Treinta

Vamos en moto, de noche, Pallina y yo. Dejo que la 750 vaya sola. Una velocidad tranquila, pensamientos al viento. Ella se abraza a mí, pero sin exagerar. Dos equívocos humanos, conjunciones astrales de un extraño destino. Yo, el mejor amigo de su novio; ella, la mejor amiga de mi novia. Pero todo eso pertenece al pasado. Cambio de marcha y corro veloz, el viento refresca. Se lleva mis pensamientos. Ay, suspiro. Qué bonito es a veces no pensar. No pensar. No pensar… Viento, velocidad y ruidos lejanos. No pensar. Una serie de locales. Akab como primera etapa.

—Vamos, que aquí conozco a todo el mundo. Se alegrarán de verte.

Me dejo guiar. Entramos, saludo. Reconozco a alguno que otro.

—Un ron, gracias.

—¿Blanco o negro?

—Negro.

Otro local. Café Charro. Me dejo llevar.

—Otro ron, con hielo y limón.

Después, a Alpheus. Y otro ron. Hielo y limón. Aquí ponen de todo: música de los años setenta y ochenta, hip-hop, rock, dance… Después al bar Ketum. Me olvido de dónde he aparcado la moto. Qué importa.

—Otro ron. Hielo y limón.

Nos reímos. Saludo a alguien. Uno me salta encima.

—¡Joder, Step, has regresado! Vuelven a empezar los líos, ¿eh?

Sí, vuelven a empezar. Pero ¿quién coño era ése? Otro local y otro ron y después otro y aún otro. Y otros dos rones más. Pero ¿quién era el que me ha saltado encima? Ah, sí, Manetta. Se durmió una vez en la montaña. Sí, estábamos en Pescasseroli, debajo del plumón, con los pies fuera. Le pusimos cerillas entre los dedos de los pies con la cabeza hacia afuera y las encendimos. Joder, qué salto dio cuando se despertó notando que se quemaba. Y nosotros por el suelo riéndonos como locos. Pollo y yo. Y él saltando por la habitación con los pies chamuscados, gritando: «¡Joder, qué pesadilla! ¡Qué pesadilla!». Y nosotros venga a reír, hasta que nos dolía. Pollo y yo. Qué carcajadas. Una locura. Pollo y yo. Pero Pollo ahora ya no está. Me sobreviene la tristeza. Otro ron, de un sorbo, adentro. Mientras bailo con Pallina, su dama, la novia de mi amigo, el amigo que ya no está. Pero bailo, tan sólo bailo y me río, me río con ella. Yo me río y pienso en ti. Otro ron y no sé cómo, estoy debajo de casa.

—Eh, ya hemos llegado.

Bajo de la moto algo tambaleante. Ese último ron de más.

—¿Dónde has metido la SH?

—He venido en coche, ahora tengo un Cinquecento modelo nuevo.

—Ah, bonito.

En realidad, es uno de los coches que menos me gusta. Pero ¿decirlo sirve para algo? No, o sea que me quedo callado, es más, aumento la dosis:

—Van muy bien, no gastan nada y las piezas de recambio no son caras.

—Sí, efectivamente.

—Una noche divertida, ¿eh?

—Una pasada. —Sobre esto soy sincero—. Han cambiado los locales del Testaccio.

—¿Qué quieres decir?

—A mejor. Buena música, la gente parece divertirse de verdad. Canciones potentes, se baila un montón. Sí, una noche bonita.

Pallina se hurga en el bolsillo y en la chaqueta.

—Oye, me parece que he olvidado las llaves en tu casa.

—No pasa nada, subamos.

En el ascensor, un extraño silencio. Nuestras miradas se cruzan. No hablamos. Pallina sonríe. Lo hace con ternura. Yo tamborileo en el metal de la pared, en el espejo. Joder, a veces el ascensor parece no llegar nunca. ¿O son los muchos rones los que ralentizan el viaje? ¿U otra cosa? Ya hemos llegado. Abro la puerta de casa y Pallina se mete dentro. Mira a su alrededor y después va hacia la mesa.

—¡Aquí están!

Me tapa el ángulo de visión, o sea, que no veo nada. ¿Estaban realmente las llaves sobre la mesa, se las había olvidado o era una excusa para subir? Pero ¿en qué piensas, Step? Estás mal. ¿Por qué piensas esas cosas? Demasiados rones. Las llaves estaban sobre la mesa, tenían que estar allí.

—Oye, pero si hasta tienes terraza.

—Sí, ¿sabes que ni me había fijado?

—¡Anda ya! Sigues tan distraído como siempre.

Abro la ventana y salgo fuera. Hay una luna preciosa. Alta, redonda, allí, entre los edificios lejanos, todos ellos bañados por su palidez. Siluetas de viejas antenas, modernas parabólicas y después, casi un contrasentido, ropa tendida el día anterior. Respiro hondo, perfume de jazmines estivales, aire nocturno de septiembre, grillos lejanos, silencio alrededor. Llega Pallina a mis espaldas.

—Toma, te he traído otro.

Me pasa un vaso.

—Para acabar bien la noche.

Lo cojo y me lo llevo a los labios, olfateándolo.

