Ocho

La moto arranca a la primera. La batería se ha recuperado sin problemas. Primera, segunda, tercera. En un instante estoy debajo del puente del corso Francia. Se me ocurre una cosa y vuelvo atrás. A una chica como Eva tal vez pueda gustarle. Y sobre todo me apetece a mí. Cinco minutos después. Corso Francia, Piazza Euclide, viale Parioli. Una caterva de restaurantes y coches en doble fila. Falsos aparcacoches elegantes, probablemente polacos de parco italiano. Una señora más o menos negada intenta una maniobra para aparcar bien. En su opinión, claro. En realidad, ha bloqueado una curva. Chicos y chicas a las puertas del Duck obstaculizan el tráfico. Me escabullo veloz entre los coches, evito una tentativa de cambio de sentido y me planto en la Piazza Ungheria. A la derecha y después recto hasta el zoo. Al fondo a la izquierda y después de nuevo a la derecha. Hotel Villa Borghese. Aparco la moto y bajo con la bolsa.

—Buenas noches. —Joder, no lo había pensado, no sé su apellido—. Buenas noches. —Vuelvo a intentarlo. Quién sabe de dónde puede llegarme la inspiración. El portero, un hombre de unos sesenta años con aspecto bonachón y simpático, decide salvarme.

—La señorita lo espera. Habitación 202, segundo piso.

Quisiera preguntarle por qué piensa que voy a verla precisamente a ella. ¿Y si hubiera querido una habitación o cualquier otra cosa? Una simple información, por ejemplo. Pero entiendo que es mejor que me quede callado.

—Gracias.

Me observa mientras me marcho. Esboza una media sonrisa y después suspira. Asiente con la cabeza. Siente envidia por Eva o por esos años ya pasados, más bonitos incluso para él. Subo la escalera. 202. Me paro y llamo.

—¿Traen el champán? —pregunta divertida yendo hacia la puerta.

—No, la cerveza.

Abre.

—Hola, entra.

Me besa en las mejillas. Camina tranquila, ligeramente altiva pero más delicada de como paseaba por el avión. Es otra cosa. Lleva el pelo suelto.

—Bromas aparte, ¿quieres beber algo? Pido que lo suban…

—Sí, ya te lo he dicho, cerveza.

—Hay en la nevera.

Me señala una pequeña nevera en la esquina opuesta. Voy a cogerla. Cuando me vuelvo, ya está sentada en el sofá. Tiene los brazos abiertos: uno apoyado sobre el brazo del sillón y el otro sobre un cojín. Las piernas medio estiradas, con las rodillas juntas.

—Estoy agotada. He dado una vuelta para hacer unas compras, tal como me dijiste.

—¿Y cómo ha ido?

—Bien. He comprado un camisón y un traje de chaqueta muy bonito de un azul especial; «azul perdido», así lo he llamado. ¿Te gusta el nombre?

—Mucho.

Sonríe y se sienta más erguida.

—¿Quieres ver cómo me queda?

Me sonríe vivaz, solícita, divertida. Me mira de un modo más intenso, con una extraña malicia. Para demostrar algo, su hipotética elegancia, o quién sabe qué. ¿Es un desafío? Lo acepto.

—Por supuesto.

Coge una bolsa. Me mira, después levanta las cejas y se aleja divertida. Pero sé que quiere que se lo diga.

—¿Adónde vas?

—Al baño. ¿Qué pensabas?

Cierra la puerta detrás de ella con una última sonrisa que significa: «Dentro de poco estaré de vuelta, ¿qué creías?».

Acabo la cerveza apenas a tiempo. Aquí está Eva.

—¿Cómo me sienta?

Lleva el camisón transparente resbalándole sobre el cuerpo como una ola suave, tan suave que me parece que casi oigo ese mar. Es de color azul polvo. Azul perdido, como ha dicho ella. También se ha peinado. Incluso la sonrisa, no sé, ha cambiado.

