Veintisiete

Alcanzamos la moto, subo y arranco. Ella hace ademán de subir, pero yo avanzo.

—Nada que hacer: soy un taxista innovador.

—¿Lo que significa…?

—Que se paga antes de la carrera.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que debes darme un beso.

Me inclino hacia adelante con los labios y los ojos cerrados, aunque en realidad el derecho lo tengo entreabierto. No quisiera que me pegara como de costumbre. Gin se me acerca y me da un lametón tremendo de abajo arriba en los labios, tipo frenada de caída de cucurucho de helado que se derrite.

—Eh, ¿qué pasa?

—¡Yo beso así! También yo soy una chica innovadora. —Y sube detrás en un instante—. Vamos, con lo que he pagado, como mínimo tendrías que llevarme a Ostia.

Me echo a reír y salgo en primera levantando la rueda delantera. Pero Gin es muy rápida. Se agarra con fuerza a mi cintura y apoya la cabeza en mi hombro.

—Vamos, mítico Step, me encanta ir en moto.

No me hago de rogar. Acelero y ella junta las piernas, agarrándome fuerte. En la moto, parecemos un único cuerpo. Derecha, izquierda, inclinaciones suaves y ágiles, dando gas. Giramos delante de Vanni y luego seguimos recto hacia la calle que corre junto al Tíber. Una curva en el fondo, a la derecha. Reduzco por un instante en el semáforo rojo que, como por ensalmo, al verme se pone verde. Adelanto a dos coches parados. Derecha, inclinación, izquierda, inclinación, y ya estamos junto al Tíber y avanzamos veloces, con el viento en la cara. Veo en el retrovisor parte de su cara. Sus ojos entornados, el nacimiento del pelo, el suave contorno de su cara blanca. El pelo largo y oscuro se confunde acariciando el sol que se pone a nuestras espaldas, se tiñe suavemente de rojo, rebelde lucha con el viento, pero cuando acelero, acaba por rendirse y, vencido, se deja llevar por la velocidad. Aún tiene los ojos cerrados.

—Ya estamos, señorita, hemos llegado.

Paro delante de su casa, pongo el caballete y me quedo sentado en la moto.

—Chachi piruli, hemos llegado en un periquete.

La miro divertido:

—¿Chachi piruli? ¿Qué significa eso?

—Es una mezcla entre chachi y piruleta, todo acabado en «i».

No lo había oído nunca.

—Chachi piruli…, lo usaré.

—No puedes. Es mío: tengo los derechos en Italia.

—¿Sí?

—Claro. Bueno, gracias por traerme; te usaré alguna otra vez. Debo decirte que como taxista no estás nada mal.

—Bueno, entonces tendrías que invitarme a subir.

—¿Por qué?

—Así hacemos un bono y te ahorras algo en cada carrera.

—No te preocupes, me gusta pagar.

Esta vez Gin cree que es más rápida que yo y se encierra en seguida en el portal, pensando que va a engañarme.

—¡Eh, no!

Me saco del bolsillo de los vaqueros sus llaves y las balanceo delante de sus ojos.

—Me lo enseñaste tú, ¿no?

—¡De acuerdo, mítico Step, devuélvemelas!

La miro divertido.

—Épico… Pues no sé. Me parece que iré a dar una vuelta y volveré más tarde, quizá para una carrera nocturna.

—No te esfuerces. En media hora habré cambiado todas la cerraduras.

—Gastarás más dinero que con diez carreras de las de verdad…

—Está bien, ¿quieres negociar?

—Cómo no.

—Entonces, ¿qué quieres a cambio de mis llaves? —Levanto la cabeza y le lanzo una mirada divertida—. No me lo digas, venga, subamos. Es mejor acabar con un «te invito a tomar algo», como en las películas. Pero antes devuélveme las llaves.

Abro el portal y las mantengo apretadas en la mano derecha.

—Te las devuelvo arriba; déjame hacer de chaperon.

Gin sonríe divertida.

—Caray, nunca dejarás de asombrarme.

—¿Por mi francés?

—No, has dejado la moto sin candado.

Y entra andando altiva. Pongo el candado en un momento y al cabo de un segundo estoy con ella. La adelanto y entro en el ascensor.

—¿La señorita quiere subir en el ascensor o tiene miedo y prefiere ir a pie?

Entra segura y se pone delante de mí. Cerca, muy cerca. Demasiado cerca. Qué tía. Después se aleja.

—Bien, veo que se fía de su chaperon. ¿Qué piso, señorita?

