Música. Primera sala. Gente que entra, gente que sale, gente que bromea, gente que bebe, gente que se ríe. Chicos que intentan hacerse oír, chicas que escuchan y, de vez en cuando, una carcajada. Gente inmóvil, gente que mira, gente que espera, gente que quién sabe qué piensa.
Segunda sala.
Un extraño disc-jockey, demasiado normal para serlo realmente, pone buena música. Todos bailan y es difícil abrirse camino. Algún que otro exhibicionista se ha subido a un balconcito. En otros salientes, abandonados al azar por quién sabe qué arquitecto, bailan unas chicas. Una gogó desnuda. Una mujer marinero. Una vestida sólo con redes. Una chica militar. Guapas. Al menos eso parecen. Pero a veces la música y las luces juegan malas pasadas. El Bailarín se abre camino, empuja, con amabilidad, a otros bailarines menos musculosos que él pero quizá con más ritmo. Poco a poco avanzamos en esa especie de trinchera humana.
Algunos vips suficientemente desconocidos están sentados en un sofá en la sala ubicada en una entreplanta. A la entrada de este pequeño ring, un tipo vigila que nadie se infiltre en ese edén privado. O quizá que esos pocos vips que han entrado no se marchen antes de cierta hora. El Bailarín nos trae dos pedazos de pastel.
—Ahora Walter os dará una mesita y dos copas de champán. Perdona, Step, pero tengo que volver a la entrada.
Me guiña el ojo y sonríe. Hay que decir que ha mejorado. No recordaba que tuviera esa extraña ironía.
Permanecemos, así en medio de la sala, con las dos porciones de pastel en la mano. Gin con el tenedor de plástico, en un extraño equilibrio, intenta comer un poco.
—¿Qué pasa?, ¿estás enfadada?
Me sonríe.
—No, ¿por qué? Ese tío era un gilipollas. Si hubiera podido, yo también lo habría hecho. Aunque quizá con menos violencia.
La miro y me pongo serio. Me inspira ternura. Intento ser amable.
—A veces no se puede elegir. Entonces es mejor contenerse, fingir que no pasa nada. Pero en mi caso, tú eres la que ha elegido…
—¿Y no he hecho bien?
—Claro. Empiezo a conocerte. Sólo sé que si salgo contigo tendré que estar en forma.
—¿Tú crees que le servirá de lección?
—No lo creo, pero no podía hacer otra cosa. A lo mejor iba hasta las cejas de coca. Con los tipos así no se puede hablar. O él o yo. ¿Con quién querías comerte este pastel?
Coge de prisa otro pedazo.
—Está bueno.
Me sonríe, comiéndoselo a gusto. Tiene la boca llena y apenas se la entiende.
—Me lo quiero comer contigo.
Llega Walter, un tipo de unos cuarenta años con una camisa blanca y algún que otro ringorrango. Parece salido del siglo XVIII francés.
—Esto es para vosotros.
Deja sobre la mesa dos copas de champán. Yo dejo el pastel y me bebo la mía. También Gin bebe la suya de un trago. Cogemos otras al vuelo de una chica que pasa con una bandeja. Gin golpea la suya sin querer y está a punto de caer al suelo, pero la atrapo al vuelo. Estoy un poco borracho pero aún lúcido.
—Ven, vamos.
La cojo de la mano y la llevo hacia la salida de emergencia. Al cabo de un instante estamos en la calle. Viento nocturno, viento ligero, viento de octubre. Algunas hojas por el suelo y poco más. Miro a mí alrededor. No muy lejos está la entrada del Follia y el tipo está aún tumbado en el suelo. Ahora está apoyado sobre los codos, mientras su novia está delante de él, mirándolo con los brazos en jarras. Quién sabe qué piensa. Quizá en lo más hondo está satisfecha de que alguien le haya pegado así. Claro que no lo puede dejar traslucir. Quizá las cosas entre los dos cambiarán. Quizá, sí, quizá… Es difícil. Pero no me importa demasiado. Lo ha escogido ella, no yo.
