IV. Las postales de Mostar

—Te apuesto un dólar —dijo Barlés— a que no vuelan el puente.

—Va ese dólar.

Márquez sacó del bolsillo un arrugado billete y se lo dio. Siempre era el mismo dólar el que apostaban, pasándoselo uno a otro según los avatares de la fortuna. Sólo una vez cambiaron de divisa, en Mostar, apostando un millón de dinares a que no habría ninguna bomba entre las dos y las dos y medía de la tarde. A las dos y siete minutos, un mortero croata hizo impacto a diez metros del lugar donde conversaban con un teniente de los cascos azules españoles mató a un civil e hirió a otros dos. Márquez grabó al teniente recogiendo a un herido mientras caían otros dos morteros más. El teniente quedó cubierto de sangre ajena, todos creyeron que también le habían dado a él, y contaban que su mujer, al verlo en el Telediario, se llevó un susto de muerte. El caso es que, al terminar, Barlés fue hasta el banco de Mostar, cuyos escombros estaban alfombrados con billetes de la desaparecida federación yugoslava, contó un millón en fajos de mil y se lo entregó a Márquez para saldar la apuesta.

Mostar. Habían visto destruido a bombazos el puente del siglo XVI y el antiguo barrio turco junto al río, donde al principio de la guerra aún era posible sentarse a tomar un café entre las viejas tiendas del mercado. Ahora sólo el hecho de acercarse a esa zona era peligroso, porque había francotiradores y caían morteros todo el tiempo. Márquez y Barlés buscaban un buen sitio, una esquina razonablemente protegida, y se apostaban allí con la cámara lista, filmando a la gente que corría para cruzar mientras les disparaban desde el otro lado del río. Pero de vez en cuando venía un mortero. Los morteros son peligrosos, porque entre las casas nunca se oyen venir y de pronto te los encuentras encima, como Marco Luchetta, D'Angelo y aquel cámara con barba, Alessandro Otta, los tres italianos de la RAI que una semana después, enero del 94, se bajaron de un blindado en el mismo sitio donde Márquez había filmado al teniente. Esta vez el mortero cayó diez metros mas acá, adjudicándoles los números 46, 47 y 48 en la relación de periodistas extranjeros muertos en Bosnia. Barlés y Márquez conocían a Alessandro y sobre todo a Marco, que les mostró una vez la foto de sus dos hijos en el hotel Anna María de Medugorje; el mismo del que salieron aquella madrugada para cruzar las líneas y no volver, dejando los equipajes en las habitaciones y la cuenta sin pagar. Porque todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la mesilla de noche.

Sí. Barlés sabia por experiencia que los morteros tienen muy mala idea. Que lo dijeran si no, allí donde estuviesen, los setenta desgraciados muertos de un solo impacto dos semanas después en el mercado de Sarajevo. O los que hacían cola para el agua en el mismo Mostar. Aquellas colas del agua, del pan o de lo que fuese, cualquier tipo de concentración humana, eran blanco favorito de los francotiradores, que usaban balas explosivas. Las balas explosivas son el catecismo de los snaiperisti, junto al viejo principio de que nunca debes matar a la primera victima con el primer disparo. Se lo había explicado a Barlés y Márquez un francotirador bosnio en la parte vieja de Sarajevo: resulta mas rentable pegarles en partes no vitales, brazos o piernas, y dejarlos allí, vivos y desangrándose, mientras se va cazando a quienes acuden en su auxilio. Sólo después, al terminar, se los remata con un último disparo en la cabeza. Después de aquello filmaron al francotirador haciendo una demostración práctica, y se enteraron de que a veces, con suerte, si el tiro ha sido en la cabeza e destrozo del cerebro sigue mandando impulsos, se mueve el cuerpo y la gente cree que continua vivo, y va a por el, y bang.

