He encontrado a mi Cenicienta. Step, ¿qué coño piensas? Te han sorbido el seso… Tu Cenicienta…, madre mía, estás hecho polvo. De acuerdo, me gusta. ¡Tiene carácter, es simpática, es divertida y es guapa! Llega tarde… Estoy debajo de su casa, le he hecho una llamada perdida con el móvil y me la ha devuelto. O sea, que ha entendido que estoy aquí abajo. ¡Basta! Pienso en llamarla por el interfono, ¡a mí qué me importa que sus padres no deban enterarse de su vida privada! Gianluca, su hermano, ya nos vio besándonos. Dos veces. Imagínate… Y si sus padres ven que salimos… ¿Qué pasa? ¡Si nos hubieran pillado follando, lo entendería! Bueno, eso sí que sería un problema. Basta, yo llamo.
Me acerco al portal y en el interfono busco Biro, su apellido.
—Quieto, ¿qué haces?
—¿Cómo que qué hago? Llamo a una tardona.
—¡Si soy puntualísima! Has hecho la llamada perdida y he bajado de inmediato. Pero pensaba que ibas con el Audi A4 y en cambio vas en moto y yo con falda.
—Bueno, los otros conductores se pondrán contentos… ¿Llevas braguitas debajo?
—¡Imbécil!
Me da un puñetazo en el hombro de siempre. Ya debo de tener un cardenal.
—Lo siento, pero he discutido largo y tendido con el ladrón, he pactado el precio y después se lo he devuelto a mi hermano, que ha estado encantado.
—Pobrecillo.
—¿Cómo que pobrecillo? Aparte de que económicamente le vi muy bien, el tío estaba dispuesto a pagar hasta cuatro mil trescientos euros por recuperar su coche, y resulta que gracias a mí le ha salido mucho más barato.
—¿Es decir?
—Algo más de la mitad.
—O sea que, en tu opinión, hasta le ha salido bien.
—Claro. Venga, sube.
—¡Pues menudo negocio tener un hermano como tú!
—Dilo más fuerte.
Gin levanta la voz.
—¡Que menudo negocio tener un hermano como tú!
—Era un decir, ya te he oído.
Me besa en los labios y sube detrás al tiempo que se acomoda la falda debajo de las piernas.
—Menudo sentido del humor, ¿eh? Estaba bromeando.
Le paso el casco.
—Oye, se me ha ocurrido algo… ¿Qué tal va tu hermano de dinero?
—Mal. Además, quien toca a mi familia lo tiene claro: lo largo, ¿entendido? Es más, sólo el hecho de que hayas podido pensarlo cambia las cosas.
Gin baja de la moto y se planta delante de mí.
—¡Es más, las cambiamos en seguida!
—¿Qué quieres decir? ¿Me vas a dar otro beso mejor que el de antes, que era un poco esquivo y no precisamente largo?
—¡Pero qué dices! ¡Cambio de planes, venga, baja!
—No, no me digas que tenemos que pegarnos otra vez. Para eso quedemos en el gimnasio.
—Pero ¿qué has entendido? Cambio de planes quiere decir que bajes de la moto, que conduzco yo.
—¿Qué? —Pienso para mis adentros que ella, Gin, quiere conducir la moto. Mi moto. Conducir mi moto. ¿Y quién, si no? Una mujer. Sí, de acuerdo, es Gin, pero sigue siendo mi moto, y ella, aunque es Gin, sigue siendo una mujer. Después me doy cuenta del absurdo. No creo lo que oigo—: Está bien, me apetece ver cómo te las arreglas.
Soy yo quien dice eso, Step. ¿Pero es que te has vuelto loco? Nada. Ya no razono, no me lo puedo creer. Me cago en la puta… Estoy fatal. Me deslizo sobre el sillín manteniendo las piernas rectas. Dejo que la moto resbale debajo de mí y acabo en el asiento de atrás, dejándole espacio a Gin, que sube delante. ¡Y yo, para colmo, la ayudo! Ah… Me he vuelto loco.
—¿Sabes cómo se conduce?
—¡Claro! ¿Por quién me has tomado? Aunque no te conocía, he hecho muchas cosas en mi vida.
—Sí, claro… —Me dan ganas de sonreír, pero me contengo. Pienso en el banco, en la oscuridad de la otra noche, en «nuestra historia»… Querría decirle: «Sí, como la otra noche», pero no lo hago. Sería de mal gusto hacerlo. Puf—. ¡Ay!
