La obsesión de Márquez con los puentes venía de tres años atrás, otoño de 1991, cuando el de Petrinja se le escapó por muy poco y Christiane Amanpour, de la CNN, llegó tarde a la guerra. Márquez tenía docenas de puentes intactos y destruidos, pero nunca en el momento de volar por los aires. Ningún cámara profesional lo había logrado aún en la ex Yugoslavia. Grabar un puente en el momento en que dice adiós muy buenas parece fácil, pero no lo es. Para empezar, hay que estar allí. Eso no siempre es posible, y además la gente no va pregonando que se dispone a volar tal o cual cosa. Simplemente pone unas cargas, lo vuela y ya está. Por otra parte, aunque uno esté al corriente de que se prepara la voladura, o lo sospeche, hay que tener una cámara en la mano y grabar mientras se produce el evento. O sea, que además de estar allí, es necesario estar allí filmando. Y hay cantidad de pegas que pueden impedirle a uno filmar. Que te disparen, por ejemplo. O que caigan tantas bombas que nadie sea capaz de levantar la cabeza. O que los soldados que se ocupan del asunto no te dejen grabar. También, según la conocida ley de Murphy —la tostada siempre cae al suelo por el lado de la mantequilla—, la voladura del puente, como la mayor parte de las cosas que ocurren en una guerra, se produce justo cuando tienes la cámara apagada, o estas cambiando la cinta, o has ido un momento al coche porque se agotaron las baterías, o te estas abriendo la bragueta como Ted Stanford. Sí. El amigo Murphy es compañero habitual de los reporteros en zona de guerra. A menudo se refieren a él, incluso, como un miembro más del equipo. También su madre es muy popular.
—¿Cómo vas de baterías? —preguntó Barlés.
Márquez miró el indicador e hizo un gesto afirmativo. Había suficiente si las cosas no se prolongaban demasiado. No iba a correr el riesgo de apagar la Betacam, pues en tal caso la voladura podía llegar antes de que transcurriesen los ocho segundos necesarios para que la cámara estuviese de nuevo en servicio. Al otro lado de la carretera, en la cuneta junto al cadáver que se parecía a Sexsymbol, estaban el casco y la mochila de Barlés con una batería y una cinta de recambio, además del micrófono para hacer entradillas. En principio debía bastar con eso, aunque guardaban mas material en el Nissan aparcado tras la granja de la carretera. Los equipos de televisión se mueven por el mundo con una endiablada cantidad de material a cuestas; eso incomoda mucho, sobre todo a la hora de salir corriendo. Así que Barlés añoraba a menudo sus doce años como enviado especial del diario Pueblo, cuando un saco de dormir y una bolsa colgada al hombro bastaban para tres meses en Oriente Medio o en África.
Vio que Márquez se acomodaba en el talud, situando la cámara de forma que cubriese bien el puente mientras hacía pruebas con el ojo pegado al visor. Zoom hacia adelante y hacia atrás, y panorámicas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Después se recostó un poco mirando alrededor, y Barlés comprendió que calculaba la trayectoria de los escombros cuando el puente saltara por los aires.
—Demasiado cerca —dijo Márquez.
Retrocedieron diez metros a lo largo del talud y se tumbaron de nuevo. Márquez hizo nuevas pruebas con la cámara y pareció satisfecho. Ahora el fuego de fusilería sonaba más débil hacia Bijelo Polje.
Tres años antes, en Petrinja, Márquez había estado a punto de tener su puente. Lo cruzaron a la ida, llegando al pueblo en plena ofensiva serbia, con los últimos defensores croatas derrumbándose ante los tanques del ejército federal yugoslavo. Barlés estaba en mitad de la calle principal haciendo su entradilla, algo improvisado del tipo Petrinja esta a punto de caer, etcétera, cuando apareció un pequeño grupo de croatas en fuga. Uno de ellos, gordito, con un casco de bombero y un fusil de caza, se detuvo ante la cámara, farfullando en mal italiano:
—Mucho tanque, tutto kaput. Nema soldati y nema nada. Io sono el último y me largo.
