reacio a deshacerse de aquel dato.
—No.
—Pues es el tipo de nombre que uno asocia con el queso. O sea, medio kilo de Rincewind maduro, es una frase que se deja decir…
—¡Por todos los dioses, Rincewind no es un queso! —gritó el decano, perdiendo momentáneamente los nervios—. ¡Rincewind tampoco es un yogur ni ningún otro derivado de la leche agria! ¡Rincewind es un jodido incordio! ¡Una auténtica y completa vergüenza para la hechicería! ¡Un idiota! ¡Un fracasado! En todo caso, no se lo ha visto por aquí desde aquel… asunto desagradable con el Rechicero, hace años.
—¿De veras? —preguntó Ridcully, con una especie de cortesía maliciosa—. Tengo entendido que hubo un montón de magos que se portó muy mal cuando pasó aquello.
—Ciertamente —dijo el conferenciante de Runas Recientes, y miró con el ceño fruncido al decano, que torció el gesto.
—Yo no sé nada de eso, Runas. Por entonces yo no era decano.
—No, pero eras un mago de rango muy alto.
—Tal vez, pero es que resulta que, para tu información, en aquellos momentos yo estaba visitando a mi tía.
—¡Pero si estuvieron a punto de volar por los aires la ciudad entera!
—Mi tía vive en Quirm.
—Y Quirm resultó bastante afectado, según recuerdo.
—Cerca de Quirm. Cerca de Quirm. Y no tan cerca, ya que nos ponemos. En la misma costa pero bastante lejos…
—¡Ja!
—En todo caso, tú sí que pareces muy bien informado, ¿no, Runas? —preguntó el decano.
—¿Yo… qué?… Yo… estaba estudiando mucho por entonces. Casi ni me enteré de lo que pasaba.
—¡Pero si tiraron media universidad abajo! —El decano recordó algo y añadió—: Bueno, eso es lo que oí. Más tarde. Al volver de casa de mi tía.
—Sí, pero es que yo tengo una puerta muy maciza…
—Y resulta que yo sé que el prefecto mayor estaba aquí, porque…
—… Con todo este paño verde tan grueso apenas se oye nada…
—Siesta mi de hora la es que creo.
—¡¿Queréis callaros todos de una maldita vez?!
Ridcully fulminó a sus subordinados con la mirada clara e inocente de alguien que había nacido con la bendición de una carencia total de imaginación y que de verdad había estado a cientos de kilómetros durante la embarazosa historia reciente de la universidad.
—De acuerdo —dijo cuando consiguió que se callaran—. Ese Rincewind es un poco idiota, ¿no? Tú hablas, decano. Todos los demás que cierren el pico.
El decano pareció vacilar.
—Bueno, esto… O sea, esto no tiene ningún sentido, archicanciller. Ni siquiera sabía hacer nada de magia. ¿De qué le iba a servir él a nadie? Además… Allí donde iba Rincewind —bajó la voz— los problemas le iban detrás.
Ridcully se fijó en que los magos se juntaban un poco entre ellos.
—A mí me parece buena idea —dijo—. El mejor sitio para los problemas es detrás. No conviene tenerlos delante.
—Usted no lo entiende, archicanciller —dijo el decano—. Iban detrás corriendo con cientos de piernecitas.
La sonrisa del archicanciller permaneció en su sitio mientras el resto de sus rasgos se petrificaban alrededor de ella.
—¿Has estado tomando las pastillas del tesorero, decano?
—Le aseguro, Mustrum…
—Pues no digas tonterías.
—Como quiera, archicanciller. Pero supongo que se da cuenta de que tardaremos años en encontrarlo.
—Esto… —dijo Ponder—. Si podemos averiguar su rúbrica táumica, seguramente Hex podría hacerlo en un día…
El decano lo fulminó con la mirada.
—¡Eso no es magia! —dijo en tono cortante—. ¡Eso no es más que… ingeniería!
Rincewind caminó con dificultad por los bajíos y usó una roca afilada para cortar la punta de un coco que se había estado enfriando en un estanque natural entre las rocas, convenientemente resguardado del sol. Se lo llevó a los labios.
Una sombra cayó sobre él.
Le dijo:
—Esto… ¿hola?
Resultaba posible, si uno hablaba durante el tiempo suficiente con el archicanciller, conseguir que algunas ideas llegaran a él.
—Entonces, lo que me estáis diciendo —dijo Ridcully finalmente— es que a ese tal Rincewind le han perseguido prácticamente todos los ejércitos del mundo, ha ido dando tumbos por la vida como un guisante encima de un tambor y probablemente sea el único mago que sabe algo del Imperio Ágata debido a que en cierta ocasión trabó amistad con —miró sus apuntes— «un extraño hombrecillo con gafas» originario de allí que le dio esa cosa rara con piernas a la que os referís constantemente. Y sabe hablar su idioma. ¿Voy bien hasta ahora?
—Exacto, archicanciller. Llámeme idiota si quiere —dijo el decano— pero ¿por qué iba nadie a querer a ese tipo?
Ridcully volvió a mirar sus apuntes.
—Entonces, ¿has decidido ir tú? —preguntó.
—No, claro que no…
—Lo que no creo que hayas notado aquí, decano —dijo esbozando una sonrisita decididamente jovial— es lo que yo llamaría el denominador común. Ese tipo siempre salva el pellejo. Tiene talento. Encontradlo. Y traedlo aquí. Esté donde esté. Al pobre diablo le podría estar pasando algo terrible.
El coco no se movió de su sitio, pero a Rincewind los ojos le fueron de un lado para otro vertiginosamente.
Entraron tres figuras en su campo visual. Eran obviamente femeninas. Eran abundantemente femeninas. No llevaban mucha ropa y en conjunto parecían demasiado recién salidas de la peluquería para alguien que viene de remar en una enorme canoa de guerra, pero eso es algo que suele pasar con las hermosas guerreras amazonas.
Un fino hilo de leche de coco empezó a chorrearle a Rincewind por la punta de la barba.
La mujer que llevaba la voz cantante se apartó con la mano la larga melena rubia y le dedicó una sonrisa luminosa.
—Sé que esto suena un poco inverosímil —dijo—, pero yo y mis hermanas aquí presentes representamos a una tribu todavía sin descubrir cuyos hombres fueron aniquilados hace poco por una plaga letal pero breve y enormemente selectiva. Por eso nos hemos dedicado a registrar estas islas en busca de un hombre que nos permita continuar con nuestra estirpe.
—¿Cuánto cree usted que debe pesar?
Rincewind arqueó las cejas. La mujer bajó la vista pudorosamente.
—Puede que te estés preguntando por qué somos todas rubias y tenemos la piel blanca cuando el resto de la gente de estas islas la tiene oscura —dijo—. Parece que es una de esas cosas genéticas que pasan.
—Unos cincuenta y cinco, sesenta kilos. Añádele medio kilo más de chatarra. Esto… ¿puedes detectar… ya sabes… ESO?
—Esto va a salir mal, señor Stibbons, es que lo sé.
—Solamente está a mil kilómetros de aquí y nosotros sabemos dónde estamos, y él se encuentra en la mitad correcta del Disco. En todo caso, he calculado todo esto con Hex para que nada pueda salir mal.
—Sí, pero ¿puede alguien ver… eso… ya sabéis… la cosa de los pies?
A Rincewind le temblaron las cejas. De la garganta le salió una especie de ruido estrangulado.
—No… lo… veo. ¿Quieren dejar todos de resoplarme encima de la bola de cristal?
—Y por supuesto, si aceptaras venir con nosotras te podríamos prometer… placeres sensuales y terrenales como nunca has soñado…
—Muy bien. A la de tres.
El coco se le cayó de las manos. Rincewind tragó saliva. Tenía una mirada soñadora y hambrienta en los ojos.
—¿Pueden ser en puré? —preguntó.
—¡AHORA!
Primero hubo una sensación de presión. El mundo se abrió delante de Rincewind y lo absorbió.
Luego se estrechó hasta convertirse en una ranura y emitió un ruido elástico.
Las nubes pasaron volando a su lado, borrosas por culpa de la velocidad. Cuando se atrevió a abrir otra vez los ojos, pudo ver muy por delante de él un puntito negro.
El puntito creció.
Se descompuso en una densa nube de objetos. Había un par de cacerolas grandes, un candelero enorme de metal, unos pocos ladrillos, una silla y un molde para pasteles de gelatina grande y en forma de castillo.
Los objetos le golpearon una y otra vez, el molde para gelatinas haciendo un humorístico ruido metálico al rebotar en su cabeza, y luego desaparecieron a toda velocidad detrás de él.
Lo siguiente que vio delante de él fue un octógono. Dibujado con tiza.
Y se estampó en él.
Ridcully miró hacia abajo.
—Un poquito menos de sesenta kilos, diría yo —calculó—. De todas formas… bien hecho, caballeros.
El espantapájaros desgreñado que había en el centro del círculo se puso de pie como pudo y apagó a manotazos los dos o tres fuegos pequeños que tenía en la ropa. Luego miró a su alrededor con expresión aturdida y dijo:
—¿Jejejé?
—Podría estar un poco desorientado —continuó el archicanciller—. Al fin y al cabo, son más de mil kilómetros en dos segundos. No le demos ningún susto.
—¿Quiere decir como a los sonámbulos? —preguntó el prefecto mayor.
—¿Qué quieres decir con los sonámbulos?
—Si despiertas a un sonámbulo se le caen las piernas. Eso aseguraba mi abuela.
—¿Y estamos seguros de que es Rincewind? —dijo el decano
—Por supuesto que es Rincewind —respondió el prefecto mayor—. Nos hemos pasado horas buscándolo.
—Podría ser alguna criatura sobrenatural peligrosa —dijo el decano, testarudo.
—¿Con ese sombrero?
Era un sombrero puntiagudo. En cierto sentido. Una especie de sombrero en punta de los cultos cargo, fabricado a base de bambú partido y hojas de coco con la esperanza de atraer cualquier maguicidad pasajera. Escrita en él, usando conchas sujetas con hierbas, estaba la palabra ECHICERO.
Su dueño miró a los magos sin verlos y, como movido por el repentino recuerdo de algo que tenía que hacer, se abalanzó bruscamente fuera del octógono y se dirigió a la puerta que daba al pasillo.
Los magos lo siguieron con cautela.
—No estoy seguro de creérmelo. ¿Cuántas veces lo vio ocurrir ella?
—No lo sé. Nunca me lo dijo.
—El tesorero camina sonámbulo muchas noches, ya sabes.
—¿De veras? Qué tentador…
Rincewind, si es que ese era el nombre de la criatura, salió a la plaza Sator.
Estaba abarrotada. El aire temblaba sobre los braseros de los vendedores de castañas y de los mercaderes de patatas calientes y traía consigo los tradicionales gritos callejeros de la vieja Ankh-Morpork[7].
La figura se acercó con sigilo a un hombre flaco y vestido con un abrigo enorme que estaba friendo algo con una sartencilla colocada en la bandeja que llevaba al cuello.
El posible Rincewind agarró el borde de la bandeja.
—¿Tiene… patatas? —gruñó.
—¿Patatas? No, jefe. Tengo salchichas en panecillo.
El posible Rincewind se quedó petrificado. Y luego rompió a llorar.
—¡Salchichas en paneciiiiiiillo! —berreó—. ¡Mis queridas salchichas en-en-en paneciiiiiillooo! ¡Dame una salchicha en paneciiiiillooo!
Agarró tres de la bandeja e intentó comérselas todas al mismo tiempo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Ridcully.
La figura se alejó medio corriendo, medio brincando, con fragmentos de panecillo y de producto porcino cayéndole en cascada de la barba enmarañada.
—Nunca he visto a nadie comerse tres salchichas en panecillo de Ruina Escurridizo y quedarse tan contento —dijo el prefecto mayor.
—Yo nunca he visto a nadie comerse tres salchichas en panecillo de Ruina Escurridizo y quedarse tan de pie —dijo el decano.
—Yo nunca he visto a nadie comerse nada de Escurridizo y largarse sin pagar —dijo el conferenciante de Runas Recientes.
La figura giró felizmente por la plaza, con las lágrimas cayéndole por la cara. Sus rotaciones lo llevaron junto a la salida de un callejón, donde una figura más pequeña se le puso detrás y con cierta dificultad le atizó un golpe en la parte trasera de la cabeza.
El comedor de salchichas cayó sobre sus rodillas, diciendo, para el mundo en general:
—¡Au!
—¡No-no-no-no-no-no y no!
Un hombre bastante más anciano apareció y le quitó la cachiporra de las manos vacilantes al muchacho, mientras la víctima permanecía de rodillas y gemía.
—Creo que deberías pedirle disculpas a este pobre caballero —dijo el anciano—. No sé qué va a pensar. O sea, míralo, con lo fácil que te lo ha puesto y ¿qué has conseguido, eh? O sea, ¿qué pensabas que estabas haciendo?
—Bisbisbisbis, señor Boggis —dijo el muchacho, mirándose los pies.
—¿Qué has dicho? ¡Habla más alto!
—Porrazo Rastrero Desde Arriba, señor Boggis.
—¿Eso era un Porrazo Rastrero Desde Arriba? ¿A eso le llamas Porrazo Rastrero Desde Arriba? Con que Porrazo Rastrero Desde Arriba, ¿eh? ¡Esto…! (disculpe, señor, necesitamos que se levante un momentito, siento las molestias…) ¡esto es un Porrazo Rastrero Desde Arriba!
—¡Aaau! —gritó la víctima, y luego, para sorpresa de todos los interesados, añadió—: ¡Jajajajá!
—Lo que tú has hecho era… (disculpe que le moleste otra vez, señor, terminamos en un momento…) lo que tú has hecho es esto…
—¡Aaau! ¡Jajajajá!
—Muy bien, ¿lo habéis visto todos? Vamos, acercaos…
Media docena más de chicos salieron cabizbajos del callejón y formaron un público desmañado alrededor del señor Boggis, el desafortunado estudiante y la víctima, que estaba dando tumbos en círculos y haciendo ruiditos del tipo «uuuf, uuuf», pero aun así, por alguna razón, pasándolo aparentemente en grande.
—Veamos —dijo el señor Boggis, con el aire de un artesano viejo y hábil que comunica su experiencia profesional a una posteridad ingrata—, cuando estéis incomodando a un cliente desde la típica entrada de callejón, el procedimiento correcto es… Ah, hola, señor Ridcully, no le había visto.
El archicanciller lo saludó amablemente con la cabeza.
—No se interrumpa por nosotros, señor Boggis. Entrenamiento del Gremio de Ladrones, ¿no?
Boggis puso los ojos en blanco.
—Yo no sé qué les enseñan en la escuela —dijo—. Nada más que leer y escribir todo el tiempo. Cuando yo era joven se iba a la escuela a aprender cosas útiles. Vale… Tú, Wilkins, déjate de risitas e inténtalo ahora. Discúlpenos otro momento, señor…
—¡Auuu!
—¡No-no-no-no-no y no! ¡Mi anciana abuela lo haría mejor! Ahora fíjate, te acercas con sigilo, le pones una mano sobre el hombro, aquí, para controlarlo… venga, prueba… y luego, con finura…
—¡Auuu!
—A ver, ¿alguien puede decirme qué es lo que ha hecho mal?
La figura se había alejado a rastras, sin que nadie se diera cuenta aparte de los magos, mientras el señor Boggis se dedicaba a demostrar los detalles más sutiles de la percusión sobre la cabeza usando a Wilkins.
La figura se incorporó como pudo y continuó avanzando por la calle, moviéndose todavía como si estuviera hipnotizada.
—Está llorando —dijo el decano.
—No me extraña —dijo el archicanciller—. Pero ¿por qué está sonriendo al mismo tiempo?
—Curiorífico y curiorífico —dijo el prefecto mayor.
Llena de moretones y posiblemente intoxicada, la figura tomó el camino de vuelta a la universidad, todavía con los magos siguiéndole.
—Debe de querer decir «curiosísimo», ¿verdad? Y aun así no tiene mucho sentido.
Cruzó las puertas pero esta vez aumentó el paso dando tumbos por el vestíbulo principal hasta llegar a la biblioteca.
El Bibliotecario lo esperaba, sosteniendo —con algo parecido a una sonrisita de suficiencia en la cara, y un orangután puede sonreír con verdadera suficiencia— el sombrero desvencijado.
—Asombroso —dijo Ridcully—. ¡Es cierto! ¡Un mago siempre volverá a por su sombrero!
La figura agarró el sombrero, desahució a algunas arañas, tiró su triste componenda de hojas y se puso el sombrero en la cabeza.
Rincewind miró parpadeando al perplejo profesorado. En el fondo de sus ojos se encendió una luz por vez primera, como si hasta el momento hubiera estado funcionando meramente por acto reflejo.
—Esto… ¿qué acabo de comerme?
—Ejem… tres de las mejores salchichas del señor Escurridizo —dijo Ridcully—. Bueno, cuando digo mejores quiero decir «más típicas», ya se puede imaginar.
—Ya veo. ¿Y quién me acaba de golpear?
—Aprendices del Gremio de Ladrones en prácticas.
Rincewind parpadeó.
—Esto es Ankh-Morpork, ¿verdad?
—Sí.
—Me lo parecía. —Rincewind parpadeó lentamente—. Bueno —dijo mientras caía hacia delante—, pues he vuelto.
Lord Hong estaba haciendo volar una cometa. Era algo que hacía a la perfección.
Lord Hong lo hacía todo a la perfección. Sus acuarelas eran perfectas. Su poesía era perfecta. Cuando doblaba papel, cada pliegue era perfecto. Imaginativo, original y definitivamente perfecto. Hacía mucho tiempo que lord Hong había dejado de perseguir la perfección porque ya la tenía encerrada en alguna mazmorra.
Lord Hong tenía veintiséis años, era delgado y guapo. Llevaba unas gafas de montura metálica muy pequeñas y muy redondas. Cuando se le pedía que lo describiera, la gente solía usar la palabra «pulcro» o incluso «barnizado»[8]. Se había hecho con la jefatura de una de las familias más influyentes del Imperio gracias a la aplicación incansable, la concentración total de sus facultades mentales y a seis muertes bien ejecutadas. La última había sido la de su padre, que murió feliz sabiendo que su hijo estaba manteniendo una larga tradición familiar. Las familias más antiguas veneraban a sus antepasados, y no veían nada malo en unirse prematuramente a sus filas.
Ahora su cometa, aquella cometa negra con dos ojos enormes, salió disparada por el cielo. No hace falta decir que lord Hong había calculado el ángulo a la perfección. El hilo de la cometa, rebozado con pegamento y cristal molido, cortó los hilos de sus competidores y mandó sus cometas volando hacia la nada.
Los asistentes aplaudieron con cortesía. La gente solía considerar recomendable aplaudir a lord Hong.
Le pasó el hilo a un sirviente, saludó brevemente con la cabeza a los demás concursantes y echó a andar hacia su tienda de campaña.
Una vez dentro se sentó y miró a su visitante.
—¿Y bien? —preguntó.
—Hemos enviado el mensaje —dijo el visitante—. No nos ha visto nadie.
—Al contrario —dijo lord Hong—. Os han visto veinte personas. ¿Sabes lo difícil que le resulta a un guardia mirar recto hacia delante y no ver nada cuando hay gente merodeando a su alrededor haciendo más ruido que un ejército y susurrándose entre ellos que no hagan ruido? Con franqueza, tu gente no parece poseer chispa revolucionaria. ¿Y qué te pasa en la mano?
—Me la ha mordido el albatros.
