—¡Stefano!
De pie frente a mí, en el centro de la calle, está mi hermano. Sonrío.
—Hola, Pa.
Me alegra verlo. Casi me emociono, pero consigo que no se note demasiado.
—¿Cómo estás? No sabes cuánto me he acordado de ti.
Me abraza con fuerza. Me estrecha entre sus brazos. Me gusta. Por un instante me acuerdo de la última Navidad que pasamos juntos, antes de marcharme. Y esa pasta que había preparado y que pensaba que no me gustaría…
—¿Y bien? ¿Te has divertido allí abajo, en Estados Unidos?
Me coge una maleta de la mano. Naturalmente, la menos pesada.
—Sí, he estado bien allí abajo, en Estados Unidos. Pero ¿por qué dices «allí abajo»?
—Ah, es una forma de hablar.
Mi hermano, que ahora conoce distintas formas de hablar; es verdad que las cosas han cambiado. Me mira feliz, sonríe. Está sereno. Me quiere de verdad. Pero no se me parece en nada. Me recuerda a Johnny Palillo.
—¿De qué te ríes?
—No, de nada.
Lo miro mejor. Todo planchado, camisa nueva, perfecta, pantalones ligeros de color marrón oscuro, con vuelta, americana de cuadritos y finalmente…
—¿Has perdido la corbata, Paolo?
—Bueno, en verano no me la pongo. ¿Por qué?, ¿estoy mal?
No espera ni siquiera respuesta.
—Ya está, ya hemos llegado. Mira qué me he comprado… —Estira el brazo para enseñármelo según él, en todo su esplendor—: Un Audi A4 último modelo. ¿Te gusta?
¿Cómo decir no a tanto entusiasmo?
—Es bonito, sí, no está nada mal.
Pulsa un botón del mando que lleva en la mano. Después de dos bips, la alarma y los intermitentes dobles se apagan. Paolo abre el maletero.
—Ven, pon las maletas aquí.
Meto detrás los dos sacos estadounidenses más el petate pequeño que él coloca ordenadamente:
—Eh, despacio.
Entonces se me ocurre una idea:
—¿Me lo dejas probar?
Me mira. Su cara cambia de expresión. El corazón le da un vuelco. Pero el amor por su hermano puede más.
—Claro, toma.
Sonríe haciendo un pequeño esfuerzo y me tira las llaves con el mando a distancia. Qué loco. Jamás quieras a un hermano como yo. Sobre todo, si te pide un Audi A4 como ése. Y nuevo. Me pongo al volante. Huele a nuevo, un coche impecable, sólo un poco estrecho. Pongo en marcha el motor.
—Se conduce bien.
—Piensa que aún está en rodaje…
Me mira preocupado y se pone el cinturón. Y yo, quizá porque he regresado a Roma, porque querría gritar, qué sé yo, porque querría de alguna manera librarme de estos dos años de silencio, de mi rabia vivida lejos, salgo de improviso dando gas. El Audi A4 derrapa, colea, se rebela, grita, sus ruedas rugen en el asfalto caliente. Paolo se coge con las dos manos al agarradero que hay junto a la ventanilla.
—¡Lo sabía, lo sabía! Pero ¿cómo puede ser que contigo se acabe siempre así?
—¡Pero que dices! ¡Si acabo de ponerme al volante!
—¡Me refería a que contigo no se puede estar nunca tranquilo!
—Vale…
Acelero, cojo la curva y juego un poco con el volante hasta casi acariciar el guardarraíl.
—¿Vas bien así?
Paolo se acomoda de nuevo en el asiento, bajándose la americana.
—No hay nada que hacer, contigo nunca hay un segundo de tranquilidad.
—Vamos, sabes muy bien que estaba bromeando. No te preocupes, he cambiado.
—¿Aún más? ¿Cuánto has cambiado?
—Eso no lo sé; he vuelto a Roma para comprobarlo.
Nos quedamos en silencio.
—¿Aquí dentro se puede fumar?
—Preferiría que no.
Me pongo un cigarrillo en la boca y aprieto el botón del mechero.
