V. Hay mujeres que tienen un par

El zumbido de un avión sobrevolaba el valle. Barlés sabía que era un reconocimiento de Naciones Unidas, pero echó un vistazo instintivo a los árboles cercanos, en busca de posibles lugares donde protegerse. Tres años antes, en Vukovar, un Mig serbio que volaba despacio y bajo lo había sorprendido en idéntica situación que ahora, camino del coche en busca de una batería de reserva. Aquel Mig llegó de improviso cuando Barlés se hallaba al descubierto, en mitad de un descampado. Era tan absurdo correr que estuvo allí quieto y sobrecogido de miedo, mirando hacia lo alto con la inútil batería en la mano, mientras el avión se inclinaba de un ala para identificar la silueta solitaria e inmóvil y las letras TV pintadas en el techo del coche cercano. Barlés recordaría siempre el siniestro fuselaje mimetizado, el reflejo del sol en la carlinga y la silueta del piloto mientras se inclinaba a mirarlo. Después, el Mig se fue a soltar las bombas mas lejos, en la parte vieja de la ciudad, sobre otro objetivo que valiera mas la pena.

Cuando llegó al Nissan, Barlés aún pensaba en Vukovar, el Estalingrado croata. La ciudad fue destruida casa por casa en el otoño del 91, y en algunas de esas casas, mientras todo ocurría, estuvieron Márquez y él. Entraban y salían por los maizales con una vieja Ford Transit incluso durante los últimos días, cuando todo era un montón de escombros donde resistían sin esperanza los últimos defensores. Vivieron en el hotel Dunav hasta que fue destruido, y la ultima noche en el fue aquella en que Gervasio Sánchez salió del refugio en busca de Barlés mientras las bombas serbias caían por todas partes, y los barcos federales, que eran sombras siniestras y oscuras a lo largo de la corriente, tiraban sobre el Dunav desde el río. No había otro refugio que los urinarios, y allí se metieron media docena de soldados croatas, Barlés, Márquez, Jadranka, Gerva Sánchez, el fotógrafo argentino Manuel Ortiz, y Alberto Peláez con su equipo de Televisa Méjico. Fue una noche larga, ruidosa e incómoda, entre el retumbar de las explosiones y el hedor de los retretes.

—De aquí no salimos —decía Alberto Peláez, observando a los jóvenes croatas descompuestos por el pánico. Alberto era un pesimista nato y siempre lo pasaba fatal en las guerras. A pesar de eso, volvía una y otra vez sin que nadie lo obligara, y le entraban unos remordimientos enormes cuando se perdía algo importante. En eso era igual que Julio Fuentes, de El Mundo, que lo pasaba muy mal cuando estaba entre las bombas y lo pasaba aún peor cuando no estaba.

Aquella noche, mientras se protegían del ataque serbio en los urinarios del Dunav de Bukovar, a la luz de una vela, los periodistas sacaron una botella de Jack Daniels para encajar mejor la cosa. De vez en cuando, un estampido más próximo hacía temblar las paredes. Acurrucados en un rincón, con la cabeza entre las manos, los soldados miraban a los reporteros como se mira a un grupo de locos. Que coño hacen estos tipos, se preguntaban.

—¿Por qué estas aquí? —interrogó uno de ellos a Manuel.

—Nunca preguntes eso —respondió el argentino.

—Yo estoy porque me he divorciado —dijo alguien—. Para que se joda.

Nadie cuestionó la oscura 1ógica del asunto. Entre ellos, Márquez dormía a pierna suelta, indiferente a las bombas de afuera, al hedor de los urinarios atrancados y a las conversaciones.

—Yo no quiero morir —decía Alberto, medio en broma medio en serio.

—Yo tampoco.

—Ni yo.

—A ver si os calláis de una puta vez.