Miguel Gil Moreno se había indignado mucho en Mostar cuando se lo contaron. Miguel era un abogado de Barcelona que había cambiado la toga por el periodismo y se paseaba de un lado para otro, por la guerra en una moto de trial de 650 cc. Era su primer conflicto, bélico y se lo tomaba todo muy a pecho porque aún vivía esa edad en que un periodista cree en buenos y malos, y se enamora de las causas perdidas, las mujeres y las guerras. Era valiente, orgulloso y cortés: nunca le pedía nada a nadie, hablaba a todo el mundo de usted era muy cuidadoso con el lenguaje. Miguel había conseguido, nadie supo como, una acreditación de prensa con una carta de la revista Solo Moto, y ahora mandaba excelentes crónicas desde la primera línea a El Mundo a diarios de provincias, utilizando el teléfono satélite del Cuarto Cuerpo de la Armija. Mientras otros periodistas contaban la guerra desde hoteles de Medugorje Spit y Zagreb, cada vez salía y regresaba con medicinas y comida pal los niños. Se lo encontraban por allí, entre los escombros, con un pañuelo verde en torno a la frente, alto flaco y sin afeitar, con los ojos enrojecidos y esa mirada inconfundible que se les pone a quienes recorren los mil metros mas largos de su vida; mil metros que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes nunca les ha disparado nadie. Lo apodaban El Muyahidin porque con su pelo negro y su nariz aquilina parecía más musulmán que los propios bosnios. Después, cuando se quedaba sin un duro y le ofrecían el Intersat de TVE para llamar a casa, su madre le daba unas broncas espantosas.

Tipos raros. Las guerras estaban llenas de tipos raros. Como Heidi, la periodista alemana que echaba miguitas de pan a las palomas en la plaza Bascarsija y se ponía furiosa cuando las espantaban los bombazos. O Florent, el fotógrafo francés tan guapo que parecía un modelo de Armani, intentando que le pegaran un tiro a toda costa porque su novia le puso los cuernos en París mientras él se exponía a que le volaran los huevos en Sarajevo; desesperado, se paseaba por Sniper Avenue a ver si le acertaban, mientras Gervasio Sánchez y los compañeros le hacían fotos con teleobjetivo desde lejos, por si acaso. Pero todos los francotiradores pasaban mucho de él. Tipos raros como Antíoco Lostia, del Corriere, un milanés tan enorme que su chaleco antibalas parecía un sostén antibalas, con dientes de conejo y pelo cortado a cepillo; cada vez que caía una bomba en una habitación del Holiday Inn, Antíoco la tachaba en una lista que llevaba en el bolsillo, como si se tratara de un cartón de bingo. Una vez organizó una fiesta para celebrar haberse tirado a la intérprete mas guapa del hotel, y la tribu entera se dio cita, intérprete incluida, en un restaurante abierto a fuerza de dólares para la ocasión, comiendo latas de conservas y spaghetti mientras las bombas serbias caían en la calle.

Tipos raros como la banda de Julio Alonso, un equipo que trabajaba para varias televisiones, con todo el personal fumado hasta arriba y acarreando un garrafón enorme de whisky: María la portuguesa, que era corresponsal de radio y cantaba fados y espirituales negros cuando se mamaba; Pinto, reportero estrella de la RTP a pesar de que estaba loco como una cabra; el Petit Francés, un turista que se acerco a Sarajevo con un Renault 4L a ver cómo era la guerra y decidió quedarse; y el propio Julio, que había trabajado en TVE para Informe Semanal hasta que decidió establecerse por su cuenta. Arrastraban un cortejo de periodistas freelancers aventureros zumbados, furcias —Pinto amaba a una— e interpretes locales, y se metían en todos los fregados a bordo de coches destartalados llenos de botellas vacías y agujeros de tiros, con el radiocassette a todo trapo y en mitad de unos colocones tremendos. Una vez, María la portuguesa le pidió permiso a Fernando Múgica para lavarse en su habitación del Holiday Inn, y después se quedó dormida en la cama, completamente desnuda y boca arriba. Tenía unas tetas estupendas, Así que, al encontrársela allí, Múgica fue en busca de Barlés y pasaron la tarde sentados los dos frente a la cama, tomando copas y charlando mientras contemplaban el paisaje.