—Pero ¿qué haces? ¿Lo enciendes de todos modos?
—Ha sido el «preferiría» el que lo ha fastidiado.
—¿Ves?, has cambiado, pero a peor.
Sonrío y lo miro. Lo quiero mucho. Y quizá él sí ha cambiado de verdad; me parece más maduro, más hombre. Doy una calada al Marlboro médium y hago ademán de pasárselo.
—No, gracias.
Como respuesta abre un poco la ventanilla. Después vuelve a estar animado:
—¿Sabes una cosa? Salgo con una tía.
Mi hermano es siete años mayor que yo. Es increíble, a veces parece un niño, es un placer ver las ganas que tiene de contarme las cosas. Decido darle gusto.
—¿Y cómo es?, ¿mona?
—¿Mona? ¡Es guapa! Alta, pelo rubio claro… Tienes que conocerla. Se llama Fabiola, se dedica a la decoración, sólo le gusta ir a determinados sitios, tiene mucho gusto…
—Claro, claro…
—Que no te lo crees, ¿no? Eres un incrédulo, es más, eres «incredible». ¿Te gusta esa expresión? ¡Ella siempre la dice!
—¿Que soy qué? Un poco rarita la chica… Ahora entiendo por qué estáis tan bien juntos.
—Bueno, sea como sea, sintonizamos bien.
Sintonizar… ¿Qué querrá decir? La sintonía es algo que tiene que ver con la música. O peor aún, con los circuitos. El amor, en cambio, es cuando no respiras, cuando es absurdo, cuando echas de menos, cuando es bonito aunque esté desafinado, cuando es locura… Cuando sólo de pensar en verla con otro cruzarías a nado el océano.
—Pues si os lleváis bien, eso es lo importante. Además… —intento acabar de la mejor manera posible—, Fabiola es un bonito nombre.
Remate banal, pero no he encontrado otro. Básicamente no me importa nada, pero si le dijera que el nombre es espantoso, no le iba a hacer gracia. Paolo necesita siempre la opinión de todos. La gilipollez más grande que se puede cometer. Además, ¿quiénes son todos? Ni siquiera los nuestros han sido todos para nosotros.
Casi me lee el pensamiento.
—Papá también sale con alguien, ¿sabes?
—¿Cómo voy a saberlo si nadie me lo cuenta?
—Monica, una mujer guapa. Cincuenta años, muy bien llevados. Le ha revolucionado la casa. Ha sacado algunas antigüedades, las ha desempolvado…
—¿A papá también?
Paolo se ríe como un loco:
—¡Muy bueno!
Mi hermano y su entusiasmo idiota. ¿Antes ya era así? Cuando regresas de un viaje, todo parece un poco distinto.
—Viven juntos, tienes que conocerla.
Tienes… ¿Qué quiere decir «tienes»? Doy un golpe seco al volante para esquivar a un tipo que no quiere quitarse del medio. ¡Sal de ahí! Hago luces, nada. Doy gas, cambio de marcha. Pego el coche a la derecha para adelantarlo.
Paolo empuja con las piernas hacia adelante y se agarra al brazo que hay entre su asiento y el mío. Después vuelvo a la izquierda y lo tranquilizo.
—Todo bien. En Estados Unidos no podía hacer esto: te controlan al milímetro.
—Y has vuelto para desahogarte con mi coche, ¿no?
—¿Cómo está mamá?
—Bien.
—¿Qué quiere decir «bien»?
—¿Y qué quiere decir «cómo está»?
—Sí que me lo pones difícil. ¿Está tranquila? ¿Sale con alguien? ¿Hablas con ella? ¿Se ve o se habla con papá?…
No consigo hacerle esa última pregunta: ¿Ha preguntado por mí?
—A menudo me pregunta por ti. —Es la única a la que responde—: Quería saber si llamabas desde Nueva York, cómo iba el curso, etcétera.
—¿Y tú?
—Y yo le dije lo poco que sabía. Que el curso iba bien, que extrañamente aún no te habías partido la cara con nadie, y después me inventé algunas cosas.