Lord Hong sonrió. Se le ocurrió que tal vez el ave había confundido a su visitante con una anchoa, y con cierta razón. Tenía la misma expresión de pez en los ojos.
—No lo entiendo, oh señor —dijo el visitante, que se llamaba Dos Fuego Hierba.
—Bien.
—¿Pero ellos creen en el Gran Echicero y vos queréis que venga aquí?
—Oh, ciertamente. Tengo a mis… hombres en —pronunció con cuidado las sílabas extranjeras— Anj-Mor-Pork. Aquel a quien insensatamente llaman Gran Echicero existe, sí, pero deja que te diga que es famoso por su incompetencia, su cobardía y su falta de carácter. Más que famoso, es casi proverbial. Así que creo que el Ejército Rojo debería tener a su líder, ¿no crees? Les… levantará la moral.
Volvió a sonreír.
—Así es la política.
—Ah.
—Ahora márchate.
Lord Hong cogió un libro mientras su visitante se marchaba. Pero apenas era un libro propiamente dicho: no eran más que pedazos de papel sujetos con cordeles, y el texto estaba escrito a mano.
Lo había leído muchas veces. Le seguía divirtiendo, sobre todo porque el autor se las había apañado para equivocarse sobre un montón de cosas.
Ahora, cada vez que terminaba una página, la arrancaba y, mientras leía la siguiente, se dedicaba a doblar cuidadosamente el papel en forma de crisantemo.
—El Gran Hechicero —dijo en voz alta—. Oh, sí. Muy grande.
Rincewind se despertó. Había sábanas limpias y nadie estaba diciendo «mírale en los bolsillos», así que clasificó aquello como un inicio prometedor.
Mantuvo los ojos cerrados, solamente por si acaso había alguien alrededor que en cuanto lo viera despierto se dedicara a complicarle la vida.
Unas voces masculinas y ancianas discutían.
—No lo entendéis. El tipo siempre salva el pellejo. No paráis de contarme que ha tenido un montón de aventuras y miradlo, sigue vivo.
—¿Qué quiere decir? ¡Pero si está lleno de cicatrices!
—A eso mismo me refiero, decano. Y la mayoría en la espalda. El tipo deja los problemas atrás. Alguien de Ahí Arriba le sonríe.
Rincewind hizo una mueca. Siempre había sido consciente de que Alguien de Ahí Arriba le estaba haciendo algo. Nunca se le había ocurrido que fuera sonreír.
—¡Ni siquiera es un mago de verdad! ¡Nunca sacó más de un dos por ciento en sus exámenes!
—Creo que se ha despertado —dijo alguien.
Rincewind se rindió y abrió los ojos. Un buen surtido de caras barbudas y excesivamente rosadas le miraba desde arriba.
—¿Cómo te sientes, amigo? —preguntó una de ellas, ofreciéndole una mano—. Me llamo Ridcully. Soy el archicanciller. ¿Cómo te sientes?
—Todo va a salir mal —dijo Rincewind llanamente.
—¿Qué quieres decir, amigo mío?
—Lo sé. Todo va a salir mal. Va a suceder algo terrible. Ya me parecía a mí que todo iba demasiado bien.
—¿Lo ve? —dijo el decano—. Cientos de piernecitas. Se lo dije. ¿Por qué no me escucha nunca?
Rincewind se incorporó:
—No empiecen a ser amables conmigo —dijo—. No empiecen a ofrecerme uvas. Nadie me quiere nunca para nada bueno. —Por la mente le pasó flotando un recuerdo confuso de su pasado más reciente y experimentó un fugaz momento de pesar por el hecho de que las patatas, situadas en primer plano de su mente en aquel momento, no ocuparon la misma posición en la mente de la joven señorita. Nadie que vistiera de aquella manera, empezaba a darse cuenta, podía estar pensando en ninguna clase de tubérculo vegetal.
Suspiró.
—Muy bien. ¿Qué pasa ahora?
—¿Cómo te sientes?
Rincewind negó con la cabeza.
—No me gusta —dijo—. Odio que la gente sea amable conmigo. Significa que va a pasar algo malo. ¿Les importa gritarme?
Ridcully se había hartado.
—¡Sal de esa cama repugnante hombrecillo y sígueme ahora mismo o las cosas se te van a poner muy feas!
—Ah, eso está mejor. Ahora me siento como en casa. Ahora sí que pisamos terreno firme —dijo Rincewind en tono lúgubre. Dejó colgar las piernas por el borde de la cama y se puso de pie con cuidado.
Ridcully se detuvo a mitad de camino hacia la puerta, donde se había alineado el resto de los magos.
—¿Runas?
—¿Sí, archicanciller? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes con una voz que rezumaba inocencia.
—¿Qué es eso que tienes a la espalda?
—¿Disculpe, archicanciller? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.
—Parece alguna clase de herramienta —dijo Ridcully.
—Ah, esto —dijo el conferenciante de Runas Recientes, como si justo acabara de ver el mazo de cuatro kilos que tenía en la mano—. ¡Caramba! Es un martillo, ¿no? Anda. Un martillo. Supongo que debo de… haberlo cogido en alguna parte. Ya sabe. Para que no estuviera tirado por ahí.
—Y no puedo evitar fijarme —dijo Ridcully— en que el decano parece estar intentando disimular un hacha de batalla entre su ropa.
De la espalda del catedrático de Estudios Indefinidos salió un tañido oscilante y musical.
—Y eso me ha sonado a una sierra —dijo Ridcully—. ¿Hay alguien aquí que no esté escondiendo algún utensilio? Bien. ¿Le importaría a alguien explicarme qué demonios creéis que estáis haciendo?
—Ja, usted no sabe lo que era —murmuró el decano, evitando la mirada del archicanciller—. En aquella época un hombre no se atrevía a volverse de espaldas ni cinco minutos. Uno oía los pasos de aquellos malditos pies y…
Ridcully no le escuchó. Pasó un brazo por los hombros huesudos de Rincewind y encabezó la comitiva hacia la Gran Sala.
—Bueno, pues, Rincewind —dijo—, me dicen que no se te da nada bien la magia.
—Es verdad.
—¿Nunca aprobaste ningún examen ni nada?
—Me temo que ninguno.
—Pero todo el mundo te llama Rincewind el mago.
Rincewind se miró los pies.
—Bueno, más o menos trabajé aquí como ayudante de bibliotecario…
—… Como número dos de un simio… —dijo el decano.
—… Y, ya sabe, hacía apaños por aquí y por allí y, bueno, ayudaba un poquillo…
—Eh, ¿alguien ha oído eso? El número dos de un simio. Me ha parecido bastante ingenioso.
—Pero lo cierto es que nunca has tenido derecho a ostentar el título de mago, ¿no?
—Supongo que en teoría no…
—Ya veo. Pues eso sí es un problema…
—Tengo un sombrero con la palabra «Echicero» escrita —dijo Rincewind en tono esperanzado.
—Me temo que no sirve de mucho. Hum. Esto nos plantea una pequeña dificultad, me temo. Veamos… ¿Cuánto tiempo puedes contener la respiración?
—No lo sé. Un par de minutos. ¿Es importante?
—Lo es en el contexto de que lo claven a uno cabeza abajo a una de las columnas del Puente de Latón durante dos mareas altas y luego lo decapiten, lo cual, me temo, es el castigo que prevén los estatutos para quien se hace pasar por mago. Lo he consultado. Nadie lo siente más que yo, te lo aseguro. Pero la tradición es la tradición.
—¡Oh, no!
—Lo siento. No hay alternativa. Si no fuera así estaríamos hasta el cuello de gente llevando sombreros puntiagudos sin ningún derecho a ello. Es una lástima terrible. Yo no puedo hacer nada. Ya me gustaría. Tengo las manos atadas. Los estatutos dicen que solamente se puede ser mago si uno pasa por la universidad de la forma normal o bien si lleva a cabo algún servicio muy beneficioso para la magia, y me temo que…
—¿No pueden devolverme a mi isla? A mí me gustaba mucho. ¡Era aburrida!
Ridcully negó tristemente con la cabeza.
—No puedo, lo siento. La infracción se ha estado cometiendo a lo largo de muchos años. Y como no has aprobado ningún examen ni tampoco has llevado a cabo —Ridcully levantó ligeramente la voz— ningún servicio muy beneficioso para la magia, me temo que tendré que dar instrucciones a los canceleros[9] para que traigan unas cuerdas y…
—Esto… creo que debo de haber salvado el mundo un par de veces —dijo Rincewind—. ¿Ayuda eso?
—¿Te ha visto hacerlo alguien de la universidad?
—No, no creo.
Ridcully negó con la cabeza.
—Entonces probablemente no cuenta. Es una lástima, porque si hubieras llevado a cabo algún servicio muy beneficioso para la magia, entonces yo estaría encantado de permitirte conservar ese sombrero y, por supuesto, algo donde ponértelo.
Rincewind parecía alicaído. Ridcully suspiró e hizo un último intento.
—Así pues —dijo— como parece que ni has aprobado tus exámenes NI HAS LLEVADO A CABO UN SERVICIO MUY BENEFICIOSO PARA LA MAGIA, entonces…
—Supongo… que podría intentar llevar a cabo algún gran servicio, ¿no? —dijo Rincewind con la expresión de alguien que sabe que la luz al final del túnel es un tren que se acerca.
—¿De veras? ¿Hum? Bueno, es una idea interesante —dijo Ridcully.
—¿De qué clase de servicio se trata?
—Oh, lo normal es que se te pida, por poner un ejemplo, que vayas a cumplir una misión, o que encuentres la respuesta a alguna pregunta muy antigua e importante… ¡¿Qué demonios es esa cosa con tantas piernas?!
Rincewind ni siquiera se molestó en darse la vuelta. La expresión en la cara de Ridcully, que ahora miraba por encima de su hombro, le resultaba bastante familiar.
—Ah —dijo—. Creo que esa me la sé.
La magia no es como las matemáticas. Igual que el propio Mundodisco, la magia se atiene más al sentido común que a la lógica. Y tampoco es como la cocina. Una tarta es una tarta. Mezcla bien los ingredientes, cuécelos a la temperatura adecuada y tendrás una tarta. Ningún guiso requiere rayos de luz de luna. Ningún soufflé ha exigido nunca que lo mezcle una virgen.
Y sin embargo, todos los aquejados de una predisposición inquisitiva se han preguntado a menudo si existen reglas para la magia. Se conocen más de quinientos hechizos para asegurarse el amor de otra persona, que van desde trastear con semillas de helecho a medianoche hasta hacer algo más bien desagradable con un cuerno de rinoceronte a una hora no especificada, aunque probablemente no después de comer. ¿Acaso era posible (se preguntaban las mentes inquisitivas) que un análisis de todos aquellos hechizos pudiera revelar algún pequeño y poderoso denominador común, algún metahechizo, alguna simple y pequeña ecuación que pudiera alcanzar el fin requerido de forma mucho más simple y de paso supusiera un enorme alivio para todos los rinocerontes?
Para responder a esas preguntas se había construido a Hex, aunque a Ponder Stibbons le incomodaba un poco la palabra «construido» en aquel contexto. Él y unos pocos estudiantes entusiastas lo habían montado, estaba claro, pero… bueno… a veces le parecía que algunas partes de Hex, por extraño que sonara, simplemente habían aparecido.
Por ejemplo, estaba bastante seguro de que nadie había diseñado el Generador de Fase de la Luna, pero allí estaba, claramente era parte de aquel todo. El Reloj de Tiempo Irreal sí que lo habían construido ellos, aunque nadie parecía tener una idea muy clara de cómo funcionaba.
Lo que sospechaba que tenían entre manos era un caso especializado de causación formativa, algo que siempre suponía un riesgo en un lugar como la Universidad Invisible, donde la realidad se tensaba muchísimo y por tanto la azotaban muchos vientos extraños. De ser así, entonces no estaban exactamente diseñando algo. Simplemente le estaban poniendo ropajes físicos a una idea que ya estaba allí, a la sombra de algo que había estado esperando para existir.
Le había explicado largo y tendido al profesorado que Hex no pensaba. Era obvio que no podía pensar. Una parte del mismo eran mecanismos de relojería. La parte más grande la formaba una granja de hormigas gigante (la interfaz, donde las hormigas subían y bajaban por un pequeño montacargas que hacía girar una rueda dentada con indicadores, era en su opinión una pequeña obra maestra), y el avance intrincadamente controlado de las hormigas por su laberinto de tubos de cristal era la parte más importante del todo.
Pero muchos componentes del artefacto simplemente se habían… acumulado, como el acuario y los sonajeros, que ahora parecían esenciales. Un ratón había hecho su nido en el centro de todo y se le había permitido establecerse allí, puesto que la máquina dejó de funcionar cuando lo sacaron. Nada en aquel constructo era capaz de pensar, salvo de forma muy limitada y siempre sobre azúcar o queso. Y sin embargo… en medio de la noche, cuando Hex estaba trabajando duro y en los tubos se oía el ajetreo de las hormigas, cuando las cosas hacían «clanc» sin razón aparente y habían bajado el acuario de sus pescantes para que el operador tuviera algo que mirar durante las largas horas… entonces, sin embargo, un hombre podía empezar a especular sobre qué era un cerebro y qué era el pensamiento y sobre si las cosas que no estaban vivas podían pensar y sobre si un cerebro no era tan solo una versión más complicada de Hex (o bien, sobre las cuatro de la mañana, cuando algunas partes del mecanismo cambiaban de pronto de dirección y los ratones se ponían a chillar, una versión menos complicada de Hex) y a preguntarse si el todo producía algo que no era al parecer inherente a las partes.
En resumen, Ponder estaba un poquitín preocupado.
Se sentó ante el teclado. Era casi tan grande como el resto de Hex, para que cupieran en él las distintas palancas y bobinas. Las diferentes teclas accionaban una serie de tablas con agujeros que se insertaban brevemente en algunas ranuras y obligaban a las hormigas a tomar caminos distintos.
Tardó un poco en componer el problema, pero por fin apoyó el pie en la estructura y tiró de la palanca de «Intro».
Las hormigas corretearon por nuevos caminos. La maquinaria se puso en movimiento. Empezó a girar un pequeño mecanismo que Ponder podría jurar que no estaba allí el día anterior, pero que parecía un artilugio para medir la velocidad del viento.
Al cabo de varios minutos una serie de bloques con símbolos esotéricos cayeron en la ranura de salida.
—Gracias —dijo Ponder, y luego se sintió extremadamente estúpido por haberlo dicho.
La cosa desprendía una sensación de tensión, de pugna silenciosa hacia alguna meta lejana e incomprensible. Como mago, era algo que Ponder solamente había encontrado hasta entonces en las bellotas: una vocecilla muda que decía, sí, no soy más que un objeto pequeño, verde y simple, pero sueño con bosques.
Hacía nada más un par de días Adrián Turnipseed había tecleado «¿Por qué?» para ver qué pasaba. Algunos estudiantes habían predicho que Hex se volvería loco intentando resolver aquello. Ponder había esperado que Hex emitiera el mensaje «?????», cosa que hacía con una frecuencia deprimente.
En cambio, después de cierta actividad inusual por parte de las hormigas, el mensaje que emitió laboriosamente fue: «Porque».
Mientras todos los demás observaban desde detrás de una mesa volcada a toda prisa, Turnipseed se presentó voluntario para teclear: «¿Por qué algo?».
La respuesta apareció finalmente: «Porque todo.????? Error de dominio eterno. +++++Reinicie el Sistema+++++».
Nadie sabía quién era «Reinicie el Sistema» ni tampoco por qué estaba enviando mensajes. Pero no hubo más preguntas graciosas. Nadie quería arriesgarse a recibir las respuestas.
Aquello fue poco antes de que la cosa parecida a un paraguas roto con arenques encima apareciera justo detrás de la cosa parecida a una pelota de playa que hacía «parp» cada catorce minutos.
Por supuesto, los libros de magia desarrollaban cierta… personalidad propia, derivada de la enorme cantidad de poder que había en sus páginas. Por eso era una insensatez entrar en la biblioteca sin un palo. Y ahora Ponder había ayudado a construir una máquina para estudiar la magia. Los magos siempre habían sabido que el acto de la observación cambiaba la cosa observada, y a veces se olvidaban de que también cambiaba al observador.
Estaba empezando a sospechar que Hex se estaba rediseñando a sí mismo.
Y acababa de darle las gracias. A una cosa que parecía creada por un soplador de cristal con hipo.
Miró el conjuro que acababa de emitir la máquina, lo apuntó a toda prisa y salió corriendo.
Hex hizo «clic» para sí mismo en la sala ahora vacía. La cosa que hacía «parp» hizo parp. El Reloj de Tiempo Irreal hizo tictac de lado.
Hubo un ruido metálico en la ranura de salida.
«De nada. ++?????++ Error por falta de queso. Reinicie el Sistema.»
Habían pasado cinco minutos.
—Fascinante —dijo Ridcully—. Madera de peral sabio, ¿eh? —Se arrodilló para intentar verlo por debajo.
El Equipaje se apartó. Estaba acostumbrado a suscitar terror, horror, miedo y pánico. Casi nunca había despertado antes interés.
El archicanciller se puso de pie y se sacudió el polvo.
—Ah —dijo, mientras se acercaba una figura enana—. Aquí viene el jardinero con la escalera. El decano está en la lámpara de araña, Modo.
—Estoy muy bien aquí, se lo aseguro —dijo una voz desde las regiones del techo—. ¿Alguien podría tener la amabilidad de subirme mi té?
—Y me ha asombrado que el prefecto mayor pudiera caber en el aparador —dijo Ridcully—. Es asombroso cuánto puede doblarse un hombre.
—Yo… estaba examinando la cubertería —dijo una voz desde las profundidades de un cajón.
El Equipaje abrió la tapa. Varios magos saltaron hacia atrás enseguida.
Ridcully examinó los dientes de tiburón clavados aquí y allá en la madera.
—¿Y dices que mata tiburones? —preguntó.
—Oh, sí —dijo Rincewind—. A veces los arrastra hasta la orilla y se pone a saltar encima de ellos.
Ridcully estaba impresionado. La madera de peral sabio era muy escasa en las regiones entre las Montañas del Carnero y el Mar Circular. Probablemente no quedaran árboles vivos. Unos pocos magos tenían la suerte de haber heredado bastones hechos de aquella madera.
La economía de emociones era uno de los puntos fuertes de Ridcully. Se había sentido impresionado. Se había sentido fascinado. Incluso se había quedado un poco pasmado cuando la cosa aterrizó en medio de los magos y provocó la notable gesta de aceleración vertical del decano. Pero no tuvo miedo, porque le faltaba la imaginación necesaria.
—Por todos los dioses —dijo un mago.
El archicanciller levantó la vista.
—¿Sí, tesorero?
—Es este libro que el decano me ha prestado, Mustrum. Trata de los simios.
—No me digas.
—Es fascinante de verdad —dijo el tesorero, que estaba en la parte intermedia de su ciclo mental y por tanto ligeramente presente en el planeta correcto, aunque aislado del mismo por ocho kilómetros de algodón mental—. Y es verdad lo que dijo. Aquí pone que un orangután macho adulto no desarrolla los discos faciales grandes y vistosos a menos que sea el macho dominante.
—¿Y eso es fascinante, quieres decir?
—Bueno, sí, porque el nuestro no los tiene. Y me pregunto por qué. Está claro que domina la biblioteca, me parece a mí.
—Ah, sí —dijo el prefecto mayor—, pero también sabe que es un mago. Y la verdad es que no domina la universidad entera.
Uno por uno, a medida que asimilaban la idea, se quedaron mirando sonrientes al archicanciller.
