Quince

Paolo no ha regresado. Tal vez no vuelva para comer. La casa está perfectamente en orden. Preparo el saco: calcetines, calzoncillos, camiseta, una sudadera y pantaloncitos cortos. Pantaloncitos… Pollo me tomaba siempre el pelo porque usaba diminutivos para cualquier cosa. «Damos una vueltecita. ¿Te apetece un cafecito? Me irían bien dos deditos…». Debe de habérmelo pegado mi madre. Se lo dije una vez a Pollo y él se echó a reír. «Eres como una mujer —me decía—. Llevas una mujer dentro». Y mi madre se rio cuando se lo conté. Cierro la cremallera de la bolsa. Te echo de menos, Pollo. Echo de menos a mi mejor amigo. Y no puedo hacer nada para que vuelva. No puedo verlo. Cojo la bolsa y salgo. A tomar por el culo, no quiero pensar en eso. Me miro al espejo mientras el ascensor baja. Sí, no quiero pensar más. Comienzo a cantar una canción en inglés. No me acuerdo de la letra. Era la única que oía siempre en Nueva York. Una vieja canción de Bruce. Ostras, cantar sienta bien. Y yo quiero estar bien. Salgo del ascensor con la bolsa al hombro. Canturreo: «Needs a local hero, somebody with the right style… —Sí, era algo parecido. Pero no importa. Pollo ya no está. Pequeño héroe—. Lookin’ for a local hero, someone with the right smile… —Me gustaría tanto hablar un poco con él, pero no puede ser. En cambio, mi madre vive en algún sitio pero no tengo ganas de hablar con ella. Lo intento otra vez…—. Lookin’ for a local hero». Joder, no he aprendido nada de esa canción.

Flex Appeal, mi gimnasio, nuestro gimnasio, nuestro, de nuestros amigos. Bajo de la moto. Estoy emocionado. ¿Qué habrá cambiado? ¿Habrá más máquinas? ¿Y a quién me encontraré? Me paro un momento en la plazoleta que hay antes de la entrada y miro el ventanal empañado por el cansancio y el sudor.

Unas chicas bailan al ritmo de una canción en inglés en la sala grande. Entre ellas hay sólo dos hombres que intentan desesperadamente seguir el ritmo del bodywork de Jim. Eso leo en la hoja que hay colgada en la entrada, que indica la clase especial o lo que debería ser. Llevan zapatillas, bodies, monos y tops, casi todo de marca. Parece un pase de modelos. Arabesque, Capezio, Gamba, Freddy, Magnum, Paul, Sansha, So Danca, Venice Beach o Dimension Danza. Como si ocultas detrás de un nombre pudieran bailar mejor. ¿Cómo coño se las arreglan dos hombres para no avergonzarse de esa miserable tentativa de gimnasia? Además, en medio de todas esas mujeres… Bodies de colores, maquillajes perfectos, mallas negras, pantalones cortos o ajustados…, y después, dos hombres en calzoncillos, uno calvo, el otro casi. Llevan una camiseta larga que les disimula la barriga. Saltan sin coordinación, jadeantes, persiguiendo desesperadamente el ritmo. Pero no lo encuentran. Es más, alguien debe de habérselo escondido con cuidado desde la infancia. En resumen, dan pena. Avanzo y entro. En la secretaría hay un chico medio teñido, con el pelo largo y la cara bronceada. Habla en voz baja por el móvil con una hipotética chica. Me ve y sigue hablando, después levanta la mirada y se disculpa con una tal «Fede» que está al teléfono.

—¿Sí?

—Querría hacerme la tarjeta. Para todo el mes.

—¿Ya has estado aquí alguna vez?

Miro a mi alrededor y después lo miro a él.

—¿No está Marco Tullio?

—No, ha salido. Lo encontrarás mañana por la mañana.

—Bien, entonces me apuntaré mañana; soy amigo suyo.

—Como quieras…

No le importa demasiado; por otro lado, el dinero no es suyo. Me dirijo al vestuario. Dos chicos se están cambiando para entrenarse. Se ríen y bromean. Hablan de esto y de lo otro y de cierta chica.