Me ha dado un codazo en la barriga.
—Ya sé qué has pensado.
—¿Qué?
—Has pensado: «Sí, claro, como la otra noche… Ya veo cuántas cosas has hecho… No habías estado nunca con ningún chico y, si no hubiera sido por mí…». ¿Verdad? Di la verdad, has pensado eso.
No hay nada que hacer, las pilla todas. Miento descaradamente:
—Tú no estás bien de la cabeza. ¡Claro que no, no he pensado eso para nada! Estás obsesionada con que pienso siempre en eso. ¡Pero te equivocas!
—Sí…, ¿y entonces en qué pensabas? Te he visto sonreír por el retrovisor…
—En nada… En la gasolina…, en que te dejo conducir la moto.
—Sí, está bien…, te creo. ¡Vamos, es mejor! ¿Cómo se enciende esto?
—Esto es una Honda Custom 750 con rueda lenticular… Alcanza los doscientos como si nada y se enciende así.
Me inclino hacia delante, agarro el manillar y tengo a Gin entre mis brazos, como si la estuviera abrazando desde atrás. Después, con el pulgar derecho, pongo la molo en marcha. Doy un poco de gas y respiro profundamente entre su pelo. Suave y perfumado, ligero, casi me acaricia. Cierro los ojos. Me pierdo.
—¡Eh!
Los vuelvo a abrir.
—¿Qué pasa?
—Si te quedas así, no podré conducir.
Sonríe.
—Ah, claro.
Aparto los brazos y me echo hacia atrás en la moto. Gin se pone el casco y se lo abrocha. Yo hago lo mismo.
—¿Estás listo, Step?
—Sí. ¿Sabes cómo se meten las mar…?
No me da tiempo a acabar la frase cuando Gin ya ha metido primera y ha saltado hacia delante acelerando. Estoy a punto de caerme de la moto por culpa del rebote hacia atrás. Me ha pillado desprevenido. No volverá a pasarme…, espero. La agarro fuerte, me abrazo a su chaqueta y con los brazos alrededor de la cintura. Caray, no conduce mal… Increíble. Cambia las marchas tranquilamente, jugando con el embrague. Ha llevado moto de verdad. Y quizá a menudo. Rojo, frena en el semáforo con una marcha demasiado alta. Como no podía ser de otro modo. La moto se para de repente y casi se clava. Nos caeríamos hacia la derecha si no fuera porque bajo de prisa la pierna al suelo y las sostengo a las dos, a ella y a mi moto. Mi moto…
—Eh, ¿cómo va? ¿Estás segura de que quieres llevarla tú?
—No he visto que estaba rojo. No volverá a pasar.
Acciona las marchas para ponerla en punto muerto.
—¿Estás segura de que…?
—Ya te lo he dicho, no volverá a pasar. ¿Ya has decidido adónde vamos?
—Al Warner. Hay un montón de salas y hacen…
No me deja acabar.
—De acuerdo, estupendo. Así puedo darle caña.
Y sale muy de prisa, en primera, cogiéndome otra vez desprevenido.
Warner Village. Catorce salas o más, películas distintas que empiezan a distintas horas. Dos restaurantes, un pub y un montón de gente.
—Eh, Gin, creía que no llegaríamos.
—¿Qué? ¿Porque nos quedaríamos sin gasolina o porque no encontraríamos el cine?
—Digamos que mi preocupación residía en… ¡si llegaríamos vivos!
—¡Ja, ja! ¿No te ha gustado el trayecto? Y con tu moto… ¿No te he transmitido emoción y tranquilidad al mismo tiempo? Aceleraba, cogía una curva muy cerrada… Cuando pasaba entre dos coches y te notaba apretar mi chaqueta soltaba el gas, frenaba un poquito y sentía que abandonabas la presa. Ha sido precioso conducir así. Tú y tus emociones. Era como si estuvieras pendiente de un hilo, el del gas.
Camino en silencio mientras nos dirigimos a la taquilla.
—Oye, Step, ¿la has entendido o no?
—¿El qué?
—La historia del hilo del gas.
—Bueno, tampoco hace falta tanto rollo, ¿no?
—¡Y yo qué sé! Te has quedado callado, como si hubieras perdido el control de la situación. ¡Vamos, compra las entradas, que yo voy a por palomitas!
