Diecinueve

Me siento al borde de la calle, sobre un muro bajo, y enciendo un cigarrillo. Me quedo así, mirándola oculto en la oscuridad. Después le grito desde lejos:

—Muy bien, muy bien, lo estás haciendo de maravilla.

Se mete debajo del coche para colocar el gato. Está arrodillada, las manos apoyadas en el suelo con los dedos crispados, mientras mira dónde tiene que poner el gato. El trasero apretado por los vaqueros sobresale como una pequeña colina en el asfalto, destacándose contra la carrocería del vehículo, como si éste fuera el cielo azul. Lo mueve mientras intenta encontrar el punto adecuado donde poner la palanca del gato. Es todo un espectáculo.

—Oye, no sabes el panorama que hay desde aquí. Tendrías que verlo. La luna, redonda, perfecta. Hay luna llena, ¿sabes?

Se levanta limpiándose las manos. Se frota una palma con sus finos dedos haciendo volar granos de arenilla pegados en la piel suave.

—Pero ¿qué luna?, si no se ve nada.

—Hace dos minutos estaba ahí, te lo juro, una luna con vaqueros, una maravilla. Asomaba desde debajo de tu coche.

—No pienso contestarte, que lo sepas.

Empieza a subir el gato bombeando arriba y abajo mientras el coche se mueve ligeramente.

—Avísame cuando hayas acabado, que a lo mejor me duermo.

Me dejo resbalar hacia atrás sobre el borde del murito. Miro las nubes que pasan en el cielo oscuro. Ahora se mezclan con el humo que dejo escapar de la boca. Nítidas, transparentes, bañadas de luz oculta, esa luna más alta, que no se ve pero que está ahí, más arriba, no con vaqueros. Respiro hondamente. Sonrío y me vuelvo para mirarla. Está aflojando los pernos. Intenta con fuerza girar la llave de cruz. No lo consigue y salta encima dándole golpes con el pie. La llave enganchada al perno se cae al suelo. Resopla, y con el canto de la mano, para no ensuciarse, se aparta el pelo de la cara. Guapa y acalorada. Vuelve a meter la llave de cruz en el perno y lo intenta otra vez. Se acerca un coche. Es oscuro, pasa a media velocidad, hace luces y toca la bocina. Después oigo un frenazo algo más adelante y el ruido de una marcha atrás acelerada, de hortera. Es un Toyota Corolla. Retrocede a toda velocidad, ladeándose ligeramente. Da media curva marcha atrás. Después se para delante del Micra de Ginevra. De él bajan varias personas. Me siento en el murito. Son tres chicos. Tiro el cigarrillo al suelo y me quedo allí siguiendo la escena.

—Hola, ¿qué haces aquí sola de noche?

—Has pinchado, ¿no? Qué mala suerte.

—Qué mala suerte la nuestra: por un momento hemos pensado que eras una puta.

Se echan a reír.

Uno tose. Tendrán unos veinte años y llevan el pelo corto; deben de ser soldados.

Ginevra no mira hacia mí.

—Escuchad, ¿podríais ayudarme a cambiar la rueda?

—Cómo no… Será un placer.

El más bajo se agacha y con la llave de cruz empieza a aflojar los pernos.

—Pues sí que están oxidados.

—Es que no he cambiado nunca una rueda de este coche… Es la primera vez que pincho.

—Bueno, siempre hay una primera vez.

Uno de los tres se ríe a mandíbula batiente y los otros lo secundan.

—Pues menos mal que ha sido esta noche, que pasábamos nosotros.

—Claro, menos mal que estáis vosotros. —Esta vez Ginevra me lanza una mirada y, sin que la vean, hace un gesto como diciendo: «Mira, ¿ves? Éstos me están ayudando».

El pequeñajo cambia la rueda en un periquete: quita en seguida todos los pernos y aparta la rueda pinchada. La deja caer al suelo haciendo que rebote y pone de inmediato la nueva. Centra los agujeros en un instante y coloca de nuevo los pernos. Les da un apretón general, uno tras otro, sin hacer demasiada fuerza, y después los repasa todos para el apretón decisivo. Debe de ser mecánico. Da un último empujón a la llave de cruz con el pie y luego se incorpora.

Et voilà, ya está. ¡Todo en su sitio, señorita!

Se limpia las manos frotándoselas en los vaqueros por encima de las rodillas. Están tan sucios que no deja ni rastro.