—Nada, fuimos a cenar a la pizzería Montecarlo. Oh, no sabes… Cada dos minutos le sonaba el móvil. Era el tipo que está haciendo la mili. Y ella allí, hablándole de tonterías.

—¡No puede ser!

—Te lo juro.

Escucho mientras me cambio, pero ya imagino cómo acabará:

—Y ella que le decía: «No, no, estoy cenando con Dora. Sí, ¿te acuerdas de ella?, la que tiene el negocio, la peluquera…».

—No me lo puedo creer, ¿y él?

—¿Y él qué podía hacer? La creía. Al final fuimos a su casa, y mientras me hacía una mamada, sonó otra vez su móvil.

—¡No! ¿Y tú qué hiciste?

—¿Yo? Contesté, ¿qué iba a hacer?

—¿Y qué le dijiste?

—«Lo siento, pero en este momento no puede ponerse, ¡está discutiendo con Dora!».

—¡No puede ser! Es demasiado fuerte.

Y venga carcajadas.

—Así que he decidido llamar Dora a mi polla a partir de ahora. Aquí está… —Se la saca y se la enseña al amigo—. ¡Hola, Dora, saluda a Mario!

Se ríen como locos mientras el tipo con Dora en la mano salta con los pies descalzos sobre el suelo mojado. Al final resbala y se cae. El otro se ríe aún más mientras yo voy a entrenarme.

—Guárdame las llaves, las pongo aquí.

Meto las llaves con las que he cerrado la taquilla en un bote de lápices del mostrador. El tipo de la secretaría asiente con la cabeza y sigue hablando por el móvil. Después cambia de idea. Pone la mano encima del móvil y decide decirme algo.

—Oye, jefe, por hoy puedes entrenarte, pero mañana tienes que hacerte el carnet. —Me mira satisfecho intentando poner cara de duro, pero en verdad pone cara de gilipollas. Después, con una sonrisa idiota, sigue hablando por teléfono. Se vuelve y me da la espalda. Presume. Se ríe. Oigo sus últimas palabras—: ¿Lo ves, Fede? Acaba de llegar y se cree que está en su casa.

No le da tiempo a acabar. Lo agarro del pelo y casi lo levanto del asiento. Se pone rígido, con la cabeza ligeramente ladeada hacia mí. Que te tiren del pelo hace un daño horrible. Lo sé. Me acuerdo. Pero ahora es el suyo.

—Cuelga el móvil, gilipollas.

—Te llamo luego, ¿eh?, perdona —tartamudea, y cuelga.

—Para empezar, ésta es mi casa. Y en segundo lugar… —Le tiro del pelo con más fuerza.

—Ah, ah, me haces daño.

—Pues escúchame bien: no vuelvas a llamarme «jefe» en tu vida. ¿Lo has entendido?

Intenta decir que sí con la cabeza, pero sólo logra articular un pequeño movimiento. Tiro más fuerte para asegurarme.

—No te he oído… ¿Lo has entendido?

—Ah, ah… Sí.

—No te he oído.

—¡Sí! —grita de dolor. Tiene lágrimas en los ojos. Hasta me da un poco de pena.

Lo suelto con un pequeño empujón. Se afloja sobre la silla y se frota en seguida la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—Alessio.

—Eso, sonríe. —Le doy un par de cachetes en la mejilla—. Ahora puedes volver a llamarla si te apetece. Dile, si quieres, que te has enfrentado a mí, que me has sacado del gimnasio, que me has pegado, dile lo que te parezca, pero… no lo olvides: no vuelvas a llamarme «jefe».

Después oigo una voz a mi espalda:

—Entre otras cosas, porque deberías saber que se llama Step.

