III. Champán, chicas, factura, no problema

Una explosión sacudió los árboles al otro lado del río, y el fuego de fusilería, que se debilitaba entre los tejados en llamas, arreció por unos instantes. A la detonación siguieron otras en las que Barlés reconoció el cañón de 100 mm. de uno de los viejos T-54 capturados por los musulmanes. En algún lugar al otro lado del río tenían que estar volando tejas por los aires, y los últimos croatas defensores de Bijelo Polje iban a dejar de serlo de un momento a otro. Si los tanques habían llegado hasta allí, pensó, la tenaza estaba a punto de cerrarse en torno al pueblo. Pronto aparecerían tras la curva, con el puente a la vista, así que decidió regresar junto a Márquez.

Algunas balas pasaron silbando muy altas, casi al límite de su alcance, cuando cruzó la carretera. Procedían de la otra orilla y eran balas perdidas, de las que iban sin rumbo y a veces caían con un chasquido sobre el asfalto. Sonaban como al sacudir en el aire un largo alambre. Ziaaang. Ziaaang. Inclinó un poco la cabeza al oírlas pasar, por instinto. La bala que te mata es la que no oyes pasar, recordó. La bala que te mata es la que se queda contigo sin decir aquí estoy.

En realidad la guerra era eso, se dijo mientras llegaba junto a Márquez: kilos y kilos y toneladas de fragmentos de metal volando por todas partes. Balas, esquirlas, proyectiles con trayectorias tensas, curvas, lineales o caprichosas, trozos de acero y de hierro zigzagueando, rebotando aquí y allá, cruzándose en el aire, horadando la piel, arrancando trozos de carne, quebrando huesos, salpicando de sangre el suelo, las paredes. Después de veinte años de cubrir guerras, Barlés seguía sorprendiéndose ante el ingenioso comportamiento de algunos de esos trozos de metal: desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo cuando la pisaba Sexsymbol —efecto cónico, eficacia letal del 60%— lo hacía en el aire —efecto paraguas, eficacia del 85%—, hasta las granadas de carga hueca o la munición de calibre 5.56, que en los últimos tiempos empezaba a verse también en todos los frentes de Bosnia, a medida que los traficantes de armas conseguían mercados estables.

Ziaaang. Ziaaang. Pasaron zumbando, altas, dos balas más, pero esta vez no agachó la cabeza porque las esperaba y porque Márquez, recostado en el talud junto a su Betacam, lo estaba mirando. También eso de la 5.56 tiene su miga, pensó Barlés. Menos pesada que sus hermanas de otros calibres, posee además la ventaja de que al dispararse viaja en el límite de su equilibrio, de forma que cuando encuentra carne humana altera la trayectoria. Entonces, en lugar de salir en línea recta va y se tuerce, sale por otro sitio y, de paso, provoca la fractura de los huesos y el estallido de los órganos huecos, la muy zorra. También es cierto que mata menos, por ejemplo, que un calibre 7.62 OTAN o el más corto del Kalashnikov; pero todo esta estudiado. En cuanto a las balas, los muertos enemigos están muertos y ya está. Pero lo eficaz de verdad es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados y cosas así: requieren esfuerzos de evacuación, cura y hospitales, complican la logística del adversario y le revientan la organización y la moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las arregle como pueda. A esa conclusión, suponía Barlés, llegaron los estados mayores tras leer el informe —las estadísticas de Vietnam cruzadas con las campañas napoleónicas, o vaya usted a saber— que algún calificado especialista elaboró después de analizar factores, tendencias y parámetros. Barlés imaginaba al fulano en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café esta ardiendo, oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de napalm. No, este es de quemaduras en la población civil, me refiero al de soldados de infantería. Gracias, Jennifer, o Maripili. ¿Tomas una copa a la salida del trabajo…? No fastidies con eso de que estas casada. Yo también estoy casado.