—Sí, pero ¿para qué sala?
—¡Y yo qué sé!
—¿Qué tipo de película te apetece ver? ¿Una comedia, una romántica, una de terror…?
—Elige tú… Yo te he traído hasta aquí, y ¿encima tengo que elegir también la película? ¡Esto es demasiado! Podrás hacer algo tú, ¿no? Sólo ten en cuenta que la película de terror me parece que ya la has visto.
—Creo que te equivocas, Gin, no la he visto.
Miro el cartel y la encuentro: La verdad oculta. No, no la he visto. Además, ¿ella cómo sabe qué he visto y qué no?
—¿Cómo que no? Si incluso has hecho de protagonista: ¡Sobre el asfalto detrás de Gin!, una película terrorífica. Uuuh… Aún estás temblando, te veo. Mejor una romántica, venga…, ¡que si te caes, te caes bien y no te hace daño!
Delante de mí dos chicas se ríen. Gin se aleja sacudiendo la cabeza.
—De locos…
Me meto las manos en los bolsillos. Las chicas de delante me miran aún un rato y sonríen otra vez. Después, por suerte, una de las dos empieza una conversación que las lleva a otro sitio. Por primera vez entiendo qué significa sentirse como un «hombre objeto». Y además convertido en hombre objeto por una chica, por Gin, la Gin que ha conducido mi moto, que la ha llevado bien, tranquila, segura, veloz, que sabía el camino, que ha llegado hasta aquí… A lo largo de todo el trayecto, de noche, con falda, con el tráfico rodando de prisa. Gin…, la primera chica que ha conducido mi moto. ¡Y la primera que me ha convertido en objeto! Me dan ganas de reírme. Ya me toca. Me pongo serio y compro las entradas, sin dudas sobre la elección.
Gin está frente a la entrada de la sala con dos grandes recipientes de palomitas entre los brazos y una Coca-Cola con dos cañas dentro.
—O sea, que lo has conseguido…
Cojo la Coca-Cola, doy un sorbo y me adelanto.
—Venga, vamos.
Gin sacude la cabeza y me sigue, intentando que no se le caigan las palomitas.
—¿Se puede saber qué película has elegido?
—¿Por qué? Te reirás de todos modos.
—¿Yo? Eso no es cierto. Yo me adapto a todo, no soy una tocapelotas. Además, no he visto ninguna de ésas. La comedia, la romántica e incluso la de terror, todas me servían.
—Pues eso…, las he elegido todas.
Saco seis entradas del bolsillo.
—Primero la de terror, después la comedia para que te recuperes y luego la romántica, para que así a lo mejor me recupere yo.
—¿Con la romántica?… ¿De qué?
—Te recupere a ti, en sentido físico, quiero decir. Me explico: quedamos, tú conduces mi moto, vamos a ver tres películas en vez de una; entre la segunda y la tercera hay un intervalo de veinte minutos y quizá podamos tomar algo… ¿Y yo qué gano con todo esto? ¿Nada? No es justo, así que al final espero que mi recompensa sea «una cosa», es decir, «esa cosa», ¿no?
—¿Una sola cosa? Tú vales mucho más. ¡Toma, te las mereces todas!
Gin me lanza el recipiente de las palomitas. Yo lo cojo como puedo, teniendo en cuenta que tengo en la mano la Coca-Cola. El resultado no es el mejor. Me quedo con algunas palomitas pegadas al pullóver, una incluso en el hombro, y muchas, demasiadas, a mis pies. Gin se aleja encogiéndose de hombros.
—¡No te preocupes, invita la casa!
Precisamente en ese momento pasan las dos chicas que estaban delante de mí en la cola y se echan a reír otra vez. Me sacudo alguna que otra palomita de encima y después sonrío yo también.
—Tenéis que entenderla, ¡no lo quiere admitir, pero está enamorada!
Asiento. Bueno, me parece que han dado por buena mi explicación… Y un poco más satisfecho, entro en la primera sala. Está a oscuras.
—Gin…, Gin, ¿dónde estás?
La llamo en voz baja, pero de todos modos siempre hay algún quisquilloso.
—Sh.
—Pero si ni siquiera han empezado los títulos de cabecera… ¡¿Qué pasa?! —levanto la voz—. ¡Gin, hazme una señal!
