Veintiuno

—¿En qué estás pensando?

—En el colegio.

—No me lo puedo creer. Vas en coche conmigo, uno de los tíos más atractivos de Roma, ¿y qué haces? ¡Piensas en el colegio!

—Bueno, el colegio también puede tener su lado interesante.

—Sí, di mejor su lado estresante.

—Yo creo que en el fondo a ti también te gustaba estudiar.

—Claro, cómo no: anatomía. ¡Pero directamente sobre las compañeras!

—Madre mía… Estás obsesionado, ¿eh?

—Bueno, es un tema que me fascina.

—Sí, ya lo veo. De pequeño debías de jugar siempre a los médicos.

—¿De pequeño? ¡Ayer mismo! ¿Quieres que te visite?

—Qué raro. ¡A mí me pareces más una persona divertida que un tipo hambriento!

—Bueno, ya es algo.

—Sí, a mí las personas presuntuosas me divierten un montón. Además, alguien que cree que es uno de los tíos más atractivos de Roma resulta bastante patético. —Me mira y estalla en una carcajada, sinceramente divertida. El pelo oscuro le cae sobre los ojos, que se ríen en perfecta armonía con su sonrisa—. Dios mío, es peor que yo, menudo bufón. ¡Eres demasiado!

Una curva llega muy oportuna. En el ángulo perfecto, y además de mi lado. Cojo el volante por debajo y lo giro con fuerza a la izquierda. Gin se cae encima de mí. Freno de golpe y clavo el coche con ella entre los brazos. La cojo del pelo con la mano derecha y lo mantengo agarrado con fuerza.

—Nadie me ha llamado nunca bufón.

Y la beso en la boca. Tiene los labios cerrados e intenta soltarse. La tengo cogida por el pelo, pero se separa y forcejea para liberarse. La agarro aún más fuerte. Al final, se deja ir y entreabre los labios.

—Al fin —susurro entre dientes, y después me aventuro entre los suyos—. ¡Ah! —Me ha mordido. Me llevo la mano a la boca y la suelto.

Gin vuelve a su sitio.

—¿Y todo por esto? Pensaba mejor de ti.

Me paso los dedos por los labios en busca de sangre. No hay. Gin está en posición con las manos levantadas, lista para defenderse.

—¡O sea que, Stefano o Step, o como te dé la gana, tienes ganas de pelea!

La miro sonriendo:

—Tienes buenos reflejos, ¿eh?

Me pega fuerte en el hombro, un golpe tras otro, una serie de puñetazos de abajo arriba golpeando siempre en el mismo punto.

—Ay, me haces daño.

Le agarro el brazo en el aire y después el otro. La mantengo quieta, inmóvil en su asiento. Después le sonrío divertido por todos esos golpes.

—Perdóname, Gin. No quería hacerlo, pero luego he pensado que te apetecía…

Intenta golpearme otra vez, pero la tengo bien sujeta.

—Hemos llegado, ¿de acuerdo?

Bajo en seguida del coche antes de que vuelva a intentar pegarme.

—Si quieres, enciérrate, o haz lo que te apetezca. Al fin y al cabo, el coche es tuyo, ¿no? Además, ¿a mí qué más me da este cacharro de Micra?… Hasta coge mal las curvas.

Gin cierra el coche de prisa y se reúne conmigo.

—Ten cuidado. No te hagas el duro conmigo o acabarás mal.

Después mira el cartel.

—Il Colonnello. ¿De verdad se llama así este sitio?

—Sí, se llama así. ¿Qué pensabas, que era un apodo?

—¿Realmente esperas ligarte a una chica en la primera cita con esas bromas tan divertidas?

—No, contigo estoy relajado. ¡Voy sobre seguro!

—Ah, claro, precisamente sobre seguro… Lo has visto, ¿no?

—Está bien, haya paz. Venga, vayamos a comer un buen bistec.

—De acuerdo. Lo de la paz está bien, pero lo de la cena… Pagas tú, ¿verdad?

—Depende…

—¿De qué?

—Del postre.

