Veintitrés

Noche. Corro con la moto a toda velocidad. Piazza Ungheria, recto hacia el zoo. No encuentro una palabra para definir a Gin, pero lo intento igualmente. Simpática, no; muy mona, ¡pero qué digo! Guapa, divertida, distinta. Pero además, ¿por qué definirla? Quizá es todo eso a la vez, quizá es otra cosa. No lo quiero pensar. Me viene una cosa a la mente y me hace sonreír. Con ella he pasado por piazza Euclide siguiendo su coche. No he echado ni siquiera un vistazo a la Falconieri, no he pensado en las salidas del colegio de Babi, en mí esperándola, en el tiempo que pasó. Estoy pensando ahora, de repente, como un rayo en un cielo sereno. Un recuerdo. Ese día. Esa mañana. Como si fuera ahora. Estoy delante de su colegio. La observo desde lejos, la veo bajar, reír con sus amigas, charlar de quién sabe qué. Sonrío presuntuoso. Tal vez estén hablando de mí… La espero.

—Hola…

—Qué bonita sorpresa, has venido a buscarme al colegio.

—Sí, escápate conmigo.

—Bueno, mamá se lo merece, siempre llega tarde.

Babi sube a la parte trasera de mi moto. Me abraza con fuerza.

—Ah, así que no te escapas para estar conmigo, sino para castigar a tu madre, que es una tardona. Mira que eres bruta…

—Bueno, ¿y no es mejor si puedo tener las dos cosas?

Pasamos por delante de su hermana, que está esperándola.

—Dani, dile a mamá que iré a casa más tarde. Y tú no corras, ¿eh?

Poco después, en la via Cola di Rienzo. Asador Franchi. Salimos con una bolsa llena de esas bolas de arroz que sólo hacen allí y que le gustan tanto, fritas de maravilla, aún calientes, con un montón de servilletitas, una botella de agua para dos y un hambre increíble. Nos las comemos así, ella sentada en la moto y yo delante, de pie, sin hablar, mirándonos a los ojos. Después, de repente, empieza a granizar. Con fuerza, de una manera increíble. Y entonces corremos, corremos como locos y nos refugiamos frente a un portal, casi resbalándonos para protegernos del granizo. Nos quedamos así, al frío, bajo un balcón. Después, la granizada poco a poco se transforma en nieve. Nieva en Roma. Pero la nieve se deshace antes de tocar el suelo. Nosotros nos sonreímos aún un momento, ella da otro mordisco a su bola de arroz y yo intento besarla… Y después, pluf, precisamente como la nieve, también este recuerdo se deshace. No hay nunca un porqué para un recuerdo; llega de repente así, sin pedir permiso. Y nunca sabes cuándo se marchará. Lo único que sabes es que lamentablemente volverá. Aunque por lo general son instantes. Y ahora sé cómo hacerlo. Basta con no detenerse demasiado. En cuanto llega el recuerdo, hay que alejarse rápidamente, hacerlo en seguida, sin miramientos, sin concesiones, sin enfocarlo, sin jugar con él. Sin hacerse daño. Así, mucho mejor… Ahora ya ha pasado. La nieve se ha deshecho del todo.

Apago la moto y entro. El portero siempre es el mismo:

—Buenas noches, encantado de volver a verlo.

Me reconoce.

—Igualmente.

En todos los sentidos, pero no se lo digo.

—¿Quiere que lo anuncie?

—Si es necesario.

Me mira y sonríe.

—No, con usted no hace falta.

—Bien, entonces subo y le doy una sorpresa.

Entro en el ascensor y el portero se asoma.

—¿Esta noche no lleva sandía?

Casi no me da tiempo a contestarle.

—No, esta noche no.

Es increíble. No hay nada que hacer, a los porteros no se les escapa nada. 202. Estoy delante de la puerta y llamo. Oigo sus pasos veloces. Me abre sin saber quién es.

—¡Hola! ¡Qué sorpresa! —Eva se alegra de verme—: He intentado llamarte al móvil, pero lo tenías apagado. ¿Estabas en dulce compañía?

—Sólo con unos amigos.

Miento y me siento un poco culpable, pero no sé ni siquiera porqué. No tiene sentido.

—Yo no te he buscado.

—Bueno, has venido directamente. Has hecho bien, porque mañana me voy otra vez.

—¿Adónde?

—A Sudamérica, ¿quieres venir conmigo?

—Ojalá. Pero tengo que quedarme en Roma, tengo cosas que hacer.

—Ah, entiendo.

Menos mal que no me pregunta cuáles. En realidad, ni siquiera yo sé qué cosas tengo que hacer. Empezar a trabajar, empezar una historia… Acabar finalmente otra… No. No ahora, no es el momento. Su recuerdo está volviendo, pero lo borro con facilidad. Quizá porque Eva lleva puesto otro conjunto. Es bonito y elegante como el otro. Más transparente. Le veo el pecho.

—¿Sabes, Eva?, no sabía si venir; pensaba que quizá estuvieras con alguien.

—Después de anoche… ¿Por quién me has tomado?

Eva se echa a reír, pone una cara divertida y sacude la cabeza. Luego se arrodilla, me desabrocha los vaqueros y se humedece los labios. No me deja dudas. Claro, ¿por quién la he tomado?