El sol se pone. Interfono. Alguien contesta.
—Perdone, ¿está Ginevra?
—No. Está en la iglesia, aquí al lado, en San Bellarmino. ¿Quién es?
Me alejo. No tengo ganas de contestar. Maleducado por una vez. Perdonadme también vosotros, pero hoy me lo puedo permitir. Entro en la iglesia en silencio. No sé qué decir, qué hacer, acaso rezar, y en ese caso, ¿por qué? Ahora no. Ahora no quiero pensarlo. Algunas señoras mayores de rodillas mirando hacia el altar. Todas ellas tienen un rosario. Lo mueven de vez cuando entre las manos, nerviosas, pronunciando palabras dirigidas al Señor, oraciones que esperan que él pueda oír. Él puede, claro que sí. Pero quién sabe si quiere. Quién sabe si lo considerará justo, siempre que exista la justicia. Pero no quiero pensarlo. Tengo otras cosas que hacer. Yo ya tengo mi pecado. Para mí es todo más fácil. Allí está. La veo de espaldas. No está arrodillada, pero reza. De todos modos, le dice algo ella también al Señor. Me acerco despacio.
—¿Gin?
Se vuelve y me sonríe.
—Hola… Qué bonita sorpresa… Le estaba dando las gracias al Señor, ¿sabes?… —Se lleva las manos al vientre—. Todo está en su sitio. Estaba muy preocupada… Es decir, no es que no quisiera… Pero así, por casualidad, me parecía feo. Una cosa tan importante, tan bonita, tener un hijo…
—Sh —le digo.
Le doy un beso suave en la mejilla. Me acerco después a su oreja y sin pausa, sin esperar más, sin miedo, me lanzo. Se lo cuento todo, le susurro mi pecado, lentamente, esperando que entienda, que pueda entender, que pueda perdonarme. Ya he acabado. Me echo hacia atrás. Ella me mira en silencio. Yo la miro. No me cree.
—¿Es una broma? —Intenta sonreír.
Sacudo la cabeza.
—No. Perdóname, Gin.
Empieza a pegarme con los puños, con rabia, llorando, gritando, olvidándose de que está en la iglesia o, quizá, justificándose por eso.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dime por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
Sigue así, desesperada, cae de rodillas y sigue llorando, sollozando, buscando esa respuesta que yo no tengo. Después se marcha corriendo, dejándome allí, en esa iglesia casi vacía, bajo las miradas de esas mujeres mayores que por un instante han olvidado sus oraciones y se ocupan de mí. Las miro y estiro los brazos. Quizá vosotras podréis perdonarme. Pero no podéis, vosotras no. Contra vosotras no he pecado. Sólo os he molestado un poco… Sí, por eso tal vez podáis perdonarme. Se vuelven de nuevo hacia el altar y retoman en silencio sus oraciones. Quizá me hayan perdonado. Al menos ellas. Con ella será más difícil.