Pero no se callaban, porque la tensión desata los nervios y la lengua. La botella siguió su ronda y el técnico de sonido mejicano y Manuel, algo mamados, se pusieron a cantar rancheras. Así que Barlés fue a instalarse con su saco de dormir arriba, en el vestíbulo del hotel, junto a una columna de hormigón que le pareció, en la oscuridad, relativamente segura, y Gervasio Sánchez, que era amigo suyo, subió a buscarlo para que bajara de nuevo. Al no convencerlo pasó el resto de la noche tumbado en el vestíbulo con el, haciéndole compañía, iluminados a intervalos por el resplandor de las bombas que estallaban en la calle.

—Si me matan esta noche —decía Gervasio— no te lo perdonaré nunca.

Gerva Sánchez era una de las mejores personas que cubrían aquella guerra. Empezó como freelance en las guerras de América latina, El Salvador y Nicaragua, y ahora trabajaba para Cover y El País, además de enviar crónicas a su diario natal, El Heraldo de Aragón. Corría riesgos enormes buscándose la vida de un lado a otro, y después de Vukovar y Osijek y todo aquello pasó largas temporadas en Sarajevo. Se lo encontraban siempre a pie por las calles de la capital bosnia, cargado con sus cámaras y su destrozado chaleco caqui de reportero sobre el antibalas de segunda mano.

—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntaba Barlés, guasón, aquella noche en el vestíbulo del hotel Dunav de Vukovar.

—Porque me gusta —respondía Gervasio humilde, en voz baja.

Además de buena persona, Gerva Sánchez era un gran fotógrafo de guerra. En los últimos tiempos formaba a menudo pareja con Alfonso Armada, de El País, un joven con gafas redondas que era autor teatral de éxito, pero fue a Sarajevo para una sustitución y se aficionó tanto a aquello que no había forma de sacarlo de allí. Iban siempre juntos a todas partes, como Hernández y Fernández.

El recuerdo de Gervasio hizo sonreír a Barlés. Sin embargo, respecto a Vukovar no había muchos motivos que justificasen la sonrisa. Ninguno de los soldados croatas que conocieron entonces seguía vivo ya, salvo en las imágenes de Márquez archivadas en Torrespaña. Cuando cayó la ciudad, los serbios asesinaron a todos los prisioneros en edad de combatir, Grüber incluido. Grüber era comandante de la posición de Borovo Naselje, donde Márquez y Barlés solían instalarse durante los combates porque allí los dejaban moverse a su aire. Incluso, una vez, Grüber organizó un contraataque para recuperar un edificio cercano, a una hora con buena luz para que ellos lo filmaran. El contraataque fracasó, pero lograron llegar hasta los blindados serbios destruidos y grabar los cadáveres de soldados federales tendidos en el suelo, antes de que los otros, los vivos, los obligaran a retroceder de nuevo. El comandante Grüber tenía 24 años, fue herido varias veces, y los últimos días, con un pulmón lleno de agujeros y un pie amputado hasta el tobillo, terminó con otros centenares en el sótano del hospital, cuando ya el perímetro defensivo se reducía a unos pocos metros. Así que al llegar los serbios, lo sacaron fuera con los demás y le pegaron un tiro en la nuca. Todos ellos, Grüber y los chicos de Borovo Naselje, Mate y Mirko el bosnio, incluso Rado, el rubito pequeño que se enamoró de Jadranka, la intérprete, estaban ahora en fosas comunes, abonando los campos de maíz.

