Treinta y cuatro

En el barrio de Prati, cerca de la sede de la RAI, en la esquina entre via Nicotera y viale Mazzini, está el Residence Prati, el hotel de numerosas pequeñas estrellas de cine, de las series televisivas, de los culebrones, de la farándula y de toda la televisión italiana. Algo más allá, hay también un gimnasio. Bajo, es un semisótano. No lo parece, pero son cuatrocientos metros cuadrados, si no más, bien distribuidos; varios espejos, tragaluces, una ventilación perfecta, un grueso tubo de acero que serpentea desde el techo echando bocanadas de aire, respirando.

—Hola, ¿buscas a alguien?

Una chica con el pelo corto y un peinado divertido me sonríe parapetada tras un extraño escritorio. Esconde un libro de Derecho, cerrado con un lápiz en medio y dos rotuladores fluorescentes al lado, un clásico del primer año de universidad.

—Sí, estoy buscando a una amiga.

—¿Quién es? Quizá la conozca. ¿Hace mucho que está inscrita?

Me dan ganas de reírme y de contestarle: «¡Desde nunca!», pero eso sería como tirar a la basura toda posibilidad con Gin. Hacer que la descubrieran en su red de gimnasios, lo máximo.

—No, me ha dicho que hoy quería hacer una clase de prueba.

—Dime el nombre, que la llamo por megafonía.

—No, gracias. —Sonrío falso, ingenuo—. Quiero darle una sorpresa.

—De acuerdo, como quieras.

La chica regresa tranquila a sus asuntos y se pone otra vez a estudiar. Código penal. Me he equivocado, debe de estar como mínimo en el tercer curso, si no hay de por medio ningún año repetido. Después, me río para mis adentros. Quién sabe, quizá algún día podría ser mi abogado. Es probable.

Ahí está, Ginevra Biro. De locos. Haciendo honor a su apellido describe en el aire trayectorias perfectas antes de golpear el saco. Salta continuamente. Púgil pseudoprofesional. De repente me recuerda a Hilary Swank cuando va a celebrar al gimnasio sola su cumpleaños. Da vueltas alrededor del saco veloz y Morgan Freeman decide darle algunos consejos sobre cómo pegar. Había oído decir que las mujeres italianas se habían obsesionado con el boxeo. Pensaba que eran habladurías, pero ahora creo que se trata de una realidad.

—Un poco más, muy bien, así, golpea recto.

Alguien la entrena, pero no se parece a Clint Eastwood. Parece incluso satisfecho, quizá sólo se la quiere llevar a la cama. Y sin embargo, la miro. Digo sin embargo porque me parece que la miro de una manera distinta. Qué raro. Cuando miras a una mujer desde lejos, adviertes los mínimos pormenores, detalles, cómo mueve la boca, cómo se enfada, cómo se muerde el labio, cómo resopla, cómo se arregla el pelo, cómo… tantas otras cosas. Cosas que desde cerca pierdes, cosas que a pocos pasos quizá queden eclipsadas por sus ojos.

Gin continúa resoplando, golpeando repetidamente el saco.

—¡Derecha, izquierda, abajo! Muy bien, vuelve atrás; derecha, izquierda, abajo… Un poco más…

Sigue sudando mientras golpea y el pelo negro se le mueve hacia atrás. Después, parece casi un ralentí, se aparta el pelo de la cara con el guante y se lo acomoda detrás de las orejas. Sólo falta que se recomponga el maquillaje. Mujeres y boxeo…, de locos. Me acerco despacio, sin que me vea.

—Ahora prueba a hundir y abajo.

Gin golpea dos veces con la izquierda y después intenta hundir de derecha. Le aparto al vuelo el saco y le bloqueo el brazo derecho.

—Pum. —Veo su cara sorprendida, casi atónita. Veloz, cierro mi mano en un puño y le golpeo con suavidad la barbilla—. Hola, Million Dollar Baby. Pum, pum, estarías muerta.

Se suelta liberándose.

—¿Qué demonios haces aquí?

—Quería probar este gimnasio.