—Oye, ¿se puede saber en qué estás pensando? No me digas que aún te estás deleitando por cómo has reducido al tipo. Sólo ha tenido mala suerte, tú lo has dicho. O él o tú. Cuestión de segundos. Y él ha arrancado después. Lo has cogido desprevenido. En un encuentro normal, no sé cómo hubiera acabado.
—Lo que no sé es cómo acabarás tú si no paras. Sube al coche, venga.
—¿Y ahora adonde me llevas? Hemos tomado ya el postre y, además, de gorra.
—Falta la guinda.
—¿Es decir?
—Es decir, tú. —Subo la música para que Gin no pueda contestar, la pongo a tope y tengo suerte—. Otra como tú no la encuentro ni de coña… Está claro que…
Gin sonríe sacudiendo la cabeza. Consigo cogerle la mano y llevármela a los labios. La beso dulcemente. Es suave, fresca, está perfumada. Vive una vida propia, a pesar de todo lo que ha tocado. Y la beso de nuevo. Sólo con los labios. Entre sus dedos. Hurgando, frotando, escurriéndome, sin frenar, dejándome llevar, cayendo. La veo cerrar los ojos, dejar ir la cabeza hacia atrás en el respaldo. Ahora hasta el cabello está abandonado. Le doy la vuelta a la mano y le beso la palma. Me coge la cara dulcemente mientras respiro entre sus líneas… La vida, el destino, el amor. Respiro despacio sin hacer ruido De repente ella abre los ojos y me mira. Parecen distintos, como cristalinos, apenas empañados por un velo ligero. ¿Felicidad? No lo sé. Me miran de soslayo en la penumbra. Ellos también parecen sonreír.
—Mira la calle… —me reprende.
Yo obedezco y poco después vuelvo la cabeza, hacia abajo, hacia el río, junto al Tíber, entre los coches, entre los demás, veloz, con la música y su mano en la mía, que de vez en cuando se mueve, bailarina, invitada a quién sabe qué danza. ¿Qué estará pensando? Y si lo ha adivinado, ¿cuál será su respuesta? Sí, no… Es como una partida de póquer. Ella está allí, frente a mí. La miro un momento. Sus ojos, ligeramente entornados, me sonríen desde abajo, dulces y divertidos. No queda más que disponerse a comer para que enseñe las cartas. ¿Será un sí?, ¿será un no?… ¿Es demasiado pronto? Nunca es demasiado pronto. Para estas cosas no existe el tiempo, y además no es una partida de póquer, no hay plato. Pero… ¿quizá esté servido? Qué bonito estar a la expectativa como ella. Una pequeña mujer en el alféizar de la ventana que está allí, mirándome, piensa, razona, se divierte. Se ríe de ese hombre joven que camina bajo su balcón, que no sabe qué hacer, que finge que no pasa nada, que simplemente sonríe o pide la ayuda de una trenza… Para subir… Dichosa tú, que puedes esperar mis movimientos.
—La cabeza me da vueltas.
Me sonríe mientras lo dice. ¿Es una pequeña justificación por si sucediera algo? ¿O acaso es una gran justificación porque ya sabe que pasa algo? Tal vez simplemente le da vueltas la cabeza y quería decírmelo. Simplemente. Pero ¿qué es fácil? Nada que valga la pena… ¿Quién dijo eso? No me acuerdo. Me estoy liando, rodeos complejos y complicados, reflexiones extremas para ver las posibilidades reales. ¿Qué porcentaje de éxito tengo? Basta, coño… No me gusta pensar sobre todo esto.
—A mí también me da vueltas.
Es mi respuesta. Simplemente. Gin me aprieta un poco más fuerte la mano y yo, estúpidamente, veo en ello una señal. O quizá no. Qué palo. He bebido demasiado.
Aventino.
Una curva y tomo la subida. Este coche va de maravilla. Mi hermano estará contento de que lo haya encontrado. Me dan ganas de reír. Ella me mira, me vuelvo y me doy cuenta.