De la derecha me llega una palomita que me da en la mejilla.
—Estoy aquí…
Me siento a su lado y en seguida me ofrece su recipiente.
—Si ya te has comido todas las palomitas, coge las mías. Soy generosa, ya lo sabes.
—¡Sí, más que ofrecerlas, las tiras directamente!
Meto una mano entre sus palomitas y cojo unas cuantas antes de que acaben igual que las demás.
—Step, dime una cosa: ¿esta idea de ver tres películas la has copiado de Antonello Venditti?
—¿Antonello Venditti? ¿Qué dices? ¿Y ése quién es?
—¡Un cantautor! Ya sabes, esa canción que habla también de Milan Kundera, que habla del colegio, de Julio César…
—No la he oído nunca.
—¿No?
—¡No, nunca!
—Pero ¿en qué mundo vives? No prestas atención a las palabras…
—No, no presto atención a un cantautor romano…
Delante de nosotros, un tipo se vuelve decidido.
—En cambio, nosotros sí prestamos atención a vuestras palabras, sólo que nos gustaría oír qué dicen en la película. ¿O es que, en vuestra opinión, ahora también salen los títulos?
Preciso, pedante y vengativo. Ha esperado a que habláramos precisamente para soltar su broma sobre los títulos. Podría haber vuelto a hacer simplemente «sh». Nos habríamos callado y punto. Pero se ha pasado, y mucho. Hago ademán de levantarme.
—Perdona, pero…
No me da tiempo a acabar la frase cuando Gin me tira de la chaqueta y hace que vuelva a caer sobre el asiento.
—Step…, hazme algunos mimos, anda.
Me atrae hacia sí sonriendo y yo no me hago de rogar.
Después de la primera película, La verdad oculta, vamos a tomar una cerveza al pub del Warner antes de que empiece la comedia.
—Dime la verdad, Gin…, ¿has tenido miedo?
—¿Yo? No conozco esa palabra.
—¿Entonces por qué te apretabas tanto contra mí y después, cuando no daba miedo, apartabas la mano?
—Tenía miedo.
—Ah, ¿has visto? Te lo he dicho…
—Tenía miedo de que el de detrás nos denunciara…, por pelearnos o, peor aún, por actos obscenos en un lugar público.
—Mejor la segunda opción.
—Pues claro, así hubiera salido mejor parada yo también.
—No, no lo digo por eso. Es que colecciono denuncias, ¡y la de actos obscenos me falta!
—Bueno, si es por eso, conmigo no acabarás nunca la colección.
—¿Estás segura? Aún faltan dos películas.
Hace un movimiento veloz. Le inmovilizo la cerveza antes de que me la eche por encima.
—Tranquilo. Sólo iba a acabármela porque está a punto de empezar la otra película. Si pierdes tiempo, ¿qué harás con tu colección?
Sonríe y se acaba la cerveza de un trago. Después se levanta secándose adrede la boca con la manga de la chaqueta.
—Vamos…, ¿no te apetece?
Ofendida, entra en la sala. Scary movie. Primero una de terror; ahora una comedia sobre las películas de terror. ¿Quién sabe qué le parece mi elección? Pero no se lo pregunto, demasiadas preguntas. Gin se mueve en la silla. De vez en cuando se ríe durante alguna escena algo delirante. Bueno, el hecho de que se ría ya anima. ¿Se ríe de mí? Demasiadas preguntas, Step. ¿Qué te pasa? ¿A qué viene tanta inseguridad?
Gin se levanta.
—Oye, voy al baño.
—De acuerdo.
—¿Has entendido?
—Sí, me has dicho que vas al baño.
Gin sacude la cabeza y sonríe saliendo de la fila, agachándose para no molestar a los de detrás. ¿O para no llamar demasiado la atención? Me vuelvo. Detrás está vacío, no hay nadie. Vuelvo a mirar la película. Un tipo con una máscara corre tropezando por todos lados. Pero no me da risa. Quizá porque estoy pensando en Gin. Y en el baño. O quizá porque no da risa. De todos modos, yo también tengo que ir al baño. Bueno, «tengo» es algo exagerado. Me apetece, es mejor, cuando menos para saber si lo he entendido o no.
