Gin sonríe y nos sentamos a una mesita. No muy lejos, un intelectual con gafitas y un libro en la mesa bebe un capuchino y después retoma la lectura de un artículo de Leggere. Algo más allá, una mujer de unos cuarenta años con el pelo largo y un chucho bajo la silla fuma desganada un cigarrillo, triste y nostálgica quizá de todos esos porros que ya no fuma.
—Un buen ambiente, ¿no?
Gin se ha dado cuenta de lo que estaba mirando.
—Bueno, lo animamos nosotros. ¿Qué tomamos?
A sus espaldas se ha «personificado» un camarero.
—Buenos días, señores.
Tiene unos sesenta años y nos trata con modales elegantes.
—Para mí, un Ace.
—Para mí una Cola-Cola y una pizzetta blanca de jamón y mozzarella.
El camarero hace una pequeña inclinación con la cabeza y se aleja.
—Oye, después de salir del gimnasio no te cuidas nada mal, ¿eh? ¡Pizzetta blanca y Coca-Cola, la dieta de los atletas!
—Hablando de atletas, tú que eres una atleta gorrona tienes que darme la lista de tus gimnasios para todo el año.
—Sí, claro. Ahora mismo te hago una fotocopia.
—De todos modos, felicidades, es una excelente idea…
—No sólo eso, sino que si estás atento consigues hacer el mismo tipo de clase cada semana, lo único es que debes hacerte amigo de los instructores porque, si no, antes o después te pillan.
—¿Entonces?
—Después de las clases los invitas a un par de Gatorades, les explicas tus dificultades financieras y todo va como una seda. Fácil, ¿no?
—¿Hay alguien más que use ese método?
Vuelve el camarero.
—Aquí está, el Ace para la señorita y para usted pizza blanca y Coca-Cola.
El camarero lo deja todo en el centro de la mesa, pone un ticket debajo del platito de falsa plata y se aleja.
—Que yo sepa, no.
Gin muerde una patata frita grande y se la come. Después, riendo, se tapa la boca con la mano.
—Al menos, eso espero…
Seguimos así charlando, conociéndonos, riendo e intentando adivinar qué tenemos en común.
—Pero ¿qué dices? ¿Nunca has salido de Europa?
—No, Grecia, Inglaterra, Francia y una vez incluso en Alemania, en la Oktober Fest, con dos amigas.
—Yo también estuve.
—¿Cuándo?
—En 2002.
—Yo también.
—Que fuerte, ¿no?
—Lo más absurdo es que una de mis amigas era abstemia. No sabes qué pasó: pidió una cerveza de litro, una de esas jarras llenas hasta arriba que friegan en esos barreños enormes. Se bebió la mitad y antes de media hora estaba encima de una mesa bailando una especie de tarantela; luego empezó a gritar «la fuentecilla, la fuentecilla…», y se hizo pipí encima, un desastre.
La miro mientras bebe el Ace. Recuerdo que había una chica que bailaba en una mesa en la sala donde nosotros estábamos. Pero ¿quién no bailaba aquella noche en la Oktober Fest? Me acuerdo de que cuando le dije a Babi que iba con Pollo, Schello y otro coche de amigos a Múnich, se enfadó mucho.
—Así que os vais a Múnich, ¿y yo qué?
—Tú no… Sólo vamos hombres.
—¿Ah, sí? Me gustaría ver eso.
Y encima, el imbécil de Manetta ¿Qué hace? Va y se lleva a su novia en el otro coche. Y a la vuelta, venga a discutir con Babi porque, como todo, eso también se acabó sabiendo…
—¿En qué estás pensando?
Miento:
—En tu amiga bailando encima de la mesa. Deberías haberla grabado. Habrías visto qué risa después.
—Nosotras ya nos reímos como locas en el momento, qué importa después. Después, después… ¡Ahora!
Bebe otro sorbo de Ace con actitud provocadora. ¿Qué ha querido decir? La cosa se pone mal. En definitiva, se pone. Gin quiere el «ahora». Pero ahora no, ahora aún no. Quizá mañana, sí, o sea, dentro de un poco, después…
—¿En qué estás pensando? ¿Aún en mi amiga bailando encima de la mesa? No te creo, a mí me parece que conociste a alguna tipa en la Oktober Fest y te estás acordando de una de vuestras gamberradas.
—Nos ves mal.
—No, mi vista está perfectamente. No tengo ni una dioptría.
—No, miras mal a nuestro grupo. Nos has tomado por lo que no somos. Somos personas tranquilas, serenas. Es verdad que somos alegres, no como esos tipos que van a los restaurantes y sólo piensan en comportarse bien: «Esto no se hace, esto tampoco…»; un coñazo, vamos.
Me vuelvo y tengo suerte. Una pareja acaba de sentarse. Llevan un setter inglés, ropa de marca y, como el más natural de los contrasentidos, los dos llevan debajo del brazo Il Manifesto. Llega el camarero y hacen su pedido.
