Dieciseis

Quien no ha visto Vanni no lo puede entender. Y quizá tampoco quien lo ha visto. Paro la moto allí delante y bajo. Es una especie de kasba de personas de distintos colores. Una mujer de labios prominentes, casi como su pecho, charla con un tipo con entradas sobre el finiquito total. La mujer luce una falda corta y dos piernas perfectas que mueren más arriba, entre sus curvas, también éstas restauradas. Naturalmente se ríe del relato del «finiquitado» y después contesta a un móvil en el que seguramente mentirá. El finiquitado finge estar distraído, mete las manos en los bolsillos de una chaqueta de color hueso descolorido, encuentra un cigarrillo y lo enciende. Da una calada fingiéndose satisfecho, pero sus ojos miran acto seguido el pecho de la mujer. Ella le sonríe. Quién sabe, tal vez conseguirá fumársela también a ella. Algo más allá, el caos. Todos hablan, alguien pide un helado y chicos sentados en sus motocicletas preparan la noche. Algún que otro Maserati pasa por allí delante buscando un sitio para aparcar. Un Mercedes opta por la doble fila. Todos se saludan, todos se conocen. Gepy está sentado en un SH-50, el pelo cortísimo, brazalete tatuado, estilo maorí, y la señal desteñida de otro, hecho hace tiempo en los nudillos de la mano derecha. Aún se lee la palabra: «Mal». Quizá espera que así los puñetazos que suelta sean más eficaces. Como siempre, sonrisa insistente. Mira a su alrededor sin buscar nada concreto. Lleva una sudadera descosida, con las mangas cortadas para resaltar un 48 o, como mucho un 50 de brazo mal entrenado, poco definido. Me mira distraído y no me reconoce. Mejor así. Yo debo encontrar al poder y él no forma parte de ese ambiente. Ni más ni menos que al poder. O, como mínimo, eso me imagino, por la descripción que me ha hecho mi padre. Ha hablado de un hombre cultísimo, alto, elegante, delgado, siempre perfectamente vestido, con el pelo largo, los ojos oscuros, una corbata Regimental y al menos una punta del cuello desabrochada. Mi padre ha insistido en este aspecto: «El cuello desabrochado tiene un significado, Step, pero nunca nadie ha conseguido entenderlo».

Imagino que nadie se lo ha preguntado siquiera. Miro a mí alrededor. No hay nadie que corresponda a la descripción del «poder». Mirando mejor, ni siquiera hay nadie delgado. Gepy. Bueno, en efecto Gepy es delgado, pero le falta todo lo demás. Sigue allí, sentado en su SH-50. Pasa una gitana gorda de unos cincuenta años. Gepy está distraído, la gitana le agarra la mano y la coge entre las suyas.

—Un euro por tu futuro, te traerá suerte.

—Eh, pero ¿qué quieres? ¿Quién te ha pedido nada? ¿Qué pasa?, ¿eres idiota?

—Confía en mí, déjate leer la mano, señor. —La gitana empieza a tocar la mano de Gepy con el dedo, como para leerla—. Mira, aquí está la parte positiva…

Gepy se asusta y hace ademán de retirarla.

—¡Vete a la mierda! No quiero saber mi futuro.

Pero la gitana insiste y lo retiene.

—Déjamela ver bien, sólo por un euro.

—¡Quieres dejarme de una vez! ¡Me estás tocando los cojones, largo!

Pero la gitana insiste, sigue hablándole de su futuro. No por nada, sino por dinero. Se convierte casi en una pelea ridícula. Después Gepy le escupe en la cara y se echa a reír. La gitana se levanta un poco la falda enseñando sus espinillas marrones y se limpia la cara. Una estría más clara aparece en la mejilla mientras los labios oscuros empiezan a vomitar desgracias.

