Siete

Paolo está viendo la televisión mientras habla por teléfono, tumbado en la cama con las piernas sobresaliendo un poco y el pulgar brincando en el mando a la búsqueda de algo que le interese más que quien está al otro lado del teléfono.

—Adiós, yo salgo.

—¿Adónde vas?

Por una vez, lo miro sin sonreír.

—A dar una vuelta.

Se arrepiente de habérmelo preguntado y en seguida intenta arreglarlo.

—La copia de las llaves la tienes en la cocina, en el armario de la izquierda que hay antes de la puerta, en un cuenco de cerámica. —Su precisión de costumbre. Después explica a quien está al otro lado del hilo telefónico qué está haciendo, para quién y por qué. Soy el hermano que ha vuelto de Estados Unidos. Después, me grita desde lejos—: ¿Las has encontrado?

Me meto las llaves en el bolsillo y vuelvo a pasar por delante de él.

—Ya las tengo.

Sonríe. Está a punto de seguir con su conversación cuando tapa de repente el auricular con la mano izquierda y después, tenso como una cuerda, dice:

—Oye… ¿Quieres que te preste el coche?

Está preocupadísimo por tener que decirlo, arrepentido de haberlo propuesto, desesperado ante la idea de escuchar un sí mío. Dejo pasar adrede algunos segundos, disfrutando. Por otro lado, yo no se lo he pedido.

—No, no hace falta.

—Ah, de acuerdo. —Suspira. Ahora está más relajado. Después, de todos modos, intenta solucionarme la vida—. ¿Has visto, Step? He hecho traer tu moto al garaje.

—Sí, ya la he visto, gracias.

Pero mi vida no se resuelve tan fácilmente. Cojo el ascensor y bajo al garaje. Debajo de una tela gris, al fondo, veo asomar una rueda. La reconozco. Ligeramente consumida pero aún viva, un poco de polvo y muchos kilómetros recorridos. Con un movimiento propio de un torero, aparto la tela. Ahí está, la Honda Custom VF-750 azul metalizada. Acaricio el depósito. Mi mano dibuja una ligera señal en el polvo que duerme sobre ese azul. Después levanto el asiento, uno los cables de la batería y lo vuelvo a cerrar. Me subo encima. Saco la llave de la chaqueta y la meto debajo, cerca del motor. El llavero cuelga con suavidad, oscila, rebota, tocando de vez en cuando el frío motor. Más arriba, una luz débil tiñe de verde y rojo el dispositivo de encendido. La batería está descargada. Lo intento con el pedal, pero será imposible arrancarla. Aprieto el pulsador rojo con la mano derecha. Vanas esperanzas ahora confirmadas: nada que hacer. Tengo que empujar. Salgo del garaje con la moto inclinada, apoyada en el cuerpo, a mi derecha, contra las piernas. Los cuádriceps se hinchan. Uno tras otro, pasos ágiles, cada vez más veloces. El latido de los pasos se alterna con el ruido de la gravilla, uno, dos, tres, cada vez más rápido. Salgo del patio y la empujo por la calle, ahora más de prisa. Algunos pasos más. Ya está puesta la segunda. Mantengo con la izquierda el embrague. Ha llegado el momento. Suelto el embrague y la moto frena casi de golpe, pero yo sigo empujando y la máquina barbota. Le doy al embrague y lo suelto otra vez. Y ella tose. Ahora un poco más, con fuerza. Estoy sudando. Un último empujón, lo noto. Y de hecho, se enciende de golpe. Da un salto hacia adelante. Embrago y doy gas con la derecha. El motor cobra vida y ruge en la noche, debajo de las casas, en la calle vacía. Más gas. Sale humo viejo de los tubos de escape, grandes nubes que tosen a causa del pasado, del largo reposo. Más gas. Monto y enciendo las luces. Después suelto el embrague y avanzo en el viento nocturno. Sudado, me seco corriendo veloz por la Farnesina. Paso debajo del puente. Tomo la curva cambiando de marcha doblado, sin frenar. Reduzco un poco el gas para volver a darlo a media curva y la moto colea. Acelero de nuevo y, como un perro obediente, ella corre conmigo encima, hacia el puente Milvio, después la iglesia, el Pallotta, las mil pizzas comidas allí, el Gianfornaio a la izquierda y algún florista cercano. Cuántas flores enviadas desde ese florista, el que hace más descuento de todos. Tantas flores, siempre distintas, siempre para la misma chica. No lo pienso, no quiero pensar en eso. Pistola, el vendedor de sandías, está allí fuera, probando un móvil. Dos bocinazos y me mira. Lo saludo pero no me reconoce. Iré a verlo más tarde para recordarle quién soy. No me importa, doy gas y me pierdo en la noche. Joder… Qué bonita es Roma. Te he echado de menos. Acelero y bajo por la orilla del Tíbet. Driblo los coches. Derecha, izquierda… Finalmente aminoro al tiempo que me acerco a la acera. Rozo los pinos del Foro Itálico. Alguna que otra prostituta está cogiendo sitio junto a su fuego aún apagado. Piernas gruesas ruedan frenadas sólo por alguna caña de bota demasiado estrecha. Una, falsa o auténtica culta, lee un periódico y se ríe con una boca descoyuntada por cualquier idiotez encontrada entre sus páginas. Quizá sea una noticia triste y no la ha entendido. Otra ya está sentada en una pequeña silla plegable, tiene un crucigrama en la mano y, con un bolígrafo, lo rellena veloz. O escribe al azar o realmente sabe las respuestas. Doy otra vez gas y, al mismo tiempo, cambio de marcha. Quinta, cuarta, tercera, curva cerrada a la derecha. Freno un poco más allá, delante del Cineporto, un cine al aire libre. Pongo el caballete y bajo de la moto. Grupos de chicas se ríen divertidas fumando un cigarrillo sin que las vea ningún padre iluso. Una rubia con el pelo corto y el maquillaje demasiado abundante me mira y le da un codazo a su amiga. Morena, ojos de avellana, el pelo en casquete, sentada con las piernas cruzadas sobre una SH-50 gris petróleo, esta última me mira turbada y se queda con la boca abierta. Me toco el pelo corto en la nuca. Estoy moreno, delgado, sonrío y me siento bien. Estoy tranquilo. Me apetece una cerveza fría y ver una película. Para ser sincero, tengo ganas de otra cosa, pero sé que no puedo tenerla.

