Cuando prendiose fuego a la hoguera de la malvada y cuando alcanzáronla las llamas, principió aquesta a maldecir a los caballeros, barones, hechiceros y señores del concejo presentes en la plaza, y esto, con verbo tan horroroso que a todos les acometió el espanto. Y puesto que la hoguera tan sólo de palos mojados estaba hecha, para que la diablesa no la guiñara tan presto y para que conociera el fuego del castigo, mandose agora allegar yerbas secas y terminar el martirio. Mas verdaderamente un demonio habitaba en aquesta maldita, pues si bien chisporroteaba ya con brío, ni un grito daba de dolimiento, sino que más terribles todavía maldiciones echaba de sí. «Nacerá un vengador de mi sangre», dijo a voz en grito. «¡Nacerá de la Antigua Sangre manchada un destructor de naciones y mundos! ¡De los mis sufrimientos cobrará venganza! ¡Muerte, muerte y venganza a todos vosotros y a vuestras generaciones!» Sólo aquesto alcanzó a vociferar antes de quemarse. Así morió Falka, tal castigo recibió por la sangre inocente vertida.
Roderick de Novembre, Historia del mundo, tomo II
—Miraila. Quemada por el sol, llena de heridas, sucia. Todavía bebe como una esponja y, hambrienta estaba que daba miedo. Os digo, del este vino. Vino a través del Korath. A través de la Sartén.
—¡Cuentos! Nadie sobrevive a la Sartén. Del oeste vino, de la sierra, por el paso del Secucho. Apenas al extremo de Korath se perdió y esto ya fue bastante. Cuando la encontramos, estaba ya caída y sin espíritu.
—Al oeste tales despoblados abarcan muchas millas. ¿De ónde venía andando?
—No andaba, que cabalgaba. Quién sabe cuan largo. Huellas de caballo había a su vera. Debe de haberla tirado el caballo en el Secucho, por eso está apaleada y llena de moratones.
—¿Y a cuento de qué es tan importante para Nilfgaard, por curiosidad? Cuando nuestro prefecto nos mandó a buscarla, pensara yo que alguna dama noble se perdiera. ¿Y que es ésta? Una guarrilla común y corriente, una barrendera harapienta, y para colmo muda y sin seso. Ciertamente no sé, Llorón, si habremos encontrado la moza que era…
—Ella es. Y en suma, que de común y corriente na. Común y corriente, la hubiéramos encontrado muerta.
—No mucho faltó. Y ni la lluvia la habría salvado, creo yo. Cuernos, ni los viejos más viejos recuerdan que hubiera llovido en la Sartén. Las nubes siempre pasan de largo el Korath… ¡Incluso cuando en el valle llueve, allí ni gota cae!
—Miraila, cómo traga. Cual si una semana no hubiera tenido nada en los morros… ¡Eh, tú, tragona! ¿Te gusta la cecina? ¿Y los corruscos secos?
—Preguntaila en elfo. O en nilfgaardiano. No entiende el normal. Ésta es una lechigada élfica o así…
—Ésta lo que es, es tonta y no muy cuerda. Cuando al alba la monté en el caballo, lo mismo que si sentara un monigote de madera.
—No tenís ojos —enseñó los dientes el llamado Llorón, calvo y de constitución recia—. ¡Vaya unos Pilladores que estáis hechos si entodavía no la habéis cogido! Ésta no es ni tonta ni loca. Lo finge, sólo. Es una pájara rara y astuta.
—¿Y por qué es tan importante para Nilfgaard? Prometieron recompensa, mandaron patrullas a todos lados… ¿Por qué?
—Eso no lo sé. Pero no está de más preguntarla a ella… Con un palo en los lomos, hay que preguntarla… ¡Ja! ¿Sos habéis dado cuenta de cómo me ha mirado? Todito lo entiende, escucha atenta. ¡Eh, moza! Soy Llorón, rastreador, de los llamados Pilladores. Y esto, va, mira aquí, ¡esto es una vara, de las llamadas palo! ¿Te gusta el pellejo de tus espaldas? Pues suelta…
—¡Basta! ¡Callad!
La orden a gritos, fuerte, que no toleraba oposición, vino desde el otro fuego, ante el que estaba sentado el caballero junto con su escudero.
—¿Os aburrís, Pilladores? —preguntó el caballero amenazante—. ¡Entonces todos al trabajo! ¡Limpiar los caballos! ¡Limpiar mis armas y mis avíos! ¡Al bosque por leña! ¡Y no toquéis a la moza! ¿Habéis entendido, malcriados?
—Ciertamente, noble señor Sweers —masculló Llorón. Sus camaradas bajaron la cabeza.
—¡Al trabajo! ¡Cumplir las órdenes!
Los Pilladores comenzaron a trajinar.
—El destino nos ha castigao con este cabronazo —murmuró uno—. Que también el prefecto no tuviera otra cosa que hacer que ponernos por cima a un puto caballero…
—Digo —masculló por lo bajo otro, mirándole de reojo—. Y al cabo, nosotros fuimos, Pilladores, quienes a la moza hallamos. Nuestras narices fueron las que nos hicieron de cabalgar el Secucho.
—Cierto. El mérito es nuestro y el señoritingo se lleva el premio, a nosotros alguna perra chica nos soltarán… A los pies, un florín, toma, Pillador, aquí ties, dale las gracias al señor…
—Cierra el pico —susurró Llorón—, pos todavía nos van a oír…
Ciri se quedó sola junto al fuego. El caballero y el escudero la miraban inquisitivamente, pero no se dirigieron a ella.
El caballero era un hombre viejo pero fuerte, con un rostro severo marcado por las cicatrices. Durante el viaje siempre llevaba puesto el yelmo con las alas de pájaro, pero no eran las alas que Ciri había visto en sus pesadillas, y también, luego, en la isla de Thanedd. No era el Caballero Negro de Cintra. Pero era un caballero nilfgaardiano. Cuando impartía órdenes, hablaba fluidamente la común, pero con un marcado acento, parecido al de los elfos. Con su escudero, un muchacho no mucho mayor que Ciri, hablaba sin embargo en un idioma cercano a la Vieja Lengua, pero menos cantarín, más duro. Debía de tratarse de la lengua nilfgaardiana. Ciri, que conocía bien la Vieja Lengua, comprendía la mayor parte de las palabras. Pero no traicionó esto. Durante la primera parada, al borde del desierto que ellos llamaban la Sartén o Korath, el caballero nilfgaardiano y su escudero la cubrieron de preguntas. Entonces no respondió porque se sentía indiferente y estaba aturdida, sólo a medias consciente. Al cabo de unos días de viaje, cuando salieron de las barrancas rocosas y bajaron hacia el verde del valle, Ciri volvió en sí, comenzó por fin a mirar al mundo a su alrededor y a reaccionar, aunque con indolencia. Pero seguía sin responder a las preguntas, así que el caballero dejó de dirigirse a ella. Daba la sensación de que no le prestaba atención. De ella se ocupaban sólo los jayanes que decían llamarse los Pilladores. Éstos también le preguntaron. Eran muy agresivos.
Pero el nilfgaardiano del yelmo alado les llamó inmediatamente al orden. Estaba claro quién era allí el señor y quién el servicio.
Ciri fingía ser una muda tonta, pero aguzaba bien el oído. Poco a poco comenzó a comprender su situación. Había caído en manos de Nilfgaard. Nilfgaard la había estado buscando y la había encontrado, seguramente siguiendo la ruta por la que la había enviado el caótico telepuerto de Tor Lara. Lo que no había conseguido Yennefer, lo que no había conseguido Geralt, lo habían conseguido el caballero del yelmo alado y los rastreadores llamados Pilladores.
¿Qué había pasado en Thanedd con Yennefer y Geralt? ¿Dónde había aterrizado ella? Albergaba las sospechas más terribles. Los Pilladores y su cabecilla, Llorón, hablaban en una versión simplona y desmañada de la lengua común, pero sin acento nilfgaardiano. Los Pilladores eran personas normales, pero servían a un caballero de Nilfgaard. Los Pilladores se alegraban ante la idea de la recompensa que les pagaría el prefecto por encontrar a Ciri. En florines.
Los únicos países donde la moneda corriente era el florín y la gente servía a los nilfgaardianos eran las provincias imperiales gobernadas por los prefectos, allá en el lejano sur.
Al día siguiente, durante un alto a la orilla de un arroyo, Ciri comenzó a pensar en la posibilidad de huir. La magia podía ayudar. Con mucho cuidado, intentó el hechizo más simple, una débil telekinesia. Pero sus temores se confirmaron. No tenía ni siquiera una chispa de energía hechiceril. Después del jugueteo irracional con el fuego, las capacidades mágicas la habían abandonado por completo.
Se sumió de nuevo en la indiferencia. A todo. Se encerró en sí misma y se hundió en la apatía. Durante mucho tiempo.
Hasta el día en que mientras cabalgaban a través de un brezal se les cruzó en el camino el Caballero Azul.
—Ay, ay —murmuró Llorón, mirando a los caballos que les cortaban el paso—. La vamos a tener. Son los Varnhagen, del fuerte Sarda…
Los caballos se acercaban. A la cabeza, montado en un poderoso caballo rucio, iba un gigante vestido con una armadura de hierro que brillaba en tonos celestes. Junto a él había otro hombre con armadura, por detrás iban dos jinetes con simples ropas grises, indudablemente pajes.
El nilfgaardiano del yelmo alado se acercó a ellos, manteniendo a su bayo a un paso bailarín. Su escudero acariciaba el pomo de la espada, se giró sobre la silla.
—Quedaos atrás y cuidad de la muchacha —gritó a Llorón y sus Pilladores—. ¡No os mezcléis!
—No somos tan bobos —dijo en voz baja Llorón, en cuanto el escudero se había alejado—. No somos tan bobos como para mezclarnos con los importantones de Nilfgaard…
—¿Habrá pelea, Llorón?
—Seguro. Entre los Sweers y los Varnhagen hay odio de familia y venganza de sangre. Bajarsos. Guardar la muchacha, que ella es nuestro bien y beneficio. Si hay suerte, nos vamos a llevar todo el premio que haya por ella.
—A lo seguro que los Varnhagen también buscan la moza. Si prevalecieran, nos la quitarían… Y semos sólo cuatro…
—Cinco. —Llorón sonrió—. Arresulta que uno de ésos de atrás de Sarda es mi compadre. Veréis, de esta trifulca el beneficio será nuestro y no de los señores caballeros…
El caballero de la armadura azul tiró de las riendas de su rucio. El alado se plantó enfrente. El compañero del Azul hizo trotar a su caballo, se detuvo por detrás. Su extraño yelmo estaba adornado con dos tiras de cuero que colgaban de su visera y que tenían el aspecto de dos grandes mostachos o de colmillos de morsa. En la parte delantera de su silla Dos Colmillos tenía un arma de aspecto amenazador, que recordaba un poco al espontón que llevaba la guardia de Cintra, pero con un asta significativamente más corta y una moharra bastante más larga.
El Azul y el Alado intercambiaron unas cuantas palabras. Ciri no escuchó cuáles, pero el tono de ambos caballeros no dejaba lugar a dudas. No se trataba de palabras de amistad. El Azul, de pronto, se levantó sobre los estribos, señaló bruscamente a Ciri, dijo algo en alta voz y con rabia. En respuesta, el Alado le gritó igualmente rabioso, agitó la mano envuelta en su guantelete acorazado, seguramente para decirle al Azul que se largara. Y entonces comenzó.
El Azul espoleó al rucio con las espuelas y se echó hacia adelante, alzando el hacha que llevaba enganchada a la silla. El Alado azuzó a su bayo, sacando la espada de su vaina. Sin embargo, antes de que los hombres armados tuvieran tiempo de enzarzarse en la lucha, atacó Dos Colmillos, espoleando al galope a su caballo con el asta de su espontón. El escudero del Alado se lanzó hacia él sacando su espada, pero Dos Colmillos se incorporó en la silla y le clavó el espontón directamente en el pecho. La larga moharra se introdujo con un chasquido a través del escapulario y de la loriga, el escudero gimió desgarradoramente y cayó del caballo al suelo, sujetando con las dos manos el asta que tenía clavada hasta el fondo.
