Tarde de pruebas. Estoy en la sala de dirección artística con Marcantonio. Cerca de nosotros, separados simplemente por un cristal, están Mariani y todos los demás. El Serpiente se mueve nervioso. El Gato & el Gato están sentados como buitres a las espaldas de Romani. Miran el monitor de la consola como enloquecidos, saltan de una esquina a otra de la sala, buscando el encuadre perfecto, el ideal que ofrecer en casa para reproducir lo mejor posible lo que verán. Romani, no; Romani está tranquilo. Fuma lentamente un cigarrillo, lo mantiene suspendido en el aire a pocos centímetros de su cara en un extraño juego de equilibrio. La ceniza dibuja un difícil arco que parte de sus dedos, se prolonga en el aire permaneciendo así, suspendida en el vacío, sin caer. Con la otra mano, Romani hace unos ligeros movimientos y chasquea los dedos. Alterna las cámaras que sin demora le son ofrecidas por el tipo que está en el mezclador. El tipo es impasible. Pulsa botones en un teclado, como si tocara un pequeño piano, quita del monitor más pequeño las imágenes y las pasa al monitor grande delante de Romani. Uno, dos, tres, fundido, cuatro, cinco, seis, vista aérea.
—¿Ves, Step?, esto es la tele. —Marcantonio me da un manotazo en el hombro—. Ven, vayamos a nuestro sitio, estamos a punto de empezar.
—¿Y ahora qué se hace?
—Bueno, nada en especial. Es sólo una prueba antes del ensayo general. Llevamos retraso, pero es así casi siempre.
—Ah, entiendo.
Me encojo de hombros. No es que me haya quedado demasiado claro, pero debe de ser un momento importante porque hay una extraña tensión. Los cámaras empiezan a coger los auriculares, se los ponen en la cabeza como soldados listos para internarse en una trinchera. Mueven veloces la palanca del zoom, un golpe seco, haciendo que se balancee, y empuñan las cámaras al vuelo, estiran las piernas y se ponen en posición, propietarios de ametralladoras listas para disparar sobre cualquier imagen que solicite el general Romani.
—Tres, dos, uno… ¡Adelante con las siglas!
Arranca la música. El monitor en color, inmóvil frente a nosotros, cobra vida repentinamente. Entran los logos de colores que hemos hecho nosotros. Después, de repente, desaparecen. Y debajo de ellos una serie de telones se abren uno tras otro, perfectamente sincronizados. La cámara dos, donde un único cámara tiene el placer y la posibilidad de estar sentado, avanza lentamente hacia el centro del estudio. En el monitor en color veo lo que enfoca. Tiene la luz roja encendida: es la señal de que está grabando. Avanza inexorable como un perfecto fusil de caza. Ha enfocado el último telón, esa pequeña puerta del fondo que repentinamente se abre. Allí están. Una tras otra, rubia, morena, pelirroja, salen como pequeñas mariposas de esa pequeña puerta, como hojas de colores que caen de un otoñal árbol televisivo, ellas, las bailarinas. Vestidas, desvestidas, veladas. Con los músculos escondidos, con las sonrisas improvisadas, con el pelo peinado o teñido, con las caras maquilladas. Avanzan ligeras hasta el centro y ocupan su sitio con elegancia. Después, con un único paso, se mueven a la vez como pequeños soldaditos delicados. Bailan sobre sí mismas, alejándose y acercándose de nuevo, estiran los brazos y sonríen, apagándose y encendiéndose delante de cada cámara que se ilumina de rojo poniéndolas en antena. Y los cámaras, impecables, bailan con ellas, cambian el encuadre, las llevan de la mano, las sueltan y las recuperan. Y Romani dirige el conjunto, perfecto maestro de una música recién creada, formada por imágenes y luces. En silencio, Marcantonio golpea a tiempo las teclas del ordenador, liberando, uno tras otro, los títulos que aparecen y desaparecen moviéndose en 3D ahora sobre el rostro de aquella chica morena, ahora sobre una vista aérea, ahora sobre una panorámica que se funde. Muy bien. No se equivoca ni una sola vez. Una última pulsación y la música se interrumpe. Silencio. Las chicas puestas en fila estiran los brazos y con un solo gesto señalan el fondo del teatro. Por esa pequeña puerta aparece el presentador.
—Buenas noches…, buenas noches. Aquí estamos… ¿Qué significa el título de «Los grandes genios»? Pues quiere decir…, por ejemplo, ser genial quiere decir estar aquí con estas preciosas chicas y, sobretodo, que te paguen por ello…
Miro a Marcantonio.
—¿Va a decir todas esas cosas?
