—Bueno. ¿Cuál es la sorpresa? ¿Es una bonita sorpresa?
—Son varias sorpresas.
—Pues dime una.
—No, entonces no sería una sorpresa.
Aparco y bajo del coche. Un marroquí o algo similar me sale al encuentro con la mano abierta. Se la cojo al vuelo y se la estrecho.
—Hola, jefe… —Se ríe divertido y exhibe una especie de dentadura estilo «¡Es que aquí los dentistas son muy caros!».
—Son dos euros.
—Por supuesto. Pero pagaré cuando vuelva. —Le aprieto un poco más fuerte la mano—. Así me aseguro de que encontraré el coche en perfectas condiciones, ¿verdad? Se paga después del servicio. —Me mira preocupado—. O sea, que tenlo vigilado, no quiero arañazos. ¿Está claro?
—Pero yo después de las doce estoy…
—Volveremos antes.
Y me alejo.
—Entonces espero, ¿eh?
No contesto y miro a Gin.
—Tu hermano le tiene mucho cariño a este coche, ¿eh?
—Está obsesionado. En este momento está desesperado porque piensa que se lo han robado.
—¿Y no nos parará la policía y acabaremos en la cárcel?
—Me ha dado una noche para encontrarlo.
—¿Y después?
—Después pone la denuncia. Pero no te preocupes, ya se lo he encontrado, ¿no?
Gin se ríe y sacude la cabeza.
—Pobrecito, tu hermano, imagino la clase de cosas que le has hecho pasar.
Realmente él no lo sabe, pero lo he salvado de muchas situaciones.
Por un instante, pienso en mi madre. Me dan ganas de contarle… Pero ésa es nuestra noche, suya y mía. Y basta.
—¿En qué piensas?
—En que tengo hambre… ¡Ven!
Y me la llevo conmigo, cogiéndola de la mano. En Angel’s un aperitivo, un Martini helado para los dos, agitado, hielo y limón al estilo James Bond o algo parecido. Con el estómago vacío sienta de maravilla. Gin se ríe y me cuenta cosas. Historias del pasado, de amigas suyas y de Ele, de cómo se conocieron y las discusiones y los celos de la amiga. Yo la cojo de la mano, saludo a un tipo con pendiente que parece conocerme y después la llevo al baño.
—Oye, pero ¿qué pretendes hacer? No me parece el lugar más apropiado, ¿no?
—No, mira…
Le paso veinte céntimos o quizá cincuenta o tal vez un euro, acaso dos, ni siquiera lo miro. Le pongo la moneda en la mano. Pienso en el tipo del aparcamiento. En cuando vuelva y le diga que no tengo más monedas.
—Éste es el pozo de los deseos, ¿ves cuánto dinero hay en el fondo? —Gin mira dentro de una especie de pozo en ese baño lleno de plantas y alfombras de colores, rojo, violeta, naranja y una luz azul y amarilla, paredes blancas y rojizas—. Vamos… ¿Ya lo has pensado?
Ella sonríe, se vuelve y lanza mi moneda con un deseo que acaba en el fondo con la esperanza de que se cumpla. Acto seguido la imito y hago que la mía vuele sobre su hombro. Y vuela que da gusto y desaparece formando ondas en medio del agua con un extraño zigzag para después posarse en el fondo entre otros mil sueños y algún que otro deseo quizá realizado.
Salimos en silencio al tiempo que un tipo entra de prisa y casi choca con nosotros mientras se desabrocha los pantalones, pero después lo piensa bien y se abalanza sobre el lavamanos vomitando. Nos miramos y estallamos en una carcajada, asqueados y estremecidos… Uf… Cerramos la puerta a nuestras espaldas y nos marchamos.
Dejo quince euros encima de la mesa y en un instante estamos fuera. Me encuentro con Angel, que me saluda.
—Hola, Step, cuánto tiempo…
—Sí, sí. Bueno, si acaso luego vuelvo.
En realidad se llama Pier Angelo, aún me acuerdo, y vendía extraños cuadros en la piazza Navona a los extranjeros, telas dudosas por cifras aún más dudosas. Un alemán, un japonés, un americano, y una extraña explicación en un inglés no precisamente perfecto, macarrónico e inventado, y otro fajo para poder comprarse algún día, como luego hizo, su Angel’’s.
—Entonces, ¿ya está?
—Estate tranquila… Entiendo que no quieres cansarte.
La cojo en un segundo y me la cargo al hombro.
—Pero ¿qué haces?
Se ríe divertida e intenta pegarme, pero lo hace sin maldad.
—Yo te llevo… Basta con que no hagas más preguntas.
—¡Vamos, déjame en el suelo!
Pasamos por delante de un grupito de chicos y chicas que nos miran más o menos divertidos, avergonzados estos primeros, soñadoras estas últimas. Esto es lo que me parece leer en sus expresiones. Y desaparecemos. Cul de Sac.
—Ahora puedes bajar. Aquí, un aperitivo de quesos y vinos.
Gin se baja la chaqueta, que se le había levantado, y también la camiseta, que le ha dejado al descubierto la barriga, blanda pero compacta, sin extraños piercings en el ombligo, natural y redonda.
—¿Qué haces, estás mirando? Mi barriguita no es lo más.
Guapa e insegura.
—¿Quieres decir que hay algo más? —Gin resopla—. Estoy imantado, atraído, inevitablemente absorbido y…
—Sí, sí, de acuerdo. He entendido el concepto.