—Mira esos dos, por ejemplo. No se dirigen la palabra.
De hecho piden separadamente, sin darse la vez, sin preguntarle el uno al otro y viceversa qué le apetece en ese momento. Distraídamente, dándolo todo por hecho, flotando así a la deriva.
—Mira, el camarero se marcha y ellos se ponen a leer los dos Il Manifesto y después… No es que tenga nada contra ese periódico, pero…
O, mejor dicho, sí lo tengo, pero como no sé cómo piensa Gin, alguien podría decir: ¿o sea que no te quieres exponer? Soy un rajado, es precisamente eso.
—Si ni siquiera se cuentan que han comprado el mismo diario, ¿qué hay peor? La indiferencia total…
El camarero vuelve en seguida a su mesa. Han pedido los dos un simple café.
—Y ahora el hombre paga sólo porque le toca a él, ésa es la norma.
El tipo se levanta un poco de la silla, desplaza el peso sobre la pierna derecha, la cartera la tiene evidentemente en la izquierda, mete la mano en el bolsillo y paga mientras la mujer, sin siquiera mirarlo, sigue sorbiendo su café.
—Distraídos y aburridos. Bienvenidos sean mis amigos, ¿no? ¡Qué demonios! Arman jaleo, eructan, se dan de hostias, no pagan o lo hacen gritando y pidiendo un euro por cabeza y otras cosas por el estilo, pero al menos no se limitan a sobrevivir, hostia.
Gin sonríe.
—Sí, tienes razón, al menos en eso tienes razón.
Eso me basta, no quiero más. Al menos por ahora.
—De acuerdo, pero ahora relájate, Step; además, tienes otras cosas que hacer.
—¿Qué?
—Tienes que resolver el problema con este señor.
Me vuelvo: detrás de mí está el camarero, que sonríe. No me había dado cuenta.
—¿Me permite?
No me da tiempo a contestar. El tipo se inclina hacia delante y coge el ticket de debajo del platito de falsa plata. No lo había oído llegar a mis espaldas. Extraño, eso no es propio de mí. Eso es, con Gin estoy relajado por primera vez. ¿Eso es bueno?
—Son once euros, señor.
Hago exactamente el mismo movimiento que el tipo escuálido de la pareja abúlica y saco la cartera del bolsillo. Lo abro y sonrío.
—Menos mal.
—¿Qué?
—Que somos distintos de esos muermos.
—¿Sí? —Gin me mira levantando las cejas—. ¿Por qué?
—Tienes que pagar tú: yo no llevo dinero.
—No es necesario ponerse extravagante sólo para ser distintos. Preferiría ser como esos dos y que pagaras tú.
Gin, elegante y sonriente, perfectamente vestida y maquillada, me hace una mueca falsamente irónica. Después sonríe al camarero, disculpándose por la espera. Coge el bolso, saca una cartera, la abre y deja de sonreír repentinamente. Es más, un poco azorada, se sonroja.
—Creo que somos muy distintos de esos dos. Yo tampoco llevo dinero. —Y después, mirando al camarero, añade—: ¿Sabe?, me he arreglado porque tengo una comida con mis padres y, como pagan ellos, no he pensado en coger dinero.
—Mal hecho…
El camarero cambia de tono y de expresión. Su amabilidad parece desaparecer en la nada.
Quizá, hombre mayor, casi anciano, cree que esos dos chicos le toman el pelo.
—A mí todo eso no me interesa.
Cojo las riendas de la situación.
—Mire, no se preocupe, acompaño a la señorita al coche, voy a sacar dinero de un cajero y vuelvo aquí a pagar.
—¡Sí, claro…, y yo soy Joe Condor! ¿Acaso te parezco estúpido? Sacad el dinero o llamo a la policía.
Sonrío a Gin.
—Perdóname.
Me levanto y cojo al camarero por un brazo, amablemente al principio, y después, ante su rebeldía («Pero ¿qué haces? Estate quieto»), aprieto un poco más y me lo llevo algo más lejos.
—De acuerdo, jefe. Tiene razón, pero no exagere. No queremos robarle once euros. ¿Está claro?
—Pero yo…
Aprieto más fuerte, esta vez de manera decidida. Veo en su cara una mueca de dolor y en seguida lo suelto.
—Por favor, se lo estoy pidiendo por favor. Es la primera vez que salgo con esa chica…
Tal vez conmovido y convencido más que otra cosa por esta última confesión mía, asiente.
—De acuerdo, entonces lo espero más tarde.
Volvemos a la mesa y le sonrío a Gin.
—Todo arreglado.
Ella se levanta y mira al camarero sinceramente disgustada.
—Lo siento de veras.
—Oh, no se preocupe, son cosas que pasan.
Yo sonrío a mi vez al camarero. Él me mira. Creo que intenta averiguar si volveré o no.
—No tarde demasiado, por favor.
—No se preocupe.
Y nos marchamos así, con una sonrisa amable y una brizna de noble esperanza.