—Gracias, sin vosotros no hubiera sabido qué hacer.

«No tiene remedio», pienso. Es una princesa. La frase adecuada en el momento adecuado. O equivocada, tal vez… Un intento como otro cualquiera para sacárselos de encima de manera simpática. Pero no tenía dudas: no cuela.

—¿Qué haces? ¿Nos largas así?

El tipo más alto, y también algo más gordo que los demás, toma las riendas de la situación.

—Bueno, ya os he dado las gracias. Yo habría tardado más, ¡pero la hubiera cambiado también sola!

El tipo mira a los demás y sonríe. Lleva una camiseta larga de color granate, con el cuello estrecho y una raya negra sobre el pecho.

—Está bien, pero danos al menos un beso.

—Pero ¿qué dices?

—Oye, que no te he pedido que nos la chupes…

Se ríe divertido, mostrando una sonrisa que me entristece hasta a mí. Tiene los dientes tan estropeados que hacen de su cara una máscara grotesca.

—Te sale barato con un beso…

Coge a Ginevra al vuelo y la atrae hacia sí. Ella está horrorizada. Él la estrecha por la cintura e intenta besarla. Ginevra aleja la cara instintivamente. El tipo le da un lametón en la mejilla y sigue intentando meterle la lengua en la boca. Ginevra se suelta. El tipo es fuerte y la agarra decidido. Ella trata de propinarle un rodillazo entre las piernas, pero él está demasiado cerca y no lo consigue. El pequeñajo, el que ha cambiado la rueda, está callado y mira la escena en silencio. Es más, parece ligeramente fastidiado. El otro, el gordito, se ríe en una esquina, interesado, casi excitado, y anima al amigo.

—Muy bien, Pie, métele la lengua en la boca.

Pero Pie —imagino que Pietro—, no lo consigue. Es más, Ginevra se mueve tanto que al final le da incluso un cabezazo.

—Ah, me cago en diez.

Pietro se lleva las manos a la frente.

—¡Así aprenderás, cabrón!

Ginevra se arregla el pelo, inmóvil en medio de la calle, no muy lejos de él, sin escapar, sin llamarme.

—¿Cabrón yo? Ahora verás…

El tipo va decidido a su encuentro. Ginevra baja la cabeza y se protege con las manos. Pietro la agarra por la chaqueta.

Es el momento de intervenir:

—Oíd, ya os habéis divertido bastante, ahora basta.

Pietro la suelta y los otros dos se quedan sorprendidos al verme salir de la sombra. Voy hacia ellos.

—¿Y tú quién coño eres?

—Por causalidad, pasaba por aquí. ¿Y tú quién coño te crees que eres?

He llegado hasta ellos. Pietro me mira. Está sopesando si vale la pena contestarme. Es decir, si puede conmigo o no. Opta por el sí.

—Largo de aquí, vamos.

Se equivoca. Le lanzo un puñetazo certero, perfecto. Ni siquiera lo ve. Lo pillo de lado, pero no demasiado, lo que basta para romperle la nariz. Lo veo tambalearse sobre las piernas y hacer un amago de reaccionar. Lo golpeo de nuevo, con la izquierda, encima de la ceja derecha: un impacto fuerte, preciso, sordo, con malicia. Cae al suelo con un ruido seco y ni siquiera le da tiempo a moverse cuando le salgo al encuentro con una patada en toda la cara. Pum. En cuanto retiro la pierna, se forma un charco de sangre. De la nariz baja mucha, blanda y caliente, calle abajo, lenta, en penumbra, y se mezcla con el asfalto. Pietro, o como coño se llame, tiene la boca abierta y respira formando extrañas burbujas con el reguero de sangre que tropieza en sus labios. Escupe de vez en cuando alguna gota mezclada con saliva.

Ahora ya no se ríe.

—Bueno —miro a Ginevra—. Vámonos, que llegaremos tarde.

Cojo la rueda pinchada, la lanzo al interior del maletero y vuelvo a cerrarlo. Paso cerca del pequeñajo y lo adelanto. El gordito, en cambio, está cerca del coche. Tarda en reaccionar. Lo cojo al vuelo con la derecha. Me encuentro con su oreja entre el pulgar y el índice, la aprieto fuertemente y se la retuerzo con rabia. Me gustaría arrancársela.

—Ay, joder, ay.

—Sal de en medio, cabrón. Y adelgaza un poco.

