—¿Cómo fue la cita?
Nada más entrar por la puerta, Paolo me asalta con su curiosidad.
—Creo que bien.
—¿Qué quiere decir «creo que bien»?
—Pues que creo que fue bien, que tal vez causé una buena impresión.
—O sea…
—¡Empiezo la próxima semana!
—¡Perfecto, qué bien! Tenemos que celebrarlo. Te prepararé una cena estupenda. Ahora soy un maestro en la cocina. ¿Sabes que mientras estabas fuera hice un curso en Constantini…?
—Esta noche no puedo.
—¿Y eso?
—Salgo con unos amigos.
—¿O sales con Eva?
Me mira malicioso, como si pudiera tener alguna razón para mentirle. Me hace reír.
—He dicho con unos amigos. Haces lo mismo que mamá.
—A propósito, ha venido, quería saludarte. —Estoy en mi habitación y no tengo ganas de escucharlo. Al menos, no si me habla de eso. Pero a Paolo, naturalmente, no le interesa y me grita desde lejos—: ¿Me has oído? Estoy hablando contigo.
—Pues claro, ¿con quién si no? En esta casa sólo estamos nosotros dos.
Menudo tipo. Aparece en la puerta.
—Mira esto. —Lleva una bolsa transparente en la mano. Me mira sorprendido—: Pero ¿cómo puede ser que no los reconozcas? ¡Son morselletti! ¿No te acuerdas? Son los bizcochos que hacía mamá con miel y avellanas. Venga, ¿cómo puedes haberlo olvidado? Los ponía siempre sobre el radiador para ablandarlos y nosotros venga a comer como locos cuando nos daba permiso para ver la película del lunes por la noche. —Saca uno—. No puedo creer que no te acuerdes.
Paso por delante de él rozándolo.
—Sí, los recuerdo, pero ahora no me apetecen. Me voy a cenar.
Paolo está disgustado. Se queda allí con el morselletto en la mano mirándome mientras me pongo la chaqueta y cojo las llaves.
—Bueno comeré alguno mañana para desayunar, ¿te parece bien?
—Está bien, como quieras. —Paolo me observa salir, después traslada su atención al morselletto e intenta morderlo—: Ay, está duro…
—Mételo un poco en el horno.
Estoy en el ascensor y me abrocho la chaqueta. Qué pesadez. Me paso la mano por el pelo corto y lo agito un poco, lo poco que se puede. Los morselletti son los bizcochos más ricos del mundo, no demasiado dulces, difíciles de masticar al principio, pero después… Parecen como goma, ligeramente más duros, tienen cada vez más sabor y de vez en cuando encuentras alguna avellana.
Mamá. La recuerdo en la cocina. «Mezclar la miel dentro de la olla, remover, remover más y de vez en cuando probar…». Se llevaba apenas la punta de una larga cuchara de madera a la boca y después levantaba los ojos entornándolos para concentrarse mejor en el sabor. «Falta un poco más de azúcar. ¿Tú qué dices?». Y me invitaba así a formar parte del juego, a probar con la cuchara de madera. Yo asentía. Siempre de acuerdo con ella, con mamá. Mi madre. Entonces, ella canturreaba: «Y la píldora baja, la píldora baja». Abría la tapa roja del bote del azúcar y, jugando con la muñeca, dejaba resbalar un poco en la olla. Lo necesario, al menos en su opinión. Después volvía a cerrar la tapa del bote, lo dejaba en su sitio, se limpiaba las manos en el delantal de flores y venía a mi lado a ver cómo estaba: «Si acabas pronto de estudiar, te doy un morselletto más que a Paolo…, al fin y al cabo, él no se va a enterar». Y nos reíamos juntos y ella me besaba en la nuca mientras yo me encogía de hombros, agarrotándolos por el escalofrío…
¡Qué pesadez! Qué difícil es olvidar las cosas bonitas.
