Decir que la conocí sería una exageración. Pienso que, excepto el brujo y la hechicera, nadie la conoció de verdad jamás. Cuando la vi por vez primera no me causó especial impresión, incluso pese a las extraordinarias circunstancias que lo acompañaron. Sé de algunos que han afirmado que al instante, a primera vista, percibieron el hálito de la muerte que seguía a esta muchacha. A mí sin embargo me pareció completamente normal, y ya por entonces sabía yo que no era normal, por eso me esforcé en mirar, descubrir, percibir lo extraordinario en ella. Pero nada vi y nada percibí. Nada que pudiera haber sido señal, presentimiento ni profecía de los trágicos acontecimientos posteriores. Aquéllos de los que fue causa. Y aquéllos que ella misma provocó.
Jaskier, Medio siglo de poesía
Junto al camino, en el lugar donde se terminaba el bosque, había nueve postes clavados en la tierra. En la punta de cada poste habían clavado horizontalmente una rueda de carro. Sobre las ruedas se arremolinaban los cuervos y las cornejas, picoteando y arañando unos cadáveres que estaban atados a los aros y los cubos. La altura de los postes y el número de los pájaros sólo permitía, es cierto, imaginarse lo que eran los restos irreconocibles que descansaban sobre las ruedas. Pero eran cadáveres. No podían ser otra cosa.
Ciri volvió la cabeza y arrugó la nariz con asco. El viento soplaba desde los postes, el nauseabundo hedor de los cuerpos en descomposición se extendía por el camino.
—Bonita decoración. —Yennefer se inclinó en la silla y escupió al suelo, olvidando que no hacía mucho que había regañado a Ciri por escupir del mismo modo—. Pintoresca y olorosa. Pero, ¿por qué aquí, al borde del bosque? Por lo general algo así se coloca junto a las murallas de la ciudad. ¿Me equivoco, buenas gentes?
—Son Ardillas, noble dama —se apresuró a aclarar uno de los mercaderes ambulantes al que habían alcanzado en la senda, mientras sujetaba de las riendas al caballo pío que tiraba de su carro de dos ruedas bien cargado—. Elfos. Allá, en los palos aquéllos. Por eso están los palos al pie del bosque. Para servir de aviso a otros Ardillas.
—Eso quiere decir —la hechicera le miró— que a los Scoia’tael que se atrapa vivos se les trae aquí…
—Los elfos, señora, raramente se dejan pillar vivos —la interrumpió el mercader—. Y si acaso los guardias agarran alguno, lo llevan a la ciudad, porque allá habitan también inhumanos. Cuando los tales ven los tormentos en la plaza, se les va la gana de irse con los Ardillas. Pero si en la lucha se mata a algún elfo, entonces se trae el cuerpo a la trocha y se cuelga en los palos. Hay cuando los traen de lejos y apestando llegan…
—Y pensar —ladró Yennefer— que a nosotros se nos han prohibido las prácticas necrománticas en atención al respeto hacia la majestad de la muerte y al cuerpo de este mundo, al cual se le debe honor, tranquilidad, entierro ritual y ceremonioso…
—¿Qué decís, señora?
—Nada. Vayámonos de aquí cuanto antes, Ciri, lejos de este lugar. Uf, tengo la sensación de estar totalmente impregnada de este hedor…
—Yo también, eeej —dijo Ciri, rodeando al trote el tiro del buhonero—. Vamos al galope, ¿vale?
—Está bien… ¡Ciri! ¡Al galope, pero no a lo loco!
Pronto tuvieron la ciudad a la vista, grande, rodeada de murallas, erizada de torres con tejados picudos y brillantes. Y al otro lado de la ciudad se veía el mar, verdoso, reluciendo bajo los rayos del sol de la mañana, salpicado acá y allá de las manchas blancas de los veleros. Ciri detuvo el caballo al borde de un despeñadero arenoso, se puso de pie sobre los estribos, aspiró ávidamente el aire y el perfume.
—Gors Velen —dijo Yennefer, acercándose y poniéndose a su lado—. Por fin hemos llegado. Volvamos al camino.
En el camino real se pusieron de nuevo a galope ligero, dejando tras de sí a unos cuantos tiros de bueyes y a algunos caminantes que llevaban a la espalda hatos de leña. Cuando sobrepasaron a todos y se quedaron solas, la hechicera redujo el paso y detuvo con un gesto a Ciri.
—Acércate —dijo—. Más cerca. Toma las riendas y conduce mi caballo. Necesito las dos manos.
—¿Para qué?
—Te he pedido que tomes las riendas.
Yennefer sacó de las alforjas un espejito de plata, lo limpió, después de lo cual pronunció un encantamiento. El espejito se escapó de sus dedos, se alzó y se quedó colgado sobre el cuello del caballo, justo enfrente del rostro de la hechicera.
Ciri dio un suspiro de admiración, se pasó la lengua por los labios.
La hechicera extrajo de las alforjas un peine, se quitó la boina y durante los siguientes minutos se estuvo peinando enérgicamente el cabello. Ciri mantuvo silencio. Sabía que mientras Yennefer se peinaba los cabellos no le estaba permitido molestarla ni distraerla. El pintoresco y aparentemente descuidado desorden de sus rizos abundantes y retorcidos se conformaba como resultado de largos intentos y precisaba de no pocos esfuerzos.
La hechicera echó otra vez mano a las alforjas. Se puso en las orejas unos pendientes de brillantes y unos brazaletes en ambas muñecas. Se quitó el pañuelo del cuello y se desabotonó la blusa para descubrir el cuello y el terciopelo negro adornado con una estrella de obsidiana.
—¡Ja! —Ciri no aguantó más—. ¡Sé por qué lo haces! ¡Quieres parecer guapa porque vamos a la ciudad! ¿Lo he adivinado?
—Lo has adivinado.
—¿Y yo?
—¿Qué pasa contigo?
—¡También quiero parecer guapa! Me voy a peinar…
—Ponte la boina —dijo Yennefer con aspereza, todavía mirando en el espejo que colgaba por entre las orejas del caballo—. En el mismo sitio en el que estaba. Y guárdate los cabellos por debajo.
Ciri resopló con rabia pero obedeció inmediatamente. Ya hacía tiempo que había aprendido a diferenciar los colores y los tonos de voz de la hechicera. Sabía cuándo se podía intentar discutir y cuándo no.
Yennefer, una vez terminó de colocarse los rizos sobre la frente, sacó de las alforjas un pequeño frasquito de cristal verde.
—Ciri —dijo con voz suave—. Viajamos de incógnito. Y el viaje todavía no se ha terminado. Por eso tienes que esconder tu cabellos bajo la boina. En cada puerta de la ciudad hay personas a las que se paga para que observen meticulosa y cuidadosamente a los viajeros. ¿Comprendes?
—No —repuso Ciri con descaro, mientras tiraba de las riendas del semental negro de la hechicera—. ¡Te has arreglado de tal modo que a los mirones de las puertas se les van a saltar los ojos! ¡Vaya un camuflaje!
—La ciudad a cuyas puertas nos acercamos —sonrió Yennefer— es Gors Velen. Yo no tengo por qué camuflarme en Gors Velen, e incluso diría que al contrario. Contigo es otra cosa. A ti no debe recordarte nadie.
—¡Los que te miren también me verán a mí!
La hechicera destapó el tarrito, del que se escapó un olor a lilas y grosella. Introdujo el dedo índice en el tarrito y luego se echó un poquito de su contenido bajo los ojos.
—Dudo —dijo, todavía sonriendo enigmáticamente— que nadie te preste atención.
Delante del puente había una larga fila de jinetes y carros, y en la antepuerta se acumulaban los viajeros que esperaban al siguiente control. Ciri se enfureció y farfulló, enfadada por la perspectiva de una larga espera. Yennefer, sin embargo, se enderezó en la silla y pasó al trote, mirando muy por encima de las cabezas de los viajeros. Éstos, a su vez, se apartaron prestos, le hicieron sitio, inclinando la cabeza con respeto. Los guardias, vestidos con largas cotas de malla, vieron de inmediato a la hechicera y le dejaron paso libre, sin ahorrar en golpes de pica con los que azuzaron a los reticentes o lentos en exceso.
—Por aquí, por aquí, poderosa señora —gritó uno de los guardias, mirando a Yennefer y gesticulando con el rostro—. ¡Pasar por aquí, os pido humildemente! ¡Abrir paso! ¡Abrir paso, bellacos!
El jefe de la guardia, que había sido llamado a toda prisa, salió del cuerpo de guardia amohinado y enfadado, pero a la vista de Yennefer enrojeció, abrió mucho los ojos y la boca, se inclinó en una profunda reverencia.
—Con humildad os doy la bienvenida a Gors Velen, clara señora —barbulló, mientras se enderezaba y se quedaba mirando fijamente—. A vuestras órdenes… ¿Puedo servir en algo a la señora? ¿Dar escolta? ¿Un guía? ¿Llamar a alguien?
—No hace falta. —Yennefer se enderezó en la silla, le miró de arriba a abajo—. Pasaré poco tiempo en la ciudad. Voy a Thanedd.
—Entendido… —El soldado se apoyaba alternativamente en uno y otro pie, sin quitar ojo del rostro de la hechicera. El resto de los guardias también miraba. Ciri se tensó orgullosa y levantó la cabeza, pero constató que no la miraba nadie. Como si no existiera.
—Entendido —repitió el jefe de la guardia—. A Thanedd, sí… Al congreso. Entendido, se entiende. Entonces os deseo…
—Gracias. —La hechicera azuzó al caballo, mostrando claramente su escasa curiosidad por lo que quisiera desearle el comandante. Ciri se apresuró a seguirla. Los guardias se inclinaron al paso de Yennefer, pero siguieron sin dignarse si quiera echarle una mirada a ella.
—Ni siquiera te han preguntado el nombre —murmuró, alcanzando a Yennefer y dirigiendo con cuidado el caballo por entre las rodadas marcadas en el barro de la calle—. ¡Ni adonde vamos! ¿Los hechizaste?
—No a ellos. A mí misma.
La hechicera se dio la vuelta y Ciri resopló con fuerza. Los ojos de Yennefer ardían con un brillo violeta y su rostro emanaba belleza. Resplandeciente. Retadora. Amenazante. E innatural.
—¡El tarrito verde! —se imaginó al punto Ciri—. ¿Qué era?
—Glamarye. Un elixir o, mejor dicho, un ungüento para ocasiones especiales. Ciri, ¿acaso tienes que pasar por cada charco del camino?
—¡Quiero limpiarle los cascos al caballo!
—Hace un mes que no llueve. Eso son lavazas y meados de caballos, no agua.
—Ajá… Dime, ¿por qué has usado ese elixir? ¿Tan necesario te era…?
—Esto es Gors Velen —la interrumpió Yennefer—. Una ciudad que debe su bienestar en gran medida a los hechiceros. Más exactamente, a las hechiceras. Tú misma has visto cómo se trata aquí a las hechiceras. Y yo no tenía ganas de presentarme, ni de demostrar quién soy. Prefería que fuera evidente al primer vistazo. Después de esa casa roja torcemos a la izquierda. Al paso, Ciri, sujeta al caballo o golpearás a algún crío.
—¿Y a qué hemos venido aquí?
—Ya te lo dije.
Ciri bufó, apretó los labios, espoleó con fuerza al caballo. La yegua bailoteó, por poco no chocó con un carro que pasaba a su lado. El conductor se alzó en el pescante y ya iba a regalarlos con un colección de flores de carretero cuando al ver a Yennefer se sentó rápido y se ocupó de examinar detenidamente el estado de sus propias almadreñas.
—Sólo un respingo más como éste —dijo Yennefer— y me enfadaré. Te estás comportando como una cría de cabra. Me das vergüenza ajena.
—Me quieres meter en esa escuela, ¿sí? ¡Yo no quiero!
—Más bajo. La gente mira.
—¡A ti te miran, no a mí! ¡Yo no quiero ir a ninguna escuela! ¡Me prometiste que siempre ibas a estar conmigo y ahora quieres dejarme! ¡Sola! ¡Yo no quiero estar sola!
—No vas a estar sola. En la escuela hay muchas muchachas de tu edad. Tendrás muchas amigas.
—No quiero amigas. Quiero estar contigo y con… Pensaba que…
Yennefer se volvió bruscamente.
—¿Qué pensabas?
—Pensaba que íbamos a ir con Geralt. —Ciri sacudió la cabeza retadoramente—. Sé bien en qué pensabas todo el camino. Y por qué suspirabas por las noches…
—Basta —gritó la hechicera, y la visión de sus ojos ardiendo hizo que Ciri apretara la cara contra las crines del caballo—. Demasiado lejos has ido. Te recuerdo que la época en que podías contradecirme ha pasado sin remedio. Y fue así por voluntad tuya. Ahora tienes que ser obediente. Harás todo lo que te ordene. ¿Entendido?
Ciri asintió.
—Lo que ordene será lo mejor para ti. Siempre. Y por eso me escucharás y llevarás a cabo mis recomendaciones. ¿Está claro? Sujeta el caballo. Ya hemos llegado.
—¿Ésta es la escuela? —farfulló Ciri, alzando los ojos hacia la suntuosa fachada del edificio—. ¿Es ésta ya…?
—Ni una palabra más. Desmonta. Y compórtate como se debe. No es la escuela, la escuela está en Aretusa, no en Gors Velen. Esto es un banco.
—¿Y para qué necesitamos un banco?
—Piénsalo. Desmonta, te he dicho. ¡No en el charco! Deja el caballo, para eso está el servicio. Quítate los guantes. No se entra en un banco con guantes de viaje. Mírame. Colócate la boina. Pon bien el cuello de la camisa. Enderézate. ¿No sabes qué hacer con las manos? ¡Entonces no hagas nada!
Ciri suspiró.
Los sirvientes que se acercaron corriendo desde las puertas del edificio, deshaciéndose en reverencias, eran enanos. Ciri los miró con curiosidad. Aunque igual de bajos, rechonchos y barbados, no recordaban en absoluto a su amigo Yarpen Zigrin ni a sus muchachos. Los sirvientes eran grises, vestidos con el mismo uniforme, sin nada de particular. Y serviles, lo que no era posible decir de Yarpen y sus muchachos en forma alguna.
Entraron. El elixir mágico seguía funcionando, así que la aparición de Yennefer provocó inmediatamente una gran alteración, carreras, reverencias, más bienvenidas humilladas y declaraciones de estar prestos a servir, cuyo final lo marcó sólo la aparición de un enano imposiblemente gordo, ricamente vestido y de blancas barbas.
—¡Estimada Yennefer! —bramó el enano, haciendo balancearse una cadena de oro que colgaba de su potente cuello bastante por debajo de la barba blanca—. ¡Vaya una sorpresa! ¡Y qué honor! ¡Por favor, por favor, al despacho! ¡Y vosotros, no os quedéis quietos, no miréis! ¡Al trabajo, al ábaco! Wilfli, ahora mismo, una botella de Castel de Neuf, al despacho, cosecha del… Tú ya sabes de qué cosecha. ¡Vivo, en marcha! Permite, permite, Yennefer. Una verdadera alegría el verte. Tienes un aspecto… Ah, la leche, ¡que quita el aliento!
—Tú tampoco te mantienes mal, Giancardi —sonrió la hechicera.
—Seguro. Por favor, ven conmigo al despacho. Pero no, no, las señoras por delante. Conoces el camino, Yennefer.