Había dicho eso de modo casi literal. Entonces un tanque serbio apareció al extremo de la avenida, y Márquez, de pie en mitad de la calle, filmó las balas trazadoras que pasaban entre sus piernas hasta acertarle a un fulano que, tumbado en el suelo con un RPG-7 en las maños, intentaba darle al tanque. Después todo fueron carreras y confusión, el herido desangrándose en el suelo, Barlés entrando en cuadro —hazte enfermera, cabrón— para taponarle la herida, un cañonazo a bocajarro y todos, incluyendo el herido que saltaba a la pata coja, salieron de cuadro mientras Márquez, que había empezado con una toma de foco en corto sobre el muslo atravesado, se limitaba a abrir, impasible, a plano general. Horas después aquellas imágenes iban a dar la vuelta al mundo, y TVE las estuvo utilizando casi un año como reclamo publicitario de sus servicios informativos; pero en aquel momento, a Márquez y a Barlés los servicios informativos les importaban un carajo. Así que lo que hicieron fue salir corriendo con los demás hasta el puente, con el tanque detrás, y Barlés solo recordaba haber corrido tanto en 1982, ante los Merkava judíos que remontaban la carretera de la costa entre Sidón y Beirut, aquella vez que Manu Leguineche creyó que se lo habían cargado y andaba preguntando por los hospitales si había allí un sahafi espani, un español al que le hubieran dado matarile. Pero desde la carretera de Sidón habían pasado diez años, y ahora Barlés y Márquez y el propio Manu gozaban de peores piernas que entonces. Así que llegaron sin aliento al otro lado del puente de Petrinja, que tenía preparada dinamita como para volar la catedral de Zagreb. Y fue entonces cuando Márquez se tumbó, preparando la cámara.
—Quiero este puente —dijo.
Pero no lo tuvo nunca. La voladura se retrasaba y se hacía tarde para la emisión del Telediario. Veinte minutos después tuvieron que retirarse con el puente intacto, justo cuando llegaban Christiane Amanpour y Rust, el cámara de la CNN, un tipo grandullón, tranquilo y amable que había sido marine en Vietnam.
—Os jodéis, que ya no queda guerra —les dijo Márquez. Y era cierto. Barlés y el habían sido el único equipo testigo de la retirada de Petrinja. Christiane y Rust volvieron con ellos a Zagreb y consiguieron que les cediesen algunos planos a cambio de montaje en sus equipos de edición del hotel Intercontinental. Rust era un buen tipo, y después, durante las aburridas veladas del Holiday Inn, en Sarajevo, citaba a menudo, festivo, las palabras de Márquez:
—Ya no queda guerra —decía, partiéndose de risa al recordar.
También Christiane Amanpour recordaba aquel episodio entre whisky y whisky, a la luz de las velas en Sarajevo, mientras la artillería serbia sacudía afuera y Paul Marchand intentaba, sin éxito, llevársela a la cama. Marchand era un independiente que trabajaba para varias radios francesas. De todos ellos fue el que mas tiempo vivió en la capital bosnia; conocía todos los chanchullos del mercado negro e iba de un lado a otro con un viejo coche agujereado en el que había escrito: No te molestes en dispararme. Soy invulnerable. Pero no lo era. A finales del 93, una bala de 12.7 le pulverizó los huesos de medio brazo. La mejor definición del asunto correspondió a Xavier Gautier, de Le Figaro. Según Gautier, el cubito y el radio de Marchand parecían sémola de hacer cuscús.
En cuanto al puente de Petrinja, fue volado, en efecto, aquel mismo día, dos horas después de que Márquez le dijese a Christiane y a Rust que ya no quedaba guerra; pero no había allí ninguna cámara para inmortalizar el momento. Márquez jamás se lo perdonó a si mismo, y desde entonces siempre andaba buscando un puente que filmar mientras lo volaban. Aquello se había convertido para el en una obsesión, como cuando en Bagdad se subía a un piso alto del hotel Rachid y pasaba horas al acecho para filmar el paso de un misil de crucero Tomahawk. Después le daba igual que la imagen se emitiera o no, porque el suyo era simple impulso de cazador: lo que necesitaba era tenerlo.