—¡Step, no me lo puedo creer!

La morena baja de la SH-50 y corre a mi encuentro gritando como una loca. La miro intentando identificarla. Después, de repente, la reconozco: es Pallina. No puedo creerlo… Pallina. Pallina, la novia de mi amigo, de mi mejor amigo. De Pollo, el compañero de las primeras curdas, de las primeras chicas, de mil gilipolleces, de risas y hostias y peleas por el suelo, en la lluvia, en el fango, en las noches, en el frío, en el calor, en las vacaciones de la vida. Y cigarrillos a medias y centenares de litros de cerveza. Sí, Pollo, el de las mil carreras en moto y el de esa última…

—Pallina. —Me salta al cuello abrazándome con fuerza, con esa fuerza que me recuerda precisamente a él, a mi amigo que ya no está. Intento no pensarlo. La abrazo fuerte, más fuerte, y respiro entre su pelo, intentando recuperar el aliento, volver al presente, a la vida—. Pallina. —Se separa y se queda mirándome con los ojos brillantes. Me dan ganas de reírme.

—¡Joder, te has convertido en una superhembra!

—¡Oh, así que te has dado cuenta!

Se ríe divertida, se ríe y llora, como siempre, loca como está, más guapa que nunca.

Se seca la nariz con la mano y se sorbe los mocos.

—¡No te había reconocido!

Da una vuelta frente a mí sonriendo, con amor en los ojos, y me hace una especie de desfile.

—Entonces, ¿cómo estoy? He adelgazado, ¿eh? ¿Te gusta el pelo corto? ¿Qué me dices? ¿Habías visto antes un peinado como el mío?

—No, nunca.

—¡Anda ya, pero si es la última moda! ¡Cómo puede ser, precisamente tú, que has estado en Estados Unidos! —Se ríe como una loca—. ¡Es fashion! Lo he copiado de Cosmopolitan y de Vogue. ¿Tienes presentes a Angelina Jolie y a Cameron Diaz? ¡Pues eso, las he mezclado y superado!

El momento difícil ha pasado. Me da un puñetazo.

—Cuánto te he echado de menos, Step. —Y me abraza otra vez.

—Yo a ti también.

—Eh, tú también estás estupendo. Deja que te vea… Has adelgazado. ¿Todavía los tienes?

Me toca la camiseta y me pasa la mano por los abdominales.

—Caray si están… ¡Y más que nunca!

Me hace cosquillas.

—Eh, quieta.

Se ríe.