—¡Maldito! Ya verás como…

—¿Qué? ¿Qué quieres decir, eh? ¿Qué? Oigámoslo, pero te daré una patada…

Gepy baja veloz de la SH-50 para propinarle una patada, pero la gitana se aleja. Algunos miran la escena. Después todos fingen que no ha pasado nada y comienzan de nuevo a hablar unos con otros. Ha sido sólo una anécdota divertida que contar en alguna cena o que usar para quién sabe qué otra cosa. Algo es seguro: Gepy no es el hombre que busco. Después lo veo. Allí está. Parece casi ajeno a lo que sucede a su alrededor. Sentado solo a una mesa, bebe algo claro en lo que flota una aceituna. Tiene el pelo largo, como en la descripción, el traje de lino azul oscuro, una camisa blanca, impecablemente planchada. Una corbata fina de rayas azules y negras resbala suave por su pecho hasta posarse más allá del cinturón, entre las piernas cruzadas. Muy cerca del dobladillo de los pantalones asoman unos Top-Sider, ni demasiado nuevos ni demasiado viejos, gastados lo necesario para ir a conjunto con el cinturón de los pantalones. Y, por si aún me había quedado alguna duda, el cuello de la camisa, sólo desabrochado de un lado, las borra todas.

—Hola.

Se pone en pie. Parece contento de verme.

—Oh, buenos días, ¿es usted Stefano?

Nos damos la mano.

—Su padre me ha hablado muy bien de usted.

—Qué otra cosa podía hacer…

Se ríe.

—Perdone. —Le suena el móvil—. Hola. Claro, no te preocupes. Ya lo he dicho todo. Ya lo he hecho todo. Todo está listo. Ya verás como firman.

Hombre de poder, le gusta la palabra «todo».

—Ahora discúlpame, que estoy reunido. Sí, adiós. Pero claro. Claro que me apetece, ya te lo he dicho…

Cuelga el móvil.

—Un tocapelotas. —Sonríe—. Perdone. Entonces me decía…

Retomo la conversación y le hablo del curso que he hecho en Nueva York.

—O sea que grafismo en 3D.

—Sí.

—Perfecto. —Asiente complacido. Parece conocer perfectamente la materia. Vuelve a sonar el móvil—. Disculpe, pero hoy es un día terrible.

Asiento, fingiendo entenderlo. Imagino que para él siempre es así. Me acuerdo de que yo también tengo un móvil. Estúpidamente, casi me sonrojo. Lo saco del bolsillo de la chaqueta y lo apago. Se da cuenta, o quizá no.

Acaba la llamada.

—Bueno, yo también lo apago; así podremos hablar tranquilos. —Se había dado cuenta—. Entonces, harás de ayudante del diseñador gráfico titular. Se llama Marcantonio Mazzocca. Es muy bueno. Dentro de poco lo conocerás, está viniendo para aquí, era él quien llamaba hace un momento. —Espero que no fuera el de la primera llamada, pues ha colgado el móvil llamándolo «tocapelotas»—. Piensa que es noble, tiene grandes extensiones de viñedos en el norte, en Verona. Es decir, las tiene su padre. Después empezó a pintar cuadros. Vino a Roma y comenzó a circular por locales y a hacer, ya sabes, las tarjetas de invitación para las fiestas y otros trabajitos parecidos. Después, poco a poco se especializó en el diseño gráfico por ordenador y al final lo contraté yo.

Lo escucho. Cierto, para citar una gran película, La hora de la araña, «Uno hace lo que es». Pero decido no decirlo; antes quiero conocer a ese Mazzocca. Bebe un sorbo de aperitivo. Saluda a alguien que pasa por allí. Después se seca la boca con una servilleta de papel. Sonríe. Está orgulloso de su poder, de sus decisiones, de haber contratado a un noble simplemente para hacer de diseñador gráfico en sus producciones de televisión.

—O sea, que espero que estés bien con él. Claro que es un poco tocapelotas…

Era el de la primera llamada

—Pero es muy puntilloso en su trabajo, y además…

No le da tiempo a acabar la frase.

—Step, pero ¿eres tú? —Levanto la mirada. Con esto no contaba. Gepy está frente a mí con cara de imbécil, sonriente y con los brazos abiertos levantados. Parecía un predicador un poco idiota si no fuera por la pelambrera que le sale de la sudadera mal cortada y por el pelo corto—. ¡No me lo puedo creer, eres tú! —Bate palmas con una fuerza excesiva—. Eres tú. Pero ¿dónde coño te habías metido?

—Hola, Gepy, ¿cómo estás?

—Muy bien, y no sabes lo contento que estoy de verte. ¡Pero qué haces aquí tan engalanado! No puedo creerlo. ¡Step está otra vez en la ciudad!

Querría gritárselo a alguien; mira a su alrededor, pero no entiende que su show no está destinado a nadie. Sólo a mí. Y también el señor Romani… No creo que pertenezca precisamente a su público.