El tiempo transcurría despacio. Barlés le echó un vistazo al indicador de batería de la Betacam y se puso en pie.
—Voy a buscar mi mochila —dijo.
Cruzó la carretera con el oído atento, procurando no recortarse demasiado quieto ni demasiado tiempo sobre el talud. Sin duda ya habría soldados de la Armija tomando posiciones al otro lado del rió. El sol estaba muy alto y el chaleco antibalas resultaba caluroso y pesado, pero no se decidía a quitárselo; bastaba aquello para que cualquier francotirador desocupado se animara a darle la razón al viejo Murphy: cuando una tostada, etcétera. Si en la guerra algo puede salir mal, sale mal.
La suerte, pensó. Buena suerte es que el general Loan le pegue un tiro en la cabeza a un vietcong el día del Tet, y no ser tu el vietcong, sino el fotógrafo, y que todo pase justo delante de tu cámara. O estar filmando a Bill Stuart en Nicaragua justo cuando el somocista le dice que se ponga de rodillas y va y le pega un tiro. Buena suerte es estar haciendo fotos en Sarajevo y que la bala te atraviese la garganta sin tocar órganos vitales, como a Antoine Gyori, o saltar con un Warrior sobre una mina, como Corinne Dufka, y que mueran todos menos tu. Mala suerte es, tal vez, equivocarte de carretera, como Gilles Caron en el Pico del Pato, o como aquel equipo de la NBC que se bajó en Sidón del coche con la funda del trípode y el artillero del Merkava israelí se creyó que llevaban un misil. Mala suerte es, también, que te maten como a Cornelius en El Salvador, cuando estas enamorado de la chica que es tu ayudante de sonido, o palmar en un accidente de coche como Aláiz, cuando has estado en treinta guerras sin un rasguño. Más a pesar de todo eso, aunque la mala suerte exista, muy pocos reporteros veteranos creen de verdad en ella. En la guerra, las cosas suelen discurrir mas bien según la ley de las probabilidades: tanto va el cántaro a la fuente que al final hace bang. En sitios Así pueden matarte de muchas formas, pero básicamente son tres.
La primera modalidad es cuando sale tu numero, como en la tómbola. Eso es inapelable, y cuando toca, toca. Sobre la mala suerte desnuda y pura en la salud o el trabajo no hay nada que decir, sino resignarse a ella. La prueba viviente era Manuel Ortiz, un fotógrafo freelance argentino que se movía por la zona desde el comienzo de la guerra. Iba sin un dó1ar en el bolsillo, viviendo de prestado a la espera de la gran foto que le solucionase la vida; pero todos sabían que Manuel nunca haría esa foto. Tenía una especial habilidad para encontrarse, siempre, en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Cuando en Zagreb, por ejemplo, se rendía el cuartel Mariscal Tito, el estaba en Sisak, donde la calma en el frente era absoluta. Por el contrario, cuando acudía a Jasenovac para fotografiar el avance serbio, los combates se habían desplazado a otro sitio; por ejemplo a Sisak. La imagen que podía darle a Manuel fama o dinero siempre se producía cuando había agotado la película, o cuando las cámaras acababan de serle confiscadas en un control. Pero eso no quiere decir que la tribu de los enviados especiales rehuyese al argentino, o le hiciera el vació por gafe. Al contrario, todo el mundo le pagaba gustoso una copa y se interesaba, de paso, por sus proyectos:
—¿Dónde vas mañana, Manuel?
—Pues tengo intención de echar una ojeadita por Pakrac, viste.