—¡Dejad de mirarme las mejillas así! —dijo Ridcully—. ¡Yo no domino a nadie!
—Solamente estaba…
—¡Ya podéis cerrar el pico todos o habrá problemas de los gordos!
—Tiene que leerlo usted —dijo el tesorero, todavía viviendo feliz en el valle de las ranas desecadas—. Es asombroso lo que se aprende.
—¿Qué? Como por ejemplo… ¿a enseñar el culo a la gente? —preguntó el decano, desde lo alto.
—No, decano. Eso lo hacen los babuinos —dijo el prefecto mayor.
—Disculpa, pero creo que se puede comprobar que se trata de los gibones —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.
—No, los gibones son los que ululan. Para ver traseros, lo mejor son los babuinos.
—Bueno, al menos a mí el nuestro nunca me ha enseñado el trasero —dijo el archicanciller.
—Ja, no se lo enseñaría a usted, ¿verdad? —dijo una voz desde la lámpara de araña—. Como es usted el macho dominante y todo eso…
—¡Dos Sillas, baja aquí ahora mismo!
—Me temo que estoy enganchado, Mustrum. Hay una vela que me plantea dificultades.
—¡Ja!
Rincewind negó con la cabeza y se alejó con paso errático. Estaba claro que había habido algunos cambios en el lugar desde que él vivía allí, y, ya puestos, no sabía cuánto tiempo hacía de aquello…
Él nunca había pedido una vida emocionante. Lo que de verdad le gustaba, lo que siempre andaba buscando, era el aburrimiento. El problema era que el aburrimiento tenía tendencia a explotarle a uno en la cara. Justo cuando creía haberlo encontrado se veía involucrado de pronto en lo que suponía que otra gente —gente inconsciente e irresponsable— llamaría una aventura. Y se veía obligado a visitar muchas tierras extrañas y a conocer a gente exótica y llamativa, aunque no tenía mucho tiempo para conocerla porque normalmente estaba corriendo. Había presenciado la creación del universo, aunque no desde un buen asiento, y había visitado el Infierno y la Otra Vida. Lo habían capturado, encarcelado, rescatado, se había perdido y lo habían abandonado en una isla desierta. Y a veces todas aquellas cosas habían pasado en un solo día.
¡Aventuras! La gente hablaba de aquella idea como si fuera algo que valiera la pena, en lugar de un desastre compuesto de comida mala, falta de sueño y gente extraña que intentaba inexplicablemente clavar objetos afilados en partes de uno.
El problema fundamental, había llegado a creer Rincewind, era que sufría de karma preventivo. Si existía la más remota posibilidad de que pudiera pasarle algo bueno en un futuro cercano, algo malo le sucedería ya mismo. Y luego le seguía sucediendo durante toda la parte donde tenían que pasarle las cosas buenas, de forma que nunca podía experimentarlas. Era como si siempre tuviera la indigestión antes de la comida y se sintiera tan terriblemente mal que nunca consiguiera comer nada.
En alguna parte del mundo, razonó, había alguien sentado al otro lado del balancín, una especie de reflejo invertido de Rincewind cuya vida era una sucesión de acontecimientos maravillosos. Confiaba en conocerlo algún día, preferiblemente llevando algún arma en la mano.
Ahora la gente farfullaba algo relacionado con enviarlo al Continente Contrapeso. Había oído que la vida por allí era aburrida. Y Rincewind ansiaba el aburrimiento.
Le había gustado de verdad aquella islita. Había disfrutado de los Cocos Sorpresa. Los abrías y, eh, había coco dentro. Aquella era la clase de sorpresas que le gustaban.
Abrió una puerta.
El lugar que había al otro lado había sido su habitación. Estaba hecha un desastre. Había un ropero grande y desvencijado y nada más en materia de muebles propiamente dichos, a menos que uno quisiera ampliar el término para incluir una silla de mimbre sin asiento y con tres patas y un colchón tan lleno de esa vida que habita los colchones que de vez en cuando se movía a rastras por el suelo y chocaba con las cosas. El resto de la sala era una alfombra de objetos acarreados de la calle: cajas viejas, trozos de tablones, sacos…
Rincewind sintió un nudo en la garganta. Habían conservado su habitación tal como estaba.
Abrió el ropero y hurgó en la oscuridad plagada de polillas del interior hasta que su mano localizó…
… una oreja…
… que estaba pegada a un enano.
—¡Au!
—¿Qué estás haciendo en mi ropero? —dijo Rincewind.
—¿Ropero? Esto… Esto… ¿Acaso no es este el Reino Mágico de las Delicias? —preguntó el enano, intentando no parecer culpable.
—No, y esos zapatos que tienes en la mano no son las Joyas Doradas de la Reina de las Hadas —dijo Rincewind, arrebatándolos de las manos del ladrón—. Y esta no es la Vara de la Invisibilidad y estos no son los Calcetines Maravillosos del Gigante Narizquejosa, pero esta es mi bota…
—¡Au!
—¡Y no vuelvas por aquí!
El enano echó a correr hacia la puerta y se detuvo un momento para gritar:
—¡Tengo carnet del Gremio de Ladrones! ¡Y a los enanos no se les pega! ¡Es especiesismo!
—Bien —dijo Rincewind, recuperando artículos de ropa.
Encontró otra túnica y se la puso. Aquí y allá las polillas habían estado desarrollando su talento para el encaje y la mayor parte del color rojo se había vuelto naranja o marrón, pero para su alivio se trataba de una verdadera túnica de mago. No es fácil ser un imponente usuario de la magia si se te ven las rodillas.
Unos pasos suaves se detuvieron tras su espalda. Se dio la vuelta.
—Ábrete.
El Equipaje levantó obedientemente la tapa. En teoría tendría que haber estado lleno de tiburón. En la práctica estaba medio lleno de cocos. Rincewind los fue dejando en el suelo y metió dentro el resto de la ropa.
—Ciérrate.
La tapa se cerró con un golpe.
—Ahora baja a la cocina y consígueme algunas patatas.
El baúl hizo un complejo giro de ciento ochenta grados con sus muchas piernas y se alejó al trote. Rincewind salió tras él y se dirigió al estudio del archicanciller. Tras de sí todavía podía oír la discusión de los magos.
Se había ido familiarizando con aquel estudio a lo largo de sus años en la Universidad Invisible. Por lo general acudía allí para responder preguntas difíciles, del tipo: «¿Cómo puede nadie sacar una nota negativa en Ignición Básica?». Había pasado mucho tiempo mirando el mobiliario mientras la gente lo arengaba.
Allí también había habido cambios. Habían desaparecido los alambiques y los botellones burbujeantes que constituían el atrezo tradicional de la magia. El estudio de Ridcully estaba dominado por una mesa grande de billar sobre la que había ido amontonando papeles hasta que no quedó espacio para ninguno más y no se veía nada del fieltro verde. Ridcully daba por sentado que nada que la gente tuviera tiempo para apuntar podía ser importante.
Las cabezas disecadas de una serie de animales sorprendidos lo miraban desde arriba. De las astas de un ciervo colgaban un par de botas corroídas que Ridcully había ganado de joven cuando fue campeón de remo en la universidad[10].
En una esquina de la sala había una maqueta en gran tamaño del Mundodisco apoyado en cuatro elefantes de madera. Rincewind la conocía bien. Todos los estudiantes la conocían…
El Continente Contrapeso era una mancha. Era una mancha con forma: con una forma de coma no muy hospitalaria. Los marineros habían traído noticias de allí. Decían que por uno de sus lados daba a una serie de islas de gran tamaño que se desplegaban alrededor del Disco hasta la isla todavía más misteriosa de Bhangbhangduc y el continente completamente mítico conocido únicamente en los mapas como «XXXX».
No es que muchos marineros se acercaran al Continente Contrapeso. Se sabía que el Imperio Ágata toleraba un tráfico muy pequeño de contrabando. Presumiblemente en Ankh-Morpork había cosas que les interesaban. Pero nada era oficial. Los barcos podían regresar cargados de seda y de maderas exóticas, y últimamente con algunos refugiados de mirada desesperada, o bien podían regresar con el capitán remachado cabeza abajo en el mástil, o simplemente no regresar.
Rincewind había estado casi en todas partes, pero el Continente Contrapeso era una tierra ignota, también conocida como terror incognita. No se imaginaba para qué demonios iban a querer a ningún mago.
Rincewind suspiró. Sabía lo que le tocaba hacer ahora.
Ni siquiera tenía que esperar a que el Equipaje regresara de su periplo a las cocinas, y los ruidos de gritos y de algo recibiendo repetidos golpes de una gran cacerola para confituras sugerían que estaba cumpliendo con su encargo.
Simplemente tenía que reunir lo que pudiera cargar y largarse de allí con viento fresco. Iba a…
—Ah, Rincewind —dijo el archicanciller, que caminaba de forma asombrosamente silenciosa para ser un hombre tan corpulento—. Veo que ya tiene ganas de partir.
—Ciertamente —dijo Rincewind—. Oh, sí. Muchas ganas.
El Ejército Rojo estaba reunido en sesión secreta. Iniciaron la reunión cantando canciones revolucionarias, y como la desobediencia a la autoridad no era algo que le saliera natural al temperamento agateo, sus canciones tenían títulos como «Progreso Constante y Desobediencia Limitada Mientras Observamos unos Buenos Modales Correctamente Formulados».
Después llegó la hora de las noticias.
—El Gran Hechicero va a venir. Hemos enviado el mensaje corriendo un grave peligro personal.
—¿Cómo nos enteraremos de su llegada?
—Si es el Gran Hechicero, nos enteraremos. Y luego…
—¡Derrotaremos con Delicadeza a las Fuerzas de la Represión! —gritaron a coro.
Dos Fuego Hierba miró al resto de la unidad.
—Exacto —dijo—. Y luego, camaradas, tenemos que golpear en el mismo corazón de la podredumbre. ¡Tenemos que asaltar el Palacio de Invierno!
El grupo guardó silencio. Luego alguien dijo:
—Perdona, Dos Fuego Hierba, pero estamos en junio.
—¡Entonces podemos asaltar el Palacio de Verano!
Una sesión similar, aunque sin cánticos y con unos participantes bastante mayores, estaba teniendo lugar en la Universidad Invisible, aunque un miembro del Consejo Universitario se había negado a bajar de la lámpara de araña. Aquello resultaba una molestia considerable para el Bibliotecario, que era quien solía ocuparla.
—Muy bien, si no confían ustedes en mis cálculos, ¿cuáles son entonces las alternativas? —preguntó Ponder Stibbons en tono acalorado
—¿Ir en barco? —sugirió el catedrático de Estudios Indefinidos.
—Se hunden —dijo Rincewind.
—Podemos hacerte llegar en un periquete —dijo el prefecto mayor—. Al fin y al cabo somos magos. Podemos proporcionarte una bolsa de vientos para ti solo.
—Ah. Eso es un trabajo para el decano —dijo Ridcully en tono agradable.
—Lo he oído —dijo una voz desde lo alto.
—Por tierra —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. ¿Subiendo y rodeando el Eje? Es hielo durante prácticamente todo el camino.
—No —dijo Rincewind.
—Pero no se puede hundir uno en el hielo.
—No. Uno se resbala primero y luego se hunde y luego el hielo le golpea en la cabeza. Sin contar a las ballenas asesinas. Y unas focas enormes com lof diemtef afí.
—Esto es descabellado, lo sé —dijo el tesorero en tono jovial.
—¿El qué? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.
—Esta parte de la cabeza donde se me está cayendo el pelo.
Hubo un breve silencio avergonzado.
—Por todos los dioses, ¿ya es tan tarde? —dijo el archicanciller, sacándose el reloj del bolsillo—. Ah, pues sí. Tienes el frasco en tu bolsillo izquierdo, amigo. Tómate tres.
—No, la magia es la única forma —dijo Ponder Stibbons—. Funcionó cuando lo trajimos aquí, ¿no?
—Oh, sí —dijo Rincewind—. ¿Quieren enviarme a miles de kilómetros con los pantalones en llamas y sin saber siquiera en dónde voy a aterrizar? Sí, claro, eso es ideal, claro.
—Bien —dijo Ridcully, un hombre impermeable al sarcasmo—. Es un continente grande. No podemos errar el tiro ni siquiera con los precisos cálculos del señor Stibbons.
—Supongan que termino incrustado dentro de una montaña —dijo Rincewind.
—No es posible. Al hacer el hechizo la roca será transportada aquí —dijo Ponder, a quien no le había gustado la bromita sobre sus matemáticas.
—Así que seguiré incrustado dentro de una montaña pero en un agujero con mi forma —dijo Rincewind—. Genial. Un fósil instantáneo.
—No te preocupes —dijo Ridcully—. No es más que cuestión de… como se diga, ya sabes, todo ese rollo de que tres ángulos rectos forman un triángulo…
—¿Es posible que esté hablando de la geometría? —preguntó Rincewind, mirando la puerta de reojo.
—Una cosa de esas, sí. Y llevarás contigo tu asombroso artículo de Equipaje. Vaya, que será como unas vacaciones. Será fácil. Lo más probable es que solamente quieran… quieran… preguntarte alguna cosa o algo así. Y tengo entendido que se te dan muy bien los idiomas, así que no hay problema por ahí[11]. Probablemente no te lleve más que dos horas. ¿Por qué murmuras «ja» todo el tiempo?
—¿Estaba haciéndolo?
—Y todo el mundo se sentirá muy agradecido si vuelves.
Rincewind miró al consejo que estaba a su alrededor y, en un caso, arriba.
—¿Cómo voy a volver? —dijo.
—Igual que te marchas. Te encontraremos y te sacaremos de allí. Con precisión quirúrgica.
Rincewind gimió. Sabía lo que se entendía en Ankh-Morpork por precisión quirúrgica. Quería decir «con cinco centímetros de margen como mucho, con el acompañamiento de un montón de gritos, y luego te echan alquitrán caliente justo donde tenías la pierna».
Pero… si uno dejaba de lado por un momento la certeza de que definitivamente algo iba a salir horriblemente mal, aquello parecía hecho a prueba de tontos. El problema era que los magos eran unos tontos muy ingeniosos.
—¿Y luego me devolverán mi antiguo trabajo?
—Ciertamente.
—¿Y podré llamarme oficialmente hechicero?
—Por supuesto. En cualquiera de sus variantes ortográficas.
—¿Y nunca más tendré que ir a ninguna parte mientras viva?
—Muy bien. Si quieres, incluso te prohibiremos que salgas del recinto.
—¿Y un sombrero nuevo?
—¿Qué?
—Un sombrero nuevo. Este ya está casi para tirar.
—Dos sombreros nuevos.
—¿Con lentejuelas?
—Claro que sí. Y esas cosas, ya sabes, esas cosas que son como las cositas de las lámparas de araña. Muchas de esas colgando del ala. Tantas como quieras. Y escribiremos Ecicero sin dejar ninguna hache.
Rincewind suspiró.
—Venga, de acuerdo. Lo haré.
La genialidad de Ponder se quedaba un poco acartonada cuando se trataba de explicar cosas a la gente. Y ese era el caso en aquel momento, mientras los magos se congregaban para lanzar un hechizo de los gordos.
—Sí, pero fíjese, archicanciller, lo estamos mandando al lado opuesto del Disco, ¿sabe…?
Ridcully suspiró:
—El Disco gira, ¿no es verdad? —dijo—. Todos vamos en la misma dirección. Es una cuestión de sentido común. Si la gente fuera al revés solamente porque están en el Continente Contrapeso nos chocaríamos con ellos una vez al año. Quiero decir, dos veces.
—Sí, sí, están girando en la misma dirección, claro, pero el sentido del movimiento es totalmente opuesto. O sea —dijo Ponder, cayendo en la lógica sin darse cuenta—, tiene que pensar en vectores… tiene… tiene que preguntarse: ¿en qué dirección irían si el Disco no estuviera?
Los magos se le quedaron mirando.
—Hacia abajo —dijo Ridcully.
—No, no, no, archicanciller —dijo Ponder—. No se irían hacia abajo porque no habría nada que tirara de ellos hacia abajo, simplemente…
—No hace falta que nada tire de ti hacia abajo. Abajo es donde uno va si no hay nada que lo aguante.
—¡Seguirían yendo en la misma dirección! —gritó Ponder.
—Exacto. Dando vueltas y vueltas —dijo Ridcully. Se frotó las manos—. Tienes que mantener la calma si quieres ser un mago, chico. ¿Cómo va todo, Runas?
—Veo… veo algo —dijo el conferenciante de Runas Recientes, atisbando en la bola de cristal—. Hay un buen montón de interferencias…
Los magos se agolparon a su alrededor. El cristal estaba lleno de motas blancas. En medio de la neblina se distinguían apenas algunas formas borrosas. Algunas podrían ser humanas.
—Un lugar muy pacífico, el Imperio Ágata —dijo Ridcully—. Muy plácido. Muy culto. Le dan una gran importancia a la urbanidad.
—Bueno, sí —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. He oído que es porque a la gente que no es tranquila y plácida les cortan trozos serios del cuerpo, ¿no? ¡Tengo entendido que el Imperio tiene un gobierno tiránico y represivo!
—¿Qué forma de gobierno es esa? —preguntó Ponder Stibbons.
—Una tautología —dijo el decano desde lo alto.
—¿Cómo de serios son esos trozos del cuerpo? —dijo Rincewind. Nadie le hizo caso.
—He oído que el oro es muy común allí —dijo el decano—. Que está tirado por el suelo como las piedras, dicen. Rincewind podría traerse un saco de vuelta.
—Prefiero traer todos mis trozos —dijo Rincewind.
Después de todo, pensó, no soy más que el que va a acabar en medio de todo. Así que, por favor, que nadie se moleste en escucharme.
—¿No puedes evitar que se vea tan borroso? —preguntó el archicanciller.
—Lo siento, archicanciller…
—¿Y esos trozos… son trozos grandes o pequeños? —preguntó Rincewind, sin que nadie lo oyera.
—Tú encuéntranos un espacio abierto con algo que sea más o menos del tamaño y el peso adecuados.
—Es muy difícil…
—¿Trozos muy serios? ¿Estamos hablando de brazos y piernas?
—Dicen que es muy aburrido. Su peor maldición, por lo visto, es «Ojalá vivas en tiempos interesantes».
—Hay algo… está muy borroso. Parece una carretilla o algo así. Creo que bastante pequeña.
—¿… O dedos de los pies, orejas y esas cosas?
—Bien, empecemos —dijo Ridcully.
—Esto… creo que iría bien que él fuera un poco más pesado que la cosa que estamos trasladando aquí —dijo Ponder—. Así no llegará a demasiada velocidad. Creo…
—Sí, sí, muchas gracias, señor Stibbons, ahora entre en el círculo y enséñenos cómo saca chispas ese bastón de mago. Eeeso mismo.
—¿Las uñas? ¿El pelo?
Rincewind tiró de la túnica de Ponder Stibbons, que parecía ligeramente más sensato que el resto.
—Esto… ¿cuál es mi próximo movimiento? —dijo.
—Ejem… uno de diez mil kilómetros, espero —dijo Ponder Stibbons.
—Pero… me refiero a… ¿me puede dar algún consejo?