—¿Del tipo…?
—Que hacía dos meses que salías con una chica italiana. Si hubiera dicho estadounidense, habría visto que mentía: no os hubierais entendido.
—Ja, ja… Dime cuándo tengo que reírme. ¿Eso también es un chiste «incredible»?
—Después le dije que te divertías, que salías bastante por la noche, pero nada de drogas, aunque sí un montón de amigos. En definitiva, que no tenías intención de volver pero que, de todos modos, estabas bien. ¿Lo hice bien?
—Más o menos.
—¿O sea…?
—He salido con dos estadounidenses y nos hemos entendido muy bien.
No le da tiempo a reírse, acelero y salgo cortando a la derecha. Lejos de la tangencial, en la curva, doy gas y las ruedas chirrían. Un coche viejo toca el claxon a mis espaldas. Sigo la curva como si nada hubiera pasado y entro en la salida. Paolo se recoloca en el asiento y tira de la americana hacia abajo. Después intenta decir la suya.
—No has puesto el intermitente.
—Ya.
Conduzco un rato en silencio. Paolo mira a menudo hacia afuera, después de nuevo hacia mí, intentando atraer mi atención.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo acabó la historia del juicio?
—No acabó mal.
—¿O sea? —me mira con curiosidad.
Me vuelvo y le sostengo unos instantes la mirada. Se queda en silencio mientras me mira tranquilo, sereno. No creo que mienta, aunque quizá sea un actor estupendo. Paolo es un buen hermano, pero entre sus hipotéticos méritos no se encuentra el de «estupendo». Vuelvo a mirar la calzada.
—Nada, fui indultado y punto.
—Explícamelo mejor.
—¿Acaso no sabes de estas cosas? ¿Recuerdas las condonaciones cuando hay elecciones? Pues éste es uno de esos casos: los delitos como el mío se olvidan y, en cambio, se recuerda al presidente.
Sonríe.
—¿Sabes?, hace mucho que me pregunto por qué le pegaste al tipo que vivía enfrente de nosotros.
—¿Y has podido sobrevivir a ese increíble interrogante?
—Sí, también he tenido otras cosas que hacer.
—En Estados Unidos no durarías ni un día. No tienes tiempo para hacer preguntas.
—Pero como estaba en Roma, pensé en ello entre un capuchino y un aperitivo. Y llegué incluso a una conclusión.
—¡No me digas! ¿Y?
—Que nuestro vecino molestaba de alguna manera a mamá, piropos pesados y alguna bromita de más. Tú, no sé cómo, lo supiste y, ¡pum!, lo mandaste al hospital…
Me quedo en silencio. Paolo me mira. Querría evitar su mirada.
—Pero hay una cosa que no entiendo, que se me escapa… Mamá estaba en el proceso y no dijo nada, no contó qué había pasado, qué le podía haber dicho ese tipo o, en definitiva, por qué tú habías reaccionado así. Si tan sólo hubiera hablado, quizá el juez podría haberlo entendido.
Paolo, ¿qué sabe realmente Paolo? Lo miro un instante y después vuelvo a mirar la calle. Líneas blancas en el suelo, una tras otra, tranquilas bajo el Audi A4. Una tras otra, a veces ligeramente borradas. El ruido de la calle. Batum, batum, el Audi A4, suave, se levanta y vuelve a bajar a cada pequeño desnivel. Las junturas de la calle se notan todas, pero no molestan. ¿Es justo decir la verdad? Dar a conocer a una persona a otra bajo una luz distinta. Paolo quiere a mamá tal como es. La quiere como cree que es. O como quiere creer que es.
—¿Por qué me preguntas eso, Paolo?
—Pues para saber…
—No te cuadra, ¿verdad?
—Bueno, la verdad…
—Y para un asesor financiero como tú, es una pesadilla.