Barlés lo sabía muy bien: el hecho de que un artillero serbio, por ejemplo, disparase la granada de mortero PPK-SlA en lugar de la PPK-SBB contra la cola del pan en Sarajevo podía suponer la diferencia entre que Mirjan, o Liljiana, vivieran, muriesen, recibieran heridas leves o quedasen mutilados para toda la vida. Y la existencia o disponibilidad de la PPK-SlA o la PPK-SBB dependían menos de las ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por los citados Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentaban llevarse al huerto a la secretaria. La bala retozona del 5.56, esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí sale por allá o hace estallar el hígado, se comporta así porque un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, quizá cató1ico practicante, aficionado a Mozart y a la jardinería, pasó muchas horas estudiando el asunto. Tal vez hasta le dio nombre —Bala Louise, Pequeña Eusebia— porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer, o su hija. Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, el asesino de manos limpias apagó la luz en la mesa de proyectos y se fue a Disneylandia con la familia.

Llegó al talud, tumbándose junto a Márquez. El cámara había encendido otro cigarrillo y fumaba tranquilo, lanzando de vez en cuando miradas hacia los tejados del pueblo en llamas.

—¿Has oído los tanques? —preguntó.

—Si. Quieren terminar pronto.

—No creo que nadie más cruce por aquí.

—Yo tampoco lo creo.

Miró Barlés su reloj, impaciente. Odiaba los relojes. Llevaba veintiún años de su vida pendiente de ellos, de la hora llamada deadline en jerga del oficio. La hora en que se cierra la edición del periódico o el Telediario, y tu trabajo, si no ha llegado a tiempo, se va al diablo. Todavía era preciso viajar hasta el punto de edición, una casa rodeada de sacos terreros con un grupo electrógeno y una parábola en el techo, donde trabajaban Pierre Peyrot y la gente de EBU. Aún así, la transmisión se interrumpía a veces por un fallo en las líneas, un defecto en la señal de envío, un apagón del grupo, un bombazo demasiado próximo. Todo el trabajo de la jornada podía perderse de ese modo, y entonces Barry, el técnico norteamericano, encogería los hombros mirando a Barlés como si le diera el pésame. May be the next time, quizá la próxima vez. Barry era un tipo fuerte, siempre de buen humor, que hablaba a través del teléfono por satélite con su mujer filipina en una curiosa mezcla de anglo-español, y antes de colgar le decía te quiero en voz baja y tapándose la boca con la mano, como si le diese vergüenza que lo oyeran ponerse tierno cinco segundos. Los de EBU eran un equipo mercenario muy bueno en su trabajo, que daba servicio de transmisión por satélite a las televisiones integradas en la red de Eurovisión. En cuanto a su jefe local, Pierre, era un francés flaco y amable, con lentes, que vivía la mitad del año en Ámsterdam con su mujer y su hija, y la otra mitad en las guerras de cualquier lugar del planeta. Barlés había trabajado con él en todas partes y eran viejos amigos. Cada día, sin necesidad de que Madrid hiciera la petición oficial vía Bruselas, Peyrot reservaba para Barlés y Márquez un satélite de diez minutos y una hora de montaje previo con Franz, el teutón silencioso, o con Salem, el suizo-tunecino rubio, menudo y sonriente. Los días malos editaban las cintas de video con el casco y el chaleco antibalas puesto. Una vez, en Sarajevo, Franz y Barlés se fueron de la mesa de edición treinta segundos antes de que una granada estallara junto a la ventana, regando la habitación de esquirlas de metralla. Pierre compuso, con música de un chotis proporcionada por Márquez, una canción sobre eso: el día que Televisión Española se levantó a mear, etcétera. La cantaban a menudo al emborracharse a oscuras en el Holiday Inn mientras las bombas caían afuera, Manucher contaba chistes iraníes incomprensibles, y Arianne, la corresponsal de France Inter que a veces se parecía a Carolina de Mónaco, le chuleaba a Barlés paquetes enteros de Kleenex porque se le habían terminado las compresas.

