I. El puente de Bijelo Polje

Arrodillado en la cuneta, Márquez tomó foco en la nariz del cadáver antes de abrir a plano general. Tenía el ojo derecho pegado al visor de la Betacam, y el izquierdo entornado, entre las espirales de humo del cigarrillo que conservaba a un lado de la boca. Siempre que podía, Márquez tomaba foco en cosas quietas antes de hacer un plano, y aquel muerto estaba perfectamente quieto. En realidad no hay nada tan quieto como los muertos. Cuando tenía que hacerle un plano a uno, Márquez siempre accionaba el zoom para enfocar a partir de la nariz. Era una costumbre como otra cualquiera, igual que las maquilladoras de estudio empiezan siempre por la misma ceja. En Torrespaña eran famosas las tomas de foco de Márquez; los montadores de video, que suelen ser callados y cínicos como las putas viejas, se las mostraban unos a otros al editar en las cabinas. No te pierdas esta, etcétera. Junto a ellos, los redactores becarios palidecían en silencio. No siempre los muertos tienen nariz.

Aquel tenía nariz, y Barlés dejo de observar a Márquez para echarle otro vistazo. El muerto estaba boca arriba, en la cuneta, a unos cincuenta metros del puente. No lo habían visto morir, porque cuando llegaron ya estaba allí; pero le calculaban tres o cuatro horas: sin duda uno de los morteros que de vez en cuando disparaban desde el otro lado del rió, tras el recodo de la carretera y los árboles entre los que ardía Bijelo Polje. Era un HVO, un javeo croata joven, rubio, grande, con los ojos ni abiertos ni cerrados y la cara y el uniforme mimetizado cubiertos de polvillo claro. Barlés hizo una mueca. Las bombas siempre levantan polvo y luego te lo dejan por encima cuando estas muerto, porque ya no se preocupa nadie de sacudírtelo. Las bombas levantan polvo y gravilla y metralla, y luego te matan y te quedas como aquel soldado croata, más solo que la una, en la cuneta de la carretera, junto al puente de Bijelo Polje. Porque los muertos además de quietos están solos, y no hay nada tan solo como un muerto. Eso es lo que pensaba Barlés mientras Márquez terminaba de hacer su plano.

Dio unos pasos por la carretera, en dirección al puente. El paisaje habría sido apacible de no ser por los tejados en llamas entre los árboles del otro lado del río, y la humareda negra suspendida entre cielo y tierra. A este lado había un talud que bajaba hasta la linde de un bosque, unos campos anegados a la izquierda, y la carretera que hacía una curva cien metros más allá, junto a la granja donde estaba el Nissan. En cuanto al puente, consistía en una antigua estructura metálica milagrosamente intacta después de tres años de guerra, de esas que tienen dos grandes arcos de acero para sostener la pasarela. A Barlés le recordaba uno semejante, de hojalata, que tuvo de niño, con la vía férrea de un tren eléctrico.

Durante toda la mañana habían estado pasando por el puente refugiados que huían del avance musulmán hacia Bijelo Polje: primero coches cargados de gente con maletas y bultos; luego carros tirados por caballos, con críos sucios y asustados; por fin, tras los últimos civiles que huían a pie, soldados exhaustos con la mirada distante, perdida, de aquellos a quienes ya da igual ir hacia adelante que hacia atrás. Al cabo, un último grupo: tres o cuatro javeos corriendo. Después, otro que sostenía a un herido que cojeaba. Por fin un hombre solo, sin duda un oficial que se había arrancado las insignias, con el Kalashnikov y dos cargadores vacíos en la mano izquierda. Márquez los grabo a todos mientras pasaban, y al ver la TVE pegada en la cámara el oficial lo insulto en croata: Ti-Vi-Ei Yebenti mater, me calzo a vuestra madre, en traducción libre. En el norte de Bosnia los javeos ya no hacían la uve de la victoria ni daban palmaditas en la espalda a los cámaras de televisión. Eso era viejo de tres años atrás, cuando Vukovar y Osijek y todo aquello; cuando los croatas aún eran los buenos, los agredidos, y los serbios el único malo de la película. Ahora al que más y al que menos le habían partido la boca, las fosas comunes se desenterraban en todos los bandos y cada cual tenía cosas que ocultar. Yebenti mater o yebenti maiku, la versión solo difería según quien te mentara a la madre. A medida que las guerras se hacen largas y a la gente se le pudre el alma, los periodistas caen menos simpáticos. De ser quien te saca en la tele para que te vea la novia, te conviertes en testigo molesto. Yebenti mater.