—¿Ah, sí? Precisamente éste…

—Se da el caso de que puede ser que me resulte cómodo, y como mi «trabajo» también cae aquí cerca…

—He sido elegida para prescindir de ti.

—Pero ¿quién te ha dicho nada?

—Ofendes.

—Estás enferma.

—¡Y tú eres imbécil!

—Basta, calma… No discutáis aquí, en el gimnasio.

El entrenador se mete en medio.

—Además, Ginevra… Ésta es tu primera clase de prueba con nosotros, ¿no? No eres socia del Gymnastic. O sea que él no podía saberlo, no podía estar seguro de encontrarte. Habrá sido una casualidad.

La miro y sonrío.

—Ha sido una casualidad. La vida está llena de casualidades. Y me parece absurdo buscar razones para el porqué de esta casualidad, ¿no? Es una casualidad y punto.

Gin resopla con las manos en las caderas, aún prisioneras de los guantes.

—Pero ¿de qué «casualidad» estás hablando?

—Muy bien, Ginevra —el entrenador reacciona—. Hay demasiado rencor entre vosotros. Parece que os odiáis…

—No, no lo parece. ¡Es que es así!

—Entonces debéis tener cuidado. Tú tendrías que tener aún fresco el colegio, tendrías que acordarte: «Odi et amo. Quare id faciam…, nescio…».

Gin levanta los ojos al cielo.

—Sí, sí, gracias, lo conozco. Pero aquí los problemas son otros.

—Entonces tenéis que resolverlos fuera del gimnasio.

La miro y sonrío.

—Exacto, es verdad… Buena idea. ¿Sales?

—Debes tener cuidado, no la infravalores. Ginevra es fuerte, ¿sabes?

—Lo sé de sobra. Si hasta es tercer dan.

—Venga… —El entrenador se hace el curioso—. Eso no lo sabía. ¿En serio?

—Sí, extrañamente, está diciendo la verdad.

El entrenador se aleja sacudiendo la cabeza.

—Hay rencor, hay rencor. Así no funciona, así no funciona.

Después vuelve atrás sonriente, como si hubiera encontrado la solución a todos los problemas mundiales. Cuando menos, a los míos y de Gin.

—¿Por qué no hacéis un pequeño combate? Es lo mejor, una sana descarga de tensiones.

Gin levanta la mano con el guante abierto hacia mí, señalándome.

—Pero si éste ni siquiera se habrá traído ropa para cambiarse.

—Y, sin embargo, «éste» la ha traído. —Le sonrío divertido y cojo mi petate de detrás de la columna—. Y ahora, siguiendo los consejos de tu entrenador, voy en seguida a cambiarme. No te preocupes, nos vemos dentro de un instante.

Gin y el entrenador se quedan allí mirándome mientras me alejo.

—Genial. En el fondo ese chico parece simpático, además, así puedes practicar algunos de los golpes que te he enseñado.

—Sí, pero ¿tú sabes quién es ése?

El entrenador me mira perplejo:

—No, ¿quién es?

—Él es Step.

Permanece un instante pensativo con los ojos entornados, buscando en su mente, entre sus recuerdos y lo que ha oído decir de las muchas leyendas urbanas. Nada, no encuentra nada.

—Step, Step, Step… No, nunca he oído ese nombre. —Lo miro preocupada mientras me sonríe complacido—. No, en serio, nunca. ¡Pero estate tranquila, le aventajarás!

Y en ese momento, entiendo dos cosas. Una, que seguramente no es un buen entrenador, y dos, que precisamente por eso tendría que empezar a preocuparme.

Una camiseta fina, pantalones cortos, calcetines y las nuevas Nike compradas en Nike Town de Nueva York.

—Eh, Step, hola. —En el vestuario me encuentro con un chico que conozco pero de quien no recuerdo el nombre—. ¿Te entrenas aquí?

—Sólo por hoy. Quiero hacer una clase de prueba para ver un poco cómo funciona este gimnasio.

—¡Funciona bien, mírame! Además está lleno de tías buenas. ¿Has visto la del saco? Está para comérsela.