—Perdóname, Gepy, pero estamos hablando.

Miro al señor Romani buscando su apoyo, aunque no sé muy bien por qué. Me sonríe divertido y pone una cara como diciendo «no te preocupes, son cosas que pasan, no sabes cuántos imbéciles como éste me toca aguantar a mí». Al menos, eso es lo que me apetece leer.

—Oye, Step, aún me acuerdo de cuando tumbaste a Mancino. Estábamos donde Giovanni, el heladero, ¿te acuerdas? Él estaba allí haciendo de jefe y después llegaste tú. No te dio tiempo a bajar de la moto cuando, oh, ni lo viste, el tipo te zurró. Madre mía, la tunda que recibiste. Mancino creía que estabas acabado, en cambio… —Gepy se ríe a mandíbula batiente—. Bum, le soltaste una patada en el estómago y no le diste tiempo. Bum, bum, bum, qué serie impresionante en la cara. —Gepy brinca allí delante, lanzando patadas al aire—. Bum, bum, bum, me acuerdo como si fuera ayer. Una carnicería, lo tumbaste. Y aquella vez en la gasolinera de corso Francia, en Beppe. Cuando llegaron aquellos dos horteras con el Renault 4, que después me dijeron que eran amigos de Mancino, que te rodearon…

—Gepy, perdona, te lo repito, pero estaba hablando con el señor.

—No pasa nada, no te preocupes. —Romani sorbe su aperitivo y parece sinceramente interesado—. Déjalo hablar.

Gepy me mira interrogativo y después, sin esperar ni siquiera un mínimo gesto, continúa tranquilo:

—Hasta tenían una cadena. Oh, nada, ¿eh?… Qué mal acabaron… ¡Parece que ni siquiera siguieron siendo amigos de Mancino! ¡Ah!

Vuelve a reírse aún más a mandíbula batiente que antes.

—¡Qué leyenda! Esos tiempos se acabaron, ya pasaron. Ahora todos tranquilos, todos a pacer como ovejas, sin nombre, sin reglas, sin honor… Piensa que ahora si lo intentas con la novia de alguno, éste ni siquiera se cabrea. Ya no hay respeto.

Esta última especie de discurso entre nostálgico y amargo me convence para cortarlo.

—Oye, tal vez nos veamos una de estas noches, ¿eh?

—Cómo no. Toma, te dejo mi número. —Saca una tarjeta del bolsillo trasero de los vaqueros. Me resisto a guardarla. Está el número de su móvil y detrás la foto de Gepy perfectamente impresa en blanco y negro con él, con el torso desnudo, en falsa pose de culturista o algo parecido—. Fuerte, ¿no? He mandado hacer dos mil. —Y después añade serio—: ¡También me sirven para trabajar, eh! —Luego se aleja andando hacia atrás, poniéndose en pose clásica. Pulgar, meñique, oreja y boca—. Llámame, Step, iremos a comer una pizza. ¡Cuento con ello!

Asiento esbozando una sonrisa.

Gepy sacude la cabeza y se aleja dando brincos.

—Me parece un tipo simpático.

Romani me mira inseguro. No está del todo convencido de su afirmación.

—Bueno, a su manera… Hacía tanto que no lo veía. En aquella época era muy divertido.

—¿En aquella época? Parece que haya pasado un siglo. Hablarás de hace algunos años.

Su pregunta queda en el aire. En el fondo, ha pasado un siglo.

Romani acaba de beberse su aperitivo.

—Aquí está, ya llega. Es Marcantonio.

Una extraña mezcla entre Jack Nicholson y John Malkovich camina sonriendo hacia nosotros fumando un cigarrillo. Con entradas, el pelo corto por encima de la oreja y las patillas largas que le acarician las mejillas cerrándose en forma de coma. Una bonita sonrisa y una mirada inteligente. Con un gesto lanza lejos el cigarrillo, después hace casi una pirueta sobre sí mismo y se sienta en la silla libre que hay a nuestro lado:

—¿Qué tal? He estado un poco tocapelotas con el teléfono, ¿eh?

No deja que Romani conteste.

—Es mi habilidad principal. Agotar, lentamente pero agotar. Es la gota malaya, tac, tac, hasta corroer incluso el metal más duro. Es cuestión de tiempo, basta con no tener prisa, y yo no la tengo. —Saca un paquete de Chesterfield light y lo apoya en la mesa debajo de un Bic negro—. Marcantonio Mazzocca, noble venido a menos pero en clara recuperación.