El Azul y el Alado se encontraron con un estampido y un chasquido. El hacha era más peligrosa, pero la espada más rápida. El Azul recibió un golpe en el hombro, un fragmento de las hombreras metálicas voló hacia un lado, el jinete, girando y tirando de las riendas, vaciló sobre la silla, sobre la armadura azul brillaron manchas de color carmín. El galope separó a los luchadores. El alado nilfgaardiano dio la vuelta a su caballo, pero entonces cayó sobre él Dos Colmillos, que agarraba la espada con las dos manos, dispuesto para el golpe. El Alado tiró de las riendas, Dos Colmillos, dirigiendo al caballo sólo con los pies, pasó galopando a un lado. El Alado pudo todavía tajarlo al paso. Ante los ojos de Ciri, el metal de la bufa se rajó, de bajo la hoja brotó la sangre.
Ya volvía el Azul, agitando el hacha y gritando. Ambos acorazados intercambiaron chasqueantes golpes y se separaron. Sobre el Alado cayó de nuevo Dos Colmillos, los caballos se chocaron, las espadas tintinearon. Dos Colmillos cortó al Alado, rajándole los brazales y el escudo. El Alado se enderezó y descargó desde la derecha un potente tajo en el costado del peto. Dos Colmillos se balanceó en la silla. El Alado se puso de pie en los estribos y cortó otra vez con fuerza, entre las ya destrozadas hombreras y el yelmo. La ancha y afilada espada se introdujo con un estampido en el metal, se atascó. Dos Colmillos se tensó y se estremeció. Los caballos se alejaron, pateando y mordiendo el bocado. El Alado se apoyó en el fuste, arrancó la espada. Dos Colmillos se deslizó de la silla y cayó bajo los cascos. Las herraduras chocaron contra la armadura machacada.
El Azul volvió el rucio, atacó, levantando el hacha. Guiaba con dificultad el caballo con ayuda de la mano herida. El Alado lo notó, le salió hábilmente por la derecha, se enderezó en los estribos para lanzar un tajo terrible. El Azul paró el golpe con el hacha y arrancó la espada de las manos del Alado. Los caballos chocaron de nuevo. El Azul era un verdadero forzudo, la pesada hacha en sus manos se alzaba y caía como si fuera un palito. Cayó sobre la armadura del Alado con un estampido tal que el bayo casi se quedó sentado sobre sus ancas. El Alado se tambaleó, pero aguantó en la silla. Antes de que el hacha pudiera caer de nuevo, soltó las riendas y dobló la mano izquierda, agarrando una pesada maza de granada que llevaba colgando de un cabestrillo, y le golpeó un revés en el yelmo al Azul. El yelmo sonó como una campana, ahora era el Azul el que se balanceaba en la silla. Los caballos gruñeron, intentaron morderse y no se querían separar.
El Azul, claramente aturdido por el golpe de la maza, todavía consiguió golpear con su hacha en el peto a su contrincante. El que ambos se mantuvieran todavía en las sillas parecía un verdadero milagro, pero simplemente era causado por los altos arzones que les sujetaban. Por los costados de ambos caballos fluía la sangre, que se veía mejor en la clara capa del rucio. Ciri miraba con horror. En Kaer Morhen le habían enseñado a luchar, pero no se imaginaba de qué forma podría presentar combate a uno de aquellos forzudos. Y parar siquiera uno de aquellos potentes golpes.
El Azul agarró con las dos manos el mango del hacha que estaba clavado profundamente en el pecho del Alado, se enderezó y tiró de él, intentando derribar a su contrincante de la silla. El Alado le golpeó con fuerza con su maza, una, dos, tres veces. La sangre brotaba de bajo el barbote del yelmo, salpicaba las armas azules y el cuello del rucio. El Alado pinchó al bayo con las espuelas, el repentino salto del caballo sacó el afilado hacha de su pecho. El Azul, que estaba inclinado sobre la silla, dejó caer el mango. El Alado cambió su maza a la mano derecha, la lanzó, con un terrible golpe clavó la cabeza del Azul al cuello del caballo. Agarrando las riendas del rucio con su mano libre, el nilfgaardiano golpeó con la maza, la armadura azul sonaba como una olla de hierro, la sangre fluía de bajo el almete destrozado. Todavía un golpe más y el Azul cayó con la cabeza hacia delante bajo los cascos del rucio. El rucio retrocedió, pero el bayo del Alado, a todas luces entrenado para ello, pateó al caído con estrépito. El Azul todavía vivía, de lo que daban fe sus desesperados gritos de dolor. El bayo siguió pateándolo, con tal ímpetu, que el Alado, herido, no se mantuvo en la silla y cayó con un estampido junto al otro.
—Se han matao, su perra madre —se lamentó el Pillador que tenía agarrada a Ciri.
—Señores caballeros, al infierno con ellos —escupió otro.
Los pajes del Azul miraron desde lejos. Uno de ellos dio la vuelta al caballo.
—¡Quieto, Remiz! —gritó Llorón—. ¿A ónde vas? ¿A Sarda? ¿Tienes prisa en llegar al cadalso?
Los pajes se detuvieron, uno miró, haciéndose sombra con la mano.
—¿Eres tú, Llorón?
—¡Yo! ¡Ven acá, Remiz, no temas! ¡Los importantones éstos no son asunto nuestro!
Ciri estaba harta de indiferencia. Se soltó hábilmente del Pillador que la tenía sujeta, echó a correr, se acercó al rucio del Azul, de un salto se encaramó a la silla de alto fuste.
Lo hubiera conseguido, puede ser, si los pajes de Sarda no hubieran estado montados y en caballos frescos. La alcanzaron sin esfuerzo, le quitaron las riendas. Saltó y echó a correr en dirección al bosque, pero de nuevo la alcanzaron los caballos. Uno le agarró al vuelo de los cabellos, tiró, la arrastró. Ciri gritó, se colgó de sus manos. Los jinetes la echaron directamente a los pies de Llorón. Silbó el palo, Ciri gritó y se hizo un ovillo, cubriéndose la cabeza con las manos. El palo silbó de nuevo y la golpeó en las manos. Se revolcó por el suelo, pero Llorón se acercó, le dio de patadas y luego le puso la bota en la espalda.
—¿Querías huir, arpía?
El palo silbó. Ciri aulló. Llorón golpeó de nuevo y le atizó en la espalda.
—¡No me golpees! —gritó, encogiéndose.
—¡Así que hablas, so guarra! ¿Se te ha desatao la lengua? Yo ahora te…
—¡Acuérdate, Llorón! —gritó alguno de los Pilladores—. ¿Le quieres sacar la vida o qué? ¡Ella vale demasiado como para echarla a perder!
—Rayos —dijo Remiz, desmontando—. ¿Acaso fuera ésta que Nilfgaard busca de hace una semana?
—Ella es.
—¡Ja! Todas las guarniciones la buscan. ¡Es no sé qué importante presonaje para Nilfgaard! ¡Paece que algún mago poderoso dijo que había de estar por estos alredores! Tal se hablaba en Sarda. ¿Dónde la pillasteis?
—En la Sartén.
—¡No es posible!
—Lo es, lo es —dijo Llorón rabioso, torciendo el gesto—. ¡La tenemos, y la recompensa es nuestra! ¿Qué hacís ahí como momios? ¡Atarme esta pájara y a la silla con ella! ¡Nos largamos de aquí, mochachos! ¡Vivo!
—El noble Sweers —dijo uno de los Pilladores— todavía respira…
—No será por mucho rato. ¡El perro le rebanó! Vamos drechos a Amarillo, mochachos. A ver al prefecto. Le damos la moza y agarramos la recompensa.
—¿A Amarillo? —Remiz se rascaba la frente, mirando al campo de la reciente batalla—. ¡Allá ya nos saludará el verdugo! ¿Qué le dirás al prefecto? ¿Los caballeros apaleados y vosotros enteros? Cuando todo se aclare el prefecto os mandará colgar y a nosotros en una jaula nos mandará a Sarda… Y entonces los Varnhagen nos sacarán la piel a tiras. Vosotros, si queréis, veros para Amarillo, pero yo mejor me quedaré en los montes…
—Tú eres mi cuñao, Remiz —dijo Llorón—. Y anque eres un hideputa, porque le dabas leña a mi hermana, pariente eres. Así que voy a salvarte el pellejo. Iremos a Amarillo, te digo. El prefecto sabe que entre los Sweers y los Varnhagen hay asuntos de familia. Se encontraron, se pegaron los unos a los otros, algo normal en ellos. ¿Y qué le íbamos a hacer? Y la moza, estate atento, la encontramos después. Nosotros, los Pilladores. Tú también, desde ahora, eres un Pillador, Remiz. El prefecto no tie ni puta idea de cuántos íbamos con el Sweers. No nos va a contar…
—¿Y no te olvidas de algo, Llorón? —preguntó prolongadamente Remiz, al tiempo que miraba al otro paje de Sarda.
Llorón se volvió despacio y, de improviso, sacó un cuchillo y lo clavó con fuerza en la garganta del paje. El paje gorgoteó y se derrumbó a tierra.
—Yo no me olvido de na —dijo frío el Pillador—. Bueno, y ahora estamos nosotros y nosotros. No hay testigos, y cabezas para partir la recompensa no hay muchas. ¡A los caballos, mochachos, a Amarillo! ¡Hay una buena porción de camino entoavía entre nosotros y la recompensa, no perdamos más tiempo!
Cuando salieron de un oscuro y húmedo hayedo, vieron a los pies de la montaña una aldea, unos cuantos tejados de bálago en el interior de un círculo formado por una estacada baja que lo separaba del meandro de un río no muy grande.
El viento traía el olor del humo. Ciri movió los entumecidos dedos de las manos, atados con unas sogas al arzón de la silla. Estaba completamente entumecida, le dolía el culo de una manera insoportable, un montón de ampollas la torturaban. Estaba en la silla desde el amanecer. Por la noche no había podido descansar porque la habían obligado a dormir con las manos atadas a las muñecas de sendos Pilladores que yacían uno a cada lado. A cada uno de sus movimientos, los Pilladores reaccionaban con blasfemias y amenazas a su vida.
—Una alquería —dijo uno.
—Lo veo —respondió Llorón.
Bajaron, los cascos de los caballos crujían entre las altas hierbas quemadas por el sol. Al poco se encontraron en un camino lleno de baches que conducía directamente a la aldea, hacia un puente de madera y una puerta en la empalizada.
Llorón detuvo el caballo, se levantó en los estribos.
—¿Cuál es este pueblo? Nunca hicimos alto acá. Remiz, ¿conoces estos alredores?
—Antes —dijo Remiz— este pueblo se llamaba Río Blanco. Pero como comenzara una revuelta, algunos de los de acá se unieron a los revoltosos, entonces los Varnhagen de Sarda lo prendieron fuego, muerte dieron a las gentes o los llevaron de siervos. Ahora acá habitan sólo colonos nilfgaardianos, todos neocolonos. Y llaman a la aldea Glyswen. Estos colonos son gentes malas, creídos. Os digo: no hagamos acá un alto. Sigamos alante.
—Ha de darse descanso a los caballos —protestó uno de los Pilladores— y forraje. Y a mí mesmo me suenan las tripas como si unos músicos anduvieran tocando dentro. Qué más nos darán a nosotros los neocolopos esos, payasos sólo, canijos. Les pondré ante sus morros la orden del prefecto, al cabo el prefecto es nilfgaardiano como ellos son. Veréis que se nos pondrán de rodillas.
—Ay, sí —resopló Llorón—, habrás visto ningún nilfgaardiano que se ponga de rodillas. Remiz, ¿y en el tal Glyswen hay taberna?
—Hay. La taberna no la quemaron los Varnhagen.
Llorón se volvió en la silla, miró a Ciri.
—Hay que desatarla —dijo—. No sea que alguien la conozca… Darla un capotillo. Y la caperuza sobre la testa… ¡Vaya! ¿Ande vas, guarrilla?
—Tengo que ir detrás de las matas…
—¡Te voy a dar yo a ti matas, so zorra! ¡Mea en el camino! Y no te olvides: en el pueblo ni abrir el pico. ¡No te creas que eres muy lista! Sólo que chilles y te rajo el pescuezo. Si yo no consigo florines por ti, nadie los consigue.
Siguieron al paso, los cascos de los caballos resonaban sobre el puentecillo. De detrás de la empalizada salieron inmediatamente las figuras de unos colonos armados con lanzas.
—Hacen guardia a la puerta —murmuró Remiz—. Tengo curiosidad por saber por qué…
—Yo también —le respondió Llorón, levantándose en los estribos—. Guardan el portón y por el lao del molino la valla está caída y puede uno entrar con un carro si tiene gana…
Se acercaron, detuvieron los caballos.
—¡Saludos, señores! —gritó Llorón jovial, aunque algo innatural—. ¡A los buenos días!