—¿Otra vez? El «postre» consiste en que yo te acompaño hasta tu moto y punto. ¿Está claro? Y dímelo ya, o no me como ni una bruschetta. ¿A ti te parece que me tienes que chantajear? ¡Qué asco!

Gin entra en el restaurante altiva y divertida. La sigo. No hay demasiada gente. Nos sentamos a una mesa bastante alejada del horno, que da mucho calor. Me quito la chaqueta. Me ha entrado hambre.

En seguida llega un camarero para tomar nota.

—Entonces, chicos, ¿qué os traigo?

—Pues para la señorita sólo una bruschetta. Para mí, un buen primero de tagliatelle con alcachofas y un bistec a la florentina con ensalada de acompañamiento. —La miro divertido—: ¿O quizá la señorita lo ha pensado mejor y quiere otra cosa?

Gin mira al camarero sonriendo:

—Lo mismo que ha pedido él, gracias. Y además, tráigame una buena cerveza.

—Una cerveza para mí también.

El camarero lo anota todo velozmente y se aleja contento de ese pedido tan fácil.

—Si quieres que paguemos a medias, me dices dónde vives y mañana te hago llegar el dinero, ¿de acuerdo? Esto para que entiendas que no va a haber postre.

—¿Ah, no? Te equivocas. Aquí sirven unos helados de trufa que están de vicio tomados dentro del café.

—Hola, Step. Oye, estabas desaparecido. Te has aburguesado como los demás, ¿eh? —Se acerca Vittorio, el Coronel, amable como siempre—. Ahora está de moda el Celestina, hace moderno, se liga. Y van todos allí. Sois como ovejitas. —Apoya las manos sobre la mesa—. Has adelgazado, ¿lo sabes?

—He estado dos años en Nueva York.

—Vaya, o sea que por eso no te habíamos vuelto a ver. ¿Tan mal se come allí?

Se ríe divertido de su broma.

—Vitto, sigues siendo el mejor. Pide que nos traigan una bruschettina, ¿vale?

Dejo las llaves del coche de Gin sobre la mesa mientras Vittorio se aleja. Con la panza por delante, contoneándose como siempre, como entonces. Envejecido pero siempre alegre. Tiene cara de niño grande con las mejillas rojas, el pelo alborotado sobre las orejas, pequeños reflejos de blanco plateado en su calva siempre colorada por las chuletas y los bistecs. Miro a mí alrededor. Hay gente distinta, no demasiada, no ruidosa, no demasiado elegante. Comen con placer, sin pedir cosas demasiado difíciles, sin ser demasiado exigentes, sin preocupaciones, acaso con una jornada fatigosa a las espaldas y un buen plato delante. Cerca, una pareja come sin hablar. Él está mondando el hueso de una chuleta. Ella acaba de meterse en la boca una patata frita y se chupa los dedos. Se encuentra con mi mirada y sonríe. Yo también sonrío. Después se zambulle de nuevo en las patatas sin miedo a engordar.

Gin pasa al ataque.

—Bueno, recapitulemos: has cogido mis llaves, has cogido mi coche y, sobre todo, me has jodido bien.

—Bueno, eso último no me importaría en absoluto.

Gin está delante de mí con las manos en la cintura y resopla.

—Imbécil, quiero decir que me has jodido la noche. Digámoslo así; de lo contrario se te ocurren ideas extrañas. Como antes en el coche…

—Por tan poco… ¡Cómo te aprovechas!

—Entonces pasemos a la cuestión práctica. Aclarémoslo de una vez. ¿Quién despluma a quién?

—¿Qué quieres decir?

—¿Ahora te haces el tonto?

—Veamos, si sacas temas de conversación divertidos, pago yo. Si no…

—¿Si no?

—También pago yo.

—Ah, en ese caso me quedo.

—¡Pero me lo darás!

Me da una bofetada al instante. Hostia, qué rápida es. Me da en plena cara.

—Ay.

La de las patatas deja de comer y nos mira. Y también dos o tres personas de las mesas más cercanas.

—Perdonadla. —Sonrío masajeándome la mejilla—. Se ha enamorado.

Gin ni siquiera presta atención a la gente que la mira.

