Cuarenta y cinco

Claudio está parado en su Mercedes en via Marsala. Mira a su alrededor preocupado. Después se pregunta: pero ¿qué problema hay por estar en el coche? Uno puede estar cansado, quizá ha conducido mucho y corre el riesgo de dormirse al volante. O bien quiere fumarse un cigarrillo. Eso, sí. Me fumaré un buen cigarrillo. No hay nada de malo. Claudio saca del paquete un Marlboro pero vuelve a meterlo en seguida. No, mejor que no. He leído en un periódico que reduce ciertas prestaciones. No, no tengo que pensar en eso. Tengo que alejar este pensamiento porque, de lo contrario, se alimenta la ansiedad. Aquí está. Ya llega. Camina como brincando. Lleva un lector de CD en la mano y los auriculares en las orejas. Sonríe siguiendo el ritmo con la cabeza, el pelo suelto y la piel ligeramente bronceada, como es natural en ella. Un vestido ligero de color verdoso con girasoles amarillos y su pecho pequeño. Guapa, como siempre. Como la vio la primera vez. Joven como siguió deseándola desde esa noche, desde ese beso que se dieron en el coche, tras la partida de billar ganada con Step, el muchacho con quien salía Babi entonces. Simpático ese chico, un poco violento quizá…, ¡pero qué partida la de esa noche! Claudio siguió jugando desde entonces. Por una pasión recuperada. Pero no por el billar, sino por ella, Francesca, la joven brasileña que ahora llega. En el fondo es por ella que se ha inscrito en ese club, es por ella que ha comprado un taco nuevo, un Zenith es por ella que querría ganar ese torneo en la Casilina. Qué locura. Pero no menos que ésta: ir casi todas las semanas al hotel Marsala con ella. Ya hace más de un año que dura esa historia. Se trata de un pequeño hotel, fuera del círculo de sus amistades, frecuentado sólo por jóvenes turistas, marroquíes o albaneses que tal vez quieran gastar poco. Pero ¿qué se le va a hacer? Él la quiere a ella, y ésa es la única manera de verse. Naturalmente, pagando la habitación al contado.

—¡Francesca!

La llama desde lejos. La chica, con el Sony en las orejas, parece no oír. Entonces Claudio acciona dos veces la palanca de las luces, haciéndolas parpadear. Francesca se da cuenta, sonríe, se quita los auriculares y corre de prisa en su dirección. Se mete en el coche. Se le sube encima, casi una zambullida en sus labios.

—¡Hola! ¡Te deseo!

Y es sincera. Y se ríe. Y se hace la loca. Y lo besa con fuerza, con deseo, con pasión, suave, lamiéndolo, sorprendiéndolo como siempre. Como nunca.

—Francesca, ¿dónde te habías metido? Te he estado buscando.

—Lo sé… He visto tu número, pero no quería contestar.

—¿Cómo que no querías contestar?

—Sí, no debes acostumbrarte. Yo soy la música y la poesía…, libre como el mar, como la luna y sus mareas.

Y diciendo esto, Francesca empieza a quitarle la camisa y lo besa en el pecho. Después le desabrocha el cinturón y sigue besándolo, y el botón, y la cremallera, y después más abajo, aún más abajo, hasta apartarle los calzoncillos y avanzar, sin miedo, sin problemas, como la luna y sus mareas. ¡Esto es una marejada!, piensa Claudio, y mira a su alrededor, deslizándose hacia abajo en el asiento, escondiéndose todo lo que puede. Y es que si lo pillan ahora… No colará lo del cigarrillo y el descanso. Ésos son actos obscenos en un lugar público. Lo que es seguro es que de la falta de prestaciones no hay ni rastro. Sólo espera que Raffaella no llame en ese momento para saber cómo va la partida de billar. No sabría qué contestar. Es una partida maravillosa. Claudio cierra los ojos y se relaja. Sueña con un paño verde y con las bolas que van al agujero, una tras otra, sin golpearlas siquiera, así, como por arte de magia. Y luego, por último, se ve a sí mismo sobre esa tela. Rueda dulcemente, resbala, arriba y abajo, hasta desaparecer dentro del último agujero del fondo… ¡Oh, sí, qué partida!

Francesca sale de debajo del salpicadero.

—Anda, vamos… —Lo coge de la mano y lo saca del coche sin cerrar siquiera la ventanilla. Claudio a duras penas consigue abrocharse los pantalones y poner la alarma al Mercedes desde lejos. ¿Qué importa? Total, por cuatro mil euros… En cambio, con el Z4 sería distinto…, ése sí que es un sueño. Precisamente como ella, como Francesca, que saluda al portero.

—Buenas noches, Pino, la dieciocho, por favor.

—Claro, buenas noches, señores —le da apenas tiempo de responder al portero. Francesca le roba las llaves de la mano y empuja a Claudio dentro del ascensor.

—Debemos tener cuidado.

Francesca se ríe y lo hace callar besándolo, sin querer oírlo.

—¡Sh… silencio!

Pero no puede imaginar qué está pensando Claudio. Pero si ya lo hemos hecho en el coche; podríamos ir a tomar simplemente un helado o una cerveza o incluso un prosecco, qué se yo.

Pero ¿qué hay de las prestaciones? Claudio nota que está volviendo a excitarse. Intenta alejarla.

—Francesca…

—¿Sí, tesoro?

—Por favor, no hables nunca con nadie, ¿eh? Ni siquiera con las personas que pienses que nunca van a conocerme.

—Pero ¿de qué?

—De nosotros.

—¿Nosotros, quiénes? No sé de qué hablas. —Y se ríe y lo besa otra vez—. Vamos, ya hemos llegado.

Lo arrastra por el pasillo y Claudio casi tropieza. La sigue y al final se deja llevar sacudiendo la cabeza. Pero mientras camina le mira el trasero. Es muy «brasileño»: duro, fuerte, alegre, vivaz, bailarín, loco… ¡Qué van a faltarte prestaciones! Lo que tiene son ganas de marejada, de cabalgar las olas, de hacer surf, perdido en ese mar brasileño… Un último…

—¿Sabes qué pasa?, pues que mi mujer ha descubierto que he comprado un taco de billar.

—¿Y?

—Yo le he dicho que era un regalo para una persona que conozco.

—Muy bien, ¿ves? ¿A ti te parece que se acordará de esa noche que jugaste a billar y nos conocimos? Ha pasado mucho tiempo, ¿qué puede saber? Además, ya han cerrado ese local, por eso ahora estoy en la Casilina.

—No, no me has entendido. ¡No es que ella sepa nada, es que es adivina!

—Pues a ver si adivina qué estoy a punto de hacerte…

Y diciendo esto, abre la puerta, empuja a Claudio al interior y cierra la dieciocho a sus espaldas. Claudio acaba en la cama y ella le salta encima, dueña, salvaje, más allá de la luna y de las mareas. Claudio olvida todas las preocupaciones, incluso olvida dónde está. La deja hacer. Y después tiene una única certeza: no, eso no lo habría adivinado nunca nadie, ni siquiera su mujer.