Me vuelvo sorprendido, un poco a la defensiva. No esperaba oír mi nombre. No he visto a ninguno de mis amigos, a nadie que pueda saber mi nombre. Y en cambio hay alguien. Él. Es delgado, mejor dicho, delgadísimo. Alto, brazos largos, el pelo con un corte normal, cejas algo espesas, unidas en el centro encima de una nariz larga que sobresale encima de unos labios finos que forman una boca grande. Quizá sea tan grande porque sonríe. Parece francés. Seguro de sí mismo, tranquilo, tiene las manos en el bolsillo y la mirada divertida. Lleva unos pantalones largos de chándal y una sudadera de color rojo desteñido. Encima lleva una cazadora Levi’’s de color claro. No sé clasificarlo.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —No, no me acuerdo—. Mírame bien, quizá he crecido. —Lo miro mejor. Tiene un corte encima de la frente, escondido por el pelo, pero nada grave. Se da cuenta de qué estoy mirando—. Fue el accidente de coche. Venga, si hasta viniste a visitarme al hospital…

Joder, ¿cómo no iba a acordarme?

—¡Guido Balestri! Hace siglos… íbamos juntos al colegio.

—Sí, e hicimos los dos años de instituto. Después lo dejé.

—¿Te suspendieron? No me acuerdo exactamente.

—No, me marché con mi padre.

Ah, es verdad. ¡Cómo no! Balestri. Su padre es un gran no sé qué, uno que está siempre en medio de todas esas cosas, sociedades por acciones o algo parecido. Siempre estaba viajando por el mundo.

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

—Yo también. Qué bien, volver a verte. He oído hablar tanto de ti, Step. Aquí, en Vigna Clara, ahora eres un mito.

—Bueno, yo no diría eso.

Dirijo la mirada a Alessio. Está ordenando unos papeles y finge que no está escuchando. No consigue no tocarse el pelo. Guido se ríe divertido.

—Qué importa, eres un mito para quien conoce nuestras historias. Aún se habla de esas peleas míticas… Me acuerdo de cuando acabaste a hostias con el Toscano detrás de Villa Flaminia, en el bosquecillo.

—Éramos unos críos…

Guido parece desilusionado.

—Sé que has estado en Nueva York.

—Sí, he estado fuera dos años.

—Esta noche he quedado con unos amigos; iremos a comer una pizza. ¿Por qué no vienes tú también?

—¿Quiénes sois?

—Unos de Villa Flaminia. Debes de acordarte de ellos: Pardini, Masco, Manetta, Zurli, Bardato…, todos ésos. Es decir, con chica o sin ella. Venga, joder, les gustará volver a verte. Vamos a Bracciano, al Acqua delle Donne.

—No he estado nunca allí.

—Es un sitio muy bonito; es más, si tienes novia, llévala. Un sitio encantador. Después de comer, es un paseo…, y en bajada. El postre le espera seguro…, pero en su casa.

Consigue que me ría.

—¿A qué hora vais?

—Hacia las nueve.

—Iré a cenar pero me ahorraré el paseo…

—O sea, sin chica.

Se ríe de manera extraña. Lo recordaba más despierto. Tiene un diente de delante roto y nunca daba demasiada confianza. Ahora me acuerdo mejor. Lo llamaban Scorza. Era todo un número. Corría que daba pena. Cuando nos entrenábamos en el colegio, en la pista de carreras del Villa Flaminia, competía en el último grupo. «Los cerditos», los llamaba Cerrone, nuestro profesor de educación física. El profesor también era bien raro. Mientras hacíamos gimnasia se ponía a leer el periódico deportivo y para controlarnos hacía dos agujeros en el centro, como si no nos diéramos cuenta. Pero con los tres cerditos era implacable. Llegaban a la meta los tres, él, Biello e Innamorato, blancos como cadáveres, con la lengua fuera.

—¡Cerditos mamones! —gritaba el profesor—. Tendremos que hacer que os asen y que os achicharren.

Y se reía como un loco. Pero esto a Balestri no se lo recuerdo. Quizá sea mejor así. En el fondo, me ha invitado a cenar. Es más, se ocupa de recordármelo.

—Pues entonces, a las nueve en el Acqua delle Donne, ¿eh?, con novia o sin ella.

—De acuerdo.

Se despide de mí y se marcha. ¿Qué vendrá a hacer al gimnasio? No tiene ni un kilo de más, no sube de peso, es delgado como mi recuerdo más descolorido. Cosas suyas. Pero es simpático.