—¿Quién sois? —preguntó el más alto de los colonos.
—Nosotros, compadre, semos del ejército —mintió Llorón, apoyado en la silla—. Al servicio de su señoría el señor prefecto de Amarillo.
El colono pasó la mano por el asta de su lanza, miró a Llorón de reojo. Indudablemente no recordaba en qué bautizo se había hecho compadre del Pillador.
—Nos mandó acá el noble señor prefecto —siguió mintiendo Llorón— para hacer pesquisas de cómo les fuera a sus compatriotas, las buenas gentes de Glyswen. Su merced envía saludos y enquiere si no les hará falta a las gentes de Glyswen alguna ayuda.
—Nos las vamos apañando —dijo el colono. Ciri se dio cuenta de que hablaba la común de forma parecida al Alado, con el mismo acento, aunque en el estilo de habla intentaba imitar la jerga de Llorón—. Acostumbrados nos hemos a apañárnoslas solos.
—Contento será el señor prefecto, cuando esto le contemos. ¿Abierta está la taberna? Se nos han secado los gaznates…
—Abierta —habló sombrío el colono—. De momento, abierta.
—¿De momento?
—De momento. Pues vamos a espiazar la taberna, los cabrios y las tablas bien valen para el pósito. La taberna, beneficio ninguno da. Nosotros trabajamos de sol a sol y no vamos a la taberna. Sólo los forasteros acuden a ella, y los más, gentes de las que no nos alegramos. Ahora también unos tales pausan allá.
—¿Quienes? —Remiz palideció ligeramente—. ¿No serán por un casual, del fuerte de Sarda? ¿No serán los nobles señores Varnhagen?
El colono frunció el ceño, movió los labios como si tuviera gana de escupir.
—No, por desgracia. Es la milicia de los señores barones. Los Nissiros.
—¿Los Nissiros? —Llorón torció el gesto—. ¿Y de ónde vienen? ¿Quién los manda?
—Uno más viejo que ellos, alto, prieto, bigotudo como un siluro.
—¡Je! —Llorón se volvió a los camaradas—. Buenas las hemos. A uno sólo de ésta conocemos, ¿no? Ése es creo nuestro viejo amigo Versta el Créeme, ¿os recordáis? ¿Y qué es, compadre, lo que los Nissiros trajinan en vuestro pueblo?
—Los señores Nissiros —aclaró sombrío el colono— tienen destino a Tyffi. Nos honran con su visita. Portan un preso. Traparon a uno de la banda de los Ratas.
—¡Seguro! —bufó Remiz—. ¿Y al emperador de Nilfgaard no traparon?
El colono frunció el ceño, apretó la mano sobre el asta de la lanza. Sus compañeros murmuraron sordamente.
—Versus a la posada, señores guerreros. —Los músculos en las mandíbulas inferiores del colono temblaban con fuerza—. Y platicar con los señores Nissiros, vuestros amigos. Paece que estáis al servicio del prefecto. Preguntar a aquellos señores Nissiros por qué el bandido a Tyffi conducen, en vez de acá, en el pueblo, clavarlo en un palo y cuartearlo con bueyes, tal y como el prefecto manda. Y recordar a los señores Nissiros, vuestros amigos, que acá manda el prefecto y no el barón de Tyffi. Nosotros ya tenemos los bueyes uncidos y el palo afilado. Si los señores Nissiros no quieren, nosotros haremos lo que convenga. Decírselo.
—Lo diré, obligao. —Llorón guiñó significativamente a sus camaradas—. A seguir bien, señores.
Fueron al paso por entre las chozas. La aldea parecía muerta, no se veía ni un alma. Bajo una cerca hozaba una cerda muy delgada, sucios patos se revolcaban en el barro. Un enorme gato negro cruzó el camino de los jinetes.
—¡Lagarto, lagarto! ¡Puto gato! —Remiz se inclinó en la silla, escupió, puso los dedos en una señal que protegía del mal de ojo—. ¡Cruzó el camino, hideputa!
—¡Así se le atragante un ratón en el gargüero!
—¿Lo qué?
—Un gato. Negro como la pez. Nos cruzó el camino, lagarto, lagarto.
—Que le den. —Llorón miró alrededor—. Mirai, mirai, qué despoblado. Mas de reojo he visto que las gentes están en sus casas, atentas. Y daquesta otra puerta vi cómo rebrillaba una jabalina.
—Cuidan de las hembras —se rio aquél que había deseado al gato problemas con el ratón—. ¡Los Nissiros en el pueblo! ¿Escuchasteis lo que dijo el labrador aquel? Claro se vio, que no gusta de los Nissiros.
—Y no es de extrañar. El Créeme y su compaña no perdonan ni una saya. Eh, no se las buscan ni nada, los señores Nissiros. Los barones los nombran «vegilantes del orden», por ello los pagan, para que lo mantengan, para que guarden los caminos. Y grítale a un labrador al oído: «¡Nissir!», y verás, se caga las patas abajo de miedo. Pero tiempo al tiempo. Un corderillo más que se afanen, una moza más que se trajinen y los labradores les clavarán en sus biernos, verás. ¿Sus fijasteis en los de aquesta puerta, que morro tenían más emperrados? Éstos son colonos de Nilfgaard. Na de bromas con ellos… Ja, he aquí la taberna…
Azuzaron los caballos.
La taberna tenía un tejado de paja ligeramente hundido, copiosamente cubierto de musgo. Estaba a cierta distancia de las chozas y construcciones utilitarias, marcaba sin embargo el punto central de todo el terreno rodeado por la destrozada empalizada, el lugar donde se cruzaban los dos caminos que atravesaban la aldea. A la sombra del único árbol grande de los alrededores se extendía un corral, con parte para el ganado y parte para los caballos. En esta última había cinco o seis caballos desensillados. Delante de las puertas, en las escaleras, estaban sentados dos tipos vestidos con almillas de cuero y con sombreros puntiagudos de piel. Ambos abrazaban contra el pecho unas jarras de barro y entre ellos había una escudilla llena de huesos mordisqueados.
—¿Y quién va? —gritó uno de los tipos a la vista de Llorón y su compañía, que estaban desmontando—. ¿Qué es lo que buscáis? ¡Largarsus! ¡La taberna está ocupada en nombre de la ley!
—No grites, Nissir, no grites —dijo Llorón, bajando a Ciri de la silla—. Y abre más el portón, que queremos entrar. Tu comandante, Versta, es nuestro camarada.
—¡No sus conozco!
—¡Pos que eres un palomo! Créeme, yo y él servimos juntos en los viejos tiempos, antes de que viniera acá Nilfgaard.
—Bueno, si es así… —El tipo dudó, soltó el pomo de la espada—. Entrarsus. A mí me importa un pito…
Llorón empujó a Ciri, otro Pillador la agarró del cuello de la camisa. Entraron.
El interior era oscuro y agobiante, olía a humo y asado. La taberna aparecía casi vacía, sólo estaba ocupada una mesa, que se alzaba a la triste luz que entraba por un ventanuco de escamas de pez. A ella se sentaban unos cuantos hombres. Al fondo, junto al hogar, se afanaba el tabernero, haciendo tintinear las cacerolas.
—¡Honor a los señores Nissiros! —tronó Llorón.
—A nosotros no nos honra cualquier buey —ladró uno del grupo sentado junto al ventanuco, al tiempo que escupía al suelo. Otro le contuvo con un gesto.
—Despacito —dijo—. Éstos son de los nuestros, ¿no los reconoces? Llorón y sus Pilladores. ¡Saludos, saludos!
Llorón se alegró y se movió en dirección a la mesa, pero se detuvo al ver a sus camaradas con la vista fija en el poste que sujetaba la viga. Junto al poste estaba sentado en un taburete un muchacho delgado y rubio de menos de veinte años, extrañamente doblado y torcido. Ciri se dio cuenta de que la posición innatural derivaba del hecho de que las manos del muchacho estaban dobladas hacia atrás y atadas y el cuello estaba fijado al poste con unas riendas de cuero.
—¡Que me llene de granos! —resopló con fuerza uno de los Pilladores, el que tenía a Ciri agarrada del cuello—. ¡Mira, Llorón! ¡Es el Kayleigh!
—¿Kayleigh? ¡No es posible!
Uno de los Nissiros que estaba sentado a la mesa, un gordo con los cabellos cortados en un pintoresco copete, lanzó una sonora risa gutural.
—Es posible —dijo, al tiempo que lamía una cuchara—. Es Kayleigh en propia y asquerosa persona. Valió la pena alzarse al alba. Por él me darán lo menos media sesentena de florines en buena moneda imperial.
—Agarrasteis a Kayleigh, vaya, vaya. —Llorón arrugó la frente—. O sea, que cierto dijo el labrador nilfgaardiano…
—Treinta florines, su perra madre —suspiró Remiz—. No es cualquier cosa… ¿Paga el barón Lutz de Tyffi?
—Así es —confirmó otro Nissir, moreno de pelo y moreno de bigotes—. El poderoso barón Lutz de Tyffi, nuestro señor y bienhechor. Los Ratas le saquearon un hato en el camino, de lo que se ardía de rabia y puso precio. Y nosotros seremos, Llorón, los que tomemos el precio, créeme. ¡Ja, mirar sólo, mochachos, vaya un buho ahora! ¡No es de su gusto que nosotros y no él agarráramos al Rata, aunque también su prefecto le mandó rastrar la banda!
—El Pillador Llorón —el gordo del copete señaló a Ciri con la cuchara— también pilló algo. ¿Ves, Versta? Una moza.
—Veo. —Al de los negros bigotes le brillaron los dientes—. ¿Qué es eso, Llorón, tanto te ahoga la hambre que robas niños para rescate? ¿Quién es esta marrana?
—¡No te importa!
—¡Vaya que duro! —se rio el del copete—. Y que sólo queremos estar aseguras de que no es una hija tuya.
—¿Su hija? —Versta, el de los largos bigotes, se rio—. Qué dices. Para poder sembrar una hija, hay que tener huevos.
Los Nissiros relincharon de risa.
—¡Ah, reirsus, testas de carnero! —gritó Llorón y se amohinó—. Y a ti, Versta, no te digo más: antes de que pase el domingo, te asombrarás de quién es el más famoso, vosotros y vuestro Rata o yo y lo que hiciera. ¡Y veremos quién es más liberal, si vuestro barón o el prefecto imperial de Amarillo!
—Me podéis besar el ses —anunció con desprecio Versta y volvió a sorber su sopa— tú y tu prefecto, tu emperador y todo Nilfgaard, créeme. Y no te infles. Y hasta yo sé que Nilfgaard de una semana a esta parte busca a una moza, lo dice hasta el polvo del camino. Sé que recompensa hay por ella. Pero a mí eso me importa una mierda. Yo ni al prefecto ni a los nilfgaardianos pienso servir y les escupo. Yo ahora sirvo al barón Lutz, sólo ante él respondo, ante naide más.
—Tu barón —graznó Llorón— sirve a Nilfgaard en lugar de ti, y lame la bota nilfgaardiana. Por eso tú no tienes que hacerlo, y hablar te es fácil.
—No te dispares —dijo conciliador el Nissir—. No contra ti he hablado, créeme. Que la moza que Nilfgaard busca tú la hallaras es buena cosa, lo veo con gusto, el que tú la recompensa te lleves y no esos putos nilfgaardianos. ¿Y que sirves al prefecto? Naide se elige los señores, ellos eligen, ¿o no? Venga ya, sentaos con nosotros, bebamos por este encuentro.
—Bueno, por qué no —Llorón accedió—. Sólo que darme previo un cacho cuerda. Ataré la moza al palo junto a vuestro Rata, ¿de acuerdo?
Los Nissiros relincharon de risa.
—¡Velailo, el terror de la frontera! —rio el gordo del copete—. ¡El brazo armado de Nilfgaard! Átala pues, Llorón, átala, y fuerte. Pero toma mejor una cadena de yerro, porque esa tu famosa prisionera está lista para quebrar la cuerda y romperte los morros antes de huir. ¡Paece tan peligrosa que hasta se me ponen los pelos de punta!
Incluso los camaradas de Llorón rieron con una risa apagada. El Pillador enrojeció, soltó el cinturón, se acercó a la mesa.
—Yo lo decía para seguridad, para que no tome el tole…
—No le des vueltas al culo —le interrumpió Versta, partiendo el pan—. Que quieres charlar, pues entonces siéntate, ponte a la cola como es de ley. Y esa moza, si es tu voluntad, la cuelgas por los pies del techo. Me importa tanto como estiércol de gorrino. Sólo que es en mucho gracioso, Llorón. Para ti y para tu prefecto puede que sea una presa importante, pero para mí no es más que una pobre cría asustada. ¿La quieres atar? Ella, créeme, apenas se tiene en pie, así que cómo va a huir. ¿De qué tienes miedo?