Barlés se detuvo a veinte metros del puente: una distancia prudencial desde la que podía distinguir los cajones de pentrita adosados a los pilares, y las botellas de butano que reforzaban el explosivo. Los cables detonadores bajaban por el talud hasta la linde del bosque, donde habían visto retirarse a los zapadores javeos después de instalar las cargas. No podía verlos pero estaban allí, esperando el momento de hacerlo saltar. En el cuartel general de Cerno Polje, a pesar de su renuencia a pronunciar la palabra retirada, un comandante le había explicado lo básico del asunto:

—Sobre todo no crucen el puente. Se exponen a quedarse al otro lado.

Era lo que ellos llamaban territorio comanche en jerga del oficio. Para un reportero en una guerra, ese es el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta. El lugar donde los caminos están desiertos y las casas son ruinas chamuscadas; donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El suelo de las guerras esta siempre cubierto de cristales rotos. Territorio comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti.

Barlés observo de nuevo el otro lado del río, los árboles que ocultaban Bijelo Polje, y se pregunto qué tipo de blanco ofrecía en ese momento, y para quién. En cuanto asomase tras la curva el primer tanque o los primeros soldados de la Armija, los zapadores del bosque bajarían la palanca detonadora antes de salir corriendo. La idea, supuso, era mantener el puente hasta el último momento, por si alguno de los desgraciados que resistían en el pueblo alcanzaba el río. Aún se les oía disparar los últimos cartuchos entre los tejados en llamas. Por un momento los imaginó rompiendo tabiques para huir de una casa a otra, arrastrando heridos que dejaban rastros de sangre sobre el yeso desmenuzado y los escombros del suelo. Enloquecidos por el miedo y la desesperación. Según el Sony ICF de onda corta y la BBC, en un pueblo vecino la Armija había descubierto una fosa con cincuenta y dos cadáveres de musulmanes maniatados. Y cincuenta y dos cadáveres puestos en fila hacen una fila muy larga. Además, tienen familia: hermanos, hijos, primos. Tienen gente que los echa de menos y al verlos allí, uno detrás de otro y recién desenterrados, se lo toma a mal. Por eso en Bijelo Polje la Armija perdía poco tiempo en hacer prisioneros. Barlés soltó una risita atravesada y lúgubre, para sus adentros. Quien hubiera bautizado aquello como limpieza étnica, no tenía la menor idea. La limpieza étnica podía considerarse cualquier cosa menos limpia.

Escuchó la salida de un mortero de 60 Mm. situado en las afueras del pueblo, a un kilómetro del puente, y miro alrededor en busca de un lugar donde ponerse a cubierto. Disponía de unos veinte segundos hasta la llegada, si es que venía en esa dirección, así que decidió olvidarse del casco de kevlar, que estaba en el suelo demasiado lejos, junto a Márquez. Anduvo sin apresurarse demasiado hasta el talud y se tumbo en el boca abajo, observando a su compañero que, aún arrodillado junto al muerto, también había oído el mortero y miraba al cielo como esperando verlo venir.

Eran muchos años juntos en muchas guerras, así que Barlés supo en el acto lo que ocupaba la atención del cámara. Resulta muy difícil filmar el impacto de una bomba, pues nunca sabes exactamente donde va a caer. En las guerras las bombas te caen de cualquier modo, con las leyes del azar sumadas a las leyes de la balística. No hay nada mas caprichoso que una granada de mortero disparada al buen tuntún, y uno puede pasarse la vida filmando a diestro y siniestro en mitad de los bombardeos sin conseguir un plano que merezca la pena. Es como encuadrar a los soldados en combate; nunca sabes a quien le van a dar, y cuando lo consigues resulta pura casualidad, como lo de Enrique del Viso en Beirut, en el 89. Estaba filmando a un grupo de chiítas cuando una ráfaga se coló en el parapeto y hubo bingo. Después, el ralentizado mostró las trazadoras de color naranja al rozar la cámara, un Amal con cara de pasmo llevándose la mano al pecho mientras soltaba el arma, la cara desencajada de Barlés, su boca abierta en un grito: filma, filma, filma. Y es que la gente cree que uno llega a la guerra, consigue la foto y ya esta. Pero los tiros y las bombas hacen bang-zaca-bum y vete tú a saber. Por eso Barlés vio que Márquez, todavía arrodillado, se echaba al hombro la Betacam y se ponía a grabar otra vez al muerto. Si el impacto caía cerca, haría un rápido movimiento en panorámica desde su rostro a la humareda de la explosión, antes de que esta se disipase. Barlés confió en que al menos una de las pistas de sonido de la cámara estuviese en posición manual. En automático, el filtro amortigua el ruido de los tiros y las bombas, y entonces suenan falsos y apagados, como en el cine.