Voy de prisa con la moto. El viento es agradable y cálido en esta noche de septiembre. Hay pocos coches. Cojo corso Francia desde Vigna Stelluti y llego hasta el semáforo, después giro y cojo la Flaminia. Acelero dando gas. Al fondo, el semáforo está verde, acelero aún más antes de que cambie a rojo. Aquí hace más fresco y siento un escalofrío. Es el verde de los bordes de la calle. Entre las colinas más altas, con alguna que otra gruta escondida y altos árboles que ocultan de vez en cuando la luna. La moto reduce la velocidad sola. Estoy entrando en reserva. Qué raro. Había llenado el depósito. El carburador estará sucio y por eso consume más que de costumbre. Doy más gas y, sin cambiar de marcha, bajo la mano hacia la izquierda del depósito hasta encontrar la palanca. La muevo hacia abajo, en reserva. Tengo que echar gasolina. Dejo atrás el gran Centro Euclide a la derecha y algo más allá se me aparecen las luces de un self-service. Me detengo junto al surtidor. Está en funcionamiento. Paro la moto y meto la llave en el tapón del depósito. Después me levanto y saco la cartera del bolsillo de los vaqueros. Con la motocicleta entre las piernas, cojo dos billetes de diez euros y los introduzco en la maquinita. Los segundos diez euros son rechazados. Los vuelvo a meter y mientras entran le propino un puñetazo al surtidor. Pasan algunos segundos y un ruido mecánico me avisa de que también los ha aceptado. Retrocedo un poco con la moto e intento sacar la manguera. Hostia, no se puede. No se puede. Hay un candado en el surtidor de súper. Está bloqueado. No es el candado típico de los surtidores, es más grande, y también ha bloqueado el pulsador para coger el recibo. ¡Es un timo! Un timo de algún agarrado del carajo que quiere llenar el depósito a mi costa. Y ese agarrado me ha timado veinte euros… Hostia, hostia, hostia. No tengo tiempo. Tengo que llegar a la cita. Esto no estaba previsto. Cierro el depósito, vuelvo a meter la llave en el contacto y arranco cabreado a todo gas. El surtidor de gasolina se queda solo en el silencio de la noche. Algunos coches pasan como flechas veloces hacia quién sabe qué mágico fin de semana o, sencillamente, a una cena cercana a la zona de Prima Porta. Un gato cruza la plaza de la gasolinera. De repente, se para como si hubiera oído algún extraño ruido. Permanece así, inmóvil en la penumbra con la cabeza vuelta, el cuello algo girado y los ojos entornados. Es como si buscara algo, pero no hay nada. El gato se relaja y empieza de nuevo a caminar por su calle, directo hacia quién sabe dónde. Algunas nubes pasan veloces. Un viento suave descubre de vez en cuando la luna. Desde detrás de la caseta de la gasolinera, un coche se pone en movimiento. Un Micra azul oscuro asoma con sólo las luces de posición encendidas. Avanza lentamente hacia el surtidor de gasolina. Aparca, apaga el motor y de él baja un tipo no demasiado alto, con un gorro negro en la cabeza algo afeminado y una cazadora Levi’’s oscura. Mira a su alrededor. Después, al no ver a nadie, se saca del bolsillo la llave del candado y lo abre. No le da tiempo a coger con la mano la manguera cuando me abalanzo encima de él, lo estampo sobre el capó del coche y me subo encima.
—¡O sea, que pones gasolina con mi dinero!
Lo agarro del cuello pero se resiste. En la pelea, se le cae el gorro. Una mata de pelo negro y largo se derrama sobre el capó azul. Cargo la derecha para golpearlo en plena cara, pero una luna pálida ilumina de repente su rostro.
—Hostia… ¡Si eres una chica! —Intenta salir de debajo. La mantengo quieta aún un rato mientras bajo el brazo derecho—: Una mujer, una jodida mujer.
La suelto. Se levanta del capó y se arregla la chaqueta.
—Pues sí, soy una chica, ¿qué pasa? ¿Por qué coño tienes que reírte? ¿Quieres darme de hostias? No me das miedo.
Esta tipa es demasiado. La miro mejor: tiene las piernas abiertas y lleva un par de vaqueros con la cintura baja y unas Sneakers Hi-tech. Viste una camiseta negra debajo de la cazadora tejana oscura. La tipa tiene estilo. Recoge el gorro y se lo mete en el bolsillo de los pantalones:
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? Eres tú la que se estaba quedando con mi dinero.
—¿Y qué?
—¿Qué? ¿Cómo que qué? —Me meto en el Micra y saco la llave del contacto—. Así no se te ocurrirá perseguirme. —Me la meto en el bolsillo y me alejo caminando. Aparezco un instante después con la moto. Había vuelto hasta el cercado de la gasolinera con el motor apagado. Arranco y en un momento estoy frente a ella. Paro y abro el depósito—. Pásame la manguera.
—No tengo la menor intención de hacer eso.