—¿Qué pasa? ¿En qué estás pensando?
Gin, con las cejas algo bajas. Gin, de mirada algo fruncida. Gin, preocupada.
—Nada, cosas de familia.
Gianicolo. Jardín botánico. Me detengo en seguida, pongo el freno de mano y bajo.
—Oye, pero ¿adónde vas?
—Nada…, no te preocupes, vuelvo en seguida.
Agarra la portezuela estirándose hacia mi lado y se cierra por dentro. Gin, serena. Gin, previsora. Miro a mí alrededor. Nada. Perfecto, no hay nadie. Uno, dos… y tres. Salto la verja y ya estoy dentro. Avanzo en silencio. Perfumes suaves, perfumes más fuertes, un poco picantes. Futuras colonias que aún no existen. Destilados en frasquitos, esencias caras. Allí, allí está mi presa. La escojo instintivamente, la cojo con cuidado y la arranco con cuidado, sin maltratarla. Un deseo que siempre he tenido y que ahora… Ahora eres mía. Uno, dos, tres pasos y estoy fuera otra vez. Miro a mí alrededor. Nada. Perfecto, no hay nadie. Regreso al coche. Gin me ve de repente. Se asusta y después me abre.
—Pero ¿dónde te has metido? Me he asustado.
Entonces me abro la chaqueta, descubriéndola. Como una vela que se hincha de repente en mar abierto. Y en un instante, todo su perfume inunda el coche. Una orquídea salvaje. Aparece así, entre mis manos, con un simple gesto, más propio de un prestidigitador que de un ladrón alucinado.
—Para ti. De flor a flor, directamente del jardín botánico.
Gin la huele y se sumerge en el centro de la orquídea salvaje para respirar el perfume más intenso. Ella, mujer joven buceando, aparece de nuevo entre esos grandes pétalos. Me recuerda a un dibujo animado. Bambi, eso es, Bambi. Esos ojos grandes, brillantes, emocionados, que aparecen detrás de los pétalos delicados de una flor. Esos ojos asustados e inciertos sobre un futuro próximo. No uno cualquiera, sino el suyo.
Primera, segunda, tercera y ya estamos de nuevo en marcha. Pequeñas curvas y una subida. Esquivo una valla que nos obligaría a detenernos y aparco un poco más lejos. Capitolio.
—¡Ven!
La hago bajar de coche y ella me sigue como embelesada.
—¡Eh, mira que…!
—¡Sh! Habla en voz baja, que aquí vive gente.
—Sí, está bien. Iba a decirte… que por la noche aquí no celebran bodas. Además, aún no hemos hablado del tema. Pero yo quiero el cuento de hadas, ya te lo he dicho.
—¿Es decir?
—Traje blanco, un poco escotado, un ramo de flores variadas y una bonita iglesia en el campo, no, mejor a orillas del mar. —Se ríe.
—¿Ves como estás aún indecisa?
—¿Por qué?
—¿En el campo o en la playa?
—Ah, pensaba que decías que estaba indecisa sobre si casarme contigo o no.
—No, para eso estás muy decidida. Harías trampa.
La atraigo hacia mí e intento besarla.
—Presuntuoso y poco romántico.
—¿Por qué poco romántico?
—No se hacen preguntas indirectas. ¡Ja, ja!
Finge que se ríe y se escapa de mis brazos, como un pez que salta de mi red y se marcha veloz, doblando la esquina. La persigo. Es un instante. Estamos en la piazza del Campidoglio. Luz más alta. Una estatua central con un cartel. Naturalmente están haciendo obras. Nos paramos cerca pero separados. Parece todo precioso, sobre todo ella. Asoma la cabeza desde detrás de la estatua.
—¿Qué pasa? ¿No eres capaz de pillarme?
Hago ver que arranco a correr y ella desaparece de nuevo tras la estatua. Corro hacia el otro lado y, pum, la atrapo.
Ella chilla.
—¡No…, no, vamos!
