El enfermero de guardia está sentado delante de un monitor. Es el mismo de antes. Acaba de teclear algo en el ordenador y después me ve entrar. Me reconoce y se pone rígido de repente. Luego se encoge de hombros y esboza una media sonrisa, como diciendo: «Claro, no es la hora pero puedes entrar».
—Gracias.
Me dan ganas de reírme. Pero no es justo. También me siento un poco culpable. Y no sólo por eso. Lo sé. No me gusta cambiar las reglas con la violencia, pero necesito ver a mi madre, ahora que la he reencontrado. Recorro el pasillo en silencio. De las habitaciones situadas a ambos lados me llegan respiraciones afanosas y dolientes. Todo huele a limpio y a lavanda. Pero con un no sé qué de falso. Un hombre se arrastra en pijama con la barba descuidada y los ojos apagados. Bajo el brazo lleva una Gazzetta dello Sport de un rosa abarquillado. Quizá la compra por parte de su equipo de un nuevo jugador podría de alguna manera volver a animarlo. Quién sabe. En el dolor, las cosas más sencillas y banales asumen un valor inesperado. Todo se convierte en un pretexto cualquiera para la vida, un interés que de algún modo pueda distraernos. Ahí está, descansando, perdida en un cojín mucho más grande que su pequeña cara. Me ve y sonríe.
—Hola, Stefano…
Cojo una silla y me pongo a los pies de su cama.
—¿Y bien?
Me mira interrogativa. Ya sé a qué se refiere.
—Nada, no he podido. Lo siento. Se lo he dicho.
—¿Y cómo ha ido?
—Me ha pegado.
—Oh, finalmente una que te da. Has elegido el camino más difícil. ¿Es una chica muy especial?
La describo.
—Y tengo una foto.
Se la enseño. Es curiosa. Pequeñas arrugas aparecen en su cara. Y después, una sonrisa de sorpresa. Después, de nuevo, una punzada de dolor en alguna parte de su cuerpo, escondida, bien escondida. Por desgracia.
—Tengo que decirte algo…
Me preocupo y se da cuenta.
—No, Stefano. No es nada importante… Es decir, lo es, pero no debes preocuparte.
Permanece un momento en silencio, indecisa sobre si decírmelo o no. Parece que hayamos vuelto a tiempo atrás, cuando yo era pequeño, y ella…, ella estaba bien. Me gastaba bromas, me escondía cosas, me tomaba el pelo y nos reíamos juntos. Tengo ganas de llorar. No quiero pensarlo.
—Entonces, mamá, dime.
—Yo conozco a Ginevra.
—¿La conoces?
—Sí, tienes muy buen gusto… Es decir, ella ha tenido mucho gusto… O sea, que es ella quien te ha elegido y tú has armado todo este lío…
Prefiero no pensarlo.
—Pero ¿cómo es que la conoces? ¿Cómo ha sido?
—Me hizo jurar que no te lo diría. ¿Que cómo fue? Fue ella la que quiso conocerme. Yo siempre veía a esa chica esperando debajo de casa. Venía a menudo. Al principio pensé que esperaba a alguien que vivía en el edificio. Pero cuando me iba con el coche, veía que ella también se marchaba.
—¿Y?
—Entonces un día me la encontré en el supermercado y chocamos. No sé si fue casualidad, pero el caso es que empezamos a hablar…
Tose. Se encuentra mal. El esfuerzo ha sido demasiado. Busca en el aire oxígeno, vida, algo…, pero no encuentra nada. Después me mira y sus ojos están llenos de amor, de dulzura; son los ojos de una mujer que querría gritar: «¿Eh, qué haces? ¿Por qué me miras así? ¡Soy tu madre! No puedes sentir compasión por mí». Y entonces yo vuelvo a ser su hijo, egoísta, pequeño, en definitiva, precisamente como me quiere ella.
—Cuéntame cómo fue, por favor.
—Sí. Pues hicimos amistad, no sé cómo, pero empezamos a charlar… Ella no sabía que yo la había visto debajo de casa. Bueno, la verdad es que ahora no estoy tan segura. El caso es que le hablé un poco de mí, de papá, de Paolo, de ti…
—¿Qué le contaste de mí?
—¿De ti?
—Sí, de mí, ¿de quién si no?
—Pues que te quiero mucho, que te echaba de menos, que te habías ido al extranjero, que volverías… Al final parecía sentir curiosidad por nuestra historia. Y preguntaba siempre si habías llamado…, si había sabido de ti.
—¿Y tú?
—¿Qué podía decirle? Nunca sabía nada de ti. Después supe que volverías ese día, cuando me dijo Paolo que iría a buscarte al aeropuerto… Y entonces, cuando hablé con Ginevra…
—¿Hablaste? Pero ¿por qué? ¿También os llamabais?
—Sí, nos habíamos intercambiado los teléfonos. ¿Qué tiene de raro? Nos habíamos hecho un poco amigas.
No puedo creerlo. Qué raro. Parece todo tan extraño.
—¿Entonces, qué?
—Nada, se lo dije.
—¿Y ella?
—Y ella siguió charlando, como si nada; me dijo que se había apuntado a natación… Ah, sí, me hizo reír porque me preguntó si quería ir con ella… Pero ahora que lo pienso, hay una cosa rara…
—¿Qué?
—Desde que volviste he ido a menudo al supermercado…
—¿Y?
—Pues que desde entonces no he vuelto a encontrármela nunca más.
La miro. Me quedo en silencio. Después asiento y sonrío. Ella querría devolverme la sonrisa, pero otra oleada de dolor le hace cerrar los ojos. Esta vez, más rato. Le cojo la mano. Ella me la aprieta con fuerza, con una fuerza inesperada. Después suelta la presa y vuelve a abrir los ojos, y cansada, más cansada que antes, esboza una sonrisa.