—Dentro de poco cruzaré un par de golpes con ella.

—¡Anda ya!

El tipo del cual no recuerdo para nada el nombre me mira sorprendido y después un poco preocupado.

—A lo mejor me he equivocado y no debería haber dicho eso.

—¿El qué?

—Que está para comérsela.

Cierro el armarito con el candado y guardo la llave en el bolsillo.

—¿Y por qué no? ¡Si es verdad!

Le sonrío y salgo.

—Bien, tercer dan, ¿empezamos?

Gin me mira esbozando una falsa sonrisa.

—Eres un poco pesado con eso del tercer dan, ¿no puedes encontrar nada nuevo?

Me río como un loco y estiro los brazos.

—No me lo puedo creer. Estamos a punto de hacer un combate de boxeo, un bonito encuentro de esos rápidos…, y tú ¿qué haces? Das por el culo.

—Muy bonito, dar por el culo, ésa me faltaba.

—¡Tú no lo puedes usar, en este caso tengo yo los derechos!

E inmediatamente después… Pum. Eso no me lo esperaba. Me da en plena cara con un derechazo veloz, precioso, puedo decir que inesperado como justificación. Sea como sea, me ha dado.

—Muy bien, estupendo.

El entrenador salta, divertido.

—Derecha, izquierda, hundes y te cierras.

Me toco la mandíbula y me la muevo a derecha e izquierda, ligeramente dolorida.

—¿Nada roto?

Gin salta sobre sus piernas mirándome y levanta las cejas.

—Si quieres, empezamos de verdad.

Después, brincando, se me acerca aún más.

—Esto era sólo un ensayo, mítico Step. Por cierto, mi entrenador dice que nunca ha oído hablar de ti.

La miro mientras me pongo los guantes.

—Bueno, tampoco ha visto la foto que te saqué con la Polaroid. Claro que si la viera…

—¿Si la viera?

—Bueno, quizá lo pensaría dos veces. ¡En esa foto das tanto miedo que de golpe se le pasarían incluso las ganas de llevarte a la cama!

—Ahora me has hartado de verdad.

Gin me salta encima como una furia y empieza a pegarme. Detengo riendo los puñetazos que vuelan por todas partes, con el guante abierto, después cerrado, ancho, estrecho. Al final, me entra con una patada que me da de lleno.

—Eh…

Tocado y hundido. Bajo vientre. Me da de lleno. Me doblo en doy a causa del dolor. Consigo encontrar un poco de aliento.

—¡Ah! ¡No vale!

—Contigo vale todo.

—Ya ves, Gin, si quisiera demostrarte mi amor, en este momento no estaría a la altura.

—No te preocupes… Me fío de tu palabra.

Me cago en la puta, me ha distraído, me ha hecho reír y después me ha hundido.

Permanezco doblado en dos, intentando recuperarme. Se acerca el entrenador.

—¿Problemas?

Me apoya la mano en el hombro.

—No, no, todo en orden… O casi.

Zapateo, me llevo las manos a la cintura y respiro profundamente mientras me incorporo.

—Ya está, ahora podría acabar contigo; si no me dieras lástima…

—Qué caritativo eres. ¿Subimos al ring?

—Claro.

Gin me sonríe tranquila. Pasa segura frente a mí. El entrenador se dirige al extremo del ring y levanta las cuerdas para que pasemos por debajo.

—Eh, por favor… No quiero ningún golpe prohibido, e id con cuidado, ¿vale? A ver si podemos tener un bonito encuentro, venga.

Gin se reúne conmigo en el centro del ring y nos damos un golpecito con los guantes. Los dos a la vez, como en las películas.

—¿Estás lista?

—Estoy lista para todo. ¡Y no le hagas caso: él no es mi entrenador y tú estás acabado! ¡Te aviso de que se admiten todos los golpes, sobre todo los prohibidos, al menos por mi parte!

—Uy, uy… ¡Qué miedo!