Ahora está apoyada en la pared y me mira. Tiene unos ojos grandes, tremendamente inocentes.

—Cuarto, gracias.

Sonríe divertida por ese juego. Me inclino hacia ella fingiendo que no encuentro el pulsador.

—Oh, al fin. Cuarto, ya está.

Pero se queda así, aplastada contra la pared de madera antigua, gastada por el continuo arriba y abajo en el corazón de ese hueco de la escalera. Subimos en silencio. Estoy allí, apoyado contra ella, sin empujar demasiado y respirando su perfume. Después me aparto y nos miramos. Nuestros rostros están muy cerca, ella levanta los ojos por un instante y después sigue con la mirada fija en mí. Segura, descarada, para nada atemorizada. Sonrío, me mira y mueve las mejillas; hace un amago de sonrisa. Después se acerca y me susurra al oído, cálida, sensual.

—Eh, chaperon

Un escalofrío.

—¿Sí?

La miro a los ojos y ella levanta las cejas.

—Ya hemos llegado. —Se escurre de entre mis brazos ágil y veloz. En un instante, está fuera del ascensor. Se para delante de la puerta. La alcanzo y saco las llaves.

—Oye, son peores que las de san Pedro.

—Dame.

Menuda frase tan sobada, la de las llaves de san Pedro. Me siento como un idiota por haberlo dicho allí, en ese momento. Bah…, no importa. Quién sabe por qué decimos eso. San Pedro debe de tener una sola llave y quizá no necesita ni siquiera ésa. ¿O acaso lo van a dejar fuera? Gin da una última vuelta. Yo estoy listo para meter el pie y bloquear la puerta con el pie cuando intente que me quede fuera. En cambio, ella se me adelanta; sonríe alegre y abre amablemente la puerta.

—Vamos, entra, y no armes jaleo. —Me deja pasar y cierra detrás de mí; después me adelanta y empieza a llamar—: ¡Hola, estoy aquí! ¿Hay alguien?

La casa es bonita, modesta, no demasiado recargada, tranquila. Hay algunas fotos de parientes encima de un baúl, otras sobre un pequeño mueble medio redondo apoyado contra una pared. Una casa serena, sin excesos, sin cuadros raros, sin demasiados tapetitos. Pero sobre todo ahora, a las siete de la tarde, a media puesta de sol, sin nadie allí.

—Tienes mucha suerte, mítico Step.

—¿Quieres dejar ya esa historia del mítico? Además, ¿por qué tengo suerte? Si hay alguien que tiene suerte aquí, ésa eres tú. Porque, ¿quién si no tiene un culo tan respingón, lozano y perfecto?

Sonriendo, alargo la mano hacia el final de su espalda.

—Oye, ¿has acabado? Pareces un preso recién salido de la cárcel después de seis años sin ver a una mujer.

—Cuatro.

Me mira frunciendo las cejas.

—¿Cuatro qué?

—Salí ayer después de cuatro años en la cárcel.

—¿Ah, sí? —No sabe si tomarme en serio o no. Me mira con curiosidad y, de todos modos, decide jugar—. Aparte de que seguramente serás inocente…, ¿qué hiciste?

—Maté a una chica que me había invitado a su casa precisamente a las… —finjo que miro el reloj—, bueno, más o menos a esta hora, y que había decidido no dejarse.

—Rápido, rápido… He oído un ruido, son mis padres. ¡Mierda!

Me empuja hacia el armario.

—Entra aquí.

—Eh, que aún no soy tu amante y ni siquiera estás casada. ¿Dónde está el problema?

—Shh.

Gin me encierra y después sale corriendo. Me quedo así, en silencio, sin saber muy bien qué hacer. Oigo un ruido lejano de una puerta que se abre y se cierra. Después nada más, silencio. Y más silencio aún. Cinco minutos, nada. Todavía nada. Ocho minutos. Nada. Todavía nada. Miro el reloj. Ostras, han pasado casi diez minutos. ¿Qué hago? Bueno, ya me he hartado. Por otro lado, no ha pasado nada malo. Yo salgo. Abro despacio la puerta del armario y miro a través de la ranura. Nada. Algunos muebles y un extraño silencio, al menos para mí. Después, de repente, un trozo de sofá. Abro un poco más la puerta. Una alfombra, un jarrón y después su pierna, así, cruzada. Gin está tumbada en el sofá, tiene la cabeza hacia atrás y fuma un cigarrillo. Se ríe divertida.