La levanto del suelo y me la llevo, estilo rapto de las sabinas o algo parecido. Camino de la luz, camino del centro. Acabamos debajo de los soportales, en la penumbra. La devuelvo al suelo y ella se arregla la chaqueta tapándose la barriga, lisa y compacta, apenas descubierta, le toco el pelo y se lo aparto de la cara, levemente sonrojada por la carrera recién hecha, por alguna turbación secreta o quién sabe qué. Su pecho sube y baja de prisa y después, poco a poco, reduce la velocidad.
—Te late fuerte el corazón, ¿eh?
Mi mano en su cintura. Debajo de la chaqueta, debajo de la camiseta, ligera, casi como un simple escalofrío en su misma piel. Ella cierra los ojos y yo, poco a poco, subo por los costados, hacia arriba, detrás de la espalda. Abro la mano y la atraigo hacia mí, abrazándola, estrechándola contra mí, besándola. Detrás de nosotros hay una columna más baja que las demás, de diámetro más grande. Y ella se deja ir. Su pelo y su espalda, perdidos en esa base tan antigua, desgastada por el tiempo, de vetas descoloridas, de mármol poroso ya cansado, que quién sabe cuántas cosas habrá visto… Me rodea la cintura con las piernas, apretándome en un mordisco suave, balanceándolas a derecha e izquierda. Y yo me dejo llevar, mientras mis manos naufragan tranquilas por su cintura, sus pantalones, sus botones. Sin prisa, sin… Sin liberar nada. Sin demasiadas ganas. Por ahora. Después, de repente, Gin se vuelve hacia la izquierda y abre unos ojos como platos.
—¡Allí hay algo!
Asustada, resuelta, quizá un poco molesta. Miro mejor en la sombra aún atontado por los suaves efluvios del amor.
—No hay nada. Es un mendigo…
—¿Y eso no es nada? Tú estás loco.
Se levanta decidida. Y yo, que no he oído nada, y sobre todo que no tengo ganas de discutir, la cojo de la mano. La ayudo. Nos marchamos así, dejando esa media columna antigua y esa figura más o menos presente olvidadas en la sombra. Como en un laberinto avanzamos entre la vegetación oculta y las luces más o menos difusas del Foro romano. Debajo de nosotros, en la lejanía, antiguas columnas, vigas y monumentos. Un sendero serpentea desde la piazza del Campidoglio. Balcones asomados con pequeños antepechos, grava por el suelo, vegetación cuidada, matorrales salvajes. A nuestro alrededor todo está más abajo, en una profundidad.
—Tarpea.
Así, suspendidos en el vacío de esas ruinas, bajo un murito, en un cono de sombra perfectamente proyectada, un banco escondido. Gin, ahora más tranquila, mira a su alrededor.
—Aquí no puede vernos nadie.
—Me ves tú.
—Pues si quieres cierro los ojos.
No dice ni que sí ni que no. No dice nada. Pero respira cerca de mi oreja mientras se deja desnudar. Fuera la chaqueta, fuera la camiseta; en desorden, caen desde el banco en una sombra aún más oscura. Fuera los zapatos, fuera los pantalones. Cada uno le quita algo al otro. Después nos detenemos. Está frente a mí y se cubre el pecho rodeándoselo con los brazos y las manos sobre los hombros, ribeteado el pelo por la luz de la luna, cubierta más abajo tan sólo por sus braguitas. No me lo puedo creer. Ella, Gin. La misma Gin que quería robarme veinte euros.
—Oye, ¿qué haces?, ¿me estás mirando?
—No me has dicho que no lo hiciera. Además, te equivocas, tengo los ojos cerrados.
Desde algún sitio, desde un local o desde una ventana abierta, se oyen las notas de un aparato de música en la lejanía. «Won’t you stop me, stop me, stop me…». No, no quieres, Gin. Lo saben hasta los Planet Funk.
—Qué mentiroso eres.
Y estira los brazos dejándose mirar, sonriendo. Después se me acerca con las piernas medio abiertas. Y se queda así, mirándome.
—Escucha…
—Sh… No digamos nada.