Como respuesta, intenta golpearme en la cara, pero esta vez estoy preparado: paro con la izquierda y le doy una buena patada en el culo, aunque sin hacerle demasiado daño.

—Ja, ja… Ahora yo también existo. ¿Empezamos?

Brincamos arriba y abajo, dando vueltas, estudiándonos mientras Nicola, el entrenador, ha empezado a contar el tiempo en un cronómetro Swatch o algo parecido. Gin empieza a golpearme y sonríe mientras lo hace.

—¿Qué, te diviertes, eh? Haces bien, porque dentro de poco…

Después, un golpe de pleno en la barriga me quita por un instante la respiración. Es rápida, la colega.

—Ahorra el aliento, mítico Step, que vas a necesitarlo. ¿Te había dicho que he hecho también full contact?

Sigo brincando mientras me recupero.

—Primera regla: siempre debes atacar después de un golpe fuerte, de lo contrario…

Le doy desde cerca pero no demasiado fuerte, no demasiado rápido. Derecha, derecha otra vez, después driblo con la izquierda y luego golpeo de nuevo con la derecha. Los primeros tres los detiene perfectamente, pero el derecho final entra. Después veo a Gin acusar el golpe, se aparta hacia la izquierda y casi resbala. Le he pegado demasiado fuerte. Intento cogerla antes de que se caiga al suelo.

—Perdona, ¿te he hecho daño? —digo sinceramente preocupado—. Es que…

Gin me contesta con un uppercut que me roza la barbilla. Me rompe las palabras en la boca; por suerte, sólo éstas.

—No me has hecho nada.

Resopla orgullosa, vuelve veloz la cabeza echándose el pelo hacia atrás y después salta al ataque. Un doble tijeretazo. Derecha, izquierda y otra vez derecha. Izquierda, derecha, gancho; los detengo como puedo, para no golpearla aún, paro sonriendo y, para ser sincero, de vez en cuando también con algunas dificultades. Estamos cada vez más cerca. Me arrincona contra la esquina y ataca de nuevo.

—Eh, demasiado ímpetu.

Me cubro con los guantes y ella sigue pegando; después intenta un golpe de pleno con la derecha y ya está. Estiro la izquierda de prisa, le bloqueo el brazo derecho debajo del mío y lo mantengo bien agarrado.

—¡Prisionera!

Se queda bloqueada así, con la izquierda ligeramente más alejada.

—Llevas demasiado ímpetu, ¿ves qué ocurre? —Gin intenta liberarse de todas las maneras posibles. Se echa hacia atrás, se apoya en las cuerdas, se abalanza contra mí, vuelve a echarse hacia atrás y choca conmigo para soltarse. Le doy un puñetazo suave en la cara con la derecha—. Pum… ¿Ves qué podría hacerte? —Sigo golpeándola—. Pum, pum, pum. Gin pungiball… ¡Estás acabada!

Por toda respuesta, como enloquecida, intenta golpearme con la izquierda libre. La detengo con facilidad pero ella no se rinde: pum, pum, pum; se los paro todos, uno tras otro. Gin lo intenta desde abajo y después con un derechazo, un gancho, otra vez desde abajo, sube con un pie a la cuerda y se da impulso para golpearme aún con más fuerza. Nada que hacer, estoy quieto contra la esquina y le tengo la derecha bien agarrada. Gin está fuera de sí.

—¡Ah!

Intenta golpearme con la rodilla, pero levanto al vuelo la mía parándola también. Intenta golpearme otra vez con un gancho izquierdo pero lo hace con menor velocidad, quizá un poco cansada. Ése es el error que estaba esperando. Estiro el brazo derecho y bloqueo también su izquierdo, manteniéndolo bien pegado a mí.

—¿Y ahora? —Se queda mirándome así por un instante, frente a mí, completamente bloqueada—. ¿Qué va a hacer ahora la tigresa Gin? —Intenta liberarse—. Quieta, estate quieta. Tú aquí, entre mis brazos. —Intenta soltarse de nuevo pero no lo consigue. Me acerco y la beso, y parece acceder por un momento. ¡Ah! Me ha mordido. La suelto en seguida liberándole los brazos—. Me cago en la puta. —Me llevo los guantes a la boca para ver si sangro—. Casi me partes el labio… ¿Quieres romperme también otras cosas? Mira que ésas se defienden con uñas y dientes…

—Ya te lo he dicho: no te tengo miedo.