El despacho estaba oscuro y agradablemente fresco, en el aire había un perfume que Ciri recordaba de la torre de escriba de Jarre: el perfume a encausto, pergamino y polvo cubriendo muebles de roble, tapices de las paredes y antiguos libros.
—Sentaos, por favor. —El banquero apartó de la mesa un pesado sillón para Yennefer, lanzó a Ciri una mirada curiosa—. Hum…
—Dale algún libro, Molnar —dijo descuidadamente la hechicera, al observar la mirada—. A ella le encantan los libros. Que se siente al borde de la mesa y no molestará. ¿Verdad, Ciri?
Ciri no encontró que responder tuviera algún sentido.
—Libros, ehem, ehem. —El enano se puso a ello, acercándose a una cómoda—. ¿Qué tenemos aquí? Oh, el libro de entradas y salidas… No, éste no. Aranceles y pagos portuarios… Tampoco. ¿Créditos y reembolsos? No. ¿Y qué hace éste aquí? El diablo lo sabe… Pero creo que será perfecto. Toma, muchacha.
El libro llevaba el título de Physiologus y era bastante viejo y destrozado. Ciri abrió la portada con mucho cuidado y pasó algunas páginas. La obra le interesó de inmediato porque trataba de enigmáticas bestias y monstruos y estaba llena de dibujos. Durante unos cuantos minutos se afanó en compartir su interés entre el libro y la conversación de la hechicera y el enano.
—¿Tienes alguna carta para mí, Molnar?
—No. —El banquero sirvió vino a Yennefer y a sí mismo—. No ha venido nueva alguna. La última, hace un mes, te la mandé de la forma establecida.
—La recibí, gracias. Y por casualidad… ¿alguien se ha interesado por esas cartas?
—Aquí no —sonrió Molnar Giancardi—. Pero disparas a la diana correcta, querida mía. El banco de los Vivaldi me informó en secreto de que intentaron seguirle la pista a las cartas. Su filial en Vengerberg descubrió también un intento de seguir las operaciones de tu cuenta privada. Uno de los empleados resultó no ser leal.
El enano se interrumpió, miró a la hechicera por bajo de sus pobladas cejas. Ciri aguzó el oído. Yennefer guardó silencio, jugueteando con su estrella de obsidiana.
—Vivaldi —continuó el banquero, bajando la voz— no pudo o no quiso realizar investigaciones en este asunto. El escribano desleal y dispuesto a venderse se cayó a un foso cuando iba borracho y se ahogó. Un desgraciado accidente. Una pena. Demasiado rápido, demasiado a la ligera…
—No hay mal que cien años dure. —La hechicera infló los labios—. Yo sé a quién le interesan mis cartas y mi cuenta, la investigación en casa de los Vivaldi no hubiera arrojado ninguna revelación.
—Si así lo dices… —Giancardi se rascó la barba—. ¿Vas a Thanedd, Yennefer? ¿Al congreso general de hechiceros?
—Por supuesto.
—¿Para decidir el destino del mundo?
—No exageremos.
—Corren diversos rumores —dijo el enano con sequedad—. Y diversas cosas tienen lugar.
—¿Qué cosas, si no es un secreto?
—Desde el año pasado —dijo Giancardi, acariciándose la barba— se observan movimientos extraños en la política fiscal… Ya sé, esto no te interesa…
—Habla.
—Han doblado el encabezamiento y el pecho de invernada, impuestos que recauda directamente el poder militar. Todos los mercaderes y empresarios tienen que pagar a la hacienda real además el llamado «diezmo de céntimo», un impuesto completamente nuevo, un céntimo por cada noble obtenido. Enanos, gnomos, elfos y medianos pagan también más encabezamiento y contribución. Si llevan a cabo actividad mercantil o industrial están además obligados a pagar un donativo obligatorio «inhumano» que alcanza un diez por ciento. De este modo entrego a la hacienda más del sesenta por ciento de mis beneficios. Mi banco, incluyendo todas sus filiales, da a los Cuatro Reinos seiscientos ases al año. Para que lo sepas: esto significa casi tres veces más de lo que un duque o conde acaudalado de un reino muy poderoso paga como cuarto.
—¿No se carga a los humanos con donativos para el ejército?
—No. Sólo pagan encabezamiento y pecho de invernada.
—Así que —la hechicera agitó la cabeza— son los enanos y otros no humanos quienes financian la campaña contra los Scoia’tael que está teniendo lugar en los bosques. Pero, ¿qué tienen que ver los impuestos con el congreso de Thanedd?
—Después de vuestros congresos —murmuró el banquero— siempre pasa algo. Esta vez tengo la esperanza de que sea al contrario. Cuento con que vuestro congreso consiga que deje de pasar. Estaría muy contento si, por ejemplo, se detuviera esta extraña subida de precios.
—Habla más claro.
El enano se repantigó en el sillón y colocó los dedos sobre la tripa cubierta por la barba.
—Hace ya unos cuantos años que trabajo en esto —dijo—. Lo suficiente como para saber relacionar ciertos movimientos de precios con algunos hechos. Y últimamente ha subido mucho el precio de las piedras preciosas. Porque hay demanda.
—¿Se cambia dinero líquido en joyas para evitar pérdidas debidas a los vaivenes de los cursos y paridades de las monedas?
—También. Las piedras tienen además una gran ventaja. Un saquete de brillantes de algunas uncías de peso que cabe en un bolsillo responde al valor de unos cincuenta ases, mientras que tal suma en monedas pesa veinticinco libras y ocupa un montón de bolsas. Con un saquete en el bolsillo se escapa bastante más deprisa que con una bolsa en los brazos. Y se tienen las dos manos libres, lo que no carece de importancia. En una mano se puede llevar a la mujer, con la otra, si fuera necesario, se le puede dar una hostia a cualquiera.
Ciri soltó una sorda carcajada pero Yennefer inmediatamente la hizo callar con una mirada amenazadora.
—Así que —alzó la cabeza— hay algunos que preparan la huida de antemano. ¿Y adonde, por curiosidad?
—Lo más cotizado es el lejano norte. Hengfors, Kovir, Poviss. Primero porque de verdad están lejos y segundo porque estos países son neutrales y tienen buenas relaciones con Nilfgaard.
—Entiendo. —De los labios de la hechicera no había desaparecido una sonrisa maligna—. Así que brillantes al bolsillo, mujer de la mano y al norte… ¿No es un poco pronto? Ah, no importa. ¿Qué más se está encareciendo, Molnar?
—Los botes.
—¿Qué?
—Botes —repitió el enano y sonrió—. Todos los constructores de navíos de la costa están produciendo botes por encargo de los aposentadores del ejército del rey Foltest. Los aposentadores pagan bien y realizan constantemente nuevos encargos. Si tienes algún capital libre, Yennefer, invierte en barcos. Un negocio redondo. Produces canoas de cañas y cortezas, presentas una factura por una barcaza de pino de primera clase, la diferencia te la partes a medias con el aposentador…
—No bromees, Giancardi. Di, de qué se trata.
—Estos botes —dijo con desgana el banquero mirando al techo— son transportados al sur. A Sodden y Brugge, al Yaruga. Pero por lo que sé no se los usa para pescar peces en el río. Se los esconde en los bosques de la orilla derecha. Al parecer el ejército realiza maniobras durante horas para ejercitar cómo subirse y bajarse de ellos. Por el momento, en secano.
—Ajá. —Yennefer movió los labios—. Pero, ¿por qué algunos tienen tanta prisa en irse al norte? El Yaruga está al sur.
—Existe el fundado temor —murmuró el enano mirando a Ciri— de que el emperador Emhyr var Emreis no va a estar muy satisfecho con la noticia de que los mencionados botes han sido lanzados al agua. Hay quien afirma que tales jueguecitos acuáticos pueden hacer enfadar a Emhyr, y entonces lo mejor es estar lo más lejos posible de la frontera nilfgaardiana… Joder, por lo menos hasta la cosecha. Cuando pase la cosecha respiraré con alivio. Si ha de pasar algo, será antes de la cosecha.
—El grano estará en los pósitos —dijo Yennefer lentamente.
—Así es. A los caballos les es difícil pastar en los rastrojos y una fortaleza con los pósitos llenos ha de sitiarse muy largo… El tiempo está de parte de los campesinos y la cosecha promete no ser mala… Sí, el tiempo es, como se ve, hermoso. Luce el sol, el buey espera que crezca la hierba… Y el Yaruga en el Dol Angra es muy llano… Es fácil cruzarlo. En ambos sentidos.
—¿Por qué Dol Angra?
—Tengo la esperanza —el banquero se acarició la barba, taladrando a la hechicera con una aguda mirada— de que puedo confiar en ti.
—Siempre has podido hacerlo, Giancardi. Y nada ha cambiado.
—Dol Angra —dijo el hechicero con lentitud— es Lyria y Aedirn, que son aliados militares de Temeria. No pensarás que Foltest, que compra los botes, planea usarlos él mismo.
—No —dijo despacio la hechicera—. No lo pienso. Gracias por la información, Molnar. Quién sabe, puede que tengas hasta razón. ¿Seremos capaces en el congreso de influir sobre la suerte del mundo y los seres humanos?
—No os olvidéis de los enanos —bufó Giancardi—. Ni de sus bancos.
—Lo intentaremos. Y ya que estamos en ello…
—Te escucho atentamente.
—Tengo gastos, Molnar. Y si saco algo de la cuenta de los Vivaldi de nuevo habrá alguien presto para ahogarse, así que…
—Yennefer —la interrumpió el enano—, tú tienes en mi casa crédito ilimitado. No hace tanto tiempo que tuvo lugar el pogromo de Vengerberg. Puede que tú te hayas olvidado, pero yo no lo olvidaré nunca. Nadie de la familia Giancardi lo olvidará. ¿Cuánto necesitas?
—Quiero transferir mil quinientos orenes temerios a la oficina de los Cianfanelli en Ellander, a favor del santuario de Melitele.
—Hecho. Una transferencia simpática, las donaciones para los santuarios no pagan impuestos. ¿Qué más?
—¿Cuánto se paga ahora por año en la escuela de Aretusa?
Ciri aguzó el oído.
—Mil doscientas coronas novigradas —dijo Giancardi—. Para una nueva adepta la matrícula sale por unas doscientas.
—Joder, qué caro.
—Todo sube. A las adeptas no se les escatima nada, viven en Aretusa como reinas. Y de ellas vive media ciudad, sastres, zapateros, pasteleros, proveedores…
—Lo sé. Transfiere dos mil a la cuenta de la escuela. Anónimamente. Con la indicación de que se trata de la inscripción y pago del curso… para una adepta.
El enano soltó la pluma, miró a Ciri, sonrió con comprensión. Ciri, haciendo como que examinaba el libro, escuchaba atentamente.
—¿Eso es todo, Yennefer?
—Todavía trescientas coronas novigradas para mí, contantes y sonantes. En el congreso de Thanedd voy a necesitar al menos tres vestidos.
—¿Para qué las quieres contantes y sonantes? Te daré un cheque bancario. Por quinientas. Los precios de las telas importadas también han subido enormemente y tú, al fin y al cabo, no te vistes de lana ni de lino. Y si necesitas algo para ti o para la futura adepta de la escuela de Aretusa, mi oficina y mis cajas están abiertas.
—Gracias. ¿En qué intereses quedamos?
—Los intereses —el enano alzó la cabeza— ya los pagaste a la familia Giancardi por adelantado. Durante el pogromo de Vengerberg. No hablemos más de ello.
—No me gustan tales deudas, Molnar.
—A mí tampoco. Pero soy hombre de negocios. Sé lo que son las obligaciones. Conozco su valor. Repito, no hablemos más de ello. Los negocios que me has dicho puedes darlos por hechos. El negocio que no me has dicho también.
Yennefer alzó las cejas.
—Cierto brujo cercano a ti —rio Giancardi— visitó hace poco la ciudad de Dorian. Me informaron de que allí tomó prestadas cien coronas a un usurero. El usurero trabaja para mí. Congelaré esta deuda, Yennefer.
La hechicera miro a Ciri, torció con fuerza los labios.
—Molnar —dijo con frialdad—, no metas los dedos entre puertas que han perdido los goznes. Dudo que él todavía me considere cercana y si se entera de la deuda congelada me odiará con creces. Al fin y al cabo lo conoces, a él y su obsesivo concepto del honor. ¿Hace mucho que estuvo en Dorian?
—Como unos diez días. Luego lo vieron en las Tablas Chicas. De allí, por lo que me informaron, se fue a Hirundum porque tenía un encargo de los granjeros de allí. Lo de costumbre, algún monstruo que matar…
—Y por matarlo, como de costumbre, le pagarán cuatro perras —la voz de Yennefer cambió ligeramente— que, como de costumbre, apenas bastarán para correr con los gastos médicos si el monstruo lo llena de rajas. Como de costumbre. Si de verdad quieres hacer algo por mí, Molnar, entonces métete en esto. Contacta con los granjeros de Hirundum y sube el precio. Hasta que tenga para vivir.
—Como de costumbre —resopló Giancardi—. ¿Y si él al final se entera de ello?
Yennefer clavó sus ojos en Ciri, quien les miraba y escuchaba sin siquiera afectar que se interesaba por el Physiologus.
—¿Y por boca de quién —gruñó— iba a enterarse?
Ciri bajó la vista. El enano sonrió significativamente, se acarició la barba.
—¿Antes de encaminarte a Thanedd te pasarás por Hirundum? Por pura casualidad, por supuesto.
—No. —La hechicera desvió la vista—. No me pasaré. Cambiemos de tema, Molnar.
Giancardi de nuevo se acarició la barba, miró a Ciri. Ciri bajó la cabeza, carraspeó y se balanceó en la silla.
—De acuerdo —confirmó—. Es hora de cambiar de tema. Pero está claro que tu pupila se aburre con el libro… y nuestra conversación. Y lo que querría hablar ahora contigo, sospecho, la aburrirá aún más… La suerte del mundo, la suerte de los enanos de este mundo, la suerte de sus bancos, vaya un tema más aburrido para las muchachitas, futuras licenciadas de Aretusa… Suéltala un poco de debajo de tus alas, Yennefer. Que dé un paseo por la villa…
—¡Oh, sí! —gritó Ciri.
La hechicera se enfureció y ya abría la boca para protestar cuando, de pronto, cambió de intenciones. Ciri no estaba segura, pero le parecía que sobre esta decisión había ejercido su influencia un leve guiño que había acompañado la propuesta del banquero.
—Que la muchacha eche un vistazo a las maravillas de esta antiquísima villa, Gors Velen —añadió Giancardi, con una amplia sonrisa—. Le corresponde un poco de libertad antes de… Aretusa. Y nosotros aquí todavía hablaremos un poco sobre ciertos asuntos… hum, personales. No, no propongo que la muchacha vaya sola, aunque ésta es una ciudad segura. Le daré compañía y protección. Uno de mis escribanos más jóvenes…
—Perdona, Molnar —Yennefer no correspondió a su sonrisa—, pero no me parece a mí que en estos tiempos que corren, incluso en una ciudad segura, la compañía de un enano…
—Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza —se enfadó Giancardi— que fuera un enano. El escribano del que hablo es el hijo de un respetado mercader, hombre con, por así decirlo, todo lo que hay que tener. ¿Piensas que sólo doy trabajo a enanos? ¡Eh, Wilfli! ¡Tráeme acá a Fabio, al punto!
