Diez

Algo más tarde o quizá mucho más tarde. Cuando uno se duerme en una cama no sabe qué hora es. Me despierto, ella está a mi lado. Su pelo suelto se derrama sobre los pliegues del cojín, allí donde su boca enfurruñada busca la respiración. Empiezo a vestirme en silencio. Y mientras me pongo la camisa, Eva se despierta. Estira la mano a su lado y ve que no estoy. Después se vuelve y sonríe al verme aún allí.

—¿Te marchas?

—Sí, tengo que irme a casa.

—Me ha gustado mucho la sandía.

—A mí también.

—¿Sabes qué es lo que más me ha gustado?

Me acuerdo de lo que hemos hecho y me parece todo maravilloso. ¿Por qué estropearlo?

—No, ¿qué?

—Que no me has preguntado si me ha gustado.

Me quedo callado.

—¿Sabes?, eso es algo que todos me preguntan siempre y que me parece… estúpido, no sé cómo decirte.

¿Todos? ¿Todos, quiénes?, querría decir. Pero no es tan importante. Cuando sólo quieres sexo no buscas explicaciones. Es cuando no haces sólo sexo que buscas todo lo demás.

—No te lo he preguntado porque sé que te ha gustado.

—¡Tonto!

Me lo dice con demasiado amor. Me preocupo. Se acerca y me abraza las piernas, besándome en seguida en la espalda.

—¿Por qué?, ¿te ha gustado?

—Mucho.

—¿Ves?

Ella insiste:

—Muchísimo.

—Lo sé —y le doy un beso rápido en los labios y después me dirijo hacia la puerta.

Quería decirte que me quedo aún unos días…

Una mujer algo disgustada.

—¿Para ir de compras?

—Sí… —Sonríe algo atontada todavía por el placer—. También…

No le doy tiempo a añadir nada más.

—Llámame, tienes mi número —y después salgo de prisa.

Aflojo el paso en la escalera. Otra vez solo. Me pongo la chaqueta y saco un cigarrillo del bolsillo. Sopeso la situación. Son las tres y media. En el vestíbulo, el portero ha cambiado. Es uno más joven. Dormita apoyado en la silla. Salgo a la calle y arranco la moto. Llevo aún encima el perfume de la sandía y de todo lo demás. Lástima. Hubiera querido darle las gracias al portero que había antes. Qué sé yo, darle una propina o reírme con él, fumarme un cigarrillo. Tal vez le hubiera contado algo, las tonterías que se cuentan siempre sobre lo que se ha hecho. Quién sabe, tal vez en el pasado él lo haya hecho con algún amigo. No hay nada más divertido que contarle los detalles a un amigo. Sobre todo si ella no te ha robado el corazón. No como entonces. Lila. De ella nunca le conté nada a nadie, ni siquiera a Pollo. Pero es un instante. Nada, no hay nada que hacer. Cuando haces sólo sexo, el amor de antaño viene a buscarte. Te encuentra en seguida. No llama a la puerta. Entra así, de repente, maleducado y hermoso como sólo él puede ser. Y de hecho, en un instante estoy otra vez perdido en ese color, en el azul de sus ojos. Babi. Aquel día.

—Venga, muévete… Sí que tardas.

Sabaudia. Paseo marítimo. La moto está aparcada debajo de un pino, cerca de las dunas.

—No te he entendido, Step. ¿Quieres o no el helado?

Estoy agachado, poniéndole el candado a la moto.

—¿Cómo que no me has entendido? Mira que eres boba. Te he dicho que no, Babi, gracias pero no.

—Pero sí que lo quieres, lo sé.

Babi, dulce testaruda.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntas? Además, ¿te parece que si lo quisiera no lo compraría? No cuesta nada.

—Eso, ¿ves cómo eres?… En seguida piensas en el dinero, eres venal.

—Lo decía en el sentido de que el polo es barato. ¿Qué importa, Babi? Se compra de todos modos y si no se come, se tira.

Babi se acerca con dos polos en la mano.

—He comprado dos. Ten, uno para mí de naranja y otro para ti de menta.

—Pero si a mí no me gusta la menta…

—¡Hace un minuto no lo querías por nada del mundo y ahora te quejas del sabor! Mira que eres tonto. Pruébalo, ya verás cómo te gusta.

—¡Sabré yo si algo me gusta o no!

—Dices eso porque estás cruzado. Venga, que te conozco.

Primero le quita el papel al mío y empieza a lamerlo. Tras haberlo probado, me lo pasa.

—Hummm… El tuyo está buenísimo.

—¡Pues entonces tómate el mío!

—No, ahora me apetece el de naranja.

Y lame su polo mirándome y riendo. Y después se apresura porque el helado se derrite en seguida y se lo mete entero en la boca. Y se ríe. Y luego quiere probar otra vez el mío.