Sacudo la cabeza, la cojo yo mismo y echo la gasolina. Después se me ocurre una cosa, pongo sólo diez euros en mi depósito y me detengo. Rodeo su Micra con la manguera en la mano, abro el tapón y echo los otros diez euros en su coche. Ella me mira con curiosidad. Es guapa, con un aspecto un poco de dura. Quizá simplemente está fastidiada porque la han pillado. Lleva el pelo escalado hacia delante, parece muy desfilado, tiene los ojos grandes y oscuros y una bonita sonrisa, por lo poco que he podido intuir. Esboza una extraña mueca de curiosidad.
—¿Y ahora qué haces?
—Echo gasolina en tu coche.
—¿Y por qué?
—Porque vamos a ir a cenar juntos.
Muevo la moto y la dejo detrás de la caseta de la gasolinera.
—Ni hablar. ¿Yo, a cenar contigo? Tengo otras cosas que hacer… Hay una fiesta, una rave, y he quedado con mis amigos.
Me hago el duro pero me dan ganas de reírme:
—Entonces, míralo así: tú querías pasar la noche con mis veinte euros, pero como eres muy afortunada, la pasarás conmigo.
—Lo que hay que oír…
—Si eso no es suficiente para tu fantástico orgullo…, digamos que o pasas la noche conmigo o te denuncio. ¿Te parece mejor así?
La tipa me sonríe maliciosamente.
—Sí, claro, me subo en el coche, en mi propio coche, para ser exactos, con un desconocido y…
—Yo no soy un desconocido. Soy un tipo al que estabas a punto de estafar.
Resopla otra vez.
—Bien, entonces veámoslo desde este punto de vista: yo subo en mi coche con un posible tío estafado, ¿de acuerdo? Vale, pero ¿porqué no tendría que pensar que me llevarás quién sabe dónde y te aprovecharás de mí? Dame un buen motivo.
Me quedo en silencio. Me cago en todos esos tíos que hacen que las mujeres se preocupen. Pedazos de mierda que nos habéis estropeado el patio, cobardes incapaces de conquistar, seres inútiles en este espléndido mundo.
—Está bien…, está bien…
Me echo a reír, pero sé que tiene razón.
—Entonces, planteémoslo así. ¿Ves este móvil?
Me lo saco del bolsillo.
—¿Sabes cuántos «aprovechamientos» mejores que tú podría tener con una sola llamada? Así que cierra el pico y sube.
¡He aquí para qué sirve un móvil!
Me lanza una mirada de odio y después viene hacia mí. Se planta delante y me alarga el brazo con la mano abierta. Levanto al vuelo el brazo. Pienso que quiere darme un bofetón. Me equivoco.
—Por ahora no te pegaré. Dame las llaves, conduzco yo.
Sonrío, subiendo al coche:
—Ni hablar.
—Pero ¿cómo puedes pensar que voy a fiarme de ti?
—No, ¿cómo puedes pensar tú que yo me voy a fiar de ti? ¡Tú, que me has estafado la pasta!
Voy hacia el otro lado y le abro la portezuela. Le sonrío.
—¿Tengo razón o no? Venga, sube.
Se queda un poco perpleja, después resopla y sube al coche con los brazos cruzados y la mirada fija al frente. Conduzco un rato en silencio.
—Oye, va bien tu coche, ¿eh?
—¿Está incluido en el precio que tengamos que hablar?
Acabamos de pasar Saxa Rubra.
—No, pero ahora puedes hacer otro negocio. ¿Sabes?, podría dejarte aquí y llevarme tu coche, naturalmente, sin «aprovecharme», como tú dices… Simplemente con tu coche…, pero con mi gasolina. O sea que intenta ser amable, diviértete, sonríe…; tienes una sonrisa muy bonita.
—Pero si aún no la has visto.
—Precisamente por eso… ¿A qué esperas?
Sonríe adrede, rechinando los dientes:
—Aquí está, ¿estás contento?
—Mucho.
Alargo la mano abierta hacia ella. Se aparta veloz.
—Eh, ¿qué haces?
—¡Madre mía, qué desconfiada! Iba a presentarme como las personas educadas, las que no roban. Yo soy Stefano, Step para los amigos.
Tengo la mano abierta en el aire, en la penumbra del coche.
—Bien… Hola, Stefano, yo soy Ginevra, Gin para las amigas. Para ti, en cambio, siempre Ginevra.
—Ginevra, vaya… ¿Cómo sabían tus padres que traerían al mundo a una princesa como tú?