Y para confirmármelo, prueba con un waikiki. Gira sobre sí misma para golpearme con una patada, pero yo soy más rápido, resbalo por el suelo y le hago un barrido haciendo que caiga a mi lado.

—Es inútil, Gin, es como cuando Apollo, en Rocky 4, dice: «Yo te lo he enseñado casi todo. ¡Tú combates a lo grande, pero yo soy grande!».

Y en un instante estoy encima de ella, le bloqueo el cuerpo con las piernas enroscadas alrededor de la cintura y con la derecha la mantengo pegada al suelo con la cara hacia abajo, precisamente allí, junto a la mía.

—¿Sabes que así estás preciosa? Y el mío es un sentimiento sincero.

No sé por qué, pero me recuerda mucho a Arma letal, cuando Mel Gibson y René Russo comparan sus cicatrices y luego caen al suelo. Pero nosotros somos más guapos, somos reales.

—¿Te apetece hacer el amor conmigo, Gin?

Ella sonríe y sacude la cabeza.

—¿Aquí? ¿Ahora, sobre la tarima del gimnasio, delante de Nicola y de los demás, que nos están mirando?

—El truco es no pensar en ello.

—Pero ¿qué dices, Step?, ¿estás loco? Seguro que incluso nos jalearían dándonos el tiempo.

—Bien, como quieras, pues volvamos al combate. Te he dado una oportunidad, que conste.

Nos levantamos juntos. Pero esta vez, divertido, ataco yo. La acorralo contra la esquina y empiezo a golpearla, pero sin cargar demasiado. Gin es rápida e intenta salir. Con un empujón la vuelvo a meter en la esquina. Ella se agacha, esquiva e intenta escapar, pero yo vuelvo a bloquearla y la meto de nuevo allí. Ella, muy rápida, cierra el brazo bloqueándome el derecho. Inmediatamente después, casi en un segundo, hace lo mismo con el izquierdo.

—¡Ajá! Te he bloqueado yo. ¿Y ahora, qué?

En realidad con un cabezazo me liberaría en seguida, pero mejor no. Gin suspira.

—Como siempre… eres mi prisionero, pero ni se te ocurra morder. Juro que si lo haces te tumbo.

Y entonces me besa. La dejo hacer, divertido, saliva y sudor, besos amables y suaves, ansiosos y huidizos. La dejo hacer, sí. Juguetea con mis labios, la abrazo con los guantes y ella se frota contra mí, pantalones cortos y camiseta, sudada en el punto justo. Su pelo se me pega a la cara protegiéndome de miradas indiscretas.

Pero Nicola, que seguía controlando el tiempo, no puede perderse ese extraño encuentro.

—Antes se querían matar y ahora se dan el lote. Qué juventud tan absurda.

Y se aleja meneando la cabeza. ¿Es el lote lo que nos estamos dando? Esto es arte, hombre. Arte fantástico, súper sutil, místico, salvaje, elegante y primordial. Seguimos besándonos en la esquina del ring, frotándonos, ahora más libres en el abrazo y excitados, al menos yo. Fuera del tiempo… en la gloria. Dejo resbalar el guante, que acaba por casualidad entre sus piernas, pero Gin se aparta. Después, por si no bastara, suben al ring dos tipos de unos cuarenta años con un par de cadenas al cuello, el pelo gris y aspecto cansado.

—Perdonad, chicos, no quisiéramos interrumpir este match, pero a nosotros nos gustaría boxear de verdad, o sea, que si no os importa…

—Sí, id con el idilio a otra parte, vamos.

Se ríen. Cojo a Gin por un brazo agarrándola con el pulgar del guante y la ayudo a bajar del ring. El más gordo, que aún huele a tabaco, no pierde la oportunidad:

—Ah, ¿qué gracia le ves a pelear contra una mujer, chico?

