Cinco

—Ya estamos, Step, es el 237. Espera, que abro la verja. Apárcalo aquí. El número 6 es el mío. —Paolo está orgulloso. Cogemos las bolsas—. El ascensor sube directamente desde el garaje.

También está orgulloso de eso. Llegamos al quinto piso. Abre la puerta como si se tratara de una caja fuerte. Alarma, dos cerraduras, puerta blindada… Su nombre: Paolo Mancini, una tarjeta impresa sobre una pequeña placa enmarcada en oro. Es horrible, pero no se lo digo.

—¿Has visto? He puesto una de mis tarjetas en la placa. Está también el número de teléfono. Buena idea, ¿no? Pero ¿por qué te ríes? No te gusta, ¿verdad?

—Claro que sí. Pero, según tú, ¿por qué debería decirte siempre mentiras? Me gusta de veras, créeme.

Sonríe algo más relajado y me hace entrar.

—De acuerdo, ven. Mira, aquí está…

Por dentro, la casa no está nada mal: parquet nuevo, colores claros, paredes blancas…

—Falta un poco de decoración, pero lo he reformado entero. Mira, he puesto reguladores en los interruptores, ¿ves? —Prueba uno subiendo y bajando una luz—. Una pasada, ¿no?

—Una pasada.

Me quedo en la entrada con los dos sacos en la mano. Paolo sonríe feliz por su idea.

—Te enseñaré dónde puedes dormir. —Abre la puerta de una habitación que hay al fondo del pasillo—. ¡Tachán!

Paolo se queda en la puerta, sonriente.

—Eh…

Debe de haber alguna sorpresa dentro. Entro.

—He recuperado tu ropa y la he traído aquí. Algunos jerséis, las camisetas, las sudaderas… Y mira esto. —Me muestra un cuadro colgado de la pared—. Quedó una ilustración de Andrea Pazienza. Ésta no la quemaste.

Me recuerda, sin quererlo, esa Navidad de hace dos años y medio. Tal vez lo entiende y un poco lo lamenta.

—Bien, yo me voy a mi habitación. Instálate a tu gusto.

Dejo el saco encima de la cama, abro la cremallera y empiezo a sacar la ropa. Jerséis, chaquetas. Una chaqueta de deporte Abercrombie. Vaqueros descoloridos de la marca Junya. Una sudadera de color arena Vintage 55. Camisas bien dobladas Brooks Brothers. Las pongo dentro de un armario blanco. Tiene varios cajones. Abro también la otra bolsa y los lleno todos. En el fondo del saco hay un paquete envuelto. Lo cojo y salgo del cuarto. Paolo está en su habitación, tumbado sobre la cama con los pies fuera.

—Toma —arrojo el paquete sobre su barriga. Lo coge como si de un puñetazo se tratara y se dobla en dos haciendo que el paquete caiga sobre la cama.

—Gracias, ¿y esto por qué?

Siempre busca una explicación.

—Es la última moda en Estados Unidos.

Lo desenvuelve y lo desdobla delante de sus ojos. Está un poco perplejo.

—Es la chaqueta de los bomberos. Allí se la ponen todos los recién llegados.

Ahora que se lo he dicho, le gusta más.

—¡Me la pruebo!

Se la pone encima de la americana y se mira al espejo. Intento no reírme.

—¡Ostras, qué pasada!

Esa expresión no es propia de él; le ha gustado de verdad.

—Has acertado hasta la talla.

—Cuídala bien. Vale un trocito de tu casa.

—¿En serio es tan cara?

—Eh, tú habitación es más bonita que la mía, es más grande.

—Sí, lo sé, Step, pero…

—Paolo… lo decía en broma.

Él suspira, aliviado.

—No, en serio, sea como sea, la has reformado bien.

—No sabes lo que me he gastado…

Ya asoma de nuevo el asesor financiero. Regreso a mi habitación y empiezo a desnudarme. Tengo ganas de darme una ducha. Paolo entra en la habitación, todavía lleva la chaqueta puesta con la etiqueta colgándole del cuello y un paquete en la mano.

—Yo también tengo una sorpresa para ti. —Hace ademán de lanzar el paquete pero después cambia de idea y me lo pasa despacio—. No se puede tirar, es delicado.

Lo abro con curiosidad.

—Es por tu cumpleaños. —Consigue turbarme—. En realidad, es por el cumpleaños que pasaste en Estados Unidos. Sólo pudimos llamarte por teléfono.

—Sí, escuché el mensaje en el contestador.