La beso y poco a poco le quito las braguitas.
—No, tengo ganas de hablar. ¿En primer lugar llevas…, sí, eso…, lo necesario?
—Sí, lo tengo —me río—. Lo tengo.
—¿Ves?, lo sabía. ¿Lo llevas en el bolsillo o en la cartera? ¿O lo has comprado antes de pasar a recogerme? ¡Porque quizá tú ya estabas seguro de que la noche acabaría así! Bueno, si quieres no lo usamos…
—Dime la verdad: seguro que te encantaría tener en seguida un bebe precioso, guapo como yo, inteligente y fuerte como yo.
—Perdona, ¿y de mí no tendría nada?
—De acuerdo… Y con algún defecto tuyo.
—Qué tonto eres. Bromas aparte, ¿tienes o no tienes… eso?
—Vale, la verdad es que antes no tenía…
—Sí, ¿y ahora sí tienes? ¿Y quién te lo ha dado? ¿El mendigo?
—No, el Bailarín, mi amigo del Follia. Se ha acercado, me lo ha metido en el bolsillo y me ha dicho…
—¿Qué te ha dicho?
—Suerte… Es realmente guapa, pero no creo que lo consigas.
—Qué mentiroso eres.
—¡Es cierto! Bueno, no ha usado exactamente esas palabras, pero el significado más o menos era ése.
—Bueno y otra cosa…
—No, ahora basta de hablar…
La atraigo hacia mí. Le beso el cuello, se echa el pelo hacia atrás y yo, pequeño vampiro, sigo lamiéndola mientras la saboreo, su perfume, su respiración. Mi mano parece avanzar sola, por sus caderas, por su cintura, entre sus piernas, en su fuente de vida. La noto suspirar despacio, después ligeramente más de prisa, mientras se agita entre mis brazos casi bailando, dulcemente, arriba y abajo, sin pensar, sin falsos pudores, sonriendo, abriendo los ojos, mirándome, con una tranquilidad y una serenidad que me hacen sentir incómodo. Y por si no bastara, mientras muevo la mano para coger nuestra seguridad…
—Deja, quiero hacerlo yo.
—Soy yo quien tiene que ponérselo.
—Lo sé…, imbécil. ¿Quieres saber cuántos he puesto? Espera, déjame pensar…
—No quiero saberlo.
—Éste es el decimosexto que pongo.
—Ah, menos mal.
—¿Por qué?
—Bueno, si fuera el decimoséptimo, me preocuparía, ¡trae mala suerte!
No me convence pero hace que me divierta. Lo abre como si fuera un caramelo, prueba con las uñas pero no puede, se lo lleva a la boca y esta vez lo hace con malicia.
—Estate tranquilo…, no me lo voy a comer.
Un tirón decidido y está allí entre sus manos. Lo gira y lo vuelve a girar sonriendo.
—Es ridículo…
Es todo lo que dice. Después mueve la cabeza hacia mí.
—¿Y ahora?
Desnudo, estiro las piernas y ella me acaricia despacio, arriba y abajo, y después me lo pone tranquila.
—¿Lo he hecho bien?
—¡Demasiado!
Pero no digo nada más. Ahora, astronauta perfecto de este viaje entre conjunciones astrales bajo un cielo estrellado, encima de una mujer encantada, entre ruinas del pasado y en el placer del presente.
Galaxia. Interespacio. Naturaleza. Perfumes. Nada salvaje… Un poco de resistencia, quizá demasiada. Es raro. Avanzo mientras ella cierra los ojos.
—El banco está frío.
Pero se deja ir estirando completamente la espalda y levanta un poco las piernas, ayudándome.
—Ay…
—¿Te hago daño?