—Guapa. Mucho. Si ése es el camisón…, ahora me gustaría ver el traje.

Se ríe. Después cambia de expresión y se acerca con porte profesional. Ha vuelto la azafata.

—¿Es usted quien ha llamado? ¿Qué desea?

No se me ocurre ninguna broma. Finalmente pienso en decir: «Como diría la señora: “A ti, gnocca”.». Pero la encuentro malísima y la desecho. Y hago bien.

Ella insiste. Está muy cerca de mi cara, y me vuelve a la memoria por un momento esa canción de Nirvana: «If she ever comes down now…».

—Entonces, ¿qué te apetece?

—Perderme en tu azul perdido.

Y ésta le gusta. Eva se ríe. Da por buena la broma y decide que sí, que me pierda en seguida. Me besa. Maravillosamente bien, tranquila, dulce, mucho rato. Juega con mi labio inferior chupándomelo, lo estira ligeramente hacia ella, hacia su boca. Después, de repente, lo suelta. Me aprovecho.

—Te he traído una cosa.

Por otro lado, no hay prisa. El aterrizaje no está previsto. No ahora. Me separo de ella y cojo la bolsa. Se queda sorprendida mirándome. Los pezones le asoman entre los pliegues livianos del camisón. Pero no quiero perderme ahora en esas corrientes. Abro la bolsa delante de sus ojos.

—No me lo puedo creer, estupendo. ¡Dos rodajas de sandía!

—He ido a comprárselas a un amigo en el puente Milvio. Hacía un montón que no lo veía y me las ha regalado.

Le paso una.

—Tiene las sandías más buenas de Roma.

«Después de las tuyas», quisiera añadir, pero esta broma sería peor que la otra. Muerde la rodaja e inmediatamente, con un dedo, recoge un poco de jugo que se le resbala de los labios y chupa intentando no perder ni siquiera una gota. Me río. Sí, no hay prisa. Muerdo la mía a mi vez. Es fresca, dulce, buena, compacta, no harinosa. Eva sigue comiendo. Le gusta. Las devoramos mirándonos, sonriéndonos. Aquello se convierte casi en una competición. Las medias lunas rosadas al final se nos quedan en la mano, mientras seguimos masticando. El jugo nos resbala hasta la barbilla. Ella deja su rodaja acabada sobre la mesa y, sin secarse la boca, me besa otra vez.

—Ahora tú eres mi sandía.

Me muerde la barbilla y me lame alrededor de la boca, frenada tan sólo por mi barba aún suave. Y ella, decidida, hambrienta, divertida. Aún más mujer.

—¿Sabes?, te deseé en el avión y te deseo ahora…

No sé qué contestarle. Me resulta extraño oírla hablar. Me quedo en silencio mientras ella me sonríe.

—Es la primera vez que quedo con un pasajero.

Tranquilo, saco el móvil del bolsillo. Pienso en la musiquilla y lo apago. La verdad es que, tal como están yendo las cosas, es el mejor regalo que podría haberme hecho Paolo.

—En cambio, tú eras la única azafata que me faltaba.

Intenta darme un bofetón. Le detengo la mano al vuelo y la beso, dulcemente. Finge que se ha enfadado y resopla.

—Pero también eres la sandía más buena que he probado nunca.

Sacude la cabeza divertida y se libera de la presa. Se sienta frente a mí con las piernas cruzadas. Decidida, descarada, presumida. Me mete adrede la mano allí delante, lentamente, con dulzura. Donde ella sabe, donde yo sé. Me mira a los ojos, desafiante, sin pudor. Y yo la miro, sin ceder, sonriendo. Entonces me atrae hacia sí, con deseo, ávida, agarrándose casi a mis hombros. Y me dejo ir, así. Me pierdo en ese antiguo azul perdido, agradablemente arrebatado por la dulzura de todo esto, sandía incluida.