Giovanni Ambrosini era el nombre de nuestro vecino, no lo descubrí hasta el día del juicio. No, mejor dicho, supe el apellido antes. Cuando llamé a su puerta estaba escrito en el timbre. Salió a abrir en calzoncillos. Cuando me vio, cerró de golpe. Yo había ido allí sólo para hablar, para pedirle educadamente que bajara la música. Después sentí un vuelco en el corazón. En la rendija de la puerta, enmarcado en la jamba, su rostro. Esa mirada que nos unió y nos separó para siempre. No lo olvidaré jamás. Desnuda como no la había visto nunca, hermosa como siempre la he querido… Mi madre. Entre las sábanas de otro. No recuerdo más que el cigarrillo que tenía en la boca. Y su mirada. Como el deseo de consumar alguna otra cosa después de él, ese cigarrillo y finalmente… A mí. Mira, hijo mío… ésta es la realidad, ésta es la vida. Aún me arden las mejillas del corazón. Y después, Giovanni Ambrosini. Lo saqué fuera de su casa por el pelo. Acabó en el suelo. Le rompí los dos pómulos con una patada en la nuca. Se metió entre la barandilla de la escalera y seguí golpeándolo con el tacón en la oreja derecha, en la cara, en las costillas, en las manos, hasta despellejárselas. Esas manos que la habían tocado. Y… Basta. Basta. Basta, por favor. No puedo más. Esos recuerdos que no te abandonan nunca, nunca. Miro a Paolo. Respiro hondo. Calma. Más hondo. Calma y mentiras.
—Lo siento, Paolo, pero a veces las cosas no encajan. Ese tío me tocaba las pelotas, eso es todo. Mamá no tiene nada que ver, ¿vale?
Parece satisfecho. Le gusta oír esta versión. Mira por la ventanilla.
—Ah, no te he dicho una cosa.
Lo miro preocupado.
—¿Qué?
—He cambiado de casa. Sigo estando en la Farnesina pero he alquilado un ático.
Al fin, una noticia tranquilizadora.
—¿Bonito?
—Una pasada. Tienes que verlo. Esta noche duermes en mi piso, ¿no? El número de teléfono sigue siendo el mismo. He conseguido que volvieran a dármelo gracias a un amigo que trabaja en Telecom.
Sonríe satisfecho de ese pequeño poder suyo. ¡Joder, menos mal que ha mantenido el mismo número! Es el que he puesto en mi tarjeta, el que le he dado a la azafata. A Eva, la gnocca. Sonrío para mis adentros. Corso Francia, Vigna Stelluti, en subida hacia piazza Giochi Delfici. Paso por delante de la vía Colajanni, el atajo que lleva a piazza Jacini. Una motocicleta se detiene repentinamente en el stop. Una chica. Dios mío, es ella. Pelo rubio ceniza, largo, debajo del casco. Viste también una gorra con visera. Lleva el ipod azul y una chaqueta azul cielo como sus ojos. Sí, parece ella… Reduzco. Mueve la cabeza al ritmo de la música y sonríe. Me paro. Ella arranca. La dejo pasar. Gira alegre frente a nuestro coche. Me da las gracias sólo con los labios… Ahora mi corazón se desacelera. No, no era ella. Pero un recuerdo me asalta. Como cuando estás en el agua, en el mar, por la mañana temprano y hace frío. Alguien te llama, te vuelves y lo saludas… Pero cuando te vuelves para seguir caminando llega una ola imprevista. Y entonces, sin quererlo, me encuentro allí, náufrago en cualquier sitio, en cualquier día de hace apenas dos años. Es de noche. Sus padres están fuera. Me ha llamado por teléfono. Me ha dicho que vaya a verla. Subo la escalera. La puerta está abierta. La ha dejado entornada. La abro lentamente.