En todo caso, si Gin me dice «Pero ¿qué has entendido?», le diré: «¿Qué has entendido tú? Simplemente tenía que ir al baño. ¿Qué pasa? ¿Es que yo no puedo mear?». Hum…, no se lo creerá nunca. Cruzo la fila sin hacer demasiado ruido. Las risas de alguien de más adelante tapan el hecho de que he chocado con una butaca medio bajada. Me froto el músculo anterior del muslo y me meto en el baño. No la veo. ¿Se habrá encerrado en el baño en serio?
—Eh, menos mal.
Asoma de repente por detrás de la pesada cortina granate.
—Por un momento he pensado que no lo habías pillado. —Se ríe. No le digo que por un momento realmente no lo había pillado—. ¡Me has asustado!
Gin se me acerca y me besa. Está caliente, suave, guapa, perfumada, deseable…, ¡y lista para acabar la colección!
—¿Qué, no dices nada?
—Sí. ¿Qué hacemos, nos encerramos en el baño?
Ella sonríe.
—No, nos quedamos aquí.
Apoya las manos atrás, se da impulso con los antebrazos y se aúpa hasta el lavabo, sentándose encima. Después estira las piernas y me rodea con ellas. Cuando estoy a punto de besarla veo sobresalir sus bragas del bolsillo de su chaqueta. Se las ha quitado ya y eso me excita aún más. Una carcajada de la sala llega imprevista mientras me desabrocho los pantalones. También esto me excita aún más. Despues estoy dentro de ella. Ella. Todo. Nos reímos juntos mientras la penetro. Después ella, de repente, gime y suspira mientras al otro lado estallan en una nueva carcajada. Apoyo las manos en sus nalgas, casi me agarro a ella, y empujo hacia adentro para que sea aún más mía. Del otro lado se ríen otra vez. Ella también. Es más, no, no se ríe, sonríe. Y después suspira. Apoya la cabeza en mi cuello y me muerde con suavidad.
—Venga, Step, sigue, no te pares…
Yo sigo lentamente y ella se mueve sobre la pila. Veo sus piernas. La falda cae hacia un lado. Su piel sobre la porcelana blanca y fría del lavabo. Gin se estremece. Mueve las manos hacia atrás y apoya la cabeza en el espejo. Yo le levanto los muslos y entro aún más. Suspira cada vez más fuerte. Suspira mientras noto que está a punto de correrse. Después, una gran carcajada llega procedente de la sala. El ruido de la puerta de al lado. Cierro los ojos, consigo a duras penas salir y me corro también yo. Pero Gin pierde el equilibrio y está a punto de caer de lado al suelo. Para no caerse se agarra a un grifo y lo abre, mojándose toda la falda por detrás.
—¡Ah, está helada!
Nos reímos. Cierro al vuelo el grifo. Inmediatamente después me abrocho los pantalones y me adecento lo mejor que puedo. Gin se mira al espejo. Por detrás tiene la falda completamente mojada. Cruzo mi mirada con la suya.
—¿Te ha gustado, eh?
Una carcajada llega de la sala en el momento oportuno.
—¡Qué gracioso!
—Bueno, a ellos les ha hecho reír.
La pesada cortina granate se mueve y después, ¡plop!, como sacada de la chistera de un prestidigitador algo torpe, aparece una señora.
—Oh, no podía salir; esta cortina pesa demasiado… El baño es aquí, ¿verdad?
—Sí, el de señoras es la puerta de la derecha.
Le dice Gin sin cruzar demasiado rato su mirada. Después ella también desaparece tras la cortina.
—¡Gracias! —responde la señora, y pasa frente a mí sin darse cuenta. Yo, que sí me he dado cuenta, me agacho al vuelo y sigo a Gin en dirección a la sala.
—Eh, has perdido esto.
Me las quita de la mano al vuelo.
—Dámelas en seguida.
Sentada en su sitio, Gin se pone las braguitas empujando hacia atrás en la butaca con los hombros.
—¡Madre mía, qué vergüenza si llega a encontrarlas esa señora!
—¡Sí, ¿y si hubiera conseguido abrir antes la cortina?! ¿Sabes qué habría ocurrido entonces?
—¡Sí, que hubieras completado tu colección!
Y también esta vez la sala se ríe.
Algo más tarde, tras la segunda película. En un restaurante del Warner estilo californiano o algo parecido. Pechuga de pollo a la plancha con parmesano y espinacas frescas. Una ensalada césar para compartir.
—¡Eh, que esa hoja era mía!