—Pos sus diré de lo que tengo miedo. —Llorón se mordió el labio—. Ésta es una aldea nilfgaardiana. Aquí no nos han recibido con el pan y la sal, y para vuestro Rata, dijeron, ya tienen un palo bien afilado. Y están en su derecho, pos el prefecto dio un decreto para que se justiciara a los bandoleros en el sitio de captura. Y si no les dais al preso, están listos hasta a afilar palos para todos vosotros.
—Oh, vaya —dijo el gordo del copete—. A los grajos asustan los mastuerzos. Mejor que no se nos pongan en medio o les haremos correr la sangre.
—No les vamos a dar al Rata —añadió Versta—. Nuestro es y a Tyffi irá. Y que el barón Lutz arregle el asunto con el prefecto. Ah, para qué hablar en vano. Siéntate.
Los Pilladores, soltándose los cinturones de las espadas, se sentaron contentos a la mesa de los Nissiros, gritando al tabernero y señalando que Llorón invitaba. Llorón acercó un taburete de una patada al poste, agarró a Ciri por los hombros, la empujó de tal modo que cayó, golpeando con el hombro en las rodillas del muchacho atado.
—Siéntate aquí —aulló—. Y no te me menees porque te rajo como a una perra.
—Jodío piojo —gritó el muchacho, mirándole con los ojos entrecerrados—. Perro…
Ciri no conocía la mayoría de las palabras que salieron de los labios torcidos y arrugados del muchacho, pero por los cambios que se daban en el rostro de Llorón dedujo que debía de tratarse de palabras extraordinariamente insultantes y blasfemas. El Pillador palideció de rabia, agitó las manos, le golpeó al atado en la cara, le agarró por sus largos cabellos, le agitó, golpeando la sien del muchacho con el poste.
—¡Eh! —gritó Versta, al tiempo que se levantaba de la mesa—. ¿Qué es lo que pasa allí?
—¡Le estoy quitando los colmillos a este asqueroso Rata! —gruñó Llorón—. ¡Os meteré los pies en el culo, a los dos!
—Ven acá y deja de mover los morros. —El Nissir se sentó, bebió de un trago una jarra de cerveza, se limpió los bigotes—. A tu presa dale lo que aguante, pero del nuestro mantente largo. Y tú, Kayleigh, no te hagas el listo. Estáte callao y empieza a pensar en el potro que el barón Lutz mandó preparar en la villa. La lista de las cosas que te va a hacer el bederre está ya escrita y, créeme, tiene tres codos de largo. Media villa apuesta ya a ver hasta qué punto aguantas. Ahorra entonces fuerzas, Rata. Yo mesmo voy a poner unas perrillas y cuento con que no me la vas a liar y aguantas lo menos hasta la castración.
Kayleigh escupió, con la cabeza vuelta, cuanto le permitían las riendas atadas al cuello. Llorón tiró del cinturón, midió con una furiosa mirada a Ciri, acurrucada en el taburete, después de lo cual se unió a la compaña de la mesa, maldiciendo, puesto que de la jarra que le había traído el posadero ya sólo quedaban unos restos de espuma.
—¿Y cómo lo trapasteis al Kayleigh? —preguntó, al tiempo que le mostraba al posadero su deseo de ampliar su pedido—. ¡Y para colmo vivo! Porque el que sus cargarais a los otros Ratas, no lo doy crédito.
—Ciertamente —respondió Versta, mirando con aspecto crítico lo que se acababa de sacar de la nariz—, tuvimos suerte. A solateras estaba. De la panda se separó para ir por la Fragua Nueva a ver la moza y pasar la noche. El alcalde, que sabía que no andábamos lejos, nos hizo llamar. Acertamos a llegar antes del alba y lo agarramos en el pajar, ni le dio tiempo a piar.
—Y con la moza suya nos entretuvimos tos juntos —se rio el gordo del copete—. Si la noche con Kayleigh no fue de su gusto, no fue mala cosa para ella. Nosotros la dimos gusto al albor, tanto, tanto, que luego ni manos ni pies podía menear.
—Pos entonces sus digo que cabrones sois, y tontos —afirmó Llorón, en voz alta y tono burlón—. Sus jodisteis unos buenos dineros, atontaos. En vez de perder tiempo con la moza, habisteis de calentar el yerro y preguntar al Rata dónde pernota la cuadrilla. Pudisteis tener todos, Giselher y Reef… Por Giselher, los Varnhagen de Sarda daban ya veinte florines hace un año. Y por la jodía ésa, cómo la nombran… Mistel, creo… Por ella el prefecto habría dado más entoavía, después de lo que le hizo a su sobrino en Druigh, cuando los Ratas asaltaron un convoy.
—Tú, Llorón —Versta frunció el ceño—, o bien eres tonto de nacimiento o bien esta vida dura te ha sacao el seso de la testa. Somos seis. ¿Iba a atacar a toda la cuadrilla yo solo o qué? Y la recompensa tampoco se nos escapa. El barón Lutz le va a asar los talones a Kayleigh en el mazmorra, no será tacaño, créeme. Kayleigh lo va a cantar to, va a soltar ónde están los escondrijos y los refugios, y entonces con buena mesnada iremos, rodearemos a la banda y los sacaremos como cangrejos de su concha.
—Pos claro. Sus van a esperar. Se enterarán de que habéis pillao al Kayleigh y se meterán en otros escondrijos y guaridas. No, Versta, has de mirar la verdad a los ojos: la cagasteis. Cambiasteis la recompensa por un chocho de moza. Sois así, sus conozco… no tenéis más que chochos en la cabeza.
—¡Tú eres el chocho! —Versta se levantó—. ¡Si tanta prisa ties, pos vete tú mismo junto con tus héroes a por los Ratas! ¡Más atento, porque cazar a los Ratas, noble paje de los nilfgaardianos, no es lo mismo que pillar a una mozuela impúber!
Los Nissiros y los Pilladores comenzaron a gritar y a lanzarse los unos a los otros imprecaciones. El posadero sirvió rápidamente cerveza, arrancando de las manos del gordo del copete una jarra vacía que estaba ya dirigida a Llorón. La cerveza suavizó pronto la trifulca, refrescó las gargantas y calmó los temperamentos.
—¡Trae comida! —gritó el gordo al tabernero—. ¡Tortilla de chorizo, fabada, pan y queso!
—¡Y cerveza!
—¿Por qué leches pones esos ojos, Llorón? ¡Hoy tenemos perras! ¡Pillamos al Kayleigh con su caballo, albardas, brillantes, espada, silla y zamarra, y todo se lo vendimos a los enanos!
—Y las zapatillas rojas de su moza también vendimos. ¡Y sus pendientes!
—Jo, jo, ¡entonces hay con qué beber, ciertamente! ¡M’alegro!
—¿Y por qué tú tan contento? Nosotros tenemos con qué beber, no tú. ¡Tú, con tu importante presa, no más que mocos de sus narices puedes sacar o lamerle las pulgas puedes! ¡Así es el preso, así el botín, ja, ja!
—¡Hijos de una perra!
—¡Ja, ja, siéntate, burlábame, cierra esa boca!
—¡Bebamos por la paz! ¡Nosotros convidamos!
—¿Dónde está esa tortilla, posadero, así se te lleve la peste? ¡Apriesa!
—¡Y trae cerveza!
Ciri, acurrucada en su taburete, alzó la cabeza encontrándose los ojos verdes y rabiosos de Kayleigh, que se veían por debajo de unos desgreñados cabellos claros. La atravesó un escalofrío. La faz de Kayleigh, aunque no era fea, era malvada, muy malvada. Ciri comprendió de pronto que aquel muchacho, no mucho mayor que ella, era capaz de todo.
—Creo que los dioses te han enviado a mí —susurró el Rata, taladrándola con una mirada verde—. Y pensar que no creo en ellos y te han enviado. No mires, tontilla. Tienes que ayudarme… Pon la oreja, joder…
Ciri se acurrucó todavía más, bajó la cabeza.
—Escucha —susurró Kayleigh, sacando los dientes casi como una verdadera rata—. En unos instantes, cuando pase el tabernero, le llamas… Escúchame, diablos…
—No —dijo ella—. Me pegarán…
Los labios de Kayleigh se torcieron y Ciri comprendió de inmediato que el ser golpeada por Llorón no era en absoluto lo peor que le podría pasar. Aunque Llorón era grande y Kayleigh delgado y además estaba atado, percibió instintivamente a quién había de temer más.
—Si me ayudas —susurró el Rata— yo te ayudaré a ti. Yo no estoy solo. Tengo amigos que son de los que no te dejan tirado… ¿Entiendes? Pero cuando mis amigos lleguen, cuando todo comience, no puedo estar pegado a este palo, porque esos canallas me harían picadillo… Pon la oreja, mal haya sea. Te diré lo que has de hacer…
Ciri bajó la cabeza más todavía. Sus labios temblaban.
Los Pilladores y los Nissiros se comieron la tortilla, mascando como jabalíes. El tabernero revolvió en un caldero y llevó a la mesa más jarras de cerveza y una hogaza de pan candeal.
—¡Estoy hambrienta! —gritó obediente, empalideciendo ligeramente. El posadero se detuvo, la miró amigablemente, luego se volvió a los participantes del banquete.
—¿Le puedo dar a ella, señores?
—¡Fuera! —gritó poco claro Llorón, enrojeciendo y escupiendo tortilla—. ¡Lejos de ella, puto giraasados, porque te parto los pinreles! ¡Prohibido! Y tú estate callada, so pícara, o te…
—Hey, hey, Llorón, ¿qué pasa, que estás grillao o qué? —se entrometió Versta, tragando con esfuerzo un pan con cebolla—. Mirailo, mochachos, vaya un sacasebos, él se pone las botas con dinero ajeno y a la moza le escatima. Jefe, dale a la moza una escudilla. Yo pago y yo digo a quién dar y a quién no. Y a quien no le guste esto igual le dan ahora mismo en su culo peludo.
Llorón enrojeció aún más, pero no dijo nada.
—Algo se me arrecordó —añadió Versta—. Hay que echar de comer al Rata, para que no se quede exangüe en el camino, porque entonces el barón nos saja la piel, créeme. La moza le dará de comer. ¡Eh, jefe! ¡Apaña algo de comida para ellos! Y tú, Llorón, ¿qué mormuras? ¿Qué es lo que no te gusta?
—Cuidar con ella hay —el Pillador señaló a Ciri con un movimiento de cabeza—, pos es una pájara rara. Si fuera una moza del común, Nilfgaard no la iría detrás, ni el prefecto dineros prometería…
—Que ella sea común o no común —se rio el gordo del copete— ya mismo lo puedo mostrar, ¡basta con mirarla entre las piernas! ¿Qué decís, mochachos? ¿Nos la llevamos al pajar un ratino?
—¡Ni te atrevas a tocármela! —ladró Llorón—. ¡No lo permito!
—¡Ahí va! ¡Cómo si te fuera a pedir permiso a ti!
—¡Mi beneficio y aún mi cabeza están en entregarla sana y salva! El prefecto de Amarillo…
—Nos cagamos en tu prefecto. ¿Bebiste a nuestra costa y nos escatimas una jodienda? ¡Ea, Llorón, no seas roñoso! ¡Y la cabeza no te se cae, no temas, ni el beneficio se aminora! Entera la entregarás. ¡Una moza no es una vejiga de pescao, no se estalla porque la achuches!
Los Nissiros estallaron en risas burlonas. Los camaradas de Llorón los secundaron. Ciri se estremeció, palideció, alzó la cabeza. Kayleigh sonrió sarcástico.
—¿Has entendido ya? —susurraron sus labios ligeramente sonrientes—. Cuando se emborrachen, la tomarán contigo. Te maltratarán. Estamos en un mismo bote. Haz lo que te mandé. Si yo lo consigo, tú también…
—¡Ya está lista la comida! —gritó el posadero. No tenía acento nilfgaardiano—. ¡Acercaos, señorita!
—Un cuchillo —susurró Ciri al tomar la escudilla.
—¿Cómo?
—Un cuchillo. Deprisa.
—¡Si es poco, echo más! —gritó el posadero de modo poco natural, en dirección a los comensales y añadiendo gachas a la escudilla—. Vete, por favor.
—Un cuchillo.