Con lo que todos eliminaban Pakrac de sus itinerarios del día siguiente y se iban a trabajar a otra parte. De una u otra forma, con su mala suerte a cuestas, Manuel llevaba tres años moviéndose por la zona —Vukovar, Sarajevo, Mostar— sin sufrir un arañazo, cosa que no podía decir todo el mundo. Por ejemplo, el equipo de la televisión danesa que durante una semana fue la envidia de todos en el Intercontinental de Zagreb, porque donde iban se liaba y volvían con un material estupendo. Hasta que, en la barricada de Gorne Radici, se asomaron a hacer un plano y se bajaron los dos con metralla en el cerebro por no llevar puesto el casco. Y es que eso de la suerte es algo muy relativo, según y cómo. Como dijo Manuel cuando le dieron la noticia mientras bebía —de gorra— en el bar del Explanade, mas vale no hacer ninguna foto que hacer la última foto.
Descartado el factor suerte, Barlés sabia muy bien que hay otras dos formas de que te maten en la guerra. Una es cuando llevas poco tiempo, y todavía no sabes moverte bien. A la mitad de los que mueren los matan en el estreno, sin darles tiempo a aprender trucos útiles como distinguir un disparo de salida de otro de llegada, moverse por una calle donde hay francotiradores, no recortarse en las puertas y las ventanas, o saber que cuando hay muchos tiros a la gente se la refanfinfla que seas periodista o no. O sea, que llegas, te pones a trabajar y te matan, como a Juantxu Rodríguez en Panamá, o a Jordi Pujol en Sarajevo cuando hacia fotos con Eric Hauck para el Avui. O como a Alfonso Rojo en Nicaragua, cuando los somocistas se empeñaron en pegarle un tiro, y se lo hubieran dado si no se arroja de un camión en marcha mientras lo llevaban, con las maños atadas a la espalda, camino del paredón. Por aquella época Alfonso se lo tomó muy a mal, sobre todo porque le decían: Ahora te ponemos los zapatitos blancos y te vas de viaje, lo que es una evidente falta de respeto cuando estas a punto de palmarla. Pero los años templan, y Alfonso confesaba no guardarles ya rencor técnico a los somocistas. Y es que, por mucho que las píen los domingueros y los cantamañanas, en la guerra a un periodista no lo asesinan casi nunca: lo matan trabajando en un lugar donde la gente pega tiros, y hay un barullo muy grande, y anda suelto mucho hijoputa con escopeta que no tiene tiempo ni ganas de pedirte la documentación. Esas son las reglas del juego, y Alfonso, y Barlés, y Márquez, y Manu, y todas las viejas zorras supervivientes del oficio, lo sabían mejor que nadie.
En cuanto a que te maten, la tercera posibilidad, la mas frecuente, es la ley de las probabilidades. O sea, que al cabo de equis tiempo ya te toca. En Sarajevo, a finales del 92, todos estaban de acuerdo en que Manucher, el fotógrafo de AFP, se fue cuando iba a salir su numero. El día antes, mientras bajaba por una escalera en compañía de unos amigos bosnios, una bomba serbia se habla llevado media escalera incluidos los amigos, y el se quedó arriba, sobre el ultimo peldaño intacto, con un pie en alto como el gato Silvestre de los dibujos animados. Por la tarde, mientras descansaba en su habitación del hotel, se levantó a por agua justo cuando una esquirla de metralla aterrizaba exactamente en el centro de su cama. Manucher era francés de origen iraní, y su fatalismo oriental le daba un valor indiferente y tranquilo; pero recibió la noticia de que iba a ser relevado con visible alivio, porque —confesó al pie del avión— tenía la certeza de que ya estaba a punto de sacar papeleta. También Paco Custodio hizo parecidos cálculos sobre un bloc, muy serio y a la luz de su linterna Maglite en el Holiday Inn, antes de largarse de Sarajevo. Era el otoño de 1992, la época de los grandes bombardeos, de las matanzas en las colas del pan y todo eso, y el promedio venía a ser de un periodista muerto o herido cada seis días; le habían dado hasta a Martín Bell, de la BBC, mientras su cámara lo filmaba en directo, y eso era como ir a Roma y darle candela al Sumo Pontífice en plena audiencia papal. Barlés recordaba a Custodio, con su mostacho británico, mostrándole los garabatos del bloc mientras la luz de la linterna se le reflejaba en los cristales de las gafas. A + B igual a C. A la gente le toca al cabo de tantos días, nosotros llevamos aquí cuarenta y cinco con una medía de doce horas diarias en la calle. Nos han disparado tantos francotiradores y tantas bombas, luego según estos cálculos ya nos toca a nosotros. Así que tómate un último whisky y deja que te lo pague yo porque me largo.
