Cuarenta y seis

—Entonces, ¿entramos?

—Claro, ¿por qué no?

—Me parece que no nos van a dejar pasar. Mira, tienen una lista.

—Yo conozco a la gente del Follia.

—Qué rollo, conoces a todo el mundo.

—De acuerdo, si te apetece, nos ponemos a la cola y pagamos. Al fin y al cabo, la fiesta corre a cuenta de mi hermano.

—Pobrecito. Aunque sea rico, no dilapides su fortuna.

Una chica sale empujada por detrás. A los dos gorilas de la puerta apenas les da tiempo a levantar la cadena. Una especie de energúmeno con el pelo largo sale detrás de ella y le propina otro empujón.

—¡Muévete, que me tienes hasta las pelotas!

La chica intenta decir algo, pero no le da tiempo. Otro empujón rompe al vuelo sus palabras y se encuentra sobre el capó de un coche aparcado. El tipo, sudado y con el pelo engominado, le pone la mano sobre la cara.

—¿Qué pasa? He visto cómo mirabas a ese rubio.

Gin no consigue hablar y observa incrédula lo que sucede.

El toro furioso cierra la mano transformándola en un puño rabioso y hace rechinar los dientes; tiene cara de loco.

—¡Te lo he dicho mil veces, puta asquerosa!

Y sin piedad, la golpea en el pecho.

La chica se dobla en dos y se lleva los brazos a la cara, cubriéndose asustada. Gin no puede contenerse y explota; parece fuera de sí.

—Ya está, ya basta… Para de una vez.

El tipo se vuelve hacia nosotros, entorna los ojos y mira fijamente a Gin, que lo observa con descaro.

—¿Y tú qué coño quieres?

—¡Que la sueltes, cerdo repugnante!

Da un paso hacia ella pero no le doy tiempo, le tiro de un brazo y la llevo detrás de mí.

—Eh, calma. Le molesta tu escena. ¿Está claro?

—¿Y a ti qué coño te pasa?

Me quedo un instante en silencio, intento contar hasta diez; no quiero líos. Es mi primera cita de verdad con Gin… No me parece el momento.

El tipo dice:

—¿Y bien?

Separa las piernas. Está listo para pelear. Qué palo… Los dos gorilas se meten en medio.

—Calma, ya basta.

Parecen preocupados. Qué extraño. No me conocen. Quizá conocen al tipo. Es grandote, bien plantado, duro. Deben de tenerle miedo a él. Está nervioso, rabioso, es malo. No parece lúcido. La rabia a veces ofusca y hace perder la calma, la frialdad. Lo más importante. De todos modos, es muy grande.

—Calma, Giorgio. No te ha dicho nada grave. Estás peleándote con tu novia delante de todo el mundo y puede ser que a alguien…

Los conocen. Esto no va bien.

—¡No es que pueda ser, es que es! Estás masacrando a esa pobre chica.

Gin no puede mantener la boca cerrada. Y esto es aún peor. No sólo eso, sino que sigue:

—¿Qué, te crees muy valiente? Pues a mí me pareces un gilipollas.

Los dos gorilas empalidecen. Me miran como diciendo «¿Cómo coño arreglamos esto ahora?». El toro parece no haber oído. Está atónito, sin palabras; sacude la cabeza aturdido, como si esas palabras hubieran sido un golpe en plena cara, un capote rojo desplegado de repente en la plaza. A sus espaldas la chica se frota el pecho, llora y sorbe por la nariz. Parece que no puede respirar bien, su pecho va arriba y abajo con una extraña asincronía en ese gran silencio que se ha creado.

—Eh, Step, ¿qué coño pasa? Venga, pasad. Habías desaparecido, ¿eh? Cuéntame…

Me vuelvo; es el Bailarín. Él está siempre aquí, en Follia, nunca se ha alejado.

—¿Cuándo has vuelto?

—Pues hará cosa de un mes.

—¡Y ni siquiera has llamado! ¡Qué bobo! Vamos, pasa, que hay una fiesta, estamos cortando un pastel riquísimo, de mimosa. Vamos, coge un buen trozo para ti y para tu chica. Es buena, dulce y además gratis, ¿eh?

—¿Mi chica?

—No, el pastel.

Ríe y empieza a toser. ¿Acaso los mil cigarrillos apagados y adormecidos en sus pulmones se han divertido también con su absurda ocurrencia?

Me dispongo a entrar, seguido de Gin y de los dos gorilas, pero en realidad es como si mirara aún hacia atrás. Es como si mis ojos no lo perdieran nunca de vista. Tengo los oídos aguzados, los sentidos despiertos, en guardia. Efectivamente, no me había equivocado. Tres pasos veloces a mis espaldas, un roce de zapatos extraño y, por instinto, me doblo hacia delante girando sobre mí mismo. Llega como una furia. El toro furioso aparta con los hombros a los dos gorilas y viene hacia mí, pero yo me hago a un lado. Lo golpeo de lado, desde la izquierda, y el tipo acaba contra la pared. Después grita y, veloz, se vuelve hacia mí. Tiene la cara manchada con el polvo de la pared amarilla mezclado con las abrasiones de la rozadura. Un poco de sangre empieza a resbalarle desde el ojo izquierdo, desde encima de la ceja. Está a punto de volver a atacar. Pero esto no se lo espera. Salto hacia delante golpeándolo con la derecha, rapidísimo, entre otras cosas porque es enorme y es lo único que puedo hacer. Le doy en plena cara, nariz y boca. Se lleva las manos al rostro. No pierdo tiempo y le asesto una patada en los huevos, mejor que cualquiera de los chutes que se haya hecho nunca en un partido de fútbol. Bum. Se afloja como si no pasara nada y, por instinto, lo golpeo en cuanto toca el suelo. En la cara. Una patada potente, sorda, definitiva. Pero el tipo es duro. Podría recuperarse. Entonces hago ademán de cargar otra vez…

—Basta, Step, ¿a ti qué más te da? —El Bailarín me tira de la chaqueta—. Ven a comer el pastel antes de que se lo acaben.

Me arreglo la chaqueta y respiro profundamente dos veces. Sí, ya basta. Pero ¿qué coño me ha pasado? ¿A mí que me importa ese hortera?

Allí está, un instante después la veo. Está mirándome en silencio, Gin. Tiene una mirada…, no sé cómo definirlo. Quizá no sabe qué pensar. Le sonrío intentando romper el hielo.

—¿Te apetece un poco de pastel? —Asiente sin contestar. Le sonrío. Quisiera que olvidara que hay gente así… Pero Gin cree aún en tantas cosas. Y entiendo que será difícil. Entonces la sacudo, la abrazo, la empujo—. Vamos.

Y finalmente sonríe. Después la hago pasar delante. La llevo de la mano, con elegancia, quizá un poco desconcertada por todo lo que ha pasado, y la ayudo a pasar por encima del tipo que sigue en el suelo.