La miro levantando las cejas, después no puedo más y me echo a reír.
—Perdóname, me dan ganas de reír y no sé por qué. Princesa…
Sigo así. La miro y me río. Me divierte, me cae simpática. Quizá porque no es guapa. El coche avanza veloz. La luz de los faros abandona y recupera su cara. La pinta de claro, y después de oscuro. Y de vez en cuando la luna la besa. Tiene los pómulos altos y la barbilla pequeña. Las cejas finas, como un punto de fuga, fluyen hacia el pelo. Tiene los ojos de color avellana, intensos, vivos y alegres, a pesar de estar muy molesta. Sí, me he equivocado. No es guapa, es guapísima.
—Fueron valientes tus padres. Una excelente elección de nombre: princesa Ginevra…
Me mira en silencio.
—Stefano, mis padres ya no existen. Murieron.
Se me hiela la sangre. El peor puñetazo posible, en plena cara, en el estómago, en los dientes. Cambio de expresión.
—Perdona.
Nos quedamos un rato en silencio. El coche corre veloz. Miro hacia la calzada intentando que mi estúpido error se pierda entre las líneas blancas. La oigo suspirar; quizá esté llorando. No puedo volverme, pero debo. Debo… La veo en una esquina mirándome. Completamente encogida contra la ventanilla. Está sentada de lado. Después, de repente, estalla en una carcajada, como una loca:
—¡Dios, no puedo más, te he dicho una gilipollez! ¿Estamos empatados? Tregua.
E inmediatamente mete un CD en el estéreo.
—Has querido guerra y yo te la he dado. ¿Cómo te has quedado, eh? Te haces el duro pero en el fondo, en el fondo… eres un sentimental. Pobrecito…
Ginevra se ríe y se mueve al ritmo de los Red Hot Chilli Peppers.
—¿Adónde vamos a cenar? —Ahora está mucho más tranquila, dueña de la situación. Me quedo en silencio. Hostia, me ha jodido. Buen golpe, pero propio de un imbécil. ¿Cómo se puede bromear sobre una cosa así? Sigo conduciendo mirando hacia delante. Por el rabillo del ojo la veo bailar. Lleva el ritmo perfectamente y baila divertida su Scar Tissue. Se agita moviendo el pelo. Se ríe de vez en cuando mordiéndose el labio inferior—. Venga, no te habrá sentado mal… —Me mira—. Perdona, pero estás conduciendo mi coche; cierto, con tu gasolina, lo digo yo antes de que me lo repitas tú. Llevas a una chica a cenar con tus amigos, ¿no?, o algo parecido… Así que no tienes ningún motivo para enfadarte. Lo has dicho tú… Diviértete… ¡Sonríe! Yo lo he hecho. ¿Por qué no lo haces tú ahora? —Sigo sin hablar—. Mira, te has pasado, te has enfadado. ¿Preferirías que estuvieran muertos de verdad? Está bien, entonces intentemos conversar un poco… ¿Cómo están tus padres?
—Estupendamente, están separados.
—¡Claro, claro! Madre mía, qué poco original eres. ¿No puedes inventarte algo mejor?
—¿Qué puedo hacer si es así? Mira que eres tozuda. ¿Ves?, es culpa tuya, tú has suprimido la credibilidad de nuestros diálogos.
—No estarás hablando en serio…
—Ya te he dicho que sí.
Se queda ella también un momento en silencio. Me mira con perplejidad y me estudia casi de soslayo.
—No es verdad.
—Te he dicho que sí.
Aún no está del todo convencida de mis palabras. Mientras conduzco, me vuelvo para mirarla. Nos quedamos un momento así, mirándonos a los ojos. Es una especie de competición. Después ella es la primera en bajar la mirada. Parece sonrojarse, pero hay demasiada penumbra para decidir si es verdad o no.
—Eh, mira hacia delante, mira la calle. La gasolina es tuya, pero el coche es mío, ¿no? Así que no me lo destroces.
Sonrío sin que lo note.
—Me has mentido, ¿verdad? No están separados.
—¿Cómo que no?, y desde hace varios años.
—Bueno, pues si es verdad, lo siento. De todos modos, he leído en algún sitio que los matrimonios separados con hijos mayores son más del sesenta por ciento. O sea que…
—¿O sea?
—Es un dato que no puedes usar para hacerte la víctima.