Le doy un último tirón mortífero y lo suelto. Se dobla sobre sí mismo con las manos pegadas a la oreja mientras subo al coche. Espero que Ginevra cierre la portezuela y arranco de prisa. Por el espejo retrovisor, los miro a los tres. Ahora ya están lejos, envueltos en la noche que nos separa.

—¿Cómo estás?

Ella permanece en silencio. Intento hacerla reír.

—Hay que ver lo afortunados que han sido esos tres. Si se desataba el tercer dan, estaban apañados, ¿eh?

Pero no lo consigo. Nada, no parece que vaya a hablar. La miro. El pelo le cae sobre la cara, como vencido, tapándole una parte del rostro. Los labios cerrados asoman de su escondite, vacilantes e indecisos; tiemblan un poco.

—Venga, Ginevra, no ha pasado nada.

—¡Y una mierda! Imagínate si llego a pinchar y voy sola.

—Pero no ha pasado.

—Pero podría pasar. Esos tres se habrían parado e imagina cómo habría acabado todo.

—Pero podría ser que hubiera pasado yo con la moto y te hubiera ayudado simplemente a cambiar la rueda.

Intento tranquilizarla.

—No puedo creer que seáis tan gilipollas… ¡Tres contra uno, qué machotes!

Veo que sigue en sus trece. Intento desdramatizar.

—Entonces digamos que has salvado el culo.

—¿Gracias a ti?

—¡Qué tengo que ver yo! Tienen que ver tus padres. Tienes un bonito culo, ya te digo. Se veía mientras cambiabas la rueda. Digamos que, en parte, es culpa tuya… Al agacharte de esa manera… Bueno, has calentado demasiado los ánimos de esos desgraciados.

—Ah, o sea que mi culo, enfundado en unos vaqueros normales y corrientes, es un atentado contra la tranquilidad…

—Exacto.

—Pero ¿en qué mundo vives? ¡Y si pinchara Jennifer López!, ¿entonces qué? ¿Qué pasaría? ¿Una guerra mundial?

—Pero qué tiene que ver. Ella tiene asegurado el trasero por varios millones de dólares…

—¿Y?

—Se lo puede jugar tranquilamente.

—Vete a la porra. Qué tonto.

—Sólo intentaba que te rieras.

—Pues no lo has conseguido. —Se queda en silencio y sigo conduciendo. Gin sube el volumen de la radio, no quiere pensar más—. Me gusta mucho esta canción. ¿Sabes qué dice?

Intento escucharla. Pero no puedo mentirme a mí mismo. He aprendido a usar perfectamente el ordenador, el programa de diseño, el de 3D y todo lo demás; pero con el inglés ha sido una pelea continua.

—Algo entiendo.

—Dice: «No sé nada de historia, de matemáticas…». —Gin sigue traduciendo, salvándome. Escucho sus palabras. Habla lentamente, sonriendo, y parece que no se le escapa nada—. Estas palabras me gustan.

—Es muy bonita.

No sé por qué, pero parece fruto del azar, perfecta para el momento.

—Sí, es bonita.

E inmediatamente después, en la radio suena otra canción. Pero esta vez no tengo problemas: «Tú, vestida de flores o de faros en la ciudad, con la niebla o los colores, coger las rosas con los pies descalzos y después…». Me abandono. Miro afuera, a la oscuridad de la noche. Una de esas extrañas coincidencias, la música en el momento adecuado, un coche que no es tuyo, una calle sin luces, sin tráfico, el infinito delante y una chica a tu lado. Guapísima, por cierto. Se arregla la chaqueta.

—¿Falta mucho para llegar?

Pasamos justo en ese momento la salida que hay antes del túnel de Prima Porta. Están todos allí: Bardato, Manetta, Zurli, Blasco y más gente. También diviso a alguna mujer. Paso frente a ellos sin parar.

—No, dentro de un momento llegamos.

Acelero, pero de todos modos no creo que me reconozcan. Sabían que iría en moto. Y solo. En cambio, estoy en el coche con ella. Sigo conduciendo como si no pasara nada. Gin mira por la ventana.

—¿Has visto? Allí hay un grupo de gente que espera a alguien que se retrasa. Qué sitio tan absurdo para quedar.

Después de decirlo, me mira. Me late el corazón. No puedo creer que lo haya entendido.

—Sí, un sitio absurdo.

Sigue mirándome:

—Esta situación es extraña, ¿verdad?

—¿Qué situación?

Espero que no quiera hablar otra vez del grupo.