Ponder se preguntó cómo explicar las cosas. Pensó: he hecho todo lo que podía con Hex, pero el asunto en sí lo va a poner en práctica un puñado de magos cuya idea del procedimiento experimental consiste en lanzar el paquete y luego sentarse y discutir sobre dónde va a aterrizar. Queremos cambiar tu posición por la de una cosa que está a diez mil kilómetros y que, diga lo que diga el archicanciller, está cruzando el espacio en una dirección muy distinta. La clave es la precisión. No sirve de nada usar ningún viejo hechizo de viaje. Se desharía por el camino, y tú también. Estoy bastante seguro de que te haremos llegar allí de una pieza o, en el peor de los casos, dos. Pero no tenemos forma de saber el peso de la cosa por la que te estamos intercambiando. Si pesa más o menos lo mismo que tú entonces todo puede salir bastante bien suponiendo que no te importe correr un poquito cuando aterrices. Pero si es mucho más pesado que tú, entonces sospecho que aparecerás por ahí viajando a una velocidad que normalmente no experimentan más que los sonámbulos de aldeas situadas al borde de acantilados en forma muy terminal.
—Esto… —dijo—. Tenga miedo. Tenga mucho miedo.
—Ah, eso —dijo Rincewind—. Ningún problema. Eso se me da bien.
—Vamos a intentar ponerlo a usted en el centro del continente, donde se cree que está Hunghung —dijo Ponder.
—¿La capital?
—Sí. Esto… —Ponder se sintió culpable—. Mire. Pase lo que pase estoy seguro de que llegará allí vivo, lo cual es más de lo que pasaría si la cosa dependiera de ellos. Y estoy bastante seguro de que acabará usted en el continente adecuado.
—Ah, qué bien.
—Venga con nosotros, señor Stibbons. Estamos todos ansiosos por saber cómo desea que hagamos esto —dijo Ridcully.
—Ah, esto, sí. Claro. Ahora usted, señor Rincewind, si quiere colocarse en el centro del octógono… gracias. Hum. Vean, caballeros, el problema que ha tenido siempre el teletransporte en largas distancias es el Principio de Incertidumbre de Heisenberg[12], dado que el objeto teletransportado, cuyo nombre viene de tele, «veo», y de transporte, «que se va», es decir, que el nombre completo significa «veo que se va», ejem, el objeto teletransportado, no importa lo grande que sea, queda reducido a una partícula táumica y es por tanto el sujeto de una dicotomía que acaba resultando fatal: puede saber lo que es o adonde va, pero no ambas cosas. Esto… la tensión que esto crea en el campo mórfico acaba por hacer que se desintegre, convirtiendo al sujeto en un objeto de forma aleatoria, esto, despachurrado por hasta once dimensiones. Pero estoy seguro de que esto lo saben todos.
Se oyó un ronquido procedente del catedrático de Estudios Indefinidos, que de pronto estaba impartiendo una clase en el aula 3B.
Rincewind estaba sonriendo. O por lo menos se le había abierto la boca y se le veían los dientes.
—Esto, perdonen —dijo—. No recuerdo que nadie mencionara nada sobre quedar despach…
—Aunque por supuesto —dijo Ponder—, el sujeto no, ejem, experimentaría realmente esto…
—Oh.
—… por lo que sabemos…
—¿Qué?
—… aunque es teóricamente posible que la psique permaneciera presente…
—¿Eh?
—… para presenciar fugazmente la descorporización explosiva.
—¿Cómo?
—Ahora bien, todos estamos familiarizados con el uso del conjuro como fulcro, esto, de forma que en realidad uno no mueve un objeto sino que simplemente intercambia la posición de dos objetos de masas similares. Es mi meta esta noche, esto, demostrar que imprimiendo exactamente el grado correcto de giro y la velocidad máxima al objeto…
—¿Yo?
—… desde el primer momento, es virtualmente seguro…
—¿Virtualmente?
—… que pueda mantenerse de una pieza a lo largo de distancias de hasta, esto, diez mil kilómetros…
—¿Hasta?
—… con más-menos diez por ciento de margen…
—¿Más-menos?
—Así que si quieren… Perdóneme, decano, le agradecería que dejara de derramar cera… Si quieren todos ocupar las posiciones que he marcado en el suelo…
Rincewind miró con anhelo hacia la puerta. Era una distancia insignificante para un cobarde experimentado. Simplemente podía largarse de allí y ellos podían… podían…
¿Qué podían hacer? Podían simplemente quitarle el sombrero e impedirle que volviera nunca a la universidad. Ahora que lo pensaba con detenimiento, era probable que se olvidaran del asunto de los clavos si les costaba demasiado trabajo encontrarlo.
Y aquel era el problema. No estaría muerto, pero tampoco sería un mago. Y no poder pensar en sí mismo como un mago, pensó mientras los hechiceros ocupaban sus puestos arrastrando los pies y enroscaban los puños de sus bastones, era estar muerto.
El conjuro empezó.
¿Rincewind el zapatero? ¿Rincewind el mendigo? ¿Rincewind el ladrón? Casi todo lo que no fuera Rincewind el cadáver exigía un adiestramiento o unos talentos que él no tenía.
No había nada más que se le diera bien. La práctica de la magia era su único refugio. Bueno, la verdad era que la magia tampoco se le daba bien, pero por lo menos no se le daba nada bien en absoluto. Siempre tuvo la impresión de que tenía derecho a existir como mago del mismo modo que no se podían hacer matemáticas como era debido sin el número cero, que ni siquiera era un número, pero que si lo quitabas, dejaba allí un montón de números más grandes con caras de putos estúpidos. Era un pensamiento vagamente noble que le había dado calor durante aquellos despertares ocasionales a las tres de la mañana en los que evaluaba su vida y descubría que pesaba poco menos que una bocanada de hidrógeno caliente. Y probablemente sí que había salvado al mundo unas cuantas veces, pero en general había sido por accidente, mientras él estaba intentando hacer otra cosa. Así que era casi seguro que no iba a recibir puntos kármicos por ello. Probablemente solamente contaba si uno empezaba pensando en voz alta: «¡Voto a Bríos, hoy es un día estupendo para salvar el mundo y no se hable más!», en lugar de «¡Oh, mierda, esta vez voy a morir de verdad!».
El conjuro seguía su curso.
No parecía que estuviera yendo muy bien.
—Vamos, muchachos —dijo Ridcully—. ¡Ponedle un poco de energía!
—¿Está usted seguro… de que es… algo pequeño? —preguntó el decano, que había empezado a sudar.
—Parece una… carretilla… —murmuró el conferenciante de Runas Recientes.
El nudo de la punta del bastón de Ridcully empezó a humear.
—¡Pero mirad la cantidad de magia que estoy usando! —exclamó—. ¿Qué ocurre, señor Stibbons?
—Esto… Por supuesto, tamaño no es lo mismo que masa…
Y luego, del mismo modo que puede hacer falta un esfuerzo considerable para empujar una puerta encallada y ningún esfuerzo en absoluto para caer de bruces al otro lado, el conjuro hizo efecto.
Más tarde, Ponder confiaría en que lo que había visto no fuera más que una ilusión óptica. Estaba claro que nadie se estiraba habitualmente hasta los cuatro metros y luego volvía tan de golpe a su tamaño normal que las botas le acababan debajo de la barbilla.
Hubo un breve grito de «Ooooooooohhhhmieeee…» que terminó de repente, y casi mejor que fuera así.
Lo primero que golpeó a Rincewind cuando apareció en el Continente Contrapeso fue una sensación de frío.
Las siguientes cosas, en el orden del sentido del viaje, fueron: un hombre sorprendido con una espada, otro hombre con una espada, un tercer hombre que acababa de arrojar su espada y estaba intentando escapar, dos hombres más que estaban menos alerta y ni siquiera le vieron, un arbolito, unos cincuenta metros de maleza raquítica, un montón de nieve arrastrada por la ventisca, un montón más grande de nieve, unas cuantas rocas y un último montón de nieve que casi acabó de detenerle.
Ridcully miró a Ponder Stibbons.
—Bueno, ya se ha ido —dijo—. ¿Pero no se supone que tenemos que recibir algo a cambio?
—No estoy seguro de que el tiempo de tránsito sea instantáneo —dijo Ponder.
—¿Hay que dejar un margen de tiempo de vuelo por las dimensiones ocultas?
—Algo así. De acuerdo con Hex, podríamos tener que esperar varios…
Algo apareció haciendo «pop» en el octógono, exactamente donde había estado Rincewind, y rodó unos pocos centímetros.
Por lo menos tenía cuatro ruedecitas como las que iban debajo de una carretilla. Pero no eran unas ruedas eficientes, sino meros discos como los que se pondría a algo pesado para las raras ocasiones en que hubiera que moverlo.
Por encima de las ruedas las cosas se ponían mucho más interesantes.
Había un largo cilindro redondo, como un barril puesto de lado. En su construcción se había invertido una cantidad considerable de esfuerzo. Y se habían empleado grandes cantidades de metal para que pareciera un perro gordo y enorme con la boca abierta. Otro detalle menor era un trozo de cordel que humeaba y chisporroteaba porque estaba ardiendo.
La cosa no hizo nada peligroso. Se limitó a quedarse donde estaba, mientras el cordel en llamas se iba acortando.
Los magos se congregaron alrededor.
—Parece muy pesado —dijo el conferenciante de Runas Recientes.
—Una estatua de un perro con una bocaza —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Qué aburrido.
—Y parece un poco faldero —dijo Ridcully.
—Está muy trabajado —dijo el decano—. No me imagino por qué le iban a pegar fuego.
Ridcully metió la cabeza en el ancho tubo.
—Dentro hay una bola enorme y redonda de alguna clase —dijo, y su voz hizo eco—. Que alguien me pase un bastón o algo. Voy a ver si la puedo sacar.
Ponder estaba mirando el cordel chispeante.
—Ejem —dijo—. Yo… Esto… Creo que deberíamos apartarnos todos de esa cosa, archicanciller. Esto… Tendríamos que apartarnos todos, sí, apártese un poquito. Ejem.
—Ja, ¿conque sí? Menudo investigador —dijo Ridcully—. No te importa trastear con ruedas dentadas y hormigas pero cuando se trata de intentar averiguar cómo funcionan realmente las cosas y…
—Ensuciarse las manos —dijo el conferenciante de Runas Recientes.
—Sí, ensuciarte las manos, te vuelves todo tímido.
—No es eso, archicanciller —dijo Ponder—. Es que creo que puede ser peligroso.
—Creo que la estoy moviendo un poco —dijo Ridcully, hurgando en las profundidades del tubo—. Vamos, señores, inclinen un poco esta cosa…
Ponder retrocedió unos pasos más.
—Esto… De verdad que no pienso que… —empezó a decir.
—Conque no piensas, ¿eh? ¿Te haces llamar mago y no piensas? ¡Demonios! ¡Ahora se me ha quedado encallado el bastón! Eso me pasa por escucharte cuando deberías estar prestándome atención, Stibbons.
Ponder oyó un estrépito tras su espalda. El Bibliotecario, que tenía instinto animal para el peligro e instinto humano para los problemas, acababa de volcar una mesa y estaba mirando por encima del borde con un caldero en la cabeza, el asa por debajo de la barbilla a modo de correa.
—Archicanciller, de verdad pienso que…
—Ah, ¿conque piensas? ¿Quién te ha dicho que tu trabajo es pensar? ¡Au, ahora me he pillado los dedos, muchísimas gracias!
Ponder reunió el valor necesario para decir:
—Creo… que tal vez podría ser alguna clase de artefacto pirotécnico, señor.
Los magos dirigieron su atención al cordel chispeante.
—¿Cómo…? ¿Luces de colores, estrellas, cosas de esas…? —preguntó Ridcully.
—Tal vez, señor.
—Debían de estar preparando un espectáculo del demonio. Al parecer en el Imperio les gustan mucho los petardos —Ridcully habló en el tono de un hombre en quien está empezando a calar la idea de que tal vez acaba de hacer algo muy estúpido.
—¿Quiere que apague la mecha, señor? —preguntó Ponder.
—Sí, hijo, ¿por qué no? Buena idea. Bien pensado: sí señor.
Ponder dio un paso adelante y pellizcó la mecha.
—Espero que no hayamos estropeado nada —dijo.
Rincewind abrió los ojos.
Aquello no eran sábanas limpias. El sitio era blanco y frío, pero le faltaba sabanidad básica. Lo compensaba con grandes cantidades de nievismo.
Y un surco. Un surco largo de verdad.
Veamos… Recordaba la sensación de movimiento. Y recordaba vagamente algo pequeño pero de aspecto increíblemente pesado que pasaba rugiendo en dirección contraria. Y después allí estaba él, moviéndose tan deprisa que sus pies habían dejado aquel…
… surco. Sí, surco, pensó, con la tranquilidad que muestran quienes acaban de sufrir una conmoción leve. Rodeado de gente tumbada y gimiendo.
Y sin embargo, tenían aspecto de ser gente que, en cuanto dejaran de arrastrarse y gemir, iban a desenvainar las espadas que llevaban encima y a concentrar su atención en los trozos serios.
Se puso de pie, tambaleándose un poco. No parecía haber ninguna parte adonde huir. Solamente había un yermo amplio, nevado y bordeado de montañas.
Los soldados tenían ciertamente un aspecto mucho más consciente. Rincewind suspiró. Hacía unas horas se encontraba sentado en una cálida playa y unas hermosas jóvenes estaban a punto de ofrecerle patatas[13], y ahora estaba aquí, en una llanura helada y azotada por el viento con un montón de hombres corpulentos a punto de ofrecerle violencia.
Vio que le salía humo de las suelas de los zapatos.
Y luego alguien dijo:
—¡Eh! Tú eres aquel, ¿no…? Tú eres… tú eres… ¿cómo se llamaba…? Rincewind, ¿no?
Rincewind se volvió.
Detrás de él había un hombre muy anciano. A pesar del viento feroz no llevaba nada más que un taparrabos de cuero y una barba mugrienta y tan larga que en realidad el taparrabos era innecesario, por lo menos desde el punto de vista de la decencia. Tenía las piernas azules del frío y la nariz roja del viento, lo cual le daba en general un aire bastante patriótico si uno era del país adecuado. Llevaba un parche en un ojo, pero resultaban bastante más notables sus dientes. Brillaban.
—¡No te quedes ahí pasmado como un pasmarote! ¡Sácame estas cosas de encima!
Llevaba unos gruesos grilletes en los tobillos y las muñecas. Una cadena lo unía a un grupo de hombres vestidos más o menos igual que estaban apelotonados formando un corro y miraban a Rincewind con cara de terror.
—¡Je! Se creen que eres un demonio o algo así —el anciano soltó una risita socarrona—, ¡pero yo reconozco a un mago en cuanto lo veo! Ese hijo puta de ahí tiene las llaves. Ve y dale una buena patada, anda.
Rincewind dio unos pasos vacilantes hacia un guardia yacente y le arrancó algo del cinturón.
—Muy bien —dijo el anciano—. Ahora tráelas aquí. Y quita de en medio.
—¿Por qué?
—Porque si no te vas a poner perdido de sangre.
—¡Pero si no está usted armado y solamente es uno y ellos tienen unas espadas enormes y son cinco!
—Ya lo sé —dijo el anciano, enrollándose la cadena alrededor de uno de los puños en actitud profesional—. Es injusto, pero no tengo todo el día. Sonrió.
Hubo un resplandor de piedras preciosas bajo la luz matinal. Todos los dientes del hombre eran diamantes. Y Rincewind solamente conocía a un hombre que tuviera agallas para llevar dientes de troll.
—¿Aquí? ¿Cohen el Bárbaro?
—¡Shhh! ¡Estoy de incósnito! Ahora quita de en medio, te digo. —Los dientes centellearon en dirección a los guardias, que ahora estaban verticales—. Vamos, rapaces. Mira que sois cinco. Y yo soy un viejo. Na, ña, me duele la pierna, etcétera…
Hay que decir en su beneficio que los guardias vacilaron. Y probablemente no fue, a juzgar por sus caras, porque hubiera nada reprobable en el hecho de que cinco hombres corpulentos y fuertemente armados atacaran a un frágil ancianito. Podía ser porque había algo extraño en un frágil ancianito que no deja de sonreír ante la inminencia de una aniquilación obvia.
—Oh, vamos —dijo Cohen. Los hombres se acercaron lentamente, todos ellos esperando a que fuera otro el que hiciera el primer movimiento.
Cohen dio unos pasos adelante, agitando los brazos en gesto cansino.
—Oh, no —dijo—. Me da vergüenza, en serio os lo digo. Esta no es forma de atacar a nadie, ahí pululando como un montón de nenazas. Cuando se ataca a alguien, lo más importante de todo es el factor… sorpresa…
Diez segundos más tarde se volvió hacia Rincewind.
—Muy bien, señor mago. Ya puedes abrir los ojos.
Un guardia colgaba cabeza abajo de un árbol, a otro solamente le sobresalían los pies de un montón de nieve, otros dos estaban desplomados sobre unas rocas y otro estaba… bueno, un poco por todas partes. Aquí y allí. Ciertamente disperso.
Cohen se chupó la muñeca con cara pensativa.
—Me parece que ese de ahí ha estado a punto de pillarme —dijo—. Me debo de estar haciendo viejo.
—¿Por qué estás aq…? —Rincewind hizo una pausa. Un elemento de curiosidad venció al otro—. ¿Qué edad tienes exactamente?
—¿Todavía estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro?
—Sí.
—Oh, no lo sé. ¿Noventa? Podría ser noventa. ¿Lo mismo noventa y cinco? —Cohen recogió las llaves de la nieve y fue tranquilamente hasta el grupo de hombres, que se encogieron un poco más. Abrió los grilletes del primero y le dio las llaves al aterrado prisionero.
—Largaos de aquí, coño —dijo no sin amabilidad—. Y que no os pillen otra vez.
Volvió a donde estaba Rincewind.
—¿Y qué te trae a este vertedero?
—Pues…
—Qué interesante —dijo Cohen, y eso fue todo—. Pero no me puedo quedar todo el día de cháchara, tengo cosas que hacer. ¿Te vienes o qué?
—¿Qué?
—Como quieras. —Cohen se anudó la cadena en la cintura a modo de cinturón improvisado y se pasó dos espadas por debajo de la misma—. Por cierto, ¿qué has hecho con el Perro Ladrador?
—¿Qué perro?
—Supongo que da igual.
Rincewind echó a corretear detrás de la figura que se alejaba. No es que se sintiera a salvo cuando estaba con Cohen el Bárbaro. Nadie estaba a salvo con Cohen el Bárbaro. Algo parecía haber salido mal en su proceso de envejecimiento. Cohen siempre había sido un héroe bárbaro porque el heroísmo bárbaro era lo único que sabía hacer. Y mientras envejecía era como si cada vez se pusiera más duro, como los robles.
Pero era una figura conocida y por tanto reconfortante. Simplemente no estaba en el lugar adecuado.
—No había futuro allí en las Montañas del Carnero —dijo Cohen mientras avanzaba pesadamente por la nieve—. Vallas y granjas, vallas y granjas por todos lados. Hoy día matas a un dragón y la gente viene y se te queja. ¿Y sabes qué? ¿Sabes qué pasó?
—No. ¿Qué pasó?
—Que vino un hombre y me dijo que mis dientes eran ofensivos para los trolls. ¿Qué te parece?
—Bueno, es que están hechos de…
—Le dije que a mí no se me había quejado ningún troll.
—¿Pero alguna vez les diste la op…?
—Le dije, yo veo a un troll en las montañas con un collar de cráneos humanos y le deseo buena suerte. A tomar por saco la Liga Antidifamación del Silicio. Y en todas partes estamos igual. Así que se me ocurrió probar suerte al otro lado del casquete de hielo.
—¿Y no es peligroso cruzar el Eje? —preguntó Rincewind.
—Antes sí —dijo Cohen, con una sonrisa horrible.