—No, no te preocupes…
No te preocupes… No me lo puedo creer, yo, Gin, lo estoy haciendo… Me quedo en silencio, suspendida, casi escuchando la energía que fluye sobre mí, debajo de mí, dentro de mí. En este momento decisivo, tan importante para mi vida, único, para siempre. No podré borrarlo nunca. Mi primera vez. Y te he elegido a ti. Y te he elegido a ti. Parece casi esa canción… Pero no lo es. Es la realidad. Estoy aquí, yo, en este momento. Y Step. Lo veo, lo siento. Está encima de mí. Lo abrazo, lo aprieto, lo aprieto fuerte, más fuerte. Tengo miedo, como todas las veces que se hace algo que no se conoce. Pero es un miedo normal, más que normal… ¿O no? Qué putada, Gin, que ahora no acudan a tu mente todas tus obsesiones, las películas que te montas, en definitiva, todo… Me cago en diez, Gin, pero ¿qué estás haciendo? Gin’y Gin-Salvaje… ¿Dónde estáis? Nada, se han ido al carajo… Pero ¿cómo puede ser? ¡Ellas también! Menuda broma… Las odio, Dios mío, no. Tierra trágame… Tengo miedo, ayuda. Cierro los ojos, respiro, suspiro, de todos modos me gusta. Estoy apoyada en su cuello, en su hombro, y ya no estoy tensa, ya no estoy preocupada… En silencio, así, llevada, abandonada, naufragada… Y me gusta. Lo noto. Noto sus manos, noto que me toca entera, que me quita hasta las últimas prendas que llevo encima, dulcemente, sí, casi sin que me dé cuenta… ¿Y ahora qué hace? No, ayuda… Se está metiendo. Dios mío, qué palabra, no quiero ni pensar.
No quiero estar aquí pensando, viéndome desde fuera, examinándome, desdoblándome, teniendo esta mente que sigue hablando, diciendo… Oh, pero ¿qué quieres?… Basta, suéltame… ¡No! Quiero relajarme. En la cuna de su amor, en este mar, en el deseo, lentamente dejarme llevar por sus corrientes. Perdida. Sí, sin pensamientos. Perderme así entre sus brazos… Ahora, así.
La noto aún tensa, no, bien, se está relajando… Un último movimiento siguiendo a tiempo una música que no está, pero aún más bonita quizá por eso. Corazones y suspiros…
Un repentino silencio. «Dios mío, Gin —pienso—, estás a punto de hacerlo…». Siento el perfume de su respiración, de su deseo. Y busco la boca de Step, su sonrisa, sus labios. Los encuentro y casi me zambullo en ellos para esconderme, para encontrarme, en un beso más largo, más profundo, más envolvente, más… Más todo.
Un gemido más fuerte y ahora es mía. Resulta extraño pensarlo. Es mía, mía. Mía hoy, mía ahora… Mía en este momento, sólo mía. Me da por pensarlo. Mía. Mía para siempre…
Quizá. Pero ahora, sí. Ahora es amor… Dentro de ella. Y aún más, y otra vez, y aún más, sin parar… Ahora sonríe, dulcemente, sin pensarlo demasiado.
Y precisamente en ese momento lo siento, es él, está dentro de mí… Es un instante. Un salto, una zambullida al revés… Un dolor agudo, un agujero en la oreja, un pequeño tatuaje, un diente caído, una flor recién brotada, una fruta arrancada, un paso alcanzado, una caída esquiando… Sí, eso, una caída esquiando en la nieve fresca, fría, blanca, recién caída, directamente del cielo, y tú que estás allí, con el rostro levantado, resbalando aún, riéndote, avergonzándote, abriendo la boca todavía llena de nieve, tú, negada, tú, divertida, tú en la primera caída, en tu resbalón… En aquella nieve, blanda y limpia, igual que yo me siento en este momento. Finalmente. Está dentro de mí, lo siento, en mi vientre, auxilio, auxilio… Pero qué bonito. Y sonrío, alejo el dolor, vuelvo a sentir, a probar, y experimento el placer, un pequeño mordisco… Estoy bien, me gusta, lo quiero. Como sus letras, en piel, desde hoy, grabadas para siempre dentro de mí.
—Step, tengo ganas de ti.
—¿Qué has dicho?
—No me tomes el pelo.
—No, te juro que no te he entendido.
