Sesenta y siete

Poco después estoy en el coche con Balestri. Le he traído una cerveza. Conduce alegre y deportivo, quizá no sólo por la cerveza.

—Ya está, ya hemos llegado.

Via di Grottarossa. Bajamos. Algunos coches están aparcados delante de la villa pero no reconozco ninguno. Llama a un interfono. Corsi. Tampoco conozco el apellido. Guido me mira curioso, parece divertido.

—Oye, Guido, ¿no te habrás equivocado de dirección? No veo la moto de nadie. Además, ¿ese Corsi quién es?

—Ésta es la casa, confía en mí y estate tranquilo. Al menos seguro que conoces una persona.

Abren la verja. Entramos. La villa es muy bonita, vidrieras tapadas con cortinas de distintos colores asoman sobre el jardín. Una piscina medio vacía descansa algo más allá, esperando los primeros días de mayo, y allí cerca, una pista de tenis con tierra batida y la red tensa parece montar guardia. Un camarero sonriente nos espera en la puerta, se aparta y nos hace pasar cerrándola a nuestras espaldas.

—Gracias.

Guido lo saluda. Parecen conocerse.

—¿Está Carola?

—Claro, está allí, pasad.

Nos acompaña por un pasillo. Cuadros iluminados se alternan perfectos en el interior de una impecable librería, entre libros antiguos, jarrones chinos suavemente pintados y objetos de cristal. Todos delicadamente encajados en esa madera clara. Llegamos a un gran salón. El camarero se aparta y una chica corre a nuestro encuentro.

—Hola.

Abraza a Guido saludándolo afectuosamente, pero sin besarlo en los labios. Debe de ser Carola.

—¿Lo has conseguido?

Guido se vuelve hacia mí y sonríe como diciendo: «Claro, Carola, ¿no ves que está aquí?».

Ella me mira. Se queda por un instante sorprendida. Me observa con atención como si me estuviera sopesando. Entorna los ojos, los aprieta como si no creyera que yo… soy yo.

—Pero él…, ¿es él?

Guido le sonríe.

—Sí, es él.

—Sí, creo que soy yo… Por lo general, me llaman Stefano, Step para los amigos… Pero nunca me habían llamado «él»… Pero ¿podéis explicarme qué está pasando?

Y repentinamente, desde esa puerta entornada, desde ese salón lleno de personas desconocidas, de voces lejanas y confusas, de libros antiguos, de cuadros pintados por el tiempo, oigo una risa. Su risa. La risa de la que he añorado, de la que he buscado, de ella, que ha sido mi sueño de mil noches. Babi. Babi. Babi… Babi está sentada en un sofá en medio del salón. Es el centro de atención, cuenta algo y se ríe, y todos se ríen. Mientras yo, solo, me quedo en silencio. Ése es el momento que tanto he esperado. ¿Cuántas veces en Estados Unidos, hurgando en los recuerdos, apartando momentos dolorosos, peñascos de desilusión, he llegado allí, al fondo, hasta encontrar esa sonrisa? Y ahora está aquí, frente a mí. Y la comparto con otras personas. Todo lo que era mío, sólo mío. Y repentinamente me veo corriendo a través de un laberinto hecho de momentos: nuestro primer encuentro, el primer beso, la primera vez… La explosión enloquecida de mi amor por ti. Y en un instante recuerdo todo lo que no he podido decirte, todo lo que hubiera querido que supieras, la belleza de mi amor. Eso es lo que hubiera querido mostrarte. Yo, simple cortesano admitido en tu corte, arrodillado delante de tu simple sonrisa, frente a la grandeza de tu reino, hubiera querido mostrarte el mío. Sobre una bandeja de plata, abriendo los brazos en una reverencia infinita, mostrándote mi regalo, lo que sentía por ti: un amor sin límites. Aquí tienes, mi señora, ¿ves?, todo esto es tuyo. Sólo tuyo. Más allá del mar y en el fondo, allí abajo, más allá del horizonte. Y aún más, Babi, más allá del cielo y más allá de las estrellas, y aún más, más allá de la luna y más allá de lo que se esconde. Eso es, éste es el amor que siento por ti. Y más aún. Porque esto es sólo lo que podemos saber. Te amo por encima de todo aquello que no podemos ver, por encima de lo que no podemos conocer. Ya está, eso es quizá lo que también hubiera querido decirte. Pero no pude. No pude decirte nada que tuvieras ganas de escuchar. ¿Y ahora? ¿Qué podría decirle ahora a esa chica que está sentada en el sofá? ¿A quién puedo mostrarle las maravillas de ese gran imperio que le pertenecían? Te miro y ya no estás. ¿Dónde te has metido? ¿Dónde está esa sonrisa que me convertía en náufrago de certezas, pero tan seguro de felicidad? Querría escapar pero no hay tiempo, ya no hay tiempo. Aquí estás. Babi se vuelve lentamente hacia mí.

—¡Step! No me lo puedo creer… Qué sorpresa…

Se levanta y viene a mi encuentro. Me abraza, me aprieta fuerte y me besa dulcemente. En la mejilla. Después se separa, pero no demasiado. Me mira a los ojos y sonríe.

—Qué contenta estoy de verte… Pero ¿qué haces aquí?