Aquella misma Jadranka, el amor platónico del pequeño Rado, estaba ahora en el Nissan, anotando las noticias que escuchaba por la radio, y levantó la cabeza para mirar a Barlés, preocupada, cuando este abrió la puerta del coche. El periodista se pregunto si ella recordaría como el a Grüber y al resto de los muchachos de Vukovar. Imaginaba que sí, aunque Jadranka siempre se negaba a hablar de aquello, como si deseara olvidar un mal sueño. Vukovar fue su bautismo de fuego en una guerra que ella empezó como ardiente patriota para terminar decepcionada de la política, la guerra, los hombres y mujeres que manejaban los hilos de ambas. En 1992, tras dimitir de un influyente cargo oficial en el Gobierno Tudjman, Jadranka recuperó su plaza de profesora de castellano y catalán en la Universidad de Zagreb. Alternaba eso con trabajos de intérprete para la embajada de España, y sólo volvía a los frentes de batalla en muy raras ocasiones, para trabajar con Barlés y Márquez, a 130 dó1ares la jornada. La unían a ellos lazos especiales; al fin y al cabo, a su lado había descubierto la guerra casi tres años atrás, moviéndose por toda Croacia de Petrinja a Osijek, de Vukovar a Pakrac; su currículum profesional como interprete de aquel verano-otoño del 91 estaba ligado a los nombres de las mas crueles batallas entre federales yugoslavos y nacionalistas croatas. Era morena, grande y dulce, con el pelo prematuramente encanecido, y sostenía que muchas de aquellas canas correspondían a días de trabajo junto a Márquez y Barlés. Odiaba las corridas de toros y consideraba a los españoles sanguinarios; lo que, viniendo de una croata, tenía mucha guasa.

—Todo va mal —informó Jadranka, apagando la radio.

—Ya me he dado cuenta.

—La Armija se mueve hacia Cerno Polje. Si llegan hasta allí, cortarán la carretera.

El periodista blasfemó despacio, en voz alta y clara. Aquello era un fastidio. Si los musulmanes cortaban la carretera iba a ser difícil irse. Ella, en especial, con su apellido —Vrsalovic— nunca lograría pasar un control de la Armija a pesar de su acreditación de Naciones Unidas.

—Como en Jasenovac —murmuró Barlés.

—Como en Jasenovac —repitió ella, sonriendo inquieta.

Se habían escapado de Jasenovac un par de años antes, cuando los tanques serbios cerraban la tenaza en torno a Dubica, pasando a toda velocidad por el punto donde la ruta iba quedar cortada diez minutos mas tarde. Antes de abandonar Dubica, Barlés tuvo tiempo para rescatar de una iglesia en llamas dos misales ortodoxos del XVIII y un pequeño lienzo antiguo de San Nicolás, que cortó del marco con cuatro tajos de su Victorinox.

—Se iba a quemar de todas formas —dijo.

Aquello lo hizo acreedor a una bronca de Jadranka cuando esta supo que no tenía la menor intención de entregarlo a un museo o al ministerio de Cultura croata.

—Pillaje se llama eso —repetía, indignada, mientras Márquez hacía volar el coche por la carretera—. Pillaje infame.

El hecho de que Barlés le recordara que la iglesia era serbia ortodoxa y que la habrían incendiado los propios croatas, no atenuaba su indignación. En aquel tiempo, Jadranka conservaba intactos sus puntos de vista morales de antes de la guerra. Era la época en que el equipo de TVE en la que aún se llamaba Yugoslavia lo componían cinco: ellos tres con el técnico de sonido Álvaro Benavent y Maite Lizundía, la productora jovencita novia de un músico de Los Ronaldos. Maite era pequeña, silenciosa y resuelta. Estaba en su primera guerra y hacía exactamente lo que veía hacer a Márquez y Barlés, siguiéndolos a todas partes con su mochila a la espalda y la cabeza agachada cuando pasaban las bombas y las balas. En Vukovar, el día que los serbios lanzaron su primer gran ataque de artillería contra el cuartel general croata, tuvieron que decidir entre bajar al refugio, lo que suponía seguridad momentánea pero también la posibilidad de no salir nunca, o alejarse a pie del sector donde se concentraba el bombardeo. Escogieron la segunda solución, y Mayté los acompañó sin decir esta boca es mía durante aquella larga medía hora, pegándose a las fachadas de las casas, sin poder filmar un plano ni maldita la gana que tenían, mientras los proyectiles reventaban encima y les hacían caer sobre la cabeza tejas y ramas de árboles. En cuanto a Álvaro, el técnico de sonido, era un tipo decidido y tranquilo, que incluso cogió la Betacam para rodar unas imágenes excelentes durante los combates de Czorne Radici. Pero después de Vukovar, y del día que se escaparon por los pelos de Dubica y Jasenovac, no volvió a ser el mismo. Barlés recordaba el ruido de su respiración y sus dedos clavados en el respaldo del coche mientras aceleraban por la carretera y los tanques serbios se movían a lo lejos, en el horizonte. Nunca quiso volver con ellos a la guerra. Después de esto, repetía una y otra vez por la carretera de Jasenovac, yo he cumplido con la patria. Así que os pueden ir dando. A los dos.