La banda de Julio Alonso era legendaria entre la tribu de los enviados especiales. Todos estaban muy pasados de vueltas, pero trabajaban mucho y tenían una suerte increíble. Una vez Julio estaba en Osijek con la Betacam al hombro, grabando un tejado sobre el que diez segundos antes había caído una bomba, cuando estalló otra exactamente en el mismo lugar, y todas las tejas se le vinieron encima y le quedó una imagen, como dijo mientras se sacudía el polvo, de puta madre. En otra ocasión el Petit Francés iba al volante hasta las cejas de canutos y los metió a todos, equivocando el camino, en mitad del frente de Dobrinja, donde ni los cascos azules se atrevían a ir. Pero nadie les disparó ni un tiro. Todos, serbios, croatas y musulmanes, estaban demasiado asombrados para reaccionar, viendo desde sus trincheras a aquel grupo de locos que discutía y daba marcha hacia atrás y hacia adelante en medio del campo de batalla, tirando por la ventanilla botellas vacías de JB a los campos llenos de minas. Jorge Melgarejo, que por un acceso de enajenación mental transitoria los acompañaba aquel día, siempre sudaba a chorros al recordarlo. Jorge era un tipo menudo, extrovertido y valiente, que se ponía una servilleta del hotel encima del casco para que tuviese menos aire militar. Como era bajito, sonreía siempre y usaba un casco de talla grande, solía tener aspecto de champiñón simpático. Era muy aficionado a las motos y a los divorcios, y mantenía de su propio bolsillo un asilo de huérfanos en Afganistán. Estando con los muyahidines en las afueras de Kabul, una granada rusa estalló delante, tirándole encima cuatro cadáveres de afganos pero sin hacerle un rasguño a él. De todos modos, como decía el corresponsal de EFE Enrique Ibáñez entre chupada y chupada a su vieja pipa, regalo de Arafat en Beirut, Jorge era reportero de la Radio Vaticana en castellano; así que, en su caso, los milagros tenían poco mérito: iban a cargo de la empresa.

Pasaban quince minutos y el puente seguía intacto. Márquez comprobó el indicador de batería y maldijo en voz alta. Quizá los continuos apagones del hotel habían afectado el nivel de carga.

—Voy al coche —le dijo Barlés.

Se puso en pie y caminó por la carretera hacia la granja, cuyos muros oscuros se veían en el primer recodo. Jadranka, la intérprete croata, estaba detrás con el Nissan vuelto en dirección opuesta al puente, por si las cosas se ponían mal y era necesario largarse a toda prisa. Siempre lo dejaban así desde que dos años antes, en Gorne Radici, una andanada de mortero los sorprendiera con el coche atravesado en el camino. En aquella ocasión, Márquez, Álvaro Benavent, Maite Lizundía y Jadranka habían tenido que arrojarse a la cuneta mientras Barlés, con las manos temblándole de angustia entre los zambombazos, maniobraba, marcha adelante y marcha atrás, hasta que todos pudieron correr de nuevo a bordo y salir zumbando.

En la trasera del Nissan estaba el material pesado: baterías y cintas de reserva, micrófonos, trípode, cables y herramientas, junto a varios bidones de gasoil, un botiquín de primeros auxilios y los cartones de tabaco de Márquez. También un par de cajas de malta escocés llenas de cintas con música para acompañar los largos recorridos por carretera: Sinnead O'Connor, Manolo Tena, los Platters, Bangless, Joe Cocker, Concha Piquer, Madonna. El Nissan era blindado, con ruedas a prueba de balas y una manta de kevlar en el piso para amortiguar el efecto de las minas. Costó veinte millones de pesetas, y Barlés se preguntaba quién del departamento de Administración de TVE, por lo general mezquino hasta la exageración a la hora de soltar un duro extra, había caído en el estado de euforia etílica necesario para autorizar aquel dispendio. La salud física o el bienestar de sus enviados especiales no era algo que quitara el sueño a los responsables de Torrespaña, capaces de regatear hasta el importe de una cena en Sarajevo el día de Nochebuena, o pedir factura cuando gastabas cincuenta dólares en sobornar a un aduanero. A la hora de liquidar cuentas, el diálogo era siempre idéntico:

—¿Qué significa gastos varios, doscientos dólares?

