Telepuerto de Lora, también llamado por el nombre de su descubridor Portal de Benavent. Se encuentra en la isla de Thanedd, en el último piso de la Torre de la Gaviota. Fijo, periódicamente activo. Bases de funcionamiento: desconocidas. Destino: desconocido, seguramente se ha formado a consecuencia de una disgregación autónoma, no están excluidas bifurcaciones ni dispersiones.
Consideración: telepuerto caótico y mortalmente peligroso. Experimentos categóricamente prohibidos. No se permite el uso de la magia en la Torre de la Gaviota ni en sus alrededores, sobre todo la magia de teleportación. El Capítulo examinará excepcionalmente peticiones de permiso para entrar en Tor Lara con objeto de visitar el telepuerto. La petición ha de ser justificada por tener trabajos científicos en curso y por la existencia de una especialización en este campo concreto.
Bibliografía: Geoffrey Monck, La magia del Antiguo Pueblo; Immanuel Benavent, El Portal de Tor Lara; Nina Fioravanti, Teoría y práctica de la teleportación; Ransant Alvaro, La puerta de los secretos.
Prohibita (índice de artefactos prohibidos), Ars Mágica, ed. LVIII
Al principio sólo había un caos pulsante y centelleante, una cascada de imágenes, un torbellino, una espiral llena de sonidos y voces. Ciri vio una torre que llegaba hasta el cielo, sobre cuyo tejado bailaban los rayos. Escuchó el graznido de un ave de presa y ella fue el pájaro. Volaba con enorme velocidad, y por debajo había un mar enfurecido. Veía una pequeña muñeca de trapo y, de pronto, ella fue la muñeca y alrededor la envolvía la oscuridad, vibrante de cantos de cigarra. Vio un gran gato blanquinegro y de pronto fue aquel gato y alrededor había una casa siniestra, oscurecidas maderas cubriendo los muros, olor a velas y a libros viejos. Escuchó cómo alguien pronunciaba su nombre varias veces, la llamaba. Vio un salmón de plata saltando una catarata, escuchó el susurro de la lluvia golpeando sobre las hojas. Y luego escuchó un extraño y penetrante grito de Yennefer. Y este grito la despertó, la arrancó de aquel torbellino sin orden ni tiempo.
Ahora, mientras intentaba sin éxito recordar el sueño, escuchaba solamente los débiles sonidos de una flauta y un laúd, el tintineo de una pandereta, cantos y risas. Jaskier y un grupo de vagabundos que había conocido accidentalmente todavía se estaban divirtiendo de lo lindo en la habitación al final del corredor.
Por la ventana entraba un rayo de luz de luna, deshaciendo un tanto las tinieblas y dando a la habitación de Loxia el aspecto de un sueño. Ciri echó las sábanas a un lado. Estaba sudorosa, los cabellos se le pegaban a la frente. Había tardado mucho en quedarse dormida, le faltaba el aliento aunque la ventana estaba abierta de par en par. Sabía cuál era la causa. Antes de irse con Geralt, Yennefer había aislado la habitación con un hechizo de protección. Aunque supuestamente era para evitar que nadie entrara, Ciri sospechaba que en realidad se trataba de impedirle la salida. Estaba, simplemente, prisionera. Yennefer, aunque a todas luces se sentía satisfecha de haberse encontrado con Geralt, no había olvidado ni perdonado su loca escapada a Hirundum, gracias a la que había tenido lugar el encuentro.
A ella, ver a Geralt le había llenado de tristeza y decepción. El brujo estaba poco hablador, tenso, intranquilo, mentía. Sus conversaciones se producían a toda velocidad y eran fragmentarias, envueltas en frases y preguntas de medias palabras, interrumpidas y sin terminar. Los ojos y el pensamiento del brujo huían de ella y se perdían en la lejanía. Ciri sabía a dónde.
Desde la habitación al final del pasillo le alcanzó el solitario y débil canto de Jaskier, la música del laúd, murmurando como un arroyuelo entre las piedras. Reconoció la melodía que el bardo estaba componiendo desde hacía algunos días. El romance —Jaskier se había vanagloriado de ello varias veces— llevaba por título "Inalcanzable" y se suponía que había de darle el triunfo en el torneo anual de bardos que se celebraba al final del otoño en el castillo de Vartburg. Ciri escuchó atentamente las palabras.
Sobre húmedos tejados vuelas,
entre amarillo nenúfar nadas,
mas yo al cabo te comprendo,
eso sí, si acaso me dejaras…
Ruido de cascos, jinetes galoparon en la noche, en el horizonte el cielo floreció con el resplandor de los incendios. Un ave de rapiña graznó y agitó las alas, se alzó en vuelo. Ciri se sumergió de nuevo en el sueño mientras escuchaba cómo alguien pronunciaba varias veces su nombre. Una vez se trataba de Geralt, una vez de Yennefer, una vez de Triss Merigold, y por fin, algunas veces, una muchacha a la que no conocía, delgada, rubia y triste, que la miraba desde una miniatura enmarcada en asta y hojalata.
Luego vio un gato blanquinegro y al poco era ese gato. Alrededor había una casa ajena, siniestra. Veía grandes estanterías llenas de libros, un púlpito iluminado con algunas velas, delante del que había dos hombres inclinados sobre unos pergaminos. Uno de estos hombres tosía y se limpiaba los labios con un pañuelo. El segundo, un enano de enorme cabeza, estaba sentado en un sillón con ruedas. Le faltaban las dos piernas.
—Inaudito… —resopló Fenn, pasando la vista por un pergamino enmohecido—. Es para no creérselo… ¿De dónde has sacado esos documentos?
—No te lo creerías si te lo dijera —tosió Codringher—. ¿Entiendes ahora quién es de verdad Cirilla, princesa de Cintra? Niña de la Antigua Sangre… ¡El último brote de ese maldito árbol de odio! La última rama y en ella la última manzana envenenada…
—La Antigua Sangre… Hace tanto tiempo… Pavetta, Calanthe, Adalia, Elen, Fiona…
—Y Falka.
—¡Por los dioses, esto no es posible! ¡En primer lugar, Falka no tuvo hijos! En segundo lugar, Fiona era hija legítima de…
—En primer lugar, no sabemos nada de la juventud de Falka. En segundo lugar, no me hagas reír, Fenn. Sabes de sobra que sólo de oír la palabra legítimo me sobrecogen espasmos de risa. Yo creo en este documento porque, en mi opinión, es auténtico y dice la verdad. Fiona, tatarabuela de Pavetta, era hija de Falka, ese monstruo con aspecto humano. Al diablo, no creo en todas esas profecías, predicciones ni otras estupideces, pero cuando recuerdo ahora las predicciones de Ithlinne…
—¿Sangre con mancha?
—Con mancha, contaminada, maldita, se puede entender de varias formas. Y según la leyenda, si recuerdas, Falka estaba maldita precisamente porque Lara Dorren aep Shiadhal había lanzado una maldición sobre su madre…
—Eso son cuentos, Codringher.
—Tienes razón, son cuentos. Pero, ¿sabes en qué momento dejan de ser cuentos los cuentos? En el momento en que alguien comienza a creer en ellos. Y alguien cree en el cuento de la Vieja Sangre. Sobre todo en el fragmento que dice que de la sangre de Falka nacerá un vengador que destruirá el viejo mundo y construirá uno nuevo sobre sus ruinas.
—¿Y se supone que Cirilla ha de ser este vengador?
—No. Cirilla no. Su hijo.
—Y a Cirilla la busca…
—Emhyr var Emreis, el emperador de Nilfgaard —terminó Codringher en tono frío—. ¿Lo comprendes ahora? Cirilla, con independencia de su voluntad, ha de ser madre del heredero al trono. El Archiduque que habrá de convertirse en el Archiduque de las Tinieblas, sucesor y vengador de aquella diabólica Falka. El holocausto y luego la reconstrucción del mundo, que, me da la sensación, habrá de suceder en forma dirigida y controlada.
El tullido guardó silencio largo rato.
—¿No piensas —preguntó por fin— que habría que informar de esto a Geralt?
—¿A Geralt? —Codringher torció los labios—. ¿Y quién es ése? ¿No será por casualidad ese inocentón que no hace mucho me contaba que no actúa para obtener beneficio? Oh, le creo, no actúa en su propio beneficio. Actúa para el ajeno. Y sin saberlo, al fin y al cabo. Persigue a Rience, que es la correa, y no siente la soga en su propio pescuezo. ¿Yo tendría que informarle? ¿Ayudar a aquéllos que quieren hacerse con esa gallina de los huevos de oro para chantajear a Emhyr o ganar su aprecio? No, Fenn. No soy tan tonto.
—¿El brujo hace de correa? ¿De quién?
—Piensa.
—¡Joder!
—Una palabra bien elegida. La única persona que tiene influencia sobre él. En la que él confía. Pero yo no confío en ella. Y nunca lo hice. Yo también me voy a meter en este juego.
—Es un juego peligroso, Codringher.
—No hay juego seguro. Sólo hay juegos que merecen la pena y otros que no la merecen. Fenn, hermano, ¿acaso no entiendes qué es lo que nos ha caído en las manos? Una gallina que a nosotros y a nadie más nos va a dar unos huevos enormes, toditos de oro dorado…
Codringher estalló en toses. Cuando retiró el pañuelo de los labios, había en él huellas de sangre.
—El oro no te curará —dijo Fenn, mirando al pañuelo que su compañero tenía en la mano—. Y a mí no me devolverá mis piernas…
—¿Quién sabe?
Alguien llamó a la puerta. Fenn se removió intranquilo en su silla de ruedas.
—¿Esperas a alguien, Codringher?
—Sí. A los que mandé a Thanedd. A por la gallina de los huevos de oro.
¡No abras!, gritó Ciri. ¡No abras esa puerta! ¡Detrás de ella acecha la muerte! ¡No abras esa puerta!
—Ya abro, ya abro —gritó Codringher, mientras alzaba el cerrojo, después de lo cual se dio la vuelta hacia el gato, que no hacía más que maullar—. Cállate, bestia maldita…
Se detuvo. En la puerta no estaban aquéllos que esperaba. En la puerta había tres personas a las que no conocía.
—¿Sois vos el señor Codringher?
—El señor se ha ido en viaje de negocios. —El abogado adoptó una expresión de tener pocas luces y cambió el tono de voz a otro algo más agudo—. Yo soy el ayuda de cámara de su merced, me llamo Glomp, Míkael Glomp. ¿En qué puedo servir a los nobles señores?
—En nada —dijo una de las personas, un alto medioelfo—. Dado que su merced no está, sólo dejaremos una carta y una nota. Ésta es la carta.
—Se la entregaré sin tardanza. —Codringher, muy en su papel de lacayo torpe, hizo una humilde reverencia y extendió la mano para recoger el hato de pergaminos unidos por una cuerda roja—. ¿Y la nota?
La cuerda que sujetaba el rollo se desplegó como una serpiente al ataque, le azotó y le ciñó con fuerza la muñeca. El alto dio un fuerte tirón. Codringher perdió el equilibrio, voló hacia delante, para no derrumbarse encima del medioelfo apoyó inconscientemente la mano izquierda sobre su pecho. En esta posición no estaba en condiciones de evitar el estilete que le clavaron en el estómago. Lanzó un sordo grito y tiró hacia atrás, pero la cuerda mágica que tenía enrollada alrededor de la muñeca no le dejó. El medioelfo le atrajo de nuevo hacia sí y le volvió a herir. Esta vez la hoja se quedó clavada en Codringher.
—Aquí tienes la nota, con recuerdos de Rience —dijo el alto medioelfo al tiempo que tiraba del estilete hacia arriba abriendo al abogado como a un pez—. Vete al infierno, Codringher. Derechito al infierno.
Codringher tosió. Sentía como la hoja del puñal rompía y rasgaba sus costillas y su esternón. Se cayó al suelo, se quedó en cuclillas. Quería gritar para advertir a Fenn, pero no alcanzó más que a graznar y al graznido le siguió inmediatamente una ola de sangre.
El alto medioelfo pasó por encima del cuerpo, detrás le siguieron los otros dos. Éstos eran humanos.
Fenn no se dejó sorprender.
Sonó una cuerda, uno de los esbirros cayó de espaldas, alcanzado por una bola de acero en mitad de la frente. Fenn se alejó del pulpito en su sillón, intentando en vano recargar el arcoballista con las manos temblorosas.
El alto dio un salto hacia él y, de una fuerte patada, hizo volcar el sillón. El enano rodó por entre los papeles arrojados al suelo. Arrastrándose impotente con sus pequeños brazos y los muñones de sus piernas, recordaba una araña a la que le hubieran arrancado las patas.