Mujeres en la guerra. Jadranka, Maite. Heidi y sus palomas. Catherine Leroy con sus cámaras al hombro, discutiendo con un soldado israelí en Tiro. Carmen Romero, de Efe, mojada de nieve en el Intercontinental de Bucarest, buscando un teléfono para transmitir que había muchos muertos en las calles. Carmen Postigo ejecutando un baile sexy con Ulf, su cámara sueco, la Nochevieja de la caída de Ceaucescu. Aglae Masini cruzando Beirut, esquivando francotiradores, ciega por el gas de las bombas, para transmitir su crónica diaria por télex al diario Pueblo. Carmen Sarmiento contando en directo una emboscada, en Nicaragua. Lola Infante en Yamena, mirando despavorida a Barlés cuando éste le puso sobre la falda la clavícula de un esqueleto —tiro en la nuca, manos atadas con alambre— devorado por los cocodrilos a orillas del río Chari. Arianne conduciendo con chaleco antibalas y un cigarrillo en la boca mientras los francotiradores disparaban en la Sniper Avenue de Sarajevo y en la radio del coche Lou Reed cantaba Caminando por el lado salvaje. Cristina Spengler en un Land Rover cubierto de polvo, entre campos de minas al sudoeste de Tinduf. Slobodanka manchada de sangre, intentando cortarle la hemorragia a Paul Marchand. Oriana Fallaci contándole a Barlés lo de su cáncer a bordo de un avión entre Dahran y Hafer Batin, una semana antes de la invasión de Kuwait. Peggy, la cámara de la CNN, con la mandíbula inferior destrozada por una bala explosiva y la lengua por corbata. María la Portuguesa durmiendo con las morenas tetas al aire. Corinne Dufka recortada a contraluz en las llamas del hotel Europa, con el cabello recogido en una trenza, los ceñidos tejanos y las Nikon colgadas del cuello, el día que Barlés no pudo quedarse quieto y ella lo fotografió sacando niños en brazos. Corinne y Barlés se conocían desde El Salvador, y era la mujer mas valiente que el vio nunca en una guerra. Sus fotos de Bosnia daban la vuelta al mundo y eran portadas en Time, Paris Match y las grandes revistas internacionales. Había estado en Sarajevo meses y meses, entrado en Mostar a pie, por las montañas, y en el 92 saltó sobre una mina en Gorni Vakuf. Tardo un mes en recuperarse, y volvió de nuevo a la guerra, luciendo cicatrices aún frescas que se unían a las antiguas. Como dijo Gerva Sánchez al verla aparecer otra vez en el vestíbulo del Holiday Inn, hay mujeres que tienen un par de cojones.

—Deberíamos irnos —recomendó Jadranka.

Mientras cambiaba la batería usada por otra nueva, Barlés miro el humo que salía de Bijelo Polje. Después encogió los hombros.

—Márquez quiere su puente.

—Dios mío —dijo ella.

Conocía de sobra a Márquez para saber que cuando algo le entraba en la cabeza no había mas que hablar.

Su leyenda estaba llena de historias, apócrifas o verdaderas. Se contaba de el que una vez, en Vietnam, insistió para que a un vietcong condenado a muerte, vestido con ropas negras, lo fusilaran sobre una pared de color claro, a fin de que la imagen no empastara al filmarlo. Si se lo van a cargar de todas formas, decía, mas vale que sirva de algo. Le preguntaron al vietcong y dijo que le daba igual, que pasaba mucho. Así que lo cambiaron de pared.