Gin se me escapa de las manos y se mete veloz por debajo de la cuerda volviendo a entrar en el ring.

—Pues se la ve, se la ve…, ¿quieres probarlo?

Y se pone en posición, pero yo me meto en medio antes de que todo se vaya al garete.

—De acuerdo, de acuerdo. Os dejamos pelear. Perdonadnos: la chica está nerviosa.

—Yo no estoy nerviosa.

—Vale, pero es mejor que vayamos a tomar un helado.

Entonces le digo en voz baja a Gin, susurrándole al oído:

—Invito yo, pero, por favor, déjalo.

Ella estira el brazo.

—Vale, vale.

—Eso, sed buenos e id a tomar un helado, venga.

—Sí, un helado al beso.

Se ríen los dos, uno de ellos con una tos catarrosa. Sólo nos faltaba la broma. Gin intenta volverse de nuevo pero la empujo fuera con fuerza.

—A cambiarse, ducha y después helado. Rápido y sin discutir.

—Eh, me das más miedo que mi padre. Mira cómo tiemblo.

Y simula una especie de ballet de trasero imitando a las mujeres africanas. Le doy una fuerte palmada en el culo.

—He dicho que rápido. A cambiarse.

Y con un último empujón consigo, a la fuerza, enviarla al vestuario. Uf, qué cansancio. Si es así en todo. Misión imposible. No puedo creerlo. Gin asoma de nuevo por la puerta del vestuario.

—Que sepas que me cambio sólo porque son las once y he acabado mi hora de entrenamiento.

—Sí, por supuesto.

Me mira un instante perpleja, con la ceja levantada, y después afloja y sonríe.

—De acuerdo.

Entiende que la dejo ganar.

—No tardo nada. Quedamos en el bar del gimnasio, al fondo.

Yo también voy a cambiarme. Menudo combate. No sé si es mejor dentro del ring o fuera. Saco las llaves de la taquilla. Pero ¿qué tiene de especial? Me meto bajo la ducha. Sí, de acuerdo, un bonito culo, una bonita sonrisa… Encuentro un champú que ha dejado alguien y me lo echo en el pelo. Sí, es también una tipa divertida, los gimnasios gratis…, la broma siempre a punto. Aunque es agotadora. Sí, pero ¿cuánto tiempo hace que no tengo una historia como Dios manda? Dos años. Pero qué bien se está. Libre y guapo. Me río como un imbécil mientras el champú dulzón se me mete en los ojos. Joder, como escuece. Nada de pesadeces: ¿qué haces esta noche?, ¿qué hacemos mañana?, ¿qué haremos el fin de semana?, te llamo luego, dime que me quieres, tú ya no me quieres, pero ¿cómo que no te quiero?, ¿quién era ésa?, ¿por qué has hablado con ella?, ¿con quién hablabas por teléfono?… No, no existe. Hace poco que me he recuperado, si es que me he recuperado. Quiero «chicas de calendario». El primer día del mes, ésa; el segundo, la otra; el tercero, otra más; el cuarto, quién sabe, tal vez ninguna; el cinco, esa tía extranjera que has conocido por casualidad; el sexto… El sexto… Estás solo, lo sabes. Sí, claro, pero ¿qué importa? No quiero atarme. Me seco y me pongo los pantalones. No quiero dar explicaciones. Me abrocho la camisa y cojo la bolsa. Voy hacia la salida. Ni siquiera me despido; total, la veré más tarde en el Teatro delle Vittorie. Ah, no. Hoy ellas no están convocadas. De acuerdo, se lo diré mañana cuando la vea. La verdad es que ésa es capaz de aparecer en mi casa y armarme un escándalo. Si no estoy yo, pillaría a Paolo, y con él lo tendría fácil: lo hundiría. La tomaría por una fiera, una tigresa. ¡Qué coñazo! Tengo que esperarla. Quién sabe cuánto tardará en estar lista. ¿Qué tipo de mujer será? ¿Sofisticada, pasota, derrochona, cuidadosa con el dinero, loca, cocainómana, putilla, imposible? Llego al bar y pido un Gatorade no demasiado frío.