—Pero ¿quién quiere hacerse la víctima? Qué tontería…
Querría contarle toda la historia, quizá porque no sabe nada de mí o porque me inspira confianza, o bien por cualquier otro motivo que no sé. Pero no lo hago, algo me frena.
—¿En qué estás pensando? ¿En tus padres?
—No, pensaba en ti.
—¿Y en qué pensabas, si ni siquiera me conoces?
—Pensaba en lo bonito que es cuando no conoces a alguien pero lo tienes al lado, en los problemas que no tienes, en cómo te lo imaginas, en los juegos de la fantasía, en que vas donde quieres.
—¿Y adónde has llegado?
Hago adrede una pausa.
—Lejos. —Aunque no es verdad, me divierte decírselo—. Es más, he vuelto a pensarlo y me parece que tienes razón tú.
—¿En qué?
—En lo del «aprovechamiento».
—Idiota, qué tonto eres. Quieres que me preocupe, ¿verdad? Pero no lo lograrías, lo siento. Soy tercer dan. ¿Sabes qué quiere decir «tercer dan» o no tienes ni idea? Bueno, pues te lo explico en un momento. —Habla con ímpetu y yo la escucho divertido—. Quiere decir que no te da tiempo a ponerme la mano encima cuando yo ya te he tumbado, ¿lo has entendido? Tercer dan de kárate. Y he hecho también kick boxing. Prueba a alargar la mano y estás acabado. Acabado.
—Menos mal. Entonces estoy seguro contigo.
No me da tiempo a acabar la frase cuando el volante se me escapa de la mano. El Micra se ladea pavorosamente. Rectifico en seguida y levanto el pie del acelerador. Ginevra acaba encima de mí. Llevo el coche dulcemente hacia la derecha mientras ella se incorpora. Me propina un fuerte un puñetazo en el hombro, siempre en el mismo punto.
—¡Gilipollas, me has asustado! ¡Imbécil!
Me río.
—Ah, para ya, sé buena. Yo no tengo nada que ver: me parece que hemos pinchado.
—¡Pero qué dices! ¡Lo has hecho adrede!
—Te digo que no.
Bajo del coche y me agacho junto al capó para mirar las ruedas.
—¿Ves?, ¿has visto?
Ella también baja y ve la rueda pinchada.
—¿Y ahora?
—Y ahora espero que lleves la rueda de repuesto.
—Pues claro que la llevo.
—¡Muy bien!
Nos quedamos un momento mirándonos.
—¿Y?
—¿Y qué? Tráela, ¿no?
—Perdona, pero estabas conduciendo tú. O sea que la culpa es tuya.
—Quizá… Pero el coche es tuyo, o sea que la rueda la cambias tú.
Ginevra resopla y se dirige hacia el capó.
—¡Está en el maletero!
—Estaba comprobando que no se hubiera roto nada.
Miente.
—Claro…, claro… Faltaría.
Abre el maletero y levanta el cartón debajo del cual está la rueda.
—¿Cómo se saca?
—¿Ves ese tornillo grande que hay en lo alto? Sácalo y después tira de la rueda hacia ti.
Sigue todas mis instrucciones y libera la rueda. Intenta sacarla del coche, pero a medio camino ésta se le vuelve a caer dentro del maletero, rebotando. No puede con ella.
—Oye, ¿por qué no me ayudas?
—¿Cómo? Tú haz como si yo no estuviera. Eres tú la que ha dicho que no contabas conmigo esta noche, ¿no? Eso por no hablar del tema de la igualdad de sexos… Además, hay una cosa aún más importante.
Se planta frente a mí con los brazos en jarras.
—Oigámosla. ¿Qué?
—Has dicho que eres tercer dan, ¿no? Pero si te gana una rueda… Ah, ah…
Me mira hecha una furia. Casi se zambulle dentro del maletero, abraza la rueda y enarca la espalda hacia atrás. Hace un gran esfuerzo; voy de prisa hacia ella para ayudarla, pero lo consigue antes de darme tiempo a llegar.
—He podido, ¿qué creías?
Después, pasando por mi lado, me da un empujón con el hombro.
—¡Sal! No te quedes ahí en medio incordiando.
Hace rodar la rueda manteniéndola recta y casi arrojándomela encima.
—¿Te vas a apartar o no?
—¿Cómo no?, es más, voy a sentarme debajo de ese árbol a fumarme un cigarrillo. ¡No tardes demasiado, ¿eh?!
—Eso, vete, vete.