El medioelfo alejó de una patada el arcoballista del alcance de Fenn. Revisó muy deprisa los documentos que yacían sobre el púlpito sin prestar atención al tullido que intentaba arrastrarse por el suelo. Le llamó la atención una pequeña miniatura enmarcada en asta y hojalata que mostraba a una muchacha rubia. La tomó junto con un cartelillo que llevaba pegado.
El otro esbirro soltó al que había sido alcanzado por la bola del arcoballista, se acercó. El medioelfo alzó las cejas en gesto interrogante. El esbirro negó con la cabeza.
El medioelfo se guardó en el seno la miniatura y algunos documentos que había tomado del púlpito. Luego sacó del tintero un manojo de plumas y las encendió con una vela. Haciéndolas girar permitió que el fajo se prendiera bien, después de lo cual las echó sobre el púlpito, entre los fajos de pergaminos que estallaron en llamas al instante.
Fenn aulló.
El alto medioelfo quitó de la mesa, que ya estaba ardiendo, una botella de ron líquido para eliminar la tinta, se acercó al enano y le derramó encima todo su contenido. Fenn lanzó un agudo grito. El otro esbirro sacó de una estantería un montón de pliegos y cubrió con ellos al tullido.
El fuego del púlpito alcanzaba bramando hasta el techo. Otra botella, más pequeña, explotó con un estampido, las cenizas regaron las estanterías. Pliegos, fajos y carpetas comenzaron a ennegrecerse, a retorcerse y a avivar el fuego. Fenn gritaba. El alto se alejó del púlpito ardiente, hizo otro rollo con papeles y lo encendió. El otro esbirro echó sobre el tullido un nuevo brazado de fajos de pergamino.
Fenn gritaba.
El medioelfo estaba junto a él, tenía en las manos el rollo ardiente.
El gato blanquinegro de Codringher se sentó en un muro cercano. En sus ojos amarillos brillaba el reflejo del incendio que transformaba una noche agradable en una terrible parodia del día. Los alrededores estaban llenos de gritos. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Agua! La gente corría en dirección a la casa. El gato se quedó paralizado, mirando con extrañeza y desprecio. Estos idiotas se dirigían allá, en dirección a aquella boca de horno de la que él por poco no había podido salir.
Dándose la vuelta con indiferencia, el gato de Codringher continuó lamiéndose las zarpas manchadas de sangre.
Ciri se despertó cubierta de sudor, con las manos tan aferradas a las sábanas que hasta le hacían daño. Alrededor había silencio y una blanda penumbra atravesada por el estilete de un rayo de luz de luna.
Un incendio. Fuego. Sangre. Una pesadilla… No recuerdo, no recuerdo nada…
Aspiró profundamente el vigoroso aire nocturno. La sensación de ahogo había desaparecido. Sabía por qué.
Los hechizos de protección no funcionaban.
Qué habrá pasado, pensó Ciri. Saltó de la cama y se vistió rauda. Se ciñó el estilete. No tenía espada, Yennefer se la había quitado y la había dejado al cuidado de Jaskier. El poeta seguramente dormía ya, en Loxia reinaba el silencio. Ciri estaba pensando si debía ir y despertarle cuando de pronto sintió en los oídos las fuertes pulsaciones y el ritmo de la sangre.
El brillante rayo de luna que atravesaba la ventana se convirtió en un camino. Al final del camino, muy lejos, había unas puertas. Las puertas se abrieron, apareció Yennefer.
Ven.
A espaldas de la hechicera se abrieron otras puertas. Unas detrás de las otras, interminablemente. En las tinieblas se dibujaban difusas las negras formas de unas columnas. O quizás fueran estatuas… Estoy soñando, pensó Ciri, yo misma no creo en esto. Estoy soñando. Esto no es un camino, esto es luz, un rayo de luz. No se puede andar por el…
Ven.
Obedeció.
Si no hubiera sido por los tontos escrúpulos del brujo, si no hubiera sido por sus irrealizables principios, muchos acontecimientos posteriores habrían discurrido de una forma completamente distinta. Muchos acontecimientos seguramente ni siquiera habrían tenido lugar. Y entonces la historia del mundo hubiera sido distinta.
Pero la historia del mundo resultó como resultó. Y la única causa de ello fue que el brujo tenía escrúpulos. Cuando se despertó al amanecer y sintió necesidad, no hizo lo que hubiera hecho cualquiera. No salió al balcón y meó en la maceta de capuchinas. Tuvo escrúpulos. Se vistió sin hacer ruido, para no despertar a Yennefer, que dormía profundamente, sin moverse y casi sin respirar. Salió de la habitacioncilla y se fue al jardín.
Todavía continuaba el banquete pero, a juzgar por los sonidos, sólo en forma residual. Las ventanas de la sala de baile todavía ardían con una luz que inundaba el atrio y los macizos de peonias. El brujo avanzó algo más, entre unos arbustos algo más densos, allí se quedó mirando el cielo que iba clareando y que ardía ya en el horizonte con las señales purpúreas del amanecer.
Cuando volvía despacio, reflexionando sobre graves asuntos, su medallón tembló con fuerza. Lo sujetó con la mano, sintió las vibraciones que le atravesaban todo el cuerpo. No había duda. Alguien había lanzado un hechizo en Aretusa. Geralt aguzó el oído y escuchó gritos ahogados, rumores y estrépitos que provenían de una galería en el ala izquierda del palacio.
Cualquier otro se habría dado la vuelta sin dudarlo y habría regresado a su habitación haciendo como que no oía nada. Y entonces, la historia del mundo también podría haberse desarrollado de otro modo. Pero el brujo tenía escrúpulos y acostumbraba a obrar siguiendo principios irrealizables y estúpidos.
Cuando llegó corriendo a la galería y al pasillo, se estaba desarrollando allí una lucha. Algunos soldados vestidos con jubones grises inmovilizaban a un hechicero bajito que estaba caído en el suelo. A los inmovilizadores les dirigía Dijkstra, el jefe de los servicios secretos de Vizimir, rey de Redania. Antes de que Geralt acertara a emprender acción alguna, él también fue inmovilizado. Otros dos esbirros grises le empujaron contra la pared y un tercero le puso contra el pecho una corseca de hierro de tres dientes.
Todos los esbirros tenían en el pecho un medallón con el águila redana.
—A esto se le llama meter la pata —le explicó en voz baja Dijkstra, acercándose—. Y tú, brujo, creo que tienes talento natural para meterla. Estate tranquilo e intenta no prestarle atención a nada.
Los redanos inmovilizaron por fin al hechicero bajito y lo incorporaron sujetándolo de los brazos. Era Artaud Terranova, miembro del Capítulo.
La luz que le permitía ver los detalles provenía de una bola que colgaba sobre la cabeza de Keira Metz, la hechicera con la que Geralt había conversado por la noche en el banquete. Apenas la reconoció. Había cambiado los ligeros tules por unas ásperas ropas masculinas y llevaba un estilete al costado.
—Sujetadlo bien —ordenó. En su mano tintineaban unas esposas hechas de un metal azulado.
—¡No te atrevas a ponerme eso! —gritó Terranova—. ¡No te atrevas, Metz! ¡Soy un miembro del Capítulo!
—Lo eras. Ahora eres un traidor común y corriente. Y serás tratado como traidor.
—Y tú eres una asquerosa puta que…
Keira retrocedió un paso, balanceó ligeramente las caderas y le golpeó con toda la fuerza de su puño en la cara. La cabeza del hechicero cayó hacia atrás de tal modo que por un momento Geralt tuvo la sensación de que se iba a desprender del tronco. Terranova quedó colgado de las manos de los que le sujetaban, con la sangre fluyéndole por la nariz y los labios. La hechicera no dio un segundo golpe, aunque tenía la mano alzada. El brujo percibió el brillo de lata de un rompecabezas entre sus dedos. No se asombró. Keira era pequeñísima, un golpe así no podía haber sido dado sólo con el puño.
Geralt no se movió. Los esbirros le sujetaban con fuerza, y las puntas de la corseca le pinchaban en el pecho. Geralt no estaba seguro de que se hubiera movido en caso de estar libre. Si hubiera sabido qué hacer.
Los redanos pusieron cadenas en las manos del hechicero, que le habían doblado hacia atrás. Terranova gritó, se retorció, se dobló, hizo un amago de vómito. Geralt sabía de qué estaban hechas las esposas. Era una aleación de hierro y dwimerita, un extraño mineral cuyas propiedades residían en que sofocaba las capacidades mágicas. A esta sofocación la acompañaban unos efectos secundarios bastante desagradables para los magos.
Keira Metz levantó la cabeza, se retiró los cabellos de la frente. Y entonces lo vio.
—¿Qué hace éste aquí, maldita sea? ¿De dónde ha salido?
—Metió la pata —respondió Dijkstra impasible—. Tiene talento para meterla. ¿Qué tengo que hacer con él?
Keira refunfuñó, dio varios golpes en el suelo con los tacones de las botas altas.
—Vigílalo. Ahora no tengo tiempo.
Se fue deprisa, detrás de ella caminaban los redanos, que arrastraban a Terranova. La bola iluminada revoloteó detrás de la hechicera, pero ya amanecía, clareaba a toda velocidad. A una señal de Dijkstra, los esbirros soltaron a Geralt. El espía se acercó y miró al brujo a los ojos.
—Manten una absoluta tranquilidad.
—¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Qué…?
—Y un absoluto silencio.
Keira Metz regresó al poco tiempo, acompañada. Venía con ella el hechicero de cabellos de color lino que el día anterior le habían presentado a Geralt como Detmold de Ban Ard. A la vista del brujo, el hechicero maldijo y golpeó con el puño en la mano.
—¡Su puta madre! ¿No es éste el que le gustaba a Yennefer?
—Es él —confirmó Keira—. Geralt de Rivia. El problema reside en que no sé cómo es con Yennefer…
—Yo tampoco lo sé. —Detmold se encogió de hombros—. En cualquier caso él ya está metido en esto. Ha visto demasiado. Llevádselo a Filippa, ella decidirá. Encadenadlo.
—No es necesario —dijo Dijkstra, en apariencia somnoliento—. Yo respondo por él. Lo conduciré adonde sea.
—Estupendo, entonces —afirmó Detmold con la cabeza—. Porque nosotros no tenemos tiempo. Ven, Keira, allá arriba se está complicando el asunto…
—Cuidado que están nerviosos —murmuró el espía redaño, mirando a los que se iban—. Falta de práctica, no otra cosa. Y los golpes de estado y los putsch son como el gazpacho. Hay que tomarlos fríos. Vamos, Geralt. Y recuerda: tranquilo, digno, sin alborotos. No me hagas lamentar el que no te mandara atar ni encadenar.
—¿Qué es lo que está pasando, Dijkstra?
—¿Todavía no te has dado cuenta? —El espía andaba junto a él, tres redanos se mantenían detrás—. Habla con sinceridad, brujo, ¿cómo es que has aparecido aquí?
—Tenía miedo de que se secaran las capuchinas.
—Geralt. —Dijkstra le puso malos ojos—. Has metido la pata hasta el cuello en la mierda. Has buceado y tienes la boca en la superficie pero todavía no alcanzas con los pies el fondo. Alguien te da la mano para ayudarte, arriesgándose a caerse también y ahogarse. Así que déjate de bromas idiotas. Yennefer fue quien te mandó venir aquí, ¿no?
—No. Yennefer duerme en una cama calentita. ¿Te tranquiliza eso?
El gigantesco espía se volvió bruscamente, agarró al brujo por los brazos y lo empujó contra la pared del pasillo.
—No, no me ha tranquilizado, puto idiota —chilló—. ¿Acaso no has entendido, payaso, que los hechiceros honrados y fieles a los reyes no duermen esta noche? ¿Que ni siquiera se metieron en la cama? Los que están durmiendo en sus camas calentitas son los traidores comprados por Nilfgaard. Vendepatrias que habían preparado ellos mismos un putsch, pero para más tarde. No sabían que habían descubierto sus planes y se les habían adelantado. Y ahora mismo se les está sacando de sus blandos lechos, se les da con un rompecabezas en los morros y se les pone en las zarpas anillitos de dwimerita. Los traidores están acabados, ¿comprendes? ¡Si no quieres irte al fondo con ellos, deja de hacerte el idiota! ¿Acaso te captó Vilgefortz ayer por la noche? ¿O te había captado antes Yennefer? ¡Habla! ¡Deprisa, porque la mierda comienza ya a llegarte a la boca!
—Gazpacho frío, Dijkstra —le recordó Geralt—. Llévame hasta Filippa. Tranquilo, digno y sin alborotos.
El espía le soltó, retrocedió un paso.
—Vamos —dijo con voz fría—. Por estas escaleras, hacia arriba. Pero terminaremos esta conversación. Te lo prometo.