—¿Quieres decir hasta que te fuiste?
—Mismamente. ¿Todavía tienes esa caja con piernas?
—A ratos. Viene y va, ya sabes.
Cohen soltó una risita.
—Un día le arrancaré la puñetera tapa, fíjate en lo que te digo. Ah, caballos.
Había cinco, con aspecto deprimido y de pie en una pequeña depresión.
Rincewind volvió la mirada hacia los prisioneros liberados, que parecían pulular sin rumbo.
—No nos llevamos los cinco caballos, ¿verdad? —dijo.
—Claro. Los podemos necesitar.
—Pero… uno para mí y otro para ti… ¿Y el resto para qué?
—Comida, cena y desayuno.
—Es un poco… injusto, ¿no? Esta gente parece un poco… confusa.
Cohen sopló el soplido burlón de un hombre que nunca ha estado realmente aprisionado, ni siquiera cuando lo han encerrado.
—Yo los he liberado —dijo—. Es la primera vez que son libres. Supongo que debe de ser un poco raro. Están esperando a que alguien les diga qué tienen que hacer ahora.
—Esto…
—Si quieres, puedo decirles que se mueran de hambre.
—Esto…
—Oh, de acuerdo. ¡Eh, vosotros! ¡Venid aquí tut suit chop chop! ¡A formarrr, ar!
El pequeño grupo corrió a donde estaba Cohen y permaneció expectante detrás de su caballo.
—Ya te digo, no me arrepiento, ¿eh? Esta es la tierra de las oportunidades —dijo Cohen, poniendo el caballo al trote. Los avergonzados hombres libres echaron a correr detrás—. ¿Y sabes qué? Las espadas están prohibidas. Solamente pueden llevar armas el ejército, los nobles y la Guardia Imperial. ¡Yo es que no me lo creía! Pero es verdad de la buena. Las espadas están proscritas, o sea que solamente los proscritos tienen espadas. Y eso —dijo Cohen, dedicándole otra sonrisa reluciente al paisaje— a mí me va muy bien.
—Pero… estabas encadenado —aventuró Rincewind.
—Me alegra que me lo recuerdes —dijo Cohen—. Sí. Encontremos al resto de los muchachos y luego mejor será que vayamos a por los que lo hicieron y tengamos una pequeña charla con ellos.
El tono de su voz sugería con claridad que era muy probable que los culpables de aquello acabaran diciendo: «¡Intensamente divertido!» y «¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!».
—¿Los muchachos?
—Ser un bárbaro solitario no tiene futuro —dijo Cohen—. Me he pillado a unos… Bueno, ya lo verás.
Rincewind se volvió para mirar al grupo que los seguía, luego en dirección a la nieve, y luego hacia Cohen.
—Esto… ¿sabes dónde está Hunghung?
—Sí. Es la ciudad que manda. Estamos de camino. Más o menos. Ahora está asediada.
—¿Asediada? ¿Te refieres a… montones de ejércitos alrededor, todo el mundo comiendo ratas dentro y esas cosas?
—Sí, pero este es el Continente Contrapeso, ¿sabes?, así que es un asedio educado. Bueno, yo lo llamo asedio… El viejo emperador se está muriendo, así que las grandes familias están esperando para entrar. Es como funciona por aquí. Hay cinco peces gordos distintos y están todos vigilándose entre ellos y nadie va a ser el primero en mover ficha. Hay que pensar de reojo para entender cualquier cosa por aquí.
—¿Cohen?
—¿Sí, chico?
—¿Qué demonios está pasando?
Lord Hong estaba contemplando la ceremonia del té. Tardaba tres horas, pero es que una buena tacita no se podía tomar con prisas.
También estaba jugando al ajedrez, contra sí mismo. Era la única manera de encontrar a un oponente de su calibre, pero en el momento presente la partida estaba en un punto muerto porque ambos bandos estaban adoptando una estrategia defensiva que era, había que reconocerlo, brillante.
A veces lord Hong deseaba poder tener un enemigo tan listo como él. O bien, puesto que lord Hong era realmente listo, a veces deseaba un enemigo casi tan listo como él, quizá dado a ataques de genialidad estratégica pero que cometiera de todos modos un error fatal a veces. Pero resultaba que la gente era muy estúpida. Casi nunca preveían más de doce jugadas.
El asesinato era el pan de cada día en en la corte de Hunghung. De hecho, el pan de cada día era a menudo el medio. Se trataba de un juego en el que entraba todo el mundo. No era más que otra clase de jugada. No se consideraba de buena educación asesinar al emperador, por supuesto. La jugada correcta era poner al emperador en una situación en la que uno tuviera el control. Pero las jugadas a tan alto nivel eran peligrosas. Por muy felices que estuvieran los señores de la guerra de pelearse entre ellos, sin duda se unirían en contra de cualquiera que pareciera a punto de desmarcarse. Y lord Hong había crecido como la levadura mediante la táctica de hacer creer a todo el mundo que aunque ellos eran el candidato obvio a emperador, lord Hong sería mejor que cualquiera de las alternativas.
Le divertía saber que todos pensaban que él conspiraba para hacerse con la perla imperial…
Levantó la vista del tablero y su mirada se encontró con la de una joven que estaba ocupada en la mesa del té. Ella se ruborizó y apartó la vista.
Se abrió la puerta corredera. Entró uno de sus hombres, de rodillas.
—¿Sí? —dijo lord Hong.
—Esto… Oh, señor…
Lord Hong suspiró. La gente casi nunca empezaba así cuando traía buenas noticias.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Oh, señor, ha llegado el que llaman el Gran Hechicero. A las montañas. Montado en un dragón de viento. O eso dicen —añadió a toda prisa el mensajero, consciente de las opiniones de lord Hong sobre la superstición.
—Bien. ¿Pero? Sospecho que hay un pero.
—Esto… Se ha perdido uno de los Perros Ladradores. De los nuevos. De esos que usted ordenó que había que probar. No sabemos… quiero decir que… creemos que el capitán Tres Altos Árboles ha sufrido una emboscada, tal vez… Nuestra información es un poco confusa… El, ejem, informador dice que el Gran Hechicero lo ha hecho desaparecer con su magia.
—El mensajero se inclinó todavía más.
Lord Hong se limitó a suspirar de nuevo. Magia. Ya no era apreciada en el Imperio, salvo para los propósitos más mundanos. Se trataba de algo inculto. Ponía el poder en manos de gente incapaz de escribir un poema decente ni que les fuera la vida en ello, a veces literalmente.
Él creía mucho más en la coincidencia que en la magia.
—Esto es muy irritante —dijo lord Hong.
Se puso de pie y cogió su espada del estante. Era larga y curvada y la había hecho el mejor espadero del Imperio, que era lord Hong. Había oído decir que costaba veinte años aprender aquel arte, así que se tuvo que esforzar un poco. Lo consiguió en tres semanas. La gente nunca, nunca se concentraba, aquel era su problema…
El mensajero se prosternó.
—¿Se ejecutó al oficial implicado? —preguntó lord Hong.
El mensajero intentó que la tierra se lo tragara y decidió dejar que la verdad ocupara el lugar de la sinceridad.
—¡Sí! —exclamó con voz aguda.
Lord Hong hizo un movimiento brusco. Hubo un susurro parecido al de la seda al caer, un golpe sordo y un repiqueteo, como el ruido de un coco al chocar contra el suelo, y luego un tintineo como de vajilla.
El mensajero abrió los ojos. Se concentró en la región de su cuello, temiendo que el menor movimiento redujera considerablemente su estatura. Se contaban historias espantosas sobre las espadas de lord Hong.
—Oh, levántate —ordenó lord Hong. Limpió el filo con cuidado y dejó la espada en su sitio. Luego extendió el brazo y sacó un frasquito negro de la túnica de la doncella del té.
Al descorcharlo, del frasquito cayeron unas gotas que sisearon al tocar el suelo.
—De veras —dijo lord Hong—, me pregunto por qué se molestan. —Levantó la vista—. Lo más probable es que lord Tang o lord McSweeney hayan robado el perro para humillarme. ¿Ha escapado el hechicero?
—Eso parece, señor.
—Bien. Encárgate de que casi le pase algo malo. Y envíame otra sirvienta para el té. Una que tenga cabeza.
Una cosa se podía decir a favor de Cohen. Si no tenía razones para matarte, como por ejemplo que tú poseyeras cierta cantidad de tesoros o estuvieras entre él y algún sitio al que quisiera ir, era una compañía agradable. Rincewind se había cruzado alguna que otra vez con él, por lo general mientras huía de algo.
Cohen no se molestaba en hacer muchas preguntas. Por lo que a Cohen respectaba, la gente aparecía y desaparecía. Tras un intervalo de cinco años se limitaría a decir: «Ah, eres tú». Nunca añadía: «¿Y cómo te va?». Estabas vivo y te aguantabas de pie, todo lo demás le importaba un comino.
Hacía mucho menos frío al otro lado de las montañas. Para alivio de Rincewind, no hizo falta comerse ningún caballo sobrante porque una criatura parecida a un leopardo se dejó caer de la rama de un árbol y trató de destripar a Cohen.
Tenía un sabor más bien fuerte.
Rincewind había comido caballo. A lo largo de los años había juntado agallas para comer cualquier cosa que no pudiera escabullirse de su tenedor. Pero ya se sentía bastante sacudido sin necesidad de comerse algo que se pudiera llamar Lucero.
—¿Cómo te atraparon? —preguntó cuando volvían a cabalgar.
—Me pillaron ocupado.
—¿A Cohen el Bárbaro? ¿Demasiado ocupado para luchar?
—No quería molestar a la joven dama. No pude evitarlo. Bajé a un pueblo a buscar algunas noticias, una cosa llevó a otra y antes de darme cuenta había soldados por todas partes como una plaga de mangostas, y no se me da tan bien pelear con las manos esposadas a la espalda. El que mandaba era un cabrón de verdad, no me olvido de su jeta. Luego nos reunieron a media docena y nos hicieron empujar el Perro Ladrador ese hasta aquí, después nos encadenaron a aquel árbol y alguien encendió la mecha y se largaron bien rápido detrás de un montón de nieve. Solo que viniste tú y lo hiciste desaparecer.
—Yo no lo hice desaparecer. Bueno, no exactamente.
Cohen se inclinó hacia Rincewind.
—Creo que sé lo que era —dijo, y se volvió a reclinar hacía atrás con aspecto de estar satisfecho de sí mismo.
—¿Ah, sí?
—Creo que era algún tipo de fuegos artificiales. Por aquí les gustan mucho los fuegos artificiales.
—¿Quieres decir una cosa de esas que le enciendes la mecha azul y te la metes en la nariz[14]?
—Los usan para alejar a los espíritus malignos. Hay muchos espíritus malignos, ya ves. Por todas las matanzas.
—¿Matanzas?
Rincewind siempre había tenido entendido que el Imperio Ágata era un lugar pacífico. Civilizado. Donde inventaban cosas. De hecho, recordó, él había sido una figura decisiva para introducir algunos de sus artilugios en Ankh-Morpork. Cosas simples e inocentes, como relojes operados por demonios, cajas que pintaban cuadros y ojos extra de cristal que se podían llevar encima de tus propios ojos para ver mejor, aunque luego fueras por ahí haciendo el monóculo. Se suponía que era un sitio aburrido.
—Ya lo creo. Matanzas —dijo Cohen—. Mira, pongamos por caso que la población va un poco atrasada con los impuestos. Pues eliges una ciudad donde la gente te dé problemas, matas a todo el mundo, le pegas fuego y luego derribas las murallas y remueves las cenizas. Así te libras del problema y de repente el resto de las ciudades se comportan de maravilla y te dan todos los impuestos atrasados a toda prisa, y eso siempre les viene bien a los gobiernos. Luego, si te vuelven a dar problemas, vas y sueltas: «¿Os acordáis de Nangnang?», o el sitio que sea, y ellos te dicen: «¿Dónde está Nangnang?», y tú dices: «¿Veis? A eso iba yo».
—¡Por todos los dioses! Si eso lo intentaran en mi ciudad…
—Ah, pero este sitio lleva mucho tiempo siendo así. La gente cree que es la manera de gobernar un país. Hacen lo que les dicen. Aquí a la gente la tratan como a esclavos. —Cohen frunció el ceño—. Mira, yo no tengo nada contra los esclavos, ¿sabes?, como esclavos. De joven tuve algunos. He sido esclavo un par de veces. Pero donde hay esclavos, ¿qué esperas encontrar?
Rincewind pensó en aquello.
—¿Látigos? —soltó por fin.
—Sí. A la primera. Látigos. Los esclavos y los látigos tienen un algo… sincero. Bueno, pues aquí no tienen látigos. Tienen algo peor que los látigos.
—¿Qué? —preguntó Rincewind, con cierta expresión de pánico.
—Ya lo verás.
Rincewind se encontró a sí mismo mirando a la media docena de prisioneros que los habían seguido y que los miraban aterrados de lejos. Les había dado un poco de leopardo, que ellos se habían quedado mirando al principio como si fuera veneno y después se habían comido como si fuera comida.
—Todavía nos siguen —dijo.
—Sí, bueno… les has dado carne. —Cohen soltó una risita socarrona y empezó a liar un cigarrillo poscomida—. No tendrías que haberlo hecho. Tendrías que haberles dejado los bigotes y las uñas y te habrías quedado pasmado con lo que cocinaban. ¿Sabes cuál es el plato que mejor hacen en la costa?
—No.
—Sopa de oreja de cerdo. ¿Qué te dice eso de un sitio, eh?
Rincewind se encogió de hombros.
—¿Que son gente previsora?
—Que algún otro cabrón se trinca el cerdo.
Sé giró en la silla de montar. El grupo de ex prisioneros retrocedió a una.
—A ver, oídme —dijo—. Ya os lo he dicho. Sois libres. ¿Me entendéis?
Uno de los hombres más valientes habló:
—Sí, amo.
—No soy tu amo. Sois libres. Podéis ir donde os dé la gana, pero si me seguís os mataré a todos. Y ahora, ¡largaos!
—¿Adonde, amo?
—¡Donde sea! ¡Menos aquí!
Los hombres se miraron con cara de preocupación y luego el grupo entero, como un solo hombre, se volvió y se alejó al trote por el camino.
—Esos vuelven directos a su pueblo —dijo, con los ojos en blanco—. Peor que los látigos, te lo digo yo.
Hizo un gesto con la mano esquelética en dirección al paisaje mientras seguían su camino.
—Un país raro de cojones —dijo—. ¿Sabías que todo el Imperio está rodeado por una muralla?
—Eso es… para evitar que entren… los invasores… bárbaros…
—Ah, sí, muy defensivo —dijo Cohen en tono sarcástico—. Es como, oh dioses, hay una muralla de seis metros, pobre de mí, supongo que tendríamos que volvernos cabalgando por más de mil seiscientos kilómetros de estepa en lugar de, por ejemplo, echar un vistazo a las posibilidades inherentes a ese pinar de ahí para hacer escaleras. Nanay. Las murallas son para que la gente no salga. ¿Y las leyes? Tienen leyes para todo. Nadie va al retrete sin un trozo de papel.
—Bueno, de hecho yo mismo…
—Me refiero a un trozo de papel que pone que pueden ir. No pueden salir de su pueblo sin una nota. No se pueden casar sin una nota. Ni siquiera pueden cag… Ah, bueno, aquí estamos.
—Ya puedes decirlo —dijo Rincewind.
Cohen lo fulminó con la mirada.
—¿Cómo lo sabías? —exigió.
Rincewind intentó pensar. Había sido un día largo. De hecho, debido al equivalente táumico del jet lag, había sido varías horas más largo que la mayoría de los días que había experimentado anteriormente y había tenido dos horas del almuerzo, ninguna de las cuales había incluido nada que valiera la pena comer.
—Esto… creí que estabas haciendo una afirmación filosófica general —se arriesgó—. Esto… en plan «mejor que lo aprovechemos al máximo»…
—Quería decir que aquí estamos en mi guarida —dijo Cohen.
Rincewind miró a su alrededor. Había matorrales escasos, unas cuantas rocas y la pared de un barranco.
—No veo nada —dijo.
—Sí. Por eso se nota que es mío.
El Arte de la Guerra era el fundamento último de la diplomacia en el Imperio.
Obviamente la guerra tenía que existir. Era una piedra angular de los procesos de gobierno. Era la forma que tenía el Imperio de conseguir sus líderes. El sistema de oposiciones mediante exámenes era la forma de obtener burócratas y funcionarios, y para los líderes tal vez la guerra no fuera más que una forma distinta de opositar. Era cierto, sin embargo, que si perdías no era probable que te dejaran presentarte al año siguiente.
Pero tenía que haber normas. De otra forma se quedaba en una refriega de bárbaros.
Así que, hacía cientos de años, se había formulado el Arte de la Guerra. Era un libro de normas. Algunas eran muy específicas: no se luchaba dentro de la Ciudad Prohibida, la persona del emperador era sacrosanta… y algunas eran pautas generales para el desarrollo correcto y civilizado de la guerra. Estaban las reglas sobre posición, sobre táctica, sobre el cumplimiento de la disciplina y sobre la organización correcta de las líneas de suministro. El Arte trazaba el rumbo óptimo a tomar en toda situación concebible. Esto quería decir que la guerra en el Imperio se había vuelto mucho más sensata, y por lo general consistía en cortos periodos de actividad seguidos por largos períodos de gente intentando encontrar cosas en el índice.
Nadie recordaba quién era el autor. Algunos decían que era Un Tzu Sung y otros que era Tres Sun Sung. Es posible que fuera incluso algún héroe olvidado por los bardos el que había escrito, o mejor dicho pintado, el primer principio de todos: conoce al enemigo y conócete a ti mismo.
Lord Hong estaba convencido de que se conocía muy bien a sí mismo y pocas veces tenía problemas para conocer a sus enemigos. Y se aseguraba siempre de mantenerlos vivos y saludables.
Como por ejemplo los lores Sung, Fang, Tang y McSweeney. Los adoraba. Adoraba su idoneidad. Tenían unas mentes militares idóneas, en otras palabras, habían memorizado las Cinco Leyes y los Nueve Principios del Arte de la Guerra. Escribían una poesía idónea y tenían la bastante astucia como para sofocar las revueltas que surgían en sus propias filas. De vez en cuando enviaban contra él asesinos que eran lo bastante competentes como para mantener a lord Hong interesado, expectante y entretenido.
Incluso admiraba su idoneidad para la traición. A nadie podía pasarle por alto que lord Hong iba a ser el próximo emperador, pero de todos modos, a la hora de la verdad, ellos también reclamarían el trono. Por lo menos oficialmente. En realidad, todos los señores de la guerra habían jurado en secreto apoyo personal a lord Hong, pues tenían la inteligencia idónea para saber lo que pasaría con toda probabilidad si no lo hacían. Aun así tendría que haber batalla, claro, por aquello de la tradición. Pero lord Hong tenía un sitio en su corazón para cualquier líder dispuesto a vender a sus propios hombres.
Conoce a tu enemigo. Lord Hong había decidido encontrar un enemigo digno. Así que se había encargado de hacerse traer libros y noticias de Ankh-Morpork. Había formas de conseguirlo. Tenía sus espías. De momento Ankh-Morpork no sabía que era el enemigo, y aquella era la mejor clase de enemigo que se podía tener.