—Ciri. —La hechicera se acercó a ella, se inclinó levemente—. Pero sin hacer ninguna tontería de la que luego tenga que avergonzarme. Y con el escribano, la lengua quieta, ¿entiendes? Prométeme que vas a tener cuidado con hechos y palabras. No digas que sí con la cabeza. Una promesa ha de hacerse en voz alta.
—Lo prometo, doña Yennefer.
—Mira de vez en cuando al sol. A mediodía te vuelves. Puntualmente. Y si… no, no creo que nadie te reconozca. Pero si vieras que alguien te mira demasiado…
La hechicera echó mano al bolsillo, extrajo una crisoprasa cubierta de runas y bruñida en forma de clepsidra.
—Guárdalo en tu bolsa. No lo pierdas. En caso de necesidad… ¿Recuerdas el hechizo? Pero discretamente, la activación produce un fuerte eco y el amuleto al funcionar provoca una onda. Si hubiera alguien cerca sensibilizado hacia la magia, te pondrías al descubierto, en vez de ocultarte. Ajá, toma también… Por si te apeteciera comprarte algo.
—Gracias, doña Yennefer. —Ciri guardó el amuleto y las monedas en la bolsa, miró con curiosidad al muchacho que entraba apresurado al despacho. El muchacho era pecoso, los ondulados cabellos castaños le caían sobre el alto cuello del uniforme gris de escribano.
—Fabio Sachs —presentó Giancardi. El muchacho se inclinó cortesmente.
—Fabio, ésta es la señora Yennefer, nuestra honorable invitada y apreciada clienta. Y esta señorita, su pupila, tiene el deseo de visitar la ciudad. La acompañarás, sirviendo como guía y protector.
El muchacho se inclinó de nuevo, esta vez más claramente en dirección a Ciri.
—Ciri —dijo Yennefer con frialdad—. Levántate, por favor.
Se levantó, ligeramente asombrada, porque conocía las costumbres lo suficiente como para saber que no era preciso. Y de inmediato lo comprendió. El escribano, cierto, parecía tener su misma edad, pero era una cabeza más bajo que ella.
—Molnar —dijo la hechicera—. ¿Quién ha de ocuparse de quién? ¿No podrías delegar esta tarea a alguien de medidas algo más significativas?
El muchacho enrojeció y miró interrogante al director. Giancardi asintió concediéndole permiso. El escribano se volvió a inclinar.
—Noble señora —soltó deprisa y sin azorarse—. Puede que no sea muy alto pero se puede confiar en mí. Conozco bien la villa, los arrabales y todos los alrededores. Me ocuparé de esta señorita como mejor sepa. Y cuando yo, Fabio Sachs el Joven, hijo de Fabio Sachs, hago algo como mejor sé, entonces… más de uno que sea más alto no me llega ni a los talones.
Yennefer le miró durante un instante, luego se volvió hacia el banquero.
—Te felicito, Molnar —dijo—. Sabes escoger bien a tus empleados. En el futuro, éste tu escribano más joven te dará muchas alegrías. Cierto es que dicen que el buen cántaro bien suena. Ciri, te pongo con total confianza bajo la protección de Fabio, hijo de Fabio, puesto que es un hombre serio y digno de confianza.
El muchacho enrojeció hasta las raíces de sus cabellos castaños. Ciri sintió que también se ruborizaba.
—Fabio. —El enano abrió una arquilla, rebuscó en su tintineante contenido—. Aquí tienes medio noble y tres… dos duros. Para el caso de que la señorita tuviera algún antojo. Si no lo tuviera, te los traes de vuelta. Venga, podéis ir.
—A mediodía, Ciri —le recordó Yennefer—. Ni un minuto después.
—Me acuerdo, me acuerdo.
—Me llamo Fabio —dijo el muchacho en cuanto bajaron corriendo las escaleras y salieron a la agitada calle—. Y a ti te llaman Ciri, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué quieres ver en Gors Velen, Ciri? ¿La calle Real? ¿El callejón de los Orfebres? ¿El puerto? ¿O quizá la plaza Mayor y el mercadillo?
—Todo.
—Humm… —se preocupó el muchacho—. Sólo tenemos tiempo hasta el mediodía… Lo mejor será que vayamos a la plaza. Hoy es día de mercado, se pueden ver allí muchas cosas interesantes. Y antes subiremos a la muralla, desde la que se ve toda la bahía y la famosa isla de Thanedd. ¿Qué dices a esto?
—Vamos.
Por la calle rodaban carros con estrépito, arrastraban sus pezuñas los caballos y los bueyes, los toneleros hacían rodar las barricas, por todos lados reinaban el ruido y la prisa. Ciri estaba un poco aturdida por el movimiento y el estruendo. Se caía torpemente de la acera de madera y se metía hasta los tobillos en el barro y el estiércol. Fabio la quiso agarrar de los hombros, pero ella se soltó.
—¡Sé andar sola!
—Hum… Bueno, sí. Pues andemos. Ésta donde estamos es la calle principal de la ciudad. Se llama Cardo y une las dos puertas, la Mayor y la del Mar. Por allí, oh, se va al ayuntamiento. ¿Ves esa torre con un gallo de oro? Es precisamente el ayuntamiento. Y allí, donde está colgado ese letrero de colores, es la posada El Corsé Desatado. Pero allí, hum… allí no iremos. Iremos, oh, por allí, acortaremos el camino a través de la lonja de pescado que está en la calle del Rodeo.
Torcieron por una calleja y salieron directamente a una placita apretada entre los muros de las casas. La placita estaba llena de tenderetes, barriles y cubas de las que emergía un fuerte olor a pescado. Había un vivo y ruidoso comercio, mercaderes y mercadores intentaban hacerse oír a gritos por encima de los graznidos de las gaviotas que volaban sobre ellos. Junto a las paredes había gatos sentados que fingían no interesarse por el pescado en lo más mínimo.
—Tu señora —dijo de pronto Fabio, sorteando los puestos— es muy estricta.
—Lo sé.
—No sois parientes cercanos, ¿verdad? ¡Se ve al instante!
—¿Sí? ¿Y cómo?
—Ella es muy hermosa —dijo Fabio con la sinceridad cruel y la libertad desarmante del hombre joven.
Ciri se volvió como una cuerda de arco, pero antes de que acertara a regalar a Fabio con algún comentario mordaz concerniente a sus pecas o a su altura, el muchacho ya la arrastraba por entre carritos, toneles y tenderetes, aclarándole al mismo tiempo que la torre que enseñoreaba la placita llevaba el nombre de Bribonesca, que las piedras usadas en su construcción procedían del fondo del mar y que los árboles que crecían por debajo de ella se llamaban plátanos.
—Eres poco habladora, Ciri —afirmó de pronto.
—¿Yo? —fingió asombro—. ¡Nada de eso! Simplemente escucho atentamente lo que dices. Lo cuentas de forma muy interesante, ¿sabes? Precisamente pensaba preguntarte…
—Dime, pregunta.
—¿Está lejos la… la ciudad de Aretusa?
—¡Nada lejos! Porque no se trata de una ciudad. Subamos a la muralla, te lo mostraré. Oh, allí hay unos escalones.
La muralla era alta y las escaleras abruptas. Fabio comenzó a sudar y a jadear, lo que no era extraño, pues todo el tiempo estaba hablando. Ciri se enteró de que la muralla que rodeaba a la villa de Gors Velen era una obra moderna, mucho más que la propia ciudad, que había sido construida todavía por los elfos, que tiene treinta y cinco pies de altura y que se trata del así llamado muro de opus quadratum, hecho de piedra labrada y no de ladrillos cocidos porque tal material es más resistente a los golpes de ariete.
En la cumbre les recibió y les envolvió un refrescante viento marino. Ciri lo aspiró con alegría, después del aire denso y viciado de la ciudad. Apoyó los codos en las barandas de la muralla y miró desde lo alto al puerto, que estaba lleno de velas.
—¿Qué es eso, Fabio? ¿Esa montaña?
—La isla de Thanedd.
La isla parecía estar muy cerca. Y no parecía una isla. Tenía el aspecto de un gigantesco poste de piedra clavado en el fondo del mar, un gran zigurat rodeado de un camino en espiral, escaleras en zigzag y terrazas. Las terrazas verdegueaban de arboledas y jardines, y desde lo verde, clavadas en las rocas como nidos de golondrinas, se elevaban esbeltas torres y cúpulas decoradas, complejos de edificios ornamentados y rodeados de galerías. Aquellos edificios no parecían haber sido construidos. Daba la sensación de que los habían tallado en las laderas de aquella montaña marina.
—Todo esto lo construyeron los elfos —le explicó Fabio—. Se dice que con ayuda de la magia élfica. Sin embargo, desde tiempos inmemoriales, Thanedd pertenece a los hechiceros. Cerca de la punta, allá, donde aquellas cúpulas brillantes, se encuentra el palacio de Garstang. Allí, dentro de algunos días, tendrá lugar un gran congreso de hechiceros. Y allí, mira, en la mismísima cúspide, aquella alta torre solitaria y almenada es Tor Lara, la Torre de la Gaviota…
—¿Se puede llegar allí por tierra? Está muy cerquita.
—Se puede. Hay un puente que enlaza la orilla de la bahía con la isla. No lo vemos porque lo esconden los árboles. ¿Ves esas tejas rojas al pie de la montaña? Es el palacio de Loxia. Allí conduce el puente. Sólo a través de Loxia se puede llegar al camino que lleva a las terrazas altas…
—¿Y allí, donde están esas hermosas galerías y puentecillos? ¿Y los jardines? Cómo se sujetará eso a la rocas para no caer… ¿Qué es ese palacio?
—Eso es precisamente la Aretusa acerca de la que preguntabas. Allí se encuentra la famosa escuela para jóvenes hechiceras.
—Ah. —Ciri se pasó la lengua por los labios—. Sabes… Fabio…
—Dime.
—¿Ves a veces a las hechiceras jóvenes que estudian en esa escuela? ¿En esa Aretusa?
El muchacho la miró visiblemente asombrado.
—¡Nunca! ¡Nadie las puede ver! Les está prohibido salir de la isla e ir a la ciudad. Y nadie puede entrar en el terreno de la escuela. Incluso el burgrave y el baile, si tienen algo para las hechiceras, sólo pueden ir hasta Loxia. Al nivel más bajo.
—Lo que me imaginaba. —Ciri agitó la cabeza, absorta en la contemplación de los tejados brillantes de Aretusa—. No es una escuela, sino una prisión. En una isla, sobre unas rocas, junto a un abismo. Una prisión y nada más.
—Un poco sí —reconoció Fabio tras pensárselo un instante—. De ahí es bastante difícil salir… Pero no, no es como una prisión. Las adeptas son al fin y al cabo muchachas jóvenes. Hay que protegerlas…
—¿De quién?
—Bueno… —El muchacho se trabó—. Ya sabes…
—No sé.
—Hum… Pienso… Oh, Ciri, pero si nadie las encierra en la escuela por la fuerza. Ellas mismas quieren…
—Claro, seguro. —Ciri adoptó una pícara sonrisa—. Si quieren, entonces cumplen condena en esa prisión. Si no quisieran, pues entonces no se dejarían encerrar. No es nada especial, basta con ponerse a correr a tiempo. Antes de estar allí, porque después puede ser difícil…
—¿El qué? ¿Escapar? ¿Y adonde tendrían ellas que…?
—Ellas —le interrumpió— seguro que no tenían adonde, las pobres. ¿Fabio? ¿Dónde esta la ciudad de… Hirundum?
El muchacho la miró sorprendido.
—Hirundum no es una ciudad —dijo—. Es una enorme granja. Allí hay huertos y jardines que producen suficientes verduras y frutas para todas las ciudades de alrededores. También tiene estanques en los que se crían carpas y otros peces…
—¿Cómo está de lejos Hirundum de aquí? ¿En qué dirección? Enséñamelo.
—¿Y por qué quieres saberlo?
—Enséñamelo, te digo.
—¿Ves ese camino que se dirige hacia el oeste? ¿Allí, donde están aquellos carros? Por él se va a Hirundum. Son como unas quince millas, todo el tiempo por el bosque.
—Quince millas —repitió Ciri—. No está lejos, si se tiene un buen caballo… Gracias, Fabio.
—¿Por qué me das las gracias?
—No importa. Ahora llévame al mercado. Me lo prometiste.
—Vamos.
Tales apreturas y bullicio como reinaban en la plaza de Gors Velen Ciri no había visto nunca. La ruidosa lonja de pescado por la que no hacía mucho que habían pasado daba la sensación de ser un templo silencioso, si se lo comparaba con la plaza. La plaza era en verdad gigantesca y pese a ello le parecía que como mucho iban a poder mirar de lejos, porque no se podía ni siquiera soñar con llegarse al terreno del mercado. Fabio, sin embargo, se introdujo con decisión entre la multitud arremolinada llevándola de la mano.
Los vendedores gritaban que se las pelaban, los compradores gritaban todavía más, los niños extraviados entre la multitud aullaban y se lamentaban. Las vacas bramaban, las ovejas balaban, los patos parpaban y las gallinas cacareaban. Los artesanos enanos golpeaban obstinadamente con sus martillos en alguna chapa y cuando dejaban de martillear para beber algo, comenzaban a maldecir de modo atroz. Desde algunos puntos de la plaza llegaba el sonido de los caramillos, los rabeles y los címbalos, por lo visto los vagabundos y los musicantes interpretaban sus piezas. Para colmo de males, algún ciego entre la muchedumbre le daba incansable a una trompeta de lata. Con seguridad no era músico.
Ciri dio un salto ante el trote salvaje de un cerdo que gritaba agudamente y cayó sobre una jaula con gallinas. Tropezando, dio con algo que era blando y maullaba. Retrocedió y por un pelo no encontró bajo las pezuñas de un animal enorme, apestoso, asqueroso y amenazador, que iba empujando a la gente con sus velludos costados.
—¿Qué era eso? —tartamudeó, mientras intentaba guardar el equilibrio—. ¿Fabio?
—Un camello. No tengas miedo.
—¡No tengo miedo! ¡Que tontería!
Miró curiosa a su alrededor. Contempló el trabajo de los medianos, que producían a ojos del público unas taraceadas botas de piel de cabra, se entusiasmó con unas hermosas muñecas que ofrecían en un puesto una pareja de medioelfos. Examinó artículos de malaquita y jaspe que tenía a la venta un gnomo sombrío y gruñón. Repasó con interés y conocimiento de causa las espadas de un taller de armería. Observó a una muchacha que estaba trenzando cestas de mimbre y llegó a la conclusión de que no hay nada peor que el trabajo.
El soplador de trompetas dejó de tocar. Seguramente alguien lo había matado.
—¿Qué es lo que huele tan deliciosamente?
—Buñuelos. —Fabio acarició su bolsa—. ¿Tienes el antojo de comer uno?
—Tengo el antojo de comer dos.
El vendedor les dio tres buñuelos, tomó el duro y les devolvió cuatro reales de los que partió uno por la mitad. Ciri, recobrando poco a poco el aplomo, contempló la operación de partición mientras devoraba ávidamente su primer buñuelo.
—¿De esto —preguntó, comenzando con el segundo— procede el refrán: «no vales ni un real»?
—Sí. —Fabio se tragó su buñuelo—. Puesto que no hay moneda más pequeña que el real. ¿Acaso en tu tierra no se usan medios reales?
—No. —Ciri se chupó los dedos—. En mi tierra se usaban ducados de oro. Además, toda esta partición no ha tenido sentido, ni era necesaria.
—¿Por qué?
—Porque tengo el antojo de comerme un tercer buñuelo.