Allá donde se unían cuatro pasillos, debajo de una columna que sujetaba el techo, había una claridad que provenía de faroles y bolas mágicas. En aquel lugar se arremolinaba un grupo de redanos y hechiceros. Entre estos últimos había miembros del Consejo: Radcliffe y Sabrina Glevissig. Sabrina, como Keira Metz, también iba vestida con un traje gris de hombre. Geralt comprendió que en el golpe que estaba teniendo lugar ante sus ojos se podía reconocer a las partes por sus uniformes.
Sobre el suelo estaba arrodillada Triss Merigold, inclinada sobre un cuerpo que yacía en un charco de sangre. Geralt reconoció a Lydia van Bredevoort. La reconoció por los cabellos y por el vestido de terciopelo. Nunca la hubiera reconocido por su rostro porque aquello no era ya un rostro. Era una horrible y macabra máscara de cadáver, con los dientes descubiertos brillando hasta la mitad de las mejillas y con una mandíbula inferior deformada, hundida, de huesos mal crecidos.
—Cubridla —dijo Sabrina Glevissig con la voz sorda—. Al morir ha desaparecido la ilusión… ¡Joder, cubridla con algo!
—¿Qué es lo que ha pasado, Radcliffe? —preguntó Triss, retirando la mano de la dorada empuñadura del estilete clavado por debajo del esternón de Lydia—. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¡Se supone que tenía que hacerse sin muertos!
—Nos atacó —murmuró el hechicero, bajando la cabeza—. Cuando se llevaron a Vilgefortz se echó sobre nosotros. Hubo un revuelo… Yo mismo no sé de qué modo… Éste es su propio estilete.
—¡Cubrid su cara! —Sabrina se dio la vuelta bruscamente. Vio a Geralt, sus ojos feroces brillaron como antracita.
—¿De dónde ha salido éste?
Triss se alzó como rayo y se arrojó sobre el brujo. Geralt percibió delante de su cara la mano de ella. Luego vio un relámpago y se hundió suavemente en las tinieblas. Sintió unas manos en el cuello y una violenta sacudida.
—Sujetadlo, que se cae. —La voz de Triss era poco natural, resonaba en ella una furia fingida. Tiró de él de nuevo de modo que al momento se encontró junto a ella.
—Perdona —escuchó su rápido susurro—. Tenía que hacerlo.
Los hombres de Dijkstra lo sujetaron.
Movió la cabeza. Puso en marcha otros sentidos. En el pasillo reinaba la agitación, el aire ondulaba, transportaba olores. Y voces. Sabrina Glevissig maldecía, Triss la intentaba calmar. Los redanos, que olían a cuartel, arrastraban por el suelo un cuerpo inerte cuyo vestido de terciopelo chasqueaba. Sangre. El olor de la sangre. Y el olor a ozono. El olor de la magia. Voces enervadas. Pasos, el golpeteo nervioso de los tacones.
—¡Apresuraos! ¡Esto ya dura demasiado! ¡Deberíamos estar ya en el Garstang!
Filippa Eilhart. Nerviosa.
—Sabrina, encuentra deprisa a Marti Sodergren. Si hace falta, sácala de la cama. Algo va mal con Gedymdeith. Creo que es un ataque al corazón. Que se ocupe Marti de ello. Pero no le digas nada, ni a ella ni a ése con el que duerme. Triss, tienes que buscar y luego llevar al Garstang a Dorregaray, Drithelm y Carduin.
—¿Para qué?
—Representan a los reyes. Que Ethain y Esterad estén informados de nuestra acción y de sus consecuencias. Los llevarás… ¡Triss, tienes sangre en las manos! ¿Quién?
—Lydia.
—Maldita sea. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—¿Acaso importa cómo? —Una voz fría y tranquila. Tissaia de Vries. El rumor de un vestido. Tissaia estaba vestida con traje de baile, no con uniforme de rebelde. Geralt aguzó el oído pero no escuchó el tintineo de las cadenas de dwimerita.
—¿Finges estar afectada? —siguió Tissaia— ¿preocupada? Cuando se organiza una revuelta, cuando se hacen entrar esbirros armados por la noche, hay que contar con que habrá víctimas. Lydia está muerta, Hen Gedymdeith se está muriendo. He visto hace un momento a Artaud con el rostro masacrado. ¿Cuántas víctimas más va a haber, Filippa Eilhart?
—No sé —respondió Filippa con dureza—. Pero no voy a volverme atrás.
—Por supuesto. Tú no retrocedes ante nada.
El ambiente tembló, unos tacones golpearon contra el suelo con un ritmo conocido. Filippa se acercó a él. Recordaba el nervioso ritmo de sus pasos cuando, el día anterior, caminaban juntos por la sala de Aretusa para regalarse con el caviar. Recordaba el olor a canela y nardos. Ahora este olor se mezclaba con el de la soda. Geralt no pensaba participar jamás en ningún golpe o putsch pero no creía que, si participara, se fuera a acordar de lavarse los dientes con anterioridad.
—Él no te ve, Fil —dijo Dijkstra, en apariencia soñoliento—. No ve nada y no ha visto nada. Ésa del pelo bonito lo ha dejado cegato.
Escuchaba el aliento de Filippa y sentía cada uno de sus movimientos, pero movió la cabeza desmañadamente, afectando perplejidad. La hechicera no se dejó tomar el pelo.
—No finjas, Geralt. Triss te habrá cegado los ojos pero, al fin y al cabo, no te ha quitado tu cabeza. ¿Cómo es que has aparecido aquí?
—Metí la pata. ¿Dónde está Yennefer?
—Bienaventurados los que no saben. —En la voz de Filippa no había ironía—. Puesto que vivirán más. Dale las gracias a Triss. Ha sido un encantamiento débil, la ceguera se te pasará pronto. Y de este modo tú no has visto lo que no deberías haber visto. Vigílalo, Dijkstra. Ahora vuelvo.
De nuevo un movimiento. Voces. La sonora voz de soprano de Keira Metz, el bajo nasal de Radcliffe. El golpeteo de los zapatones redanos. Y la voz enervada de Tissaia de Vries.
—¡Soltadla! ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido hacerle esto?
—¡Es una traidora! —La voz nasal de Radcliffe.
—¡Jamás lo creeré!
—La sangre no es agua. —Fría, Filippa Eilhart—. Y el emperador Emhyr prometió a los elfos la libertad. Y un estado propio, independiente. Aquí, en estas tierras. Por supuesto, después de aniquilar a los humanos. Y eso bastó para que nos traicionara al momento.
—¡Responde! —Tissaia de Vries, con emoción—. ¡Respóndele, Enid!
—Responde, Francesca.
El tintineo de unas esposas de dwimerita. Y el acento cantarín y élfico de Francesca Findabair, la Margarita de Dolin, la mujer más hermosa del mundo.
—Va vort a me, Dh’oine. N’aen te a dice’n.
—¿Esto te basta, Tissaia? —La voz de Filippa, como un chasquido—. ¿Me crees ahora? Tú, yo, todos nosotros, somos para ella y siempre fuimos Dh’oine, humanos, a los que ella, Aen Seidhe, no tiene nada que decir. ¿Y tú, Fercart? ¿Qué te prometieron Vilgefortz y Emhyr para que te decidieras a traicionar?
—Vete el diablo, guarra pervertida.
Geralt contuvo el aliento, pero no escuchó el sonido de un rompecabezas al golpear una mandíbula. Filippa se contenía mejor que Keira. O bien no tenía rompecabezas.
—¡Radcliffe, llévate los traidores al Garstang! Detmold, presta tu brazo a la gran maestra de Vries. Id. Ahora me reuniré con vosotros.
Pasos. Olor a canela y nardo.
—Dijkstra.
—Aquí estoy, Fil.
—Tus subordinados ya no son necesarios aquí. Que vuelvan a Loxia.
—¿Estás segura…?
—¡A Loxia, Dijkstra!
—A tus órdenes, noble señora. —En la voz del espía se percibía la burla—. Los lacayos se van, ya han hecho lo que les correspondía. Ahora es asunto exclusivo de los hechiceros. Y por eso yo, sin demorarme, salgo del alcance de la vista de los hermosos ojos de vuestra alteza. No esperaba agradecimiento por la ayuda y la participación en el golpe pero estoy seguro de que vuestra alteza me mantendrá en su agradecida memoria.
—Perdona, Segismundo. Gracias por la ayuda.
—No hay de qué, ha sido un placer. Eh, Woymir, agrupa a los nuestros. Cinco se quedan conmigo. El resto los llevas abajo y los embarcas en el Catarata. Eso sí, en silencio, de puntillas, sin ruido y sin escándalo. Por pasillos secundarios. ¡En Loxia y en el puerto ni palabra! ¡En marcha!
—No has visto nada, Geralt —dijo en un susurro Filippa Eilhart, desprendiendo sobre el brujo el olor a canela, nardo y soda—. No has escuchado nada. Nunca has hablado con Vilgefortz. Dijkstra te conducirá a Loxia. Te intentaré encontrar allí cuando… Cuando todo acabe. Te prometí algo ayer y mantendré mi palabra.
—¿Y qué hay de Yennefer?
—Éste está obsesionado. —Dijkstra volvió, haciendo ruido con sus pies—. Yennefer, Yennefer… Ya aburre. No te preocupes por él, Fil. Hay asuntos más importantes. ¿Le encontraron a Vilgefortz lo que se esperaba encontrar?
—Sí. Toma, esto es para ti.
—¡Ojo! —El crujido de un papel al desplegarse—. ¡Ojo! ¡Ojo, ojo! ¡Maravilloso! El duque Nitert. ¡Excelente! El barón…
—Con discreción, sin nombres. Y, te lo pido, cuando vuelvas a Tretogor no comiences de inmediato con las ejecuciones. No provoques un escándalo prematuro.
—No temas. Los muchachotes de esta lista, tan golosos de oro nilfgaardiano, están seguros. De momento. Serán mis más queridas marionetas para tirar de la cuerdecita. Y luego, se les pondrá la cuerdecita en los cuellecitos… Por curiosidad, ¿había otras listas? ¿Los traidores de Kaedwen, de Temeria, de Aedirn? Me alegraría de echarles un vistazo. Incluso la mitad de un vistazo…
—Sé que estarías contento. Pero no es asunto tuyo. Esas listas las tienen Radcliffe y Sabrina Glevissig, ellos sabrán lo que tienen que hacer con ellas. Y ahora, adiós. Date prisa.
—Fil.
—Dime.
—Devuélvele la vista al brujo. Que no se tropiece en las escaleras.
En la sala de baile de Aretusa continuaba el banquete, pero había cambiado su forma a algo más tradicional e íntimo. Se habían retirado las mesas, los hechiceros y hechiceras habían traído a la sala sillones, sillas y banquetas de no se sabe dónde, se habían sentado en ellas y se dedicaban a diferentes diversiones. La mayor parte de aquellas diversiones podrían considerarse faltas de tacto. Un grupo numeroso estaba sentado alrededor de un enorme barril de orujo del malo, y bebía, charlaba y de vez en cuando estallaba en risas estentóreas. Aquéllos que no hacía mucho, ejercitaban la búsqueda de aperitivos con tenedores de plata, ahora mordían sin vergüenza costillas de carnero que sujetaban con las dos manos. Algunos jugaban a las cartas con apasionamiento, despreciando a los que los rodeaban. Algunos dormían. En un rincón, una pareja se besaba apasionadamente y el afán con que lo hacían demostraba que no se iban a quedar en el beso.
—Míralos, brujo. —Dijkstra se inclinó sobre la balaustrada de la galería, miró a los hechiceros desde lo alto—. Cómo se divierten, como chicuelos, podrías pensar. Y durante este tiempo su Consejo acaba de apalancar con casi todo su Capítulo y lo está juzgando por traición, por aliarse a Nilfgaard. Mira a esa parejilla. Ahora se irán a buscar un rinconcito adecuado, y antes de que terminen de chingar, Vilgefortz ya estará colgando de una soga. Ah, al partir, un beso y una flor…
—Cállate, Dijkstra.
El camino que conducía a Loxia subía en un zigzag de escaleras por la pendiente de la montaña. Las escaleras enlazaban terrazas decoradas con setos mal cuidados, parterres y agaves secos plantados en macetas. Dijkstra se detuvo en una de las terrazas que acababan de pasar, se acercó al muro, a una fila de dientes de piedra de una quimera de entre cuyas mandíbulas brotaba agua. El espía se inclinó, bebió durante largo rato.
El brujo se acercó a la balaustrada. El mar brillaba dorado, el cielo tenía un color aún más kitsch que en los cuadros de la Galería de la Gloria. Allá abajo se veían los destacamentos de redanos que habían salido de Aretusa y que se acercaban a paso apresurado hacia el puerto. Precisamente estaban atravesando un puentecillo que cruzaba a la orilla a través de la hendidura en la roca.