Le doy la mano.

—Stefano Mancini, creo que tu ayudante.

—Ayudante, qué término innoble han acuñado para darnos a cada uno nuestro rol.

Romani lo interrumpe:

—Puede ser todo lo innoble que te parezca, pero él será tu ayudante. Bueno, ahora os dejo. Explícaselo todo y bien, porque se empieza el lunes. Salimos en antena dentro de tres semanas. ¡Y todo tiene que estar perfecto!

—¡Y estará perfecto, jefe! He traído un logo para el título, si tienes la amabilidad de revisarlo… —Le alarga una pequeña carpetita que ha aparecido como por arte de magia de un bolsillo interior de su chaqueta ligera. Romani la abre.

Marcantonio lo mira tranquilo, seguro de su trabajo.

Romani está complacido, y después se da cuenta:

—Bueno, el logo es demasiado claro, y además… Fuera todos estos arabescos, estas flechas de aquí… ¡Todo más ligero!

Romani se aleja con la carpetita debajo del brazo.

—Siempre tiene algo que decir; lo hace sentirse más seguro. Y nosotros le seguimos el juego.

Enciende otro cigarrillo. Después se relaja, se arrellana en la silla y se saca del bolsillo otra carpetita. La abre.

Et voilà.

Es el mismo dibujo con el logo más claro y sin las flechas, precisamente como ha pedido Romani.

—¿Has visto? ¡Ya está hecho! —Después se despereza mirando a su alrededor—. Este sitio es fantástico, ¿no te parece, ayudante? Mira los colores, las mujeres…, ¡mira ésa!

Señala a una rubia con el pelo corto, cuerpo musculoso y seguro. Trasero alto que se pierde bajo una falda ajustada, la nariz un poco demasiado grande en comparación con unos labios que cuentan lo peor si se les presupone un placentero uso.

—La he conocido en profundidad. Forma parte del ambiente, ¿sabes?

—¿Cómo?

—El ambiente…, nuestro ambiente de trabajo, mujeres de bandera. —Suelta una bocanada de humo, riéndose—. ¿Has visto los labios? ¡Me ha dejado seco!

Confirma el placentero uso.

—¿Cómo?, ¿quieres decir que son todas así?

—No son todas así. Son más, son guapísimas. Ya las verás, ya las verás. Son de verdad. Son mujeres fantásticas, ocultas en vestidos de colores, bailarinas, azafatas, figurantes. Se ríen, se encienden como si nada, como pequeñas bombas de mecha corta. Y detrás de esos pechos, apretados por corpiños imposibles, esos traseros duros, estrangulados por bragas minúsculas, están sus historias: tristes, alegres, absurdas… Son chicas que aún estudian, que ya tienen un hijo y no un marido, que nunca han estudiado, que están a punto de casarse o de separarse, que no se casarán nunca o que aún sueñan con hacerlo. Todas allí reunidas con una sola cosa en común: aparecer en la caja mágica. Aparecer…

—Bueno, por cómo hablas, ya veo que te gustan mucho. Pareces un poeta.

—Yo soy Marcantonio y vengo del norte, más allá de Milán, del Veneto más rico. Y no tengo un duro. Lo que me queda es la sangre noble y las ganas de amarlas a todas, en eso siempre seré rico. Tienes que verlas… Y las verás, ¿verdad?

—Creo que sí.

—Seguro que sí. ¿Eres mi ayudante o no? ¡Pues entonces te divertirás un montón! —Me da un manotazo en el hombro y se levanta—. Bueno, me voy.

Coge los cigarrillos y el encendedor y se los mete en el bolsillo. Después sonríe y levanta las cejas. Va hacia la chica del pelo corto rubio y da una vuelta a su alrededor. Me quedo un momento mirándolo. Da otra vuelta alrededor de la chica, después se para y se planta frente a ella con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Empieza a hablar, tranquilo, seguro, sonriente. Ella lo escucha con curiosidad y después se echa a reír. La chica sacude la cabeza. Él le hace un gesto, ella lo piensa un momento, después parece optar por el sí y se encamina hacia Vanni para entrar. Marcantonio me mira, sonríe y me guiña un ojo. Después la alcanza. Apoya una mano en su espalda para «ayudarla» a entrar en el bar. Ella se deja guiar y desaparecen de mi vista.