Los buñuelos rellenos de mermelada de ciruelas actuaron como elixir milagroso. Ciri cobró buen humor y la tumultuosa plaza dejó de molestar y comenzó incluso a gustarle. No permitió ya que Fabio la arrastrara, sino que ella se lo llevó a él hacia la mayor barahunda, hacia el lugar desde el que alguien declamaba algo, subido sobre una tribuna improvisada con barriles. El orador era un envejecido gordito. Por su cabeza afeitada y su sotana gris Ciri reconoció en él a un sacerdote errante. Ya había visto a otros así, a veces visitaban el santuario de Melitele en Ellander. La madre Nenneke nunca se refería a ellos de otra forma que no fuera «esos idiotas fanáticos».
—¡Una sola es la ley en el mundo! —gritaba el gordo sacerdote—. ¡La ley divina! ¡Toda la naturaleza está sometida a tal ley, toda la tierra y todo lo que vive sobre la tierra! ¡Y los hechizos y la magia son contrarios a esta ley! ¡Malditos sean los hechiceros y cercano está el día de la ira en el que el fuego celestial destruirá su blasfema isla! ¡Caerán entonces los muros de Loxia, Aretusa y Garstang, detrás de los cuales se reúnen estos paganos para realizar sus maquinaciones! ¡Caerán esos muros…!
—Y, su puta madre, habrá que volverlos a levantar —murmuró un criado de mulas vestido con una bata manchada de cal.
—¡Os conmino, gentes piadosas y de bien —gritaba el sacerdote— a que no creáis a los hechiceros, no os tornéis a ellos ni en busca de consejo ni con petición alguna! ¡No os dejéis atrapar en su gallarda figura, ni en su hablar fluido, porque en verdad os digo que los tales hechiceros son como sepulcros blanqueados, que de fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad!
—Habéis visto —dijo una moza joven con un cestillo lleno de zanahorias— cómo se le infla la boca. Berrea contra los magos pues los envidia, y eso es todo.
—Cierto —se arrimó el mulero—. Él mismo, mirailo, tiene una testa como un güevo y la tripa le cuelga por bajo las rodillas. Y en contra las hechiceras son hermosas, ni gordas ni calvorotas… Las hechiceras, ja, son la hermosura misma…
—¡Puesto que al diablo la alma por la hermosura vendieron! —gritó un personaje bajito con un martillo de zapatero en el cinturón.
—Tontunas, cambiasuelas. ¡Si no fuera por las buenas dueñas de Aretusa, hace tiempo que te hubieras ido ya con el hatillo al hombro! ¡Gracias a ellas tienes algo a que hincarle el diente!
Fabio arrastró a Ciri tirándola de las mangas, de nuevo se sumergieron entre la multitud, que los condujo en dirección al centro de la plaza. Escucharon el golpear de los tambores y roncos gritos que llamaban a guardar silencio. La multitud no tenía pensado callarse, pero a quien gritaba desde un tablado de madera no le molestaba aquello. Tenía una voz poderosa y ejercitada y sabía usar de ella.
—Se hace saber —gritó, mientras desenrollaba un rollo de pergamino— que Hugo Ansbach, de familia de mediano, está fuera de la ley, pues a los malvados elfos que son nombrados Ardillas en su casa cama y cobijo diera. Y lo mismo Justin Ingvar, herrero, de familia de enano, que a los citados bribones forjara puntas de flechas. A ambos dos el burgrave su rastro pregona y perseguirles manda. Quien los atrape obtendrá de galardón: cincuenta coronas en monedas. Y si alguno alimento o refugio les diera, será pregonado de cómplice suyo y la misma pena que los tales le será dada. Y si en concejo o aldea fueran cogidos, todo el concejo o aldea habrá de pagar…
—¡Como si hubiera —gritó alguien de entre la multitud— quien fuera a dar cobijo a un mediano! ¡A sus alquerías ir a buscarlos y los encontraréis, a todos ellos, los inhumanos, a la mazmorra!
—¡Al cadalso y no a la mazmorra!
El pregonero siguió leyendo más anuncios del burgrave y del concejo del burgo y Ciri perdió el interés. Precisamente tenía la intención de escaparse de la multitud cuando de pronto sintió una mano sobre la nalga. Una mano nada casual, desvergonzada y a todas luces experimentada.
La angostura, parecía, le impedía darse la vuelta, pero Ciri había aprendido en Kaer Morhen cómo moverse en lugares en los que resulta difícil. Se dio la vuelta, provocando un algo de confusión. El joven sacerdote de cabeza afeitada que estaba detrás de ella sonreía con una sonrisa arrogante y muchas veces practicada. Bien, decía aquella sonrisa, ¿y ahora qué vas a hacer? Te ruborizarás maravillosamente y con este rubor se acabará todo, ¿verdad?
El sacerdote por lo visto no había tenido nunca nada que ver con ninguna pupila de Yennefer.
—¡Las manos a los bolsillos, zoquete calvo! —escupió Ciri, palideciendo de rabia—. ¡Agárrate tu propio culo, tú… sepulcro blanqueado!
Aprovechándose del hecho de que, encajado entre la multitud, el sacerdote no podía moverse, tenía intención de darle una patada, pero Fabio se lo impidió arrastrándola lejos del sacerdote y del lugar del suceso. Viendo que hasta temblaba de rabia, la tranquilizó, convidándola a unas cuantas hojuelas espolvoreadas con azúcar molida, ante cuya vista Ciri olvidó el incidente al instante. Estaban de pie delante de un puesto, en un lugar desde el que veían el cadalso con la picota. En la picota no había sin embargo malhechor alguno y el mismo cadalso estaba decorado con guirnaldas de flores y servía a un grupo de músicos ambulantes vestidos como papagayos, quienes, de oído, hacían rasgar los rabeles y chillar a gaitas y pífanos. Una joven morena vestida con una zamarra llena de lentejuelas cantaba y bailaba, golpeando una pandereta y taconeando alegremente con unas pequeñas botas.
Por el monte iba la maga,
la mordieron las culebras.
Todas las bichas murieron,
y allí sólo quedó ella.
La multitud reunida en torno al cadalso se moría de risa y seguía el ritmo con las palmas. El vendedor de hojuelas echó al aceite hirviendo una porción más. Fabio se chupó los dedos y tiró de la manga de Ciri.
Había puestos sin número y por todos lados se ofrecía algo delicioso. Comieron aún un pastelillo de crema cada uno, luego, a medias, anguila ahumada, después de lo cual, para quitar el sabor, probaron una cosa muy rara, frita y pinchada en un palo. Luego se detuvieron delante de unos barriles de col fermentada y fingieron que probaban para comprar mayor cantidad. Cuando se fueron y no compraron, la vendedora les llamó caganidos.
Siguieron andando. Por el resto del dinero que les quedaba Fabio adquirió un cestillo de peras de agua. Ciri miró al cielo, pero vio que todavía no era el mediodía.
—¿Fabio? ¿Qué son esas tiendas y esas casetas, allí, junto a la muralla?
—Entretenimientos variados. ¿Quieres verlos?
—Sí.
Delante de la primera tienda de campaña había solamente hombres que cambiaban el peso de un pie a otro por la excitación. Les alcanzaba el sonido de una flauta que provenía del interior.
—«Leña, la negra… —Ciri leyó con dificultad el deformado letrero de la lona—… muestra durante el baile todos los secretos de su cuerpo»… ¡Vaya tontería! ¿Qué secretos…?
—Sigamos adelante, adelante. —Fabio la espoleó al tiempo que se ruborizaba ligeramente—. Oh, mira, esto es interesante. Aquí hay una adivina que predice el futuro. Todavía me quedan dos reales, esto basta…
—Es tirar el dinero —refunfuñó Ciri—. ¡Vaya una predicción, por dos reales! Para predecir hay que ser profetisa. Profetizar es un gran talento. Incluso entre las hechiceras como mucho una de cada cien posee esta habilidad…
—A la más mayor de mis hermanas —se entrometió el muchacho— la adivina le adivinó que se iba a casar y se cumplió. No pongas esa cara, Ciri. Ven, nos dejaremos adivinar…
—No quiero casarme. No quiero adivinas. Hace calor y esa tienda apesta a incienso, no voy a entrar. Si quieres, ve solo, yo te espero. Sólo que no sé para qué quieres esa profecía. ¿Qué es lo quieres saber?
—Bueno… —tartamudeó Fabio—. Sobre todo… Si voy a viajar. Me gustaría viajar. Ver todo el mundo…
Lo hará, pensó Ciri de pronto, sintiendo un vértigo en la cabeza. Navegará en grandes veleros blancos… Llegará a países que nadie antes que él había visto… Fabio Sachs, el descubridor… Con su nombre se bautizará un cabo, la punta de un continente que hoy todavía no tiene nombre. Cuando tenga cincuenta y cuatro años, mujer, un hijo y tres hijas, morirá, lejos de casa y de los suyos… De una enfermedad que hoy todavía no tiene nombre…
—¡Ciri! ¿Qué te pasa?
Se limpió el rostro con la mano. Tenía la sensación de que estaba sumergida en el agua, de que nadaba hacia la superficie desde el fondo de un lago profundo y frío como el hielo.
—Nada… —murmuró, al tiempo que miraba a su alrededor y recobraba la consciencia—. Me ha dado un vértigo… Es por el calor. Y por el incienso de esta tienda…
—Más bien por la col —dijo, serio, Fabio—. No teníamos que haber comido tanto. A mí también me molesta la tripa.
—¡No me pasa nada! —Ciri alzó con garbo la cabeza. De verdad se sentía mejor. Los pensamientos que le habían atravesado la cabeza como un tornado se habían disuelto, perdidos en el olvido—. Venga, Fabio. Sigamos.
—¿Quieres una pera?
—Por supuesto que quiero.
Al pie de la muralla, un grupo de mozuelos jugaba a la peonza apostando dinero. La peonza, envuelta con precisión en un cordel, había de ser puesta a girar con un hábil tirón que recordaba a un golpe de látigo, de modo que trazara círculos sobre unos campos pintados con tiza. Ciri había ganado siempre a la peonza a todos los muchachos de Skellige, también a todas las adeptas del santuario de Melitele. Estaba planteándose ya la idea de sumarse al juego y librarles a los bribones aquéllos no sólo de sus monedas de real sino hasta de sus pantalones remendados cuando de pronto unos fuertes gritos llamaron su atención.
Al mismo final de la fila de tiendas y casetas, apretado contra la muralla y las escaleras de piedra, había un extraño cercado semicircular, formado por unas lonas extendidas entre unos larguísimos varales. Entre dos de los varales había una entrada que taponaba un hombre alto y picado de viruelas, vestido con unos pantalones cosidos y rayados metidos dentro de unas botas marineras. Delante de él se amontonaba un grupo de personas. Tras arrojar en la mano del picado unas monedas, las personas iban desapareciendo de una en una detrás de la lona. El picado ponía el dinero en un cedazo de buen tamaño, que hacía tintinear al tiempo que gritaba roncamente.
—¡Venid acá, buenas gentes! ¡Venid acá! ¡Con vuestros propios ojos veréis al ser más repugnante que los dioses crearan! ¡Horror y terror! ¡Un basilisco vivo, el monstruo venenoso de los desiertos zerrikanos, el diablo encarnado, un insaciable devorador de hombres! ¡Jamás habéis visto un monstruo así, paisanos! ¡Capturado recientemente, traído de ultramar en una carabela! ¡Contemplad, contemplad a un basilisco vivo y peligroso con vuestros propios ojos porque algo así nunca más veréis en lugar alguno! ¡Última oportunidad! ¡Aquí, en mi tienda, por sólo tres duros! ¡Hembras con niños a dos duros!
—Ja —dijo Ciri, espantando una avispa de las peras—. ¿Un basilisco? ¿Y vivo? Tengo que verlo. Hasta ahora sólo lo había visto en dibujos. Ven, Fabio.
—Ya no tengo dinero…
—Yo tengo. Pagaré por ti. Ven, sin miedo.
—Son seis. —El picado miró a los reales que había echado en el puño—. Tres duros por cabeza. Más barato, sólo hembras con niños.
—Él —Ciri señaló a Fabio con una pera— es un niño. Y yo soy una hembra.
—Más barato sólo hembras con niños en los brazos —ladró el picado—. Venga, echa dos duros más, mañosa señorita, o lárgate y deja pasar a otros. ¡Aprisa, gente! ¡Sólo tres sitios libres!
Detrás del cercado de lonas se amontonaban los vecinos, rodeando en un estrecho ovillo una tribuna hecha de tablas, sobre la que había una jaula de madera cubierta por un paño. Después de dejar pasar a los espectadores que faltaban para completar, el picado subió a la tribuna, tomó un largo palo y retiró con él el paño. Se elevó un desagradable hedor a carroña y a reptil. Los espectadores empalidecieron y retrocedieron un poco.
—Sed precavidas, buenas gentes —avisó el picado—. ¡No os acerquéis demasiado porque es peligroso!
En la jaula, visiblemente demasiado pequeña para él, yacía, hecho un ovillo, un lagarto cubierto de escamas oscuras de extraño dibujo. Cuando el picado golpeó en la jaula con un palo, el reptil se revolvió, restregó las escamas contra los barrotes, estiró un largo cuello y dio un penetrante silbido, mostrando unos dientes cónicos, blancos y agudos, que contrastaban fuertemente con las escamas casi negras que rodeaban el hocico. Los espectadores se repusieron sonoramente. Se escucharon los penetrantes ladridos de un desgreñado perro al que una mujer con aspecto de vendedora ambulante sujetaba en los brazos.
—Mirad atentamente, buenas gentes —gritó el picado—. ¡Y alegraos de que en nuestra tierra no habiten semejantes escuerzos! ¡He aquí al monstruoso basilisco de la lejana Zerrikania! ¡No os acerquéis, no os acerquéis porque aunque esté encerrado en la jaula ya sólo su aliento pudiera envenenaros!
Ciri y Fabio por fin se abrieron paso a empujones por entre el montón de espectadores.
—¡El basilisco —continuó el picado desde lo alto, apoyándose en el palo como un guardia en una alabarda— es la bestia más ponzoñosa del mundo! ¡Puesto que el basilisco es el rey de todas las culebras! ¡Si hubiera más basiliscos este mundo se hundiría por entero! Por suerte, este monstruo es rareza grande, puesto que nace de huevos puestos por el gallo. Y vosotros mismos sabéis, paisanos, que no todo gallo pone huevos, sino sólo aquellos indecentes que, en la forma misma que una clueca, el agujero le ponen a otro gallo.
Los espectadores reaccionaron con una risa coral a la broma anterior —o mejor dicho posterior—. Solamente no rio Ciri, quien todo el tiempo estaba observando con atención al ser, el cual, asustado por el ruido, se hizo un rollo, se apretó contra los barrotes y los mordisqueó, intentando en vano desplegar en la estrechura la membrana herida de las alas.
—¡Los huevos puestos por tales gallos —continuó el picado— han de ser empollados por ciento y una sierpes venenosas! Y cuando del huevo sale un basilisco…
—Esto no es un basilisco —afirmó Ciri dándole un mordisco a una pera. El picado la miró de reojo.
—… cuando el basilisco sale, digo —siguió—, éste devora todas las sierpes del nido, tragando todo su veneno, pero ello perjuicio ninguno le causa. Él mismo a su vez se llena tanto de veneno que no sólo es capaz de matar con los dientes, y hasta con el toque, ¡sino incluso con el mismo aliento! Y si un caballero a caballo toma y con una pica atraviesa al basilisco, ¡entonces el veneno por el palo sube y golpea a la montura y de inmediato mata en el sitio a jinete y caballo!