Largarse de los sitios. Lo de Custodio era sentido común, y después de mes y pico de campaña ya no tenía que demostrarle nada a nadie. Otros no aguantaban tanto, como Miguel el Manchego en Abu Jaude, Líbano, febrero de 1987, que se comía el tarro pensando en su hija recién nacida y en cuanto sonaba un tiro se le iba el pulso de la cámara, tanto que Barlés tuvo que editar aquel En Portada con descartes de un reportaje anterior. A otros lo que se les iba era la olla, como a Nacho Ayllón, el técnico de sonido que estuvo con Custodio y Barlés en Mozambique, en marzo de 1990. Nacho casi se había vuelto loco de horror la noche que un grupo de guerrilleros borrachos quiso matarlos para quedarse con sus relojes y sus botas, y el jefe dijo que le dejaran vivo al jovencito de los ojos azules. Otros no aguantaban nada, como Manolo Ovalle en Beirut: después de toda la vida airándose el folio sobre los tiempos en que acompañaba a Miguel de la Cuadra y se comía las balas sin pelar, vio unas imágenes de chiítas degollados, frescos, del día anterior, se metió en su habitación del hotel Alexandre y dijo que el no iba al frente de Bikfaya si no le daban garantías. Garantías de qué, se le choteaba Enrique del Viso cuando fueron a buscarlo a su habitación y Ovalle les sacó la foto de su mujer y sus hijos. Ahora Ovalle vendía botas Panamá Jack para redondear el sueldo y se las daba de aventurero tragasables. El Tigre de Beirut, lo apodaban los que estaban en el ajo.
Barlés miró hacia el otro lado del río, donde los tejados de Bijelo Polje seguían en llamas. Imaginó qué objetos alimentaban aquel fuego: libros, muebles, fotos, vidas. Desde el incendio de la biblioteca de Sarajevo le resultaba imposible ver una casa ardiendo sin pensar en lo que había dentro. La biblioteca de la ciudad ardió también durante aquel tiempo, verano-otoño del 92, en que Manucher y Custodio y tantos otros se fueron y vinieron otros nuevos. El promedio de permanencia era de un par de semanas, pero a veces llegaban y los mataban, o los herían y evacuaban con tanta rapidez que no daba tiempo a saber sus nombres; como aquel productor de la ABC a quien, viniendo del aeropuerto, un francotirador le metió la bala explosiva en los riñones, justo entre la T y la V de la gran TV que lucia en la trasera de la furgoneta, y lo dejó listo de papeles cuando aún no llevaba veinte minutos en la ciudad. O la pareja de fotógrafos franceses, jóvenes, freelancers y desconocidos, en su primer reportaje de guerra. Llegaron a la diez de la mañana en el Hércules de la ONU, y a las once ya le había caído un mortero a uno de ellos, Así que lo evacuaron a Zagreb en el mismo avión en que vino. Su compañero, un pelirrojo tímido llamado Oliver, estuvo dos días vagando por el vestíbulo del Holiday Inn en estado de shock, incapaz de trabajar y de relacionarse con nadie, hasta que Fernando Múgica, de El Mundo, se apiadó de el y le dio alcohol y conversación durante toda una noche. Múgica justificaba Así su acto de caridad:
—Sólo hay algo peor que ser un fotógrafo desconocido al que hieren apenas llega a Sarajevo: ser el amigo desconocido del fotógrafo desconocido.
