Estoy detrás de Step en la moto, en su moto, con las ideas al viento. ¿Dónde te has metido, Gin? Es absurdo. Primera salida o, mejor dicho, segunda. En la primera, él y sus amigos se largaron corriendo de aquel sitio. ¿Cómo se llamaba? Il Colonnello. Y ahora, esta mañana, que tiene la posibilidad, la gran exclusividad de salir contigo, Gin, la única, la irrepetible, la formidable, ¿qué hace? Se presenta sin dinero. Nos ha faltado poco para que nos detuvieran. De locos. Mi tío Ardisio diría: «Cuidado, cuidado, Ginevra, ése no es el príncipe azul». Ya me imagino su voz, toda ronca, toda impostada, con las «e» cerradas y las «t» que se convierten fácilmente en «d»… «Adenda, adenda, princesa…». Tío Ardisio. «Ése es el príncipe de los cerdos… Ni siquiera una flor para mi princesa, debes cerrar los ojos y obligarte a soñar… Adenda, adenda…, princesa…». Sacudo la cabeza, pero él se da cuenta y finjo mirar hacia otro lado. Me sigue por el retrovisor y se inclina hacia atrás para que lo oiga.
—¿Qué pasa? He quedado fatal, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Primera salida, no pago yo y casi te hago pagar a ti. Peor aún: por poco nos detienen. Ya sé qué piensas… —Step sonríe y pone voz de falsete para imitarla—. Lo sabía, este tío es un gamberro. —Y continúa como una perorata. Yo sigo en mis trece—. Mira con quién estoy. Ay, si lo supieran mis padres… —Step sonríe y sigue impertérrito. Oh, ha adivinado todos mis pensamientos. Pero es simpático. Intento no sonreír pero no lo consigo—. La he cagado, ¿verdad? Dime la verdad, vamos.
—No, estaba pensando en lo que diría mi tío Ardisio.
—¿Lo ves? Algo de verdad había en esa sonrisa tuya.
—¡Diría que eres el príncipe de los cerdos!
—¿Yo? —Finjo hacerme el duro—. Mejor que no lo intente.
Me paro. Gin baja delante de su coche. Está serena, divertida, realmente elegante. Permanece así, con las piernas ligeramente separadas y el pelo que le cae sobre los ojos mientras busca las llaves en el bolso. Lleva un bolsito pequeño y, sin embargo, dentro debe de haber un montón de cosas. Gin hurga, revuelve, aparta las cosas de un lado a otro. Mientras tanto la miro, enmarcada por un arco de travertino, en la entrada de via Veneto. Toda su belleza moderna resplandece en ese marco antiguo.
Un viento ligero acaricia las transparencias de su falda. Bajo ese suave azul celeste, de entre esos dibujos de flores, aparece un azul liso y decidido que esconde más arriba, entre sus piernas aún bronceadas, su flor prohibida.
—¡Ahí están! Oh, no sé qué pasa pero siempre acaban al fondo.
Saca del bolsito unas llaves con una oveja negra.
—¡Es un regalo de Ele, la oveja Beee! Bonita, ¿verdad? Pero ten cuidado con la oveja Beee…
—¿Por qué?
—Da patadas a todos los lobos que se le acercan.
—Tranquila, prácticamente ya me la he comido…
—Imbécil… Bueno, gracias por el aperitivo, ha sido, ¿cómo decirlo?…, único. ¿Quieres que te lleve algo de comer cuando acabe con mis tíos?
—La historia interminable…, peor que la película. Oye, todo el mundo puede olvidarse el dinero, ¿no?
—Claro, pero lo raro es que siempre te ocurra todo a ti.
Y con esta bonita frase se aleja y sube al coche.
—Ve a ver al camarero. Te está esperando ¿recuerdas? No está bien eso de engañar a la gente.
Después arranca casi derrapando, conduciendo a su manera. Me dan ganas de gritar: «¡Eh, guapa! Aún me debes veinte euros de gasolina…», pero acabo por arrepentirme incluso de mi pensamiento.