—Eh, mítico Step, has caído. ¿Qué has hecho todo este rato encerrado en el armario? Has hecho cosas tú solo, ¿eh? ¡Egoïste!

¡Joder, me ha tomado el pelo! Salgo de un salto e intento agarrarla Pero Gin es más rápida que yo. Acaba de apagar el cigarrillo y se da a la fuga. Choca contra la esquina de una puerta, casi resbala sobre una alfombra que se arruga a su paso pero se recupera en la curva. Dos pasos y está en su habitación, se vuelve de golpe e intenta cerrar la puerta. Pero no lo consigue. Estoy empujando con los dos hombros. Gin intenta resistir un instante y después ceja en el intento. Deja la puerta y se abalanza sobre la cama con los pies levantados hacia mí. Patalea riendo como enloquecida.

—Oh, perdona, mítico Step, perdón, épico Step, mejor dicho, Step a secas, Step el perfecto. O Step como tú quieras. Vamos, era una broma. Al menos, mis bromas son más divertidas que las tuyas.

—¿Por qué?

—¡Las tuyas son macabras! Tú matando a una chica en su casa. ¡Vamos!

Rodeo la cama intentando entrar en su defensa, pero sigue dando patadas hacia arriba. Veloz y atenta, sigue mis movimientos tumbada en la cama y rodando sin perderme de vista. Después me desvío a la derecha, hago una finta y me arrojo sobre ella. Entro en su guardia y ella en seguida retira los brazos y se los lleva frente a la cara.

—De acuerdo, de acuerdo… Me rindo, firmemos la paz. —Se ríe y apoya su mejilla sobre el hombro izquierdo—. Está bien… —Esboza una leve sonrisa y se me acerca. Luego se deja besar suave, tierna y caliente, aún cansada pero tranquila. Se deja besar, sí, y besa ella también, entra y sale entre mis labios con atención, con esmero, con pasión, con su pequeño ser. Abro los ojos por un instante y la veo navegar así, tan cerca de mi cara, tan entregada, tan partícipe, tan empeñada. No, esta vez no hay bromas escondidas en sus bolsillos. Vuelvo a cerrar los ojos y me dejo ir con ella. Viajamos juntos, pequeños surfistas de nuestra propia ola, blandas lenguas, mano sobre mano que, riendo, se empujan para cogerse otra vez. Labios que juegan a los autos de choque intentando hacerse un poco de sitio, de encajarse lo mejor posible, en ese estrecho y blando coche llamado beso. Después Gin empieza a agitarse un poco. Sigo besándola. Se agita otra vez. ¿Qué es, pasión? Se separa de mí—. Dios mío, perdóname. —Estalla en una carcajada—. No puedo más… Once minutos y treinta y dos segundos encerrado en el armario del salón… ¡Ostras, es para contarlo! Perdóname, por favor, perdóname. —Y salta de la cama antes de que pueda agarrarla—. Pero si te consuela, besas bien.

Me quedo tumbado en la cama, me apoyo en el hombro y me quedo mirándola. Es difícil encontrar una chica tan mona y además divertida e ingeniosa. No, me he equivocado. Tan divertida, ingeniosa y tan guapa. No, me he vuelto a equivocar. Pues sí… guapísima. Pero no se lo digo.

—¿Sabes qué es lo más divertido? Que trabajaremos juntos todos los días durante quién sabe cuánto tiempo, y como todo vuelve, tú estarás allí y yo te castigaré.

—Ah, muy bonito, ahora me amenazas… ¿Qué querías?, ¿qué te enseñara la casa, que te ofreciera algo de beber…? ¿Puro formalismo? ¡Eso es fácil! —Pone voz de falsete—. ¿Qué te apetece, Stefano? ¿Un aperitivo? Quizá unas patatitas… —Y finge a la perfección una carcajada—. Ja… ¡Ja!

—Mira que, como patata, tú sirves estupendamente.

Sigue con la voz de falsete:

—Oh, no me lo puedo creer. ¡Qué broma tan estupenda! Ni Woody Allen en sus mejores días…

—¡Sí, quizá después de un polvo con la falsa hija coreana!

—¿Por qué eres tan plasta? ¿No puedes pensar que simplemente están enamorados? A veces sucede, ¿sabes?

—Claro, en los cuentos de hadas, me parece que en casi todos, ¿no?

—¡En todos!

—Veo que los conoces bien…

—Claro, y he decidido vivir mi vida como un cuento de hadas. Sólo que éste aún no está escrito. Soy yo la que elijo, paso a paso, momento a momento, soy yo la que escribo mi cuento.