La granada de mortero cayó lejos, en la linde del bosque, y Barlés disfruto mucho al imaginar el susto de los zapadores. Márquez no se había movido durante la explosión, excepto el arco de panorámica con la cámara, que se perdió en el vació. Ahora se levantó despacio y vino hasta el lugar donde seguía tumbado Barlés. Una vez, haciendo lo mismo que Márquez, a la caza de una explosión, a Miguel de la Fuente le cayó encima toda la metralla de un mortero serbio en Sarajevo. Metralla y gravilla, el asalto de medía calle. Lo salvaron el chaleco antibalas y el casco, y cuando se agacho para coger un trozo grande de metralla como recuerdo de lo cerca que la tuvo, el metal le quemo la mano. Durante la época dura, en Sarajevo, a eso lo llamaban ir de shopping. Se ponían el casco y los chalecos y se pegaban a una pared en la ciudad vieja, a oírlas venir. Cuando alguna caía cerca, iban corriendo y grababan la humareda, las llamas, los escombros. Los voluntarios sacando a las victimas. A Márquez no le gustaba que Barlés ayudase a los equipos de rescate porque se metía en cuadro y estropeaba el plano.

—Hazte enfermera, cabrón.

A Márquez las lágrimas no le dejaban enfocar bien, por eso no lloraba nunca cuando sacaban de los escombros niños con la cabeza aplastada, aunque después pasara horas sentado en un rincón, sin abrir la boca. Paco Custodio si lloró una vez en la morgue de Sarajevo, uno de esos días con veinte o treinta muertos y medio centenar de heridos; de pronto dejó la cámara y se puso a llorar al cabo de mes y medio aguantando aquello sin pestañear. Después se fue a Madrid y vino otro cámara, que tras su primer niño descuartizado por un mortero se emborrachó y dijo que pasaba de todo. Así que Miguel de la Fuente cogió la Betacam y a el le cayó encima la grava y la metralla cuando hacía shopping en Dobrinja, que era un barrio de Sarajevo donde te disparaban a la ida, a la vuelta y durante, y donde los muros del edificio en mejor estado medían metro y medio de alto. Miguel era un tipo duro, y también Custodio lo era, como lo habían sido Josemi Díaz Gil en Kuwait, Salvador y Bucarest, o Del Viso en Beirut, Kabul, Jorramchar o Managua. Todos eran tipos duros, pero Márquez era el más duro de todos. Barlés pensaba eso mientras lo veía acercarse cojeando. Márquez cojeaba desde quince años atrás, cuando iba con Miguel de la Cuadra y se cayó por un precipicio con dos eritreos una noche sin luna, cerca de Asmara. Los dos guerrilleros murieron y el estuvo medio año parapléjico, en un hospital, con la columna vertebral hecha un sonajero, sin mover las piernas y cagándose en los pantalones del pijama. Había salido adelante a base de voluntad y redaños, cuando nadie daba un duro por el. Ahora, cada vez que aparecía en la redacción, la gente se apartaba y lo miraba en silencio. No es que Márquez fuese a la guerra. Sus imágenes eran la guerra.

—Me perdí la bomba.

—Lo he visto.

—Cayó demasiado lejos.

—Mas vale demasiado lejos que demasiado cerca.