¡Claro, lo sabía! Sabía que Step iría a entrenarse al gimnasio, estaba segura. ¡Y estaba segura de que vendría precisamente a este gimnasio! Soy demasiado buena. Y él es demasiado conservador. Demasiado. ¡Espero que al menos haya cambiado en algo! Bueno, me marcho. No me ha visto. Yo, en cambio, he oído lo que tenía que oír.

Empiezo con las primeras máquinas, me caliento en seguida, series de repeticiones para ablandar los músculos. Cargo poco, lo mínimo indispensable. Veo salir a una chica de prisa con un gorrito naranja medio calado en la cabeza. Mira que hay gente rara en el mundo. Allí cerca, otras dos chicas hablan entre sí y se ríen de algo. Historias de la noche anterior o de lo que está aún por venir. Una va ligeramente maquillada, lleva el pelo corto con mechas y se lo toca todo el rato. Tiene un buen físico y está despatarrada porque sabe que lo tiene. La otra está más rellenita y no es tan alta, melena hasta el hombro, más oscura que de costumbre quizá porque está sucia. Tiene las manos en la cintura y lleva un chándal gris algo manchado del que asoma un poco de barriga.

—¡Trabajad! Al gimnasio se viene a trabajar…

Sonrío mientras paso junto a ellas. La más baja me contesta con una especie de mueca.

La otra está más tranquila:

—Estamos en fase de recuperación.

—¿De qué?

—Estrés de pesas.

—Pensaba en algo mejor.

—Eso, más tarde.

—No lo dudo.

Ahora se ríen las dos. En realidad, sobre la otra tengo algunas dudas. Pero una mujer siempre consigue lo que quiere. No hay nada que hacer, nosotros tendríamos que ser más cerrados, al menos en ciertos casos. La miro mejor. Le dice algo a su amiga señalándome con la cabeza. La otra me mira. La veo reflejada en el espejo, sonriendo. Es guapa, con el pelo corto, y tiene un pecho perfectamente diseñado debajo del body. Se le entrevén los pezones. Lo sabe pero no se tapa. Sonrío y pienso en mis abdominales. Hago en seguida una primera serie de cien. Cuando acabo, las chicas ya no están, habrán ido a ducharse. Quién sabe si las reconoceré cuando me las encuentre por ahí. Es increíble cómo una mujer que sale del vestuario puede ser distinta de la que has visto algo antes bajo las pesas. Pero no hay manera, todas mejoran. Como mucho te la podrías imaginar elegante, pero luego la ves salir con botas con tachuelas doradas o cosas parecidas. Sea como sea, distintas. Milagros del maquillaje. Por eso lo consiguen todo. Segunda serie de cien. Miro el techo sin parar, uno tras otro, con las manos detrás de la cabeza, con los codos alineados, tensos, abiertos. Uno tras otro. Aún con más fuerza. No puedo más, el dolor empieza a notarse; pienso en mi padre y en su nueva novia. Sigo sin parar: 88, 89, 90. Pienso en mi madre: 91, 92. En lo mucho que hace que no la veo: 94, 95. Tengo que llamarla, tendría que llamarla: 98, 99,100. Se acabó.

—¡Step, no me lo puedo creer!

Me vuelvo y casi no puedo hablar del dolor en los abdominales. Por un instante, me acuerdo de la película de Troisi, quien para ver a la mujer que ama, corre alrededor de un edificio y, cuando la encuentra, no tiene aliento para hablar. Qué pasada, Troisi.

—¿Qué haces aquí? O sea, que has vuelto… ¡Me habían dicho que estabas fuera, en Nueva York!

¿Otra vez? Oh, no hay nada que hacer. No he conseguido precisamente pasar inadvertido.

Al fin me recupero y a él lo reconozco fácilmente.

—Hola, Velista, ¿cómo estás?

—Otra vez con ese apodo. ¿Sabes que ya nadie me llama así?

—¿Eso quiere decir que has cambiado?

—Pero ¿en qué? Nunca entendí por qué todos me llamabais Velista; ni siquiera me gustan las barcas, me he subido muy pocas veces.