—Eso es una mentira mentirosa —dijo Ciri en voz alta y escupió unos pipos.
—¡Verdad verdadera! —protestó el picado—. ¡Mata, a jinete y caballo mata!
—¡Seguro!
—¡Calla, morilla! —gritó la vendedora del perrillo—. ¡No molestes! ¡Queremos asombrarnos y escuchar!
—Ciri, déjalo —susurró Fabio, tomándola por un costado. Ciri le miró con rabia, echó mano al cestillo y sacó otra pera.
—Ante el basilisco —el picado alzó la voz entre el creciente murmullo de los espectadores— toda fiera muere de súbito con sólo escuchar su silbido. Toda fiera, incluso el dragón, qué digo dragón, el cocodrilo incluso y el cocodrilo es la más terrible, quien lo ha visto lo sabe. Sólo un animal no teme al basilisco, y éste es la marta. La marta, cuando divisa al monstruo en el desierto, corre al bosque a toda prisa y allá busca unas hierbas sólo por ella conocidas y las come. Entonces la ponzoña del basilisco ya no asusta a la marta y lo puede morder hasta la muerte…
Ciri soltó una carcajada e imitó con la boca un sonido prolongado y bastante poco elegante.
—¡Eh, listilla! —El picado no aguantó—. ¡Si no entra en tu gusto, entonces lárgate! ¡No hay obligación de escuchar ni de mirar al basilisco!
—Eso no es un basilisco.
—¿No? ¿Y entonces qué es, señora sabihonda?
—Una viverna —afirmó Ciri, y luego tiró el rabo de la pera y se chupó los dedos—. Una viverna común y corriente. Joven, pequeña, hambrienta y sucia. Pero una viverna y eso es todo. En la Vieja Lengua: wywern.
—¡Oh, miraila! —gritó el picado—. ¡Vaya una lista y sabia que nos ha tocado! Cierra los morros o te…
—¡Hola! —habló un mozalbete de cabello claro, ataviado con una boina de terciopelo y un jubón de escudero sin armas pintadas y que sujetaba por los hombros a una muchacha delicada y paliducha que llevaba un vestido de color albaricoque—. ¡Más despacio, maese atrapafieras! ¡No amenacéis a una noble, pues con mi espada fácilmente os castigaría! ¡Y además, algo me huele aquí a engaño!
—¿Qué engaño, joven señor caballero? —se atrancó el picado—. Miente esta moco… ¡Quería decir que se equivoca esta doncella de noble nacimiento! ¡Esto es un basilisco!
—Esto es una viverna —repitió Ciri.
—Pero, ¿qué coño verna? ¡Basilisco! ¡Miradlo si no, cuan severo, cómo silba, cómo muerde la jaula! ¡Y qué dentadura tiene! ¡Dentadura tiene, os digo, como…!
—Como una viverna —se enfadó Ciri.
—¡Si la razón toda perdiste —el picado clavó en ella una mirada que no hubiera avergonzado a un auténtico basilisco—, acércate! ¡Acércate para que pueda echar el aliento sobre ti! ¡Ahora verán todos cómo te desplomas lívida de la ponzoña! ¡Venga, acércate!
—Por supuesto. —Ciri soltó el brazo de la tenaza de Fabio y dio un paso al frente.
—¡No lo permitiré! —gritó el escudero de cabellos claros, soltando a su albaricocada acompañante y cortándole el paso a Ciri—. ¡Esto no puede ser! Demasiado te arriesgas, hermosa dama.
Ciri, a quien todavía nunca nadie había titulado así, se ruborizó ligeramente, miró al mozalbete y agitó las pestañas de una forma que había probado muchas veces con Jarre el escribano.
—No hay riesgo alguno, noble caballero —sonrió seductoramente, contra las advertencias de Yennefer quien muy a menudo le había recordado el refrán acerca del tonto que se ríe de otro tonto—. No me pasará nada. Ese aliento ponzoñoso no es más que un cuento.
—Quisiera, sin embargo —el mozalbete puso la mano sobre el pomo de la espada—, estar junto a ti. Para guardar y defender… ¿Me permites?
—Lo permito. —Ciri no sabía por qué la rabia en el rostro de la muchacha del traje albaricoque le producía tanto placer.
—¡Yo seré quien guarde y defienda! —Fabio alzó la cabeza y miró retador al escudero—. ¡Y también voy con ella!
—Señores. —Ciri se hinchó y levantó la nariz—. Más dignidad. No os empujéis. Habrá para todos.
El anillo de los espectadores se agitaba y murmuraba cuando se acercó con osadía a la jaula, casi sintiendo el aliento de ambos muchachos en el cuello. La viverna silbó con rabia y se removió, un olor a reptil les golpeó en las ventanas de la nariz. Fabio jadeaba ruidosamente, pero Ciri no retrocedió. Se acercó aún más y estiró la mano, casi tocando la jaula. El monstruo se movió en la jaula, la enseñó los dientes. La multitud de nuevo se agitó, alguien gritó.
—Bien, ¿y qué? —Ciri se dio la vuelta, poniéndose orgullosamente en jarras—. ¿Me he muerto? ¿Me ha envenenado ese monstruo ponzoñoso? Él es tan basilisco como yo soy…
Se detuvo al ver la repentina palidez que cubrió los rostros de Fabio y del escudero. Se dio la vuelta con rapidez y vio cómo dos barrotes de la jaula cedían bajo el ímpetu del lagarto rabioso, arrancando del marco los clavos oxidados.
—¡Huid! —gritó a todo pulmón—. ¡La jaula ha estallado!
Los espectadores se dirigieron gritando hacia la salida. Algunos intentaron cruzar a través de la lona, pero sólo se enredaron en ella a sí mismos y a otros, y cayeron formando un ruidoso tumulto. El escudero agarró a Ciri por los hombros justo en el momento en que ella intentaba saltar, con el resultado de que ambos tropezaron, se golpearon y cayeron, tumbando también a Fabio. El perrillo velludo de la vendedora comenzó a ladrar, el picado a escupir asquerosas blasfemias y la completamente desorientada dama del vestido de color albaricoque comenzó a lanzar penetrantes gritos.
Los barrotes de la jaula se rompieron con un chasquido, la viverna salió al exterior. El picado saltó de la tribuna e intentó detenerla con el palo, pero el monstruo le derribó con un golpe de sus garras, se encogió y lo aplastó con su cola llena de espinas. La picada faz del hombre se transformó en una pulpa sangrienta. Silbando y estirando las alas tullidas, la viverna bajó revoloteando de la tribuna y se arrojó sobre Ciri, Fabio y el escudero mientras intentaban levantarse del suelo. La doncella del vestido de color albaricoque se desmayó y cayó a lo largo, de espaldas. Ciri se tensó para saltar, pero comprendió que no iba a darle tiempo.
Les salvó el perrillo peludo que se escapó de los brazos de la vendedora, que se había caído y estaba enredada en los pliegues de su propia falda. Ladrando agudamente, el perrucho se lanzó contra el monstruo. La viverna silbó, se alzó, agarró al chucho con las garras, se estiró en un movimiento reptilesco increíblemente rápido y le clavó los dientes en el cuello. El perrillo aulló salvajemente.
El escudero se puso de rodillas y se echó mano al costado, pero no encontró ya la espada porque Ciri había sido más rápida. Con un movimiento relampagueante sacó la espada de la vaina, y saltó en una media pirueta. La viverna se levantó, la cabeza arrancada del perrillo colgaba de su mandíbula llena de dientes.
A Ciri le pareció que todos los movimientos estudiados en Kaer Morhen se ejecutaban solos, casi sin su voluntad o participación. Golpeó a la sorprendida viverna en la barriga y de inmediato giró esquivando, pero el lagarto que se estaba echando sobre ella cayó en la arena, dejando escapar regueros de sangre. Ciri saltó hacia él, evitando hábilmente la cola silbante, y con seguridad, precisión y fuerza rajó el cuello al monstruo, saltó, realizó maquinalmente un quiebro ya innecesario y de inmediato golpeó otra vez, ahora cortando la espina dorsal. La viverna se retorció y quedó inmóvil, sólo la cola serpentina seguía retorciéndose y golpeando, regando de arena todo a su alrededor.
Ciri embutió rápidamente la ensangrentada espada en la mano del escudero.
—¡Ya ha pasado el peligro! —gritó a la muchedumbre que corría y a los espectadores que todavía estaban enredados en la lona—. ¡El monstruo está muerto! Este valiente caballero lo acuchilló hasta la muerte…
De pronto sintió una presión en la garganta y un torbellino en el estómago, sus ojos se oscurecieron. Algo le golpeó con una fuerza terrible en su espalda, tanto que hasta los dientes le chasquearon. Mirar a su alrededor fue un error. Lo que le había golpeado había sido la tierra.
—Ciri… —susurró Fabio, arrodillándose hacia ella—. ¿Qué te pasa? Por los dioses, está pálida como un cadáver…
—Una pena —murmuró— que no te veas a ti mismo.
La gente se arremolinó a su alrededor. Algunos golpeaban al cuerpo de la viverna con palos y hurgones, otros se ocupaban del picado y el resto vitoreaba al heroico escudero, al valiente matador de dragones, al único que conservó la sangre fría y evitó la masacre. El escudero abrazaba a la doncella albaricocada, mientras miraba todavía un poco perplejo la hoja de su espada que estaba cubierta de rastros de sangre que empezaban a secarse.
—Mí héroe… —La doncella albaricocada se despertó y le echó los brazos al cuello—. ¡Mi salvador! ¡Mi amado!
—Fabio —dijo Ciri con voz débil al ver que los guardias municipales aparecían apartando a la gente a empujones—. Ayúdame a levantarme y sácame de aquí. Deprisa.
—Pobres niños… —Una burguesa gorda con un sombrero les miró mientras desaparecían a hurtadillas por entre la multitud—. Ay, tuvisteis suerte. Ay, si no hubiera sido por el osado caballero, ¡hasta los ojos hubieran llorado vuestras madres!
—¡Inquirir quién sea a quien escuderea el mozo! —gritó un artesano con un delantal de cuero—. ¡Por sus hechos merece tanto el espaldarazo que la espuela!
—¡Y el fierero a la picota! ¡Darle de palos, darle! Traer un monstruo así al burgo, entre las gentes…
—¡Agua, rápido! ¡La doncella se ha desmayado de nuevo!
—¡Mi pobre Mosquita! —gritó de pronto la vendedora, que estaba arrodillada junto a lo que había quedado del perrillo peludo—. ¡La mi perrilla infortunada! ¡Vecinooos! ¡Atrapar a la moza, a esa picara que incitó al dragón! ¿Dónde está? ¡No el fierero, sino ella es la culpable de todo!
Los guardias municipales, ayudados por numerosos voluntarios, comenzaron a abrirse paso entre la muchedumbre y a buscar. Ciri venció su deseo de volver la cabeza.
—Fabio —susurró—. Separémonos. Nos encontraremos dentro de unos minutos en aquella calleja por la que pasamos. Vete. Y si alguien te detuviera y te preguntara por mí, di que no me conoces y que no sabes quién soy.
—Pero… Ciri…
—¡Vete!
Apretó en el puño el amuleto de Yennefer y murmuró el hechizo activador. El encantamiento funcionó al momento. Justo a tiempo. Los guardias, que ya se iban abriendo paso en su dirección, se detuvieron desorientados.
—¿Qué cojones? —se asombró uno de ellos que, le había parecido, estaba mirando directamente a Ciri—. ¿Dónde está? Pos si la había visto ahora mismo…
—¡Allá, allá! —gritó otro, señalando en dirección contraria.
Ciri se dio la vuelta y se fue, todavía ligeramente turbada y debilitada por la subida de la adrenalina y la activación del amuleto. El amuleto actuaba tal y como tenía que hacerlo: absolutamente nadie la veía ni le prestaba atención. Absolutamente nadie. Como resultado, antes de que consiguiera salir de la multitud, fue golpeada, pisoteada y pateada innumerables veces. Evitó de milagro ser aplastada por una caja lanzada desde un carro. Por poco no le golpearon en un ojo con un bierno. Los hechizos, como se veía, tenían su parte buena y mala y tantas ventajas como inconvenientes.
La acción del amuleto no duró mucho. Ciri no tenía suficiente fuerza como para controlar y alargar la duración del encantamiento. Por suerte, el hechizo dejó de actuar en el momento apropiado, cuando escapó de la multitud y vio a Fabio que la esperaba en la calleja.
—Ay —dijo el muchacho—. Ay, Ciri. Aquí estás. Estaba intranquilo…
—No había por qué. Vamos, deprisa. Ya es más de mediodía, tengo que volver.
—No te las has arreglado mal con el monstruo. —El muchacho la miró con admiración—. ¡Pero qué deprisa te lo cargaste! ¿Dónde aprendiste eso?
—¿El qué? El escudero mató a la viverna.
—No es cierto. Vi…
—¡No has visto nada! Por favor, Fabio, ni una palabra a nadie. A nadie. En especial a doña Yennefer. Ay, si se enterara me iba a dar…
Se calló.
—Aquéllos —señaló hacia detrás, hacia la plaza— tenían razón. Yo fui quien puso rabiosa a la viverna… Fue mi culpa…
—No fue culpa tuya —negó Fabio con convencimiento—. La jaula estaba podrida y hecha polvo. Podía haber estallado en cualquier momento, dentro de una hora, mañana, pasado mañana… Mejor que haya sido ahora porque tú salvaste…
—¡El escudero fue quien lo hizo! —gritó Ciri—. ¡El escudero! ¡Métete esto en la cabeza por fin! Como me traiciones te transformaré en… ¡en algo horrible! ¡Yo sé hacer encantamientos! ¡Te convertiré en…!
—Hey, hey —les alcanzó una voz a su espalda—. ¡Basta ya!
Una de las mujeres que iba detrás de ellos tenía los cabellos oscuros y finamente peinados, unos ojos brillantes y unos labios delgados. Llevaba una corta capa sobre los hombros de terciopelo violeta, forrada de piel de lirón.
—¿Por qué no estás en la escuela, adepta? —preguntó con una voz fría y sonora, midiendo a Ciri con una mirada penetrante.
—Espera, Tissaia —dijo la otra mujer, joven, alta, rubia, que llevaba un vestido verde con un gran escote—. Yo no la conozco. Creo que no es…
—Lo es —le interrumpió la morena—. Estoy segura de que es una de tus muchachas, Rita. No conoces a todas, claro. Ésta es una de las que se escaparon de Loxia durante la confusión de la mudanza. Y ahora mismo nos lo va a reconocer. Venga, adepta, estoy esperando.
—¿Qué? —Ciri frunció el ceño.
La mujer apretó sus finos labios, se colocó los gemelos de sus guantes.
—¿A quién le has robado el amuleto de camuflaje? ¿O te lo dio alguien?
—¿Qué?
—No pongas a prueba mi paciencia, adepta. Tu nombre, clase, nombre de tu preceptora. ¡Deprisa!
—¿Que?
—¿Te haces la tonta, adepta? ¡Nombre! ¿Cómo te llamas?
Ciri apretó los dientes y sus ojos ardieron con un fuego verde.
—Anna Ingeborga Klopstock —refunfuñó con descaro.