—Vete o los llamo… No puedo… Quemarán la taberna.
—Un cuchillo.
—No. Lo siento por ti, hija, pero no puedo. No puedo, compréndelo. Vete…
—De esta taberna —recitó con voz temblorosa las palabras de Kayleigh— no va a salir nadie vivo. Un cuchillo. Deprisa. Y cuando todo comience, huye.
—¡Sujeta la escudilla, escuerzo! —gritó el posadero, volviéndose de tal modo que tapaba consigo a Ciri. Estaba pálido y le castañeteaban ligeramente los dientes—. ¡Más cerca de la sartén!
Sintió el frío tacto de un cuchillo de cocina que le introdujo detrás del cinturón, cubriendo el mango con la aljuba.
—Muy bien —susurró Kayleigh—. Ahora siéntate de modo que me tapes. Ponme la escudilla sobre las rodillas. Coge la cuchara con la mano izquierda, el cuchillo con la derecha. Y corta la cuerda. No aquí, idiota, bajo el nudo, en el poste. Cuidado, están mirando.
Ciri sentía la sequedad en la garganta. Agachó la cabeza casi hasta la escudilla.
—Dame de comer y come tú también. —Los ojos verdes la miraban desde debajo de unos párpados semientornados, la hipnotizaban—. Y corta, corta. Ten valor, pequeña. Si yo lo consigo, tú también…
Es verdad, pensó Ciri, mientras cortaba la cuerda. El cuchillo apestaba a hierro y cebolla, tenía la hoja gastada de ser afilado múltiples veces. Tiene razón. ¿Acaso sé yo adónde me llevan estos canallas? ¿Acaso sé yo qué es lo que quiere de mí ese prefecto nilfgaardiano? Puede que también me espere a mí en el Amarillo ese el maestro bederre, puede que me espere la rueda, el barreno y las tenazas, el hierro al rojo… No me voy a dejar llevar como una oveja al matadero. Más vale arriesgar…
Una ventana voló con un estampido, junto con el marco y un tronco lanzado desde el exterior, de los que sirven para partir la madera, todo aterrizó sobre la mesa, causando gran destrozo entre las escudillas y las jarras. Siguiendo las huellas del tronco sobre la mesa saltó una muchacha rubia con el cabello corto, vestida con una aljuba roja y altas botas brillantes que alcanzaban por encima de las rodillas. Arrodillada sobre la mesa, agitó la espada. Uno de los Nissiros, el más lento, que no tuvo tiempo de levantarse y retroceder, cayó hacia atrás junto con el banco, salpicando sangre de su garganta rebanada. La muchacha bajó ágilmente de la mesa, haciendo sitio para un muchacho que saltaba por la ventana y que iba vestido con una media zamarra bordada.
—¡Los Rataaassss! —gritó Versta, agarrándose la espada que tenía enredada en el cinturón.
El gordo del copete sacó el arma, saltó en dirección a la muchacha arrodillada en el suelo, movió la espada, pero la muchacha, aunque de rodillas, paró el tajo hábilmente, se tiró al suelo, y el muchacho de la media zamarra, que había saltado detrás de ella, acertó con soltura al Nissir en la sien. El gordo cayó al suelo, reblandeciéndose de pronto como un jergón de paja al que se le da la vuelta.
Las puertas de la taberna se abrieron de una patada, a la isba entraron otros dos Ratas. El primero era alto y negruzco, llevaba un jubón con botones cosidos y una cinta escarlata en la frente. Éste, con dos rápidos tajos de espada, envió a dos Pilladores al rincón contrario, se enfrentó a Versta. El otro, ancho de hombros y rubio, rajó con una amplia finta a Remiz, el cuñado de Llorón. El resto se lanzaron a la huida en dirección a la puerta de la cocina. Pero los Ratas ya entraban también por allí: por la retaguardia apareció de pronto una muchacha morena vestida con un traje de colorines como de cuento. Con una punzada rápida atravesó a uno de los Pilladores, con un molinete rechazó al segundo y al momento rajó al posadero antes de que éste acertara a gritar quién era.
La habitación se llenó de ruidos y choques de espadas. Ciri se escondió detrás del poste.
—¡Mistle! —Kayleigh, tirando de las cuerdas cortadas, luchaba con las riendas que todavía ataban su cuello al poste—. ¡Giselher! ¡Reef! ¡A mí!
Sin embargo, los Ratas estaban ocupados en la lucha, sólo Llorón escuchó el grito de Kayleigh. El Pillador se dio la vuelta con intenciones de atravesar y clavar el Rata al palo. Ciri reaccionó automáticamente y como un rayo, de la misma forma que durante la lucha con la viverna en Gors Velen, de la misma forma que en Thanedd, todos los movimientos que le habían enseñado en Kaer Morhen se ejecutaban solos de pronto, casi sin su participación. Salió de detrás del poste, giró en una pirueta, cayó sobre Llorón y lo golpeó con fuerza con el muslo. Era demasiado pequeña y enclenque como para tirar al enorme Pillador, pero consiguió entorpecer el ritmo de su movimiento. Y volver su atención sobre ella.
—¡Jodía ramera!
Llorón agitó la mano, la espada aulló en el aire. El cuerpo de Ciri ejecutó otra vez por sí mismo un parco quiebro, y el Pillador por poco no se dio la vuelta, siguiendo el camino de su acelerada hoja. Blasfemando horriblemente, tajó otra vez, dándole al tajo toda su fuerza. Ciri saltó ágil, aterrizando con seguridad en el pie izquierdo, giró en una pirueta contraria. Llorón tajó otra vez, pero tampoco ahora consiguió alcanzarla.
De pronto, Versta se derrumbó entre ellos, salpicándoles de sangre a los dos, el Pillador retrocedió, miró a su alrededor. Solamente le rodeaban cadáveres. Y los Ratas, que se acercaban desde todos lados con las espadas dispuestas.
—Quietos —dijo con frialdad el negruzco de la cinta escarlata, mientras liberaba por fin a Kayleigh—. Parece que quiere rebanar a toda costa a esta muchacha. No sé por qué. Tampoco sé por qué milagro todavía no lo ha conseguido. Pero démosle una oportunidad, ya que tanto lo quiere.
—Démosle también una oportunidad a ella, Giselher —dijo el ancho de hombros—. Que sea una lucha honesta. Dale algún hierro, Chispa.
Ciri sintió en la mano la empuñadura de una espada. Un poco demasiado pesada.
Llorón bufaba rabioso, se arrojó sobre ella, lanzando el hurgón a un molinete deslabazado. Era demasiado lento. Ciri evitó los tajos mediante rápidas fintas y medias vueltas, incluso sin intentar parar los golpes que le llovían. La espada sólo le servía como contrapeso para facilitar los quiebros.
—¡Increíble! —se rio la del pelo corto—. ¡Es una acróbata!
—Es rápida —dijo la del traje de colorines, que era la que le había dado la espada—. Rápida como una elfa. ¡Eh, tú, gordo! ¿Igual prefieres uno de nosotros? ¡Con ella no te sale!
Llorón retrocedió, miró, de pronto saltó, lanzó a Ciri una estocada extendiéndose como si fuera una garza con el pico dispuesto. Ciri evitó la embestida con una corta finta, giró. Durante un segundo vio la vena abultada y pulsante en el cuello de Llorón. Supo que en la posición en que se encontraba no estaba en condiciones de evitar un golpe, ni de pararlo. Supo dónde y cómo había de golpear.
No golpeó.
—Basta ya. —Sintió una mano en el hombro. La muchacha del vestido de colorines la empujó, al mismo tiempo otros dos Ratas, el de la media zamarra y la del pelo corto, acorralaron a Llorón en un rincón de la habitación, manteniéndolo en jaque con las espadas.
—Basta de diversión —repitió la de los colorines, volviendo a Ciri hacia sí—. Esto dura ya un poco demasiado. Y por tu culpa, señoritinga. Puedes matar y no matas. Me da la sensación de que no vas a vivir mucho tiempo.
Ciri tembló, mirando los grandes ojos oscuros con forma de almendras, viendo los dientes descubiertos por la sonrisa, tan pequeños que le daban un aspecto fantasmal. Aquéllos no eran ojos humanos ni dientes humanos. La muchacha de los colorines era una elfa.
—Hora de partir —dijo en voz alta Giselher, el de la cinta escarlata, al parecer el jefe—. ¡Ciertamente dura demasiado! Mistle, acaba con el jayán.
La del pelo corto se acercó, con la espada en alto.
—¡Piedad! —gritó Llorón, cayendo de rodillas—. ¡Perdonadme la vida! Tengo hijos pequeños… Pequeñitos…
La muchacha dio un fuerte tajo, girando sobre sus caderas. La sangre salpicó en la pared blanca en forma de una mancha amplia e irregular de puntitos carmesíes.
—No aguanto a los niños pequeños —dijo la del pelo corto, mientras con un rápido movimiento quitaba con los dedos la sangre de la espada.
—No te quedes ahí, Mistle —la apresuró el de la cinta escarlata—. ¡A los caballos! ¡Hay que largarse! ¡Éste es un asentamiento de Nilfgaard, aquí no tenemos amigos!
Los Ratas salieron de la taberna corriendo como el rayo. Ciri no sabía qué hacer, pero no tuvo tiempo para reflexionar. Mistle, la del pelo corto, la empujó en dirección a la puerta.
Delante de la taberna, entre los restos de las jarras y los huesos mordisqueados, estaban los cadáveres de los Nissiros que vigilaban la entrada. Desde la aldea llegaban corriendo unos colonos armados de lanzas, pero a la vista de los Ratas que se les venían encima desaparecieron de inmediato entre las chozas.
—¿Sabes montar? —le gritó Mistle a Ciri.
—Sí…
—¡Entonces, venga, agarra alguno y al galope! ¡Hay una recompensa por nuestras cabezas y ésta es una aldea nilfgaardiana! ¡Ya están todos echando mano a los arcos y las picas! ¡Al galope, detrás de Giselher! ¡Por el medio de la calle! ¡Y mantente alejada de las chozas!
Ciri voló sobre la pequeña barrera, agarró las riendas de uno de los caballos de los Pilladores, saltó a la silla, le golpeó al caballo en las ancas con la hoja de la espada, la cual no había soltado de su mano. Pasó a un rápido galope, adelantando a Kayleigh y a la elfa de colorines, a quien llamaban Chispa. Corrió detrás de los Ratas en dirección al molino. Vio que desde lo oscuro de una de las casas saltaba un hombre con una ballesta, apuntando a la espalda de Giselher.
—¡Rájalo! —escuchó desde detrás—. ¡Rájalo, muchacha!
Ciri se inclinó en la silla, con un tirón de las riendas y un apretón de los talones obligó al caballo a cambiar de dirección, alzó la espada. El hombre de la ballesta se volvió en el último segundo, ella vio su rostro fruncido de miedo. La mano alzada para el golpe dudó sólo un instante, lo que bastó para que el galope la llevara al lado. Escuchó el sonido de la cuerda liberada, el caballo chilló, se le cayeron las ancas y se encabritó. Ciri saltó, sacando los pies de los estribos, aterrizó ágilmente, cayendo en cuclillas. Chispa, que se estaba acercando, lanzó desde la silla un fuerte golpe, cortó al ballestero por el occipucio. El ballestero cayó de rodillas, se inclinó hacia delante y se desplomó con la frente en un charco, salpicando barro. El caballo herido relinchaba y se retorcía al lado, al final se metió por entre las chozas, coceando con fuerza.
—¡Idiota! —aulló la elfa, evitando a Ciri en su ímpetu—. ¡Estúpida idiota!
—¡Salta! —le gritó Kayleigh, acercándose a ella. Ciri corrió, agarró la mano que le tendían. El ímpetu la estremeció, la articulación del hombro casi crujió, pero consiguió saltar al caballo, colocándose a la espalda del Rata de cabellos claros. Pasaron al galope, evitando a Chispa. La elfa se volvió, persiguiendo todavía a otro ballestero, el cual arrojó el arma y huyó en dirección a las puertas del establo. Chispa lo alcanzó sin esfuerzo. Ciri volvió la cabeza. Escuchó cómo el ballestero chillaba, corto, salvaje, como una bestia.
Les alcanzó Mistle, que tiraba de un caballo de reserva ya ensillado. Gritó algo, Ciri no oía las palabras, pero lo captó al vuelo. Soltó la espalda de Kayleigh, saltó a tierra a todo galope, corrió hacia el caballo, acercándose peligrosamente a las casas. Mistle le echó las riendas, miró y gritó una advertencia. Ciri se volvió en el momento justo para evitar con una ágil media vuelta la traicionera embestida de una pica que llevaba un colono rechoncho que había surgido de una pocilga.