—Pues significa exactamente gastos varios: un par de propinas, unos litros de gasoil, unos huevos en el mercado negro…

—No veo la factura del gasoil.

—Es que allí hay una guerra, ¿sabes? La gente no tiene facturas. No tiene de nada.

—¿Y eso de los huevos?

—Una alegría que decidimos darle a Márquez por su cumpleaños… Compramos media docena para que le hicieran un pastel, y cada huevo vale diez marcos alemanes en Sarajevo.

—¿Mil pesetas el huevo?

—Casi.

—Pues Televisión Española no os paga los huevos.

—Eres un cabrón, Mario.

—Lo soy, en efecto. Pero cumplo órdenes. La consigna es ahorrar, porque luego a los jefes les dan la bronca en el Parlamento… Por cierto, aquí dices: cuarenta dólares de un bidón de gasoil confiscado por los serbios. No especificas en que circunstancias y por que fue confiscado.

—Lo fue a punta de pistola y porque en Bosnia hay mucho hijoputa. Casi tantos como en Televisión Española.

Aterrados por la espada de Damocles de las auditorías y por la mala conciencia, supervisados por funcionarios que no tenían la menor idea de televisión ni de periodismo, firmaban las liquidaciones a regañadientes, y preferían justificantes falsos a que les contaras simplemente la verdad: que en las guerras solo es posible moverse repartiendo dinero por todas partes y no hay tiempo, ni medios, ni ganas de ir por ahí pidiendo facturas. Cuando caen bombas las cosas no funcionan: no hay paradas de taxis, ni teléfonos, ni agua caliente, ni gasolineras. No hay tiendas abiertas, ni semáforos, ni policías, y la gente te dispara. Un chofer puede cobrar cinco mil duros por recorrer diez kilómetros en una zona batida por francotiradores, una lata de conservas cuesta mil o dos mil pesetas, un kilo de leña doscientos marcos en pleno invierno. Si en la guerra alguien quiere moverse y trabajar, no tiene mas remedio que relacionarse con traficantes y con gentuza. Uno soborna a la gente, se mueve en el mercado negro, alquila coches robados o los roba personalmente. Pero ve a explicarle eso a un chupatintas de moqueta que ficha a las seis para irse a casa y ver el partido. Así que, para simplificar trámites, Barlés siempre traía un montón de justificantes en blanco, poniendo cualquier cosa en ellos con tal de no discutir. Queréis facturas, ¿verdad? Pues tomad facturas. Una vez le hizo llenar una en serbocroata de camelo a su sobrina de nueve años, para no usar siempre la misma letra: taxi Sarajevo-Split-Colmenar Viejo, o algo por el estilo. Firmado Radovan Milosevic Tudjman. A los administradores les daba igual, con tal de tener papel en forma con el que cubrirse las espaldas. Parapetados en sus despachos y muy lejos de la realidad de un campo de batalla, se apuntaban como un éxito rebajar mil duros en una cuenta de dos o tres millones de pesetas. Preferían gastarse el dinero en cubrir campañas electorales, fichar tías de tetas grandes, encargar programas a futurólogos, financiar Quién sabe dónde o el Código Uno de aquel fulano, Reverte.

Al llegar a la granja, Barlés encontró al dueño asomado a la verja de la puerta. Era un croata moreno y fornido con quien se había cruzado a primera hora, cuando discutía con los soldados porque se negaba a abandonar su casa. Ahora miraba con inquietud hacia la carretera y el puente.

—¿Situación mala? —le pregunto a Barlés, en mal inglés.

—Mala —respondió éste—. Bijelo Polje kaput. Yo de usted cogía a la familia y me largaba.

La familia asomaba las caritas llenas de churretes por los bajos de la verja: un par de críos rubios entre seis y ocho años. Al fondo del patio, junto a dos vacas y un viejo tractor oxidado, había una campesina también rubia, joven, y una anciana sentada bajo el porche.