—¿De verdad no sabes el significado de tu apodo?

—No, te lo juro.

Lo miro. Los dientes un poco largos, como entonces, una sudadera descosida, un par de pantalones cortos verde claro, los calcetines caídos, raídos, perfectamente a juego con un par de Adidas Stan Smith ahora decrépitas. El Velista.

—¿Y bien?

Miento.

—Te llamaban Velista porque te gustaba mucho el mar.

—¡Ah, eso! Ahora lo entiendo, eso es verdad. Me gusta muchísimo.

Ahora está satisfecho, orgulloso de su nombre. Casi parece mirarse al espejo de tanto que lo ha revalorizado. En realidad, no tenía nunca una lira y venía con nosotros sólo para comer pizza y gorronear. Por eso todos decían que «estaba a dos velas». Pobre Velista. Una vez se llevó un montón de hostias a manos de una puta allí en la bolera, cerca del Aniene, porque después de no sé qué trabajito quería descuento. Llevaba sólo diez euros en el bolsillo y había disfrutado al menos por veinte.

—Oye, me alegro mucho de volver a verte. —Me mira contento, lo parece de verdad.

—¿Has visto ya a alguien?

—No, llegué ayer. Aquí en el gimnasio no he visto a nadie.

—¿Sabes?, ahora entrenan un poco en todas partes. Además, alguno se ha puesto a trabajar, otros se han ido al extranjero… Oye, mira quién llega.

Por fuera de la ventana se ve pasar una bolsa azul oscuro al hombro de un tipo de pelo corto.

—No lo reconozco.

Lo miro mejor. Nada. El Velista intenta echarme un cable.

—Pero vamos, si es el Negro. ¿No te acuerdas de él?

—Ah, sí, ya sé quién es, pero sólo lo conocía de vista.

El tipo entra y saluda al Velista:

—Hola, Andre. ¿Qué haces, te entrenas?

Incrédulo, el Velista me señala orgulloso.

—Pero ¿no has visto con quién estoy? Es Step.

El Negro me mira un momento y después sonríe. Tiene una cara simpática, con un pómulo algo magullado, y viene hacia mí.

—Pero claro, Step… Claro, cómo no. Hace siglos que no te vemos.

Ahora lo reconozco. Lleva el pelo corto. Antes lo llevaba siempre un poco largo, engominado, y estaba fijo con una chaqueta azul en el Euclide de Vigna Stelluti.

—No sabía que tuvieras ese apodo: el Negro. Recuerdo que te llamas Antonio.

—Sí, después de la historia de Tyson, dicen que me parezco.

Tiene el cuello como un toro, la piel porosa, una nariz algo machacada y el pelo corto al estilo Tyson. Tiene los ojos un poco salidos y el labio superior más grueso de lo normal.

—Pues tampoco te pareces tanto.

—¡No físicamente! —Se ríe a mandíbula batiente y empieza a toser—. ¡Es por la historia de la pelea! Fui a un concurso de misses en Terracina y después lo intenté con una que participaba, ¿lo entiendes? Por eso dicen que soy Tyson. Esa imbécil me hizo subir a su habitación; yo quería follar y ella pensaba que quería contarle chistes. Se ofendió y no quiso. Pero yo entendí que el suyo era sólo un problema de tozudez. Y desde entonces me llaman el Negro.

Él y el Velista se ríen como locos.

—¿Sabes que la historia salió en todos los periódicos de Borgo Latino, antes de Latina? El Tyson de Pontina, una leyenda. Y además, al final tenía razón yo, y a ésa hasta le gustó.

El Velista carga las tintas:

—Mejor que Tyson.

Y siguen riendo y tosiendo.

—A propósito, sé que has estado en Estados Unidos, en Nueva York, si no me equivoco.

Volvemos a empezar.

—Sí. He pasado dos años allí, hice un curso y volví ayer. Y ahora tengo ganas de entrenarme.

Intento cortar.