—Stefano…, te lo ruego… —Me señala un vaso—. ¿Me traes un poco de agua, por favor?
Cojo el vaso y me levanto. Doy algunos pasos y oigo otra vez cómo me llama.
—Stefano…
Me vuelvo.
—¿Sí?
—Mándale unas bonitas flores a mi amiga Gin, unas flores preciosas.
Apoya la cabeza sobre la almohada y me sonríe.
—Sí, mamá, claro…
Salgo de la habitación y encuentro en seguida el baño con el agua potable que me había señalado Martina. Tras dejarla correr un poco, lleno el vaso tal como me ha enseñado mamá, ni demasiado ni demasiado poco. Algo más de la mitad, la medida justa. Regreso a la habitación y me bastan algunos pasos. La veo tranquila, descansando. En la ciento catorce. Con una sonrisa dulce en la cara y los ojos cerrados, tal como la he dejado. Pero no ha querido esperarme. Mamá siempre ha odiado las despedidas. Y, no sé por qué, me acuerdo de cuando me marché con el tren en la primera excursión del colegio a Florencia. Las otras madres estaban todas allí con sus pañuelitos, blancos o de colores, o lo que tenían a mano, saludando a los niños que se asomaban a las ventanillas de los compartimentos. Yo también me asomé. La busqué en la marquesina entre la gente, entre las otras madres, pero ella ya no estaba. Ya no estaba. Precisamente como ahora. Ya se ha ido. Mama… Dejo el vaso en la mesilla a su lado. Te he traído agua, mamá. No lo he llenado demasiado precisamente como tú me enseñaste. Mamá. La única mujer que no dejaré nunca de amar. Mamá. Esa mujer que no hubiera querido perder nunca. Y que en cambio he perdido dos veces. Mamá…, perdóname. Y salgo así, en silencio, entre camas numeradas, entre personas desconocidas. Distraídas por su dolor, no miran el mío. Un timbre suena a lo lejos. Dos enfermeros me adelantan corriendo. Uno choca conmigo sin quererlo, pero no presto atención. Van hacia mi madre. Estúpidos, no saben que se ha marchado. No la molestéis. Ella es así, no le gustan las despedidas, no se vuelve hacia atrás, no se despide. Mamá, te echaré de menos, más de cuanto te he echado de menos en estos años. «Si aquello que me hirió también te hirió a ti, yo te veo feliz en un campo de fresas, yo te veo feliz así, bailando ligera, preciosa, así…». Palabras de una canción que vuelve. Para ti, mamá, sólo para ti. Llévatelas, agárralas fuerte allí donde estés yendo. Baila bellísima en ese campo de fresas, finalmente libre de todo lo que te había aprisionado aquí. Estoy llorando. Bajo. No está el enfermero de recepción. Hay una mujer. Me mira, curiosa por un instante, pero no dice nada. Habrá visto a mucha gente salir sin esconder su propio dolor. Ya no hace caso. Le parecemos todos iguales, está casi aburrida de nuestras estúpidas lágrimas que no sirven para nada. Salgo. Es por la tarde. El sol aún está alto, el cielo límpido. Veo llegar a mi padre y a mi hermano. Están lejos. Charlan serenos, sonríen. Quién sabe de qué hablan. No lo sé y no quiero saberlo. Dichosos ellos que aún no saben nada. Pocos momentos antes del dolor inevitable, de la impotencia total, de la aceptación definitiva. Que disfruten aún. Aún tranquilos y contentos, ignorantes. Aún por poco. Cambio de calle y me alejo. Ahora tengo otra cosa que hacer. Me dejo ir, me pierdo en el viento. Me gustaría que mi dolor se volviera ligero. Pero no es así. Y llego allí por casualidad, sin quererlo, lo juro. En este momento no diría nunca una mentira. Y veo a ese niño con su amigo.
—Entonces quedamos en el parque a las cuatro, ¿vale? Eh, Thomas, estoy hablando contigo, ¿vale?
—Sí, sí, entiendo, a las cuatro, no estoy sordo.
—Sordo, no, pero tonto sí. Claro que es inútil que vayas, Michela no vendrá.
—¡Pero quién te dice que espero a Michela! ¡Quiero ver a Marco, que tiene que devolverme el balón!
—Sí, sí, el balón…
A veces uno está en el lugar adecuado en el momento justo. Lo miro. No me parece que el chaval tenga derecho precisamente a ignorar a la cría de los Stellari. Martina, como mínimo, se merece una oportunidad. Al menos una. Me acerco. No me hace demasiado caso. Por un instante me mira con curiosidad, me examina para ver si me conoce, si ya me ha visto en algún sitio. Entonces le doy un bofetón en toda la cara. Y se queda así, sin palabras. Me mira aturdido, pero sin llorar, agarrado a su dignidad. Después le digo lo que tengo que decirle. Y él escucha en silencio, sin huir. Me gusta ese crío. Después me alejo con la moto. Miro por el retrovisor. Y veo cómo se hace cada vez más pequeño. Una hormiga en un mundo aún por descubrir y por entender. Se frota la mejilla izquierda con la mano. Roja como la pizza que me había ofrecido Martina. Y por un instante, el hecho de haber entrado ya en los que serán sus recuerdos me hace sentir seguro. Viviré algo más de tiempo. Después pienso en mamá, en sus últimas palabras, en su consejo. Sí, mamá. Claro, mamá. Como tú quieras, mamá. Y obediente como no lo he sido nunca, como ese hijo que me hubiera gustado tanto ser, entro en la tienda más cercana.