—¿De qué lo quieres?

—De naranja.

Luego, las respuestas llegan solas. Gin es natural, salvaje, elegante, pura, apasionada, antidroga, altruista, divertida… Después me rio’. ¡Vaya rollo! Quizá sea una tardona y tenga que esperarla.

Desembolso dos euros, quito el tapón y me bebo el Gatorade. Miro a mi alrededor. Un tipo vestido de postentrenamiento lee «el Tiempo». Come como por inercia doblado sobre un arroz soso, coloreado aquí y allá por algún grano de maíz y por un pimiento que está ahí por casualidad. En la mesa vecina, otro pseudomusculoso charla con una chica con tono falso. Se muestra excesivamente alegre ante cualquier cosa que ella le conteste. Dos amigas planean quién sabe qué para unas hipotéticas vacaciones. Otra le cuenta a su amiga del alma lo mal que se ha portado con ella un tipo. Un chico en la barra, aún sudado por la serie que acaba de hacer, uno que ya se ha cambiado… Una chica que toma un batido y se marcha, otra que espera quién sabe qué. Busco la cara de esta última en el espejo que hay delante de la barra. Pero la tapa el chico del bar. Después él le sirve algo y se marcha dejándola al descubierto. Como la carta que te llega para un póquer ansiado, como el último rebote de la bola de una ruleta que tal vez se pare en el número por el que has apostado… aparece ella. Allí está. Me mira y sonríe. Tiene el pelo sobre los ojos apenas maquillados, difuminados por un gris suave. Los labios rosas y un poco enojados. Se vuelve hacia mí.

—Eh, ¿no me reconoces?

Póquer. En plein. Es Gin. Lleva un traje de chaqueta azul. En una solapa se leen dos pequeñas letras: D&G. Sonrío. Yoox. Y zapatos con tacón del mismo color. Elegantísimos: Rene Caovilla. Unas correas finas liberan a trechos sus tobillos. En los dedos de los pies, uñas pintadas de un pálido azul claro, como pequeñas sonrisas divertidas, asoman desde un suave bronceado. Gafas Chanel también azules apoyadas en la cabeza. Es como si un velo de miel se hubiera dejado resbalar, perfectamente modelado sobre sus brazos, sobre sus piernas desnudas, sobre su rostro sonriente.

—¿Y entonces?

Entonces… Entonces todos mis propósitos se van al carajo. Busco alguna palabra. Me dan ganas de reír y al mismo tiempo me viene a la cabeza esa escena de Pretty woman: Richard Gere buscando a Vivien en el bar del hotel. Luego la encuentra, lista para ir a la ópera. Gin está tan perfecta como ella, más aún. Estoy fatal. Coge la bolsa y viene.

—¿Estás pensando en algo?

—Sí. —Miento—. En que el Gatorade estaba demasiado frío.

Gin sonríe y pasa de largo.

—Mentiroso, pensabas en mí.

Decidida y divertida, se aleja, sin contonearse demasiado pero segura por la escalera que lleva fuera del gimnasio. Las piernas descienden desde la falda fina, ligeramente plisada, y se pierden, tonificadas y resbaladizas, quizá algo pringosas de crema, desapareciendo gráciles más abajo para dejar lugar a un tacón decidido y cuadrado.

Se detiene al final de la escalera y se vuelve.

—¿Y ahora qué haces?, ¿me miras las piernas? Venga, no te quedes ahí. Vamos a tomar un aperitivo o lo que te apetezca, que después tengo que ir a comer con mis padres y mi tío. Dos plomos. De lo contrario, no me hubiera arreglado así.