Lo que sucedió después la persiguió en sueños durante mucho tiempo. Recordaba todo, cada movimiento. La media vuelta que la salvó de la punta de la pica la colocó en una posición ideal. Al piquero, por su lado, que estaba muy echado hacia delante, no le era posible retroceder, ni cubrirse con el asta que sujetaba con las dos manos. Ciri dio un tajo plano, girando en una media pirueta contraria. Durante un momento vio los labios que se abrían para gritar en el rostro cubierto por la barba de unos cuantos días. Vio la frente alargada por unas entradas, vio claramente la línea que señalaba dónde la gorra o el sombrero protegían la cabeza de quemarse por el sol. Y luego, todo lo que veía lo cubrió una fuente de sangre.
Seguía sujetando al caballo por las riendas, y el caballo estalló en un chillido macabro, se revolvió y la tiró de rodillas. Ciri no soltó las riendas. El herido aullaba en un estertor agónico, se arrojaba convulsivamente entre la paja y el estiércol, y la sangre brotaba de él como de un cerdo. Ciri sintió cómo el estómago se le subía a la garganta.
Junto a ella se quedó clavado el caballo de Chispa. La elfa agarró las bridas de la montura de Ciri, que estaba pataleando, tiró de ellas, obligando a Ciri, que todavía estaba agarrada a las riendas, a ponerse de pie.
—¡A la silla! —aulló—. ¡Y a correr!
Ciri contuvo sus náuseas, saltó a la silla. En la espada, que seguía agarrando con la mano, había sangre. Contuvo con esfuerzo el deseo de arrojar el arma lo más lejos posible de sí.
Mistle apareció entre las chozas, persiguiendo a dos personas. Uno consiguió escapar, saltando la cerca, el otro, de un corto golpe, cayó de rodillas, se agarró la cabeza con las dos manos.
Las dos y la elfa se lanzaron al galope pero al poco hicieron pararse en seco a los caballos tirando con fuerza de las riendas, porque Giselher volvía desde el molino con otros Ratas. Detrás de ellos, dándose ánimos a gritos, un grupo de colonos armados.
—¡Seguidnos! —gritó Giselher al galope—. ¡Seguidnos, Mistle! ¡Al río!
Mistle, echada hacia un lado, tiró de las riendas, dio la vuelta al caballo y se fue al galope detrás de él, saltando una baja empalizada. Ciri pegó el rostro a las crines y la siguió. Junto a ella galopaba Chispa. El ímpetu de la carrera había desordenado sus hermosos cabellos negros, descubriendo unas orejas pequeñas y terminadas en punta, adornadas con unos pendientes de filigrana.
El hombre al que Mistle había herido seguía arrodillado en mitad del camino, balanceándose y sujetándose con ambas manos la cabeza ensangrentada. Chispa giró en redondo, galopó hasta él, cortó con la espada desde arriba, con todas sus fuerzas. El herido aulló. Ciri vio cómo los dedos cortados saltaban a un lado como si fueran astillas de un leño cortado, cayeron a tierra como gordos gusanos blancos.
Con mucho esfuerzo, consiguió no vomitar.
Ante el agujero de la empalizada les estaban esperando Mistle y Kayleigh, el resto de los Ratas estaba ya lejos. Los cuatro pasaron a un galope rápido y prolongado, a través del río, haciendo estallar el agua que alcanzaba hasta por encima de las testas. Inclinados, con las mejillas apretadas contra las crines de los caballos, cruzaron hasta las rocas arenosas, corrieron a través de una pradera cubierta de altramuces. Chispa, que tenía el mejor caballo, se adelantó a ellos.
Entraron en el bosque, en una húmeda oscuridad, entre los troncos de las hayas. Alcanzaron a Giselher y los otros, pero frenaron sólo un momento. Cuando cruzaron el bosque y salieron a un brezal, volvieron de nuevo al galope. Pronto Ciri y Kayleigh comenzaron a quedarse atrás, las monturas de los Pilladores no eran capaces de mantener el trote de los hermosos caballos de raza de los Ratas. Ciri tenía un problema añadido: en un caballo tan grande apenas alcanzaba con los pies a los estribos y durante el galope no podía ajustar el latiguillo. Sabía cabalgar sin estribos, y no peor que con ellos, pero sabía que en aquella posición no aguantaría el galope.
Por suerte, unos minutos después, Giselher redujo su velocidad y contuvo al grupo, permitiendo que ella y Kayleigh se les unieran. Ciri pasó al trote. Seguía sin poder ajustar el latiguillo y en la cincha faltaban agujeros. Sin frenar la marcha, pasó la pierna por encima del arzón y se sentó a la amazona.
Mistle, viendo la posición de monta de la muchacha, estalló en risas.
—¿Ves, Giselher? ¡No sólo es una acróbata, sino también una volatinera! Eh, Kayleigh, ¿de dónde has sacado a esta diablesa?
Chispa, reteniendo su hermosa yegua alazana, todavía seca y con ganas de seguir galopando, se acercó más, empujó a la yegua rucia de labor que montaba Ciri. El caballo relinchó y se separó, bajando la cabeza. Ciri tiró de las riendas, se inclinó en la silla.
—¿Sabes acaso por qué sigues viva, cretina? —ladró la elfa, al tiempo que se retiraba los cabellos de la frente—. El labradorcillo al que tan misericordiosamente respetaste la vida soltó el percutor antes de tiempo y por eso acertó al caballo en vez de a ti. ¡De otro modo tendrías ahora una saeta clavada en la espalda hasta la pena! ¿Para qué llevas esa espada?
—Déjala ya, Chispa —dijo Mistle, acariciando el cuello húmedo de sudor de su montura—. ¡Giselher, tenemos que reducir el paso o reventaremos los caballos! ¡Si ya no nos sigue nadie!
—Quiero cruzar el Velda lo más deprisa posible —dijo Giselher—. Descansaremos al otro lado del río. Kayleigh, ¿qué tal tu caballo?
—Aguantará. No es un pura sangre, no sirve para las carreras, pero es una bestia fuerte.
—Bueno, pues a correr.
—Un momento —dijo Chispa—. ¿Y esta mocosa?
Giselher la miró, colocó su cinta escarlata en la frente, detuvo la mirada sobre Ciri. Su rostro, su expresión, recordaban un poco la de Kayleigh: el mismo gesto malvado de los labios, los mismos ojos entornados, la misma mandíbula seca y saliente. Era, sin embargo, mayor que el Rata de cabello rubio, la sombra azulada de sus mejillas atestiguaba que se afeitaba ya regularmente.
—Cierto —dijo con aspereza—. ¿Qué hay contigo, rapaza?
Ciri bajó la cabeza.
—Me ayudó —intervino Kayleigh—. Si no hubiera sido por ella, ese asqueroso Pillador me hubiera clavado al poste…
—En la aldea —añadió Mistle— vieron cómo huía con nosotros. Rajó a uno, dudo que haya sobrevivido. Son colonos de Nilfgaard. Si la muchacha les cae en las manos, la matarán a golpes. No podemos dejarla.
Chispa resopló con rabia, pero Giselher alzó la mano.
—Que vaya con nosotros hasta el Velda —decidió—. Luego ya veremos. Venga, siéntate en el caballo como se debe, moza. Si te caes, no nos volveremos a mirar. ¿Entendido?
Ciri, solícita, afirmó con la cabeza.
—Habla, muchacha. ¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué viajabas bajo vigilancia?
Ciri bajó la cabeza. Durante el galope había tenido suficiente tiempo para intentar inventarse alguna historia. Había pensado algunas. Pero el cabecilla de los Ratas no tenía el aspecto de alguien que se creyera cualquier cosa.
—Venga —la apremió Giselher—. Has cabalgado con nosotros unas cuantas horas. Estás descansando con nosotros y todavía no he tenido ocasión de escuchar tu voz. ¿Estás muda?
El fuego disparó hacia arriba una nube de chispas y llamas, inundando las ruinas del chozo de pastor con una ola de brillo dorado. Como si obedeciera a una orden de Giselher, el fuego iluminó el rostro de la interrogada para que le fuera más fácil descubrir en él la mentira y la falsedad. Pero es que no puedo decirles la verdad, pensó Ciri con desesperación. Son ladrones. Bandoleros. Si se enteran de lo de los nilfgaardianos, de que los Pilladores me capturaron para conseguir una recompensa, puede que ellos mismos quieran conseguir esa recompensa. Además, la verdad es tan increíble que no me creerían.
—Te sacamos de la aldea —siguió despacio el cabecilla de los bandidos—. Te trajimos aquí, a uno de nuestros escondites. Te dimos de comer. Estás sentada junto a nuestro fuego. ¡Así que dime quién eres!
—Déjala en paz —intervino de pronto Mistle—. Cuando te miro, Giselher, veo de pronto a un Nissir, a un Pillador o a uno de esos hijos de puta nilfgaardianos…. ¡Y me siento como si estuviera en un interrogatorio, atada a un potro de tortura en una mazmorra!
—Mistle tiene razón —dijo el rubio que llevaba una media zamarra. Ciri tembló al escuchar su acento—. Está claro que la muchacha no quiere decir quién es y tiene derecho a ello. Yo, cuando me uní a vosotros, tampoco hablaba mucho. No quería contar que era uno de esos hijos de puta nilfgaardianos…
—No jodas, Reef. —Giselher agitó una mano—. Lo tuyo era otra cosa. Y tú, Mistle, exageras. No se trata de ningún interrogatorio. Quiero que diga quién es y de dónde es. Cuando me entere, le mostraré el camino a casa y eso es todo. Cómo voy a hacerlo si no sé…
—No sabes nada. —Mistle volvió la vista—. Ni siquiera si ella tiene casa. Y yo creo que no. Los Pilladores la agarraron en el camino porque estaba sola. Eso es típico de esos cobardes. Si la obligas a irse adonde la lleve el destino, no sobrevivirá sola en las montañas. La devorarán los lobos o se morirá de hambre.
—Entonces, ¿qué es lo que tenemos que hacer con ella? —dijo con una joven voz de bajo el ancho de espaldas, mientras revolvía con un palo en el leño de la lumbre—. ¿La dejamos cerca de algún pueblo?
—Una idea estupenda, Asse —se burló Mistle—. ¿No conoces a los labradores? Ahora les faltan brazos para trabajar. Podrán a la muchacha a pastar el ganado, rompiéndole antes una pierna para que no escape. Por las noches será tratada como de nadie, es decir, propiedad común. Pagará por el sustento y el techo con la moneda que ya sabes. Y en primavera tendrá fiebres de recién parida, después de parir el bastardo de alguien en una sucia zajurda.
—Si le dejamos el caballo y la espada —pronunció despacio Giselher, todavía mirando a Ciri—, entonces no me gustaría estar en el pellejo del labrador que quisiera romperle una pierna. O hacerle un bastardo. Ya visteis la danza que bailó en la taberna con aquel Pillador al que luego Mistle rebanó el pescuezo. Él daba tajos al aire y ella bailaba como si nada… Ja, de hecho no me importan demasiado ni su nombre ni su familia, pero estaría contento de saber dónde aprendió esas artes…
—Las artes no la salvarán —intervino de pronto Chispa, que hasta entonces había estado ocupada en afilar su espada—. Ella sólo sabe bailar. Para sobrevivir hay que saber matar, y eso ella no lo sabe.
—Creo que lo sabe. —Kayleigh sonrió—. Cuando en el pueblo le rajó el cuello a aquel labradorcillo, la sangre le saltó media braza para arriba…
—Y ella al verlo por poco no se desmaya —resopló la elfa.
—Porque sigue siendo una niña —dijo Mistle—. Yo me imagino quién es y dónde aprendió esas artes. Ya he visto gente como ella antes. Es una bailarina o acróbata de alguna troupe de cómicos de la legua.
—¿Y desde cuándo —resopló Chispa de nuevo— nos importan las bailarinas y acróbatas? Su perra madre, la medianoche se acerca, el sueño me asalta. Terminemos por fin con esta charla vacía. Hay que dormir y descansar para que mañana al alba podamos estar en la Fragua. No habréis olvidado que fue el alcalde de allí el que entregó a Kayleigh a los Nissiros. Toda la aldea tendrá que ver cómo la noche toma un color rojo. ¿Y la muchacha? Tiene caballo y espada. Y lo uno y lo otro los consiguió honradamente. Démosle un poco de comida y algún dinero. Por haber salvado a Kayleigh. Y que vaya adonde quiera, que se preocupe ella de sí misma…
—Está bien —dijo Ciri, apretando los labios y levantándose.