—Hagamos un trato: tú pagas la cena sin pretender nada y yo, a cambio, te doy algunas clases de educación. Asunto zanjado. Si hasta sales ganando.

Vittorio deja la bruschetta en la mesa:

—¿La señorita quiere también una?

Gin me roba al vuelo la bruschetta del plato y le da un mordisco enorme, llevándose la mitad de los tomates, esos frescos que Vittorio corta con amor, no como esos tomates cortados a trocitos por la tarde y dejados dentro de un bol enfriándose en la nevera.

—Tráeme otra, Vit.

—Hum, qué rica.

Gin se mete un trozo de tomate en la boca y se chupa los dedos.

—¡Buena elección, Step! Aquí se come de fábula. ¿Cómo va la mejilla?

—¡Estupendamente! Dime la verdad: te has quedado mal porque me he interrumpido en mitad del beso, ¿no? Hay tiempo, vamos, no te enfades. Las chicas sois todas iguales. Lo queréis todo en seguida.

—¿Y tú quieres otra torta?

—Tienes el ritmo perfecto, muy bien. Hoy en día es difícil encontrar una chica pasable de broma tan rápida como sus manos.

—Hum.

Gin esboza una sonrisa forzada echando la cabeza hacia adelante, como diciendo: «Qué gracioso»…

—¿Qué ocurre?

—Es lo de pasable, que no lo digiero fácilmente.

—En cambio con mi bruschetta eres una fiera. Prácticamente te la has zampado entera.

De repente, oigo unas voces.

—¡No puede ser, Step! Lo sabía. Os había dicho que era él. No puedo creerlo. Están todos allí, a mis espaldas. El Velista, Balestri, Bardato, Zurli, Blasco, Lucone, Bunny… Están todos, no puedo creerlo. Falta uno, el mejor: Pollo. Se me encoge el corazón, no quiero pensar en eso, ahora no. Siento un escalofrío y, por un instante, cierro los ojos; ahora no, por favor… Por suerte, Schello me salta al cuello:

—Eh, bandido, ¿qué pasa?, ¿haces de separatista búlgaro?

—En todo caso, estadounidense.

—Ah, ya, porque has estado en Norteamérica, en los States… ¿Cómo es que no has venido a la cita? Estábamos todos allí, esperando al mito. Pero el mito se ha derrumbado… Se ha ido a cenar, tête-à-tête con su novia.

—¡En todo caso hace el teta a teta!

—Cuidado que cobrarás…

—En primer lugar, yo no soy su novia…

—Y segundo, cuidado, chicos, que es tercer dan.

—¿Has acabado ya con esa historia del tercer dan? Eres repetitivo.

—¿Yo? Pero si eres tú la que lo ha subrayado tres veces desde que nos conocemos. ¡Y mira si eres tercer dan que he tenido que tumbar a un tipo para defenderte!

—Está bien, santo Tomás… de los horteras. Tú lo has querido.

Gin se levanta de la mesa, da una vuelta alrededor de mis amigos y los mira un momento. Después, sin pensarlo, se vuelve de golpe, coge a Schello con las dos manos por la chaqueta, se lo carga en la cadera y lo dobla veloz hacía delante. Perfecta, sin dudar ni un instante. Schello pone los ojos en blanco, Gin dobla la pierna derecha y empuja hacia arriba ayudándose de los hombros. Schello vuela como una pluma y aterriza de espaldas sobre la mesa de la pareja silenciosa. Ahora sabrán de qué hablar. El tipo se aparta de un brinco.

—¡Pero qué coño…!

Qué finos, tanto ella como él. Lo pronuncian al unísono.

Ella:

—Mis patatas.

Él:

—Hostia, mi chaqueta de piel de camello.

Pero para esa pareja apática, el golpe de Schello se convertirá en algo que contar, al borde de lo legendario.

Schello se levanta dolorido.

—Ay, pero ¿quién coño ha sido?

—Un tercer dan o algo más —contesta Gin sin demora.

Todos se ríen:

—Divertido. Qué pasada. Sí, tu novia es una pasada.

—Otra vez… ¡Que no soy su novia!

—Por ahora.