Mujeres. Las ves en el gimnasio. Pequeños bodies, extraños chándales inventados, pantaloncitos estrechos y camisetas brillantes. Aeróbic a más no poder. Sudadas sobre una cara sin maquillaje, el pelo pringoso, pegado a la cara. Y después, pluf…, casi como la lámpara de Aladino. Salen del vestuario transformadas. Ese saldo sin duchar que has visto antes ya no está. El patito feo se ha maquillado. Está escondido en la ropa bien elegida, tiene las pestañas más largas, arqueadas por un rímel caro. Labios perfectamente dibujados, a veces incluso tatuados, hacen que sobresalga aún más esa boca que aún no ha sido picada por la cara avispa del colágeno. Las mujeres, jóvenes cisnes enmascarados. Claro que no estoy hablando de Gin. Ella es…

—Pero ¿en qué piensas?

—¿Yo?

—¿Quién, si no? Aquí estamos sólo tú y yo.

—En nada.

—Sí, ya. Bueno, pues debe de ser un nada muy especial. Parecías atontado. Te he dado muchas hostias, ¿eh?

—Sí, pero me estoy recuperando.

—Yo voy con mi coche.

—De acuerdo, sígueme.

Subo en la moto pero no lo resisto. Me vuelvo el retrovisor para poder verla subir al Micra.

La adelanto. La tengo en el centro de mi visión. Allí está, está subiendo. Gin se inclina hacia adelante y se sienta, suave y ligera, levantando del suelo una tras otra sus piernas. Veloces y enérgicas, casi unidas excepto un instante, ese pequeño fotograma de encaje que para mí es como una película. Qué sensual fotoflash. Después vuelvo a la realidad. Meto primera y arranco. Gin me sigue sin problemas. Es una conductora hábil. No tiene problemas con el tráfico: acelera, adelanta y vuelve a su carril. Toca la bocina de vez en cuando para evitar algún que otro error ajeno. Se ladea con el coche en las curvas, moviendo la cabeza, imagino, al ritmo de la música. Gin, salvaje urbana. De vez en cuando me hace luces cuando se da cuenta de que la estoy vigilando por el retrovisor, como diciendo: «Eh, tranquilo, que estoy aquí». Algunas curvas más y habremos llegado. Me paro, la dejo pasar y se me acerca.

—Vamos, aparca aquí, que por allí no se puede pasar.

No pide más explicaciones. Cierra el coche y sube detrás de mí, tirando de la falda hacia abajo para esa extraña operación de jinete.

—Qué pasada de moto, me gusta. He visto pocas así.

—Ninguna. La hicieron en exclusiva para mí.

—Sí, claro. ¿Sabes cuánto costaría un único modelo para una sola persona?

—Cuatro cientos veinticinco mil euros…

Gin me mira sinceramente asombrada.

—¿Tanto?

—Sí, pero me hicieron un buen descuento.

Me ve sonreír en el retrovisor que he movido hacia ella para cruzarme con su mirada. Intento hacer una pequeña guerra de miradas; después me rindo y sonrío. Ella me golpea con fuerza en el hombro.

—¡Venga, qué puñetas dices, eres un mentiroso!

Desde la época de las míticas peleas en la piazza Euclide, de las Barreras en la Cassia hasta llegar a Talenti y volver, no habían vuelto a decirme eso: Step, mentiroso. ¿Y quién se ha permitido decírmelo? Una mujer. Esta mujer, ésta que está detrás de mí. Y además, sigue:

—Precio aparte, me gusta realmente esta moto. Un día tienes que dejarme llevarla.

Qué locura, alguien que me pide mi moto, ¿y quién? También una mujer. ¡La misma que me ha llamado mentiroso! Pero lo más increíble de todo es que respondo:

—Claro.

Nos metemos en Villa Borghese, conduzco veloz pero sin demasiada prisa y me paro delante del pequeño bar que hay junto al lago.

—Ya hemos llegado, aquí no viene demasiada gente, es más tranquilo.

—¿Qué pasa? ¿Acaso tienes miedo de que te vean?

—Oye, hoy tienes ganas de discutir, ¿eh? Si llego a saberlo, habría sido más duro en el gimnasio.

—No te tengo miedo.

—Otra vez…

—De acuerdo, de acuerdo, tomemos «la copa de la paz».