Gin me da un golpe con el tenedor.
—¿Y cómo iba a saberlo, eh?
—¿Y ésta?
Pincho una al vuelo precisamente de su lado.
—Ésa también.
Pero no le da tiempo a detenerme cuando ya me la he metido en la boca. Me río masticándola con la boca abierta como un extraño perro herbívoro pero divertidamente voraz.
—¡Qué asco…!
—¡Buh! —respondo a su acusación dando un salto hacia delante para asustarla. Y precisamente en ese momento…
—Veo que lo pasáis muy bien juntos… ¡Así deberían ser todas las parejas! El amor no es bonito si no es peleón…
Nos quedamos con la boca abierta. O mejor dicho, yo la cierro casi en seguida, ya que la tengo llena de espinacas. No tengo demasiada confianza con esa señora; es más, para ser sincero, no tengo ninguna. Sólo la he visto una vez, y… en el baño. Es la misma de antes, la que ha estado a punto de descubrirnos… en erótica actitud. Gin la reconoce y baja la mirada sonrojándose. Qué ridicula. Ha sido ella quien lo ha querido y ahora se avergüenza.
—Perdonad que os moleste, pero ¿sabéis dónde hay un baño por aquí?
Gin parece haber encontrado en el plato una espinaca interesante pero la abandona inmediatamente y señala con el tenedor al fondo de la sala. Yo hago lo mismo pero sin tenedor.
—¡Por allí! —decimos a la vez, y después, justo después, nos echamos a reír.
—¿Por qué os reís?, ¿tenéis que ir vosotros también?
Miro a Gin irónico.
—¿Tenemos que ir también nosotros?
Ella niega con la cabeza, hace una extraña mueca y consigue no sonrojarse.
—No, ahora no. ¡Dentro de poco empieza nuestra película!
—¿Vais a ver otra? ¡Qué bonita pareja, qué unidos estáis!
—Sí… —Miro a Gin sonriendo—. Tengo que decir que el cine nos une mucho. ¡Sobre todo el baño del cine!
—No entiendo…
Gin me mira y sacude la cabeza. Después sonríe a la señora, enternecida por su ingenuidad.
—¡Nada…, era una broma!
—Bueno, perdonad. Os dejo, que se me escapa el pipí. Quizá he bebido demasiado, o será la edad…
—Tranquila, señora. Nosotros también vamos muy a menudo al baño…
Gin me da un manotazo en el hombro.
—¡Se acabó! ¡Rápido, que empieza la película, vámonos!
Y al cabo de un instante, después de despedirnos de la mujer, estamos en otra sala. Aquí dan una película de hace algunos años, pero en el Warner es una novedad. Se abraza a mí y sigue la película con una mano en la boca. Se acurruca, se mordisquea un poco las uñas y se apoya de nuevo en mí. Mensaje en una botella. Kevin Costner ha perdido a su mujer y no quiere volver a empezar. No quiere seguir viviendo. Escribe cartas y las mete en botellas que se pierden en el mar, una tras otra; es su amor que naufraga. Pero no le escribe a nadie. Después alguien encuentra el mensaje en la botella. Una periodista. La carta la conmueve también a ella y se convierte en un acontecimiento. Se encienden las luces. Primera parte. Gin se ríe sorbiendo por la nariz, se cubre el rostro con el pelo y no se deja ver. Se vuelve hacia el otro lado, me mira desde abajo, estalla en una carcajada otra vez y vuelve a sorber por la nariz.
—¡Has llorado!
La señalo culpable.
—¡Pues… sí! No tengo por qué avergonzarme.
—¡Está bien, pero sólo es una película!
—Sí, y tú eres un insensible.
—Lo sabía… ¡Como siempre, es culpa mía! ¿Vamos al baño a hacer las paces?
—Cretino… Ahora no viene al caso.
Gin me da un puñetazo en el hombro.
—¿Y por qué a veces viene al caso y a veces no? Aparte de que eso de «viene» suena fatal…
—¡Ves, eres un inoportuno! Tú sigue haciendo bromitas, ¡pelma! Pero yo…
—¡Sh! ¡Silencio, que empieza la película!
Y se desliza butaca abajo, lanzándose encima de mí. Abrazándome y riendo detiene mi mano, que buscaba alguna distracción.
Algo más tarde, delante de una cerveza.
—¿Te ha gustado?