Barlés se detuvo junto a la verja y le ofreció un cigarrillo al croata. El no fumaba, pero solía llevar en los bolsillos del chaleco —linterna, bloc, bolígrafos, un mapa, acreditaciones de los tres bandos y la ONU, pasaporte, dólares, marcos, aspirinas, navaja suiza, fósforos protegidos en un condón, potabilizadoras, grabador, botiquín de emergencia, Pharmaton Complex, tira de goma para torniquetes, radio Sony ICF/SW— un paquete de Marlboro para darle a la gente; era una buena forma de romper el hielo. El otro agradeció con una inclinación de cabeza, y al cogerlo rozo las manos del periodista con sus dedos ásperos. Olía a sudor y a tierra.

—Mucho preocupado —dijo, exhalando el humo, y señaló a los críos—. Mucho problema.

En pocas palabras puso a Barlés al corriente de su situación: no estaba dispuesto a dejar la granja pues temía, con razón, que la saquearan o incendiasen al quedar abandonada. Veinte años, explicó, había trabajado en Alemania para invertir aquí los ahorros de toda su vida. Durante un tiempo creyó poder mantenerse al margen: su patria era el trozo de tierra que le daba de comer. Pero la guerra llamaba ahora a su puerta. Se debatía entre el miedo por su familia y el miedo a perderlo todo; a convertirse en uno mas de los miles de refugiados que vagaban por Bosnia Central.

—No creer HVO retirarse nunca… —concluyó. Después puso una mano encima de la cabeza de cada crío—. ¿Cree musulmanes llegan hasta aquí?

Barlés se encogió de hombros.

—Si no vuelan el puente, si.

—¿Y si vuelan puente?

—Entonces quizá no, y quizá si.

Lamentaba la situación de aquel hombre, pero no más que la del resto de infelices que veía a diario. A fin de cuentas este era joven y podía empezar de nuevo en alguna parte, si es que lograba salir vivo de allí. Muchos otros, como el viejo de las postales, ya no podrían empezar nunca en ningún sitio.

Habían conocido al viejo en el sector musulmán de Mostar un año antes, cuando Bijelo Polje se mantenía aún lejos de la guerra, y al campesino croata que ahora miraba angustiado hacia el puente se la traían floja Mostar y el resto del mundo. El viejo apareció una de esas mañanas en que durante algunas horas dejaban de caer bombas. Entonces el silencio venía como algo extraño, inusual, y entre las ruinas se alzaban hombres, mujeres y niños semejantes a fantasmas sucios. Era una mañana de esas, con el sol tibio recortando los esqueletos negros de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, ladrillo, madera quemada, cenizas y materia orgánica-basura, animales, seres humanos pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días, pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho que te has ido. Era una de esas mañanas en que la guadaña descansa mientras la afilan de nuevo, y Barlés y Márquez descansaban en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con el consuelo egoísta de llevar en el bolsillo un billete de avión; ese pasaje que tarde o temprano permite decir basta e irse a otro sitio, allí donde puedes beber cerveza viendo pasar a la gente, y las chicas guapas pasean por la calle sin que les peguen un tiro. Era un día de esos y Barlés pensaba en la imposibilidad de trasmitir, en minuto y medio de Telediario, lo que uno siente cuando en las ruinas de una casa —muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla— encuentra en el suelo las fotos de un álbum familiar, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia. Un hombre sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven, bella, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde podían reconocerse los niños, el anciano y la mujer de ojos tristes.

Aquel de las fotos era un día de esos en Mostar, y Barlés y Márquez estaban sentados entre los escombros sin decir palabra. Y entonces llegó un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano musulmán que llevaba en la mano un pequeño mazo de tarjetas postales, y les contó su historia igual que el croata de la granja acababa de contar ahora la suya a Barlés. Tampoco aquel era un relato original: un hijo desaparecido, una mujer enferma en un sótano, la casa en el otro lado de la ciudad. El recuerdo de los hombres enmascarados que llegaron de noche, levanta, vamos, afuera, al puente, vete al otro sector. Los disparos, y los dos ancianos huyendo despavoridos en la oscuridad, sin tiempo a pensar que se iban para siempre.