Cayó el silencio, roto tan sólo por los chasquidos de la lumbre. Los Ratas la miraron con curiosidad, esperaron.
—Está bien —repitió, asombrada del sonido tan ajeno de su voz—. No os necesito, no os he pedido nada… ¡Y tampoco quiero estar con vosotros! Ahora me iré…
—Así que no estás muda —afirmó Giselher sombrío—. Sabes hablar, e incluso con descaro.
—Mirad esos ojos —bufó Chispa—. Mirad cómo pone la cabeza. ¡Pajarillo de presa! ¡Joven halcón!
—Quieres irte —dijo Kayleigh—. ¿Y adonde, si puede saberse?
—¿Y a vosotros qué os importa? —gritó Ciri, y los ojos le ardieron con un brillo verdoso—. ¿Acaso yo os pregunto adonde vais? ¡A mí no me interesa! ¡No os necesito para nada! Soy capaz… ¡Sé arreglármelas yo misma! ¡Sola!
—¿Sola? —repitió Mistle, adoptando una extraña sonrisa.
Ciri se calló, bajó la cabeza. Los Ratas también guardaron silencio.
—Es de noche —dijo por fin Giselher—. Por la noche no se viaja. No se cabalga solo, muchacha. El que está solo, muere. Allí, junto a los caballos, hay gualdrapas y pieles. Elígete algo. Las noches en las montañas son frías. ¿Qué es lo que miras con esas tus linternas verdes? Prepárate un lecho y duerme. Tienes que descansar.
Al cabo de un momento de reflexión, Ciri obedeció. Cuando volvió, arrastrando una manta y un forro de piel, los Ratas ya no estaban sentados junto al fuego. Estaban de pie en semicírculo, y el brillo del fuego se reflejaba en sus ojos.
—Somos los Ratas de la Frontera —dijo con orgullo Giselher—. Olfateamos el botín a millas de distancia. Y no hay nada que no seamos capaces de roer. Somos Ratas. Acércate, muchacha.
Obedeció.
—Tú no tienes nada —añadió Giselher, al tiempo que le tendía un cinturón con adornos de plata—. Así que acepta aunque no sea más que esto.
—No tienes nada ni a nadie —dijo Mistle, arrojándole sobre los hombros con una sonrisa una almilla verde de raso y metiéndole entre las manos una blusa de tafetán.
—No tienes nada —dijo Kayleigh y su regalo fue un pequeño estilete dentro de una vaina guarnecida de ricas piedras—. Estás sola.
—No tienes a nadie —repitió después de él Asse. Ciri aceptó unos pendientes adornados.
—No tienes cercanos —dijo Reef con su acento nilfgaardiano, al tiempo que le hacía entrega de unos guantes de piel blanda—. No tienes nadie cercano y…
—En todos lados eres forastera —terminó Chispa con aparente desmaño, empaquetándole en la cabeza a Ciri con un rápido y bastante poco ceremonioso movimiento una boina con plumas de pavo—. En todos lados forastera y siempre distinta. ¿Cómo hemos de llamarte, pequeño halcón?
Ciri la miró a los ojos.
—Gvalch’ca.
La elfa sonrió.
—¡Cuando ya comienzas a hablar, resulta que hablas en muchas lenguas, pequeño halcón! Muy bien. Llevarás entonces un nombre del Antiguo Pueblo, un nombre que tú misma has decidido. Serás Falka.
Falka.
No podía dormir. Los caballos pateaban y relinchaban en la oscuridad, el viento susurraba en las coronas de los abetos. El cielo estaba cubierto de estrellas. Con mucha claridad relucía el Ojo, durante tantos días su leal guía en el desierto de roca. El Ojo señalaba al oeste. Pero Ciri ya no estaba segura de si ésa era la dirección adecuada. Ya no estaba segura de nada.
No podía dormir aunque por primera vez desde hacía muchos días se sentía segura. Ya no estaba sola. Había colocado el lecho de ramas en un rincón, lejos de los Ratas, que dormían sobre un suelo de arcilla de la arruinada huta, que estaba caliente gracias al fuego. Estaba lejos de ellos pero sentía su cercanía y presencia. No estaba sola.
Escuchó unos pasos silenciosos.
—No temas.
Kayleigh.
—No les diré —le susurró el Rata de cabellos rubios, al tiempo que se arrodillaba y se acurrucaba junto a ella— que te busca Nilfgaard. No les diré nada de la recompensa que prometió por ti el prefecto de Amarillo. Allí en la taberna, me salvaste la vida. Te recompensaré. Con algo bonito. Ahora mismo.
Se tendió junto a ella, despacio y con cuidado. Ciri intentó levantarse pero Kayleigh la obligó a tumbarse, con un movimiento que no era violento, pero fuerte y firme. Le puso delicadamente un dedo en los labios. No era necesario. Ciri estaba paralizada de miedo y de su garganta apretada y dolorosamente seca no hubiera escapado ni un grito, incluso si hubiera querido darlo. Pero no quería. El silencio y la oscuridad eran mejores. Más seguros. Más íntimos. Escondían su miedo y su vergüenza.
Gimió.
—Cállate, pequeña —le susurró Kayleigh, desanudando poco a poco su camisa. Despacio, con movimientos suaves, le bajó la tela de los hombros, y la parte baja de la camisa la levantó por encima de las caderas—. Y no temas. Ya verás qué agradable es esto.
Ciri se estremeció al contacto de aquellos dedos secos, duros y ásperos. Yacía inmóvil, tensa y estirada, llena de un miedo y de un asco tremendo, que la volvían indefensa y le robaban la voluntad, atravesada por olas de calor que le afectaban la sien y las mejillas. Kayleigh le pasó su brazo izquierdo por debajo de la cabeza, la apretó más hacia sí, intentando separar las manos de ella que, convulsivamente, tiraban de las faldas de la camisa intentando en vano bajarlas. Comenzó a temblar.
En las tinieblas que la rodeaban sintió de pronto un movimiento, sintió una sacudida y el sonido de una patada.
—¿Te has vuelto loca, Mistle? —ladró Kayleigh, incorporándose un poco.
—Déjala, cerdo.
—Lárgate. Vete a dormir.
—Déjala en paz, te he dicho.
—¿Es que la importuno o qué? ¿Acaso grita o se revuelve? Sólo quiero consolarla para que se duerma. No molestes.
—Lárgate de aquí o te rajo.
Ciri escuchó el chirrido de un estilete en su funda de metal.
—No estoy bromeando —siguió Mistle, vagamente visible en la oscuridad—. Vete con los otros. ¡Pero ya!
Kayleigh se sentó, maldijo. Se levantó sin decir palabra y se fue deprisa.
Ciri sintió las lágrimas que le corrían por las mejillas, rápido, cada vez más rápido, arrastrándose y moviéndose como gusanitos por entre los cabellos que tenía junto a las orejas. Mistle se tumbó junto a ella y la cubrió solícitamente con la piel. Pero no le colocó la camisa abierta. La dejó como estaba. Ciri comenzó a temblar de nuevo.
—Tranquila, Falka. Ya está todo bien.
Mistle estaba caliente, olía a ganado y a humo. Su mano era menor que la mano de Kayleigh, más delicada, más blandita. Más agradable. Pero el contacto hizo tensarse de nuevo a Ciri, de nuevo su cuerpo se puso rígido a causa del miedo y el asco, le apretaba las mandíbulas y le ahogaba la garganta. Mistle se pegó a ella, apretándola protectoramente y susurrando palabras tranquilizadoras, pero al mismo tiempo su fina mano se arrastraba incansable como un cálido caracol, tranquilo, seguro, decidido, consciente de su ruta y su objetivo. Ciri sintió cómo las tenazas del miedo y el asco se abrían, soltaban su presa, sintió cómo escapaba de ella la presión y caía hacia abajo, hacia abajo, profundamente, cada vez más, en un húmedo y cálido pantano de resignación y de resignada sumisión.
Gimió sorda, desesperada. El aliento de Mistle le quemaba el cuello, los labios húmedos y aterciopelados le acariciaban el hombro, la clavícula, iban bajando poco a poco. Ciri gimió de nuevo.
—Silencio, halconcillo —susurró Mistle, metiendo con cuidado el brazo por debajo de la cabeza de Ciri—. Ya no estarás sola. Ya no.
Por la mañana, Ciri se levantó al alba. Se deslizó de debajo de la piel despacio y con cuidado, para no despertar a Mistle, que dormía con los labios abiertos y el antebrazo sobre los ojos. El antebrazo tenía la piel de gallina. Ciri cubrió cuidadosamente a la muchacha. Después de un instante de vacilación se inclinó y la besó delicadamente en los cabellos cortos y tiesos como un cepillo. Mistle murmuró en sueños. Ciri se limpió una lágrima de la mejilla.
Ya no estaba sola.
El resto de los Ratas también estaba durmiendo, alguno roncaba con fuerza, otro, también con fuerza, se tiró un pedo. Chispa yacía con la mano a través del pecho de Giselher, sus exuberantes cabellos estaban esparcidos en desorden. Los caballos resoplaban y pataleaban, un pájaro carpintero daba al tronco de un pino una serie de cortos golpes.
Ciri corrió hacia el río. Se lavó largo rato, tiritando de frío. Se lavó con bruscos movimientos de sus manos tensas, intentando quitarse lo que ya no se podía quitar. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Falka.
El agua formaba espuma y cantaba contra las piedras, se iba, se alejaba hacia la niebla.
Todo se iba alejando. Hacia la niebla.
Todo.
Eran escoria. Eran un extraño grupo de gentuza conformado por la guerra, la desgracia y el odio. La guerra, la desgracia y el odio los habían unido y arrojado a una playa, tal y como un río desbocado arroja y lanza a las playas pedazos de madera a la deriva, negros, pulidos contra las piedras.
Kayleigh se había despertado entre el humo, el fuego y la sangre, en un castillo arrasado, yaciendo entre los cadáveres de sus padres y hermanos adoptivos. Arrastrándose por el patio cubierto de cuerpos, encontró a Reef. Reef era soldado de la expedición de castigo que el emperador Emhyr var Emreis había enviado a aplastar la rebelión de Ebbing. Era uno de aquéllos que habían conquistado y arrasado el castillo después de dos días de asedio. Una vez conquistado el castillo, sus camaradas habían abandonado a Reef, aunque Reef todavía vivía. Pero el cuidado de los heridos nunca había sido costumbre en los destacamentos especiales de Nilfgaard.
Al principio Kayleigh había querido matar a Reef. Pero Kayleigh no quería estar solo. Y Reef, como Kayleigh, tenía tan sólo dieciséis años.
Juntos se lamieron las heridas. Juntos mataron y robaron a un cobrador de impuestos, juntos se regalaron con la cerveza de una posada y, luego, yendo por las aldeas montados en caballos robados, tiraron a su alrededor el resto del dinero conseguido, muriéndose de risa mientras lo hacían.
Juntos huyeron de las persecuciones de las patrullas de Nissiros y nilfgaardianos.
Giselher desertó del ejército. Seguramente se trataba del ejército del señor de Geso, que se había aliado a los alzados de Ebbing. Seguramente. Giselher no sabía muy bien adonde lo habían arrastrado los alistadores. Estaba por entonces borracho como una cuba. Cuando se serenó y en la instrucción recibió la primera hostia del sargento, se escapó. Al principio vagabundeó en solitario, pero cuando los nilfgaardianos destruyeron la confederación de los rebeldes, los bosques se llenaron de otros desertores y huidos. Los huidos pronto se unieron en bandas. Giselher se juntó a una de ellas.
La banda robaba y quemaba aldeas, atacaba a las caravanas y los transportes, se agotaba en salvajes huidas ante los escuadrones de la caballería nilfgaardiana. Durante una de aquellas huidas, la cuadrilla se encontró en la espesura con los elfos del bosque y encontraron su destrucción, encontraron la muerte invisible que silbaba con las plumas grises de las flechas que volaban desde todas partes. Una de las flechas atravesó de parte a parte el hombro de Giselher y lo clavó a un árbol. Quien por la mañana extrajo la flecha y se ocupó de la herida fue Aenyeweddien.
Giselher nunca llegó a saber por qué los elfos habían condenado a Aenyeweddien al destierro, por qué crimen la habían condenado a muerte. Porque para una elfa libre era la muerte estar sola en el estrecho cinturón de tierra de nadie que separaba al Antiguo Pueblo Libre de los humanos. Una elfa solitaria moriría. Si no encuentra compañía.