—Caramba, cómo te has puesto. Ven, que te presento. Ésta es mi amiga Giada.

—Hola.

—Él es Giorgio y ella es Simona.

Nos miramos dirigiéndonos gestos de saludo. Me detengo un instante de más en el rostro de Giada, que se sonroja dando ese último toque de colorete a sus mejillas, ya de por sí demasiado maquilladas. Pallina se da cuenta.

—Vamos bien… Acabas de llegar y ya haces estragos.

Giada se vuelve dejando caer el pelo sobre su cara. Se esconde, sonríe mientras se aleja, los ojos verdes asomando entre mechones claros de un pelo divertido, estilo Bambi. Pallina sacude la cabeza.

—Pero… Oh…, se ha marchado. Vayamos también nosotros, anda. Nosotros entramos a tomar una cerveza. Y en todo caso después venís, ¿vale? Tenemos que hablar de los viejos tiempos.

No me da tiempo a despedirme cuando Pallina me arrastra:

—Ostras, tengo que contarte mil cosas. Oye, podrías haberme escrito dos líneas, una llamada de teléfono, una postal… ¿Te acuerdas al menos de mi número?

Se lo digo de memoria. Después me traiciono:

—Es allí donde buscaba siempre a Pollo.

Joder, me gustaría no haberlo dicho. Por suerte estamos en la puerta. Pallina me salva.

O no me ha oído o lo finge. Saluda a un guardia de seguridad delgado:

—Hola, Andrea. ¿Nos dejas entrar?

—Claro, Pallina, ¿estás sola con tu amigo?

—Sí, ¿no sabes quién es?

Andrea no contesta.

—Es Step. ¿Te acuerdas?, te he hablado de él…

—Cómo no —sonríe—. Joder, ¿son ciertas todas las cosas que he oído sobre ti?

—Redúcelas al sesenta por ciento y algo hay. —Pallina sacude la cabeza, me lanza un beso y entra.

—Es modesto. —Pallina le da un manotazo en el hombro—: Gracias, Andrea.

La sigo, divertido.

—Pues sí que han cambiado los tiempos…

—¿Por qué?

—¿Es así como actúan los gorilas ahora?

Pallina mira a Andrea, que nos sigue con mirada incierta. Quizá no está del todo convencido de que ése sea el Step del que tanto ha oído hablar.

—Es que ése es un gorila meticuloso, Step.

—Sí, meticuloso. ¿Qué quiere decir meticuloso? En los buenos tiempos, antes de trabajar de portero, te las hacían pasar canutas para comprobar si sabías apañártelas o no. Una vez, en el Green Time, me dijeron que dejara el dinero en una habitación situada al fondo… Entré y de pronto tres tipos se abalanzaron sobre mí.

Empiezo a contarle la historia. Ese día también estaba Pollo, pero esta vez consigo dejarlo fuera, que esté tranquilo, en su sitio, sea el que sea. Sólo espero que esté escuchando y que se divierta con este recuerdo.

—En resumen, que me habían robado el dinero, hostia. Así que, en un segundo, me quité el cinturón y, ¡pum!, en la cara a los tres. A uno le di con la hebilla y le rompí el pómulo. Los otros dos, poca cosa, aunque acabaron con algunas magulladuras en la cara. Desde ese día estuve cuatro meses trabajando en la puerta del Green Time. Cien por noche. Un sueño, y ligabas una pasada.

—Pollo tenía una cicatriz en la cara, debajo del pómulo izquierdo. Me dijo que había sido un correazo.

No se le escapa nada.

—Quizá fue su padre.

Me mira y sonríe.

—Mentiroso, veo que no has cambiado.

Nos sentamos a una mesa de plástico con sillas blancas y permanecemos en silencio. Me vuelvo para mirar alrededor. Detrás de nosotros hay una especie de balsa de goma gigante que hace las veces de piscina. Personas de todo tipo y condición vociferan allí dentro. Desde el borde, un chico grita como un loco, encoge las piernas y salta justo en el medio. Lo salpica todo. Una señora gorda con un traje de baño azul se protege el pelo como puede. «Virgen santísima…», maldice, levantando las manos hacia el chico, que se ríe con sus amigos. La mujer suelta algo más y retoma su baño en la piscina de agua caliente y espumosa. El marido, en el borde opuesto, medio calvo y obeso, se ríe mirándola. Sacude la cabeza y fuma un cigarrillo. Seguramente también se está meando. Después empieza a toser. El cigarrillo se le cae al agua y se apaga. El hombre le da un pequeño empujón con la mano alejándolo hacia un niño que nada intentando un torpe estilo libre.