Barlés iba a preguntarle a Jadranka que más había dicho la radio. Pero entonces sonó un estampido tremendo, y la onda expansiva movió la puerta abierta del Nissan y agito las hojas del cuaderno de la interprete. Con lo que Barlés se dijo que tal vez, después de todo, Márquez tenía su jodido puente.

Pero no se trataba del puente. Cuando se acerco a la curva junto a la granja, vio que un cañonazo o un mortero pesado, tal vez 82 ó 120 mm., había caído en un ala del edificio, hundiendo un muro y sembrando de tejas rotas la carretera. Oía a su espalda los pasos de Jadranka pero no se volvió, sino que se puso a correr hacia la casa. Al llegar a la verja vio fugazmente, a su izquierda y a lo lejos, que Márquez se incorporaba sobre el talud y tenía la cámara pegada a la cara, grabando la humareda que aún se alzaba en el aire tras la explosión.

La verja estaba abombada y fuera de sus goznes. Saltó por encima, al patio, y lo primero que encontró fue una vaca muerta y un reloj de cuco suizo, roto en el suelo y con el pajarito fuera. Olía muy fuerte a explosivo quemado. La puerta de la casa estaba abierta y el suelo lleno de cristales rotos, pero no halló a nadie. Gritó para llamar al campesino croata y al poco lo vio asomar por la escalera del sótano, con el semblante de color gris ceniza.

—¿Todo dobro? —le preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia el suelo para referirse a los niños—. ¿…Nema problema?

El croata negaba con la cabeza. Cuando Barlés se acerco a la escalera oyó a los críos llorar abajo. Márquez apareció en la puerta, con Jadranka; había entrado filmando, en travelling, por si encontraba dentro algo que mereciera la pena. Barlés hizo un gesto negativo. Lo único a filmar era el sótano, pero el flash estaba en el Nissan. De todos modos, aquel sótano ya lo habrían filmado cien veces en cien lugares distintos, y también era siempre el mismo, como las casas en llamas y los muertos que se parecían a Sexsymbol: una madre acurrucada en un rincón, estrechando a dos críos aterrorizados. Una anciana medio invalida con la mirada ausente, absorta en las aguas negras de su pasado, mas allá del bien y del mal. Y un hombre con esa tonalidad grasienta, gris, que el miedo da a la piel. Un hombre humillado, confuso, incapaz de hacer nada por los suyos. No merecía la pena ir hasta el Nissan, por el flash, para grabar otra vez aquello.

—No merece la pena le dijo a Márquez.

El cámara se encogió de hombros y salió al patio de la granja. Jadranka hablaba con el hombre en serbocroata, y este asentía con aire perplejo, retorciéndose las manos. El cielo sobre la cabeza, pensó Barlés. Nos pasamos la vida creyendo que nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso, son definitivos, estables. Creemos que van a durar; que nosotros vamos a durar. Y un día el cielo nos cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que tienes, se dijo. Y lo mas frágil que tienes es la vida.