—Oye, ¿te apetece dar unos golpes? Todos me decían que eras bueno boxeando. —Ante su propuesta, el Negro sonríe. Está seguro de sí mismo, y continúa—: Bueno, quizá hace un montón de tiempo que no te entrenas, o sea que si no te apetece, no te preocupes. Es que todos hablábamos de ese mito, ese mito, y ahora que lo tengo delante…

El Negro se ríe divertido, demasiado seguro de sí mismo. Debe de ser uno de esos que entrenan todos los días al menos durante una hora y media.

—Claro, faltaría más. Me apetece.

—Entonces voy en seguida a cambiarme.

Veo una luz distinta en sus ojos, más despiertos, penetrantes, ligeramente entornados.

El Velista, en cambio, permanece idiotizado como antes:

—Vaya, qué fuerte este encuentro. Tengo una sed terrible, Negro. Oye, ¿te puedo apuntar un Gatorade, que hoy no llevo una lira encima?

El Negro asiente con la cabeza y va directo al vestuario. El Velista se dirige entonces alegre hacia el bar, confirmando así su apodo. Yo, en cambio, me quedo solo. En la secretaría, Alessio me mira. Está comiendo un Chupa-Chups y me mira de un modo distinto al de antes. Baja los ojos y se dispone a leer un Parioli Pocket que ha apoyado en la mesa. Hojea un par de páginas, después me mira otra vez y sonríe.

—Step, perdona por lo de antes. No te conocía, no sabía quién eras.

—¿Por qué?, ¿quién coño soy?

Se queda un momento perplejo, buscando alguna respuesta en el aire. Pero no encuentra nada. Después vuelve a pensarlo y se arma de valor.

—Bueno, pues eres un tipo conocido.

—Un tipo conocido… —Lo pienso un momento—. Sí, es un tema interesante. Muy bien. ¿Ves?, a veces… No lo había pensado.

Sonríe feliz, para nada consciente de que le estoy tomando el pelo.

—Oye…

—Dime, Step.

—¿Sabes si hay algo para boxear?

—Por supuesto.

Sale de detrás del mostrador y se mueve veloz hacia un banco de la entrada. Levanta el asiento.

—Aquí debajo están las cosas de Marco Tullio. Él no quiere que nadie las use.

—Gracias.

Me mira con entusiasmo. Me siento en el banco y empiezo a ponerme los guantes. No lo miro, pero siento sus ojos sobre mí.

—¿Quieres que te los ate?

Lo miro por un instante.

—Vale.

Viene de prisa hacia mí. Coge los cordones con cuidado, los envuelve alrededor de los guantes y los ata con precisión. Ahora no se ríe, está serio. Se muerde ligeramente los labios mientras el pelo claro le tapa de vez en cuando los ojos. Con la otra mano se lo echa hacia atrás mientras sigue haciendo su trabajo. Lentamente, con cuidado, apretando con precisión.

—¡Ya está!

Sonríe. Me pongo en pie y golpeo los guantes uno contra el otro.

—¡Perfecto!

Del vestuario femenino salen las dos chicas de antes. La alta lleva un par de pantalones negros de pitillo, un maquillaje suave y un carmín que vuelve sus labios sosegados y acogedores. Un bolso en bandolera sobre una camisa blanca con pequeños botones de perlas, el conjunto a tono con su paso elegante. La baja, en cambio, lleva una falda escocesa de cuadros azules y marrones demasiado corta para sus piernas y dos mocasines negros que no pegan nada con su camisa azul cielo. Con el maquillaje ha intentado de alguna manera hacer un milagro en su cara. Hoy, en Lourdes debían de estar de vacaciones. Se paran en la secretaría. Alessio da media vuelta y les devuelve sus tarjetas.

La alta se me acerca.

—Hola, me llamo Alice.

—Stefano.

Tiro del guante como para darle la mano. Ella lo aprieta riendo.

—Y ella es mi amiga Antonella.

—Hola.

—¿Qué haces, peleas?

—Sí, lo intento.

—¿Te molesta si nos quedamos a ver un poco el encuentro?

—¿Por qué iba a molestarme? Si me animáis, seguro que no me molesta.

Se ríen.

