Hemos pasado varios días en la isla. Y es verdad, no hemos discutido nunca. Es más, hasta nos hemos divertido. Nunca hubiera imaginado que eso fuera posible, y con una chica como ella… La otra noche me encontré extraviado entre las olas del mar. Parecían dulces por lo suaves y calientes que eran, en aquellas aguas bajas, sin corriente. O quizá todo fue por la belleza y la sencillez de ese beso que nos dimos. Así, en silencio, mirándonos a los ojos, abrazados bajo la luna, sin ir más allá. Nos hemos reído, hemos charlado, nos hemos quedado abrazados. Lo más bonito de una isla como ésa es que no tienes compromisos. Todo lo que haces lo haces simplemente porque te apetece, no porque tengas que hacerlo. Cenamos cada noche en un pequeño restaurante. Es todo de madera, y está precisamente sobre el mar, de modo que si bajas tres escalones ya estás en el agua. Leemos el menú sin entender muy bien qué dice realmente. Al final, pedimos siempre explicaciones. Las personas que trabajan allí son todas muy amables y sonríen. Y tras haber escuchado sus explicaciones más o menos comprensibles, hechas de gestos y de risas, nos ponemos de acuerdo cada vez sobre un plato distinto. Quizá porque queremos probarlos un poco todos, porque esperamos que al menos uno nos guste. Pero sobre todo porque estamos bien.
—Por favor, sin salsas extrañas, sin nada encima. Nothing, nothing…
Los tipos, al oírnos hablar así, asienten con la cabeza. Siempre. Incluso cuando decimos cosas absurdas. Al final, no sabemos nunca qué nos traerán realmente. A veces lo decimos bien, a veces mal. Intento aconsejar a Gin.
—Estés donde estés, si te inclinas por el pescado a la plancha, siempre vas sobre seguro.
Se ríe.
—Madre mía, ya hablas como un viejo. Con lo bonito que es probarlo todo.
Miro a mi alrededor. En esta isla no hay casi nadie. En una mesa alejada de nosotros come otra pareja. Son más mayores y silenciosos que nosotros. ¿Es normal que al envejecer se tengan menos cosas que decir? No lo sé, y no quiero saberlo. No tengo prisa. Lo descubriré cuando sea el momento. Gin, en cambio, habla un montón, de esto y de lo otro, de cosas divertidas e interesantes. Me hace partícipe de retazos de su vida que yo nunca habría conocido, ni siquiera imaginado, si no fuera a través de ella. Y yo la escucho, mirándola a los ojos, sin perderla nunca de vista. Además, siempre tiene mil propuestas.
—Oye, he tenido una idea estupenda. Mañana iremos a una isla que hay aquí delante; mejor no, cogemos una barca y salimos a pescar; no, no, mejor hacemos un poco de trekking en el interior… ¿Eh, qué dices?
Yo sonrío. No le digo que la isla tiene un diámetro de apenas un kilómetro.
—Claro, excelente idea.
—Pero ¿cuál es excelente? ¡Te he hecho tres propuestas!
—Las tres son excelentes.
—A veces me parece que me tomas el pelo.
—¿Por qué dices eso? Estás preciosa.
—¿Ves?, me tomas el pelo.
Me levanto, me siento a su lado y le doy un beso. Largo, larguísimo, con los ojos cerrados. Un beso totalmente libre. Y el viento intenta pasar entre nuestros labios, nuestra sonrisa, nuestras mejillas, entre nuestro pelo… Nada, no lo consigue, no pasa. Nada nos separa. Sólo oigo pequeñas olas que se rompen debajo de nosotros, la respiración del mar, que hace eco en nuestras respiraciones, que saben a sal… Y a ella. Y por un instante tengo miedo. ¿De tener ganas de perderme otra vez? ¿Y después? ¿Qué pasará? Bah. Me relajo. Me pierdo en ese beso. Y abandono ese pensamiento. Porque es un miedo que me gusta, sano. De repente Gin se aparta de mí, se aleja y me mira fijamente.
—Oye, ¿por qué me miras así? ¿En qué piensas?
Le cojo el pelo que el viento le ha echado hacia delante. Se lo recojo dulcemente en mi mano. Después se lo echo hacia atrás, liberando su cara, aún más bella.
—Me apetece hacer el amor contigo.
Gin se levanta. Coge la chaqueta. Por un instante parece enfadada. Después se vuelve y esboza una preciosa sonrisa.
—Se me ha pasado el hambre. ¿Vamos?
Me levanto, dejo dinero en la mesa y me reúno con ella. Echamos a caminar por la orilla. La abrazo. La noche. La luna. Un viento aún más ligero. Barcas lejanas en mar abierto. Velas blancas que baten. Parecen pañuelos que nos saluden. Pero no, no nos marchamos. Aún no. Pequeñas olas nos acarician los tobillos, sin hacer demasiado ruido. Son calientes, lentas, silenciosas. Son respetuosas. Parecen un preludio de un beso que quiere ir más allá. Tienen miedo casi de dejarse oír. Un camarero llega con los platos a nuestra mesa. Pero ya no nos encuentra. Después nos ve. Ahora ya lejos. Nos llama.
—Mañana, comeremos mañana.
El tipo sacude la cabeza y sonríe. Sí, esta isla es preciosa. Aquí todos respetan el amor.