Decido no contestar. Miro la habitación a mí alrededor. Algunos peluches, la foto de Ele…, al menos me lo parece, alguna otra chica y después dos o tres tipos estupendos. Se da cuenta.

—Son modelos de publicidad. Hemos trabajado juntos y nada más.

Sigue muy Gin.

—¿Quién te ha preguntado nada?

—Te veía preocupado.

—Por supuesto que no, no conozco esa palabra.

—Oh, claro, lo había olvidado, tú eres un tipo duro. ¡Uh, que miedo!

Me levanto y doy una vuelta por la habitación.

—¿Sabes que se puede saber todo de una mujer mirando en su armario? ¡Déjame ver!

—¡No!

—¿De qué tienes miedo?, ¿del fantasma? ¡Caramba, cuánta ropa tienes! ¡Y toda nueva! Aún están las etiquetas colgando. ¡Además, la señorita lo tiene todo de marca! Dotada y no sólo de curvas, ¿eh?

—¿Ves como eres tonto? Y para nada informado. Toda esa ropa no la pago.

—Sí, claro, eres la imagen de alguna marca, ¿no?

—No, uso Yoox. Lo pido todo por Internet a esa web: es un outlet. Están las marcas más importantes. Escojo lo que quiero y me lo envían a casa. Me lo pongo algunos días con cuidado de no estropearlo y de no quitar la etiqueta y después lo devuelvo antes del décimo día diciendo que no estoy satisfecha, que quizá la talla es un poco grande.

Sigo mirando la ropa. Hay de todo: tops de Cavalli y Costume National, una falda por la rodilla Jil Sander, faldas Haute, dos bolsos D&G, un jersey claro de cachemir de Alexander McQueen, un abrigo Moschino vaquero, una divertida chaqueta de cuadros de Vivienne Westwood, una blusa Miu Miu, vaqueros Miss Sixty Luxury…

—Una colección de marcas infernal…

—Ya.

Es una pasada. Guapa, divertida, sin prejuicios. Sabe cómo arreglárselas para vivir a lo grande. Y la historia que se ha montado: una tía que navega por Internet con inteligencia. Yoox para vestir siempre distinta, siempre a la moda, sin gastar un euro. Me gusta.

—¡Eh, tienes una expresión absurda! ¿En qué piensas? —Coge algo de la mesa y apunta contra mí—. ¡Sonríe, tipo duro! —Una Polaroid. Levanto la ceja precisamente mientras toma la foto—. En el fondo quedarás estupendamente entre esos modelos. ¡No tienen tus historias a la espalda, pero estarán contentos de vivir junto a la «leyenda»!

—Sí, como los dos ladrones en la cruz junto a Jesús.

—La comparación me parece un poco atrevida, la verdad…

—Sí, pero también ellos se hicieron famosos.

—¡Pues no estaban muy contentos! Ellos no estaban allí por amor.

Le robo la Polaroid y le saco una foto.

—¡Yo tampoco!

—¡Vamos, quieto! ¡Que salgo mal en las fotos!

Disparo y saco la Polaroid en seguida.

—Imbécil, devuélvemela.

Intenta arrebatármela de todas formas. Demasiado tarde. Me la meto en el bolsillo de la chaqueta.

—Si no te portas bien e intentas contar la historia del armario…, encontrarás carteles con tu cara por toda Roma.

—¡De acuerdo, era una broma!

—¿Y ese cartel qué significa?

Señalo un folio perfectamente dividido en días, semanas y meses colgado encima de la mesa, con varios nombres de gimnasios escritos.

—¿Esto? Son los gimnasios de Roma, ¿ves?, uno cada día. Están divididos por profesores, clases y zonas. ¿Entiendes?

—Sí y no.

—Ostras, Step, pero qué tonto eres. Vamos, es muy fácil. Una clase de prueba por cada gimnasio, cada día un sitio distinto; hay más de cincuenta en Roma, incluso no demasiado lejos. ¿Tienes ganas de entrenarte gratis?

—Es decir, mañana, por ejemplo… —Miro el cartel, hago una cruz con el dedo en el día como si estuviera jugando a los barcos—. Acudes a clase en Urbani y no pagas ni un euro.

—Muy bien, hundido. ¡Y así todo el tiempo! Es un sistema que he inventado, una pasada, ¿eh?

—Ya, como el de poner gasolina con el candado.