—De acuerdo, apostamos por ti. ¿Qué se gana?

En ese momento sale el Negro. Lleva unos culotes azules, suaves y largos, los de auténtico púgil. Ya se ha puesto los guantes. Tiene alguna que otra cicatriz en los brazos y dos o tres tatuajes de más. Está bien formado. No lo recordaba así.

Alice se me acerca:

—¿Vas a pelear con el Negro?

Eso significa que él también es conocido.

—Sí, ¿por qué?

—Me parece que nos hemos equivocado apostando por ti…

Me miran y parecen realmente preocupadas.

Intento tranquilizarlas.

—Venga, ánimo, chicas, como máximo durará poco.

El Negro nos interrumpe:

—Entonces…, ¿entramos?

Tiene prisa.

—Cómo no. Pasa tú primero.

Entra en la sala de aeróbic. Dos chicas están haciendo unos abdominales sobre dos colchonetas de goma azul. Al vernos entrar, resoplan.

—Oh, no me digáis que nos tenemos que ir.

Intento bromear:

—Bueno, a menos que queráis pelear también vosotras dos…

El Negro no tiene sentido del humor:

—Venga, salid. —Al cabo de un momento están fuera—. ¿Te parece que hagamos tres rounds cerrados? —Me lo dice en un tono excesivamente duro.

—Sí, de acuerdo. Hagamos un buen entrenamiento.

—Hagamos un buen encuentro.

Sonríe de modo antipático.

—Está bien, como quieras. —Alice está cerca de la ventana—. ¿Cuentas el tiempo?

Sonríe y asiente.

—Sí, pero ¿cómo se hace?

—Es fácil. Cada minuto y medio gritas «¡Stop!».

—Entiendo.

Mira el reloj esperando dar la salida. Mientras tanto, doy saltos sobre el mismo sitio al tiempo que caliento los brazos. Se me ocurre una cosa. Antonella, la baja, al final de cada minuto y medio podría entrar con un cartel con el número de round escrito y contonearse alrededor de la sala como en las mejores películas americanas. Pero aquí no estamos en Estados Unidos, y tampoco en una película. Estamos en el gimnasio. También el Negro empieza a saltar y da continuamente golpecitos con sus guantes, mirándome. Alice levanta los ojos del reloj. Cruza su mirada con la mía. Está un poco preocupada. De algún modo, se siente responsable. Pero después decide que no puede esperar más. Y casi grita:

—¡Venga!

El Negro sale en seguida a mi encuentro. Sonrío para mis adentros. Lo único que no he dejado de hacer en Estados Unidos en estos dos años ha sido precisamente ir al gimnasio. Para ser exactos, practicar boxeo. Sólo que allí están los auténticos hombres de color y son todos veloces y potentes. Fue duro enfrentarse a ellos. Durísimo. Pero me lo tomé a pecho, y no salió demasiado mal. Pero ¿qué estoy haciendo? Me estoy distrayendo… Apenas a tiempo. El Negro me suelta dos puñetazos potentes en la cara. Esquivo a la derecha y a la izquierda y me agacho ante su intento de gancho. Después respiro y me alejo dando saltos. Esquivo otros dos golpes y empiezo a brincar a su alrededor. El Negro hace una finta con el cuerpo y me golpea bajo en pleno estómago. Me sobresalto y me doblo en dos. Joder, me falta el aire. Me sale una especie de estertor y veo que la habitación gira a mí alrededor. Sí, me ha dado de pleno. Apenas me da tiempo a levantarme cuando veo caer desde la derecha su guante. Lo esquivo instintivamente, pero me golpea de lado abriéndome el labio inferior. Hostia. Hostia. No hacía falta. Menudo hijo de la gran puta. Lo miro. Me sonríe.

—¿Cómo va eso, mítico Step?

El muy gilipollas lo dice en serio. Empiezo a brincar.

—Ahora mejor, gracias.