—Bueno, ¿qué importa?… Lo hace de prueba para divertirse, para hacerse el simpático, o quizá para ligarse a una de las bailarinas, pero cuando está en antena es muy distinto: es un presentador muy serio. Ojalá fuera así. Es más, no entiende que caería mucho mejor a todos. Hoy en día la gente lee de todo, lo siguen todo y lo saben todo. Y en cambio, él cree que sólo lo miran los idiotas.
—Bueno, si lo miran mucho, un poco idiotas sí que son.
Marcantonio se vuelve y levanta una ceja.
—Hum, veo que estás aprendiendo. Nada mal. Siéntate aquí, te explicaré qué tienes que hacer.
—¿Cómo que qué tengo que hacer? ¿Acaso no estás tú?
—Pero un día podría no estar, puedo tener cosas que hacer, y además…, estás en prácticas, pero el día de mañana estará todo en tus manos y tienes que dominar el oficio. —Dominar el oficio. Me suena fatal. Es como haber sido absorbido por un enorme aspirador que te atrapa y ya no te suelta. Me siento al lado de Marcantonio, que empieza a explicarme—: Con este botón haces reset, con éste envías otra vez el logo en 3D…
Intento seguir la explicación, pero después me distraigo un momento. En el monitor ha aparecido Gin; le ha llevado algo al presentador, que le sonríe y le da las gracias. Miro el primer plano que Romani amablemente le concede. Después Gin se aleja y el presentador sigue explicando algo. También Marcantonio explica algo. Yo pienso en Gin y en el contrato que he firmado para este trabajo. Maldito aspirador. En ambos casos, me siento jodido.
Más tarde, una vez terminadas las pruebas. Detrás de los bastidores, las chicas se cambian de prisa, encendiendo los móviles, que empiezan a sonar. Gin se acerca a Ele, que está doblada en dos en una esquina de los vestuarios.
—Ele, pero ¿qué haces?
—Nada, recuperando el aliento, tengo ganas de vomitar. ¡Qué cansancio! Pero es divertido. ¿Siempre es así?
—Esto no es nada, tienes que ver el directo. Esto ha sido sólo un ensayo.
—Oh, pues las demás también están rotas. Se nota que hace un montón de tiempo que no practican. Yo hago otros dos ensayos y estaré perfecta. Quizá porque físicamente tengo buena base…
Sonríe y le propina un manotazo en el hombro y después le guiña el ojo. Está en el séptimo cielo. Bueno, finalmente la han cogido. Al menos esta vez. Quién sabe si ha sido por ese entrometido… Gin no quiere ni siquiera pensarlo. La mira mientras se cambia. «Ele se quita la ropa de una manera… —piensa—. Siempre me ha divertido su forma de vestirse y desvestirse…». No tanto por lo que se pone, sino por cómo lo hace. Parece una pelea entre ella y la ropa. Todo le sienta siempre mal, se lo pone lo mejor que puede, se lo ajusta un poco, se toca el pelo, se lo echa hacia atrás y, venga, ya está lista.
—Eh, Gin, ¿qué haces luego?
—Pues no lo sé.
—Dime la verdad.
Me mira levantando la ceja.
—¿Tienes ya plan?
—¿De qué?
Le tiro la sudadera y acierto de lleno.
—¿A ti te parece que si tuviera plan, como tú dices, no te lo diría?
—Entiendo, o sea, que tienes plan.
Coge la sudadera a modo de pañuelo y hace ver que se suena la nariz. Las demás la miran con la boca abierta. Como de costumbre. Es su broma preferida, lo hace desde que nos conocemos. Pero yo no digo nada. Ele finge secarse la nariz con la mano mientras las otras, asqueadas, siguen mirándola.
—Gracias, menuda amiga…
Y diciendo esto, me arroja la sudadera de vuelta, sonríe y se marcha. Algo más tarde, ya me he duchado. Este teatro es una pasada. Todas las comodidades respirando el que ha sido el debut de la Carrà, de Corrado, de Pippo Baudo, de Celentano y de quién sabe cuántos artistas más. Salgo con la bolsa al hombro y miro a mí alrededor. Nada, no lo veo.
—Señorita… Sus amigas ya se han marchado…
El guardia jurado me parece sinceramente disgustado. Qué ingenuo, como si yo las buscara a ellas.
—¿Quiere que la lleve a alguna parte? Dentro de poco acabo; está a punto de llegar mi colega.
Y se ríe enseñando unos dientes amarillos, torcidos luchadores de algún cigarrillo barato. Después se pierde precisamente tropezando en una risa zafia.
—Para mi sería un placer…
No es tan ingenuo; es más, es incluso un poco vicioso.
—No, gracias, muy amable.
Y como mi madre me enseñó, me alejo sin dar demasiada confianza.