—Bueno, pues que estemos aquí en el coche, tú y yo, dos perfectos desconocidos. Y ya ha pasado de todo. Cuando nos hemos encontrado estábamos a punto de darnos de hostias…, y sólo por veinte euros.

—Que tú me querías robar…

—Sí, pero no te aferres siempre a los detalles. Después pinchamos y yo tengo que cambiar la rueda.

—Avanza. No te aferres tú tampoco a los detalles.

Gin sonríe.

—Se paran tres tipos, uno intenta abusar de mí, tú le pegas y ahora, como broche final, vamos a cenar con unos amigos tuyos. Ya parecemos una de esas típicas parejas… La clásica noche con algunos imprevistos de más.

—Ya, sólo que tú y yo no salimos juntos.

—Ah, claro.

Sigo conduciendo, pero su respuesta me suena extraña.

—¿Qué quiere decir «Ah, claro»?

—Quiere decir «Ah, claro», nada más.

Se echa a reír.

—Bueno, ese «Ah, claro» no quiere decir sólo eso. Detrás escondes mucho más, ¿me equivoco?

La miro esperando una respuesta.

—Estás un poco pesado con mi «detrás», ¿eh? Dices que es un atentado contra la tranquilidad, pero tú eres un obseso que siempre piensa en lo mismo. Perdona, pero ¿acaso salimos juntos tú y yo?

—Por ahora, no.

—No, la respuesta en este caso, en vista de que estamos discutiendo, tiene que ser sólo «no», no «por ahora, no». ¿Está claro?

La pequeñaja se solivianta.

—Ah, claro.

—Entonces no salimos juntos.

—No.

—Bien.

Espero algunos segundos:

—Por ahora…

Gin me mira molesta:

—Siempre quieres ganar, ¿eh?

—Siempre.

—Pues entonces dejémoslo así. Nosotros no salimos juntos por ahora y seguro que tampoco por el resto de la noche. Y si sigues discutiendo, añado otras fechas más lejanas; puedo llegar incluso hasta meses más allá, ¿está claro?

—Clarísimo.

Sonrío.

—Pero he aprendido que la seguridad, cuando salta demasiado a la vista, es sinónimo de inseguridad. ¿Quieres que sea más claro?

—Sí.

—Era mejor si decías sólo «por ahora».

Sonrío y Gin sacude la cabeza.

—Por ahora lo dejo estar porque ya me he hartado. Además, ¿te parece normal que tengamos que discutir sobre si salimos o no juntos?

—La verdad es que por lo general la gente sólo discute cuando tiene un relación. Eso quiere decir que hemos empezado al revés.

—No hemos empezado nada.

Freno lentamente y me arrimo a la acera.

Gin me mira preocupada.

—¿Y ahora qué haces? ¿Vas a meterme mano?

—No, por ahora no. La cita era aquí pero no veo a nadie. Ya deben de haberse marchado; hemos llegado tarde.

—Has llegado tarde.

—Está bien, he llegado tarde.

—¿Cómo es que me das la razón?

—Si empezamos a discutir por todo de esta manera, cortamos antes de empezar a salir juntos.

Esta vez Gin estalla en una carcajada. Yo también me río. Nos miramos riéndonos a la sombra de una cita que jamás ha existido. La música suena a todo volumen. La radio emite una secuencia mixta de éxitos nuevos y antiguos.

—¡Qué bonita! ¡Ésta es una pasada!

Es cierto: están poniendo la mítica Love me two times, de los Doors.

—«Love me two times, girl, one for tomorrow, one just for today… Love me two times. I’m goin’ away…». Pero ésta no te la traduzco.

Alrededor, todo está oscuro. Pero «por ahora», quizá tiene razón ella, es mejor que nos marchemos.

—¿Adónde me llevas?

—Vamos a cenar juntos, tú y yo. A mis amigos los puedes conocer en otra ocasión.

—¿Qué otra ocasión?

La miro esperando una réplica. Decido aceptar la tregua.

—Bueno, si se tercia.

—Exacto, si se tercia.

Satisfecha, subo el volumen de la radio y cambio de emisora buscando frenéticamente quién sabe qué otra canción. Después, sin que se dé cuenta, en la penumbra del coche, miro a Step por el rabillo del ojo.