Lo que de pronto le llamó la atención fue una figura solitaria y coloreada. La figura saltaba a la vista porque se movía muy deprisa. Y en dirección contraria a los redanos. Hacia arriba, hacia Aretusa.
—Venga. —Dijkstra le dio prisa con un carraspeo—. Al que madruga, los dioses le ayudan.
—Si tanta prisa tienes, vete solo.
—Seguro. —El espía torció el gesto—. Y tú te vuelves al monte a salvar a tu Yennefer. Y metes jaleo como gnomo borracho. Vamos a Loxia, brujo, ¿acaso te haces ilusiones, o algo así? ¿Crees que te he sacado de Aretusa porque estoy enamorado de ti en secreto? Claro que no. Te he sacado de allí porque me eres necesario.
—¿Para qué?
—¿Estás fingiendo? En Aretusa estudian doscientas señoritas de las mejores familias de Redania. No puedo arriesgarme a un conflicto con su estimada rectora, Margarita Laux-Antille. La rectora no me dará a Cirilla, princesa de Cintra, a la que Yennefer ha traído a Thanedd. Mientras que a ti lo harán. En cuanto lo pidas.
—¿De dónde sacas esa graciosa idea de que yo lo voy a pedir?
—De la graciosa suposición de que quieres asegurar la seguridad de Cirilla. Bajo mi protección, bajo la protección del rey Vizimir, estará segura. En Tretogor. En Thanedd no está segura. Guárdate tus comentarios malintencionados. Sí, sé que al principio los reyes no tenían precisamente las intenciones más limpias del mundo con respecto a la muchacha. Pero esto ha cambiado. Ahora está claro que una Cirilla viva, sana y segura puede ser, en la guerra que se avecina, más valiosa que diez destacamentos de caballería pesada. Muerta no vale ni un pimiento.
—¿Sabe Filippa Eilhart lo que pretendes?
—No lo sabe. No sabe siquiera que yo sé que la muchacha está en Loxia. Mi en otro tiempo querida Fil, levanta bien alto la cabeza, pero el rey de Redania sigue siendo Vizimir. Yo cumplo las órdenes de Vizimir, las maquinaciones de los hechiceros me importan una mierda. Meteremos a Cirilla en el Catarata y navegará hasta Novigrado, de allí irá a Tretogor. Y estará segura. ¿Me crees?
El brujo se inclinó hacia una de las cabezas de la quimera, bebió del agua que chorreaba de la monstruosa mandíbula.
—¿Me crees? —repitió Dijkstra, de pie junto a él.
Geralt se incorporó, se limpió los labios y le golpeó con todas sus fuerzas en la mandíbula, el espía se tambaleó pero no cayó. El más cercano de los redanos saltó y quiso agarrar al brujo, pero agarró el aire y al punto quedó sentado, escupiendo sangre y dientes. Entonces se echaron todos sobre él. Se formó un lío, un follón, un alboroto, unas apreturas, y precisamente esto es lo que quería el brujo.
Con un chasquido, un redano se estrelló de cara contra la testa de piedra de la quimera, el agua que brotaba de las fauces se coloreó inmediatamente de rojo. Otro recibió un puñetazo en la tráquea, se dobló como si le hubieran arrancado los genitales. Un tercero, golpeado en el ojo con un codo, retrocedió gimiendo. Dijkstra agarró al brujo en un abrazo de oso, pero Geralt le golpeó con fuerza con el tacón en la espinilla. El espía aulló y dio cómicos saltos sobre un solo pie.
El siguiente esbirro quiso rajar al brujo con una falcata, pero rajó el aire. Geralt lo agarró con una mano por el codo, con la otra por la muñeca, giró, derribando a tierra a los otros dos, intentó levantarse. El esbirro que tenía agarrado era fuerte, no pensaba soltar la falcata. Geralt reforzó su tenaza y le rompió la mano con un chasquido.
Dijkstra, todavía cojeando de un pie, alzó del suelo una corseca e hizo intenciones de clavar al brujo contra el muro con la hoja de tres dientes. Geralt se agachó, agarró el asta con las dos manos y usó de una ley del movimiento conocida por los sabios. El espía, al ver crecer a sus ojos los ladrillos y las juntas del muro, soltó la corseca pero ya era demasiado tarde para evitar el golpe en el perineo contra la testa que chorreaba agua de la quimera.
Geralt utilizó la corseca para echar a tierra a otro de los esbirros, luego apoyó el asta en el suelo y con un golpe de la bota lo partió, acortándolo hasta la longitud de una espada. Probó el palo, primero golpeando las espaldas de Dijkstra, que estaba sentado a horcajadas sobre la quimera, e inmediatamente después, hizo callar los gritos del jayán de la mano rota. Las costuras del doblete ya hacía tiempo que habían saltado bajo las axilas y el brujo se sentía bastante mejor.
El último de los jayanes que se tenía en pie también atacó con la corseca, juzgando que su longitud le daba ventaja. Geralt le golpeó en la base de la nariz. Del mismo impulso el jayán fue a caer sentado sobre una maceta de agaves. Otro redano, con extraordinaria testarudez, se agarró al muslo del brujo y le mordió dolorosamente. El brujo se enfureció y de una fuerte patada privó al mordedor de la posibilidad de morder.
Por las escaleras subía corriendo un jadeante Jaskier, vio lo que estaba pasando y se quedó blanco como el papel.
—¡Geralt! —gritó al poco—. ¡Ciri ha desaparecido! ¡No está!
—Me lo esperaba. —El brujo propinó un golpe con el palo a otro redaño que no quería seguir tendido tranquilamente—. Pero cuidado que te haces esperar, Jaskier. Te dije ayer que si pasaba algo tenías que ir en un pispas a Aretusa. ¿Me has traído mi espada?
—¡Las dos!
—Esa espada es la de Ciri, idiota. —Geralt le atizó un trompazo al jayán que estaba intentando levantarse de entre los agaves.
—No sé nada de espadas —bufó el poeta—. ¡Por los dioses, deja de golpearlos! ¿No ves el águila redana? ¡Son gente del rey Vizimir! Esto significa traición y revuelta, por esto se puede ir a parar a la trena…
—Al cadalso —farfulló Dijkstra, mientras sacaba un estilete y se acercaba con paso vacilante—. Los dos vais a ir a parar al cadalso…
No alcanzó a decir más porque cayó a cuatro patas, abatido por un trompazo en un lado de la cabeza del pedazo del asta de la corseca.
—La tortura de la rueda —afirmó triste Jaskier—. Precedido de desgarrones con alicates calientes…
El brujo le metió una patada en las costillas al espía. Dijkstra cayó de costado como un alce muerto.
—Descuartizamiento —asestó el poeta.
—Déjalo, Jaskier. Dame las dos espadas. Y lárgate de aquí pero ya. Huye de la isla. ¡Huye lo más lejos que puedas!
—¿Y tú?
—Voy a volver a la montaña. Tengo que rescatar a Ciri… Y a Yennefer. Dijkstra, sé bueno y quédate tendido, ¡y deja en paz ese estilete!
—No te irás de rositas —jadeó el espía—. Traeré a mis… Iré detrás de ti…
—No irás.
—Iré. Tengo cincuenta hombres en la cubierta del Catarata…
—¿Y hay entre ellos un barbero?
—¿Cómo?
Geralt se puso por detrás del espía, se agachó, le agarró por el pie, lo sacudió, lo retorció bruscamente y con mucha fuerza. Crujió. Dijkstra aulló y se desmayó. Jaskier gimió como si aquélla hubiera sido su propia articulación.
—Lo que me hagan después de descuartizarme —murmuró el brujo— ya no me importa un pimiento.
En Aretusa reinaba el silencio. En la sala de baile sólo habían quedado los supervivientes que no tenían ya ni fuerzas para hacer ruido. Geralt evitó la sala porque no quería ser visto.
No sin esfuerzo encontró la sala en la que había dormido con Yennefer. Los pasillos del palacio era un verdadero laberinto y todos parecían iguales.
La muñeca de trapo le miraba con sus ojillos de botón.
Se sentó en la cama, sujetando con fuerza la cabeza con las manos. En el suelo de la habitación no había sangre. Pero en el respaldo de la silla colgaba un vestido negro. Yennefer se había cambiado. ¿En traje de hombre, el uniforme de los conspiradores?
O la habían sacado en ropa interior. Con cadenas de dwimerita.
Marti Sodergren, sanadora, estaba sentada en el alféizar de la ventana. Alzó la cabeza al escuchar sus pasos. Tenía las mejillas mojadas de lágrimas.
—Hen Geymdeith está muerto —dijo, con la voz quebrada—. El corazón. No pude hacer nada… ¿Por qué me han llamado tan tarde? Sabrina me ha golpeado. Me ha golpeado en la cara. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado aquí?
—¿Has visto a Yennefer?
—No, no la he visto. Déjame. Quiero estar sola.
—Dime cuál es el camino más corto al Garstang. Por favor.
Por encima de Aretusa había tres terrazas llenas de maleza, más arriba la pendiente de la montaña se hacía escarpada e inaccesible. Sobre la pendiente se alzaba el Gargstang. Los fundamentos del palacio eran un bloque de piedra oscuro, homogéneo, liso, pegado a las rocas. Sólo el piso superior brillaba con el mármol y las vidrieras de las ventanas, relucía dorado al sol el metal de las cúpulas.
El camino empedrado que conducía al Gargstang y más allá, a la cumbre, se retorcía alrededor de la montaña como una serpiente. Había, sin embargo, otro camino, más corto, unas escaleras que unían las terrazas, y que justo debajo del Garstang desaparecían en las oscuras fauces de un túnel. Marti Sodergren le señaló precisamente aquellas escaleras.
Detrás del túnel había un puente que unía los bordes de un abismo. Después del puente las escaleras se clavaban profundamente en la montaña y se retorcían, desaparecían detrás de un recodo. El brujo apresuró el paso.
La balaustrada de las escaleras estaba decorada con estatuas de faunos y ninfas. Las estatuas producían la impresión de estar vivas. Se movían. El medallón del brujo comenzó a temblar con fuerza.
Se restregó los ojos. El movimiento aparente de las estatuas radicaba en que cambiaban de aspecto. La lisa piedra se trasformaba en una masa porosa y sin forma, comida por la sal y el viento. E inmediatamente volvía a arreglarse.
Sabía lo que esto quería decir. La ilusión que enmascaraba Thanedd vacilaba, se deshacía. El puentecillo era también en parte ilusorio. A través de un camuflaje agujereado como una criba se vislumbraba un precipicio y una catarata que se estrellaba estruendosamente contra su fondo.
No había baldosas oscuras que señalaran el camino seguro. Cruzó el puentecillo despacio, atento a cada paso, maldiciendo en su mente la pérdida de tiempo. Cuando se encontró al otro lado del abismo, escuchó pasos de un hombre corriendo.
Lo reconoció de inmediato. Desde arriba, por las escaleras, venía corriendo Dorregaray, el hechicero al servicio del rey Ethain de Cidaris. Recordó las palabras de Filippa Eilhart. A los hechiceros que representaban a los reyes neutrales se les había invitado al Garstang como observadores. Pero Dorregaray se las pelaba por las escaleras a una velocidad que sugería que se había retirado la invitación de improviso.
—¡Dorregaray!
—¿Geralt? —jadeó el hechicero—. ¿Qué haces aquí? ¡No te quedes ahí, huye! ¡Rápido, abajo, a Aretusa!
—¿Qué ha pasado?
—Traición.
—¿Qué?
Dorregaray se estremeció de pronto y tosió de un modo extraño, y al punto se inclinó y cayó directamente sobre el brujo. Antes de que Geralt lo agarrara, acertó a ver el asta de una saeta de grises plumas que le salía de la espalda. Se tambaleó con el hechicero en los brazos y esto le salvó la vida, porque una segunda e idéntica flecha, en vez de atravesarle la garganta, se estrelló en la faz pétrea y de sonrisa irónica de un fauno, arrancándole la nariz y parte de la mejilla. El brujo soltó a Dorregaray y se hundió detrás de la balaustrada de la escalera. El hechicero se derrumbó sobre él.
Había dos arqueros y ambos tenían un gorrillo con la cola de una ardilla. Uno se quedó en lo alto de las escaleras, tensando el arco, el otro sacó la espada de la vaina y se dirigió hacia abajo, saltando varios escalones a la vez. Geralt se liberó de Dorregaray y se incorporó, al tiempo que sacaba la espada. Silbó una flecha, el brujo cortó el silbido por el modo de rechazar la saeta con un rápido golpe de espada. El otro elfo estaba ya cerca, pero al ver la flecha rechazada, dudó un momento. Pero sólo un momento. Se echó sobre el brujo, haciendo gemir en el aire su espada dispuesta a cortar. Geralt le hizo una breve parada, sesgada, de modo que la hoja del elfo resbalara por la suya. El elfo perdió el equilibrio, el brujo se volvió ágilmente y le dio un tajo a un lado del cuello, bajo una oreja. Sólo una vez. Fue suficiente.