Era uno de los principios básicos del oficio, como también lo era aquello de mejor te toque a ti que a mi. Márquez asentía despacio. El eterno dilema en territorio comanche es que demasiado lejos no consigues la imagen, y demasiado cerca no te queda salud para contarlo. Y lo malo de hacer shopping con morteros no es que te caigan demasiado cerca, sino encima. Márquez había dejado la cámara en el suelo y estaba en cuclillas junto a Barlés, mirando el puente con los ojos entornados. Le fastidiaba que Barlés o cualquier otro se le metiera en cuadro mientras grababa niños muertos entre ruinas, aunque a veces, cuando ya no podía mas, dejaba la cámara en el suelo y también se ponía a remover escombros; pero solo cuando tenía suficiente imagen para minuto y medio en el Telediario. Márquez era rubio, pequeño y duro, con los ojos claros, y las tías lo encontraban atractivo. Algunos decían que se tiro a la Niña Rodicio durante el bombardeo de Bagdad, pero eso era una estupidez. Durante un bombardeo y con una cámara en la mano, Márquez no le habría dicho ojos negros tienes ni a Oriana Fallaci en sus buenos tiempos, cuando Méjico, Saigón y todo eso. Y la Niña Rodicio no era precisamente Oriana Fallaci.

—Quiero ese puente —dijo Márquez con su voz áspera, de carraca vieja.

Ambos lo querían, pero sobre todo él. Esa era la razón de que permanecieran allí en lugar de largarse con todo el mundo, a pesar de lo tarde que era: menos de tres horas para la segunda edición del Telediario, y aún había de por medio cincuenta minutos de viaje por malas carreteras hasta el punto de emisión. Pero Márquez deseaba ese puente, y Márquez era un tipo testarudo. Casi nunca se ponía el chaleco antibalas ni el casco porque le molestaban para trabajar con la cámara. A diario tenían broncas al respecto.

—No es que me importe mucho —matizaba Barlés—. Pero si te dan, me quedo sin cámara.

Como venganza, Márquez lo hacia situarse para las entradillas en lugares difíciles, donde cuesta concentrarse mientras uno habla ante el micrófono porque esta mas atento a lo que puede llegar que a lo que dice. Estamos aquí, en bang, bang. Espera, que empiezo de nuevo. Estamos aquí. Vaya, ahora no tiran esos cabrones. Estamos aquí, bang, bang. ¿Ha valido…? Tres años antes, en Borovo Naselje, Márquez lo tuvo cinco minutos de pie y al descubierto a cien metros de las líneas serbias, haciéndole repetir tres veces una entradilla que, por otra parte, a la primera había quedado absolutamente correcta. Jadranka, la interprete croata, les hizo una foto a la vuelta: el camino lleno de escombros, un tanque serbio despanzurrado al fondo, Barlés discutiendo con cara de pocos amigos y a su lado Márquez, la cámara al hombro, partiéndose de risa. De todos modos, les gustaba trabajar juntos. Ambos compartían el gusto por aquella forma de vida, y cierto sentido del humor rudo, introvertido y acre.

Las entradillas. El problema de la tele es que no puede contarse la guerra desde el hotel, sino que es preciso ir allí donde ocurren las cosas. Uno llega, se pone ante la Betacam con plano medio y el aire a su derecha y empieza a largar. Cuando hay tiros y mucho raas-zaca-bum-bum las entradillas quedan vistosas; lo que pasa es que muchas veces aquello no vale para nada, por el ruido. Y cuando sueltas un taco a la mitad, o sea, estas diciendo algo así como esta mañana la situación se ha deteriorado mucho en el sector de Vitez, y suena un cebollazo cerca, raaca-bum, y en vez de decir en el sector de Vitez dices en el sector de me cago en su puta madre, pues entonces tampoco vale y hay que repetir. Otras veces te quedas en blanco, te quedas mirando la cámara como un imbécil incapaz de articular palabra, porque cuanto ibas a decir se borra de tu cabeza como si te acabaran de formatear el disco duro. Y después llegas a la retaguardia, o a Madrid, y siempre hay un imbécil que pregunta si los tiros eran de verdad, y tú no sabes si tomártelo a broma o romperle los cuernos. Una vez, Miguel González, de El País, afirmó delante de Márquez que sabia de buena tinta que Barlés pagaba para que los soldados disparasen durante sus entradillas, como si en la guerra hubiese que pagar para que la gente pegue tiros. Puesto que era de los que sólo van a la guerra de visita, Miguel González ignoraba que Márquez solía trabajar con Barlés; así que lo mas suave que se oyó llamar en esa ocasión fue algo del estilo perfecto capullo. También pagamos a los heridos para que se dejen herir, y a los muertos para que se dejen matar, le dijo Márquez. Con la American Express. Así que vete a mamarla. A Parla.