Salió al patio. Márquez hacía una panorámica desde la vaca muerta al muro destruido de la granja. A veces un animal muerto resulta mas patético que un ser humano. Todo es cuestión de como se componga el plano, o la foto. Incluso un animal vivo Recordaba el perro con una pata rota de un balazo que los siguió una vez, cojeando, a Paco Olmedilla y a el, en Beirut, durante el asedio de Sabra y Chatila. En la guerra, los ojos de un animal herido son idénticos a los de un niño, porque mira a los hombres como el chiquillo mira a los adultos: reprochándoles un dolor que siente y cuya causa no comprende. Todos aquellos ojos de críos quemados por el napalm, desorbitados por el sufrimiento entre los vendajes que les cubrían la cara, en Jorramchar, en Estelf, en Tiro y en cientos de sitios que también eran siempre el mismo; todos los ojos de todos los niños de todas las guerras eran una larga recriminación sin palabras al mundo de los adultos. Pero no hacía falta que estuviesen heridos, o muertos como aquel de seis años que filmaron pequeño y solo, con un inútil vendaje en torno a la cabeza, tan frágil con su boca abierta y los brazos y el pecho desnudos, en el suelo de la morgue de Sarajevo el día que Paco Custodio le pasó la cámara a Miguel de la Fuente y se echó a llorar sentado en los escalones, con las lágrimas goteándole por el bigote. A veces el horror te aguarda agazapado, tranquilo, en la mirada de un crío vivo cualquiera, en una carretera perdida, en un sótano. En la cara del niño judío que levantaba —¿levanta?, ¿levantará?— las manos junto a su madre, ante el impasible verdugo nazi en el ghetto de Varsovia. La memoria de un reportero siempre es la memoria de un largo álbum de viejas fotos, de imágenes que a veces se funden unas con otras, de recuerdos propios y ajenos. Los vertederos llenos de muchachos torturados y muertos, en El Salvador. Las cárceles de Ceaucescu. La toma de la Quarantina por los falangistas libaneses.

El horror. Barlés movió la cabeza: la gente no tiene ni puta idea. Cualquier imbécil, por ejemplo, lee El corazón de las tinieblas y cree saberlo todo sobre el horror, así que pasa dos días en Sarajevo para elaborar la teoría racional de la sangre y de la mierda, y a la vuelta escribe trescientas cincuenta paginas sobre el tema y asiste a mesas redondas para explicar la cosa, junto a cantamañanas que no han peleado jamás por un mendrugo de pan, ni oído gritar a una mujer cuando la violan, ni se les ha muerto nunca un crío en los brazos antes de pasar tres días sin poderse quitar la sangre de encima porque no hay agua para lavar la camisa. Con los compromisos intelectuales, con los manifiestos de solidaridad, con los artículos de opinión de los pensadores comprometidos y las firmas de las figuras de las artes y las ciencias y las letras, los artilleros serbios se limpiaban el culo desde hacía tres años. Una vez, Barlés se ganó una bronca de sus jefes por negarse a entrevistar para Telediario a Susan Sontag, que por aquellas fechas montaba Esperando a Godot con un grupo de actores locales, en Sarajevo. Mandad a un redactor de Cultura, había dicho. O mejor a un intelectual comprometido. Yo soy un analfabeto hijo de puta y sólo me la ponen dura la guerra y la vorágine.

Miró la vaca muerta y luego su propio rostro en el reflejo de un cristal roto por la explosión, que aún se mantenía unido al marco de la ventana, y se dirigió a sí mismo una mueca. El horror puede vivirse o ser mostrado, pero no puede comunicarse jamás. La gente cree que el colmo de la guerra son los muertos, las tripas y la sangre. Pero el horror es algo tan simple como la mirada de un niño, o el vacío en la expresión de un soldado al que van a fusilar. O los ojos de un perro abandonado y solo que te sigue cojeando entre las ruinas, con la pata rota de un balazo, y al que dejas atrás caminando deprisa, avergonzado, porque no tienes valor para pegarle un tiro.

A veces, el horror se llama asilo de ancianos de Petrinja. Barlés pensaba eso cuando llegó junto a Márquez, que habla terminado con la vaca y encendía otro cigarrillo, aún con la Betacam al hombro.

—¿Qué hay en el sótano? —pregunto el cámara.

—Lo de siempre. Los críos, la mujer. Una vieja.

Márquez exhalo el humo y miró alrededor, como si aún buscara algo que grabar.

—Es malo ser viejo —comentó, y Barlés supo que se refería a la guerra. Cuando abría la boca, Márquez siempre se refería a la guerra.

—Un día ya no habrá mas —dijo Barlés—. Me refiero a todo esto, y a nosotros.

Márquez entornó los ojos, asintiendo.

—Prefiero no llegar tan lejos —aspiró una profunda bocanada del cigarrillo y después rió chirriante, sin ganas—. Por eso fumo dos paquetes diarios.

—Sí. Mejor eso que el asilo de Petrinja.