—Otro ron, y parece bueno.

Paolo me asombra cada vez más. Ron en casa… Está mejorando. Tomo un sorbo. Debe de ser Pampero. No, Havana Club, como mínimo siete años.

—Muy bueno.

Vuelvo a mirar a lo lejos. Después, el ruido de un coche desaparece por algún lado.

—¿Sabes, Step?, tengo que decirte algo.

Me quedo en silencio. Sigo mirando a la lejanía. Doy otro sorbo sin volverme. Pallina sigue hablando. La noto detrás de mí, cerca de mi espalda.

—No te lo creerás, pero desde que Pollo murió, no he vuelto a estar con ningún chico. ¿Te lo puedes creer?

—¿Por qué no tendría que creerlo?

Permanezco de espaldas.

—Ni siquiera un beso, te lo juro.

—No jures. No creo que me estés mintiendo.

—Te he dicho una mentira…

Me vuelvo y la miro a los ojos. Ella sonríe.

—Tenía las llaves en la chaqueta.

Una ráfaga de viento caliente de la noche agita con suavidad su pelo oscuro. Pallina, toda una pequeña mujer. Tiene la carne de gallina y cierra los ojos, regalándose una respiración profunda. Después se acerca y me abraza. Apoya su cabeza en mi pecho. Dulce amiga perfumada. La dejo hacer.

—¿Sabes, Step?, estoy muy contenta de que estés aquí.

Tengo los brazos inertes sin saber qué hacer. Después apoyo el vaso en el alféizar y la abrazo despacio. La noto sonreír.

—Bienvenido. Por favor, abrázame fuerte.

Me quedo así, sin encontrar la fuerza para abrazarla aún más fuerte. Intento disculparme.

—Oye…

Pero es un instante. Ella levanta la cabeza de mi pecho y me da un beso. Apoya sus labios sobre los míos y entreabre la boca. Después intenta moverse, se agita lenta, con los ojos cerrados, buscando el encaje adecuado, la posición, el desarrollo natural. Pero es imposible. Yo permanezco quieto, inmóvil. No sé qué hacer, no quisiera herirla. Me quedo así, con los labios cerrados, seguramente fríos, quizá de piedra. Pallina lentamente afloja su desesperado movimiento. Después inclina otra vez la cabeza sobre mi pecho y rompe a llorar. En silencio. Pequeñas sacudidas de su cabeza, después sollozos más breves, desesperados. Me abraza para no separarse de mí, vergonzosa de mi mirada. Yo, muy despacio, le acaricio el pelo y después le susurro al oído.

—Pallina… Pallina, no llores.

—No, no debería haberlo hecho.

—Pero ¿qué has hecho? No ha pasado nada. Nada de nada. Todo está en orden.

—No, he intentado besarte.

—¿En serio? Ni me he dado cuenta. Venga, que nuestro amigo seguramente nos estará mirando y se estará riendo de nosotros.

—De mí, quizá.

—Está enfadado conmigo porque no he querido besarte.

Pallina se echa a reír. Pero es una carcajada nerviosa, sorbe por la nariz y se seca con la manga de la chaqueta. Se ríe y llora al mismo tiempo.

—Perdóname, Step.

—Otra vez… ¿Qué es lo que tengo que perdonarte? Mira que si sigues con esa historia, te llevo a la cama.

—Ojalá.

Se ríe otra vez pero ahora más tranquila. Le muevo delante de la cara el índice amenazador.

—A dormir, ¿qué creías, eh?

Sonríe de nuevo.

—Eso lo voy a hacer, en serio. —Y sin decir nada más, aún apurada, se dirige hacia la puerta y se detiene un instante—. Por favor, Step, olvídate de esto y llámame.

Le sonrío y asiento con la cabeza. Después cierro los ojos y un segundo después Pallina ya no está. Me quedo así, en silencio, de pie en el salón. Después miro a mí alrededor y veo la botella de ron. Tenía razón. Es Havana Club. Pero sólo tres años. Qué tacaño es Paolo. Salgo a la terraza. Miro hacia abajo y apenas me da tiempo a ver el Cinquecento de Pallina, que gira al final de la calle. Me bebo el último sorbo de la botella sin pasar por el vaso y me quedo allí. Con los brazos cruzados, apoyado en el alféizar, con la botella al lado ahora vacía.

—¡Me cago en la puta!

Estoy furioso y no sé con quién tomarla. Mierda, a tomar por el culo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Mierda. No puedo hacer nada. ¿Ni siquiera blasfemar? No, no serviría de nada.

Pero no lo quiero pensar. Estoy mal, joder. Miro hacia abajo. Ahí está. Gracias. Ahora estoy más contento. Cojo la botella por el cuello, hago acopio de todas mis fuerzas y la lanzo como un bumerán, perfecto, veloz…, sólo esperemos que no vuelva. La botella da vueltas a toda velocidad y, pum, acierta de pleno en el parabrisas del Twingo, desintegrándolo. Era un Twingo nuevo, perfecto. Creo que negro o, en todo caso, oscuro. El conjunto de todo lo que odio. Un solo golpe. Como El cazador.