Hoteles de periodistas. Cada guerra tenía el suyo desde siempre. Vicente Talón, Giorgio Torchia, Pedro Mario Herrero, Louisset, Miguel de la Cuadra, Green, Vicente Romero, Fernando de Giles, Basilio, Bonecarrere, Claude Gluntz, Manolo Alcalá, los viejos reporteros de Argelia, Katanga, Cuba, Biafra y los Seis Días, los que estaban muertos, hechos polvo o jubilados, y de cuyas historias narradas en bares y burdeles se había nutrido Barlés en su juventud, hablaban con nostalgia del Aletti de Argel o el Saint Georges de Beirut. Cuando pensaba en ello se sentía terriblemente viejo. Con Manu Leguineche y alguno más, Barlés pertenecía a una generación casi extinguida, la que empezó a oír tiros a principios de los años setenta. Eran otros tiempos, sin tanta prisa, cuando uno tecleaba en viejos télex, rodaba en cine, arrastraba la abollada Underwood, podía perderse meses en África, y a la vuelta sus reportajes se publicaban en primera página. Ahora, sin embargo, bastaba un retraso de cinco minutos, una descoordinación de satélite, para que la información se quedara vieja y no valiese una puñetera mierda.

Para Barlés, como para cualquier reportero veterano, cada guerra estaba ligada al nombre de un hotel. Cuando la tribu de los enviados especiales desentierra el hacha y acude al olor de la pó1vora, muchos rostros e identificaciones se sitúan mencionando fechas y hoteles: el Ledra Palace en Chipre, el Commodore y el Alexandre en Beirut, los Intercontinental de Managua, Bucarest o Amman, el Hilton en Kuwait, el Chari de Yamena, el Camino Real de El Salvador, el Continental en Saigón, El Sheraton de Buenos Aires, el Parador de El Aaiún, el Dunav de Vukovar, el Mansour y el Rachid en Bagdad, el Explanade en Zagreb, el Anna María de Medugorje, el Meridien en Dahran, el Holiday Inn de Sarajevo, y tantos otros repartidos por la vasta geografía de la catástrofe. Los hoteles elegidos como cuartel general por los reporteros contienen un mundo singular y pintoresco: equipos de televisión entrando y saliendo, cables que cruzan el vestíbulo y las escaleras, baterías cargándose en cualquier enchufe, parábolas de teléfonos y equipos de transmisiones por todas partes, el bar sometido a expolio sistemático, apagones, velas en las habitaciones, camareros, soldados, proxenetas, furcias, traficantes, taxistas, espías, confidentes, policías, interpretes, dó1ares, mercado negro, fotógrafos sentados en el vestíbulo, tipos con la Sony pegada a la oreja escuchando France Inter o la BBC, cámaras por el suelo, equipos de edición, ordenadores portátiles, maquinas de escribir, chalecos antibalas apilados con cascos y sacos de dormir… A veces, como en Chipre, Kuwait o Sarajevo, también hay agua chorreando por las escaleras, cristales rotos a tiros y habitaciones deshechas a bombazos, colchonetas en los pasillos y el ruido de los generadores de gasolina para conseguir energía eléctrica. Barlés recordaba hoteles con Aglae Masini arrastrándose junto a Enrique Gaspar y Luis Pancorbo por el vestíbulo mientras paracaidistas turcos les disparaban desde la piscina. Cornelius emborrachándose con Josemi Díaz Gil en la hora feliz —dos copas al precio de una— del Camino Real, después que un helicóptero salvadoreño los atacara con cohetes en las montañas. Enric Martí limpiando sus Nikon en el bar del Holiday Inn cuando los serbios volaban la habitación 326 de un bombazo. Achille D'Amelia, Ettore, Peppe y los otros periodistas italianos en bañador y con mascara antigás en la piscina del Meridien mientras los Scud iraquíes hacían sonar la alarma en Dahran. Alfonso Rojo mentándole la madre a Peter Arnett porque no le dejaba usar el teléfono en el Rachid de Bagdad. Ricardo Rocha con una copa en la mano, saliendo a la puerta del Intercontinental a ver cómo los sandinistas atacaban el bunker de Somoza. Manu Leguineche tecleando en la Olivetti en la terraza del Continental, con el Vietcong a tiro de piedra. Javier Valenzuela con gafas negras en el bar del Alexandre, descubriendo la guerra enamorado de una libanesa. Tomas Alcoverro hablando muy serio con el loro del Commodore, haciéndole repetir: Cembrero, te odio, Cembrero, te odio. Todo el mundo corriendo al refugio del Osijek Garni y Julio Fuentes dormido en su habitación sin enterarse de nada, porque se desconectaba el sonotone de la oreja para dormir tranquilo. O las dieciocho putas rumanas reclutadas personalmente por Barlés en la fiesta de Nochevieja de los periodistas en el Intercontinental, con los chulos y los camareros tomando copas, Josemi esnifándose un Actrón picado, los hermanos Dalton —televisión gallega— liando canutos, y Julio Alonso y Ulf Davidson, muy mamados, tirándole bolas de nieve al tipo de la CNN que en ese instante emitía en directo al pie de la ventana.