El arquero en la cima de las escaleras tensó de nuevo el arco pero no tuvo tiempo de soltar la cuerda. Geralt vio un resplandor, el elfo gritó, abrió los brazos y cayó hacia abajo, golpeándose con los escalones. La espalda de su jubón estaba ardiendo.
Por las escaleras bajaba corriendo otro hechicero. Al ver al brujo se detuvo, alzó la mano. Geralt no perdió tiempo en explicarse, se tiró al suelo y el rayo de fuego voló por encima de él y convirtió en fino polvo la estatua de un fauno.
—¡Quieto! —gritó—. ¡Soy yo, el brujo!
—Su puta madre —bufó el hechicero, acercándose. Geralt no lo recordaba del banquete—. Te había tomado por uno de esos canallas elfos… ¿Qué tal está Dorregaray? ¿Vive?
—Creo que sí…
—¡Rápido, a la otra parte del puente!
Transportaron a Dorregaray, con buena fortuna, porque en su apresuramiento no habían prestado atención a la ilusión que se tambaleaba y desaparecía. Nadie les perseguía pero, pese a ello, el hechicero alzó la mano, gritó un hechizo y un rayo destruyó el puente.
—Esto debería detenerlos —dijo.
El brujo limpió la sangre que brotaba de los labios de Dorregaray.
—Tiene el pulmón perforado. ¿Puedes ayudarlo?
—Yo puedo —dijo Marti Sodergren, mientras se encaramaba con esfuerzo por las escaleras subiendo desde Aretusa, por el túnel—. ¿Qué es lo que pasa aquí, Carduin? ¿Quién le ha disparado?
—Los Scoia’tael. —El hechicero se limpió la frente con la manga—. Están luchando en el Garstang. ¡Puta pandilla, los unos peores que los otros! ¡Filippa por la noche encadena a Vilgefortz y Vilgefortz y Francesca Findabair introducen en la isla a los Ardillas! Y Tissaia de Vries… ¡Maldita sea, vaya la que ha liado ésta!
—¡Habla más claro, Carduin!
—¡No voy a perder tiempo charloteando! Me voy a Loxia, de allí me teletransportaré inmediatamente a Kovir. ¡Y ésos de allí, del Garstang, que se maten los unos a los otros! ¡Ya no tiene ninguna importancia! ¡Estamos en guerra! ¡Toda este lío lo urdió Filippa para permitir a los reyes declarar la guerra a Nilfgaard! ¡Meve de Lyria y Demawend de Aedirn provocaron a Nilfgaard! ¿Lo entendéis?
—No —dijo Geralt—. Y además tampoco queremos entenderlo. ¿Dónde está Yennefer?
—¡Dejadlo! —gritó Marti Sodergren, que estaba agachada sobre Dorregaray—. ¡Ayudadme! ¡Sujetadlo! ¡No puedo sacar la flecha!
La ayudaron. Dorregaray gimió y se estremeció, las escaleras también temblaban. Geralt al principio pensó que era la magia de los encantamientos medicinales de Marti. Pero era el Garstang. De pronto explotaron las vidrieras, por las ventanas del palacio centelleó el fuego, se acumuló el humo.
—Siguen luchando. —Carduin apretó los dientes—. Le dan duro, hechizo tras hechizo…
—¿Hechizos? ¿En el Garstang? ¡Pero si allí hay un aura antimágica!
—Eso es un trabajito de Tissaia. Decidió de pronto de qué parte estaba. Quitó el bloqueo, liquidó el aura y neutralizó la dwimerita. Entonces todos se echaron al cuello los unos a los otros. Vilgefortz y Terranova por un lado, Filippa y Sabrina por el otro… Las columnas estallaron y los techos se hundieron… Y Francesca abrió la entrada al sótano y de allí, de pronto, surgieron esos elfos del diablo… Gritamos que éramos neutrales pero Vilgefortz simplemente se rio. Antes de que pudiéramos levantar un escudo, Drithelm recibió una flecha en el ojo, a Rejean lo acribillaron como a un erizo… No me quedé a esperar el desarrollo de la cuestión. Marti, ¿te queda mucho? ¡Tenemos que largarnos de aquí!
—Dorregaray no va a poder andar. —La sanadora limpió las manos ensangrentadas en su blanco vestido de baile—. Telepórtanos, Carduin.
—¿De aquí? Te has vuelto loca. Tor Lara está demasiado cerca. El portal de Lara produce emanaciones y afecta a cada teletransporte. ¡De aquí no se puede uno teleportar!
—¡Él no puede andar! Tengo que quedarme con él…
—¡Pues quédate! —Carduin se levantó—. ¡Y que te diviertas! ¡A mí me gusta vivir! ¡Me vuelvo a Kovir! ¡Kovir es neutral!
—Maravilloso. —El brujo escupió, mirando al hechicero que desparecía en el túnel—. ¡Camaradería y solidaridad! Pero tampoco yo puedo quedarme contigo, Marti. Tengo que ir al Garstang. Tu neutral cofrade ha jodido el puente. ¿Hay otro camino?
Marti Sodergren sorbió la nariz. Luego alzó la cabeza y la movió afirmativamente.
Ya estaba junto al muro del Garstang cuando Keira Metz le cayó sobre la cabeza.
El camino que le había señalado la sanadora le condujo a través de unos jardines colgantes unidos por una serpentina de escaleras. Las escaleras estaban densamente cubiertas de hiedras y caprifolios, la vegetación hacía difícil el subir, pero daba cobertura. Consiguió llegar sin ser advertido hasta el mismo muro del palacio. Cuando buscaba la entrada le cayó encima Keira, ambos se derrumbaron entre unos endrinos.
—Me he roto un diente —afirmó con tristeza la hechicera, ceceando levemente. Estaba desgreñada, sucia, cubierta de yeso y hollín, tenía una enorme herida en la mejilla—. Y creo que me he roto un pie —añadió, y escupió sangre—. ¿Eres tú, brujo? ¿Caí sobre ti? ¿Por qué milagro?
—Yo también lo ando pensando.
—Terranova me tiró por la ventana.
—¿Puedes levantarte?
—No, no puedo.
—Quiero meterme dentro. Sin que me adviertan. ¿Por dónde?
—¿Es que todos los brujos —Keira escupió de nuevo, gimió, intentó incorporarse sobre los codos— están locos? ¡En el Garstang están luchando! ¡Hace tanto calor que hasta el estuco de las paredes se está derritiendo! ¿Estás buscando líos?
—No. Busco a Yennefer.
—¡Ja! —Keira dejó de intentar levantarse, se tumbó de espaldas—. Me gustaría que alguien me quisiera así también. Cógeme de la mano.
—Puede que en otro momento. Ahora tengo prisa.
—¡Te digo que me cojas de la mano! Te enseñaré el camino al Garstang. Tengo que pillar a ese hijo de puta de Terranova. Venga, ¿a qué esperas? Sólo no vas a encontrar la entrada e incluso si lo hicieras, acabarían contigo esos hijos de puta de elfos… Yo no puedo andar, pero todavía soy capaz de echar un par de hechizos. Si alguien se nos pone por medio, lo lamentará.
Gritó, cuando la levantó.
—Lo siento.
—No importa. —Le pasó los brazos por el cuello—. Es el pie. Sigues oliendo a su perfume, ¿lo sabías? No, no por ahí. Da la vuelta y vete bajo la montaña. Allí hay otra salida, del lado de Tor Lara. Puede que allí no haya elfos… ¡Auuu! ¡Con más cuidado, joder!
—Lo siento. ¿De dónde han salido esos Scoia’tael?
—Estaban en los sótanos. Thanedd está hueca como una cáscara de huevo, es una enorme caverna, se puede entrar con un barco si se sabe por dónde. Alguien les señaló por dónde… ¡Auuu! ¡Cuidado! ¡No me pises!
—Lo siento. ¿Así que los Ardillas vinieron por el mar? ¿Cuándo?
—El diablo sabe cuándo. Puede que ayer, puede que hace una semana. Nosotros se la preparamos a Vilgefortz y Vilgefortz a nosotros. Vilgefortz, Francesca, Terranova y Fercart… No nos la han liado mal. Filippa pensaba que lo que querían era tomar el poder en el Capítulo, ejercer influencia sobre los reyes… Y ellos tenían intenciones de acabar con nosotros durante el congreso… Geralt, yo no aguanto esto… El pie… Túmbame un rato. ¡Auuu!
—Keira, la lesión está al aire. Te fluye la sangre por la pernera.
—Cállate y escucha. Porque se trata de tu Yennefer. Entramos en el Garstang, en la sala de consejos. Ésta tiene un bloqueo mágico, pero el bloqueo no funciona sobre la dwimerita, nos sentíamos seguros. Comenzaron las discusiones. Tissaia y los neutrales ésos nos gritaban, nosotros les gritábamos a ellos. Y Vilgefortz guardaba silencio y se sonreía…
—Repito, ¡Vilgefortz es un traidor! Se ha aliado con Emhyr de Nilfgaard, ha introducido en la conspiración a otros. Ha quebrado la Regla, ha cometido deslealtad con respecto a nosotros y los reyes…
—Poco a poco, Filippa. Ya sé que las mercedes con las que te regala Vizimir significan más para ti que la solidaridad de la Hermandad. Eso mismo te afecta a ti, Sabrina, porque juegas el mismo papel en Kaedwen. Keira Metz y Triss Merigold representa los intereses de Foltest de Temeria, Radcliffe es una herramienta en manos de Demawend de Aedirn…
—¿Qué tiene eso que ver, Tissaia?
—Los intereses de los reyes no tienen por qué coincidir con los nuestros. Yo sé perfectamente de lo que se trata. Los reyes han comenzado a exterminar a los elfos y a otros inhumanos. Puede que tú, Filippa, consideres que es acertado. Puede que tú, Radcliffe, consideres adecuado ayudar al ejército de Demawend en las batidas a los Scoia’tael. Pero yo estoy en contra. Y no me extraña que Enid Findabair esté también en contra. Pero eso no significa traición. ¡No me interrumpas! Sé perfectamente lo que planeaban vuestros reyes, sé que quieren empezar la guerra. Las acciones que podrían conducir a evitar la guerra puede que constituyan traición a ojos de tu Vizimir, pero a los míos no. ¡Si quieres juzgar a Vilgefortz y a Francesca, júzgame también a mí!
—¿De qué guerra se está hablando aquí? ¡Mi rey, Esterad de Kovir, no apoya ninguna actividad de agresión contra el imperio de Nilfgaard! ¡Kovir es neutral, y seguirá siéndolo!
—¡Eres miembro del Consejo, Carduin, y no embajador de tu rey!
—¿Y tú lo dices, Sabrina?
—¡Basta! —Filippa golpeó con el puño en la mesa—. Satisfaré tu curiosidad, Carduin. ¿Preguntas quién está preparando la guerra? La está preparando Nilfgaard, que planea atacarnos y destruirnos. Pero Emhyr var Emreis recuerda el Monte de Sodden y esta vez ha decidido asegurarse por el método de enrolar a los hechiceros en el juego. Por ello trabó contacto con Vilgefortz de Roggeveen. Lo compró prometiéndole poder y honores. Sí, Tissaia. Vilgefortz, héroe de Sodden, ha de convertirse en vicario y gobernante de todos los países norteños conquistados. Es Vilgefortz, ayudado por Terranova y Fercart, quien ha de gobernar las provincias que surjan en lugar de los reinos vencidos, él ha de agitar el bastón nilfgaardiano sobre los siervos que habiten estos países trabajando para el imperio. Y Francesca Findabair, Enid an Gleanna, ha de convertirse en la reina del estado de los Elfos Libres. Se tratará, por supuesto, de un protectorado nilfgaardiano, pero a los elfos les basta con esto si el emperador Emhyr les da mano libre para matar humanos. Y los elfos no desean nada con mayor pasión que matar Dh’oine.
—Ésas son acusaciones muy graves. Por eso las pruebas también tendrán que ser muy sólidas. Pero antes de que arrojes esas pruebas sobre la mesa, Filippa Eilhart, sé consciente de mi posición. Las pruebas se pueden fabricar, las acciones y motivos se pueden interpretar. Pero los hechos presentes no los cambia nada. Has quebrado la unidad y la solidaridad de la Hermandad, Filippa Eilhart. Has encadenado a miembros del Capítulo como si fueran ladrones. No te atrevas ahora a proponerme que acepte un lugar en el nuevo Capítulo que planea crear tu banda de golpistas vendida a los reyes. Entre nosotras hay muerte y sangre. La muerte de Hen Gedymdeith. Y la sangre de Lydia van Bredevoort. Con odio has vertido tú esta sangre. Eras mi mejor discípula, Filippa Eilhart. Siempre he estado orgullosa de ti. Pero ahora no albergo más que odio hacia ti.
