Doce

Duermevela. Oigo a Paolo trasteando en la cocina. Mi hermano. Mueve los cacharros intentando no hacer ruido, lo sé por cómo deja los platos sobre la mesa y cómo cierra los cajones. Mi hermano es como una mujer. Tiene los mismos detalles que tenía mi madre. Mi madre… Hace dos años que no la veo, quién sabe cómo llevará ahora el pelo. En el último año se lo cambiaba a menudo. Seguía la moda, los consejos de sus amigas, una foto en una revista… Nunca he entendido por qué las mujeres están siempre tan obsesionadas con su pelo. Me acuerdo de una película con Lino Ventura y Francoise Fabian, Una dama y un bribón. 1973. Él acaba en la cárcel. Ella va a buscarlo. Oscuro. Se oyen sólo sus voces.

—¿Qué pasa?… ¿Por qué me miras así?

—Has cambiado de peinado.

—¿No te gusta?

—Sí, pero cuando una mujer cambia de peinado significa que también está a punto de cambiar de hombre.

Sonrío. Mi madre ha visto muchas veces esa película. Quizá se haya tomado en serio esas palabras. Una cosa es segura: cada vez que la veo lleva un corte distinto. Paolo aparece en la puerta, la abre despacio, con cuidado de que no chirríe:

—Stefano, ¿vienes a desayunar?

Me vuelvo hacia él:

—¿Has preparado algo bueno?

Se queda un momento perplejo.

—Sí, creo que sí.

—De acuerdo, ahora voy.

Nunca entiende cuando hablo en broma. En eso no ha salido a mi madre. Me pongo una sudadera y me quedo en calzoncillos.

—Caray, cómo has adelgazado.

—Otra vez… Ya me lo dijiste.

—Tendría que ir yo también un año a Estados Unidos. —Se toca un michelín de la barriga cogiéndolo entre dos dedos—: Mira esto.

—El poder y la riqueza sientan bien a la barriga.

—Entonces tendría que estar delgadísimo.

Intenta bromear. También en eso es distinto de mamá, porque no lo consigue.

—¿En qué piensas?

—En que eres bueno poniendo la mesa.

Se sienta satisfecho.

—Bueno, sí, me gusta…

Me pasa el café. Yo lo cojo y le añado un poco de leche fría, sin siquiera probarlo, y después meto una gran galleta de chocolate.

—Están buenas.

—Son de cacao amargo. Las compré para ti. A mí no me gustan, son demasiado amargas. Mamá te las compraba siempre cuando estábamos todos en casa.

Me quedo en silencio bebiendo el café con leche. Paolo me mira. Por un instante querría añadir algo, pero lo piensa mejor y se prepara su capuchino.

—Ah, anoche te llamó una chica, Eva Simoni. ¿Te encontró en el móvil?

Eva. Ahora ya sé cómo se llama: Simoni. Mi hermano sabe hasta el apellido.

—Sí, me encontró.

—¿Y la viste?

—¿Qué son todas estas preguntas?

—Curiosidad: tenía una bonita voz.

—A la altura de todo lo demás.

Acabo de beberme el café con leche.

—Adiós, Pa, nos vemos.

—Dichoso tú, que estás así.

—¿Qué quiere decir?

Paolo se levanta y empieza a ordenarlo todo.

—Pues eso, que estás así, libre, que te diviertes, que haces lo que te apetece. Has estado fuera, aún estás dudoso, sin definir.

—Sí, soy afortunado.

Me marcho. Tendría que decirle demasiadas cosas. Tendría que explicarle de manera amable que ha dicho una innoble, grande y terrible gilipollez. Que uno busca la libertad sólo cuando se siente prisionero. Pero estoy cansado. Ahora no me apetece, no me apetece nada. Entro en la habitación, miro el despertador en la mesilla de noche y me quedo parado.

—¡Joder, me has despertado y sólo son las nueve!

—Sí, dentro de poco tengo que estar en la oficina.

—¡Pero yo no!

—Sí, lo sé, pero como tienes que ir a casa de papá… —Me mira perplejo—. ¿No te lo había dicho?

—No, no me lo habías dicho.

Sigue manteniendo una cierta seguridad. Después me mira con la duda de haberlo hecho o no. O está realmente seguro de habérmelo dicho o es un gran actor.

—Bueno, sea como sea, te espera a las diez. He hecho bien despertándote, ¿no?

—Pues claro, cómo no. Gracias, Paolo.

—De nada.

Nada. Ironía cero. Sigue metiendo las tazas y la cafetera ordenadamente en el seno derecho del fregadero, como siempre, sólo en el derecho.

Después vuelve sobre el tema.

—Oye, ¿no me preguntas por qué papá quiere verte a las diez? ¿No sientes curiosidad?

—Bueno, si quiere verme, imagino que después me lo dirá.

—Claro, claro.

Veo que se ha quedado un poco mal.

—De acuerdo… ¿Por qué quiere verme?

Paolo deja de lavar las tazas y se vuelve hacia mí secándose las manos con un trapo. Está entusiasmado.

—No tendría que decírtelo porque es una sorpresa.

Se da cuenta de que me estoy cabreando.

—Pero te lo digo porque me apetece. ¡Creo que te ha encontrado un trabajo! ¿Eres feliz?

—Muchísimo.

Creo que he mejorado. Consigo disimular incluso delante de una pregunta como ésa.

—Entonces, ¿qué dices?

—Que si sigo hablando contigo llegaré tarde.

Voy a arreglarme.

¿Eres feliz? La pregunta más difícil. «Para ser feliz —según Karen Blixen—, hace falta coraje». ¿Eres feliz?… Una pregunta así sólo podría hacerla mi hermano.