Seguían tumbados el uno junto al otro, mirando el río. Barlés observó una vez mas el perfil del cámara: llevaba barba de dos días, y las arrugas verticales a cada lado de la boca le daban una expresión de dureza obstinada.

—No queda mucho tiempo —dijo Barlés.

—Me da igual. Esta vez no voy a perderme el puente.

Márquez tenía en Madrid una mujer y dos hijas a las que veía un mes al año, y transcurridos veinte días de ese mes se volvía tan insoportable que su propia familia le aconsejaba coger el avión y largarse a una guerra. Quizá por eso Eva, su mujer, no se había divorciado aún: porque existían guerras a las que mandarlo. A veces, en sus raros momentos de confidencia, Márquez se volvía a Barlés y le preguntaba que coño iba a hacer cuando fuera demasiado viejo para viajar y tuviera que quedarse en casa meses y meses. Barlés solía responderle que no tenía ni puta idea. Si no muere antes o logra salirse a tiempo, un reportero jubilado es como un marino viejo: todo el día apoyado en la ventana, recordando. Uno termina en los pasillos, tomando cafés en la máquina y contándole batallitas a los jóvenes igual que el abuelo de la familia Cebolleta, como Vicente Talón. A veces se preguntaba si no era preferible pisar una mina al modo de Ted Stanford en la carretera de Famagusta, o reventar de una buena trompa o un sifilazo en un bar de El Cairo o un burdel de Bangkok. O de un Sida en condiciones como Nino, primero técnico de sonido y luego cámara de TVE, que se lo había bebido todo y se lo había cepillado todo antes de hacer mutis por el foro con menos de treinta años. Habían trabajado mucho juntos en el norte de África y el Estrecho, incluido un mes tendiendo emboscadas a los marroquíes con el Polisario, y Barlés todavía lo recordaba, estremeciéndose, en una pelea con botellas rotas en un bar de contrabandistas, en Gibraltar. Salieron de allí de milagro mientras Nino, que con pluma y todo era un tipo muy bravo cuando se colocaba, repartía tajos a diestro y siniestro. Ahora Nino estaba muerto y no tenía que preocuparse por la vejez, ni por la jubilación, ni por nada.

La jubilación. Hermann Tertsch solía mencionarla con lengua insegura hacia el tercer whisky, cuando su ordenador portátil ya había transmitido por línea telefónica la crónica que publicaría El País a la mañana siguiente. Hermann acababa de escribir un libro explicando la guerra en la ex Yugoslavia y lo habían ascendido a jefe de Opinión del diario, lo que significaba jubilarse de los viajes y la acción después de muchos años como reportero en Europa central. Era un fulano de la escuela austrohúngara, como Ricardo Estarriol, de La Vanguardia, y el maestro de maestros, Francisco Eguiagaray, a quien todos los taxistas de todos los hoteles de todo el este europeo saludaban con un elocuente champán, chicas, factura, no problema. Generoso como un gran señor, entrañable, nostálgico del Imperio y capaz de verter lagrimas con la Marcha de Radetzky, Paco Eguiagaray era el gran especialista de la zona, y sus crónicas para televisión, ferozmente antiserbias en los primeros momentos de la guerra, le costaron una jubilación anticipada. Sin embargo, el tiempo le daba la razón. Con Estarriol y Tertsch llegó a predecir, al pie de la letra, lo que se avecinaba en los Balcanes:

—Esos imbéciles de las chancillerías europeas no leen historia.