Y es que la antigua Yugoslavia estaba llena de domingueros. Los cascos azules españoles los llamaban japoneses porque llegaban, se hacían una foto y se iban lo antes posible. Por Bosnia pasaban de todo pelaje y procedencia: parlamentarios, intelectuales, ministros, presidentes del Gobierno, periodistas con mucha prisa y sopladores de vidrio en general, que a su regreso a la civilización organizaban conciertos de solidaridad, daban conferencias de prensa e incluso escribían libros para explicarle al mundo las claves profundas del conflicto.

Hasta el humorista Pedro Ruiz había estado en Sarajevo con chaleco antibalas y aspecto osado. Por termino medio aquellas excursiones bélicas oscilaban entre uno y tres días, pero a toda esta gente le bastaba eso para captar lo esencial del asunto. Uno llegaba de Mostar, o Sarajevo, sucio como un cerdo, y al bajarse del Nissan blindado se los encontraba en los vestíbulos de los hoteles de Medugorje o Split, con chaleco antibalas y casco y expresión intrépida, arriesgando la vida a cincuenta o doscientos kilómetros del tiro mas cercano. Barlés recordaba, en sus pesadillas, a la defensora del pueblo, Margarita Retuerto, vestida de casco azul de la señorita Pepis, diciendo feliz Navidad y yupi-yupi chicos, ojalá volváis pronto a casa, mientras algún legionario grifota le gritaba, desde el fondo de las filas, que todavía estaba buena. O la decepción de un viejo amigo, Paco Lobatón, aquella vez que montó un Quien sabe dónde en Bosnia, cuando oyó a Barlés explicarle que los disparos que había escuchado toda la noche eran tiros al aire de los croatas borrachos de rakia que celebraban la Nochebuena, y que la guerra de verdad estaba cincuenta kilómetros al norte, en Mostar. Lugar al que, por cierto, Paco no mostró deseos de desplazarse en absoluto.

Entre los domingueros de la guerra había también militares de alta graduación que se dejaban caer por allí en visita de inspección del tipo hola que tal, chavales, y todo eso. En Bosnia se les reconocía en el acto por la cámara de fotos, el aire paternal, y sobre todo por el uniforme, casco y chaleco antimetralla impecablemente limpios y nuevos. Eran los que se ponían de pie en las trincheras para que les explicasen dónde estaba el enemigo, o pisaban concienzudamente todas las cunetas y caminos de tierra por si quedaba allí alguna mina sin estallar. Una vez, en los puentes de Bijela, al blindado en que iban Márquez y Barlés le pegaron dos tiros de francotirador por culpa de un teniente coronel español, que se empeñó en parar a hacerse una foto. Sonaron clang y clang, y el fino estratega aún preguntaba si les estaban disparando a ellos. Aquel día iba de conductor el hijo del presidente de Cantabria, Hormaechea, que andaba por Bosnia de voluntario, y Márquez y Barlés lo oyeron maldecir en arameo de los tenientes coroneles y de la madre que los parió, mientras el capitán Vargas, un guerrillero duro y tranquilo, cubría al coronel con el Cetme en la mano y Márquez tenía la cámara lista por si al dominguero le daban de una puñetera vez el chinazo que se andaba buscando.

—Se parece a Sexsymbol —comentó Márquez, señalando el cadáver de la cuneta.

Era verdad. El soldado muerto tenía las facciones idénticas a otro que, semanas atrás, los acompañó por los maizales de Vitez para que lo filmaran airándole con un RPG-7 a un carro blindado. Era, como éste, bien parecido igual que un actor de cine, y lo apodaron Sexsymbol. De camino por los maizales, y para sobresalto de ambos, el tipo había pisado una mina que no estalló porque se trataba de una TMB, una antitanque rusa que necesita 180 kilos de presión para decir aquí estoy. Pero Sexsymbol no podía ser el muerto de la cuneta por dos razones obvias: este era croata y aquel de la Armija musulmana. Además, Sexsymbol pisó, al día siguiente del episodio del maizal, una segunda mina: esta vez contra-personal, sólo 9 kilos de presión para estallar, cosa que por supuesto hizo apenas le puso la bota encima. Los hay que nacen para pisar minas, y lo de Sexsymbol resultaba evidente predestinación: era un pisador de minas nato.