—Bueno, ¿entonces qué haces cenando con Step?

Carlona, creo que la llaman así, es desde siempre la novia de Lucone. Levanta las cejas divertida, como diciendo: «Sé cómo actuamos las mujeres». Gin sonríe:

—Tienes razón. Bueno, querrá decir que gorroneo y después me largo.

—Step paga la cena y después te largas… En comparación, Misión: imposible es un juego de niños…

—¿Y esto quién me lo paga?

Schello mira al tipo, asustado. Se ha quitado la chaqueta de falso camello aderezada con aceite y se la pone delante de los ojos.

—Te lo digo a ti…, ¿quién me va a pagar esto?

—Pero ¿qué pasa?, ¿es esto «Inocente, inocente»? ¿Me estáis tomando todos el pelo? ¿Dónde está la cámara oculta?

Schello empieza a dar saltos a derecha e izquierda por el local.

—Eh, ¿dónde está? ¿Dónde?

Busca una hipotética cámara de televisión por todas partes: debajo de los cuadros, detrás de las puertas, en el bolso de alguna señora que cuelga del respaldo de la silla… Levanta las cosas y lo toquetea todo, como de costumbre sin respeto, ingenioso e irreverente, al límite de lo demencial. Busca una cámara debajo de una servilleta de un hombre que está comiendo… El tipo, naturalmente, lo reconviene:

—¿Has acabado, imbécil? ¡Pero qué coño tocas, eh! ¿Quieres volar otra vez por los aires? —Se levanta decidido con las manos en la cintura, duras, con los nudillos marcados por horas de trabajo, arañadas de heridas, marcadas por el tiempo, forjadas de polvo y pintura, de yeso, y estuco, de escombros, agrietadas por el cansancio sufrido—. ¿No lo has entendido, cabeza de chorlito?

—Eh… Fly down.

Schello apuesta por que el tipo no entiende ni una palabra de inglés. Naturalmente, gana la apuesta.

—Pero ¿qué haces?, ¿me insultas? Te voy a partir la cara.

El albañil le echa las manos al cuello; es su manera de quedar bien delante de su novia.

—La verdad es que era una forma de disculparme, pero en inglés, ¿lo entiendes?, es más elegante.

El albañil carga el puño y nosotros nos reímos, divertidos. Afortunadamente, Vit interviene:

—Ya basta, venga, volved a vuestro sitio. ¿Soy vuestro coronel o no? Basta. —Ayuda al tipo a salir airoso—. Te voy a traer un limoncello, invita la casa. —Después coge a Schello por los hombros y lo devuelve con el grupo—. No habéis cambiado, ¿eh? Me gusta volver a veros, en serio. No sé qué pasa, Step, pero cuando tú estás, las noches nunca son aburridas. Vamos, sentaos. Os preparo en seguida una mesa para doce.

—Tal vez Step quiera seguir con su cena romántica…

Miro a Gin. Ella abre los brazos.

—Otra vez será, querido.

Como simpática es simpática, pero… Es ese pero el que me deja perplejo.

—Pues claro, cariño, otra vez será. Cuando vuelvas a quedarte sin gasolina y sin dinero…

Gin sonríe y después me propina un manotazo en el hombro. A Lucone no se le escapa nunca nada:

—Joder, está fuerte la muñeca, no tiene un jab nada malo, ¿eh?

Todos asienten con la cabeza. Luego toman asiento armando un gran jaleo, apartando las sillas, riéndose, peleándose por un lugar en concreto… Sólo las chicas se miran desaprobando a Gin con fingida frialdad. Una aprobación sobre otra chica siempre molesta, aunque sea tu mejor amiga. Después, la cena pasa de prisa. Conversaciones para ponerme al corriente de las pequeñas grandes novedades. «Oh, no lo sabes… Giovanni lo ha dejado con Francesca. No sabes qué putada le ha hecho ella: se ha liado con Andrea, su amigo. Y él ni siquiera le ha partido la cara. ¡Qué tiempos! Oh, noticia bomba: Alessandra Fellini finalmente lo ha hecho. Con Davide. Ahora lo llama el Gota. ¿Y sabes por qué, Step? Hacía cuatro años que estaba allí como la gota malaya. Primavera, verano, en la montaña, en la playa…, él siempre presente. Regalitos, notitas… ¿Ganaría el premio gordo o no? ¡Y ella finalmente le premió! Se lo dio. Pero ahora que ha cogido carrerilla, la tía se cree que está en las Olimpiadas, ¡y el premio se lo han llevado ya unos cuantos!».