Solía referirse al tema mientras invitaba a champaña helado en Viena, Zagreb o Budapest a los colegas mas jóvenes, que acudían a el en busca de doctrina y experiencia. Acudían todos salvo la Niña Rodicio, que después de sólo dos años de periodismo activo se había transformado directamente de modosa becaria en pozo de experiencia, y no necesitaba doctrina de nadie, ni siquiera cuando confundía los calibres, hablaba de los B-52 bombardeando en picado, o permitía que Márquez y los cámaras que trabajaban con ella le sacaran las castañas del fuego. Quizá por eso la Niña Rodicio hablaba mal de Paco Eguiagaray, de Alfonso Rojo, de Hermann y de todo el mundo, y trataba a patadas a la gente de su equipo. Como decían Miguel de la Fuente, Fermín, Álvaro Benavent y los que tuvieron el privilegio de vivir de cerca el asunto, trabajar con ella era igualito que hacerlo con Ava Gardner.

En cuanto a los fulanos de las chancillerías citados por Paco Eguiagaray al predecir el negro futuro de los Balcanes, estaban demasiado ocupados ensayando sonrisitas de autocomplacencia y posturas ante el espejo como para hacerle caso. «Vemos la crisis con razonable optimismo», había dicho el ministro español de Exteriores días antes de que los serbios atacaran Vukovar.«Habrá que hacer algo un día de estos», declararon sus colegas europeos cuando la segunda parte empezó en Sarajevo. Entre pitos y flautas habían tardado tres años en reaccionar, y lo hicieron chantajeando a los musulmanes bosnios para que aceptasen el hecho consumado de la partición del país; cuando ya nada podía devolver la virginidad a las niñas violadas, ni la vida a las decenas de miles de muertos. Hemos parado la guerra, decían ahora que todo parecía cerca de acabar, y se empujaban unos a otros para salir en la foto, presentándose en el cementerio a pintar de azul las cruces. Cuarenta y ocho de esas cruces correspondían a reporteros, muchos de ellos viejos amigos de Márquez y Barlés. Y ojalá los ministros y los generales y los gobiernos hubiesen hecho su trabajo como todos ellos: con el mismo pundonor y con la misma vergüenza.

Barlés siempre recordaba a Paco Eguiagaray y al clan de los austrohúngaros en su feudo del hotel Explanade de Zagreb. A diferencia de los anglosajones, que se alojaban en el Intercontinental, los españoles preferían el Explanade, mas en la línea de los antiguos hoteles europeos, salvo Manu Leguineche, que se alojaba en el International para ahorrar, porque siempre iba tieso. En el Explanade el servicio era impecable, la bodega surtida, y las lumis discretas y elegantes. Fue allí donde, en el invierno del 91, Hermann Tertsch y Barlés brindaron con montenegrino de Vranac —la ultima botella— a la memoria de Paco Eguiagaray al volver del asedio de Osijek. En Osijek habían estado cenando en un restaurante al aire libre durante un bombardeo serbio. Las granadas pasaban por encima del jardín y caían cerca, pero ellos no se levantaron de la mesa porque los acompañaban Márquez, Julio Fuentes, Maite Lizundía, Julio Alonso y un grupo de periodistas jóvenes a quienes no podían decepcionar poniéndose nerviosos antes de los postres. Así que Barlés le dijo a Hermann una frase que después, con el tiempo, pasaría a formar parte de la jerga de los enviados especiales: tres bombas mas y nos largamos. Terminaron todos corriendo a oscuras por la calle entre una lluvia de cañonazos. Fue la misma noche que una granada le llenó la espalda de astillas y vidrios a un redactor jovencito de ABC en el pasillo del hotel, y Julio Alonso se pasó horas con el en la bañera, quitándole una a una las esquirlas incrustadas en el cuerpo.