Cuando terminó de contar, el viejo les fue mostrando las postales, manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar antes. Mira que hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Ni el puente. Nema nichta, nada de nada. Todo kaput, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad…? El anciano señalaba al otro lado de la ciudad. Estaba allí, en esa parte. Antigua de dos siglos, compruébalo en la postal. Ya no existe, no queda nada. El palacio, el edificio, la fuente. Todo destruido. Todo eliminado. Todo…

—Todo a tomar por culo —zanjó Márquez.

El anciano estuvo un rato en silencio. Al cabo suspiró, y antes de irse se entretuvo en reordenar cuidadosamente, con extraordinaria ternura, el mazo de postales que era cuanto le quedaba de su ciudad y de su memoria.

¡Barbari! —le oyeron murmurar en voz baja—. ¡Nema historia!

Después se alejó, y vieron cómo se lo tragaban otra vez la ciudad y la guerra.

Sonó un estampido en la dirección de Bijelo Polje y el campesino se volvió hacia allí, sobresaltado. Los niños rieron. Barlés miró hacia el porche, donde la mujer tenia cogida una mano de la anciana y los observaba.

—Ella debería irse —dijo—. Con los niños.

El croata se retorcía las manos. Llevaba al menos una semana sin afeitar y sus ojos enrojecían de insomnio.

—No puede ir sola —respondió—. Nadie cuida ella.

Barlés hizo una mueca desprovista de caridad. Había visto demasiadas granjas musulmanas ardiendo, demasiados campesinos musulmanes degollados en los maizales, demasiadas mujeres musulmanas acurrucadas en un rincón con ojos de animal herido. También había visto a una joven con su vestido de los domingos, muerta en el maletero de un Volkswagen Golf, con las piernas desnudas colgando sobre el parachoques. Y a una niña de diez años con un tiro en la cabeza, en mitad de un charco de sangre en el salón de su casa —era curiosa la cantidad de sangre que podía tener en el cuerpo una cría tan pequeña—. Todos, y a veces Barlés pensaba que incluso el mismo, tenían demasiadas cuentas que saldar en aquella guerra, donde las mujeres eran tristes y los hombres tenían tan mala leche.

Casi nunca intentaba explicarlo. El era un reportero, y a la hora de trabajar Dios sólo existe para los editorialistas. El análisis se lo dejaba a los compañeros de corbata, en la redacción, o a los expertos que salían explicando factores geoestratégicos con grandes mapas coloreados como fondo y a los ministros que asomaban la sonrisa en el informativo de las tres, muy atareados en Bruselas, hablando siempre en plural: nosotros hemos, nosotros vamos a, nosotros no podemos tolerar. Para Barlés, el mundo se reducía a planteamientos más simples: aquí una bomba, aquí un muerto, aquí un hijo de la gran puta. En realidad era siempre la misma barbarie: desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre la misma guerra. Una vez lo contó en una conferencia, en Salamanca, ante alumnos de Periodismo que tomaban notas y abrían ojos como platos mientras él les contaba el precio de un polvo en Manila, cómo hacerle el puente a un coche robado o sobornar a un policía iraquí, y los catedráticos —era la Pontificia— se miraban de reojo, inquietos, preguntándose si habrían invitado a la persona adecuada. Se trata de la misma guerra, les dijo. Cuando lo de Troya yo era muy joven, pero en los últimos veinte años he visto unas cuantas. No se que os contaran otros; pero yo estaba allí, y juro que siempre es la misma: un par de desgraciados con distinto uniforme que se pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo en un agujero lleno de barro, y un cabrón con pintas fumándose un puro en un despacho climatizado, muy lejos, que diseña banderas, himnos nacionales y monumentos al soldado desconocido mientras se forra con la sangre y con la mierda. La guerra es un negocio de tenderos y de generales, hijos míos. Y lo demás es filfa.