Pero es que además las minas tienen muy mala leche. En cuanto a reporteros, mataron a Dickie Chapelle y a Robert Capa, entre otros muchos. Precisamente el primer muerto de mina visto por Barlés fue un periodista, durante la guerra turco-chipriota de 1974; aquella en que Aglae Masini le echó un polvo a Glefkos, del Times, en un bungalow junto al tanque que disparaba en la piscina del Ledra Palace de Nicosia. Aglae había perdido un brazo siendo guerrillera tupamara antes de convertirse en corresponsal de Pueblo, pero se apañaba muy bien con el otro. Era guapa, valiente, bebía como un cosaco, y fue toda una leyenda en el Mediterráneo Oriental en la década de los 70, hasta el punto de que Volk Schlondorff se inspiró en ella para el personaje interpretado por Hanna Schygulla en su película sobre la guerra del Líbano. Respecto al fulano de la mina en Chipre, se llamaba Ted Stanford, se había bajado a mear en la carretera de Famagusta y la pisó justo cuando se abría la bragueta. Uno de sus zapatos fue dando vueltas por el aire, y Barlés, que entonces tenía veintidós años y estaba en su primera guerra, se recordaba a si mismo con el zapato en la mano, sin saber que hacer con el.

—Mortero —anunció Márquez. Después, protegiendo la cámara, se tumbó en el talud.

Barlés no había oído esta vez el tump de salida, pero se fiaba más de Márquez que de si mismo. En Jablanica, después de una semana con los cascos azules españoles, lo veía detectar la salida de disparos de artillería a varios kilómetros de distancia por la vibración de los cristales; estaban en un valle, los proyectiles eran subsónicos y la onda del disparo llegaba cuatro o cinco segundos antes que el proyectil, dándoles tiempo a tirarse al suelo. Márquez siempre era muy útil para ese tipo de cosas; como una vez, cerca de Vukovar, cuando averiguó que un camino estaba minado porque la hierba ya no se veía aplastada por las ruedas de los vehículos. O aquella otra en las afueras de Osijek: caminaban uno a cada lado de una calle desierta, cerca de la línea de frente, y de pronto Márquez se detuvo, miró hacia un edificio que había delante y le gritó a Barlés aquello de estamos fritos, colega, y el francotirador les disparó justo cuando acababan de guarecerse cada uno en un portal.

Esta vez la granada de mortero vino mas cerca, junto a un pilar del puente, levantando un surtidor de agua. Márquez miró con atención la linde del bosque, se cerró el chaleco antibalas que llevaba abierto y puso una mano sobre la cámara. Tanto el como Barlés sabían lo que los morteros anunciaban: los musulmanes despejaban los alrededores antes de intentar cruzarlo. Pero los zapadores javeos lo harían saltar antes, en cuanto tuviesen la certeza de que ningún rezagado estaba en condiciones de ponerse a salvo por la pasarela metálica. De hecho, sorprendía que no lo hubiesen volado ya.

En realidad ellos estaban allí, tumbados en el talud, a causa de aquel puente. Llevaban tres años trabajando en la antigua Yugoslavia y habían reunido una bonita colección de cromos sobre puentes intactos o destruidos: Mostar, Caplina, Bijela, Vukovar, Dubica, Petrinja. Los habían grabado en video de todos los colores, materiales y tamaños, a veces cruzándolos a la carrera, ida y vuelta en el mismo día, entre refugiados y bombazos, con los serbios, los javeos o la Armija pisándoles los talones. Tenían puentes a mantas. Toda la maldita Bosnia, por ejemplo, estaba llena de ríos y de estructuras de acero u hormigón que servían para cruzarlos. Mas para ambos, y sobre todo para Márquez, el puente de Bijelo Polje era algo especial. Como solían decir, aquel era un puente de pata negra.