—Babi… ¿Estás ahí? Babi…
No oigo nada. Cierro la puerta. Camino por el pasillo. Paso de puntillas frente a los dormitorios. Una música suave sale de la habitación de sus padres. Qué extraño, había dicho que estaban en el Circeo. Por la puerta entreabierta sale una luz débil. Me acerco y abro. Junto a la ventana, repentinamente, aparece ella, Babi. Lleva puesta ropa de su madre, una blusa de seda ligera color arena, transparente y desabrochada. Debajo se entrevé un sujetador color crema. Después, una falda larga con dibujos de cachemir. Lleva el pelo recogido en una trenza. Parece mayor, pretende ser mayor. Sonríe. Lleva en la mano una copa llena de champán. Ahora está sirviendo un poco para mí. Deja la botella en una cubitera llena de hielo que está sobre la cómoda. Alrededor hay velas y un perfume de rosas salvajes que poco a poco nos envuelve. Apoya un pie en una silla. La falda se abre por la raja, cae hacia un lado, descubriendo un botín, y su pierna, cubierta con una media fina de rejilla color miel, con ligas. Babi me espera con las dos copas en la mano y sus ojos repentinamente cambian. Como si hubiera crecido de repente.
—Tómame como si fuera ella… Ella, que no te quiere; ella, que a diario me vuelve loca intentando separarnos…
Me pasa la copa. Me la bebo entera de un trago. El champán está frío, está bueno, es perfecto. Después le doy un beso intenso como el deseo que experimento. Nuestras lenguas saben a champán, adormecidas, perdidas, borrachas, anestesiadas… Repentinamente se despiertan. Le paso la mano por el pelo y quedo prisionero de mechones apelmazados, de cabellos trabajados. Le mantengo la cabeza así, perdida entre mis manos, perdidamente mía…, mientras un beso suyo se vuelve más ávido. Del todo dueña en mi boca, parece que quiera entrar dentro de mí, devorarme, llegar a mi corazón. Pero ¿qué haces? Para. Ya es tuyo. Babi se aparta y me mira. En realidad se parece mucho a su madre. Y me da miedo la intensidad que advierto, que no había visto nunca. Entonces me coge una mano, se levanta un poco la falda y la mete por debajo. Después la guía hacia arriba, más arriba… con ella a lo largo de las piernas. Abandona la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. Su sonrisa, escondida. Un suspiro, fuerte y claro. Lleva mi mano aún más arriba. Sin prisa, sobre sus bragas. Aquí. Las aparta un poco y me pierdo con los dedos en su placer. Babi suspira ahora con más fuerza. Me desabrocha los pantalones y me los baja veloz, ávida también aquí, como nunca. Y dulcemente lo encuentra. Se detiene. Me mira a los ojos y sonríe. Me lame la boca, me muerde, tiene hambre. Tiene hambre de mí. Se apoya, me empuja, tiene su frente contra la mía, sonríe, suspira, empieza a moverse con la mano arriba y abajo, perdiéndose hambrienta en mis ojos y en los suyos… Después se baja las braguitas, me da un último beso suave y me acaricia con la mano bajo la barbilla. Se pone sobre la cama a cuatro patas y se descubre por detrás levantándose la falda. Se la apoya en la espalda y se vuelve hacia mí.
—Step, por favor, tómame con fuerza, como si yo fuera mi madre, hazme daño… Te lo ruego, te lo juro, tengo ganas.
Y me parece increíble. Pero lo hago. Obedezco y ella empieza a gritar como no lo había hecho nunca, y casi me desmayo de placer, de deseo, de lo absurdo de la situación, del amor de aquello que no creía posible. Aún estoy ansioso de placer en el recuerdo y casi me falta la respiración…
—¡Eh, Step!
—¿Sí?
De repente, vuelvo en mí. Es Paolo.
—¿Qué pasa? Te has parado en mitad de la calle.
—¿Qué?
—Me sorprende tanta amabilidad por tu parte. Nunca te había visto hacer una cosa parecida: ¡darle preferencia a una chica que ni siquiera la tiene! Increíble. O Estados Unidos te ha sentado realmente bien, o has cambiado en serio. O bien…
—¿O bien?
—O bien esa chica se parecía a otra.
Se vuelve hacia mí y me mira.
—Eh… No olvides que somos hermanos…
—Precisamente, eso es lo que me preocupa… Es una «broma», por si no lo has entendido.
Paolo se ríe. Yo vuelvo a conducir buscando de nuevo el control. Lo encuentro. Después, respiro hondo. Más hondo. El dolor de saber que esa marea alta no me abandonará nunca.