—Así, ¿cómo estás?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien, bien.

Permanecemos un rato en silencio, cohibidos por ese tiempo que ya no existe. Por suerte, de los altavoces distribuidos por todas partes llegan las notas de una canción, The lion sleeps tonight. Quién sabe cuál de nosotros es ahora el león, y, sobre todo, si duerme realmente. Un camarero se acerca y nos pregunta qué queremos tomar.

—Espera, déjame adivinar. Una Coronita con una rodaja de limón.

Sonrío.

—No ahora bebo Bud.

—Pero bueno, si a mí también me gusta un montón. Dos Bud, por favor.

Quién sabe si lo ha dicho en serio.

—¿Sabes?, he pensado en ti a menudo mientras estabas allí… En Nueva York, ¿no?

—Sí. —Me hace reír, no ha cambiado, habla a ráfagas y a veces por decir algo. Se ha acordado de mí tan a menudo que ni siquiera estaba segura de dónde me encontraba. Joder, Step, es Pallina. Déjala en paz. Es la novia de tu amigo Pollo. No la juzgues también a ella, no analices sus palabras todo el tiempo. Venga, déjalo. Me abofetea el cerebro—. Sí, en Nueva York. Y me divertí un montón.

—Me lo imagino. Hiciste bien marchándote. Aquí todo ha sido tan difícil.

Llegan las Bud. Las levantamos. Sabemos por qué estamos brindando.

—Por él… —lo digo en voz baja. Y ella asiente. Tiene los ojos empañados de amor, de recuerdos, de pasado. Pero ahora estamos en el presente. Y las Bud chocan con violencia. Después, bebo. Está helada y sienta de maravilla. Querría no parar, pero a la mitad me detengo y respiro. Apoyo la botella en la mesa—. Buena.

Busco en la chaqueta. Pallina es más rápida que yo. Saca un paquete de Marlboro light de la camisa verde claro con charreteras militares y bolsillos con cremallera. Coge uno y me tiende el paquete. Cojo uno y me doy cuenta de que no está el cigarrillo del revés, el del deseo. ¿Sueños acabados? Me ataca la melancolía. Cierro el paquete y se lo devuelvo. Me lo pongo en la boca. Después ella me alarga un encendedor, no, insiste en encenderme el cigarrillo. Tiene las manos frías, me sonríe.

—¿Sabes que desde entonces no he vuelto a estar con ningún hombre?

Doy una calada y me trago el humo, cargado, pesado.

—¿Hombre? ¡Chico! —intento banalizar.

—Bueno, eso, lo que sea. —Quizá la Bud, el cigarrillo, el follón, todo lo que hay sucio a nuestro alrededor. Nos reímos. Y todo se vuelve como tiempo atrás, sin problemas. Hablamos de todo: recuerdos, novedades nuestras, de los demás… Gilipolleces, las gilipolleces de siempre, pero estamos bien. Me informa de asuntos romanos—. Oye, te acuerdas de ésa de allí, ¿no? ¡No sabes en qué se ha convertido!

—¿En una tía buena?

—En un tonel.

Risas.

—Frullino, en cambio, está dentro otra vez.

—¡No jodas!

—Si, acabó a hostias con Papero porque se había liado con su novia y éste lo denunció.

—No me lo puedo creer… Ya no hay respeto por nada.

—Te lo juro.

Nos reímos.

—Los hermanos Bostini han abierto una pizzería.

—¿Dónde?

—En Flaminio.

—¿Y cómo es?

—Está bien. Te encuentras con todo el mundo que conoces pero también hay un montón de gente nueva. Además no es demasiado cara. Giovanni Smanella, en cambio, no ha pasado la selectividad.

—No me lo puedo creer… Pero ¿qué tiene en el cerebro?

—Bah, piensa que el pasado invierno me iba detrás.

—Vamos… ¡Menudo mierda!

Vuelven los viejos tiempos. Pallina me mira preocupada.

—No, era una cosa simpática. Nos habíamos hecho amigos, me hacía compañía. Me hablaba a menudo de Pollo.

—¡Encima!

Me quedo en silencio.

—¡Joder, Step —Pallina da un largo trago a la cerveza—, no has cambiado nada!

Estoy tenso, pero después lo dejo correr. Tiene razón, ¿a mí qué me importa? No ha hecho nada malo. En el fondo, la vida continúa.