Pienso en «¡Carramba che sorpresa!». ¿Qué habría gritado Raffaella Carrà? Ah, sí: «¡Está aquí Babi!». Pero no me da tiempo. Empieza a hablar. Se ríe y habla, habla y ríe. Parece saberlo todo de mí. Sabe dónde he estado, qué he hecho en Estados Unidos, conoce mis estudios, mi trabajo…

—Y volviste a Italia a principios de septiembre. Para ser exactos, creo que el tres. Y ni siquiera me felicitaste por mi cumpleaños… No te acordaste, ¿eh? Bueno, te perdono…

Y sigue así, riendo. El 6 de septiembre era su cumpleaños, y ese día yo me acordé perfectamente, como siempre. Como todos los años, también en Estados Unidos, como todo lo que tenía que ver con ella, lo más bonito y lo más doloroso. ¿Y ella? Ella me perdona ¿El qué? ¿No haber sabido olvidarla?

—¡Es el 6 de septiembre! Ves como no te acuerdas…

—Ah, es verdad.

Le sonrío y la dejo continuar. Ella habla por los dos, decide ella, avanza ella, como ha hecho siempre.

—Y luego hiciste un programa de televisión y después vi los periódicos, con esas fotos. Para salvar a esa chica… ¿Cómo se llama? Bueno, ahora no me acuerdo. De todos modos, te busqué, pero…

Por suerte continúa. Sin pedirme el nombre. Ginevra, Gin para los amigos. Tendría que llamarla. Tengo que llamarla. Le he dicho que hablaríamos luego, quizá. Sí, he dicho quizá. Siempre me puedo excusar en ese «quizá». Apago el móvil. Me vuelvo. Me sale instintivamente. Veo que Guido me sonríe. Se da cuenta y me guiña el ojo. Él, pérfido Mecha, yo, estúpido Pinocho en las manos de una Hada Azul. ¿Buena o mala? Y lo veo marcharse. Veo como se cierra la puerta a sus espaldas y me deja solo. Solo con ella, con Babi, solo con el destino de mi pasado. Y Babi me coge de la mano.

—Ven, te presentaré a mis amigos.

Y me arrastra así, más novia, más mujer, más segura, más madura. Más… más no sé qué.

—Mira, éste es Giovanni Franceschini, el propietario del Caminetto Blu… Él es Giorgio Maggi; seguro que lo conoces: tiene esa gran empresa inmobiliaria que se dedica a la compraventa… Sí, que ahora es muy conocida: se llama Casa Dolce Casa.

—No, no la conozco, lo siento.

Y sonrío, y saludo como si todo eso me importara algo. Y otros nombres, y otras historias. Títulos comerciales de jóvenes pseudonobles de esta sociedad que ya no tiene ningún título… Al menos, para mí.

—¡Y ella es Smeralda, mi mejor amiga! —Babi se me acerca cómplice, mansa, ronronea y me sugiere cálida al oído—: Digamos que ha ocupado el sitio de Pallina.

Y se ríe. Y yo sólo percibo su perfume: Caronne. Y la miro. Al menos en eso no ha cambiado. Y querría decirle: «¿Y quién ha ocupado mi sitio?». Mi sitio. Ya. «¿Por qué pensabas que tenías uno?», podría contestarme. Entonces me quedo callado, me quedo en silencio. La miro mientras continúa con ese extraño baile de presentaciones. Ella, hábil cortesana, dama impecable de ésa, su alta sociedad, de su corte dorada. Y baila, y se ríe y echa hacia atrás la cabeza y cascadas de pelo y perfume y de nuevo su risa. Y otra vez… Otra vez tú. Pero no teníamos que volver a vernos… Y siento todo mi dolor. Lo que no sé, lo que no he vivido, lo que ahora me falta. Para siempre. ¿Cuántos brazos te han estrechado para convertirte en lo que eres? Cuánta razón tienes. Qué cierto es. Qué importa. Al fin y al cabo, ella no me lo dirá, por desgracia. Por eso me quedo en silencio. Y la miro. Pero no la encuentro. Entonces voy a buscar esa película en blanco y negro que ha durado dos años. Toda una vida. Esas noches pasadas en el sofá. Lejos. Sin conseguir darme una explicación. Arañándome las mejillas, pidiendo ayuda a las estrellas. Fuera, en el balcón, fumando un cigarrillo. Siguiendo después ese humo hacia el cielo, arriba, más arriba, más aún… Allí, donde precisamente habíamos estado nosotros. Cuántas veces he nadado en ese mar nocturno, me he perdido en ese cielo azul, llevado por los efluvios del alcohol, por la esperanza de encontrarla otra vez. Arriba y abajo, sin tregua. Por Hydra, Perseo, Andrómeda… Y abajo, hasta llegar a Casiopea. La primera estrella a la derecha y después todo recto, hasta la mañana. Y otras muchas. Y a todas les preguntaba: «¿La habéis visto? Por favor… He perdido mi estrella. Mi isla, que no existe. ¿Dónde estará ahora? ¿Qué estará haciendo? ¿Con quién?». Y a mi alrededor, ese silencio de esas estrellas entrometidas. El ruido molesto de mis lágrimas agotadas. Y yo, estúpido, buscando y esperando encontrar una respuesta. Dadme un porqué, un simple porqué, cualquier porqué. Pero qué idiota. Ya se sabe. Cuando un amor se acaba se puede encontrar todo, excepto un porqué.