Y él se había sentido asombrado, y luego intrigado, y por fin perdido de admiración por lo que había visto…
Yo tendría que haber nacido allí, pensó mientras observaba a los demás miembros del Consejo Sereno. Oh, una partida de ajedrez con alguien como lord Vetinari. Estaba seguro de que el patricio observaría atentamente el tablero durante tres horas antes incluso de hacer el primer movimiento…
Lord Hung se volvió hacia el eunuco a cargo de las actas del Consejo Sereno.
—¿Podemos continuar? —preguntó.
El hombre lamió nerviosamente su pincel.
—Ya casi he terminado, oh señor —dijo.
Lord Hong suspiró.
¡Maldita caligrafía! ¡Allí iba a haber cambios! Tenían un lenguaje escrito de siete mil letras y aun así tardaban un día entero en escribir un poema de trece sílabas sobre un poni blanco que trotaba por entre los jacintos silvestres. Y era un lenguaje precioso y elegante, había que admitirlo, y nadie lo escribía tan bien como lord Hong. Pero Ankh-Morpork tenía un alfabeto de veintiséis letras toscas, feas e inexpresivas, solamente adecuadas para campesinos y artesanos… y había producido poemas y obras teatrales que dejaban huellas al rojo vivo en el alma. Y también se podían usar para escribir las jodidas actas de una reunión de cinco minutos en menos de un día.
—¿Por dónde vas? —preguntó.
El eunuco tosió cortésmente.
—«Con qué dulzura la flor del albaric…» —empezó.
—Sí, sí, sí —dijo lord Hong—. ¿Podemos saltarnos por una vez el marco poético, por favor?
—Ejem. «Las actas de la reunión anterior se han firmado como es debido.»
—¿Eso es todo?
—Esto… Veréis, es que tengo que terminar de pintar los pétalos de…
—Me gustaría que esta reunión se acabara esta misma tarde. Vete.
El eunuco recorrió ansiosamente la mesa con la mirada, recogió sus rollos de pergamino y sus pinceles y salió a toda prisa.
—Bien —dijo lord Hong. Saludó a los demás señores de la guerra con la cabeza. Se reservó un saludo especialmente amigable para lord Tang. Lord Hong había considerado la idea con cierto interés intrigado, pero es que realmente parecía que lord Tang era un hombre de honor. Era un honor más bien acobardado y estrecho de miras, pero definitivamente estaba ahí, en alguna parte, y habría que ocuparse de él.
—Será mejor en todo caso, mis lores, que hablemos en privado sobre la cuestión de los rebeldes —dijo—. Me han llegado informaciones inquietantes de mis espías sobre sus actividades.
Lord McSweeney asintió.
—Me he encargado de que ejecuten a treinta rebeldes en Sum Dim —dijo—. A modo de ejemplo.
A modo de ejemplo de la estupidez de lord McSweeney, pensó lord Hong. Estaba seguro, y nadie lo podía saber mejor que él, de que ni siquiera había una unidad del Ejército Rojo en Sum Dim. Pero casi con toda seguridad a aquellas alturas ya habría una. La verdad es que era demasiado fácil.
Los demás señores de la guerra también pronunciaron pequeños pero orgullosos discursos sobre sus esfuerzos por convertir disturbios apenas perceptibles en revoluciones sangrientas, aunque ellos no alcanzaban a verlo así.
Bajo sus bravuconadas estaban nerviosos, como perros pastores que han vislumbrado un mundo donde las ovejas no corren.
A lord Hong le encantaba el nerviosismo. Tenía intención de usarlo llegado el momento. Y ahora era el momento de sonreír.
Por fin dijo:
—Sin embargo, mis lores, a pesar de vuestros valiosísimos esfuerzos la situación sigue siendo grave. Tengo información de que ha llegado un mago muy importante de Ankh-Morpork para ayudar a los rebeldes aquí en Hunghung, y de que hay una conjura para derrocar la buena organización del mundo celestial y asesinar al emperador, que viva por diez mil años. Debo asumir, naturalmente, que los diablos extranjeros están detrás de esto.
—¡Yo no sé nada del asunto! —saltó lord Tang.
—Mi querido lord Tang, no estaba sugiriendo que debierais saber nada —dijo lord Hong.
—Quería decir… —empezó lord Tang.
—Vuestra lealtad al emperador no se está cuestionando —continuó lord Hong, con tanta naturalidad como un cuchillo cortando mantequilla caliente—. Ciertamente, es casi seguro que alguien en un puesto elevado está ayudando a esa gente, pero ni una sola prueba señala en vuestra dirección.
—¡Espero que no!
—Por supuesto.
Los lores Fang y McSweeney se apartaron un poquito de lord Tang.
—¿Cómo pudimos permitir que sucediera esto? —preguntó lord Fang—. Es cierto que la gente, la gente estúpida y degenerada, se ha aventurado a veces más allá de la Muralla. Pero permitir que alguien regresara…
—Me temo que el gran visir de por entonces era un hombre caprichoso e inestable —dijo lord Hong—. Y se le ocurrió que sería interesante ver si podía recabar datos de inteligencia.
—¿Inteligencia? —dijo lord Fang—. ¡Esa ciudad de Anj-Mor-Pork es una abominación! ¡Simple anarquía! ¡Parece que no hay nobles relevantes y que la sociedad es un nido de termitas! Sería mejor para nosotros, mis lores, que esa ciudad fuera barrida de la faz del mundo.
—Vuestros incisivos comentarios serán tenidos en cuenta, lord Fang —dijo lord Hong, mientras una parte de él se revolcaba por el suelo de la risa—. En cualquier caso —continuó—, me encargaré de que se pongan más guardias en los aposentos del emperador. Fuera como fuese que empezó todo este problema, tenemos que encargarnos de que termine ya.
Miró cómo ellos lo miraban. Creen que quiero gobernar el Imperio, pensó. Así que están todos —salvo lord Tang, compañero rebelde de travesía como sin duda demostrará ser— calculando cómo pueden obtener beneficio de ello…
Los despidió y se retiró a sus habitaciones.
Era un hecho probado que los fantasmas y diablos que vivían más allá de la Muralla no conocían la cultura y estaba claro que tampoco los libros, y estar en posesión de un objeto tan patentemente imposible se castigaba con la muerte. Y la confiscación.
Lord Hong había reunido una buena biblioteca. Incluso había adquirido mapas.
Y más que mapas. Había una caja que guardaba bajo llave, en la sala donde estaba el espejo de cuerpo entero…
Pero no ahora. Más tarde…
¡Ankh-Morpork! Hasta el nombre sonaba rico.
Solamente necesitaba un año. El temible azote de la rebelión le permitiría asumir la clase de poderes que ni siquiera el más loco de los emperadores había soñado. Y luego sería impensable no construir una flota vengadora que llevara el terror a los diablos extranjeros. Gracias, lord Fang. Su idea será tenida en cuenta.
¡Como si importara quién fuera emperador! El Imperio era si acaso un plus que adquiriría más adelante, tal vez, de pasada. A él que le dieran Ankh-Morpork, con sus enanos laboriosos y su conocimiento, por encima de todo, de la maquinaria. Que miraran si no los Perros Ladradores. La mitad del tiempo volaban por los aires. Eran imprecisos. El principio era sólido pero la ejecución era terrible, sobre todo cuando volaban por los aires.
A lord Hong le había parecido una revelación contemplar el problema desde el punto de vista de Ankh-Morpork y se había dado cuenta de que tal vez sería mejor darle el trabajo de Propicio Fabricante de Perros a algún campesino que tuviera conocimientos de metal y de explosivos que a algún funcionario que hubiera obtenido las mejores notas en un examen para encontrar el mejor poema sobre el hierro. En Ankh-Morpork la gente hacía las cosas.
A él que le dejaran bajar por la calle Ancha como propietario y comerse las tartas del famoso señor Escurridizo. Que le dejaran jugar una partida de ajedrez contra lord Vetinari. Por supuesto, eso comportaba dejar al hombre que conservara un brazo.
Estaba temblando de emoción. No más tarde… ahora. Sus dedos buscaron la llave secreta que llevaba en una cadenilla al cuello.
Apenas era un camino. Los conejos pasarían de largo. Y uno juraría que no había más que una roca enorme y sin pasos practicables hasta que encontraba la abertura.
En cuanto uno la encontraba, sin embargo, apenas valía la pena el esfuerzo. Llevaba a un barranco alargado con unas cuantas cuevas naturales, un poco de hierba y un manantial.
Y resultó que también estaba allí la banda de Cohen. Salvo que él la llamaba horda. Estaban sentados al sol, quejándose de que ya no hacía el calorcito de otros tiempos.
—Ya estoy de vuelta, muchachos —dijo Cohen.
—Ah, ¿te habías ido?
—¿Mande? ¿Qué dice?
—Dice que ESTÁ DE VUELTA.
—¿Quién da una vuelta?
Cohen dedicó una sonrisa a Rincewind.
—Me los he traído conmigo —dijo—. Como he dicho, andar solo no tiene futuro hoy en día.
—Esto —dijo Rincewind, después de examinar la pequeña escena—, ¿hay alguno de estos hombres que tenga menos de ochenta años?
—Ponte de pie, Willie el Chaval —dijo Cohen.
Un hombre deshidratado y solamente una pizca menos arrugado que los demás se puso de pie. Lo más llamativo de su persona eran los pies. Llevaba unas botas con las suelas extremadamente gruesas.
—Son para que me toquen el suelo los pies —dijo.
—Y esto… ¿no le tocan el suelo con botas normales?
—No. Es un problema ortopédico. ¿Sabes que hay mucha gente que tiene una pierna más corta que la otra? Pues mira por dónde, lo que tengo yo…
—No me lo diga —dijo Rincewind—. A veces tengo unos flashes increíbles… Usted tiene las dos piernas más cortas que la otra, ¿verdad?
—Asombroso. Está claro que eres mago —dijo Willie el Chaval—. Entiendes de estas cosas.
Rincewind le dedicó una sonrisa entusiasta y enloquecida al siguiente miembro de la horda. Era casi con seguridad un ser humano, porque los monitos arrugados no solían ir en silla de ruedas llevando cascos con cuernos. El tipo le hizo una mueca a Rincewind.
—Este es…
—¿Mande? ¿Qué?
—Hamish el Loco —dijo Cohen.
—¿Mande? ¿Lo cuál?
—Apuesto a que esa silla de ruedas aterra a la gente a base de bien —dijo Rincewind—. Sobre todo las cuchillas.
—Nos costó un huevo pasarla por encima de la muralla —admitió Cohen—. Pero te asombraría la velocidad que puede coger.
—¿Mande?
—Y este es Truckle el Descortés.
—Vete a tomar por culo, mago.
Rincewind miró con una sonrisa al sujeto B.
—Esos bastones… ¡Fascinante! Es muy impresionante el detalle de escribir AMOR y ODIO en ellos.
Cohen sonrió con aire paternal.
—Truckle estaba reconocido como uno de los criminales más duros del mundo —dijo.
—¿De verdad? ¿Él?
—Pero es asombroso lo que se puede hacer con un supositorio de hierbas.
—Que te den a ti —dijo Truckle.
Rincewind parpadeó.
—Esto, ¿podemos hablar un segundo, Cohen?
Se llevó aparte al anciano bárbaro.
—No quiero que parezca que he venido a causar problemas —dijo—, pero ¿no te llama un poco la atención, en serio, que estos hombres están un poquito, bueno, que tienen pasada la fecha de caducidad? ¿Que son un poquito, por decirlo sin florituras, viejos?
—¿Mande? ¿Qué ha dicho?
—Dice que hay poca ESPESURA ENTRE LOS TEJOS.
—¿Mande?
—¿Pero qué dices? Entre todos suman casi quinientos años de experiencia concentrada de héroe bárbaro —dijo Cohen.
—Quinientos años de experiencia en una unidad de combate van bien —dijo Rincewind—. Van bien. Pero debería estar repartida entre más de una persona. O sea, ¿qué tienes pensado que hagan? ¿Que se caigan encima de la gente?
—No tienen nada de malo —dijo Cohen, señalando a un hombrecillo frágil que miraba concentrado un bloque grande de madera de teca—. Fíjate en el viejo Caleb el Destripador. ¿Lo ves? Mató a más de cuatrocientos hombres con las manos. Tiene ochenta y cinco años y menos por el polvo está de maravilla.
—¿Qué demonios está haciendo?
—Ah, pues mira, resulta que a la gente de por aquí le va mucho luchar con las manos desnudas. El combate sin armas es buena cosa porque a la mayoría de la gente no se le permite llevar armas. Así que Caleb piensa que tiene algo bueno entre manos. ¿Ves ese trozo grande de teca? Es asombroso. Caleb suelta un grito escalofriante y…
—Cohen, son muy viejos…
—¡Son la flor y la nata!
Rincewind suspiró.
—Cohen, son un queso rancio. ¿Por qué te los has traído hasta aquí?
—Me van a ayudar a robar una cosa —dijo Cohen.
—¿Qué cosa? ¿Una joya o algo así?
—Una cosa —dijo Cohen, malhumorado—. Que está en Hunghung.
—¿De verdad? ¡Caramba! —exclamó Rincewind—. Y supongo que en Hunghung vive mucha gente, ¿no?
—Como medio millón —dijo Cohen.
—Y hay muchos guardias, ¿no?
—He oído que unos cuarenta mil. Unos tres cuartos de millón si contamos todos los ejércitos.
—Ajá —dijo Rincewind—. Así que con esta media docena de viejos…
—La Horda de Plata —dijo Cohen, con un toque de orgullo.
—¿Cómo? ¿Disculpa?
—Así se llaman. En el negocio de las hordas hay que tener un nombre. La Horda de Plata.
Rincewind se volvió. Varios miembros de la horda se habían quedado traspuestos.
—La Horda de Plata —dijo—. Ajá. Concuerda con el color de su pelo. En el caso de los que tienen pelo. Así que… con esta… Horda de Plata tienes pensado asaltar la ciudad, matar a todos los guardias y robar todo el tesoro, ¿verdad?
Cohen asintió.
—Sí… Algo así. Claro que no tendremos que matar a todos, todos los guardias…
—¿Ah, no?
—Tardaríamos demasiado.
—Claro, y obviamente querréis dejaros algo de trabajo para mañana.
—Me refiero a que los guardias estarán ocupados con la revolución y todo eso.
—¿Una revolución también? Caramba.
—Dicen que es una época de portentos —dijo Cohen—. Que…
—Me sorprende que tengan tiempo para preocuparse sobre el estado de su equipo de acampada —dijo Rincewind.
—Te aconsejo de verdad que te quedes con nosotros —dijo Gengis Cohen—. Estarás más seguro.
—Oh, no estoy tan seguro de eso —dijo Rincewind, con una sonrisa horrible—. No estoy nada convencido.
Si estoy solo, pensó, solamente me pueden pasar cosas espantosas normales.
Cohen se encogió de hombros y luego escrutó el claro hasta que su mirada se posó en un tipo delgado que estaba sentado un poco apartado del resto, leyendo un libro.
—Míralo —dijo con aire benevolente, como un hombre señalando a un perro que ha hecho un buen truco—, siempre tiene la nariz en un libro. —Alzó la voz—. ¿Profe? Ven y enséñale a este mago el camino a Hunghung.
Se volvió una vez más hacia Rincewind:
—Profe te enseñará todo lo que quieras saber porque lo sabe todo. Te dejo con él. Voy a tener una charla con Vincent el Viejo. —Hizo un gesto con la mano como quitando importancia—. No es que le pase nada malo, qué va —dijo en tono desafiante—. Es que tiene mala memoria. Tuvimos algunos problemillas de camino aquí. No paro de decirle que son las mujeres lo que se viola y las casas lo que se incendia.
—¿Viola? —dijo Rincewind—. Eso no es muy…
—Tiene ochenta y siete años —dijo Cohen—. No eches por tierra los sueños de un anciano.
Profe resultó ser un hombre alto y esquelético con una expresión amigablemente distraída y una mata de pelo blanco que, vista desde arriba, le hacía parecer una margarita. Ciertamente no parecía un forajido sediento de sangre, aunque llevaba una camisa de cota de malla que le venía un poco grande y una vaina enorme sujeta con una correa a la espalda que no albergaba ningún arma pero sí un surtido de pergaminos y pinceles. Su camisa de cota de malla tenía un bolsillo en la pechera con tres estilográficas de colores distintos dentro de un protector de bolsillo de cuero.
—Ronald Saveloy —dijo, estrechando la mano de Rincewind—. Ciertamente estos caballeros asumen un conocimiento considerable por mi parte. Vamos a ver… quiere ir usted a Hunghung, ¿cierto?
Rincewind había estado pensando en ello.
—Quiero conocer el camino a Hunghung… —dijo con precaución.
—Sí. Bueno. En esta época del año yo de usted me dirigiría al sol poniente hasta dejar atrás las montañas y llegaría a la llanura aluvial donde verá rastros de morrenas glaciares y algunos ejemplos bastante buenos de lo que sin duda son cantos rodados erráticos. Son unos quince kilómetros.
Rincewind se lo quedó mirando. Las referencias geográficas que daban los forajidos solían ser más del tipo «sigue recto pasada la ciudad en llamas y gira a la derecha cuando llegues donde están todos los ciudadanos colgados de las orejas».
—Esas morrenas parecen peligrosas —dijo.
—No son más que residuos de antiguas glaciaciones —dijo el señor Saveloy.
—¿Y qué hay de esos cantos rodados erráticos? Me suenan a la típica cosa que se te echa encima…
—No son más que rocas alejadas considerablemente de su lugar de origen por un glaciar —dijo el señor Saveloy—. Nada de qué preocuparse. El paisaje no es hostil.
Rincewind no le creyó. A él le había golpeado el suelo muchas veces.
—Y sin embargo —dijo el señor Saveloy— por ahora Hunghung es un poco peligroso.
—No, ¿en serio? —dijo Rincewind en tono cansino.
—No es exactamente un asedio. Todo el mundo está esperando a que se muera el emperador. Es lo que aquí llaman —sonrió— «tiempos interesantes».
—Yo odio los tiempos interesantes.
Los restantes miembros de la Horda se habían alejado, se habían vuelto a quedar traspuestos o se estaban quejando entre ellos de sus pies. A lo lejos se oía la voz de Cohen:
—Mira, esto es una cerilla y esto es…
—¿Sabe? Resulta usted muy culto para ser un bárbaro —dijo Rincewind.
—Oh, cielos, yo no soy bárbaro de siempre. Yo era maestro de escuela. Por eso me llaman Profe.
—¿Y qué enseñaba?
—Geografía. Y me interesaban mucho los estudios aurientales[15]. Pero decidí dejarlo para ganarme la vida con la espada.
—¿Después de ser profesor toda su vida?
—Supuso un cambio de perspectiva, sí.
—Pero… bueno, seguramente… las privaciones… los peligros terribles, el riesgo diario de muerte…
El señor Saveloy se animó de pronto:
—Ah, también usted ha sido maestro, ¿verdad?
Rincewind oyó un grito y miró a su alrededor. Se volvió para ver a dos miembros de la Horda discutiendo con las narices pegadas.
El señor Saveloy suspiró.
—Estoy intentando enseñarles ajedrez —dijo—. Es vital para entender la mente auriental. Pero me temo que no entienden la noción de esperar su turno para mover pieza, y su idea de una buena apertura es que el rey y todos los peones avancen juntos en tromba por el tablero y le peguen fuego a las torres del rival.
Rincewind se inclinó hacia su interlocutor.
—Mire, o sea… ¿Gengis Cohen? —dijo—. ¿Ha perdido la chaveta? O sea… matar a media docena de sacerdotes geriátricos y robar unas joyas de bisutería, vale. ¡Pero atacar él solo a cuarenta mil guardias es la muerte segura!