La mujer alzó la mano y Ciri inmediatamente comprendió lo grave de su error. Yennefer, sólo una vez, cansada de que le diera la lata largo tiempo, le había mostrado cómo funciona un hechizo paralizador. La impresión había sido excepcionalmente desagradable. Ahora también lo fue.
Fabio gritó sordamente y se lanzó en su dirección, pero la otra mujer, la de cabellos claros, lo agarró por el cuello de la camisa y le hizo quedarse en el sitio. El muchacho se revolvió, pero los brazos de la mujer eran como de hierro. Ciri no podía ni siquiera temblar. Tenía la sensación de que se hundía poco a poco de la tierra. La rubia se inclinó y clavó en ella sus ojos brillantes.
—No soy partidaria de los castigos corporales —dijo con voz gélida, arreglando de nuevo los gemelos de sus guantes—, pero intentaré que te den una ración de latigazos, adepta. No por tu desobediencia, ni por robar el amuleto ni por vagabundear. No porque lleves una ropa que no está permitida, ni porque vayas con un chico y le cuentes cosas de las que te está prohibido hablar. Te darán de latigazos porque no has sido capaz de reconocer a tu gran maestra.
—¡No! —gritó Fabio—. ¡No le hagas daño, noble señora! Yo soy escribano en el banco de don Molnar Giancardi, y esta señorita es…
—¡Cierra el pico! —gritó Ciri—. ¡Cierr…!
El hechizo amordazador llegó rápida y brutalmente. Sintió sangre en los labios.
—¿Y? —le incitó a Fabio la rubia, soltándolo y arreglando con un movimiento cariñoso el arrugado cuello de la camisa del muchacho—. Habla, ¿quién es esta orgullosa señorita?
Margarita Laux-Antille salió de la piscina con un chapoteo, chorreando agua. Ciri no pudo contener una mirada. Había visto desnuda a Yennefer más de una vez y no creía que se pudiera tener mejor figura que ella.
Se equivocaba.
Ante la vista de la desnuda Margarita Laux-Antille se hubieran ruborizado de envidia incluso las estatuas de mármol de dioses y ninfas.
La hechicera tomó una jofaina con agua fría y se la derramó sobre el busto, al tiempo que maldecía impúdicamente y se sacudía.
—Eh, muchacha —se dirigió a Ciri—. Sé buena y dame la toalla. Venga, deja por fin de mirarme de reojo.
Ciri bufó por lo bajo, todavía estaba enfadada. Cuando Fabio contó quién era, las hechiceras la condujeron a la fuerza por media ciudad, exponiéndola a la burla de todos. En el banco de Giancardi el asunto, por supuesto, se aclaró de inmediato. Las hechiceras pidieron perdón a Yennefer, y explicaron su comportamiento. Pasaba que las adeptas de Aretusa habían sido trasladadas temporalmente a Loxia, porque los cuartos de la escuela habían sido transformados en viviendas para los participantes e invitados al congreso de los hechiceros. Aprovechándose del barullo durante la mudanza, algunas adeptas habían escapado de Thanedd y habían ido a vagabundear por la ciudad. Margarita Laux-Antille y Tissaia de Vries, alarmadas por la activación del amuleto de Ciri, la habían tomado por una de las vagabundas.
Las hechiceras pidieron perdón a Yennefer, pero ninguna pensó siquiera en pedirle perdón a Ciri. Yennefer, al escuchar las disculpas, la miraba a ella y Ciri sentía cómo le ardían las orejas. Y lo peor fue para el pobre Fabio: Molnar Giancardi le gritó de tal modo que el muchacho tenía lágrimas en los ojos. A Ciri le dio pena, pero también estuvo orgullosa de él. Fabio mantuvo su palabra y no dijo ni palabra acerca de la viverna.
Yennefer, como se vio, conocía perfectamente a Tissaia y Margarita. Las hechiceras la invitaron a La Garza de Oro, la posada mejor y más cara de Gors Velen, donde Tissaia se había alojado al llegar, evitando, por motivos sólo de ella conocidos, acercarse a la isla. Margarita Laux-Antille, que, por lo que se vio, era la rectora de Aretusa, aceptó la invitación de la hechicera más mayor y por un tiempo compartía habitación con ella.
La posada era de verdad de lujo. Tenía en el sótano unos baños propios, los cuales Margarita y Tissaia habían alquilado para su uso exclusivo, pagando por ello una cantidad inimaginable. A Yennefer y Ciri, por supuesto, se les animó a usar de los baños y como resultado todas se habían remojado alternativamente en la piscina y sudaban desde hacía algunas horas en la sauna, charlando además sin pausa.
Ciri dio la toalla a la hechicera. Margarita le acarició con delicadeza en la mejilla. Ciri resopló de nuevo y se tiró dando un chapuzón a la piscina, al agua que olía a romero.
—Nada como una foquita —sonrió Margarita mientras se tumbaba junto a Yennefer en una tumbona de madera—. Y está tan bien formada como una ninfa. ¿Me la das, Yenna?
—Por eso la traje aquí.
—¿En qué clase tengo que ponerla? ¿Conoce los principios básicos?
—Sí. Pero mejor que comience como todas, por preescolar. No le perjudicará.
—Bien pensado —dijo Tissaia de Vries, que estaba ocupada ordenando unas copas que estaban sobre la mesa de mármol cubierta por una capa de gotas de vapor—. Bien pensado, Yennefer. A la muchacha le será más fácil si comienza junto con las novicias.
Ciri salió de la piscina, se sentó en la orilla del entibado, retorciéndose los cabellos y chapoteando con los pies en el agua. Yennefer y Margarita charloteaban perezosamente, limpiándose la cara cada cierto tiempo con unas toallitas mojadas con agua fría. Tissaia, envuelta con vergüenza en una sábana, no se sumó a la conversación, dando la sensación de estar totalmente absorta en poner orden en la mesita.
—¡Pido perdón humildemente a las nobles damas! —gritó de pronto desde arriba el invisible propietario de la posada—. Disculpad por atreverme a molestar, pero… ¡un oficial desea ver con urgencia a la señora de Vries! ¡Dice que el asunto no admite dilación!
Margarita Laux-Antille rio y guiñó un ojo a Yennefer, después de lo cual ambas, como a una orden, se retiraron las toallas del busto y adoptaron una posición rebuscada y harto retadora.
—¡Que entre el oficial! —gritó Margarita, conteniendo la risa—. ¡Adelante! ¡Estamos listas!
—Como niñas —suspiró Tissaia de Vries, agitando la cabeza—. Cúbrete, Ciri.
El oficial entró, pero la broma de las hechiceras se fue completamente al garete. El oficial no se turbó ante su vista, no se ruborizó, no abrió la boca, no desencajó los ojos. Porque el oficial era una mujer. Una mujer alta, esbelta, con gruesas trenzas morenas y espada al costado.
—Señora —dijo seca la mujer, haciendo una ligera reverencia en dirección a Tissaia de Vries, lo que produjo un tintineo de la cota de malla—. Os anuncio que vuestras órdenes han sido ejecutadas. Pido permiso para regresar al cuartel.
—Concedido —respondió Tissaia—. Gracias por la escolta y la ayuda. Buen viaje.
Yennefer se sentó en la tumbona, miró la escarapela del hombro de la guerrera, que tenía los colores negro, amarillo y rojo.
—¿Acaso te conozco?
La guerrera se inclinó rígida, se limpió el rostro sudoroso. En los baños hacía calor y ella llevaba cota de malla y caftán de cuero.
—He estado a menudo en Vengerberg —dijo—. Doña Yennefer. Me llamo Rayla.
—A juzgar por tu escarapela, sirves en los destacamentos especiales del rey Demawend.
—Sí, señora.
—¿Con qué rango?
—De capitana.
—Muy bien —sonrió Margarita Laux-Antille—. En el ejército de Demawend, como constato con satisfacción, han comenzado por fin a dar patente de oficial a soldados que tienen huevos.
—¿Puedo retirarme? —La guerrera se enderezó, apoyando la mano sobre la empuñadura de la espada.
—Puedes.
—He notado la enemistad en tu voz, Yenna —dijo Margarita al cabo—. ¿Qué es lo que tienes contra doña capitana?
Yennefer se levantó, tomó dos copas de la mesa.
—¿No has visto los postes que están junto a los caminos? —preguntó—. Tendrías que haberlos visto, tendrías que haber olido el hedor de los cadáveres que se pudren. Esos postes son idea suya y su obra. De ella y de sus subordinados de los destacamentos especiales. ¡Banda de sádicos!
—Esto es la guerra, Yennefer. Esa Rayla ha tenido que ver en más de una ocasión a sus compañeros de armas que han caído vivos en manos de los Ardillas. Colgados por las manos en los árboles como diana para las flechas. Cegados, castrados, con los pies quemados en hogueras. La crueldad que ejercen los Scoia’tael no avergonzaría a la propia Falka.
—Los métodos de los destacamentos especiales también recuerdan vivamente a los métodos de Falka. Pero no se trata de esto, Rita. Yo no me apiado de la suerte de los elfos, sé lo que es la guerra. Sé también cómo se gana una guerra. Se gana con soldados que con convencimiento y sacrificio defienden el país, defienden su casa. Y no con tales como esa Rayla, con mercenarios que luchan por dinero, que ni saben ni quieren sacrificarse por nadie. Ellos ni siquiera saben lo que es el sacrificio. Y si lo saben, lo desprecian.
—A la porra ella, su sacrificio y su desprecio. ¿Qué nos importa a nosotras? Ciri, ponte algo por encima y sube arriba a por otra garrafa. Hoy tengo ganas de emborracharme.
Tissaia de Vries suspiró, meneó la cabeza. Esto no escapó a la atención de Margarita.
—Por suerte —rio—, no estamos ya en la escuela, querida maestra. Somos libres de hacer lo que queremos.
—¿Incluso en presencia de una futura adepta? —preguntó venenosamente Tissaia—. Cuando yo fui rectora de Aretusa…
—Lo recordamos, lo recordamos —la cortó Yennefer con una sonrisa—. Aunque quisiéramos, no lo olvidamos. Ve a por la garrafa, Ciri.
Arriba, mientras esperaba la garrafa, Ciri fue testigo de la salida de la guerrera y de su unidad, compuesta de cuatro soldados. Con curiosidad y admiración contempló sus apariencias, semblantes, vestimentas y armas. Rayla, la capitana de las negras trenzas, estaba discutiendo justo en aquel momento con el propietario de la posada.
—¡No voy a esperar al amanecer! ¡Y me importa una mierda que la puerta esté cerrada! ¡Quiero salir inmediatamente de la ciudad! ¡Sé que la posada tiene una poterna propia! ¡Te ordeno que la abras!
—Las leyes…
—¡Una mierda me importan a mí las leyes! ¡Ejecuto las órdenes de la gran maestra de Vries!
—Está bien, capitán, no gritéis. Os abriré…
La mencionada poterna, como se vio, era una salida estrecha y sólidamente asegurada que conducía directamente al otro lado de las murallas de la ciudad. Antes de que Ciri tomara la garrafa de manos de la criada vio cómo se abría la poterna y Rayla y su unidad salían al exterior, a la noche.
Se quedó pensativa.
—Bueno, por fin —se alegró Margarita, no se sabía si al ver a Ciri o a la garrafa que ésta transportaba. Ciri puso la garrafa en la mesa, por lo visto mal, porque inmediatamente Tissaia de Vries la colocó. Al servir, Yennefer destrozó toda la composición y de nuevo Tissaia tuvo que colocarla. Ciri se imaginó con horror a Tissaia en el papel de profesora.
Yennefer y Margarita reanudaron su conversación sin olvidarse de la garrafa. Ciri se dio cuenta de que pronto iba a tener que ir a por otra. Se sumió en sus pensamientos mientras escuchaba la conversación de las hechiceras.
—No, Yenna. —Margarita agitaba la cabeza—. No estás a la última, por lo que veo. He cortado con Lars. Se acabó. Elaine deireádh, como dicen los elfos.
—¿Y por eso tienes ganas de emborracharte?
—Entre otras cosas —confirmó Margarita Laux-Antille—. Estoy triste, no lo oculto. Al fin y al cabo hemos estado juntos cuatro años. Pero tuve que cortar con él. De un palo no se hace un barco…
—Sobre todo —bufó Tissaia de Vries con la vista clavada en el dorado vino que se balanceaba en la copa— teniendo en cuenta que Lars está casado.
—Precisamente considero que esto —la hechicera se encogió de hombros— carece de importancia. Todos los hombres atractivos de la edad que me interesa están casados, no se puede hacer nada. Lars me amaba y a mí por algún tiempo también me pareció que lo amaba… Ah, para qué hablar más. Quería demasiado de mí. Amenazaba mi libertad y a mí me dan arcadas sólo con pensar en la monogamia. Al fin y al cabo, te tengo a ti como ejemplo, Yenna. ¿Recuerdas aquella conversación en Vengerberg? ¿Cuando decidiste romper con tu brujo? Te aconsejé por entonces que te lo pensaras, te dije que el amor no se encuentra tirado en la calle. Pero tú eras la que tenías razón. Al amor lo que es del amor, y a la vida lo que es de la vida. El amor pasa…
—No la escuches, Yennefer —dijo Tissaia con voz gélida—. Está amargada y llena de tristeza. ¿Sabes por qué no va al banquete de Aretusa? Porque se avergüenza de mostrarse allí sola, sin el hombre con el que la asociaban desde hacía cuatro años. El que le envidiaban. El que perdió porque no supo valorar su amor.
—¿No será mejor hablar de otras cosas? —propuso Yennefer, aparentemente despreocupada pero con la voz un tanto cambiada—. Ciri, sírvenos. Joder, cuidado que es pequeña esta garrafa. Anda, sé buena y tráenos otra.
—Trae dos —sonrió Margarita—. Como recompensa también te daremos un traguito y te sentarás con nostras, no vas a tener que poner las orejas de lejos. Tu educación comenzará aquí, ahora, antes de que llegues a mí, a Aretusa.
—¡Educación! —Tissaia alzó los ojos al cielo—. ¡Dioses!
—Calla, querida maestra. —Margarita se dio una manotada en el muslo húmedo, afectando furia—. ¡Ahora yo soy la rectora de la escuela! ¡No conseguiste tirarme en los exámenes finales!
—Pues qué pena.
—Fíjate, que también para mí. Ahora tendría una consulta privada, como Yenna, y no tendría que cansarme con las adeptas, no tendría que limpiarles los mocos a las lloronas, ni pelearme con las orgullosas. Ciri, escúchame y aprende. Una hechicera siempre actúa. Mal o bien, eso ya se verá después. Pero hay que actuar, agarrar valientemente la vida por los cuernos. Créeme, pequeña, lo único que se lamenta es el haber sido inactivo, indeciso, vacilante. Aunque a veces la acción y la decisión producen pena y tristeza, una no se arrepiente de ellas nunca. Mira a esta dama tan seria que está allí sentada, que gesticula y ordena con pedantería todo lo que tiene a mano. Ésa es Tissaia de Vries, gran maestra, quien educara a decenas de hechiceras. Enseñándoles que hay que actuar. Que la indecisión…
—Déjalo, Rita.
—Tissaia tiene razón —dijo Yennefer, mirando a un rincón de los baños—. Déjalo. Sé que estás triste a causa de Lars, pero no conviertas esto en una lección para la vida. La muchacha todavía tendrá tiempo para este tipo de lecciones. Y no las aprenderá en la escuela. Ciri, ve a por la garrafa.