Keira Metz estaba pálida como un pergamino.
—Desde hace algún tiempo —susurró— hay como un silencio en el Garstang. Se está terminando… Se persiguen por el palacio. Tiene cinco pisos, setenta y seis habitaciones y salas. Hay donde perseguirse…
—Ibas a hablar de Yennefer. Apresúrate. Temo que te desmayes.
—¿De Yennefer? Ah, sí… Todo iba según nuestros planes hasta que de pronto apareció Yennefer. E introdujo en la sala a esa médium…
—¿A quién?
—A una muchacha, de unos catorce años. Cabellos grises, grandes ojos verdes… Antes de que nos diera tiempo a contemplarla, la muchacha comenzó a ver. Habló de los acontecimientos de Dol Angra. Nadie dudó de que estuviera diciendo la verdad. Estaba en trance, en trance no se miente.
—Ayer por la noche —dijo la médium— un ejército con las enseñas de Lyria y los estandartes de Aedirn perpetró una agresión contra el imperio de Nilfgaard. Atacaron Glevitzingen, un fuerte fronterizo situado en Dol Angra. Unos heraldos anunciaron en nombre del rey Demawend por las aldeas de lo alrededores que, a partir de hoy, Aedirn asume el gobierno sobre todo el país. Llamaron a la gente a alzarse en armas contra Nilfgaard…
—¡Imposible! ¡Es una asquerosa provocación!
—Qué fácil te sale de los labios esa palabra, Filippa Eilhart —dijo Tissaia de Vries con serenidad—. Pero no te preocupes, tus gritos no interrumpirán el trance. Sigue hablando, niña.
—El emperador Emhyr var Emreis dio la orden de responder golpe con golpe. Los ejércitos de Nilfgaard han penetrado esta mañana al amanecer en Lyria y Aedirn.
—De este modo —Tissaia sonrió— nuestros reyes han mostrado qué gobernantes tan razonables, ilustrados y amantes de la paz son. Y algunos hechiceros han demostrado a qué causa sirven en realidad. A aquéllos que podrían haber evitado una guerra de rapiña los han cargado previsoramente de cadenas de dwimerita y han lanzado contra ellos absurdas acusaciones…
—¡Todo eso no es más que una mentira redomada!
—¡A la mierda con todos vosotros! —gritó de pronto Sabrina Glevissig—. ¡Filippa! ¿Qué es lo que significa todo esto? ¿Qué significa ese jaleo de Dol Angra? ¿Acaso no establecimos que no se debía comenzar demasiado pronto? ¿Por qué ese puto Demawend no se ha contenido? ¿Por qué esa zorra de Meve…?
—¡Cállate, Sabrina!
—Pero no, que hable. —Tissaia de Vries alzó la cabeza—. Que nos hable del ejército de Henselt de Kaedwen que está concentrado en la frontera. Que nos hable de los soldados de Foltest de Temeria, que seguramente ahora están echando al agua los botes que habían tenido escondidos en los bosques del Yaruga. Que nos hable del cuerpo expedicionario bajo mando de Vizimir de Redania que está junto al Pontar. ¿Acaso creías, Filippa, que somos ciegos y sordos?
—¡Esto no es más que una maldita provocación! El rey Vizimir…
—El rey Vizimir —la interrumpió la voz impasible de la médium de los cabellos grises— fue asesinado anoche. Apuñalado por un sicario. Redania ya no tiene rey.
—Hace mucho que Redania no tenía rey. —Tissaia de Vries se levantó—. En Redania gobernaba su majestad Filippa Eilhart, digna sucesora de Raffard el Blanco. Dispuesta a sacrificar decenas de miles de vidas para alcanzar el poder absoluto.
—¡No la escuchéis! —gritó Filippa—. ¡No escuchéis a esta médium! Es una herramienta, una herramienta sin conciencia… ¿A quién sirves, Yennefer? ¿Quién te ordenó traer aquí a este monstruo?
—Yo —dijo Tissaia de Vríes.
—¿Qué sucedió luego? ¿Qué pasó con la muchacha? ¿Con Yennefer?
—No lo sé. —Keira cerró los ojos—. De pronto, Tissaia desactivó el bloqueo. Con un hechizo. En mi vida he visto algo parecido… Nos aturdió y bloqueó, luego liberó a Vilgefortz y a los otros… Y Francesca abrió la puerta del sótano y al punto el Garstang se llenó de Scoia’tael. Los dirigía un engendro con armadura y yelmo nilfgaardiano, con alas. Le ayudaba un tipo con unas señales en la cara. Éste sabía hacer hechizos. Y protegerse con magia…
—Rience.
—Puede, no lo sé. Hacía calor… Se hundió el techo. Hechizos y flechas… Una masacre… De ellos resultó muerto Fercart, entre nosotros mataron a Drithelm, mataron a Radcliffe, mataron a Marquard, Rejean y Bianca d’Este… Contusionada Triss Merigold, herida Sabrina… Cuando Tissaia vio los cadáveres, comprendió su error, intentó protegernos, intentó mitigar a Vilgefortz y a Terranova… Vilgefortz se rio de ella y le hizo burla. Entonces perdió la cabeza y huyó. Oh, Tissaia… Tantos muertos…
—¿Y qué hay de la muchacha y de Yennefer?
—No sé. —La hechicera se ahogó en toses, escupió sangre. Respiraba muy despacio y con visible esfuerzo—. Después de no sé cuántas explosiones una detrás de otra, perdí el sentido por un momento. El de la cicatriz y sus elfos me sujetaron. Terranova primero me dio de patadas y luego me tiró por la ventana.
—No es sólo el pie, Keira. Tienes las costillas rotas.
—No me dejes.
—Tengo que hacerlo. Volveré a por ti.
—Seguro.
Al principio sólo había un caos refulgente, unas tinieblas pulsantes, un embrollo de oscuridad y claridad, un coro de voces balbuceantes, que le llegaban de lejos. De pronto las voces cobraron fuerza, a su alrededor explotaba todo en estampidos y estrépitos. La claridad entre la tiniebla se convirtió en un fuego que devoraba tapices y gobelinos, gavillas de chispas que parecían verterse desde las paredes, las balaustradas y las columnas que sujetaban el techo.
Ciri se atosigó con el humo y comprendió que aquello ya no era un sueño.
Intentó levantarse, apoyándose en las manos. Sus dedos tocaron algo húmedo, miró hacia abajo. Estaba de rodillas sobre un charco de sangre. Junto a ella yacía un cuerpo inerte. El cuerpo de un elfo. Lo reconoció al instante.
—Levántate.
Yennefer estaba a su lado. Tenía un estilete en una mano.
—Doña Yennefer… ¿Dónde estamos? No recuerdo nada.
Rauda, la hechicera la agarró de la mano.
—Estoy a tu lado, Ciri.
—¿Dónde estamos? ¿Por qué todo está ardiendo? ¿Quién es este… éste de aquí?
—Te dije hace mucho tiempo, hace siglos, que el Caos extiende su mano hacia ti. ¿Te acuerdas? No, seguro que no te acuerdas. Este elfo extendió la mano hacia ti. Tuve que matarlo con un cuchillo porque sus amos sólo esperan que alguna de nosotras se ponga al descubierto, utilizando la magia. Y lo tendrán, pero no todavía… ¿Has recuperado totalmente el sentido?
—Aquellos hechiceros… —susurró Ciri—. Aquéllos de la sala grande… ¿Qué es lo que les dije? ¿Y por qué se lo dije? Si yo no quería… ¡Pero tenía que hablar! ¿Por qué? ¿Por qué, doña Yennefer?
—Silencio, feúcha. Cometí un error. Nadie es perfecto.
Desde abajo les llegó un estampido y un grito agudo.
—Ven. Deprisa. No tenemos tiempo.
Corrieron a través de los pasillos. El humo era cada vez más denso, ahogaba, atosigaba, cegaba. Los muros temblaban a causa de las explosiones.
—Ciri. —Yennefer se detuvo en un cruce de pasillos, apretó con fuerza la mano de la muchacha—. Escúchame ahora, escucha con atención. Yo tengo que quedarme aquí. ¿Ves esas escaleras? Vas a bajar por ellas…
—¡No! ¡No me dejes sola!
—Tengo que hacerlo. Repito, vas a bajar por esas escaleras. Hasta abajo del todo. Allí habrá unas puertas, detrás de ellas un largo pasillo. Al final del pasillo hay un establo en el que hay un caballo ensillado. Sólo uno. Lo sacarás y te montarás en él. Es un caballo bien entrenado, sirve a los mensajeros que van a Loxia. Conoce el camino, basta con que lo espolees. Cuando estés en Loxia, buscas a Margarita y te pones bajo su protección. No te apartes de ella ni siquiera un paso…
—¡Doña Yennefer! ¡No! ¡No quiero estar sola!
—Ciri —dijo en voz baja la hechicera—. Una vez ya te dije que todo lo que hago lo hago por tu bien. Por favor, confía en mí. Corre.
Ciri ya estaba en las escaleras cuando escuchó otra vez la voz de Yennefer. La hechicera estaba junto a una columna, apoyaba en ella la frente.
—Te quiero, hija mía —dijo con la voz amortiguada—. Corre.
La rodearon a mitad de las escaleras. Por abajo, dos elfos con colas de ardilla en los gorros, por arriba, un humano de traje negro. Ciri saltó por la balaustrada sin pensárselo y corrió hacia un pasillo lateral. La persiguieron. Era más rápida y se les hubiera escapado sin esfuerzo si no hubiera sido porque el pasillo se terminaba en una ventana.
Miró a través. A lo largo del muro corría un saledizo de piedra, quizá de dos cuartas de ancho. Ciri pasó los pies por el alféizar y salió. Se apartó de la ventana, pegó la espalda al muro. A lo lejos brillaba el mar.
Un elfo se inclinó por la ventana. Tenía los cabellos claros y los ojos verdes, un pañuelo de terciopelo al cuello. Ciri se apartó deprisa, acercándose a otra ventana. Pero por aquella otra salía el hombre del traje oscuro. Éste tenía los ojos oscuros y terribles, una cicatriz rojiza en la mejilla.
—¡Te tenemos, moza!
Ciri miró hacia abajo. Allá, muy lejos, se veía el patio. Y por encima del patio, a unos diez pies por debajo del parapeto en el que se encontraba, había un puentecillo que unía dos galerías. Sólo que no era un puentecillo. Eran las ruinas de un puentecillo. Una estrecha pasarela de piedra con restos de una balaustrada deshecha.
—¿A qué esperáis? —gritó el de la cicatriz—. ¡Salid y agarradla!
El elfo de cabellos claros salió con precaución al saledizo, pegó la espalda a la pared. Extendió la mano. Estaba cerca.
Ciri tragó saliva. La pasarela de piedra, lo que quedaba del puente, no era más estrecha que el columpio de Kaer Morhen, y ella había saltado decenas de veces en el columpio, sabía amortiguar el golpe y mantener el equilibrio. Pero el columpio de los brujos estaba separado de la tierra sólo por cuatro pasos, mientras que por debajo de la pasarela de piedra se abría un abismo tan hondo que las baldosas del patio parecían más pequeñas que una mano.
Saltó, aterrizó, se tambaleó, mantuvo el equilibrio, agarrándose a la destrozada balaustrada. Con paso seguro alcanzó la galería. No pudo contenerse: se dio la vuelta y les mostró a los perseguidores el codo doblado, un gesto que le había enseñado el enano Yarpen Zigrin. El hombre de la cicatriz maldijo en voz alta.
—¡Salta! —gritó al elfo de cabellos claros que estaba de pie en el saledizo—. ¡Salta detrás de ella!
—Te has vuelto loco, Rience —dijo el elfo con voz fría—. Salta tú mismo, si quieres.
La suerte, como suele suceder, no la acompañó mucho tiempo. Cuando salió de la galería y se escabulló detrás del muro, entre los endrinos, la agarraron. La agarró y la inmovilizó en un abrazo increíblemente fuerte un hombre bajo, un poquito regordete, que tenía la nariz hinchada y los labios rotos.
—¡Ven acá! —susurró—. ¡Ven acá, corderilla!
Ciri se retorció y gritó, porque las manos que aferraban sus brazos le produjeron un paroxismo de dolor paralizante. El hombre se carcajeó.
—No te menees, gorrioncillo gris, o te quemo las plumas. Deja que te eche un ojo. Veamos cuál sea el polluelo que tan caro le es a Emhyr var Emreis, césar de Nilfgaard. Y a Vilgefortz.
Ciri dejó de retorcerse. El hombre bajo se relamió los labios heridos.