—Oh, no estará solo —dijo el señor Saveloy.
Rincewind parpadeó. Cohen tenía algo especial. A la gente se le contagiaba su optimismo como si fuera un resfriado común.
—Ah, sí. Claro. Lo siento. Me había olvidado. ¿Siete contra cuarenta mil? No creo que vayan a tener ningún problema. Yo me largo. Creo que bastante deprisa.
—Tenemos un plan. Viene a ser… —El señor Saveloy vaciló. Sus ojos se desenfocaron un poco—. ¿Sabe? Esa cosa. Lo hacen las abejas. Y las avispas. Y creo que también algunas medusas… Se me acaba de ir la palabra de la boca… Esto… Va a ser la más grande que ha habido nunca, creo.
Rincewind le lanzó otra mirada inexpresiva.
—Estoy seguro de haber visto un caballo de más.
—Déjeme que le dé esto —dijo el señor Saveloy—. Luego tal vez lo entienda usted. Es el meollo del asunto, créame…
Le dio a Rincewind un pequeño fajo de papeles sujetos por la esquina con un trozo de cordel.
Rincewind se lo metió a toda prisa en el bolsillo y solamente tuvo tiempo de ver el título en la primera página.
Decía:
LO QUE HICE EN MIS VACACIONES
A Rincewind le parecía que las alternativas eran muy claras. Estaba la ciudad de Hunghung, asediada, al parecer hirviendo de peligros y de revoluciones, y estaba el resto del mundo.
Por tanto era importante saber dónde estaba Hunghung para no toparse con ella por accidente. Prestó mucha atención a las indicaciones del señor Saveloy y se alejó cabalgando en dirección contraria.
Podía embarcarse en alguna parte. Por supuesto, a los magos les sorprendería verlo de vuelta, pero siempre podía decirles que no había encontrado a nadie en casa.
Las colinas dieron paso a una tierra de matorrales bajos que a su vez dio paso a una llanura húmeda al parecer interminable donde se veía a lo lejos y entre la niebla un río tan serpenteante que se pasaba la mitad del camino fluyendo hacia atrás.
La tierra era un damero de cultivos. A Rincewind le gustaba el campo en teoría, siempre y cuando el campo no se levantara para recibirlo y estuviera a ser posible al otro lado de las murallas de una ciudad, pero aquello apenas se podía calificar de campo. Se parecía más a una granja enorme y sin cercas. De los campos se elevaban de vez en cuando rocas enormes con un aspecto peligrosamente errático.
A veces veía gente trabajando duro a lo lejos. Por lo que él podía ver, su principal actividad era remover el barro.
A veces veía un hombre metido hasta los tobillos en un campo anegado sujetando a un búfalo de agua con una cuerda. El búfalo se dedicaba a pastar y de vez en cuando movía el vientre. El hombre se dedicaba a sujetar la cuerda. Parecía ser su única meta y ocupación en la vida.
Había unas cuentas personas más en la carretera. Normalmente empujaban carretillas llenas de bostas de búfalo de agua o, posiblemente, barro. No prestaban ninguna atención a Rincewind. De hecho se dedicaban con empeño a no prestar atención. Pasaban a toda prisa a su lado mirando fijamente las escenas de barrodinámica o de movimiento de vientres bovinos que tenían lugar en los campos.
Rincewind sería el primero en admitir que su cerebro era un poco lento[16]. Pero llevaba el suficiente tiempo vivo como para percibir las señales. Aquella gente no le prestaba atención porque aquella gente no veía a la gente que iba a caballo.
Probablemente descendían de gente que había aprendido que si miras demasiado fijamente a alguien que va a caballo recibes una intensa sensación punzante como la que se experimenta cuando alguien te da con un palo en la oreja. No mirar a la gente que iba a caballo se había vuelto hereditario. La gente que miraba a la gente que iba a caballo de alguna forma que se considerara rara nunca sobrevivía el tiempo suficiente como para reproducirse.
Decidió probar un experimento. La siguiente carretilla que pasó traqueteando a su lado no transportaba barro sino gente, una media docena, sentados a ambos lados de la enorme rueda central. El método de propulsión secundario era una pequeña vela desplegada para aprovechar el viento, pero el método primario era esa fuente preponderante de energía motriz en toda comunidad campesina: el bisabuelo de alguien, o por lo menos alguien que parecía el bisabuelo de alguien.
Cohen había dicho: «Aquí hay hombres capaces de empujar una carretilla durante cincuenta kilómetros alimentados con un cuenco de mijo con un poco de porquería dentro. ¿Qué conclusión sacas de eso? Pues que otro se está zampando el cerdo».
Rincewind decidió explorar la dinámica social y también probar el idioma. Hacía años que no lo usaba, pero tenía que admitir que Ridcully no andaba equivocado. Se le daban bien los idiomas. El agateo era un idioma con unas pocas sílabas básicas. Todo dependía más bien del tono, la inflexión y el contexto. Por lo demás, la palabra que significaba líder militar era también la palabra que significaba marmota de cola larga, órgano sexual masculino y gallinero antiguo.
—¡Eh, tú! —gritó—. Ejem… ¿Doblar bambú? ¿Una expresión desaprobadora? Esto… quiero decir… ¡párate!
La carretilla patinó hasta parar. Nadie lo miró. Miraban más allá de él, o alrededor de él, o hacia sus pies.
Al final el tipo que empujaba la carretilla, al estilo de un hombre que sabe que está perdido haga lo que haga, murmuró:
—¿Qué ordena su señoría?
Rincewind se sintió muy arrepentido más tarde por lo que contestó.
Lo que contestó fue:
—Dadme toda vuestra comida y… perros reticentes, ¿de acuerdo?
Ellos se le quedaron mirando con caras impasibles.
—Maldición. Quiero decir… ¿escarabajos en formación?… ¿variedad de cascada?… Ah, sí… dinero.
Hubo un movimiento general y un hurgar en las ropas de los pasajeros. Luego el que empujaba la carretilla se acercó furtivamente a Rincewind, cabizbajo, y le ofreció su sombrero. Contenía algo de arroz, algo de pescado seco y un huevo de aspecto altamente peligroso. Y algo así como medio kilo de oro en monedas grandes y redondas.
Rincewind se quedó mirando el oro.
En el Continente Contrapeso el oro era tan común como el cobre. Aquella era una de las pocas cosas que todo el mundo sabía sobre el lugar. No tenía sentido alguno que Cohen intentara ninguna clase de gran atraco. Había un límite a lo que una persona podía cargar. Podía limitarse a asaltar una aldea de campesinos y vivir como un rey durante el resto de su vida. Tampoco es que necesitara tanto…
De pronto el «más tarde» lo alcanzó y, en efecto, se sintió bastante avergonzado. Aquella gente apenas tenía nada, salvo montones de oro.
—Esto… Gracias. Gracias. Sí. Una simple comprobación. Sí. Se lo pueden quedar. Yo… esto… me quedaré… la anciana abuelita… correr de lado… oh, maldición… el pescado.
Rincewind siempre había estado en la base de la pirámide social. No importaba el tamaño de la pirámide. La cima podía estar más alta o más baja, pero la base siempre estaba en el mismo sitio. Pero por lo menos era una pirámide de Ankh-Morpork.
En Ankh-Morpork nadie le hacía reverencias a nadie, Y cualquiera que intentara en Ankh-Morpork lo que él acababa de intentar ahora estaría buscando sus dientes por el suelo y quejándose del dolor que sentía en la entrepierna y su caballo ya habría sido repintado dos veces y vendido a un hombre que juraría que era el propietario desde hacía años.
Se sintió extrañamente orgulloso de aquello.
Algo extraño se elevó de las profundidades fangosas de su alma. Era, para su asombro, un impulso generoso.
Se bajó del caballo y les tendió las riendas. Los caballos eran útiles, pero él estaba acostumbrado a pasar sin ellos. Además, en distancias cortas los hombres podían correr más que los caballos, y este era un hecho muy apreciado por el corazón de Rincewind.
—Tengan —dijo—. Quédenselo. A cambio del pescado.
El que empujaba la carretilla gritó, agarró las asas de su vehículo y salió corriendo a la desesperada. Varios hombres rodaron por el suelo, echaron un semivistazo a Rincewind, gritaron también y salieron corriendo detrás de él.
Peor que los látigos, había dicho Cohen. Aquí tienen algo peor que los látigos. Ya no les hacen falta los látigos. Rincewind confiaba en no averiguar nunca de qué se trataba, si había hecho aquello a la gente.
Siguió cabalgando a través de un paisaje interminable de campos. Ni siquiera había maleza en los arcenes, ni tampoco tabernas. Entre los campos lejanos había formas que podían ser pueblos o aldeas, pero no parecía haber caminos que llevaran a ellas, tal vez porque los caminos malgastaban el valioso barro agrícola.
Por fin se sentó sobre una roca que presumiblemente no habían conseguido mover ni siquiera los esfuerzos más denodados de los campesinos y se rebuscó en el bolsillo su vergonzoso almuerzo a base de pescado seco.
Su mano tocó el fajo de papeles que le había dado el señor Saveloy. Lo sacó y se le llenó de migas.
Este es el meollo del asunto, había dicho el maestro bárbaro. Sin explicar cuál era el asunto.
LO QUE HICE EN MIS VACACIONES, decía el título. La caligrafía era mala, o, mejor dicho, la pintura era mala: los agateos escribían con pinceles y ensamblaban pequeñas palabras dibujadas con los componentes que tenían a mano. No es que una imagen valiera por mil palabras, es que una imagen eran mil palabras.
A Rincewind no se le daba muy bien leer aquel idioma. Había muy pocos libros agateos incluso en la biblioteca de la Universidad Invisible. Y este parecía que quien fuera que lo había escrito estaba intentando entender algo que le resultaba poco familiar.
Pasó un par de páginas. Era una historia sobre una Gran Ciudad que contenía cosas magníficas, «cerveza tan fuerte como un buey», decía, y «pasteles que contienen muchas, muchas partes del cerdo». En aquella ciudad todo el mundo parecía ser sabio, amable, fuerte o las tres cosas a la vez, sobre todo un personaje llamado el Gran Hechicero que parecía tener un lugar preferencial en el texto.
Y también había pequeños comentarios desconcertantes, como por ejemplo: «Vi a un hombre pisarle los dedos del pie a un guardia de la ciudad, que le dijo: "¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!", a lo que el hombre respondió: "Métetelo allí donde el sol no proyecta su luz, persona enorme", a lo que el guardia [y esta parte estaba escrita en tinta roja y la escritura era temblorosa, como si el autor se hubiera sentido muy emocionado] no desproveyó al hombre de su cabeza tal como dicta la antigua tradición». La declaración iba seguida de un pictograma que mostraba a un perro haciendo aguas menores, que por alguna oscura razón era el equivalente agateo de un signo de admiración. Y había cinco perros seguidos.
Rincewind pasó las páginas distraídamente. Estaban todas llenas de aquel mismo aburrimiento, frases que afirmaban enormes obviedades pero que a menudo llevaban detrás varios perros incontinentes. Como por ejemplo: «El posadero dijo que la ciudad le había exigido sus impuestos pero que él no tenía intención de pagar, y cuando le pregunté si no tenía miedo él me explicó: "Que les [pictograma complicado] a todos excepto a uno y ese puede [pictograma complicado] a sí mismo" [perro orinando, perro orinando]. Y continuaba diciendo: "El [pictograma que indicaba gobernador supremo] es un [otro pictograma que, después de pensarlo bastante y sostener la foto en varios ángulos distintos, Rincewind decidió que quería decir 'trasero de caballo'] y se lo puedes decir de mi parte", y en aquel momento un guardia que estaba en la taberna no lo destripó [perro orinando, perro orinando], sino que dijo: "Díselo también de parte mía" [perro orinando, perro orinando, perro orinando, perro orinando, perro orinando]».
¿Y qué tenía aquello de raro? En Ankh-Morpork la gente hablaba así todo el tiempo, o por lo menos expresaba aquellos mismos sentimientos. Dejando de lado el perro.
Claro, un país que arrasaba una ciudad para enseñarles una lección a las demás ciudades era un sitio desquiciado. Tal vez aquel fuera un libro de chistes y él no le había encontrado la gracia. Tal vez los humoristas de allí conseguían grandes risas del público con líneas como: «¿Saben aquel que dice que me encontré a un hombre de camino al teatro y no me cortó las piernas, perro orinando, perro orinando?».
Había oído el tintineo de un arnés en el camino, pero no le había prestado atención. Ni siquiera había levantado la vista al oír que se acercaba alguien. Para cuando se le ocurrió mirar ya era demasiado tarde, porque alguien le había puesto la bota en el cuello.
—Oh, perro orinando —dijo antes de perder el conocimiento.
Hubo una ráfaga de aire y el Equipaje apareció, cayendo pesadamente sobre un montón de nieve.
Tenía un cuchillo de carnicero clavado en la tapa.
Permaneció inmóvil durante un tiempo y luego, ejecutando una compleja danza con las piernas, dio un giro de trescientos sesenta grados.
El Equipaje no pensaba. No tenía nada con qué pensar. Fueran cuales fuesen sus procesos interiores, probablemente tenían más que ver con la forma en que un árbol reacciona al sol y la lluvia y las tormentas repentinas, pero acelerados a toda pastilla.
Al cabo de un rato pareció que ya se iba orientando y echó a andar tranquilamente por la nieve a medio derretir.
El Equipaje tampoco sentía. No tenía nada con qué sentir. Pero sí reaccionaba, del mismo modo que un árbol reacciona a los cambios de estación.
Aceleró el paso.
Estaba cerca de casa.
Rincewind tuvo que admitir que el hombre que estaba gritando tenía razón. Bien, no cuando decía que el padre de Rincewind era el hígado enfermo de un tipo de oso panda de las montañas y su madre era un cubo de baba de tortuga. Rincewind no había conocido en persona a ninguno de sus progenitores, pero creía que probablemente fueran al menos vagamente humanoides, a grandes rasgos. Pero sobre el tema de parecer estar en posesión de un caballo robado, aquel hombre sí que había calado perfectamente a Rincewind, además de ponerle un pie en el cuello. Un pie en el cuello es el noventa por ciento de la ley.
Sintió manos hurgándole en los bolsillos.
Otra persona —Rincewind apenas podía ver más que unos pocos centímetros de suelo aluvial, pero por el contexto le parecía que era una persona hostil— se unió a los gritos.
A Rincewind lo levantaron del suelo.
Los guardias eran en gran medida como los guardias que Rincewind había experimentado en otros lugares. Tenían la cantidad de intelecto justa para golpear a la gente y arrastrarla al foso de los escorpiones. Y eran campeones de liga en gritarle a la gente a pocos centímetros de sus caras.
El efecto se volvía surrealista por el hecho de que los guardias no tenían cara, o por lo menos no lo que se llama una cara propia. Sus yelmos adornados y esmaltados en negro tenían caras pintadas con unos bigotes enormes y solo dejaban al descubierto la boca del propietario a fin de que este pudiera, por ejemplo, llamar al abuelo de Rincewind caja de cagarrutas de peces de colores de mala calidad.
Esgrimieron ante su cara Lo que hice en mis vacaciones.
—¡Bolsa de pescado podrido!
—No sé qué quiere decir eso —dijo Rincewind—. Alguien me lo di…
—¡Pies de leche absolutamente agria!
—¿Le importaría no gritar tan alto? Creo que me acaba de estallar el tímpano.
El guardia se calmó, posiblemente porque se había quedado sin aliento. Rincewind tuvo un momento para examinar la escena.
En el camino había dos carros. Uno de ellos parecía una jaula sobre ruedas. Distinguió unas caras que lo observaban aterradas. El otro era un palanquín muy adornado llevado por ocho campesinos. Unas cortinas suntuosas tapaban los laterales, pero Rincewind vio que se apartaban para que alguien desde el interior pudiera verlo a él.
Los guardias se dieron cuenta de aquello. Pareció incomodarlos.
—Si me dejáis que os exp…
—¡Silencio, boca de…! —el guardia vaciló.
—Ya habéis usado la tortuga, el pez de colores y algo con lo que probablemente os referíais al queso —dijo Rincewind.
—¡Boca de mollejas de pollo!
Una mano larga y delgada emergió de las cortinas e hizo solamente una seña.
A Rincewind lo empujaron hacia allí. La mano tenía las uñas más largas que había visto nunca en algo que no ronroneara,
—¡Póstrate!
—¿Cómo? —dijo Rincewind.
—¡Póstrate!
Las espadas salieron de sus vainas.
—¡No entiendo lo que decís! —se lamentó Rincewind.
—Póstrate, por favor —susurró una voz en su oído. No era una voz particularmente amigable pero comparada con el resto de las voces era de lo más afectuosa. Daba la impresión de que pertenecía a un hombre joven. Y hablaba muy buen morporkiano.
—¿Cómo?
—¿No sabes hacerlo? Arrodíllate y pega la frente al suelo. Si es que quieres volver a llevar sombrero.
Rincewind vaciló. Era un morporkiano nacido libre, y entre la lista de cosas que un ciudadano no hacía estaba inclinarse ante un, digámoslo suavemente, extranjero.
Por otro lado, en lo más alto de la lista de cosas que los ciudadanos no hacían figuraba dejarse cortar la cabeza.
—Eso está mejor. Eso está bien. ¿Cómo sabías que tenías que temblar?
—Esa se me ha ocurrido a mí solito.
La mano le hizo señas con el dedo.
Uno de los guardias abofeteó a Rincewind con el ejemplar fangoso de Lo que hice en mis vacaciones. Rincewind lo agarro con expresión culpable mientras el guardia corría hacia el dedo de su amo.
—¿Voz? —dijo Rincewind.
—¿Sí?
—¿Qué pasa si solicito inmunidad por ser extranjero?
—Hay una cosa especial que hacen con un chaleco de alambres y un rallador de queso.
—Ah.
—Y en Hunghung hay torturadores que pueden mantener a un hombre vivo durante años.
—Supongo que no hablas de saludables carreras por las mañanas y de una dieta rica en fibras.
—No. Así que mantén cerrada la boca y si tienes suerte te mandarán a hacer de esclavo en palacio.
—Suerte es mi segundo apellido —farfulló Rincewind—. Eso sí, el primero es Mala.
—Acuérdate de tartamudear y postrarte.
—Haré lo que pueda.
La mano blanca emergió con un trozo de papel. El guardia lo cogió, se giró hacia Rincewind y carraspeó.
—¡Atiende a la sabiduría y la justicia del inspector de distrito Kee, bola de emanaciones de ciénaga! ¡Me refiero a ti, no a él!
Volvió a carraspear y acercó la vista al papel al estilo de alguien que aprendió a leer diciendo con mucha atención el nombre de cada letra en voz alta.
—«El poni blanco corre entre los… los…»
El guardia se volvió, mantuvo una conversación en voz baja con las cortinas y se volvió otra vez.
—«… crisantememos… temos en flor, el viento frío agita los albaricoqueros. Mandadlo a palacio como esclavo hasta que todos los apéndices se le caigan.»
Varios de los demás guardias aplaudieron.
—Levanta la vista y aplaude —dijo la Voz.
—Me temo que se me caerían los apéndices.
—Es un rallador de queso bastante grande.
—¡Bravo! ¡Sensacional! ¡Otra! ¿Y la parte esa sobre los crisantememos? ¡Maravillosa!
—Bien. Escucha. Eres de Bes Pelargic. Tienes el mismo acento, que me maten si sé por qué. Es una ciudad portuaria y la gente de allí es un poco extraña. Te asaltaron unos bandidos y escapaste en uno de sus caballos. Es por eso que no llevas tus documentos encima. Aquí necesitas papeles para todo, incluso para ser alguien. Y finge que no me conoces.