Ciri se levantó. Ya estaba completamente vestida.
Y totalmente decidida.
—¿Qué? —gritó Yennefer—. ¿Qué dices? ¿Cómo que se ha ido?
—Ordenó… —murmuró el tabernero, empalideciendo y apretando la espalda contra la pared—. Ordenó preparar un caballo…
—¿Y tú la escuchaste? ¿En lugar de preguntarnos a nosotras?
—¡Señora! ¿Cómo iba a saberlo? Estaba seguro de que se iba siguiendo órdenes vuestras… Ni me cupo en la cabeza que…
—¡Maldito idiota!
—Tranquila, Yennefer. —Tissaia se puso la mano en la frente—. No te dejes llevar por las emociones. Es de noche. No la dejarán salir por la puerta.
—Pidió —susurró el posadero— que le abrieran la poterna…
—¿Y se la abrieron?
—A causa del congreso éste, señora —el posadero bajó los ojos—, la villa está llena de hechiceros… La gente tiene miedo, nadie se atreve a cruzárseles en el camino… ¿Cómo iba a negarme? Hablaba exactamente igual que vos, señora, la mismita, mismita voz… Y miraba del mismo modo… Nadie se atrevió siquiera a mirarla a los ojos, no digamos ya a hacer preguntas… Era igual que vos… Lo mismito, mismito… Ordenó que le trajeran pluma y encausto… y escribió una carta.
—¡Dame!
Tissaia de Vries fue más rápida.
—¡Doña Yennefer! —leyó en voz alta.
Perdóname. Voy a Hirundum porque quiero ver a Geralt. Quiero verlo antes de ir a la escuela. Perdona mi desobediencia, pero tengo que hacerlo. Sé que me castigarás, pero no quiero arrepentirme de la inactividad ni de la indecisión. Si tengo que arrepentirme, que sea por la acción y la decisión. Soy una hechicera. Agarro la vida por los cuernos. Volveré en cuanto pueda.
Ciri
—¿Eso es todo?
—Todavía hay un post scriptum:
Dile a doña Rita que en la escuela no va a tener que limpiarme los mocos.
Margarita Laux-Antille agitó la cabeza con incredulidad. Y Yennefer blasfemó. El ventero se ruborizó y abrió la boca. Había escuchado ya muchas blasfemias, pero aquélla todavía no.
El viento soplaba de la tierra al mar. Olas de nubes avanzaron hacia la luna que colgaba sobre el bosque. El camino a Hirundum se sumergió en la oscuridad. El galope era demasiado peligroso. Ciri redujo la marcha y se puso al trote. Ni siquiera pensó en ir al paso. Tenía prisa.
Se escuchaba a lo lejos el retumbar de la tormenta que se acercaba, el horizonte se aclaraba cada cierto tiempo con la luz de los rayos, que hacían perfilarse en las tinieblas los dientes de la sierra formada por las copas de los árboles.
Detuvo al caballo. Estaba en una encrucijada, el camino se bifurcaba en dos, ambos parecían idénticos.
¿Por qué Fabio no había dicho nada de una encrucijada? Ah, qué más da, si yo nunca me equivoco de camino, si yo siempre sé por dónde hay que ir…
Entonces, ¿por qué ahora no sé qué camino tengo que tomar?
Una enorme forma pasó sin un ruido por encima de su cabeza. Ciri sintió cómo el corazón se le iba hasta el esófago. El caballo relinchó, coceó y se lanzó al galope, eligiendo la bifurcación de la derecha. Lo sujetó tras un instante.
—Sólo es un buho normal y corriente —susurró, intentando tranquilizarse a sí misma y al caballo—. Un pájaro normal y corriente… No hay por qué tenerle miedo…
El viento se intensificó, oscuras nubes cubrieron la luna por completo. Pero por delante de ella, en la perspectiva del camino, en la senda que se retorcía por entre el bosque, había claridad. Cabalgó más deprisa, la arena saltaba de bajo los cascos del caballo.
Al poco hubo de detenerse. Ante ella había un acantilado y el mar desde el que surgía el familiar cono negro de la isla. Desde donde estaba no podía ver las luces de Garstang, Loxia ni Aretusa. Sólo veía la esbelta, solitaria y ornamentada torre de Thanedd.
Tor Lara.
Estalló un trueno y, un momento después la cinta cegadora de un relámpago unió el cielo cubierto de nubes con la punta de la torre. Tor Lara la miró con los ojos rojos de sus ventanas, parecía como si en el interior de la torre hubiera habido fuego durante un segundo.
Tor Lara… La Torre de la Gaviota… ¿Por qué este nombre me provoca tanto miedo?
El viento golpeaba los árboles, gemían las ramas, Ciri entrecerró los ojos, el polvo y las hojas la golpearon en las mejillas. Hizo dar la vuelta al caballo, que estaba bufando y retorciéndose. Ciri había recuperado la orientación. La isla de Thanedd señalaba hacia al norte, ella tenía que ir en dirección al oeste. El camino de arena yacía entre la penumbra como una clara línea blanca. Pasó al galope.
De nuevo retumbó. Súbitamente, a la luz de los rayos contempló unos jinetes. Unas siluetas oscuras, difusas, en movimiento, a ambos lados del camino. Escuchó un grito.
—¡Gar’ean!
Sin pensarlo espoleó al caballo, tiró de las riendas, dio la vuelta y pasó al galope. Detrás de ella, gritos, silbidos, relinchos, el ruido de los cascos.
—¡Gar’ean! ¡Dh’oine!
Galope, ruido de cascos, el ímpetu del viento. Una oscuridad en la que relucen los troncos blancos de los abedules del camino. Estruendo. Un rayo, a su luz dos caballos intentan cortarle el camino. Uno saca una mano, quiere agarrar las bridas. Tiene clavado en el sombrero el rabo de una ardilla. Ciri golpea al caballo con los talones, se pega al cuello del caballo, el ímpetu la echa a un lado. Detrás de ella, gritos, silbidos, estampido del trueno. Un relámpago.
—¡Sparle, Yaevinn!
¡Al galope, al galope! ¡Más deprisa, caballo! Trueno. Relámpago. Una desviación. ¡A la izquierda! ¡Yo no me equivoco nunca! Otra desviación. ¡A la derecha! ¡Al galope, caballo! ¡Deprisa, deprisa!
El camino lleva hacia arriba, arena bajo los cascos, el caballo, aunque espoleado, reduce el paso…
En la cumbre de la elevación Ciri miró a su alrededor. Otro relámpago iluminó el camino. Completamente vacío. Aguzó el oído, pero no escuchó más que el viento, las hojas crujiendo al viento. Retumbó.
Aquí no hay nadie. Los Ardillas… Sólo son recuerdos de Kaedwen. La Rosa de Shaerrawedd… Sólo me lo pareció. Aquí no hay ni un alma, nadie me persigue…
La golpeó el viento. El viento sopla de tierra adentro, pensó, y lo siento en la mejilla derecha…
Me equivoqué.
Un relámpago, a su luz brilla la superficie del mar, como fondo el cono oscuro de la isla de Thanedd. Y Tor Lara. La Torre de la Gaviota. Una torre que atrae como un imán… Pero yo no quiero ir a esa torre. Yo voy a Hirundum. Porque tengo que ver a Geralt.
De nuevo relampagueó.
Entre ella y el acantilado había un caballo negro. Y sobre él había un caballero con el yelmo adornado con las alas de un ave de presa. De pronto las alas se agitan, el pájaro alza el vuelo…
¡Cintra!
Un miedo que paraliza. Las manos aferran dolorosamente las bridas. Relámpago. El caballero negro hace levantarse al caballo. En lugar de rostro lleva una máscara monstruosa. Las alas se agitan…
El caballo pasó al galope sin solución de continuidad. Oscuridad, salpicada de relámpagos. Se acaba el bosque, bajo los cascos hay un chapoteo, los chasquidos de un pantano. La sigue el sonido de las alas de un ave de presa. Cada vez más cerca… Más cerca…
Un galope rabioso, los ojos lloran por la velocidad. Los relámpagos atraviesan el cielo, a su luz Ciri ve alisos y sauces a ambos lados del camino. Pero no son árboles. Son los sirvientes del Rey Aliso. Los sirvientes del caballero negro, que galopa hacia ella, las alas del ave de presa se agitan sobre su casco. Deformes monstruos a ambos lados del camino extienden sus manos tuberculosas hacia ella, se ríen salvajemente, abriendo las negras fauces de sus huecos. Ciri se echa sobre el cuello del caballo. Las ramas silban, azotan, se enganchan en la ropa. Los troncos deformes se agitan, los agujeros se abren y cierran, se cubren de una sonrisa burlona…
¡La Leoncilla de Cintra! ¡Niña de la Antigua Sangre!
El caballero negro está aquí, junto a ella, Ciri siente en el cuello cómo su mano intenta agarrarla por los cabellos. El caballo, azuzado a gritos, avanza hacia delante, supera con un rápido salto una barrera invisible, rompe las ramas con un crujido, se golpea…
Ciri tiró de las riendas, inclinándose sobre la silla, hizo volverse al jadeante caballo. Gritó salvaje, rabiosamente. Extrajo la espada de la vaina, la balanceó sobre la cabeza. ¡Esto no es Cintra! ¡Ya no soy una niña! ¡Ya no estoy desarmada! No te permitiré…
—¡No te permitiré! ¡Ya no me tocarás! ¡No me tocarás nunca más!
El caballo aterrizó en el agua con un chapoteo y un chasquido. Le llegaba hasta la tripa. Ciri se inclinó, gritó, golpeó al semental con los talones, volvió de nuevo al dique. Un estanque, pensó. Fabio dijo algo de estanques con peces. Esto es Hirundum. Acerté. Nunca me equivoco…
Un relámpago. Detrás de ella un dique, más allá la negra pared del bosque, penetrando en el cielo como una sierra. Y nadie. Sólo el gañido del viento cortaba el silencio. En algún lugar del pantano graznaba un pato asustado.
Nadie. Sobre el dique no hay nadie. Nadie me persigue. Era una alucinación, una pesadilla. Recuerdos de Cintra. Sólo me lo pareció.
A lo lejos, una lucecita. Una farola. O una lumbre. Es una granja. Hirundum. Ya está cerca. Sólo un esfuerzo más…
Un relámpago. Uno, dos, tres. Sin trueno. El viento muere de pronto. El caballo relincha, menea la testa y se pone a dos patas.
En el cielo negro aparece una cinta lechosa, que se aclara con rapidez, retorciéndose como una serpiente. El viento golpea de nuevo en las copas, arranca del dique tolvaneras de hojas y de hierbas secas.
A lo lejos, la lucecita desaparece. Se hunde y se deshace en la riada de millones de fueguecitos celestes que de pronto brillan y cubren todo el pantano. El caballo resopla, relincha, camina loco por el dique. Sólo con un gran esfuerzo consigue Ciri mantenerse en la silla.
En la cinta que recorre el cielo aparece la confusa silueta de unos jinetes de pesadilla. Están cada vez más cerca, se los ve cada vez mejor. Sus yelmos están erizados de cuernos de búfalo y de penachos deshilachados, bajo los yelmos se vislumbra el blanco de las máscaras de los cadáveres. Los jinetes cabalgan sobre los esqueletos de unos caballos cubiertos con desastradas mantas. La rabia del viento aúlla entre los alisos, la espada de los relámpagos corta incansable el negro cielo. El viento aúlla cada vez más fuerte. No, no es el viento. Es un cántico fantasmagórico.
La pesadillesca cabalgata gira, se dirige directamente hacia ella. Los cascos de los fantasmales caballos atraviesan las luces de los fuegos fatuos que montan sobre el pantano. A la cabeza de la cabalgata galopa el Rey Perseguidor. Un oxidado yelmo se columpia sobre el rostro cadavérico, atravesado por los agujeros de las órbitas en los que arde un fuego lívido. Se agita la desgarrada capa. Sobre una coraza cubierta de herrumbre matraquea un collar, vacío como una vaina de judías. Hubo un momento en que tenía ricas piedras preciosas. Pero fueron cayendo durante las salvajes carreras por el cielo. Y se convirtieron en estrellas…
¡No es cierto! ¡No existe! ¡Es una pesadilla, una alucinación, un delirio! ¡Sólo me lo parece!
El Rey Perseguidor espolea al esqueleto que es su montura, rompe en una loca y espantosa risa.
¡Niña de la Antigua Sangre! ¡Nos perteneces! ¡Eres nuestra! ¡Únete a nuestro séquito, únete a nuestra Persecución! ¡Vamos a correr, a correr hasta el final, hasta la eternidad, hasta el límite de la existencia! ¡Eres nuestra, hija del Caos con ojos de estrella! ¡Únete, conoce la alegría de la Persecución! ¡Eres nuestra, eres una de nosotros! ¡Tu lugar está entre nosotros!
—¡No! —gritó—. ¡Idos! ¡Sois cadáveres!
El Rey Perseguidor se ríe, golpetean los podridos dientes sobre el herrumbroso cuello de la armadura. Arden lívidas las cuencas de los ojos de la máscara cadavérica.
Sí, nosotros somos cadáveres. Pero tú eres la muerte.
Ciri se aferró al cuello del caballo. No tenía que azuzarlo. Sintiendo detrás de sí a los espectrales perseguidores, el caballo corría por el dique en un galope vertiginoso.
Bernie Hofmeier, mediano, granjero de Hirundum, levantó su peluda cabeza y escuchó el lejano sonido del trueno.
—Una cosa peligrosa —dijo— esta tormenta sin lluvia. Atiza un rayo donde sea y ya está listo el fuego…
—Un poco de lluvia no vendría mal —suspiró Jaskier, quien estaba tensando las cuerdas del laúd—, porque el aire está que se puede cortar con un cuchillo… La camisa se pega a los lomos, los mosquitos te brean… Pero creo que se va a quedar en agua de borrajas. Rondaba la tormenta, rondaba, pero desde hace algún tiempo rebrilla allá por el norte. Creo que en el mar.
—Está cayendo sobre Thanedd —confirmó el mediano—. Es el punto más alto de los alrededores. Esa torre de la isla, Tor Lara, atrae los rayos que no veas. Cuando hay una borrasca como es debido parece como si estuviera ardiendo. Hasta resulta raro que no se estroce…
—Es la magia —afirmó con convencimiento el trovador—. Todo en Thanedd es mágico, hasta la misma roca. Y los hechiceros no tienen miedo de los rayos. Pero, ¡qué digo! ¿Sabes, Bernie, que son capaces de capturar los rayos?
—¡No jodas! Mientes, Jaskier.
—Que me parta un ra… —El poeta se interrumpió, miró intranquilo al cielo—. Que me pique un pato si estoy mintiendo. Te digo, Hofmeier, los magos capturan los rayos. Lo he visto con mis propios ojos. El Viejo Gorazd, ése al que luego mataron en el Monte de Sodden, capturó una vez un rayo delante de mí. Tomó un cacho largo de cuerda, ató un cabo a la punta de su torre y el otro…
—El otro cabo de cuerda ha de meterse en una botella —habló de pronto con voz aguda el hijo de Hofmeier, un pequeño mediano que andaba jugando por el portal y que tenía una melena densa y retorcida como vellón de carnero—. En una damajuana de cristal, como ésa en la que papá corre el vino. El rayo se mete en la damajuana siguiendo la cuerda…
—¡A casa, Franklin! —gritó el granjero—. A la cama, a dormir, ¡pero ya! ¡Ya casi es la medianoche y mañana se ha de trabajar! ¡Y como te coja dándotelas de listeras con botellas y cuerdas durante una tormenta, tendrá tarea el cinto! ¡No podrás asentar el culo en dos semanas! ¡Petunia, llévatelo de acá! ¡Y a nosotros nos traes más cerveza!