Estoy recuperándome. Todo vuelve a ser lúcido. Giro a su alrededor. En la ventana de la sala se ha agolpado alguna gente. Reconozco a Alice y a su amiga Antonella, a Alessio, al Velista y a algunos otros. Dejo de mirar y vuelvo a concentrarme en él. Ahora me toca a mí. Me paro. El Negro brinca y viene hacia mí, penetra con la izquierda y carga con la derecha. Lo dejo pasar esquivando a la derecha y después le golpeo fuerte con la izquierda precisamente encima de la ceja. Vuelvo a entrar y con todas mis fuerzas lo golpeo con la derecha en plena cara. Noto la nariz crujir bajo el guante. No le da tiempo a retroceder cuando lo golpeo dos veces en el ojo izquierdo; el primero lo para bien, después baja la guardia, y el segundo le llega derecho como un bólido. Retrocede y sacude la cabeza. Vuelve a abrir los ojos justo a tiempo para ver llegar mi gancho. Le abro la ceja derecha. La sangre le resbala en seguida por la mejilla como si llorara lágrimas rojas. Intenta taparse con los guantes. Le propino un uppercut en pleno estómago. Se dobla en dos y baja los guantes. Error. ¿Ves?… Error. Lo vi hacer en Estados Unidos una vez y me sale por instinto hacerlo.

—Eh, Negro, ¿y a ti cómo te va ahora?

No espero su respuesta. Ya la conozco. Cargo la derecha y lo hago explotar. De abajo hacia arriba, en la barbilla, desde abajo. El Negro casi salta hacia atrás, cogido de pleno por el golpe. Sale despedido que da gusto. Acaba encima del montón de steps rosas y lilas y los tira al suelo. Después se estampa con la cara contra el espejo y resbala lentamente, dejando una pequeña huella. Al final llega al suelo, al linóleo beige, que en seguida se llena de sangre.

Miro a Alice.

—¿Cuánto falta?

Ella mira el reloj. Faltan pocos segundos.

—Stop. Ya se ha acabado.

—¿Has visto?, ¿qué te había dicho? No duraba mucho.

Salgo de la sala de aeróbic. El Velista se precipita al interior para ver cómo está el Negro.

No te preocupes. Ya lo he comprobado, respira.

El Velista se tranquiliza.

—Hostia, Step, lo has hundido.

—Tenía tantas ganas de un encuentro en serio… y lo ha tenido.

Voy hasta el espejo y me miro el labio. Está abierto y ya hinchado. La ceja, en cambio, está en su sitio. Alice se me acerca.

—Si hubiera sido un auténtico combate de boxeo y hubiera apostado todo mi dinero, habría perdido.

—¿Qué tiene que ver? En ese caso nos hubiéramos puesto de acuerdo y yo me habría tirado al suelo al primer golpe.

Alessio se me acerca.

—Yo, en cambio, habría ganado todo el dinero. No sé por qué, pero intuía que ibas a ganar tú.

—¿Cómo que no sabes por qué?

Lo veo de nuevo en apuros, querría decir algo pero no sabe qué. Lo ayudo.

—Venga, quítame los guantes…

—Toma. He traído un poco de hielo para tu labio.

Es Alice. Se me acerca con un pañuelo de papel con algunos cubitos dentro.

—Gracias, dile a tu amiga que coja un poco de agua fría para ponerla en la cara del Negro; le irá bien.

—Ya lo está haciendo.

Alice me mira con una sonrisa extraña. Me asomo. Antonella está en la sala de aeróbic ayudando al Velista a poner compresas en la cara del Negro. Maquillaje o milagro, si todo va bien, la chica lo conseguirá. El Velista o el Negro. No sé con cuál sería peor. Uno quizá no pague y el otro quizá la viole. Pero no es cosa mía. Entonces me siento en el banco y me pongo el pañuelo en el labio. Veo a Alice mirarme. Ella también querría decir algo. Y tampoco sabe qué. No le doy tiempo. No tengo ganas. Al menos, no ahora.

—Perdona, voy a ducharme.

Y de este modo desaparezco de escena. Los dejo solos. Imagino por un instante una cena entre Alessio y Alice, sus intentos de conversar. Fede se quedará mal. Pero tampoco eso es asunto mío. Después, sin pensar en nada, me meto bajo la ducha.