Supo que Márquez rumiaba el mismo pensamiento, porque vio que sus ojos quedaban fijos en un punto indeterminado y la boca se le endurecía. Lo del asilo ocurrió al principio de la guerra, cuando medía Petrinja, evacuada por los croatas, aún no estaba en maños serbias. Era territorio comanche en estado puro, y el ruido de los cristales rotos chascaba bajo sus pasos cuando caminaron con precaución por el lugar vacío, uno a cada lado de la calle, vigilando los edificios y atentos a los cruces, por si los francotiradores. Con esa sensación en la cara interior de los muslos y en el estomago que da saberse solo en tierra de nadie. Habrían buscado provisiones en una tienda despanzurrada: chocolate, galletas, una botella de vino. Mas tarde, en unos grandes almacenes saqueados, Barlés encontró un suéter de lana inglesa a su medida y Márquez una corbata de pajarita que se puso en el cuello de la camisa caqui. Después hicieron una entradilla en una plaza llena de agujeros, estamos aquí, etcétera, ciudad abandonada y demás. Barlés con el micro de TVE en la mano y Márquez haciéndole un plano medio, con un ojo en el visor de la cámara y el otro alrededor, atento. Y cuando ya se marchaban dieron con el asilo de ancianos.

Hubieran pasado de largo de no haber escuchado una voz, o un gemido, a través de los cristales rotos de una ventana. En el edificio, oficialmente evacuado ante el avance serbio, abandonados por los enfermeros en fuga, una docena de inválidos habrían quedado atrás, tendidos sobre camillas, en un corredor oscuro junto a la puerta. Eran tres los días que llevaban sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus excrementos. Y cuando Márquez y Barlés usaron sus Maglite para verlos mejor, desearon no haberlo hecho nunca. Un par de ellos estaban muertos. En cuanto a los que seguían vivos, iban a estarlo poco tiempo. Así que apagaron las linternas, encendieron el flash y los filmaron a todos, a los vivos y a los muertos. Al acercarles la cámara los ancianos se encogían en sus camillas, entre los orines y la mierda que manchaba ropas y sabanas, y chillaban débilmente enloquecidos de terror, tapándose los ojos alucinados, ciegos, deslumbrados por la luz del flash, suplicando a las dos sombras que se movían a su alrededor. Márquez y Barlés trabajaban sin hablar ni mirarse, y a la luz del flash sus rostros crispados y pálidos parecían los de dos fantasmas. Sólo se interrumpieron una vez, cuando Barlés se apoyó en la pared y se puso a vomitar, pero ninguno de los dos hizo comentarios. Después dejaron en las camillas toda el agua y la comida que tenían y subieron al primer piso, donde una bomba había sorprendido a un anciano vistiéndose para escapar. El viejo seguía allí. Llevaba tres días muerto, solo, sentado entre los escombros, cubierto de una capa de polvo y yeso desmenuzado, inmóvil y todavía con los zapatos ante los pies, junto a una conmovedora maleta de cartón y un sombrero. Tenía los ojos cerrados y una expresión serena, inclinada la barbilla sobre el pecho. Una costra de sangre seca le salía por la nariz hasta la barbilla sin afeitar y el cuello sucio de la camisa, y Barlés le dijo a Márquez que le filmara el rostro; pero este prefirió hacerlo de espaldas, encuadrándolo tal y como se veía desde el pasillo: sentado ante la ventana destrozada por la bomba, silueta patética, gris, inmóvil en la sobrecogedora soledad de aquella habitación deshecha, entre los ladrillos y muebles rotos, los hierros retorcidos y los jirones —maleta, sombrero, zapatos, ropa, papeles entre los escombros— de su pobre vida concluida a oscuras, cuando oía correr a los otros por el pasillo, despavoridos, y el se vestía buscando a tientas los zapatos para escapar.

El horror. Márquez reía como para sí mismo con gesto absorto, amargo. Y Barlés también se echó a reír entre dientes, mirando los ojos de la vaca muerta.