—Ya es de sobra —dijo furiosa Petunia Hofmeier mientras se llevaba al niño—. Bastante os habéis metido ya para el gaznate.
—No gruñas. Mira que va a volver el brujo. Hay que servir a los güéspedes.
—Cuando acuda el brujo, la traeré. Para él.
—Oh, hembra cicatera —bufó Hofmeier, pero de tal modo que su mujer no lo escuchara—. Talmente como los suyos. Los Biberveldt de Centinodia del Prado, que todos son más agarrados que un chotis… Y al brujo como que hace mucho que no se lo ve. Cuando se fue a los estanques, desapareció. Raro ejemplar. ¿Viste cómo a la tarde miraba a las muchachas, a Cinia y Tangerinca, cuando estaban jugando en el corral? Rara tenía la mirada. Y ahora… No se me quita el pensamiento de que se fue para estar solo. Y que hospedaje tomó en mi casa porque mi granja está en los arrabales, lejos de otras. Tú lo conoces mejor, Jaskier, dime…
—¿Le conozco? —El poeta mató un mosquito en su cuello, rasgueó el laúd mientras contemplaba la negra silueta de los alisos sobre el estanque—. No, Bernie. No le conozco. Pienso que nadie le conoce. Pero algo le pasa, lo veo. ¿Por qué ha venido aquí, a Hirundum? ¿Para estar cerca de la isla de Thanedd? Pero cuando ayer le propuse ir juntos a Gors Velen, desde donde se ve Thanedd, lo rechazó sin pensarlo. ¿Qué es lo que le retiene aquí? ¿Le habéis hecho algún encargo rentable?
—Pero qué va —murmuró el mediano—. Si te soy sincero, no me creo que acá haya monstruo alguno. A ese crío que se ahogó en el estanque le pudo haber dado un calambre. Pero al punto todos se pusieron a gritar que era un utopes o una kikimora y que hay que llamar por un brujo… Y le ofrecieron una soldada tan infame que hasta da vergüenza. ¿Y él qué hace? Tres noches que andurrea por los diques, duerme de día o se sienta sin decir ni mu, como un momio, mira a los críos, a la casa… Raro. Diría mejor, peculiar.
—Y bien dices.
Estalló un relámpago, que iluminó la alquería y los edificios de la granja. Por un momento brillaron las ruinas de un palacete élfico al otro lado del dique. Durante un instante se extendió por los huertos el retumbar de un trueno. Se alzó un violento viento, los árboles y los arbustos sobre el estanque susurraron y se removieron, el espejo de las aguas se arrugó y se empañó, se erizaron las puntas de las hojas de los nenúfares.
—La tormenta viene hacia nosotros. —El granjero miró al cielo—. ¿No la habrán echado de la isla los magos con sus hechizos? A Thanedd han llegado casi las dos centenas de ellos… ¿Qué piensas, Jaskier, de qué van a hablar allá, en ese su congreso? ¿Saldrá algo bueno de ello?
—¿Para nosotros? Lo dudo. —El trovador pasó el pulgar por las cuerdas del laúd—. Estos congresos son por lo general desfile de moda e intercambio de rumores, ocasión de insultarse y empujarse entre ellos. Disputas acerca de si hay que generalizar la magia o hacerla más elitista. Peleas entre los que sirven a los reyes y los que prefieren ejercer presión sobre los reyes desde lejos…
—Ja —dijo Bernie Hofmeier—. Me da entonces que en lo que dura el tal congreso no habrá allá en Thanedd menos truenos y relámpagos que en una tormenta.
—Es posible. Pero, ¿y qué nos importa?
—A ti nada —dijo triste el mediano—. Pues tú tan sólo tocas el laúd y cantas. Miras a tu alrededor y no ves más que rimas y notas. Pero a nosotros no más que en la semana última dos veces nos jodieron las coles y los nabos los cascos de los caballos. El ejército persigue a los Ardillas, los Ardillas corren y desaparecen, y el camino de los unos y los otros pasa por encima de nuestras coles…
—No hay tiempo de llorar las coles cuando el bosque arde —recitó el poeta.
—Tú, Jaskier —Bernie Hofmeier le miró de reojo—, cuando dices algo no se sabe si reír, si llorar o si darte una patada en el culo. ¡Estoy hablando en serio! Y te digo que han llegado tiempos terribles. Postes en los caminos, cadalsos, muertos por los campos y caminos, su puta madre, así es como debía de estar todo en la época de Falka. ¿Y cómo vivir así? Por el día acuden las gentes del rey y amenazan que nos van a meter en el cepo por ayudar a los Ardillas. Y por la noche aparecen los elfos, ¡e intenta negarles la ayuda! Así, muy poéticos, te prometen que veremos cómo la noche cobra un aspecto rojizo. Son tan poéticos que hasta dan ganas de vomitar. Y así andamos entre dos fuegos…
—¿Cuentas con que el congreso de los hechiceros cambie algo?
—Cuento con ello. Tú mismo has dicho que hay entre los magos dos partidos. Hubo ya tiempos en los que los hechiceros mitigaron a los reyes, pusieron el punto final a guerras y movimientos. Pues si tres años ha que justamente los magos hicieron la paz con Nilfgaard. Puede que ahora también…
Bernie Hofmeier se calló, aguzó el oído. Jaskier ahogó con la mano el sonido de las cuerdas del laúd.
El brujo surgió de las tinieblas del dique. Anduvo despacio hacia la casa. Otra vez brilló un relámpago. Cuando desapareció, el brujo estaba ya junto a ellos, en el portal.
—¿Y qué, Geralt? —preguntó Jaskier para cortar el incómodo silencio—. ¿Pillaste al espantajo?
—No. Ésta no es noche de atrapar nada. Es una noche intranquila. Intranquila… Estoy cansado, Jaskier.
—Entonces siéntate y descansa.
—No me has entendido.
—Ciertamente —murmuró el mediano mirando al cielo y escuchando—. Una noche intranquila, algo malo flota en el aire… Los animales se apretujan en el establo… Y se escuchan gritos en el viento…
—La Persecución Salvaje —habló el brujo en voz baja—. Cerrad bien las contraventanas, señor Hofmeier.
—¿La Persecución Salvaje? ¿Los fantasmas?
—Sin miedo. Cruzará muy alto. En verano siempre va alto. Pero puede que despierte a los niños, la Persecución trae malos sueños. Mejor cerrar las contraventanas.
—La Persecución Salvaje —dijo Jaskier, atisbando intranquilo el cielo— anuncia guerras.
—Tonterías. Exageraciones.
—¡Pero…! Poco antes del ataque de los nilfgaardianos a Cintra…
—¡Silencio! —El brujo le interrumpió con un gesto, se enderezó de pronto y miró hacia la oscuridad.
—¿Qué diablos…?
—Caballos.
—Su puta madre —siseó Hofmeier levantándose del banco—. En una noche así sólo pueden ser los Scoia’tael…
—Un caballo —le interrumpió el brujo, al tiempo que tomaba la espada que había dejado sobre el banco—. Un caballo de verdad. El resto son espectros de la Persecución… Joder, no es posible… ¿En verano?
Jaskier también se levantó, pero le dio vergüenza salir huyendo porque ni Geralt ni Bernie parecían disponerse a huir. El brujo desenfundó la espada y corrió en dirección al dique, el mediano se lanzó tras él sin pensarlo, armado con un bierno. Hubo otro relámpago, sobre el dique apareció un caballo al galope. Y detrás del caballo venía algo indeterminado, algo que era irregular, un ovillo tejido de tinieblas y resplandores, un torbellino, un delirio, algo que producía miedo pánico, un horror repugnante que hacía retorcerse las entrañas.
El brujo gritó, alzando la espada. El jinete le percibió, apresuró el galope, le miro. El brujo gritó otra vez. Resonó un trueno.
Hubo un resplandor, pero esta vez no fue un relámpago. Jaskier se agazapó junto al banco y se hubiera metido debajo si no hubiera sido demasiado estrecho. Bernie dejó caer el bierno. Petunia Hofmeier, que había salido de la casa, lanzó un grito.
El brillo cegador se materializó en una esfera diáfana, en cuyo interior apareció una figura que tomó contorno y forma a una velocidad relampagueante. Jaskier la reconoció al momento. Conocía aquellos rizos negros y revueltos y aquella estrella de obsidiana sobre el terciopelo. Lo que no conocía y hasta entonces no había visto era el rostro. El rostro de la Furia y la Rabia, el rostro de la diosa de la Venganza, de la Destrucción y de la Muerte.
Yennefer alzó la mano y gritó un encantamiento, de sus manos se derramaron con un silbido unas espirales de chispas que cortaron el cielo de la noche en miles de reflejos repetidos múltiples veces en la superficie de los estanques. Las espirales se clavaron como venablos en la maraña que perseguía al solitario jinete. La maraña borbotó, a Jaskier le parecía que escuchaba los gritos de los fantasmas, que veía las siluetas delirantes y pesadillescas de los caballos espectrales. Vio esto sólo durante una fracción de segundo porque la maraña se encogió de súbito, se hizo una bola y se lanzó hacia arriba, hacia el cielo, alargándose con el ímpetu y arrastrando consigo una cola parecida a la de un cometa. Cayó la noche, iluminada tan sólo por el escaso brillo de un farol que Petunia Hofmeier tenía en la mano.
El jinete condujo el caballo al corral de delante de la casa, saltó de la silla, titubeó. Jaskier enseguida se dio cuenta de quién era. Nunca hasta entonces había visto a esta muchacha delgada y de cabellos grises. Pero la reconoció al instante.
—Geralt —dijo la muchacha en voz bajita—. Doña Yennefer… Perdón… Tenía que hacerlo. Sabes que…
—Ciri —dijo el brujo. Yennefer dio un paso hacia la muchacha, pero se detuvo. Estaba en silencio.
Con cuál de los dos se irá, pensó Jaskier. Ninguno de ellos, ni el brujo ni la hechicera darán ni un paso ni harán un gesto. ¿Hacia cuál se irá ella primero? ¿Hacia él? ¿O hacia ella?
Ciri no se fue hacia ninguno de los dos. No podía elegir. Así que se desmayó.
La casa estaba vacía, el mediano y toda su familia habían salido a trabajar al alba. Ciri fingía dormir, pero oyó cómo Geralt y Yennefer salían. Se deslizó de las sábanas, se vistió con rapidez, salió a hurtadillas de la isba y los siguió al huerto.
Geralt y Yennefer doblaron hacia el dique entre estanques blancos y amarillos de nenúfares. Ciri se ocultó tras unos muros arruinados y observó a la pareja a través de una grieta. Pensaba que el tal Jaskier, famoso poeta del que había leído más de una vez sus versos, estaba durmiendo todavía. Pero se equivocaba. El poeta Jaskier no estaba durmiendo. Y la atrapó con las manos en la masa.
—Eh —dijo, acercándose de sopetón y riendo—. ¿Te parece bonito fisgar y escuchar así? Más discreción, pequeña. Déjales estar un poco a solas.
Ciri se ruborizó, pero enseguida abrió la boca.
—En primer lugar, no soy pequeña —susurró con orgullo—. Y en segundo lugar creo que no les estoy molestando, ¿no?
Jaskier se puso un poco serio.
—Creo que no —dijo—, incluso me parece que hasta les estás ayudando.
—¿Cómo? ¿De qué forma?
—No finjas. Ayer lo hiciste muy bien. Pero a mí no conseguiste engañarme. Fingiste el desmayo, ¿verdad?
—Sí —murmuró, volviendo el rostro—. Doña Yennefer se dio cuenta, pero Geralt no…
—Ambos te trajeron a casa. Sus manos se tocaron. Estuvieron sentados junto a tu cama casi hasta el albor, pero no se dijeron ni una palabra. Sólo ahora han decidido salir a conversar. Allí, al dique, junto al estanque. Y tú te has decidido a escuchar lo que dicen… y a mirarles a través de un agujero en el muro. ¿Tanto te interesa saber lo que hacen allí?
—No hacen nada allí. —Ciri enrojeció ligeramente—. Hablan un poquito y eso es todo.
—Y a ti —Jaskier se sentó en la hierba, junto a un manzano y apoyó la espalda en el tronco, no sin antes haberlo examinado por si hubiera hormigas u orugas—, ¿te gustaría saber de qué están hablando?
—Sí… ¡No! Y al fin y al cabo… al fin y al cabo no les oigo. Están demasiado lejos.
—Si quieres —sonrió el bardo—, te lo digo.
—¿Y cómo vas a saberlo tú?
—Ja, ja. Yo, noble Ciri, soy poeta. Los poetas lo saben todo de estos asuntos. Te diré algo más: de estos asuntos los poetas saben incluso más que las propias personas a las que les conciernen.
—¡Seguro!
—Te doy mi palabra. Palabra de poeta.
—¿Sí? Entonces… Entonces dime de qué hablan. ¡Aclárame qué significa todo esto!
—Mira otra vez por el agujero y fíjate en lo que hacen.
—Hum… —Ciri se mordió el labio inferior, luego se agachó y acercó el ojo a la fisura—. Doña Yennefer está junto a un aliso… Arranca hojitas y juguetea con su estrella… No dice nada y ni siquiera mira a Geralt… Y Geralt está a su lado. Ha bajado la cabeza. Y dice algo. No, guarda silencio. Oh, vaya una cara… Vaya una cara rara que tiene…
—Juego de niños. —Jaskier encontró una manzana entre la hierba, la restregó contra los pantalones y la miró con aire crítico—. Él precisamente le está pidiendo que le perdone sus variados actos tontos y palabras estúpidas. Le pide perdón por su impaciencia, por su falta de fe y esperanza, por su terquedad, por su saña, por sus enojos y actitudes indignas de un hombre. Le pide perdón por lo que en algún momento no entendió, por lo que no quiso entender…
—¡Eso es una mentira imposible! —Ciri se enderezó y se echó el flequillo hacia atrás con un violento movimiento—. ¡Te lo estás inventando todo!
—Le pide perdón porque sólo ahora ha comprendido. —Jaskier se quedó mirando fijamente al cielo y su voz comenzó a tomar el ritmo de un verdadero romance—. Por lo que querría comprender pero se teme que no va a poder… Y por todo lo que nunca jamás comprenderá… Pide perdón y se disculpa… Hum, hum… Sentido… Conciencia… ¿Destino? Joder, todo banalidades y no riman…
—¡No es verdad! —Ciri pataleó—. ¡Geralt no dice eso! Él… no dice nada. Si lo he visto. Está allí de pie con ella, callado…
—En esto consiste la tarea de la poesía, Ciri. En hablar de lo que otros callan.
—Vaya una tarea más tonta. ¡Y tú te inventas todo!
—También en esto consiste la tarea de la poesía. Eh, escucho unas voces que llegan desde el estanque. Echa un vistazo, deprisa, mira qué es lo que pasa.
—Geralt —Ciri puso de nuevo el ojo en el agujero del muro— está de pie con la cabeza baja. Y Yennefer le está gritando terriblemente. Le grita y agita las manos. Ay, ay… ¿Qué puede significar esto?
—Juego de niños. —Jaskier de nuevo fijó la vista en las nubes que flotaban en el cielo—. Ahora es ella la que le pide perdón a él.