—He cambiado —digo sonriendo.

—Ah, menos mal, ¿entonces podemos hablar de otra cosa? —Sonríe y pone cara de lista, inolvidable—. Ah… —Se entiende que cambio de cara—. He aquí la nota doliente. Te la has buscado. —Bebe un último sorbo de cerveza y después vuelve a la carga hecha una mujer—: Entonces…, ¿has sabido de ella? ¿Cuánto hace que no habláis? ¿Has intentado llamarla desde allí?

Es una maquinita, parece que no pueda parar nunca.

—Eh, calma, caray. ¡Ni que me hubiera pillado la pasma! —Intento no parecer demasiado afectado por el tema, pero no sé si lo consigo—: No, no he vuelto a saber de ella.

—¿Nunca?

—Nunca.

—¡Júralo!

—Lo juro.

—No me lo creo.

—Qué demonios… ¿Crees que te estoy mintiendo? Entonces he hablado con ella.

—No, no, de acuerdo, te creo. Yo, en cambio, me la encontré un día.

Después hace una pausa, larga, demasiado larga. No dice nada. Lo hace adrede. Me mira y sonríe. Quiere que yo diga algo. Espera un poco, demasiado. Pero ¿por qué? Qué coñazo. Qué boba. No lo resisto.

—Vamos, Pallina, suéltalo, cuenta.

—Como siempre, muy amable, pero…

—¿Pero?

—Distinta. No sé cómo decirte. Eso es: ha cambiado.

—Bueno, sobre eso no tenía dudas, todos hemos cambiado.

—Sí, lo sé… Pero ella… Ella ha cambiado de una manera… Qué sé yo, eso, de una manera distinta.

—¡Eso ya lo has dicho! Pero ¿qué quiere decir de manera distinta?

—Oye, no lo sé. Distinta y basta. Es así, no sé cómo decirlo. O lo entiendes o tienes que verlo para entenderlo.

—Gracias.

Después, no sé cómo pero hago la pregunta. Me sale con normalidad. No quiero decirlo, pero sin embargo se me escapa. Me sale así, sin quererlo. Incluso parece que no sea yo quien lo dice.

—Y… ¿estaba sola?

—Sí. ¿Sabes adónde iba? De compras.

Me dan ganas de reír. La recuerdo, la imagino y de repente la veo. Babi.

—Espera aquí un momento. No te muevas, ¿eh?, Step. No desaparezcas como de costumbre. En serio, no te vayas, que quiero tu consejo… —Me deja delante del escaparate. Entra, mira, elige y después me llama—. Mira, he decidido que me quedo éste. ¿Te gusta? —Pero no me da tiempo a contestar. Lo piensa de nuevo y cambia de modelo. Se prueba otro, le sienta bien. Ahora parece de nuevo decidida. Hace una especie de desfile y después me mira—. ¿Y bien?… ¿Qué dices?

—Me parece que te sienta muy bien.

Vuelve a mirarse al espejo. Pero encuentra algo que no va, que sólo ella sabe.

—Disculpe, pero tengo que pensarlo.

Entonces sale de la tienda y me abraza.

—No, no, he decidido que no. Es muy caro.

Y se siente feliz porque de todos modos ha decidido lo mejor. Al final, yo se lo regalaba algunos días después. Y ella se reía. Se había convertido en un juego, otro juego. ¿Por qué decidiste dejar de jugar, Babi? Pero no me da tiempo a encontrar la respuesta.

—¿Ya sabes que no sale con aquel tipo?

—No, no lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? Te he dicho que no he vuelto a hablar con ella. ¿Qué te crees, que tengo informadores secretos?

—Creo que ahora no sale con nadie.

Lo dice adrede, sonriente, pensando que me alegra. No sé qué piensa y no quiero saberlo.

—Bueno, de todos modos, Babi no me interesa.

Ante mi respuesta, pone cara de incredulidad.

—¿Qué?

—Que no me interesa. En serio. Alguien dijo que si sobrevives a Nueva York puedes sobrevivir a todo, y yo creo que lo he conseguido.

—Ya. Pero no fue alguien: es una frase de la película Mejor… Imposible. De acuerdo, te creo.

Sonríe y enarca las cejas. Bebo otro sorbo de cerveza.

—En serio que no me interesa.

—Entonces, ¿por qué me lo repites?