En cuanto a los Balcanes, había explicado Barlés en Salamanca a la futura competencia —casi todas mujeres; era increíble la cantidad de tías que iban a ser periodistas—, siempre fueron zona de frontera. En ese lugar estuvo la línea de confrontación entre los imperios austrohúngaro y turco, y las poblaciones de uno y otro lado ejercieron, durante siglos, como verdugos y víctimas en las diversas tragedias que deparó la Historia —las chicas de las primeras filas tomaban notas, aplicadas, y Barlés decidió cargar un poco las tintas—. Ya sabéis: soldados y funcionarios imperiales, fugitivos que se refugiaban en el otro lado, musulmanes cristianizados, cristianos islamizados. Turcos que se la endiñaban a los cristianos jovencitos y cosas así —las notas se interrumpieron y la decana miró, inquieta, el reloj—. Eran guerras a la manera clásica: represalias, pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas, cosechas en llamas. Heridas que sangran todavía. Al fin y al cabo, hace solo cien años Sarajevo aún era turca. En Europa, las hogueras de la Inquisición, la toma de Granada, el tributo de las cien doncellas, la noche de San Bartolomé, la conjura de los Boyardos, Crécy, Waterloo, los náufragos de la Invencible asesinados en las costas de Irlanda, el dos de Mayo, son asuntos lejanos, tamizados por el tiempo, asumidos como parte de un pasado que ya no tiene vínculo físico con el presente. Pero en los Balcanes la memoria es mas fresca. Los bisabuelos de quienes ahora combaten todavía se acuchillaban en nombre de la Sublime puerta o de la Viena imperial. La cuestión serbia encendió la Primera Guerra Mundial, y durante la Segunda, las atrocidades de ustachis croatas por una parte, y de chetniks serbios por la otra; dejaron bien fresca una tradición de agravios y de sangre. Después de todo, cada familia cuenta con un bisabuelo degollado por los turcos, un abuelo muerto en las trincheras de 1917, un padre fusilado por los nazis, la Ustacha, los chetniks o los partisanos. Y desde hace tres años, a eso hay que sumarle una hermana violada por los serbios en Vukovar, un hijo torturado por los croatas en Mostar, un primo hecho filetes por los musulmanes en Gorni Vakuf. Allí —había dicho Barlés a su joven auditorio— cada hijo de puta lo tiene todo muy claro, muy reciente. Por eso los Balcanes entraron chorreando sangre en el siglo XX y entraran del mismo modo en el XXI, por muchas milongas que os cuente el ministro Solana. El nacionalismo serbio, todos esos intelectuales que ahora pretenden lavarse las maños tras parir criminales como Milosevic y Karadzic, manipuló esos fantasmas para enfrentar a quienes no deseaban la guerra. Y el llamado Occidente, o sea, vosotros y yo, consentimos que así fuera. Los métodos más sucios fueron puestos en practica, ante la pasividad cómplice de una Europa incapaz de dar un puñetazo a tiempo sobre la mesa y frenar la barbarie. Esa diplomacia europea sin pudor y sin redaños, gratificando la agresión serbia con la impunidad, poniendo parches a toro pasado, hizo que primero croatas y después musulmanes bosnios se subieran al carro de la limpieza étnica y el degüello. Puesto que la canallada es rentable, se dijeron, seamos canallas antes que víctimas camino del matadero. Después la miserable condición humana se disparó sola, e hizo el resto del trabajo, y así van las cosas. Acabo de resumiros lo que pasa en Bosnia, hijos míos. O mejor hijas mías. Que os aproveche.

—Si mujer va sin mí, nadie cuida ella —repitió el croata.

Barlés observo la expresión hosca, obtusa, del hombre que tenía enfrente. Estaba harto de él, de su mujer y de la granja. Estaba harto de explicar; harto de palabras. De todos modos, Bijelo Polje se veía demasiado lejos de las Facultades de Periodismo. Allí las palabras sobraban.

—Si la Armija llega hasta aquí —dijo, haciendo un último esfuerzo— nadie cuidará de ella tampoco.

El hombre se volvió a medías para mirar a su mujer. Después bajó avergonzado la cabeza e hizo un gesto con la mano, señalando la granja.

—Es todo que tengo.

Barlés asintió despacio, antes de echarle un último vistazo a los chiquillos y caminar de nuevo, en dirección al Nissan. A veces, pensó mientras se alejaba con la mirada del hombre y los críos fija en su espalda, resulta una suerte no tener familia, ni nadie de quien preocuparse en el mundo. De esa forma uno puede salvarse, matar, morir, o reventar en paz.