—Es que no te conozco.
—Bien. ¡Larga Vida al Cometido de Hacer Cambiar las Cosas hacia un Estado Más Igualitario Conservando el Debido Respeto por las Tradiciones de Nuestros Antepasados y Por Supuesto Sin Dañar la Augusta Persona del Emperador!
—Bien. Sí. ¿Qué?
Un guardia le dio una patada a Rincewind en la zona de los riñones. Aquello sugería, en el lenguaje universal de las botas, que tenía que ponerse de pie.
Consiguió incorporarse sobre una rodilla y vio al Equipaje.
No era el suyo y había tres.
El Equipaje subió trotando hasta la cima de una colina baja y se paró tan deprisa que dejó una serie de pequeños surcos en la tierra.
Además de no tener ningún equipamiento con que pensar o sentir, el Equipaje tampoco tenía medios para ver. La forma en que percibía los acontecimientos era un completo misterio.
Ahora percibió a los otros Equipajes.
Los tres hacían cola pacientemente detrás del palanquín. Eran grandes. Y negros.
Las piernas del Equipaje desaparecieron dentro de su cuerpo.
Al cabo de un rato abrió con cautela la tapa, solamente un poco.
De las tres cosas que la mayoría de la gente sabe sobre los caballos, la tercera es que, en las distancias cortas, no pueden correr tan deprisa como los hombres. Tal como Rincewind había descubierto para su propio beneficio, tienen más patas que coordinar.
Existen ventajas adicionales si a) la gente a caballo no espera que eches a correr, y b) si resulta que estás, de forma muy conveniente, en posición de salida atlética.
Rincewind salió disparado como lo hace un curry indigesto de un estómago sensible.
Hubo muchos gritos pero lo más reconfortante, lo importante, era que tenían todos lugar tras su espalda. Pronto intentarían alcanzarlo, pero aquel era un problema para el futuro. También podía considerar hacia dónde estaba corriendo, pero un cobarde experimentado nunca se preguntaba por el «hacia» pues se encontraba fascinado por el «de qué».
Un corredor menos veterano se habría arriesgado a echar un vistazo atrás, pero Rincewind sabía instintivamente todo sobre la resistencia del viento y la tendencia de las piedras inoportunas a colocarse debajo de los pies inconscientes. Además, ¿para qué mirar atrás? Ya estaba corriendo todo lo deprisa que podía. Nada de lo que viera le haría correr más rápido.
Tenía delante una aldea grande y sin forma, construida aparentemente a base de fango y bostas. En los campos que tenía delante, una docena de campesinos levantaron la vista de su trabajo para mirar al mago en plena aceleración.
Tal vez fuera la imaginación de Rincewind, pero mientras pasaba frente a ellos habría jurado que oía el grito:
—¡Duración Necesariamente Prolongada al Ejército Rojo! ¡Defunción Lamentable Sin Sufrimiento Indebido a las Fuerzas de la Opresión!
Rincewind se metió por entre las cabañas mientras los soldados cargaban contra los campesinos.
Cohen estaba en lo cierto. Parecía que había una revolución. Pero el Imperio había existido sin ningún cambio durante miles de años. La cortesía y el respeto al protocolo formaban parte de su mismo tejido y al parecer los revolucionarios todavía tenían que aprender a dominar el arte de los eslóganes descorteses.
Rincewind prefería correr a esconderse. Esconderse estaba muy bien, pero si te encontraban estabas atrapado. Por otra parte, la aldea era el único cobijo en muchos kilómetros a la redonda, y algunos de los soldados iban a caballo. Puede que los hombres fueran más rápidos que los caballos en las distancias cortas, pero en aquel paisaje de campos llanos y abiertos un hombre corriendo lo tenía negro.
Así que se metió en un edificio al azar y abrió la primera puerta que vio.
La puerta tenía un letrero que decía: «Examen. ¡Silencio!».
Cuarenta caras expectantes y ligeramente preocupadas levantaron la mirada desde sus pupitres. No eran niños sino adultos.
Al fondo de la sala había un atril, y sobre el mismo un montón de papeles sellados con cordel y cera.
A Rincewind la atmósfera le resultó familiar. La había respirado antes, aunque a un mundo entero de distancia. Estaba impregnada de aquellos olores a sudor frío creados por el descubrimiento repentino de que probablemente ya fuera demasiado tarde para aquel repaso que llevabas tiempo posponiendo. Rincewind había afrontado muchos horrores en su época, pero ninguno ocupaba el mismo lugar en el léxico del miedo que aquellos pocos segundos después de que alguien dijera: «Pueden girar los exámenes ya».
Los candidatos estaban observándole.
Venían gritos de fuera.
Corrió al atril, rompió el cordel y repartió los exámenes tan deprisa como pudo. Luego regresó a la seguridad del atril, se quitó el sombrero y estaba agachado cuando se abrió la puerta lentamente.
—¡Márchense! —gritó—. ¡Se está haciendo un examen!
La figura invisible de detrás de la puerta le dijo algo en voz baja a alguien. Luego volvió a cerrar la puerta.
Los candidatos seguían mirándole.
—Esto. Muy bien. Den la vuelta a sus exámenes.
Hubo un susurro de papeles, unos momentos de aquel silencio terrible y luego una gran actividad con los pinceles.
Oposiciones. Ah, sí. Aquella era otra cosa que la gente sabía del Imperio. Eran la única forma de obtener una plaza de funcionario y la seguridad que esta conllevaba. Se había dicho que aquel era un sistema muy bueno porque abría oportunidades para la gente de mérito.
Rincewind cogió un examen que sobraba y lo leyó.
El encabezamiento decía: Examen para el Cargo de Asistente de Operario de Fertilizante de Origen Humano en el Distrito de W'ung.
Leyó la primera pregunta. Pedía a los candidatos que escribieran un poema de dieciséis versos sobre la niebla vespertina entre los cañaverales.
La segunda pregunta parecía ser sobre el uso de la metáfora en un libro del que Rincewind no había oído hablar nunca.
Luego había una pregunta sobre música…
Rincewind le dio la vuelta al examen un par de veces. No parecía que se mencionaran en ninguna parte palabras como «abono orgánico», «cubo» ni «carretilla». Pero presumiblemente todo aquello producía una clase de persona mejor que en Ankh-Morpork, donde solamente se hacía una pregunta a los candidatos: «¿Tienes pala propia?».
Los gritos de fuera parecían haberse apagado. Rincewind se arriesgó a asomar la cabeza por la puerta. Había una conmoción cerca del camino pero ya no parecía orientada hacia Rincewind.
Corrió como alma que lleva el diablo.
Los estudiantes continuaron con sus exámenes. Uno de los más emprendedores, sin embargo, se subió la pernera del pantalón y copió un poema sobre la niebla que había compuesto con grandes esfuerzos hacía algún tiempo. Al cabo de un tiempo ya sabes la clase de preguntas que hacen los examinadores.
Rincewind avanzó al trote, intentando mantenerse en las zanjas allí donde estas no comportaban hundirse hasta las rodillas en el barro. No era un paisaje pensado para esconderse. Los agateos plantaban sus cosechas en cualquier parcela de tierra de la que las semillas no se cayeran. Aparte de algún grupo esporádico de rocas había una ausencia clara de lugares en los que parapetarse.
Nadie le prestó mucha atención una vez que hubo dejado muy atrás la aldea. De vez en cuando algún operario de búfalos de agua se volvía para mirarlo hasta que se perdía de vista, aunque sin mostrar una curiosidad especial. Era simplemente que Rincewind resultaba ligeramente más interesante que ver defecar a un búfalo de agua.
Continuó sin perder de vista el camino y a media tarde llegó a una encrucijada.
Había una posada.
Rincewind no había comido desde lo del leopardo. La posada significaba comida, pero la comida significaba dinero. Tenía hambre y no tenía dinero.
Se reprendió a sí mismo por aquella clase de pensamiento negativo. Aquel no era el punto de vista adecuado. Lo que tenía que hacer era entrar y pedir una comida abundante y nutritiva. Entonces, en lugar de tener hambre y no tener dinero, estaría bien alimentado y no tendría dinero, lo cual suponía una ganancia neta respecto a su situación actual. Por supuesto, era probable que el mundo planteara algunas objeciones, pero en la experiencia de Rincewind había pocos problemas que no se pudieran solucionar con un grito y una buena ventaja de diez metros. Y por supuesto, para entonces ya se habría zampado una cena vigorizante.
Además, le gustaba la comida hunghunguesa. Unos cuantos refugiados habían abierto restaurantes en Ankh-Morpork y Rincewind se consideraba bastante experto en sus platos[17].
La única sala enorme estaba cargada de humo y, por lo poco que se distinguía a través de las volutas y los remolinos, bastante llena de gente también. Había un par de ancianos sentados delante de un complejo montón de fichas de marfil, jugando al Shibo Yangcong-san. Rincewind no estaba muy seguro de qué estaban fumando, pero a juzgar por la expresión de sus caras, estaban muy contentos de haberlo elegido.
Rincewind se abrió paso hasta la chimenea, donde un hombre flaco estaba atendiendo un caldero.
Le dedicó una sonrisa jovial:
—¡Buenos días! ¿Podría servirme su famosa exquisitez «Menú A para dos personas con pan de gambas extra»?
—Nunca he oído hablar de esa comida.
—Hum. Entonces… ¿puedo ver la oreja dolorida… el croar de rana… la carta?
—¿Qué es una carta, amigo?
Rincewind asintió. Sabía lo que quería decir cuando un desconocido te llamaba «amigo» de aquella manera. Nadie que llamara a otra persona «amigo» se sentía muy inclinado a ser amable.
—Quiero decir que qué hay para comer.
—Fideos, col hervida y bigotes de cerdo.
—¡¿Y ya está?!
—Los bigotes de cerdo no crecen en los árboles, san.
—Llevo todo el día viendo búfalos de agua —dijo Rincewind—. ¿Es que nunca coméis filetes?
El cucharón se sumergió en el caldero con un «splash». En alguna parte detrás de él cayó al suelo una ficha de shibo. A Rincewind se le erizó el pelo de la nuca bajo las miradas.
—En este lugar no servimos rebeldes —dijo el dueño en voz alta.
Probablemente son demasiado carnosos, pensó Rincewind. Pero le dio la impresión de que el tipo había dirigido aquellas palabras al mundo en general y no solo a él.
—Me alegro de oírlo —dijo— porque…
—Sí, señor —dijo el dueño un poco más alto—. Aquí los rebeldes no son bienvenidos.
—Me parece bien, porque…
—Si conociera a algún rebelde está claro que avisaría a las autoridades —vociferó el dueño.
—No soy un rebelde, solo tengo hambre —dijo Rincewind—. Querría, esto… un cuenco, por favor.
Le llenaron un cuenco. En la superficie aceitosa resplandecían pequeños arco iris.
—Es medio rhinu —dijo el dueño.
—¿Es que quiere que le pague antes de comérmelo? —preguntó Rincewind.
—Después tal vez, no quieras pagar, amigo.
Un rhinu era más oro del que Rincewind había poseído nunca. Se dio unas palmadas teatrales en los bolsillos.
—De hecho, parece que… —empezó. Se oyó un «plof» a su lado. Se le acababa de caer al suelo Lo que hice en mis vacaciones.
—Muy bien, gracias, con eso llega —le dijo el dueño a la sala en general. Le puso el cuenco en la mano a Rincewind y, con un gesto rápido, pescó el librito y se lo volvió a embutir al mago en el bolsillo.
—¡Siéntate en el rincón! —musitó entre dientes—. ¡Ya se te dirá qué tienes que hacer!
—Pero si ya sé qué hacer. Meter la cuchara en el cuenco, llevarme la cuchara a la boca…
—¡Siéntate!
Rincewind encontró el rincón más oscuro y se sentó. La gente seguía mirándole.
Para evitar la mirada colectiva sacó Lo que hice en mis vacaciones y lo abrió al azar, en un esfuerzo por averiguar por qué había tenido aquel efecto mágico en el posadero.
«… Me vendió un bocadillo que contenía algo llamado [pictograma complicado] y hecho en su totalidad de entrañas de cerdo [perro orinando]», leyó. «Y cosas como aquella se podían comprar por una moneda de las pequeñas en cualquier momento, y los ciudadanos estaban tan saciados que casi nunca compraban aquellos [pictograma complicado] del puesto de venta de [pictograma complicado pero que parecía incluir una pastilla de jabón]-san.»
Salchichas rellenas de partes de cerdo, pensó Rincewind. Bueno, tal vez fueran algo asombroso si hasta entonces la idea que uno tenía de una comida abundante era un cuenco lleno de agua de fregar con algo cuajando en la superficie.
¡Ja! El señor «Lo que hice en mis vacaciones» tenía que ir a Ankh-Morpork la próxima vez, a ver qué le parecían las… salchichas… llenas de productos porcinos… genuinos… del viejo Escurridizo…
Se le cayó la cuchara en el cuenco.
Rincewind pasó las páginas a toda prisa.
«… Calles pacíficas, por las que yo paseaba, considerablemente libres de criminales y forajidos…»
—¡Por supuesto que lo estaban, capullo cuatroojos! —gritó Rincewind—. ¡Porque todo lo malo me estaba pasando a mí!
«… Una ciudad donde todos los hombres son libres…»
—¿Libres? ¿Libres? Bueno, sí, libres para morirse de hambre, para ser asaltados por el Gremio de Ladrones… —le dijo Rincewind al libro.
Pasó de página con manos temblorosas.
«… Mi compañero era el Gran Hechicero [pictograma complicado, pero ahora que Rincewind lo examinaba se dio cuenta con el corazón a cien de que tenía unas cuantas líneas que se parecían al carácter agateo que se pronunciaba "wind"], el mago más importante y poderoso de todo el país…»
—¡Yo nunca dije eso! Yo… —Rincewind se detuvo. La memoria desenterró traicioneramente algunas frases del tipo «Oh, el archicanciller escucha todo lo que digo» y «Si no fuera por mí, este sitio se vendría abajo». Pero era la clase de cosas que se decían después de unas cuantas cervezas, y que seguramente nadie sería tan crédulo como para escribir…
Una imagen cobró nitidez en la memoria de Rincewind. La imagen de un hombrecillo feliz y sonriente con unas gafas enormes y una perspectiva confiada e inocente de la vida que llevaba el terror y la destrucción allí donde fuera. Dosflores se había mostrado bastante incapaz de creer que el mundo fuera un lugar malo y eso se debía básicamente a que para él no lo era. Lo reservaba todo para Rincewind.
La vida de Rincewind había sido bastante tranquila hasta conocer a Dosflores. Desde entonces, por lo que recordaba, había contenido cantidades enormes de acontecimientos.
Y el hombrecillo se había vuelto a su casa, ¿no? A Bes Pelargic… el único puerto marítimo propiamente dicho del Imperio.
Estaba claro que nadie era lo bastante crédulo como para escribir algo como aquello, ¿no?
Estaba claro que nadie era lo bastante crédulo salvo una persona.
Rincewind no era alguien politizado, y sin embargo había cosas que podía entender porque no tenían que ver tanto con la política como con la naturaleza humana. Una serie de imágenes desagradables se colocaron en su sitio como piezas de un mal decorado.
El Imperio estaba rodeado de una muralla. Si uno vivía en el Imperio aprendía a hacer sopa con chillidos de cerdos y escupitajos de golondrina porque era así como se hacía, y los guardias abusaban de uno todo el tiempo porque era así como funcionaba el mundo.
Pero si alguien escribiese un librito alegre sobre…
… lo que hice en mis vacaciones…
… en un lugar donde el mundo funcionaba de forma muy distinta…
… entonces, por muy fosilizada que estuviera la sociedad, siempre habría gente que se haría preguntas peligrosas del tipo: «¿Dónde está el cerdo?».
Rincewind se quedó mirando la pared con expresión sombría. Campesinos del Imperio, ¡rebelaos! No tenéis nada que perder más que la cabeza y las manos y los pies y también hay una cosa que hacen con un chaleco de alambre y un rallador de queso…
Le dio la vuelta al libro. No figuraba el nombre del autor. Solamente había un pequeño mensaje: «¡Incrementada Suerte! ¡Haz Copias! (Duración Prolongada y Felicidad a Nuestro Cometido)».
Ankh-Morpork también había sufrido alguna rebelión que otra en el curso de los años. Pero nadie iba por ahí organizando las cosas. Simplemente agarraban un arma y se echaban a la calle. Nadie se molestaba en emitir un grito de guerra formal, sino que confiaban en el muy probado: «¡Ahí va! ¡Cógelo! ¿Lo tienes? ¡Ahora dale una patada donde más duele!».
Lo importante era que… fuera lo que fuese que causaba aquellas cosas, no solía ser la razón de las mismas. Cuando a lord Espasmo el Loco lo colgaron del higuín[18] no fue realmente porque obligara al pobre Spooner Boggis a comerse su propia nariz, sino debido a que se habían acumulado muchos años de crueldad imaginativa y al final los motivos de queja habían alcanzado…
Del otro extremo de la sala llegó un grito terrible. Rincewind ya estaba medio levantado de su asiento antes de ver el pequeño escenario y a los actores.
Había un trío de músicos en cuclillas en el suelo. Los clientes de la posada se giraron para mirar.
En cierta forma, era muy divertido. Rincewind no seguía muy bien el argumento, pero era algo así: hombre consigue chica, hombre pierde chica a manos de otro hombre, hombre los corta a los dos por la mitad, hombre se cae sobre su propia espada y luego todos salen para hacer una reverencia con el equivalente agateo de «Vuelven los días felices» de fondo. Era un poco difícil distinguir los pequeños detalles porque los actores gritaban «¡Hurraaa!» muy a menudo, se pasaban gran parte del tiempo hablando con el público y a Rincewind sus máscaras le parecían todas iguales. Los músicos estaban en su propio mundo, o, a juzgar por como sonaban, en tres mundos distintos.
—¿Una galleta de la suerte? —¿Eh?
Rincewind emergió de los matorrales de la dramaturgia y vio a su lado al posadero.
El tipo le puso un plato de galletas vagamente bivalvas debajo de la nariz.
—¿Una galleta de la suerte?
Rincewind extendió el brazo. Justo cuando sus dedos estaban a punto de cerrarse en torno a una el plato se desplazó lateralmente tres o cuatro centímetros hasta que otra distinta quedó bajo su mano.
Pues bueno. La cogió.
Lo cierto era —sus pensamientos se reanudaron mientras la obra continuaba entre gritos— que por lo menos en Ankh-Morpork uno podía poner las manos en armas de verdad.
Pobres diablos. Hacía falta más que eslóganes bien elaborados y un montón de entusiasmo para dirigir una buena rebelión. Hacían falta luchadores bien entrenados y, por encima de todo, un buen líder. Confiaba en que encontraran uno cuando él ya estuviera bien lejos.
Desenrolló el mensaje de la suerte y lo leyó distraídamente, sin hacer caso del posadero que caminaba a su alrededor.
En lugar del habitual «Acaba usted de disfrutar una comida de mala calidad» había un pictograma bastante complicado.
Rincewind resiguió las pinceladas con los dedos.
—«Muchas… muchas… disculpas…» ¿Qué clase de…?
El músico de los platillos los hizo entrechocar con estrépito.
La cachiporra de madera rebotó en la cabeza de Rincewind.
Los ancianos que jugaban a shibo asintieron contentos para sí mismos y regresaron a su partida.