Sigo desenvolviendo el regalo. Intento no pensar en ese día, pero no lo consigo. 21 de julio… Estar fuera adrede todo el día para no esperar inútilmente junto al teléfono. Después volver a casa y ver el contestador parpadeante. Un mensaje, dos, tres, cuatro. Cuatro mensajes, cuatro llamadas recibidas. Cuatro posibilidades. Cuatro esperanzas. Vamos con la primera: «Hola, Stefano, soy papá… ¡Felicidades! Creías que me había olvidado, ¿eh?».

Mi padre. Siempre tiene que añadir un toque de humor a lo que hace. Aprieto la tecla y avanzo. «Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz para Step…». Mi hermano. Mi hermano, que hasta me canta feliz cumpleaños por teléfono. ¡Menudo pringado! Quedan dos. Otro mensaje, el penúltimo. «Hola, Stefano…». No, es mi madre. Lo escucho en silencio. Su voz se desliza suave, lenta, amorosa, tal vez algo cansada. Entonces cierro los ojos y los puños y trato de contener las lágrimas. Y lo consigo. Hoy es mi cumpleaños, mamá. Quiero estar contento, quiero reír, quiero estar bien, mamá… Sí, yo también te echo de menos. Son tantas las cosas que echo de menos… Pero hoy tengo ganas de no pensar. Te lo ruego. «Muchas felicidades, Stefano, y, por favor, llámame cuando puedas. Un beso». Queda, pues, un último mensaje. La luz verde parpadea silenciosa. La miro en silencio. Se enciende y se apaga lentamente. Esa luz verde podría ser el mejor regalo de mi vida. Su voz. La idea de que a mí también me eche de menos. De poder en un instante volver atrás, a entonces, volver a empezar… Sueño aún por un instante. Después pulso la tecla. «¡Hola, mítico! ¿Qué tal estás? Oh, qué placer absurdo oír tu voz aunque sea sólo en el contestador. No sabes cuánto te echo de menos… Muchísimo. Roma está vacía sin ti. Me has reconocido, ¿verdad? Soy Pallina. Claro que ahora tengo la voz más de mujer. Tengo que contarte un montón de cosas. ¿Por dónde empezamos? Veamos… Al fin y al cabo, puedo apalancarme: mis padres han salido, llamo desde casa y gasto que es un placer porque me han hecho enfadar. Así los castigo un poco, ¿no?…».

Me hace reír, me alegra. La escucho con una sonrisa. Pero no puedo mentir, no a mí mismo. No era ésa la llamada que esperaba. No es un cumpleaños sin su voz. No me parece ni siquiera que haya nacido. Y en cambio ahora, después de más de dos años, estoy otra vez aquí.

—Entonces, ¿qué dices?, ¿te gusta?

Termino de desenvolverlo y después miro la caja.

—Es el último modelo: un Nokia fantástico.

—¿Un móvil?

—Una pasada, ¿eh? Tiene cobertura en todas partes. Lo he conseguido gracias a un amigo porque todavía no está en las tiendas. Es un N-70, tiene de todo y es pequeño. Cabe en el bolsillo de la chaqueta.

Se lo mete para demostrarme que lo que dice es verdad.

—Está visto que tienes amigos diligentes, ¿eh?

Et voilà, ¿has visto? Se abre así y se puede quitar el sonido y hacer que sólo vibre. Toma.

Ni siquiera ha oído mi broma. Sólo espera mi reacción.

—Gracias —es lo único que consigo decir—. Necesitaba un móvil.

—Ya tienes el número: 335 808 080, ¿fácil, no? También es cosa de mi amigo de Telecom.

Está aún más satisfecho. Mi hermano y sus amigos… Ahora tengo un número. Estoy fichado, identificado. Localizable, quizá.

—Es muy bonito, pero ahora tengo que darme una ducha.

Dejo el móvil sobre la cama.

Paolo se sale sacudiendo la cabeza:

—Ay, si lo tiras así, ese móvil durará poco.

Mi hermano. No tiene remedio. ¡Qué aburrido es! Y sin embargo los dos nacimos del mismo semen, el de mi padre, o al menos eso espero. Enciendo la radio que hay en la mesilla y la sintonizo. Mientras me desnudo, me río solo. Mi madre seguro que engendró a Paolo con otro. Sería lo más. Al menos, tendía una explicación. Pero desecho la idea. Eran otros tiempos. Tiempos de amor. Me gusta este trozo. Me pongo a canturrear un poco.

Estoy debajo de casa de Paolo. He visto las luces que se encendían. Sé que ésta es la nueva casa de su hermano. Allí está, lo veo. Step pasa frente a la ventana. Ésa debe de ser su habitación. Pero si se está desnudando… Y está cantando. Me pongo los auriculares. Enciendo la radio de mi móvil. Cambio de emisora hasta que me parece encontrar lo que canturrea Step. Miro el dial: Ram Power 102.70. «Una la vives, una la recuerdas», dice su eslogan. Quién sabe qué prefiere Step… Miro la hora. Es tarde, tengo que volver a casa. Seguro que mis padres me están esperando.