Barlés siempre sonreía al recordar a Fernando Múgica, a quien conoció casi veinte años antes, en el Aaiún. Fernando era un vasco rubio, alto, con buen corazón y buen humor. A su llegada a Sarajevo, la primera vez que los acompañó en coche por la ciudad a oscuras a través de un bombardeo nocturno, uno de los impactos cayó delante de ellos, incendiando un camión. Al pasar junto a él, iluminado por las llamas, Fernando había movido la cabeza:
—Esto no es real, ¿verdad…? ¡Lo habéis organizado vosotros para asustarme!
Barlés se detuvo en la cuneta. El muerto que se parecía a Sexsymbol estaba como lo había visto un rato antes, quizá con algunas moscas más. En realidad, pensó, todos los muertos se parecen una barbaridad. Cuando hacía memoria, recordaba cadáveres que siempre parecían el mismo en distintos escenarios y posturas. A veces las imágenes se superponían unas a otras, y resultaba difícil precisar a que lugar, a que momento del pasado correspondía cada una de ellas. Muertos conocidos o muertos sin nombre: Kibreab, Belali, Alberto, Yasír. Los eritreos muertos en la colina de Tessenei, el muchacho de Esteli, Georges Karame en Acherafieh, los iraníes del rió Karun, Pedro Aristegui en Hadath, la sandinista María Asunción en el Paso de la Yegua, Jasmina en la morgue de Sarajevo, los guardias nacionales con Rolex en la muñeca, achicharrados en la carretera de Basora. Y aquella vez que se asomó a un tanque destruido, en Yamena, y había dentro un soldado libio, muy joven, como dormido sobre un inmenso charco de sangre, litros y litros, la sangre mas viva y roja que Barlés viera nunca; tanto que abrió todas las escotillas hasta que hubo suficiente luz para hacerle una foto. Aquel mismo día hizo otra que fue primera página en Pueblo: dos guerrilleros junto a un cadáver enemigo como si se tratara de un trofeo de caza; uno haciendo la uve de la victoria y el otro con un pie sobre la cabeza del muerto. O quizá la foto no fuese del mismo día; ni siquiera de la misma guerra. Quizá el muerto no era chadíano, sino etíope, y en lugar de Yamena había ocurrido en Tessenei, Eritrea, donde el 4 de abril de 1977 Barlés estuvo media hora en una colina donde sólo había hombres muertos, y cuando terminó el ultimo rollo de película y dejó de verlos a través del objetivo, sintió tanto miedo que bajó la ladera corriendo, como si temiera no regresar nunca al mundo de los vivos.
De uno u otro modo, Barlés se alegraba de trabajar desde hacía diez años para la televisión, mientras sus viejas Pentax enmohecían en el fondo de un armario. Es mejor que de la imagen se ocupen otros.
Aún miraba el cadáver. Tenía los bolsillos vueltos del revés; sin duda sus compañeros lo registraron en busca de municiones, dinero y tabaco antes de dejarlo allí. Alejó con el pie las moscas del rostro, pero volvieron en seguida. Por un momento Barlés tuvo la fugaz visión de alguien esperando en alguna parte. Una mujer, tal vez. El muerto era joven, así que quizá se trataba de una madre, o una novia. De cualquier modo ese alguien, a la espera de una carta o una noticia, tal vez pendiente de la radio —intensos combates en Bosnia Central— ignoraba aún que el objeto de sus pensamientos era un trozo de carne pudriéndose al sol en la carretera entre Bijelo Polje y Cerno Polje. Porque en el fondo cada muerto no es sino eso: el dolor futuro de alguien que te espera y no sabe que estas muerto.
Barlés volvió la espalda a Sexsymbol y fue junto a Márquez con la mochila y el casco en la mano. De todas formas, blancos, negros o amarillos, del bando que fueran, todos los cadáveres que podía recordar eran siempre el mismo en la misma guerra, en su memoria y fuera de ella. Una vez hizo la prueba: editando un Informe Semanal sobre Angola, donde los muertos eran negros, insertó algunos planos de archivo con otros, blancos, filmados dos años antes, en El Salvador. Antolín, el montador de video, estaba preocupado. Veras como la liamos, decía. Pero nadie notó la diferencia.