—Velailo —susurró de nuevo, inclinándose hacia ella—. Tan valiosa eres y yo, fíjate, no diera por ti ni medio chelín. Lo que burlan las apariencias. ¡Ja! ¡Mi tesoro! ¿Y si a Emhyr le fueras dada como regalo no por Vilgefortz, ni Rience, ni ese galán del yelmo emplumado sino por el viejo Terranova? ¿Sería Emhyr liberal con el viejo Terranova? ¿Qué dices a eso, profetisa? ¡Ya que capaz eres de profetizar!
Su aliento apestaba tanto que no se podía resistir. Ciri volvió la cabeza, haciendo un visaje. Él lo entendió mal.
—¡No me des con el pico, gorrioncillo! A mí no me arredran los pájaros. ¿O quizás debiera? ¿Qué, falsa veedora? ¿Adivinadora fraudulenta? ¿Debería tener miedo de los pájaros?
—Deberías —susurró Ciri, sintiendo un vértigo en la cabeza y un frío que la acometía de pronto.
Terranova se rio, al tiempo que echaba la cabeza para atrás. La risa se convirtió en un grito de dolor. Una enorme lechuza gris bajó volando sin hacer ruido y le clavó las garras en los ojos. El hechicero soltó a Ciri, apartó de sí la lechuza con un violento movimiento e inmediatamente cayó de rodillas y se agarró el rostro. Entre sus dedos brotaba la sangre. Ciri gritó, retrocedió. Terranova retiró del rostro unas manos ensangrentadas y cubiertas de mucosidades, comenzó a farfullar un hechizo con un salvaje y penetrante grito. No le dio tiempo. A sus espaldas apareció una silueta borrosa, una hoja brujeril aulló en el aire y le atravesó el cuello justo por debajo del occipucio.
—¡Geralt!
—Ciri.
—No hay tiempo para sensiblerías —dijo la lechuza desde lo alto del muro, mientras se transformaba en una mujer morena—. ¡Huid! ¡Vienen hacia aquí los Ardillas!
Ciri se liberó del abrazo de Geralt, miró con asombro. La mujer lechuza sentada sobre lo alto del muro tenía un aspecto horrible. Estaba chamuscada, arañada, embadurnada de cenizas y sangre.
—Tú, pequeño monstruo —dijo la mujer lechuza, mirándola desde lo alto—. Por tu profecía intempestiva debiera… Pero le prometí algo a tu brujo, y yo siempre cumplo mi palabra. No pude darte a Rience, Geralt. A cambio te la doy a ella. Viva. ¡Huid!
Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach estaba enfadado. Sólo había conseguido ver durante un segundo a la muchacha que le habían ordenado atrapar, pero antes de que hubiera tenido tiempo de emprender cualquier acción, aquellos hechiceros inconscientes habían transformado el Garstang en un infierno que impedía comenzar acción alguna. Cahir perdió la orientación entre el humo y el fuego, se deslizó a ciegas por los pasillos, corrió por escaleras y galerías, maldiciendo a Vilgefortz, a Rience, a sí mismo y al mundo entero.
Por un elfo que se encontró se enteró de que habían visto a la muchacha fuera del palacio, por el camino de huida a Aretusa. Y entonces la suerte le sonrió a Cahir. Los Scoia’tael encontraron un caballo ensillado en un establo.
—Corre hacia delante, Ciri. Están cerca. Yo los detendré, tú corre. ¡Corre con todas tus fuerzas! ¡Como en el Matadero!
—¿Tú también quieres dejarme sola?
—Iré detrás de ti. ¡Pero no mires para atrás!
—Dame mi espada, Geralt.
La miró. Ciri retrocedió inconscientemente. Nunca le había visto con unos ojos como aquéllos.
—Si tienes espada, te verás obligada a matar. ¿Serás capaz?
—No lo sé. Dame mi espada.
—Corre. Y no mires hacia atrás.
Unos cascos de caballo resonaron en el camino. Ciri miró hacia atrás. Y se quedó paralizada de miedo.
La perseguía un caballero negro con un yelmo adornado con las alas de un ave de presa. Las alas hacían ruido, se agitaba la negra capa. Las herraduras hacían saltar chispas de los adoquines del camino.
Ciri no era capaz de moverse.
El caballo negro cruzó a través de los arbustos de los márgenes, el caballero lanzó un fuerte grito. En aquel grito estaba Cintra, estaba la noche, la matanza, la sangre y el fuego. Ciri dominó el miedo que la inmovilizaba y se lanzó a la huida. Con ímpetu, saltó por encima de un seto, cayendo en un pequeño patio con un estanque y una fuente. No había salida de aquel patio, alrededor se elevaban altos y lisos muros. El caballo relinchó casi a su espalda. Ciri retrocedió, tropezó y se estremeció al dar con la espalda en una pared dura e inamovible. Estaba en una trampa.
Un ave de presa agitó las alas, echó a volar. El caballero negro hizo encabritarse al caballo, saltó el seto que lo separaba del patio. Los cascos retumbaban en las losas del suelo, el caballo babeaba, se agitó, se sentó sobre las ancas. El caballero se tambaleó en la silla, se inclinó. El caballo se levantó y el caballero cayó, causando un estrépito al chocar su armadura contra la piedra. Se levantó sin embargo de inmediato, se movió deprisa hacia Ciri, que estaba apretada en un rincón.
—¡No me tocarás! —gritó, sacando la espada—. ¡No me tocarás nunca más!
El caballero se acercó demorando el paso, crecía sobre ella como una enorme torre negra. Las alas de su yelmo se agitaban y susurraban.
—Ya no te me escaparás, Leoncilla de Cintra. —En la visera ardían dos ojos crueles—. No esta vez. Esta vez ya no tienes adonde escapar, mi loca señora.
—No me tocarás —repitió con la voz ahogada por el horror, la espalda aplastada contra la pared de piedra.
—Tengo que hacerlo. Cumplo órdenes.
Cuando extendió la mano hacia ella, el miedo desapareció de pronto, su lugar lo ocupó una rabia salvaje. Los músculos tensos, paralizados de miedo, funcionaron como muelles, todos los movimientos aprendidos en Kaer Morhen se realizaron por sí mismos, fácil y armoniosamente. Ciri dio un salto, el caballero se echó hacia ella, pero no estaba preparado para la pirueta que, sin esfuerzo, la alejó del alcance de sus manos. La espada aulló y mordió, acertando con toda seguridad en la chapa de la coraza. El caballero se tambaleó, cayó sobre una rodilla, de bajo la hombrera surgió un hilillo de sangre de color rojo claro. Gritando con rabia, Ciri le rodeó de nuevo con una pirueta, le golpeó de nuevo, esta vez directamente al morrión del yelmo, el caballero cayó sobre la otra rodilla. La rabia y la locura la habían cegado por completo, no veía nada que no fueran las odiadas alas. Saltaron las plumas negras, un ala cayó, la otra se quedó colgando de la hombrera ensangrentada. El caballero, intentando en vano levantarse, probó a detener la hoja de la espada agarrándola con su guante acorazado, gimió de dolor cuando el filo brujeril cortó la malla y la mano. El siguiente golpe hizo caer el yelmo, Ciri retrocedió para tomar ímpetu y lanzar el último y mortal tajo.
No lo lanzó.
No había yelmo negro, no había alas de pájaro de presa, cuyo sonido la había perseguido en sus pesadillas. No estaba ya el negro caballero de Cintra. Había un pálido jovencito de cabello oscuro retorciéndose en un charco de sangre, un joven de ojos azules y boca torcida en una mueca de terror. El caballero negro de Cintra había caído bajo los golpes de su espada, había dejado de existir, de las alas que provocaban miedo no quedaban más que unas plumas desmadejadas. El muchacho asustado, doblado, vomitando sangre, no era nadie. No lo conocía, no lo había visto nunca. No le importaba. No le tenía miedo, no le odiaba. Y no quería matarlo.
Tiró la espada al suelo.
Se dio la vuelta, escuchó los gritos de los Scoia’tael que venían corriendo desde el Garstang. Comprendió que enseguida la atraparían en el patio. Comprendió que la alcanzarían en el camino. Tenía que ser más rápida que ellos. Corrió hacia el caballo moro que estaba golpeando con los cascos en las baldosas del suelo, lo lanzó al galope con un grito, saltó a la silla mientras corría.
—Dejadme… —Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach jadeó, al tiempo que rechazaba con su mano sana a los elfos que lo estaban levantando—. ¡No tengo nada! Es una herida pequeña… perseguidla. Perseguid a la muchacha…
Uno de los elfos gritó, la sangre salpicó el rostro de Cahir. El otro Scoia’tael se tambaleó y cayó de rodillas, sujetando con las dos mano su barriga que estaba rajada. Los otros retrocedieron, se dispersaron por el patio con las espadas brillando.
Los atacó un monstruo de cabellos blancos. Saltó sobre ellos desde el muro. Desde una altura desde la que no era posible saltar sin romperse una pierna. Era imposible aterrizar blandamente, girarse en una pirueta que escapaba a la vista y matar en un fracción de segundo. Pero el albino lo consiguió. Y comenzó a matar.
Los Scoia’tael luchaban con saña. Eran más numerosos. Pero no tenían posibilidad alguna. Ante los ojos desmesuradamente abiertos de Cahir, se produjo una masacre. La muchacha de cabellos grises que lo había herido hacía un momento era rápida, era increíblemente ágil, era como una gata que protegía a sus gatitos. Pero el monstruo de cabellos blancos que saltó entre los Scoia’tael era como un tigre de Zerrikania. La doncella de cabellos grises de Cintra, que, por motivos desconocidos, no le había matado, daba la sensación de estar loca. El monstruo de cabellos blancos no estaba loco. Estaba sereno y frío. Mataba serena y fríamente.
Los Scoia’tael no tenían posibilidad alguna. Sus cuerpos se derrumbaron uno tras otro sobre las losas del patio. Pero no cedieron. Incluso cuando sólo quedaron dos, no huyeron, sino que atacaron otra vez al monstruo de cabellos blancos. Ante los ojos de Cahir, el monstruo cortó una mano a uno de ellos por encima del codo, a otro le asestó un tajo aparentemente débil y desmañado que, sin embargo, arrojó al elfo hacia atrás, lo lanzó a través del plato de la fuente y lo hizo caer al agua. El agua se derramó por el borde del estanque en olas carmesíes.
El elfo de la mano cortada maldecía junto a la fuente, contemplando con la mirada perdida su muñón que manaba sangre. El monstruo de cabellos blancos le agarró por los pelos y con un rápido tirón de la espada le cortó la garganta.
Cuando Cahir abrió los ojos, el monstruo ya estaba sobre él.
—No me mates… —susurró, dejando de intentar levantarse del suelo resbaladizo por la sangre. La mano que le había herido la muchacha de cabellos grises había dejado de doler, se entumecía.
—Sé quién eres, nilfgaardiano. —El monstruo de los cabellos blancos dio una patada al yelmo de las alas destrozadas—. La has perseguido con tozudez durante mucho tiempo. Pero ya jamás vas a poder hacerle daño.
—No me mates.
—Dame una razón. Sólo una. Date prisa.
—Yo… —susurró Cahir—. Yo fui quien la sacó entonces de Cintra. Del incendio… La salvé. Salvé su vida…
Cuando abrió los ojos el monstruo había desaparecido, estaba en el patio, a solas con los cuerpos de los elfos. El agua de la fuente tintineaba, se vertía por el borde del plato, lavaba la sangre del suelo. Cahir se desmayó.
Al pie de la torre había un edificio que era una gran sala o mejor dicho algo en forma de peristilo. El techo sobre el peristilo, seguramente ilusorio, estaba cuajado de agujeros. Se apoyaba en unas columnas y pilastras esculpidas en forma de cariátides escasamente vestidas, de imponentes pechos. Las mismas cariátides sujetaban el arco del portal por el que había desaparecido Ciri. Detrás del portal, Geralt distinguió unas escaleras que conducían hacia arriba. Hacia la torre.
Maldijo en voz baja. No entendía porqué Ciri había corrido hacia allí. Arrastrándose detrás de ella por lo alto de los muros había visto cómo caía su caballo. Había visto cómo se levantaba con destreza pero, en vez de seguir corriendo hacia adelante, por el camino que se enrollaba como una serpentina alrededor de la cumbre, echó a correr por debajo de la montaña, en dirección a la solitaria torre. Los elfos no los veían ni a Ciri ni a él, ocupados como estaban en disparar con sus arcos a los humanos que corrían al pie de la montaña. Desde Aretusa venían refuerzos.
Tenía intenciones de seguir a Ciri por las escaleras cuando escuchó un murmullo. Desde arriba. Se volvió con rapidez. No era un pájaro.
Vílgefortz, agitando unas anchas mangas, entró volando a través de un agujero en el tejado, se dejó caer con lentitud sobre el suelo.