—Paolo, ¿tienes una toalla?

—Te he dejado algunas en el baño. Las encontrarás en orden de color, el azul más claro para la cara; el más oscuro para el bidet, y finalmente hay un albornoz azul detrás de la puerta.

Es verdad, mi hermano es un auténtico obseso del orden.

—Eh, Step, deja que te vea.

Me planto frente a la puerta.

—Caray, qué bien estás. ¿Has adelgazado?

—Sí. En Estados Unidos se entrena de otro modo en el gimnasio. Mucho boxeo. Nada más empezar entendí lo lentos que somos aquí, en Roma.

—Estás muy definido.

—¿Cuándo coño has aprendido tú esas expresiones?

Me abandono a mi tosco romano.

—Me he apuntado a un gimnasio.

—No puedo creerlo. ¡Ya era hora! Pero mira que me dabas la paliza: que si perdía el tiempo en el gimnasio, que qué más me daba el físico… Y al final, ¿qué haces?

—Me convenció Fabiola.

—Ah, ¿ves? Empieza a gustarme Fabiola.

—Me dijo que estaba demasiado tiempo sentado y que un hombre debe decidir quién es físicamente a los treinta y tres años.

—¿A los treinta y tres años?

—Eso dijo.

—Entonces aún tenías dos años de libertad.

—He preferido no ajustarme tanto a la regla.

—Bien por Fabiola. —Me voy al baño—. ¿Y dónde te has apuntado?

—En el Roman Sport Center.

Silencio. Vuelvo a aparecer por la puerta.

—¿Eso también lo decidió Fabiola?

—No. —Sonríe orgulloso, según él, de su elección—. Yo… bueno, la verdad es que ella ya iba allí.

—Ah, eso…

Vuelvo al baño y cierro la puerta. No puedo creerlo. No hay nada peor que ir al gimnasio con tu novia. Estás pensando en ella hasta debajo de las pesas, vigilando quién se le acerca, qué le dicen, ese tipo que finge enseñarle el movimiento adecuado…, y qué hace ella y cómo responde. Terrible. De vez en cuando veo esas parejas. Un beso al final de cada serie. Y después, tras el entrenamiento, la pregunta obligada: «¿Qué hacemos esta noche?».

Porque una pareja debe tener su programa. De lo contrario ¿qué clase de pareja es? Si, en cambio, estás «libre», entonces el Roman es perfecto. Automáticamente, el músculo trabaja el doble, debe ponerse en evidencia él mismo para pillar. Las máquinas y las pesas casi fingen trabajar, silenciosos espectadores de quién sabe cuántos amores calculados. Claro que sí, porque acabada cada serie la gente se mira, se sigue el rastro, una sonrisa y después dale con la charla inútil. Quien eres, dónde estuviste ayer, qué local han abierto hoy, qué planes tienes para la noche, qué haces mañana y cuánto dinero tienes. En definitiva, si vale o no la pena follarte.

Abro el grifo de la ducha y me meto debajo del chorro. Agua fría. Apoyo el brazo contra la pared y empujo hasta intentar inútilmente echarla abajo. Se me hinchan los hombros y el agua rebota, ahora más templada. Después inclino la cabeza hacia atrás, la boca medio abierta, y el agua cambia repentinamente de recorrido. Uno pequeño no impetuoso que encuentra recodos y escondites entre mis ojos, entre la nariz y la boca, entre los dientes y la lengua. La escupo fuera de la boca, respirando. Mi hermano. Mi hermano, que va al Roman Sport Center. Mi hermano con su Audi A4 nuevo. Mi hermano con su novia. Mi hermano, que se entrena con ella y entre una risa y otra decide qué hacer esa noche. Ahora está todo claro. Él es papá, sin sombra de duda. Cuanto mayor se hace, más se define la fotocopia. Yo, en cambio, permanezco desvaído en una esquina. Me gustaría saber quién se ha agenciado mi tóner. Salgo de la ducha. Me pongo el albornoz y me seco el pelo con la toalla azul exactamente como él quiere. Me froto con fuerza el pelo recién cortado y en un instante lo tengo seco. Me dejo la toalla sobre la cabeza y voy a la habitación. Paolo me ve.

—Es impresionante cómo te pareces a mamá. Llámala, estará contenta.

—Sí, más tarde.

Hoy no tengo ganas de alegrarle el día a nadie.