—Me lo creo. Intenta recuperar el tiempo perdido…

—Qué malos sois.

Carlona intenta defenderla por solidaridad de categoría.

—Pero si es verdad… De todos modos, el mérito es del Gota.

—Sí, el primero siempre es el primero. Gran mérito.

Guido Balestri toma las riendas del relato.

—Bonito regalo que le ha hecho al Gota, seguro que tenía telarañas en esa gruta pluvial suya. —Y venga risas—. Luego Davide vino a la plaza y tuvo una especie de comicios púbicos…

—No me lo creo.

—Te lo juro. Contó a todo el mundo que ella disfrutó como una loca.

—No…

—¡Sí!

—Bueno, si llevaba cuatro años de abstinencia… ¡Además, cuando una cede, es justo que ceda a lo grande!

—Dicen que la oyeron aullar a la luna, como Lassie, ¿te acuerdas?

—¡Cómo no! Gran película.

—Davide en esto es grande.

—Sí, y no sólo grande: ¡es glande! En todos los sentidos. ¡Davide en otros tiempos habría humillado a Goliat!

De esto nadie se ríe. Gin, sí. Y es una gran satisfacción. Y siguen así, riéndose y armando jaleo.

Los miro mientras comen. Nada, no han cambiado. Son todo un espectáculo. Se bombardean como de costumbre con la comida que acaba de llegar, se abalanzan con los tenedores sobre el lomo, sobre el jamón, sobre el salchichón. Devoran las rodajas charlando, dejándolas colgar adrede de los dientes hasta la barbilla. Llegan las brochetas. Todos se lanzan en seguida para cogerlas. Están aún calientes y humeantes: salchichas y pimientos, recién asados, se convierten en espadas perfumadas para una desesperada escaramuza entre Schello y Lucone. A estos dos se une también Hook y empieza el combate. Se oye el ruido del metal atenuado a veces por la carne recién asada. Un ataque de Schello, parado por Lucone. Sale rodando una salchicha. Gin la coge al vuelo con la mano derecha, excelentes reflejos, y además, aún caliente, se come un trozo.

—¿Has visto qué velocidad? Apuesto a que te he recordado una película; venga, exprímete el cerebro…

—Es verdad, me ha recordado la escena de una película, sí, pero no sé cuál.

—Vamos, te ayudo. Es la historia de una prostituta; más que una historia, es la fábula de una prostituta.

Interviene Lucone, exagerado como siempre:

—Ya lo tengo: Blancanieves y las siete pollas.

Gin lo mira asqueada haciendo una mueca y tragando el último trozo de salchicha.

—Qué descarado eres… Es Pretty Woman. Ahora di que no la has visto y esta vez te doy un buen repaso.

Me mira levantando las cejas. Pretty Woman, cómo no, con Julia Roberts.

—¿Te acuerdas o no?

Repentinamente retrocedo en el tiempo. Babi y yo, Hook y el Siciliano que acabamos, quién sabe cómo, juntos en el cine. Hook y el Siciliano que al final de la primera parte salen.

—Menuda estupidez de película. ¿Estáis tontos o qué?

—Sí, nosotros nos largamos.

Finalmente pude coger de la mano a Babi y tenerla así toda la película, mientras ella me metía palomitas en la boca.

—Sí, me acuerdo.

Pero no le cuento toda mi película.

—Es la escena en la que el camarero coge al vuelo el caracol que Vivien, el personaje que interpreta Julia Roberts, ha lanzado fuera del plato al intentar comérselo.

—Sí, cómo no. A pesar de las enseñanzas del director del hotel…

—¿Ves como te acuerdas? ¡Step se hace el duro, pero en el fondo es un romántico!

—Muy en el fondo.