Nos sentamos a la primera mesa y le pido a un tipo de color, vagamente francés, con un delantal blanco:
—Un queso de cabra fuerte y seco y dos copas de Traminer.
El tipo asiente y yo, en su incertidumbre, espero que lo haya entendido de verdad.
—¿Dónde has leído eso del Traminer y el queso de cabra? ¿Te lo ha sugerido tu hermano?
—Pérfida…
La señalo con los dedos índice y corazón.
—Viborilla… Hice un curso con un sommelier francés. Una sommelier, para ser exactos. En Epernay, en la Champaña. Medias grises transparentes, finísimas, y siempre rigurosamente con ligas. ¿Quieres más detalles?
Resopla molesta.
—No, gracias, o volverás a empezar diciendo que te sientes naturalmente atraído y otras tonterías por el estilo…
El tipo vagamente francés deja una tabla de madera sobre la mesita y, voilà, ha acertado: queso de cabra y Traminer frío. Increíble, y la cosa no acaba ahí.
—Os he traído también miel natural…
—Gracias.
Es fantástico cuando a uno le gusta su trabajo. Pero no hay nada más bonito que una chica que come con gusto. Como ella. Sonríe y unta la miel sobre el pan aún caliente, recién tostado, perfectamente dorado, no quemado. Pone encima un trozo de queso y da un gran mordisco, decidido pero lento, mientras con la otra mano se protege de la caída libre de migas enloquecidas. Después se toca con la punta de los dedos la palma y, como interpretando un extraño tema musical, las deja caer en el pequeño plato, cerca del pan que ha quedado, mientras con la otra mano coge el Traminer y lo acompaña todo con un pequeño sorbo.
Es perfecta, coño, es perfecta, lo sé. Pequeños cosquilleos… No sé qué sentido tienen…, pero en realidad… Si lo sé. El Traminer baja de prisa, frío con su regusto. Helado. Una copa tras otra. Sí, lo sé, es perfecta. Y por lo que pienso, por cómo me pierdo en el equilibrio, por ese «lo sé, no lo sé», entiendo que ya estoy medio borracho. Espero que se acabe el último bocado, dejo el dinero sobre la mesa y la rapto.
—Anda, vamos.
—Pero ¿adónde?
—Un sitio por cada especialidad.
Y nos marchamos de prisa, así, un poco de vino, algunas risas. Entre miradas indiscretas, personas en las otras mesas, cabezas que asoman para mirar, espiar, observar a esos dos desconocidos… Nosotros dos, meteoros de una noche cualquiera, en un lugar cualquiera, en un momento más que cualquiera, pero solamente nuestro. Como este comida-tour.
—Oye, Step…
—¿Sí?
—¿A cuántos puntos base acudiremos?
—¿Qué quieres decir?
—Como vamos a comer una cosa en cada sitio, para saber cuántos serán, es que tengo miedo de explotar. ¿En cuántos sitios pararemos?
—¡En veintiuno!
Contesto decidido, levemente molesto, joder. Ni siquiera un comentario amable, que sé yo: bonita la idea, original, divertida. Repentinamente, Gin se para. Se detiene en medio de la calle y clava los pies en el suelo.
—¿Qué pasa?
Me coge por la chaqueta y me atrae hacia sí con las dos manos, cogiéndome de las solapas.
—Dime a quién se lo has robado.
—¿El Audi A4? Ya te lo he dicho: a mi hermano…
—No, este periplo, comer una cosa distinta en cada sitio, ¿de quién has cogido la idea?
Me río sacudiendo la cabeza, más borracho que nunca, aunque de diversión etílica.
—Se me ha ocurrido a mí.
—¿Quieres decir que es una idea totalmente tuya, que no la has robado de ningún sitio? ¿De algún libro estúpido, de alguna película romántica, de alguna leyenda urbana?
Estiro los brazos y levanto los hombros.
—Totalmente mía. —Sonrío—. Se me ha ocurrido de repente…
Hago crujir los dedos. Gin aún me tiene cogido por las solapas y me mira con aire dubitativo.
—¿Y no se lo has hecho ya a alguna otra?
—No, es sólo para ti. Si es por eso, ni siquiera en los sitios que he elegido he estado nunca con ninguna otra.
Me suelta de golpe, empujándome hacia atrás.
—¡Anda ya! ¡Ésa sí que es una mentira gorda! ¡Pum! —Hace explotar un falso globo hinchando los carrillos—. Pum. ¡Gilipollez! Ah, ah, Step ha dicho una gilipollez…
Y casi me suelta un discurso. La cojo al vuelo por las solapas y le doy la vuelta sobre sí misma antes de que se aleje demasiado. Da una media vuelta y acaba junto a mi cara. Su boca.
—De acuerdo, he dicho una gilipollez. Pero siempre he venido en grupo. Nunca solo como estoy ahora contigo…
—De acuerdo, mejor así. Así te puedo creer.
—Tienes que creerme.
Bajo la voz y me sorprendo hasta yo al oírla así ahogada, casi susurrada, en sus oídos, en su cuello, entre su pelo. La miro a los ojos y le sonrío sincero. Lo aprecia y me cree. Pero quiero rematarlo:
—Lo juro…
Y esta vez me desafía. Ella también sonríe y se relaja. Beso. Beso suave, beso lento, beso no impetuoso. Beso al Traminer, beso liviano, beso de lenguas en lucha, beso surf, beso en la ola, beso con mordisco, beso «querría seguir pero no podemos». Beso «no puedo más». Beso «hay gente»…