Empieza a sonar un móvil. No es un timbre normal. Parece una musiquilla polifónica, pero baja, distorsionada, fea. Un chico sentado a la mesa de al lado se lo saca del bolsillo y se lo acerca a la oreja. El que suena no es el suyo. Sigue hablando con la chica sentada frente a él, ligeramente sonrojado. Quién sabe qué llamada podría recibir. La chica hace ver que no pasa nada. El móvil sigue sonando. La musiquilla insiste y sube de volumen. Un hombre gordo se saca un móvil diminuto de la camisa y lo mira. No ve bien y se lo acerca a la oreja. No, no es el suyo. Está a punto de arrojarlo sobre la mesa.

—Qué coñazo de móviles.

—Yo me lo he dejado en casa —dice Pallina—, o sea que no puede ser el mío. A veces, cuando no me apetece, lo apago, pero esta noche lo he olvidado.

El retintín insiste.

—Me parece que es el tuyo…

Acabo el último sorbo de cerveza, que casi se me va por el otro lado. Joder, es verdad, no me acordaba. Lo saco del bolsillo. Es el mío. Ahora suena más fuerte. La musiquilla debe de haberla elegido Paolo. La gente me mira. Pallina también. Trato de justificarme.

—Me lo ha regalado Paolo esta tarde. —Pallina asiente—. Diga. Es el mío.

—Menos mal, pensaba que estabas en la discoteca. ¿No lo oías? —Es una bonita voz de mujer que al final se echa a reír—. Te estarás preguntando quién puede tener tu móvil. Tu hermano me lo ha explicado. Espero haber sido yo la primera en estrenarlo. Soy Eva.

Por un momento me quedó en silencio. ¿Eva? Claro… Eva, la azafata. Eva, la que me traía las cervezas. Eva, la que brincaba arriba y abajo en el avión. Eva la gnocca. Es para eso para lo que sirve un hermano… Y un móvil.

—Oye… ¿Estás ahí?

—Claro.

—¿Sabes ya quién soy o realmente has conseguido olvidarme?

—Como podría olvidarme de… —Querría decir de Eva la gnocca pero entiendo que no es el momento—. Eva, es que creía que este móvil no funcionaba. Aún no había llamado a nadie.

—¿A cuánta gente le has dado ya tu número?

Parece celosa. Me río:

—A nadie…

—¿Dónde estás?

—Estoy con una amiga.

Silencio del otro lado.

—¿Dónde?

—Por ahí…

Lo extraño del móvil es que estás en todas partes y en ninguna.

—¿Y cómo es esa amiga tuya?

—Una amiga.

—¿Y qué dice tu amiga si estás tanto rato al teléfono?

Pallina mira a su alrededor y saluda a los amigos que acaban de entrar.

—No dice nada. Ya te lo he dicho: es una amiga.

Parece aliviada.

—Oye, si te apetece, quedamos en algún sitio. Podríamos ir a dar una vuelta.

—Hay un problema…

—¿Tu amiga?

—No, mi moto. Voy en moto.

—Ah, entonces sí que es un problema.

—¿Tienes miedo?

—No, no tengo miedo, ¿tendría que tenerlo?

—No.

Esa chica me gusta.

—El problema es que no puedo subir. Me lo prohíbe el seguro del vuelo.

No sé si creerla, pero no importa.

—Es verdad, si te caes con la moto no pagan.

—¿Por qué no vienes a verme? Estoy en el hotel Villa Borghese.

Pallina me mira y hace un gesto con la mano como diciendo «¡Sí que dura esa llamada!».

—¿Y después cogemos un taxi? ¿O tampoco estás asegurada para eso?

Eva se ríe:

—Después decidimos.

Termino la llamada.

—Menos mal. ¿Una discusión con una chica?

—Sientes curiosidad, ¿eh?

Me levanto y cojo el ticket.

—¿Qué haces?, ¿te marchas?

—Sí, pero pago.

Pallina parece desilusionada.

—¿Nos veremos un día de éstos o vuelves a marcharte en seguida?

—No, me quedo.

—Dame tu número y así te llamo yo.

—No me lo sé de memoria.

Me mira con su cara graciosa. Ladea la cabeza y me mira fijamente. Está más mona, más mujer. Le tengo mucho cariño. Pero no hay nada que hacer, no me cree.

—Ya te llamaré yo. Si no, puedes llamarme a casa. Estoy en casa de mi hermano y tiene el mismo número.

Se tranquiliza. Se levanta y me da un beso:

—Adiós, Step. Bienvenido.

Luego va a reunirse con sus amigos.