Step sigue moviéndose encima de mí, dentro de mí. Lo miro a los ojos y me pierdo embelesada por su mirada, por esos ojos que contienen amor o quizá no, pero no me lo pregunto, ahora no… Y me habla y no lo entiendo, y suspira en mi oído, y el viento, y el placer, que roba, que se lleva sus palabras, y sonríe, y se ríe, y sigue moviéndose, y me gusta, y me gusta un montón, y no entiendo, y le beso las manos, y estoy hambrienta, y se lo repito…
—Step, tengo ganas de ti…
Más tarde, no sé cuánto más tarde, Gin me abraza sentada sobre mis piernas mientras intento quitarme nuestra protección. Me lo quito. Un rastro de suave tinta roja entre los dedos. Firma indeleble. Mía… Para siempre mía. Para siempre mía. No me lo puedo creer.
—Pero…
—Eso era lo que quería decirte…
—¿O sea que nunca habías…?
—¡No, nunca había…!
—¿Por qué no lo dices?
—No había hecho nunca el amor, ¿qué pasa? Siempre hay una primera vez para todo, ¿no? Bueno, pues ésta ha sido mi primera vez.
Me quedo sin palabras, no sé qué decir. Quizá porque no hay nada que decir.
Gin se viste. Mía… Me mira y sonríe encogiéndose de hombros.
—¿Qué extraño, no? Entre tantos y va a tocarte precisamente a ti. No te sentirás culpable, ¿verdad? Pero espero que tampoco alardees…
Se pone la camiseta y luego la chaqueta sin ponerse el sujetador. Aún no puedo decir nada. Se mete el sujetador en uno de los bolsillos.
—Además, yo qué sé… Habrá sido la noche… Pero a partir de mañana no pienses cosas extrañas: tengo que recuperar el tiempo perdido. Entre otras cosas porque estadísticamente llevo cuatro años de retraso. La mayoría de las chicas lo hacen a los quince.
Ahora ya está completamente vestida, en la escalera, bajo la farola, mientras yo acabo de abrocharme la chaqueta. Después se echa a reír. Segura, serena, a sus anchas.
—Pero también es cierto que hoy en día recuperamos ciertos valores del pasado. O sea que digamos que yo estoy en el medio.
Poco después bajo a su lado y echamos a andar. Esta vez, finalmente en silencio, entre otras cosas porque yo no he conseguido decir nada más. Después, en un momento dado, me pasa el brazo por la espalda. Yo la abrazo estrechándola contra mí. Seguimos así, mientras la respiro. Ella, Gin, aún perfumada de su primer amor. Mía. Mía. Mía…
—¿Sabes, Step?, estaba pensando en algo…
Ya está, lo sabía. ¡Era demasiado bonito! Las mujeres y sus reflexiones. Acaban por estropear hasta los momentos más hermosos, los únicos que merecen ser vividos en silencio. Finjo no estar preocupado.
—¿Qué?
Apoya la cabeza en mi hombro.
—Me ha venido una idea extraña, es decir, en realidad es una curiosidad… ¿Tú no lo has pensado? Quién sabe si desde los tiempos de la antigua Roma hasta hoy, en ese sitio lo había hecho ya alguien.
—Nadie.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
—No hay nada que saber, ciertas cosas las sientes, las sientes y basta.
Se para y me mira. Tiene una mirada muy intensa. Y sonríe de una forma…
—Estoy seguro…, nadie. Confía en mí.
Entonces apoya de nuevo la cabeza sobre mi hombro. La he convencido de verdad. Tal vez por cómo lo he dicho. Joder, realmente me gustaría saber si alguien lo ha hecho alguna vez en ese sitio. Pero no hay forma de averiguarlo. Sin embargo, no sé cómo es posible que hasta yo esté convencido. Gin vuelve a hablar.
—Entonces hemos escrito un fragmento de historia…, la nuestra.
Me sonríe y me da un beso en los labios. Suave. Caliente. Amorosa. Nuestra historia… Mucho más que veinte euros. Me parece que al final me ha robado de verdad.