—Sí, forman parte de mi manual de ahorradora. Nada mal, ¿verdad? Oye, mira qué bien has salido. —Ahora la Polaroid es más nítida—. Vamos, la pongo entre estos dos. Tampoco desentonas tanto… Veo que miras mucho mi cartel. ¿Qué pasa, «leyenda», quieres entrenarte tú también? Vale, lo he entendido. Haré un cartel también para ti, lo corro un día y vas de un lado a otro tranquilo sin que nos encontremos nunca.

—No hace falta.

—¿Eres rico?

—¡Pero qué dices! ¡Es que ahora los gimnasios me usan como imagen!

—¡Sí, claro! Y yo me lo creo. Bueno, la visita guiada se ha acabado. Te acompaño porque dentro de poco volverán mis padres, ¿o quieres esconderte otra vez en el armario? Ahora ya estás acostumbrado. —Me adelanta y me mira levantando las cejas—. Tranquilo. Ya te lo he dicho: no se lo diré a nadie.

Me acompaña hasta la puerta y nos quedamos así en silencio un momento. Después habla ella:

—Bueno, no hagamos una pesadez de la despedida. Adiós, taxista, al fin y al cabo, vamos a volver a vernos, ¿no?

—Cómo no.

Querría decir algo, pero ni siquiera sé qué. Algo bonito. A veces, si no se encuentran las palabras, es mejor hacer esto: la atraigo hacia mí y la beso. Gin se resiste un instante y después se suelta. Suave como antes. Mejor dicho, aún más. Alguien a nuestra espalda…

—¡Perdonad, pero es que os estáis despidiendo justo en la puerta…!

Es su hermano, Gianluca, recién salido del ascensor. Gin está más que cortada. Está molesta.

—Tú siempre tan oportuno.

—¡Oh, ahora es culpa mía! Qué plomo de hermana. Oye, Step, hazme un favor: ¡entre beso y beso, dale un cachetito a ésta!

Y pasa entre nosotros entrando en la casa. Gin aprovecha y me da un puñetazo en el pecho.

—Sabía que contigo siempre había líos.

—¡Ay!, ahora es culpa mía.

—¿Y de quién, si no? Un beso, otro beso y otro beso… ¿Qué pasa, no puedes contenerte? ¿Ya estás tan colgado de mí?…

Y me cierra la puerta en las narices. Divertido, cojo el ascensor. Y en un instante estoy en el vestíbulo.

Gianluca entra en la habitación de Gin.

—Caray con Step… Veo que ya salís juntos, ¿eh?

—Pero ¿qué dices? Y además, ¿caray por qué?

—Bueno, siempre os estáis besando.

—Ya ves tú, por un beso…

—Dos, por los que he podido contar.

—¿Oye, pero qué pasa, haces de escrutador también aquí? Vale que para redondear tu economía vayas a contar las papeletas…

—Eso es política.

—¡Y lo mío! Con Step tengo una buena papeleta…

—¿Qué quieres decir?

—Que no me fío de alguien como él: es simpático y divertido, pero quién sabe qué esconde.

—Si tú lo dices…

—Pues sí, Luke. En un beso se ve todo. Y él es…, es raro.

—¿O sea?

—Que no se entrega, no confía, y cuando uno no confía, quiere decir que es el primero que no merece confianza.

—Será.

—Pues eso.

Gianluca sale y finalmente me deja sola. De acuerdo, basta. Ahora quiero reordenar mis ideas. Sacudo la cabeza y agito el pelo. Gin, te lo ruego, reacciona. No puede ser que te hayas dejado seducir por el mito, por la leyenda. Step no es para ti. Problemas, líos… Y quién sabe cuál es su verdadero pasado. Además, cada vez que lo besas, en el mejor momento, en el más maravilloso, en el más fantástico, en lo más superfabuloso, llega Luke, tu hermano. ¿Qué querrá decir eso? ¿Tal vez sea una señal del destino, un santo enviado desde el paraíso para evitar el infierno, una ancla de salvación? ¿O simple mala suerte? Mierda, podríamos seguir besándonos durante horas. Cómo besa. Cómo besa… Cómo decirlo…, ¡no sé cómo decirlo! Un beso lo es todo. Un beso es la verdad. Sin demasiados ejercicios de estilo, sin retorcimientos extremos, sin enroscamientos funambulísticos. Natural, lo más bonito. Besa como a mí me gusta. Sin tener que representarse, sin tener que reafirmarse, sencillo. Seguro, suave, tranquilo, sin prisa, con diversión, sin técnica, con sabor. ¿Puedo? ¡Con amor! ¡Dios mío! No, eso no. ¡Vete a la mierda, Step!