El Z4 es un coche increíble. Daría cualquier cosa por tenerlo. Claudio Gervasi está en Porta Pinciana, parado delante del escaparate del concesionario BMW. Lo mira como si fuera un niño, extasiado, deseoso, disgustado porque no lo puede tener. Si Raffaella se enterara de lo que está deseando, tendría problemas. Y si se enterara de todo lo demás, lo mataría. Prefiere no pensarlo. No lo sabrá nunca. Y a esas alturas, como ha llegado hasta allí, merece la pena entrar. No hay y nada malo en tener un deseo. ¿O eso también está incluido en la lista de los pecados sociales? Claudio intenta convencerse. Tampoco me comprometo de ninguna manera…, sólo quiero saber cuánto me darían en una hipotética permuta. A lo mejor me tasan bien mi Mercedes 200. Tiene sus kilómetros, pero está en buen estado… Da una vuelta alrededor del coche, examinándolo. Exceptuando esa pequeña rozadura culpa de Babi y Daniela y, sobre todo, de cómo aparcan su Vespa. Veamos qué me dicen… Entra en la tienda. En seguida se le acerca un joven dependiente, impecable, con una bonita corbata grande, azul como su traje con la americana ajustada y pantalones estrechos perfectos, con la vuelta que acompaña sus mocasines oscuros, sencillos, pero perfectamente lustrados. Precisamente como ese coche. Visto de cerca parece aún más bonito. Es azul cielo pálido y el interior un poco más oscuro, con los acabados de piel de colores beige claro y negro que con suavidad forra cada pieza, del volante al cambio. Irresistible.
—Buenas tardes, ¿puedo ayudarlo?
—Sí, quisiera saber el precio de este BMW. ¿Es el Z4, verdad?
—Por supuesto, señor. Entonces, full optional, llaves en mano con ABS y llantas, naturalmente, de aleación… Veamos…, señor, es usted afortunado, estamos de promoción. Para usted serían cuarenta y dos mil euros. Euro más, euro menos, se entiende.
Seguramente más. Menos mal que soy afortunado y que están de promoción. Entonces, el dependiente, que lo ve algo desilusionado, le sonríe.
—Mire que éste era el coche de James Bond.
Claudio no cree lo que oye.
—¿Precisamente éste?
—¡No, no, éste no! —El dependiente lo mira intentando averiguar si le está tomando el pelo—. Entre otras cosas, porque creo que el que usaron en esas películas fue el Z3, el BMW de la serie anterior, y debieron de destruirlo o sacarlo a subasta. Pero éste en concreto se usó en Ocean’s Twelve, ¿o era Eleven? Ahora no me acuerdo bien… De todos modos, lo han llevado George Clooney, Matt Damon, Andy García, Brad Pitt y ahora… ¡usted!
Claudio esboza una sonrisa.
—Quizá…
El dependiente se percata de que tiene delante a un indeciso crónico. No conoce la verdad. Tiene delante una sombra enorme, un holograma terrible, una proyección en láser, Claudio envuelto por el pensamiento de su mujer. El chico decide calentar al cliente potencial con algunas informaciones. Da una vuelta alrededor del coche dando datos: velocidad, consumo, prestaciones de todo tipo y, naturalmente, posibilidad de leasing.
—A propósito… —ante este último dato, Claudio recobra la esperanza—, si se da el caso, ustedes compran el coche antiguo, ¿no?
—¡Claro, por supuesto! Aunque en estos momentos el negocio del automóvil no está muy boyante, señor.
Claudio no tenía dudas al respecto.
—¿Puede echarle un vistazo? Lo tengo aquí fuera.
—Claro, vayamos a verlo.
Claudio sale de la tienda acompañado por el dependiente.
—Aquí está, éste es.
Muestra orgulloso su Mercedes 200 gris oscuro metalizado. El chico está ahora atento, serio, minucioso. Lo mira tocándolo de vez en cuando, comprobando eventuales trabajos de reparación engañosamente ocultos. Claudio intenta tranquilizarlo.
—Ha pasado siempre todas las revisiones, y hace poco cambié también las ruedas…
El dependiente da una vuelta alrededor del vehículo y mira el otro lado, el estropeado por la Vespa. Entonces Claudio intenta distraerlo.
—Y precisamente la semana pasada le hicieron una revisión completa.
Pero a un dependiente como ése no se le escapa nada.
—Sí… ¡pero tiene un buen golpe, ¿eh?!
—Bueno, mis hijas. ¡Les he dicho mil veces que peguen la Vespa a la pared, pero ni caso!
El dependiente se encoge de hombros, como diciendo «¿Y yo qué puedo hacer?».
—Bueno, de todos modos lo arreglarán. Y habrá que revisar el motor. Lo verá el jefe técnico. Bueno, si no hubiera más problemas, yo creo que su valor estaría sobre los cuatro mil o cuatro mil quinientos euros.
—Ah… —Claudio se queda sin palabras. Esperaba al menos el doble—. Pero es del 99.
—La verdad es que yo pensaba que era del 2000; de todos modos, le confirmo el precio que ya le he dicho, ¿le parece bien?
¿Que si me parece bien? A ti te parece bien. Tendría que pagaros 37.500, euro más, euro menos. Pero Claudio decide no pensar más.
—Sí, bien… claro…
—Entonces, quedamos así. Si nos necesita, ya sabe dónde estamos.
El joven dependiente le estrecha la mano con fuerza, seguro de que más o menos lo ha convencido. Después le da una tarjeta con su nombre y el logo de BMW. Claudio lo observa alejarse. Cuando el dependiente ya está cerca de la tienda y no lo puede ver, Claudio rompe la tarjeta y la tira a una papelera cercana. Sólo faltaría que Raffaella encontrara la prueba del delito. Sube a su Mercedes y apoya las manos en el volante. ¡Querida, ya sabes que no te traicionaré nunca! Después coge el móvil, mira a su alrededor y escribe un sms. Lo envía y, naturalmente, un segundo después lo borra. Finalmente, como último gesto de gran libertad, enciende un Marlboro.