—Venga, dame un poco del tuyo. —Lo dice adrede, riendo, y se frota, y estamos apoyados en la moto, y estiro las piernas, y ella se mete dentro, y nos besamos.

Los helados empiezan a deshacerse y a chorrear por el brazo. De vez en cuando recogemos con la lengua un poco de naranja, un poco de menta. En las manos, entre los dedos, en las muñecas, en el antebrazo… Suave. Dulce. Parece una niña. Lleva un pareo largo, azul cielo, con dibujos de un azul más oscuro. Lo lleva atado a la cintura. Lleva sandalias azules y solo un biquini, también azul, y un collar largo con conchas blancas, redondeadas, algunas más pequeñas, otras más grandes. Se pierden y bailan entre sus pechos calientes. Me besa en el cuello.

—¡Ay!

Me ha apoyado adrede el helado en la barriga.

—Mi pequeño, ay… —me imita—. ¿Qué pasa?, ¿te he hecho daño? ¿Tienes frío?

Endurezco los músculos y ella se divierte aún más. Hace que el polo resbale por mis abdominales, uno tras otro, hasta que doy un respingo.

—Ay.

—Tienes un poco de menta en la cintura.

Y seguimos así, pintándonos de naranja y menta en la espalda, detrás del cuello, en la pierna, y después entre sus pechos. El polo se rompe. Un pedazo se mete por el borde del bañador.

—¡Ah, idiota, está helado!

—¡Pues claro que está helado, es un polo!

Y nos reímos. Perdidos en un beso frío bajo el sol caliente. Y en nuestras bocas, la naranja y la menta se encuentran mientras nosotros naufragamos.

—Vamos, Babi, ven conmigo.

—¿Adónde?

—Ven…

Miro a derecha e izquierda, después cruzo la calle velozmente arrastrándola conmigo y ella corre, casi tropieza, arrancando las sandalias al asfalto caliente. Dejamos atrás el mar, la calle, para ir arriba, entre las dunas. Y correr aún más hacia el interior. Luego, cerca de un camping de turistas extranjeros, nos paramos. Allí, escondidos entre la maleza baja, entre el verde seco, sobre la arena casi enrarecida, bajo un sol mirón, me tumbo sobre su pareo. Ahora estamos en el suelo. Y ella se pone encima de mí, sin el bañador, mía. Y con el calor, gotas de sudor resbalan llevadas por regueros de cabellos rubio ceniza, perdiéndose en la barriga ya bronceada, más hacia abajo, entre sus rizos más oscuros y aún más abajo, entre los míos… Y ese dulce placer, el nuestro. Babi se mueve sobre mí, arriba y abajo, lentamente, feliz de ser amada. Hermosa con toda esa luz. Menta. Naranja. Menta. Naranja. Menta… Naranjaaa…

Basta. Estoy fuera. De los recuerdos. Del pasado. Pero también estoy perdido. Antes o después las cosas que has dejado atrás te alcanzan. Y las cosas más estúpidas, cuando estás enamorado, las recuerdas como las más bonitas. Porque su simplicidad no tiene comparación. Y me dan ganas de gritar. En este silencio que hace daño. Basta. Déjame. Ponlo todo de nuevo en su sitio. Así. Cierra. Doble vuelta de llave. En el fondo del corazón, allí, en aquella esquina. En aquel jardín. Algunas flores, un poco de sombra y después dolor. Ponlos allí, bien escondidos, te lo ruego, donde no duelan, donde nadie pueda verlos. Donde tú no los puedas ver. Eso. Otra vez enterrados. Ahora está mejor. Mucho mejor. Y me alejo del hotel. Y conduzco despacio. Via Pinciana, via Paisiello, recto hacia Piazza Euclide. No hay nadie en la calle. Un coche de la policía está parado delante de la embajada. Uno duerme; el otro lee quién sabe qué. Acelero. Paso el semáforo y después bajo por vía Antonelli. Noto cómo el viento fresco me acaricia. Cierro los ojos un instante y creo que estoy volando. Respiro hondo. Bonito. Además, el servicio de la azafata ha sido impecable. Eva. Perdida en ese «azul perdido». Guapa. Tiene un cuerpo perfecto. Y además me gustan las mujeres que no se avergüenzan de su deseo. Dulce. Dulce como una sandía. Es más, aún más. Tomo corso Francia. Es noche cerrada. Llego hasta el puente. Ahora hace casi frío. Algunas gaviotas levantan el vuelo del Tíber. Se asoman al puente. Es como si saludaran con timidez. Después, se lanzan de nuevo hacia el río. Articulan unas voces suaves, una llamada, una petición. Pequeños gritos ahogados, como si temieran despertar a alguien. Cambio de marcha y giro por Vigna Stelluti. Después me pongo a reír solo. Eva… Qué raro, ni siquiera sé su apellido.