—Ya, pero a mí me gusta excavar. No hay que tener prisa. De pequeña quería ser arqueóloga, y después… Después entendí que tengo claustrofobia y que nunca podría entrar en una pirámide.

—O sea, que te gusta más estar encima que debajo.

—¿No puedes pensar nunca en otra cosa?

—Bueno, a ver, quizá si me esfuerzo…

Me pongo las manos sobre la cabeza como para concentrarme. Después las bajo hasta la mesa y le sonrío.

—No, lo siento, no sale nada mejor.

Pero precisamente en ese momento, ¡pum!, a Gin le alcanza una rebanada de pan mojado en la cara. Le explota en la mejilla y el pelo se le llena de migas. No puedo no reírme. Lucone se excusa desde lejos:

—Hostia, perdona, iba dirigido a Step.

—¡Pues entonces tienes una puntería terrible!

Gin se frota la mejilla, enrojecida y aún mojada.

—Me has hecho daño… ¡Ahora verás!

Es como la señal que inicia la batalla. Todos empiezan a lanzarse cosas. Schello, por si no bastara, saca la radio y pulsa el play.

—La batalla necesita una buena banda sonora.

No le da tiempo a decirlo cuando una chuleta acierta de pleno en su Aiwa mientras suena a toda castaña Hair. Todos empiezan a bailar sentados, levantando los brazos, intentando esquivar a tiempo toda clase de comida. Esta vez, una patata le da en la frente a Gin, que se levanta como enloquecida. «Ya estamos —pienso—, ahora viene cuando pierde los estribos». Pero lo hace aún mejor. Lo más bonito que pueda imaginar. Se sube a la silla e… imita estupendamente al mítico Treat Williams en Hair. Sube con el otro pie a la mesa y venga, un paso tras otro. Gin avanza bailando, dejando caer el pelo hacia adelante y después descubriendo otra vez la cara. Sonriendo, después sensual, después de nuevo dura, sea como sea, guapísima. Nada mal, en serio. Y todos le siguen el juego. Apartan los platos ya vacíos, los tenedores y los vasos a cada paso que da. Hook, Lucone, Schello… Incluso las novias le siguen el juego. Todos apartan lo que tienen delante. Fingen estar turbados por esa extravagante Gin, precisamente como los invitados de esa larga mesa en Hair. Gin baila que da gusto. Schello, en cambio, lo estropea todo como de costumbre. Sube a la mesa y empieza a bailar detrás de ella sin gracia, destruyéndolo todo con su falta de ritmo. Una patada a la derecha, otra a la izquierda. Y venga. A la novia de Hook no le da tiempo a quitar un plato de debajo. Una Clarks hundida por Schello acierta de pleno un plato que resbala preciso, como chutado por Di Canio. ¡Y hala! Le da en la frente a la mujer del albañil. La tipa se cae de la silla, se lleva las manos a la cara y lanza un grito espantado que nos deja a todos atónitos, incluso a la radio de Schello. Vit se acerca corriendo como un loco.

—¡Me cago en la puta! ¿Acaso os habéis vuelto locos? Vamos, bajad de ahí. Señora, ¿cómo está?

Vittorio la ayuda a levantarse. Por suerte, no tiene nada, o casi… Quiero decir, que no se ha abierto la cabeza. Sólo tiene un chichón enorme allí, a la derecha. Un repentino cuerno injustificado, o quizá no.

—¿Quién ha sido?

—Qué importa quién ha sido.

Schello es rápido en ciertas cosas, sobre todo si está él en medio.

—Ha sido una casualidad, un accidente.

—Sí, el que vas a sufrir tú.

Vit se mete en medio y detiene al albañil.

—Vamos, tranquilo. Es mejor.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer?, ¿me vas a dar otro limoncello? ¿Sabes qué hago yo con tu limoncello? Me limpio la polla.

—Bueno, si va a ponerse así, le ruego que se marche, por favor.

El albañil coge carrerilla e intenta atrapar a Schello, que retrocede en la mesa, se cae hacia atrás y acaba con la pierna metida en la anea de una silla y después en el suelo.