—Mucho, aún estoy mal.
—¡Joder, Gin, no te pases!…
—¿Y qué quieres que haga? Yo soy así. Claro que si no se hubiera hundido con el barco y todo lo demás… Ahora que había vuelto a enamorarse…, a amar a la periodista… Qué malos son los directores.
—Pero ¿por qué? ¡Es perfecto! Ahora será la periodista la que escriba cartas de amor y las meta en botellas, así las encontrará otro y la historia volverá a empezar… O bien meterá un peso dentro, así las botellas acabarán en el fondo y las leerá Kevin Costner.
—Madre mía, ¡qué macabro eres!
—Intento desdramatizar este drama que estás viviendo.
—No estoy viviendo ningún drama. Además, llorar es liberador, sienta bien, vacía las glándulas, ¿entendido? Es un equilibrador, precisamente como los besos.
—¿Los besos?
—Sí. Los besos contienen encimas, extrañas sustancias… Tipo… Endorfinas, creo, en resumen, como una droga. Los besos tranquilizan… ¿Por qué crees que te beso yo?
—Pues yo pensaba… que era pura atracción sexual.
—Pues no, es puro efecto calmante.
—Me estás mostrando un aspecto nuevo de mí mismo; tendría que besar a más mujeres, tal vez descubrieran que soy mejor que la tila, ¡deberían venderme en el supermercado! ¿Sabes la pasta que…?
—¡¿Sabes la de hostias que te daría?!
—¿Ah, ves? Sólo de pensarlo te pones celosa.
—Step, ¿has pensado alguna vez…?
—¿En qué, en ser celoso?
—No, en escribir, qué sé yo, una nota, un poema…
—Sí, y meterlo en una botella.
En realidad intenté escribirle a Babi. Era Navidad. Lo recuerdo como si fuera ayer. Las hojas de papel reducidas a bolas debajo de la mesa, intentos desesperados por encontrar las palabras adecuadas. Adecuadas para un desesperado. Yo, yo que corría jadeante en la inútil carrera, en la imposibilidad de reconquistar un amor que se va, que ya se ha ido. Y después volver a verla, a ella, con otro, y no encontrar ni siquiera la palabra más sencilla. Qué sé yo… Hola. Hola, cómo estás. Hola, hace frío. Hola, es Navidad. Hola, feliz Navidad. O peor aún… Hola, pero cómo… O bien: hola, ¿no te he dicho nunca…? Hola, te quiero. Pero ¿qué tiene que ver esto ahora? No tiene nada que ver.
—No, nunca he escrito nada. Ni siquiera una tarjeta de felicitación.
—¿Y ni siquiera lo has intentado?
—No, nunca.
¿Qué quiere? ¿Por qué insiste? Me mira de reojo.
—Hum… —dice, perpleja. Y después ataca de nuevo—: ¡Bueno, lástima! ¡En mi opinión sería precioso!
—¿El qué?
—Recibir algún escrito de ti. Estaría bien un poema, un bonito poema.
—¡Y encima tiene que ser bonito! No basta con que lo escriba, sino que además tiene que ser bonito.
—¡Pues claro, sobre todo bonito! No hace falta que sea largo. Un bonito poema sincero, lleno de amor…, ¡quizá para que te perdone!
—¡Qué te parece! Todavía no he escrito el poema y ya he hecho algo malo.
—Pues claro. ¿Acaso antes no me has mentido? —Sonríe, enarca una ceja y se levanta dejándome en la mesa—. ¡Falso!
Acabo el último sorbo de cerveza y en un instante estoy a su lado.
—Dime una cosa: ¿cómo lo has sabido? —Le digo, confirmando que ha acertado.
—Tus ojos, Step. Lo siento, pero tus ojos lo dicen todo…, ¡o al menos, bastante!
—¿O sea?
—Me han dado a entender que al menos una vez habías intentado escribir una carta, un poema u otra cosa. Yo no lo sé, lo sabes tú.
—Ah… claro.
—¿Ves?, has dicho «claro».
Me he liado con ese «claro». Pero ¿qué tiene eso que ver? Caminamos el uno al lado del otro, cerca, en silencio, hacia la moto. Algo es seguro: tengo que ponerme las gafas más a menudo. Las de sol. Quizá incluso de noche. O bien no decir mentiras. No, es más fácil usar las gafas… Ah, claro.