—Menuda suerte —decía Hermann, fumando sentado en el bidet—. Llegas a tu primera guerra, te hieren, sales en todos los periódicos y además firmas en primera página… A otros nos cuesta años hacernos esa reputación.

El de ABC asentía, aturdido, diciendo ¡ay! mientras Julio Alonso le hurgaba en la espalda para extraer las astillas de vidrio.

—¿Ves? Te quejas de vicio.

Hermann era delgado, elegante, y parecía mas un diplomático que un reportero. Usaba lentes con montura metálica y siempre vestía chaqueta y corbata, incluso en primera línea. El y Barlés se conocían desde Bucarest en la Nochebuena del 89, cuando las matanzas de la Securitate y la revolución en las calles. El día que entraron en el palacio de Ceaucescu y Hermann se llevó una corbata del dormitorio presidencial —una corbata ancha, espantosa, que nunca se puso— hacía tanto frió que los pies se les congelaban sobre el hielo. Así que, para echar los diablos, cogieron una cogorza importante. Terminaron, de madrugada, haciendo una carrera nocturna en automóvil por las calles desiertas de la ciudad, entre controles y francotiradores, pasándose la botella de coche a coche con Josemi Díaz Gil, el cámara, y con Antonio Losada, el productor de TVE. Josemi el Chunguito era flaco, nervioso, valiente, y se pasaba la vida divorciándose. Tenía pinta de gitano guapo, y una vez, en un reportaje sobre cárceles de mujeres, las reclusas intentaron violarlo sobre la marcha. Toda la tribu había llegado a Bucarest la madrugada de la revolución, tras un viaje de locos a través de los Cárpatos, con Antonio Losada al volante, derrapando sobre carreteras heladas, entre barricadas en llamas y campesinos armados hasta los dientes que bloqueaban los puentes con sus tractores y los miraban pasar desde lo alto de los desfiladeros, como en las películas de indios. En cuanto a Antonio Losada, era un tipo alto, apuesto, de gran corazón. En Bucarest iba cada día a la televisión local a transmitir el material grabado para los telediarios, y cada vez entraba y salía arrastrándose por el suelo, porque todo el mundo le disparaba. Nunca le habían pegado tiros antes, pero se aficionó tanto a aquello que cuando no tenia crónica iba de todas formas con tabaco y whisky para los técnicos rumanos, que lo adoraban y terminaron queriendo casarlo con una, montadora —de vídeo— muy guapa. Después de aquello estuvo en Bagdad la noche del bombardeo norteamericano, con Márquez y la Niña Rodicio, cuando todos menos Alfonso Rojo y Peter Arnett salieron por pies, y Márquez lloraba de rabia agarrado a la cámara porque la Niña Rodicio no quiso quedarse. Antonio Losada era el mejor productor de TVE —hablaba ingles, lo que entre los productores de Torrespaña suponía el no va mas— y además era un pedazo de pan, pero a veces le daba la neura y la liaba. Una vez que perdió un avión y se quedó tirado en Budapest, fue a tomarse una copa y, como se aburría, se estuvo pegando el solo con los gorilas húngaros de un discobar hasta que le partieron un labio. Llegó a Torrespaña al día siguiente con dos puntos en la boca, tumefacto y feliz.

Sonaron más balas perdidas y Barlés vio que Márquez sonreía un poco mientras apuraba la última chupada de su cigarrillo. Lo conocía lo bastante para adivinar sus pensamientos. Un día con buena luz, un cigarrillo, una guerra.

—Te gusta esto, cabrón.

Márquez se echó a reír, con aquella risa suya de carraca vieja, sin responder enseguida. Después tiró lejos la colilla y estuvo viéndola humear entre la hierba.

—¿Te acuerdas de Kukunjevac? —preguntó por fin, como si no viniera a cuento.

Pero Barlés sabía que si venía a cuento.