El albañil no ceja en su empeño y rodea la mesa a la carrera. Schello está en el suelo, con la pierna metida en la silla y sin poder levantarse. El otro, pensando en su mujer, coge carrerilla para alcanzarlo en plena cara. Quizá espera empatar. Pero no es así. El albañil es levantado al vuelo desde atrás y de pronto se encuentra pateando en el vacío. Lucone le hace dar media vuelta y lo suelta un poco más allá:

—Venga, basta, de verdad que ha sido… un accidente.

—Sí…

Interviene Hook.

—Perdona, pero creo que lo mejor es que vayas a ponerle un poco de hielo a tu mujer.

—¿Sabes dónde te voy a poner yo el hielo? ¡Por el culo te lo voy a meter!

—Bueno, si te pones así… Después me dicen que me he cagado de miedo.

Hook se ríe, el albañil no entiende nada e intenta decir algo, pero es alcanzado por Hook. Un puñetazo en plena cara, rapidísimo, ¡bum! Ha mejorado; debe de haber entrenado mientras yo estaba fuera. El albañil vuela hacia atrás y aterriza algo más allá, sobre una silla que se cae y acaba en el suelo, rompiéndose bajo su peso. Tumbado. Todos empiezan a gritar. En el local, algunos clientes se inquietan. Unos señores del fondo se levantan de las mesas. Una mujer coge un móvil y empieza a llamar. Es la señal. No necesitamos mirarnos. Lucone, Hook, el Velista, Balestri, Zurli y Bardato se llevan a sus chicas.

—Ostras, yo no he comido nada.

—Yo tampoco.

—Sé buena y ven conmigo, venga que luego te invito a un helado en Giovanni.

—Ya me imagino qué te dará: un Calippo de crema.

Se ríen y Schello se levanta, librándose de la silla, que desafortunadamente le cae también encima al albañil, que quizá acababa de darse cuenta de dónde se encontraba. Bajo de la mesa a Gin por un brazo. Está a punto de caerse, pero la cojo al vuelo.

—¿Qué ocurre?, ¿qué pasa?

—Por ahora nada, pero es mejor que nos larguemos.

—Espera…, la chaqueta. —Vuelve atrás y coge al vuelo la cazadora oscura Levi’s; después viene conmigo.

—Adiós, Vit, perdónanos pero tenemos una fiesta.

—Sí, una fiesta… Vosotros siempre igual, ¿eh? ¡Ya os daré yo fiesta!

Parece enfadado, pero en realidad está divertido como siempre Permanece inmóvil junto a la puerta. Nos mira a todos salir corriendo, armando un gran jaleo. Schello da un salto, choca los pies lateralmente uno contra el otro al estilo John Belushi y los demás se ríen. Lucone y Bunny roban algo de comer de las demás mesas: una bruschetta, un trozo de salchicha… Balestri camina lento. Tiene la mirada cansada; está un poco achispado, o quién sabe. De todos modos, sonríe y estira los brazos como diciendo: «Ellos son así», cuando el que «es» así es precisamente él. Schello roba un trozo de bizcocho arrancándolo literalmente de la boca de una señora, que da el mordisco en el aire. Casi se muerde la lengua y golpea enfadada con el puño sobre la mesa.

—¡No puede ser! El mejor bocado. Me lo había dejado para el final.

Vit, que se estaba tomando un vaso de vino, se echa a reír y se le derrama por encima. Yo paso en ese momento con Gin y, para no ser menos, le robo a la señora una patata. Doy un mordisco:

—Perfecta, aún caliente, patatas caseras de las que hace Vit, cortadas a mano, no congeladas, toma.

Le paso a Gin la otra mitad de la patata.

—Después no digas que no te he invitado a cenar.

Y corremos así, siguiendo a los demás, cogidos de la mano. Ella se ríe, sacudiendo la cabeza con la media patata en la boca.

—¡Quema!…

Finge que se queja y se ríe mientras corre como una loca con los pies hacia afuera, el pelo al viento y la cazadora oscura. Y en ese instante, de noche, sólo tengo un pensamiento. Me alegro de que me haya robado veinte euros de gasolina.