Aenyeweddien encontró compañía. Su nombre, que en traducción libre significaba «hija del fuego», era para Giselher demasiado complicado y poético. La llamó Chispa.
Mistle procedía de una rica y noble familia del señorío de Thurn, al norte de Maecht. Su padre, vasallo del conde Rudiger, se enroló en el ejército rebelde, se dejó matar y desapareció sin rastro. Cuando la población de Thurn huyó de la ciudad ante la noticia de la expedición de castigo que se acercaba, con los famosos Pacificadores de Gemmer, la familia de Mistle también huyó, pero Mistle se perdió entre el pánico que sobrecogió a la multitud. Una engalanada y delicada señorita, a la que desde su más tierna infancia la habían transportado en palanquín, no fue capaz de seguir el paso de los fugitivos. Tras tres días de solitario vagabundeo cayó en las garras de los cazadores de esclavos que seguían a los nilfgaardianos. Una muchacha de menos de diecisiete años valía mucho. Si estaba intacta. Los cazadores no tocaron a Mistle, comprobaron antes si estaba intacta. Después de aquella comprobación, Mistle sollozó toda la noche.
En el valle del río Velda, la caravana de cazadores fue atacada y destruida por una banda de desertores nilfgaardianos. Mataron a todos los cazadores y esclavos del género masculino. Sólo respetaron a las muchachas. Las muchachas no sabían por qué las respetaban. Este desconocimiento no duró mucho tiempo.
Mistle fue la única que sobrevivió. De la zanja a la que le echaron, desnuda, cubierta de señales, de porquería, barro y costras de sangre, la sacó Asse, el hijo de un herrero de aldea, que perseguía a los nilfgaardianos desde hacía tres días, enloquecido por el deseo de venganza de lo que los desertores habían hecho a su padre, a su madre y a sus hermanas, y que él había tenido que contemplar desde su escondite entre unas cañas.
Se encontraron todos un día en los festejos de Lamas, la Fiesta de la Cosecha, en una de las aldeas de Geso. La guerra y la pobreza por entonces todavía no habían devastado tanto el país del alto Velda. Los campesinos celebraban como mandaba la tradición el principio del Mes de la Hoz: con bailes y diversiones ruidosas.
No se buscaron largo rato en la multitud que se divertía. Demasiadas cosas les diferenciaban de ellos. Demasiadas cosas les unían los unos a los otros. Les unía el gusto por la vestimenta chillona, coloreada y fantástica, por los brillantes robados, los caballos hermosos, por las espadas, que no se quitaban ni siquiera para bailar. Los diferenciaba su arrogancia y su altanería, su seguridad en sí mismos, su carácter burlón, pendenciero y violento.
Y su odio.
Eran hijos de los tiempos del odio. Y para los demás sólo odio tenían. Para ellos solamente contaba la fuerza. La habilidad en el manejo del arma que adquirieron pronto en los caminos. La decisión. El caballo rápido y la espada afilada.
Y los camaradas. Compañeros. Amigos. Porque el que está solo, morirá: de hambre, de espada, de flecha, de las estacas de los campesinos, en el patíbulo, por el fuego. Quien está solo, muere: acuchillado, golpeado, pateado, mancillado, pasado de mano en mano como un juguete.
Se encontraron en la Fiesta de la Cosecha. El sombrío, negruzco, flacucho Giselher. Kayleigh, delgado, de largos cabellos, con sus ojos malvados y su boca dispuesta en una mueca horrorosa. Reef, que todavía hablaba con acento nilfgaardiano. Mistle, alta, de largas piernas, con sus cabellos de color de paja cortados de forma que estaban tiesos como un cepillo. Chispa, de grandes ojos, coloreada, esbelta y ligera en el baile, rápida y mortal en la lucha, con sus delgados labios y sus pequeños dientes élficos. Asse, ancho de espaldas, con un bozo blanco y retorcido en la barba.
Giselher se convirtió en el cabecilla. Y adoptaron el nombre de los Ratas. Alguien se lo había llamado alguna vez y a ellos les gustó.
Robaban y mataban, y su crueldad se convirtió en proverbial.
Al principio los prefectos nilfgaardianos los subestimaron. Estaban seguros de que, como otras bandas, caerían pronto víctimas de las acciones concentradas de los labradores rabiosos, que se destruirían y se matarían entre ellos, cuando la cantidad de botín almacenada hiciera que la codicia triunfara sobre la solidaridad bandoleril. Los prefectos tenían razón en lo tocante a otras cuadrillas, pero se equivocaban con los Ratas. Porque los Ratas, hijos del odio, despreciaban el botín. Atacaban, robaban y mataban para divertirse, y los caballos, el ganado, el grano, la paja, la sal, la brea y los paños robados de los transportes militares los repartían por las aldeas. Con puñados de oro y plata pagaban a los sastres y artesanos las cosas que amaban por encima de todo: armas, ropas y adornos. Aquéllos a quienes pagaban bien los alimentaban, daban de beber, los cobijaban y escondían, e incluso azotados hasta hacerles brotar la sangre por los Nissiros y nilfgaardianos no traicionaban los escondrijos y rutas de los Ratas.
Los prefectos ofrecieron una gran recompensa y, al principio, hubo quienes se alegraron ante la perspectiva del oro nilfgaardiano. Pero por las noches, las chozas de los delatores se convertían en llamas y los que huían del incendio morían a causa de hojas centelleantes que empuñaban fantasmales jinetes que cabalgaban por entre el humo. Los Ratas atacaban como las ratas. En silencio, a traición, cruelmente. Los Ratas amaban matar.
Los prefectos echaron mano de métodos que habían dado resultado con otras bandas: intentaron algunas veces introducir un traidor entre los Ratas. No tuvieron éxito. Los Ratas no aceptaban a nadie. El compacto y hermanado sexteto no querían extraños. Los odiaban.
Hasta el día en que apareció una muchacha de cabellos grises, poco habladora, ágil como una acróbata y de la que los Ratas no sabían nada.
Excepto que era igual que ellos lo fueron, como cada uno de ellos. Estaba sola y llena de tristeza, tristeza por lo que le había robado el tiempo del odio.
Y en los tiempos del odio el que está solo, morirá.
Giselher, Kayleigh, Reef, Chispa, Mistle, Asse y Falka.
El prefecto de Amarillo se asombró sin medida cuando le comunicaron que eran siete los Ratas.
—¿Siete? —se asombró el prefecto de Amarillo mirando al soldado con incredulidad—. ¿Eran siete, no seis? ¿Estás seguro?
—Ojalá estuviera tan sano como lo estoy de seguro —dijo, poco claro, el único soldado escapado de la masacre.
El deseo era de lo más natural: la cabeza y la mitad del rostro del soldado estaban cubiertos por un vendaje sucio y cubierto de sangre. El prefecto, que había estado en más de una batalla, sabía que el soldado había sido atacado con la espada desde arriba, con la misma punta de la hoja, un golpe de la izquierda, un golpe certero, concienzudo, que precisaba de habilidad y rapidez, asestado en la oreja derecha y el pómulo, en un lugar que no estaba protegido ni por el yelmo ni por la celada.
—Cuenta.
—Anduvimos por la orilla del Velda, en dirección a Thurn —comenzó el soldado—. La orden era guardar uno de los convoys de transporte del señor Evertsen que se dirigía hacia el sur. Nos atacaron junto al puente roto, por donde estábamos pasando el río. Un carro se atoró, así que colocamos los caballos de otro para poder sacarlo. El resto del convoy se fue, yo me quedé con cinco y con el alguacil. Y entonces nos saltaron encima. El alguacil, antes de que lo mataran, tuvo tiempo de gritar que son los Ratas y luego ya los tenían los nuestros al cuello… Y los tumbaron a todos. Cuando lo vi…
—Cuando lo viste —el prefecto frunció el ceño— les diste leña a los caballos. Pero demasiado tarde para salvar el pellejo.
—Me atacó —el soldado bajó la cabeza— precisamente esa séptima, a la cual no vi desde el principio. Mozuela. Casi una niña. Pensé, los Ratas la han dejado al fondo porque es joven y carece de experiencia…
El visitante del prefecto salió de las tinieblas en las que estaba sentado.
—¿Era una muchacha? —preguntó—. ¿Qué aspecto tenía?
—Como todos ellos. Pintada y maquillada como una elfa, coloreada como papagayo, vestida con brillantes, terciopelos y brocados, con un gorrito con una pluma.
—¿De cabellos claros?
—Creo que sí, señor. Cuando la vi, iba deprisa con el caballo, pensando que por lo menos a una haría picadillo por sus compañeros, que sangre con sangre pagaría… Le salí desde la derecha para lanzar desde allí el tajo… Cómo lo hizo, no lo sé. Pero fallé. Como si hubiera atravesado un fantasma o un espíritu… No sé cómo lo hizo esa diablesa… Aunque se detuvo, me dio desde su detención. Directamente en los morros… Señor, yo estuve en Sodden, en Aldersberg. Y ahora tengo un recuerdo en los morros de una moza pintarrajeada para toda la vida…
—Alégrate de estar vivo —bufó el prefecto, mirando a su invitado—. Y alégrate que se te encontró herido al hacer el reconocimiento. Ahora te haras el héroe. Si hubieras evitado la lucha, si me hubieras comunicado sin el recuerdo en los morros que habías perdido la carga y los caballos, al punto te hubieras encontrado en el cadalso tocando talón con talón. Venga, en marcha. Al lazareto.
El soldado salió. El prefecto se volvió en dirección a su invitado.
—Vos mismo veis, noble señor coronel, que el servicio aquí no es fácil, que no tengo tranquilidad, que tengo las manos llenas de trabajo. Vosotros allá en la capital pensáis que en las provincias, la gente se tira peos, trasiega cerveza, mete mano a las mozas y cobra mordidas. Nunca pensáis en mandar algo más de gente o de perras, sólo se manda: da, haz, encuentra. Pon a todos en alerta, corre de la mañana a la noche… Y aquí nos rompemos la cabeza con nuestros propios problemas. Por aquí pululan cinco o seis bandas como la de los Ratas. Cierto, los Ratas son los peores, pero no hay día…
—Basta, basta. —Stefan Skellen elevó el labio superior—. Sé para qué ha de servir esa vuestra jeremiada, señor prefecto. Pero en vano. De las órdenes dadas no os va a librar nadie, no contéis con ello. Ratas o no Ratas, bandas o no bandas, tenéis que seguir manteniendo la búsqueda. Por todos los medios al alcance, hasta que se diga basta. Es una orden del emperador.
—Buscamos desde hace tres semanas. —El prefecto torció el gesto—. Sin saber, al fin y al cabo, quién o qué es lo que andamos buscando, espectro, fantasma o aguja en un pajar. ¿Y cuáles son los resultados? Sólo que unos cuantos de los míos han desaparecido sin dejar rastro, igual asesinados por rebeldes o vagantes. Os digo otra vez, señor coronel, si hasta ahora no hemos encontrado a vuestra muchacha, ya no la encontramos. Incluso si es que estaba aquí, lo que dudo. A menos que…
El prefecto se detuvo, reflexionó, mirando al coronel con el rabillo del ojo.
—Esa muchacha… Esa séptima que cabalga con los Ratas.
Antillo agitó la mano para desestimarlo, intentando que aquel gesto y mueca parecieran convincentes.
—No, señor prefecto. No os quedéis con soluciones demasiado fáciles. La medioelfa engalanada o cualquier otra bandolera con brocados no son, con toda seguridad, la muchacha que buscamos. Con seguridad. Continuad la búsqueda. Es una orden.
El prefecto murmuró, miró por la ventana.
—Y con esa banda —añadió con una voz en apariencia indiferente el coronel del emperador Emhyr, Stefan Skellen, llamado Antillo—, con esos Ratas o como se llamen… Poned orden, señor prefecto. En la provincia debe reinar el orden. Poneos a trabajar. Capturar y colgar, sin diligencias ni ceremonias. A todos.
—Es fácil decirlo —murmuró el prefecto—. Pero haré lo que esté en mi poder, asegurádselo al emperador. Sin embargo, pienso que esa séptima muchacha de los Ratas sería mejor, para asegurarnos, agarrarla viva…
—No —le interrumpió Antillo, teniendo cuidado de que la voz no le delatara—. Ninguna excepción, colgad a todos. A los siete. No queremos escuchar ni una palabra más sobre ellos. No queremos escuchar ni una palabra más.