Treinta y uno

Un viento suave se escabulle entre pequeñas casas ordenadas, entre mármoles blancos y grises, entre flores recién marchitas y otras recién plantadas. La foto y las fechas recuerdan a alguien. Amores pasados, vidas rotas o naturalmente amputadas. Sea como sea, pasadas, arrebatadas. Como la de mi amigo. A veces, todo esto sucede sin un porqué, y el dolor es aún mayor. Camino entre las tumbas. Llevo un ramo de flores en la mano, los girasoles más bonitos que he podido encontrar. En la amistad, como en el amor, no hay que reparar en gastos. Ya está, he llegado.

—Hola, Pollo.

Miro esa foto, esa sonrisa que tantas veces me ha hecho compañía. Esa imagen pequeña. Esa imagen pequeña, así como grande y generoso era su corazón.

—Te he traído esto.

Como si no me viera, como si no lo supiera. Me agacho y quito las flores marchitas de un pequeño jarrón. Me pregunto quién se las ha traído y cuándo. Quizá haya sido Pallina. Pero después abandono esa idea, la alejo de mí con las flores recién quitadas. Acomodo lo mejor que puedo los girasoles. Parecen aún fuertes de esos campos, sanos de esos soles. Los coloco con cuidado, dejando espacio entre unos y otros. Parecen casi acomodarse naturalmente. Y en seguida se orientan hacia el sol, como un suspiro largo, de satisfacción, como si hubieran buscado siempre ese jarrón.

—Eso, ya está.

Me quedo un momento en silencio, casi preocupado por poder haber sido malinterpretado, por haber tenido algún pensamiento equivocado, no puro como, en cambio, es nuestra amistad.

—Pero no es así, Pollo, y tú lo sabes. Ni siquiera ha sido así por un instante.

Y después, casi me erijo en defensa de Pallina.

—Tienes que entenderla, es una chiquilla y te echa de menos. Y tú sabes, o quizá no lo sabes, qué diantre le dabas, qué eras para ella, cuánto la hacías reír, qué feliz la hacías. Nosotros podemos decirlo. Cuánto la querías…

Miro a mi alrededor, casi preocupado por si alguien oye esa confidencia.

Lejos, muy lejos, hay una mujer mayor vestida de negro. Reza. Un poco más allá, un jardinero y su rastrillo intentan recoger algunas hojas ya amarilleadas. Vuelvo con mi amigo. Y con ella.

—Debes entenderla, Pollo. Es una chica guapa. Se ha convertido en una mujer. Es increíble cómo se transforman… Las ves, te reencuentras con ellas, y ha bastado un poco de tiempo, un instante, para hallar en su sitio a otra distinta. Ayer no tuve dudas, no sé, no podría, nunca. Ya sé que mil veces nos hemos reído y hemos bromeado sobre «nunca digas nunca», pero es bonito poder tener algo en la vida que represente una certeza, ¿no? Joder, la verdad es que sólo nosotros podemos ser una certeza nuestra. Y me gusta mucho decir «no», ¿entiendes? Me gusta mucho decir «no». ¡Y me gusta mucho decir «nunca»! Joder, me gusta decirlo por ti, por la que ha sido y es nuestra amistad. Porque es una certeza, es mi certeza. Ya me lo imagino, te estarás riendo. Me tomas por imbécil, ¿eh? Es más, lo soy. Si te hubiera soltado este discurso mientras estábamos en cualquier sitio juntos, te hubieras burlado de mí. Pero como no puedes contestarme…, bueno, pues tienes que tomarte toda esta historia tal como es, ¿de acuerdo? Y de todos modos, ya sé qué me habrías preguntado. No, no la he visto y no tengo intención de hacerlo, ¿vale? Al menos por ahora; no estoy preparado. ¿Sabes?, a veces pienso cómo sería si las cosas hubieran ido de otra manera. Si se hubiera marchado ella en tu lugar. Tú y yo, como amigos, nunca nos hubiéramos dejado, mientras que a ella, quizá nunca podría haberla olvidado. Pero quería contarte algo de esa Gin: es una bocanada de aire fresco. Te lo juro; es alegre, simpática, inteligente, es una pasada. No te puedo decir más porque, porque…, aún no me he acostado con ella…

En ese momento, la anciana pasa por mi lado. Ha acabado sus oraciones. Me mira con curiosidad y esboza una extraña sonrisa. No se entiende bien si es una sonrisa de solidaridad o de simple curiosidad. Lo cierto es que sonríe y se aleja.

—Bueno, Pollo, yo también me marcho ya. Espero poder contarte pronto alguna novedad sobre Gin, algo bueno.

No demasiado lejos acaba de llegar un nuevo inquilino. Algunas personas bajan del coche en silencio. Ojos brillantes, flores frescas, últimos recuerdos. Palabras dichas a media voz intentando saber qué hacer. Todo es confuso a causa del dolor. Después, me agacho por última vez. Coloco mejor ese gran girasol; le concedo algo más de espacio y la ocasión de hacerle compañía a mi amigo del alma. Me viene a la cabeza una frase de Winchell: «El amigo es aquel que entra cuando todo el mundo ha salido». Y tú, Pollo, aún estás dentro de mí.