Geralt estaba delante de la entrada a la torre, tomó la espada y aspiró aire. Albergaba la sincera esperanza de que la dramática lucha final tuviera lugar entre Vilgefortz y Filippa Eilhart. Él no tenía ni la más mínima gana de participar en tales dramas.
Vilgefortz se sacudió el jubón, colocó las mangas, miró al brujo y leyó sus pensamientos.
—Puto dramatismo —suspiró.
Geralt no comentó nada.
—¿Ha entrado en la torre?
Geralt no respondió. El hechicero meneó la cabeza.
—Así que aquí tenemos el epílogo —dijo con frialdad—. El merecido final ¿O quizá es el destino? ¿Sabes adonde conducen estas escaleras? A Tor Lara. La Torre de la Gaviota. De allí no hay salida. Todo se ha terminado.
Geralt retrocedió de modo que las cariátides que sujetaban el portal cubrieran sus flancos.
—Ciertamente —concedió, observando las manos del hechicero—. Todo se ha terminado. La mitad de tus cómplices están muertos. Los cadáveres de los elfos que trajiste a Thanedd están tendidos uno detrás del otro hasta el Garstang. El resto ha huido. Desde Aretusa llegan refuerzos de hechiceros y de los hombres de Dijkstra. El nilfgaardiano que había de llevarse a Ciri seguramente se habrá desangrado ya. Y Ciri está allí, en la torre. ¿No hay salida de allí? Estoy contento de oírlo. Eso quiere decir que sólo hay una entrada. Ésta que estoy guardando.
Vilgefortz se indignó.
—Eres incorregible. Sigues sin poder valorar la situación. El Capítulo y el Consejo han cesado de existir. Los ejércitos del emperador Emhyr avanzan hacia el norte. Privados del consejo y la ayuda de los hechiceros, los reyes están tan desamparados como niños. Sus reinos se hunden como castillos de arena ante el impulso de Nilfgaard. Te lo propuse ayer y te lo repito hoy: únete a los vencedores. Echa un buen escupitajo a los perdedores.
—Tú eres el perdedor. Para Emhyr eras sólo un instrumento. Él necesitaba a Ciri, por eso envió aquí a aquel tipo del yelmo con alas. Será interesante ver qué hará contigo Emhyr cuando le comuniques el fiasco de tu misión.
—Disparas a ciegas, brujo. Y no aciertas, por supuesto. ¿Y si te dijera que Emhyr es mi instrumento?
—No te creería.
—Geralt, sé razonable. ¿De verdad quieres perder el tiempo con este teatro, con este final tan banal de la lucha entre el Bien y el Mal? Renuevo la proposición de ayer. Todavía no es demasiado tarde. Todavía puedes elegir, puedes ponerte del lado apropiado…
—¿Del lado al que hoy he jodido un poquito?
—No te sonrías, tus sonrisas demoníacas no me impresionan. ¿Sólo esos elfos hechos picadillo? ¿Artaud Terranova? Naderías, asuntos sin importancia. Se puede pasar al orden del día por encima de ellos.
—¡Pero por supuesto! Conozco tu visión del mundo. La muerte no cuenta, ¿verdad? Sobre todo la ajena.
—No seas banal. Lo siento por Artaud, pero en fin, qué se le va a hacer. Llamémoslo… un ajuste de cuentas. Últimamente yo mismo he intentado matarte dos veces. Emhyr se impacientaba, así que ordené lanzar contra ti a unos asesinos. Lo hice con bastante desagrado cada vez. Yo, como ves, todavía tengo esperanza de que algún día nos pinten juntos en un cuadro.
—Desecha esa esperanza, Vilgefortz.
—Envaina la espada. Entremos juntos en Tor Lara. Tranquilizaremos a la Niña de la Vieja Sangre que seguramente se esté muriendo de miedo allí en lo alto. Y nos iremos de aquí. Juntos. Estarás junto a ella. Podrás ver cómo se cumple su destino. ¿Y el emperador Emhyr? El emperador Emhyr recibirá lo que quería. Porque olvidaba decirte que aunque Codringher y Fenn han muerto, su obra y sus ideas siguen vivas y en buena forma.
—Mientes. Vete de aquí. Antes de que te eche un buen escupitajo.
—De verdad que no tengo ganas de matarte. Me desagrada matar.
—¿De verdad? ¿Y Lydia van Bredevoort?
El hechicero frunció los labios.
—No pronuncies ese nombre, brujo.
Geralt apretó con más fuerza el mango de la espada, sonrió burlón.
—¿Por qué tuvo que morir Lydia, Vilgefortz? ¿Por qué le ordenaste morir? Tenía que desviar la atención de ti, ¿verdad? Tenía que darte tiempo a hacerte resistente a la dwimerita, a lanzarle una señal telepática a Rience, ¿no es cierto? Pobre Lydia, la artista de rostro herido. Todos sabían que era una persona sin importancia. Todos. Excepto ella.
—Calla.
—Has matado a Lydia, hechicero. La utilizaste. ¿Y ahora quieres utilizar a Ciri? ¿Con mi ayuda? No. No entrarás en Tor Lara.
El hechicero retrocedió un paso. Geralt se tensó, listo para saltar y dar un tajo. Pero Vilgefortz no alzó la mano, sólo la extendió un poco a un lado. En su mano se materializó de repente un grueso palo, de unos seis pies de largo.
—Yo sé —dijo— qué es lo que te estorba a la hora de valorar razonablemente la situación. Sé qué es lo que te complica y dificulta la clara predicción del futuro. Es tu arrogancia, Geralt. Te la voy a quitar. Te la voy a quitar con ayuda de este bastón.
El brujo entrecerró los ojos, alzó ligeramente su hoja.
—Espero con impaciencia.
Algunas semanas después, ya curado gracias a los cuidados de las dríadas y al agua de Brokilón, Geralt reflexionó sobre cuál era el error que había cometido durante la lucha. Y llegó a la conclusión de que no había cometido ninguno durante la lucha. El único error lo había cometido antes de la lucha. Debería haber huido antes de comenzar la lucha.
El hechicero era rápido, el palo centelleaba en sus manos como un rayo. Por eso mismo fue mayor el asombro de Geralt cuando al pararlo, el palo y la espada tintinearon metálicamente. Pero no había tiempo para asombrarse. Vilgefortz atacó, el brujo tenía que revolverse esquivando y haciendo piruetas. Tenía miedo de parar con la espada. El puto palo era de hierro y para colmo mágico.
Cuatro veces se puso en posición de contraataque y golpe. Cuatro veces asestó el tajo. En la sien, en el cuello, bajo las axilas, en el muslo. Cada uno de estos golpes hubiera sido mortal. Pero todos fueron parados.
Ningún ser humano hubiera conseguido parar tales tajos. Geralt comenzó a comprender poco a poco. Pero ya era demasiado tarde.
No vio el golpe con el que le alcanzó el hechicero. El impacto le lanzó contra la pared. Se impulsó con la espalda, no acertó a saltar, a realizar una finta, el golpe le había privado de aliento. Recibió un segundo impacto, en el hombro, de nuevo voló hacia atrás, golpeándose el occipucio contra la pilastra, contra el pecho saliente de la cariátide. Vilgefortz se apartó con un hábil salto, agitó el bastón y le atizó en la barriga, bajo las costillas. Con fuerza. Geralt se dobló y entonces recibió un golpe en un lado de la cabeza. Las rodillas se le debilitaron de pronto, cayó sobre ellas. Y aquél fue el fin de la lucha. En esencia.
Intentó cubrirse desmañadamente con la espada. La hoja, atravesada entre la pared y la pilastra, estalló bajo un golpe con un gemido vibrante y cristalino. Se protegió la cabeza con la mano derecha, el bastón cayó con ímpetu y le rompió el hueso del antebrazo. El dolor lo cegó por completo.
—Podría sacarte el cerebro por las orejas —dijo Vilgefortz desde muy lejos—. Pero al fin y al cabo esto tenía que ser una lección. Te equivocaste brujo. Confundiste el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque. Ajá, ¿vomitas? Bien. Lesión cerebral. ¿Sangras por la nariz? Estupendo. Entonces, hasta la vista. Algún día. Puede ser.
Ya no veía nada y no escuchaba nada. Se hundía, se sumergía en algo cálido. Creía que Vilgefortz se había ido. Así que se asombró cuando el golpe del bastón metálico le cayó con fuerza sobre una pierna, aplastando la base del hueso del muslo.
Los siguientes golpes, incluso si los hubo de verdad, no los recordaba.
—Aguanta, Geralt, no te dejes ir —repetía sin tregua Triss Merigold—. Aguanta. No te mueras… Por favor, no te mueras…
—Ciri…
—No hables. Ahora te sacaré de aquí. Aguanta… Por los dioses, no tengo fuerza…
—Yennefer… Yo tengo…
—¡No tienes que hacer nada! ¡No puedes hacer nada! Aguanta, no te dejes ir… No te desmayes… No te mueras, por favor…
Lo arrastró por el suelo regado de cadáveres. Geralt veía su pecho y su barriga anegados en la sangre que le corría de la nariz. Veía su pierna. Estaba torcida en un ángulo extraño y parecía significativamente más corta de la que tenía sana. No sentía dolor. Sentía frío, todo el cuerpo estaba frío, entumecido y ajeno. Tenía ganas de vomitar.
—Aguanta, Geralt. Viene ayuda desde Aretusa. Ya no tardará…
—Dijkstra… Si Dijkstra me atrapa… se acabó todo…
Triss blasfemó. Con desesperación.
Lo arrastró por las escaleras. La pierna y la mano rotas rebotaron en los escalones. El dolor revivió, le mordió en las entrañas, en la sien, le irradió hasta los ojos, las orejas, hasta la coronilla. No gritó. Sabía que gritar le aliviaría, pero no gritó. Sólo abrió los labios, esto también le aliviaba.
Escuchó un estampido.
En la cima de las escaleras estaba Tissaia de Vries. Tenía los cabellos despeinados, el rostro cubierto de polvo. Alzó ambas manos, sus dedos ardieron. Gritó un encantamiento, y el fuego que bailaba en sus dedos se lanzó hacia abajo en forma de bolas de llamas crepitantes y cegadoras. El brujo escuchó el bramido que llegaba desde abajo de los muros al derrumbarse y los penetrantes aullidos de los quemados.
—¡Tissaia, no! —gritó Triss con desesperación—. ¡No hagas eso!
—No entrarán aquí —dijo la gran maestra sin volver la cabeza—. Esto es el Garstang de la isla de Thanedd. ¡Nadie ha invitado aquí a los lacayos de los reyes que ejecutan las órdenes de sus gobernantes de cortas miras!
—¡Los estás matando!
—¡Calla, Triss Merigold! ¡El golpe contra la unidad de la Hermandad no tuvo éxito, la isla sigue gobernada por el Capítulo! ¡Que se mantengan los reyes lejos de los asuntos del Capítulo! ¡Es nuestro conflicto y nosotros mismos lo resolveremos! ¡Resolveremos nuestros asuntos y luego pondremos punto final a esta guerra idiota! ¡Porque nosotros, los hechiceros, tenemos la responsabilidad sobre la suerte del mundo!
Otras bolas de rayos salieron disparadas de sus manos, el eco repetido de las explosiones se escuchó por entre las columnas y paredes de piedra.
—¡Fuera! —gritó de nuevo—. ¡No entraréis aquí! ¡Fuera!
Los gritos de dolor se alejaron. Geralt comprendió que los sitiadores retrocedían de las escaleras, desistían. La silueta de Tissaia se deshacía ante sus ojos. No era magia. Era él, que perdía el sentido.
—Vete de aquí, Triss Merigold. —Escuchaba las palabras de la hechicera que le llegaban desde lejos, como desde detrás de una pared—. Filippa Eilhart ya ha huido, voló de nuevo en sus alas de lechuza. Fuiste su cómplice en esta conspiración, debería castigarte. ¡Pero basta ya de sangre, muerte, desgracia! ¡Vete de aquí! ¡Vete a Aretusa, con tus compañeros! Telepórtate. El portal de la Torre de la Gaviota ya no existe. Se hundió junto con la torre. Puedes teleportarte sin temor. Adonde quieras. ¡Aunque sea junto a tu rey Foltest, por el que has traicionado a la Hermandad!
—No dejaré a Geralt… —gimió Triss—. Él no puede caer en manos de los redanos… Está gravemente herido… Tiene una hemorragia interna… ¡Y yo ya no tengo fuerzas! ¡No tengo fuerzas para abrir el teleportal! ¡Tissaia! ¡Ayúdame, por favor!
Oscuridad. Un frío penetrante. Desde lejos, al otro lado de la pared de piedra, la voz de Tissaia de Vries.
—Te ayudaré.