No me lo puedo creer… Yo, Gin, en el coche con él. Si lo supieran mis padres. No sé por qué, pero ése es siempre el primer pensamiento que me viene a la cabeza. Es decir, si mis padres supieran que ahora estoy en el coche con un desconocido, o sea, con un tipo que ellos creen que es un desconocido, ¿qué dirían? Ya me imagino a mi madre: «Pero ¿es que estás loca? Ginevra, no tienes que darles confianza a los extraños. Te lo he dicho mil veces…». No hay nada que hacer. Cualquier cosa, no sé por qué, mi madre siempre dice que me la ha dicho mil veces. Bah. De una cosa estoy segura: esto no se lo esperaría nunca. Además, ¿qué iba a decirle? «¿Sabes?, estaba a punto de poner gasolina…». ¿Cómo podría explicarle cómo son realmente las cosas? No, no quiero ni pensarlo. Ni siquiera yo lo puedo creer.

—¿Sabes a quién me has recordado antes?

—¿Cuándo?

—Cuando estaba cambiando la rueda y llegaron esos tres gilipollas.

—¿A quién te he recordado?

—A Richard Gere.

—¿A Richard Gere?

—Sí, en Oficial y caballero, cuando él y su amigo quedan con esas dos chicas y van a un bar. Después, a la salida, está aquel tipo que quiere molestar a las chicas con unos amigos y Richard Gere intenta no pelearse con él, pero al final no puede más y le rompe la cara.

—¿Richard Gere también era tercer dan?

—No, tonto. Ésos eran golpes de full contact.

—Pues sí que sabes.

—Ya te lo he dicho. También he hecho kick boxing y algunas clases de full contact. ¿No me crees? Antes o después podré demostrártelo.

—Estoy seguro… De todos modos, más que Oficial y caballero, me parece más adecuada otra cita: Ezequiel 25, 17. «Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos, y tú sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi venganza sobre ti».

—Modesto, ¿eh? Te gusta Pulp Fictton, ¿no?

—Sí.

—¡Parece que mucho, a juzgar por cómo los has dejado!

Step sonríe y sigue conduciendo. Quién sabe qué habrá querido decir con esa cita bíblica. Bueno, mejor no investigar. Lo observo mientras conduce. Tiene el brazo derecho estirado y coge el volante decidido, pero al mismo tiempo con mucha tranquilidad. El codo izquierdo, apoyado en el borde de la ventanilla, y se sostiene la barbilla con la mano izquierda. La mano derecha está arriba, en el centro del volante; lo agarra con fuerza y acompaña las curvas dulcemente. Tiene un tatuaje en la muñeca, cerca de una pulsera rígida de oro. El tatuaje me parece… Me acerco sin que se dé cuenta y lo miro mejor.

—Es una gaviota.

—¿Qué?

—El tatuaje que llevo en la muñeca es una gaviota.

Me sonríe perdiendo por un momento de vista la calle.

Me sonrojo, pero estoy segura de que no se nota.

—Mira la calle.

—Y tú mira tus tatuajes.

—No llevo tatuajes.

—¿No te han dejado hacerte ni uno solo?

Step sonríe de manera antipática y se burla de mí.

—Mis padres no tienen nada que ver, es una elección mía.

—Ah, claro, entiendo… —Me mira comprensivo y levanta las cejas, riéndose de mí—. Una elección tuya, ¿eh?…

—Sí, mía.

Nos quedamos en silencio. Después, al cabo de poco, me harto.

—Además, te he mentido. Llevo un tatuaje precioso, pero dudo que puedas verlo nunca.

—¿Está bien escondido?

—Depende del punto de vista.

—¿O sea?

—Oh, lo has entendido muy bien.

—Sí, pero no sé cómo de «bien» lo he entendido o, mejor dicho, «dónde» he entendido.

—Es una pequeña rosa que tengo al final de la espalda, ¿de acuerdo?

—Más que de acuerdo. ¡Me encanta coger flores!

—Es el único tatuaje en relieve.

—¿O sea?

—Lleno de espinas.

—Siempre tienes la respuesta preparada, ¿eh? Pero mis manos están llenas de callos.

Él también sonríe. Tiene una bonita sonrisa, eso no puedo negarlo. Pero tampoco puedo decírselo. Tiene un extraño hoyuelo en la mejilla izquierda. Mierda, me gusta un montón. Además, es completamente distinto de Francesco. No sé por qué me acuerdo de él precisamente en este momento. Quizá porque me duele aún toda esa historia. Francesco es el último novio que he tenido. Es decir, prácticamente el único. Y para ser exactos, el más cabrón.