Kukunjevac fue en el 91, durante la ofensiva croata para capturar el pueblo serbio. Eran los tiempos en que uno llegaba junto a los soldados, decía hola muy buenas y se ponía a trabajar sin más trámites. Un batallón de seiscientos hombres avanzaba en dos filas a ambos lados de la carretera, recorriendo los cuatro kilómetros que los separaban del pueblo. Era la fuerza de ataque, la vanguardia, y todos sabían que los esperaba algo muy duro; a pesar de que eran jóvenes, ninguno mostró ganas de reír ni hacer bromas cuando Márquez se echó la Betacam al hombro y empezó a trabajar. Al principio siempre fingía rodar, para que se acostumbrasen y cobraran confianza, naturalidad. A eso lo llamaba trabajar con película inglesa. Pero aquel día no hizo falta. Al caer las primeras bombas, algunos sacaron rotuladores y bolígrafos para apuntarse, mientras caminaban, el grupo sanguíneo en el dorso de manos o antebrazos.

Kukunjevac fue la guerra de verdad. El día era gris, con algo de niebla sobre los campos verdes y las granjas que ardían en la distancia. A medida que se acercaban al pueblo cesaban las conversaciones y los comentarios, hasta que todos guardaron silencio y sólo se oyó el ruido de los pasos sobre la gravilla de la carretera. Barlés recordaba a Márquez caminando en la fila que iba por la derecha, un paso tras otro, la cámara a la espalda y la cabeza baja, mirando las botas del soldado que lo precedía; absorto en sus pensamientos o concentrado como un guerrero antes del combate. Y en realidad se trataba exactamente de eso. A veces Márquez parecía un samurái hosco y solitario, que se bastara a sí mismo sin necesitar un solo amigo en el mundo. Quizá todo cuanto los hombres echan en falta, aquello que les hace poner un pie ante el otro y largarse, él lo encontraba en la guerra.

Kukunjevac fue tan duro como esperaban; incluso más. En cabeza iba una sección de cebras, tropas de elite con el pelo rapado a franjas que solían cubrirse la cara con verdugos durante el combate. La técnica era simple: llegaban a una casa, sacaban a la gente escondida en el sótano a punta de fusil, la hacían caminar delante como escudo humano, y las casas empezaban a arder a los lados de la carretera. Uno de los cebras vino a Márquez para soltarle un amenazador no pictures cuando lo vio filmar a los civiles, así que el resto de las imágenes hubo que tomarlas a escondidas, con la cámara en la cadera y como si no estuviesen grabando nada. Barlés siempre recordaría Kukunjevac a través de las imágenes de Márquez; las que más tarde, en la sala de montaje de Zagreb, los equipos de otras televisiones acudieron a ver en impresionado silencio. El grupo de civiles que camina en vanguardia con los brazos en alto, estrechándose unos contra otros como un rebaño asustado. Soldados disparando ráfagas con el fondo de casas en llamas. La carretera inclinada, pues a veces Márquez no podía estabilizar bien la cámara, con soldados protegiéndose tras un blindado que mueve el cañón a derecha e izquierda mientras avanza. Otra vez el rebaño asustado y gris, lejano, en cabeza. El hongo de humo negro de una explosión cercana. El soldado joven que grita en un portal, alcanzado en el vientre, y aquel otro en estado de shock mirando a la cámara con ojos vidriosos mientras le taponan, o intentan hacerlo —no se quedaron allí para comprobarlo— la intensa hemorragia de la femoral desgarrada. Y el campesino con ropas civiles, muy joven, a quien un cebra enmascarado interroga dándole bofetadas que lo hacen volver la cara a uno y otro lado mientras se orina encima de puro terror, con una mancha húmeda y oscura extendiéndosele, hacia abajo, por la pernera del pantalón.

Sí. Kukunjevac fue la guerra de verdad, y no existía Hollywood capaz de reconstruir aquello: el cielo gris, los soldados moviéndose por la carretera, las casas ardiendo. Y la sensación de peligro, tristeza inmensa, soledad, que transmitía la imagen ligeramente torcida de la cámara de Márquez. Barlés lo recordaba caminando entre los soldados con la Betacam en la cadera, inexpresivo, las aletas de la nariz dilatadas y los ojos entornados, saboreando la guerra. Y tenía la certeza absoluta de que ese día, en Kukunjevac, Márquez había sido feliz.