Sesenta

Gin está bien. Tiene los ojos aún un poco enrojecidos, está algo abatida, pero está bien. La camiseta rasgada y el sujetador los ha metido en un sobre. Como prueba, dice ella. No los quiero ver. Me duele volver a pensar en la escena. Le doy un beso suave. No tengo ganas de ver a sus padres, no sabría qué decir. Pero han entendido quién soy. «El de la botella de champán», les ha dicho Gin a sus padres para que lo entendieran.

—Quieren darte las gracias.

—Sí, ya lo sé. Diles que ya me doy por… No, mejor diles que tengo problemas, que debo ir a casa… Bueno, di lo que quieras.

No tengo ganas de oír sus gracias. Gracias. «Gracias» a veces es una palabra incómoda. Hay cosas por las que no quisieras que te las dieran. Intento hacérselo entender con amabilidad. Me parece que lo he conseguido.

Más tarde, ya estoy en casa. Paolo intuye que tiene que dejarme en paz. No me propone citas ni la idea de fáciles ganancias. No me pasa ni a papá ni a mamá. También han salido fotos en algunos periódicos y un montón de gente me ha llamado por teléfono para saber cómo estaba. Para apoyarme. O quizá sólo para decir: «Yo lo conocía bien…». Pero yo no quiero a nadie. Quiero ver el programa. Eso es. Son las nueve y diez. Empiezan las siglas. Después sólo dos rótulos con los títulos de siempre y la sorpresa. Los nombres y los apellidos de los tres autores ya no están. Las bailarinas siguen bailando perfectamente sonrientes y tranquilas a pesar de lo que ha pasado. Por otro lado, ¿qué tienen que ver? Además ya se sabe que… el espectáculo debe continuar. Es el último programa. Cómo no va a salir en antena. Razones de mercado. Algo he aprendido. Es fácil entender de qué material está hecho el embudo. De dinero. Los títulos continúan. Las chicas bailan. La música es la misma. El público sonríe. Hay otra sorpresa: mi título aún está. Me suena el móvil. Veo el número. Es Gin. Contesto. Se ríe. Parece mucho más alegre, en plena recuperación.

—¿Has visto? Tenía yo razón. Lo pensaba, pero no te lo he dicho, es como decir que no tendrás problemas. Estoy contenta por ti.

Está contenta por mí. Ella está contenta por mí. Qué chica. Es increíble. Siempre consigue sorprenderme. Me despido.

—Nos llamamos luego, cuando se acabe.

Cuelgo. No tendrás problemas. ¿Qué problemas puedo tener? Como mucho, una denuncia por pelearme. Otra. El único problema es que no acabo la colección. Abro una cerveza y en ese momento suena el móvil. Es un número oculto. No tendría que fiarme y, sin embargo, no sé por qué, tengo ánimos y contesto. Y no me he equivocado. Es Romani. Reconozco su voz. Echo un vistazo a la tele. Efectivamente, están en una pausa publicitaria. La primera del programa, casi siempre a las nueve cuarenta y cinco. Miro el reloj. Van algunos minutos adelantados. Quién sabe quién habrá hecho la escaleta. Quizá ya la habían hecho esos tres. Seguramente no han podido rehacerla. Pero me olvido de todos esos pensamientos. Intento prestar atención a lo que me está diciendo y me quedo sorprendido escuchándolo.

—Así que quería decirte, Stefano, que lo siento mucho. No lo sabía. Nunca lo podría haber imaginado. —Y sigue con su calma de costumbre, con su elegancia, con su voz tranquila y firme, rotunda. Una voz que da seguridad. Lo escucho en silencio y me quedo sin palabras aunque hubiera querido decir algo. Otras dos chicas han denunciado el mismo hecho sucedido hace tiempo. No habían tenido el valor de hablar por miedo a perder el trabajo o, peor, simplemente a salir en los medios. Y quizá haya más—. Después de lo que has hecho, Stefano, están ganando seguridad. No se habría descubierto en mucho tiempo, tal vez nunca. Así que me siento culpable de haber hecho que te encontraras en una situación como ésa. Además, precisamente tu novia… —Sacudo la cabeza. No hay nada que hacer. Hasta Romani lo sabe. Debe de haber sido Tony—. Por lo que te ruego que aceptes mis disculpas y gracias, gracias de verdad, Stefano.

Aún otro gracias. Gracias de Romani. Gracias. La única palabra que no quería oír.

—Bueno, ahora te dejo, tengo que volver al programa. Pero ven a verme. Tengo una cosa para ti. Es un regalo. Al fin y al cabo, yo no lo puedo usar. Tengo otro programa que empieza dentro de dos meses y no puedo parar.

Intenta no dar demasiada importancia a su gesto. No hay nada que hacer, es un tipo grande.

—Así estáis un tiempo tranquilos. Después, si va bien, trabajamos otra vez juntos…

Hace una pausa.

—Si os apetece… A mí me gustaría. Te espero… ¿Stefano?

Por un instante teme que se haya cortado la línea. No he dicho nada. Ni siquiera un comentario, pero acabo la conversación con elegancia:

—Sí, Romani, de acuerdo, pasaré mañana, gracias.

Acabamos así la llamada. Miro la tele. Como por arte de magia, la publicidad termina y la emisión vuelve a empezar. Me acabo la cerveza. Bueno, al menos un gracias he conseguido decirlo también yo.