Mario llega preocupado a nuestra mesa.
—Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis, ya? Sólo habéis tomado un segundo. Tengo un pastel casero riquísimo, hecho con mis propias manos. Bueno, para ser sincero, con las de mi mujer.
Esta última confesión me coge desprevenido. Querría contárselo todo, explicarle que no es que hayamos comido mal, sino que he tenido la gran idea… Una idea. Un plato especial en cada lugar, en cada sitio famoso por un determinado plato. También el cabernet ha hecho su efecto y participa de la fiesta. De modo que prefiero una simple mentira:
—Es que hemos quedado con unos amigos y, si llegamos tarde, se marcharán.
Mario parece aceptar mi explicación con tranquilidad.
—Entonces, hasta la vista…, pero volved pronto.
—Claro, claro.
También Gin participa.
—El filete estaba buenísimo.
Pero mientras salimos sucede algo imprevisto.
—¡Esperad un momento!
Un chico de aspecto divertido con el pelo crespado a modo de gorro de cocinero sale a nuestro encuentro.
—Step, ¿tú eres Step, verdad?
Asiento.
Sonríe satisfecho de haber acertado.
—Toma, esto es para ti.
Cojo una nota aunque no me da tiempo a leerla porque Gin, más rápida que yo, me la arranca de la mano mientras el chico continúa:
—Me la ha dado una chica rubia, una bailarina. —Sonríe contento—. Es una de las del Bagaglino. Me ha dicho que te lo dé a ti o a tu prima.
Mario lo mira preocupado y después, casi excusándose con nosotros:
—Es mi hijo. Venga, vámonos, aún hay mesas que servir.
—Pero si han acabado todos.
Mario le da un tirón.
—¡Pero ¿es que no entiendes nada?! —Y lo empuja hacia adelante—. ¡Rápido! Muévete.
El chico, mortificado, agacha la cabeza dispuesto a oír la reprimenda del padre preguntándose por qué siempre le riñe sólo a él.
—Toma.
Gin me pasa la nota.
—Mastrocchia Simona… Una que escribe primero el apellido y después el nombre…
Después me mira con un cierto aire de suficiencia.
—Móvil, fijo y e-mail en la nota. Quiere que la encuentres. Y parece que sabe usar también el ordenador. Es tecnológica. Como la falda Uragan. Menos mal que le has dado la vuelta a la velada.
—Realmente aún no le he dado la vuelta. ¡De todos modos, en tiempos de escasez no hay que tirar nada!
Doblo la nota y me la guardo en el bolsillo.
—Ja, ja, muy divertido, en serio.
Nos quedamos un rato en silencio, andando. Viento de principios de octubre, alguna hoja aquí y allá en las aceras. Ese silencio me fastidia.
—Mira que eres, ¿eh? Has montado el numerito, le has preguntado su número, haces de prima mía preocupada, ella sonríe y después finalmente nos lo da, y entonces tú te enfadas. Eres insuperable.
—Insuperable, tú lo has dicho. ¿Y bien? ¿Se ha acabado esta comida-tour o cómo demonios se llame? ¡Ni siquiera le has puesto un nombre a esta gran idea tuya!
Hace que todo suene con excesivo énfasis y sigue mirándome. Después abre la boca, hace una mueca como si imitara a un bocazas, un estúpido pez, o a un simple tipo cualquiera que, de todos modos, no encuentra palabras para contestar. En resumen, ya sea mamífero o anfibio, está hablando de mí. Hasta se me adelanta en el tiempo. Y decir que había pensado en llamarlo precisamente comida-tour… Bueno, saco la nota con el número de Mastrocchia Simona, el móvil que me ha regalado Paolo y empiezo a marcar. En realidad, lo hago al azar, sin mirar. Con los ojos, pero sin parar, la estoy vigilando. Y la pequeña tigresa salta al ataque.
—¡Mira que eres idiota!
Se me echa encima. Cierro en seguida el móvil y me lo meto en el bolsillo mientras con la derecha paro un golpe suyo, fuerte, directo a la cara, mientras Mastrocchia Simona, con su número escrito de manera incierta, cae al suelo. Le agarro la muñeca y, de prisa, se la giro poniéndole el brazo detrás de la espalda. Una media vuelta y está pegada a mí.
—Ay.
Está casi sorprendida por la velocidad y por el dolor. Aflojo un poco el abrazo. La atraigo hacia mí. Con la mano izquierda, la cojo del pelo y meto los dedos entre los mechones. Y como un peine salvaje, un poco brusco, un poco natural, le tiro del pelo hacia atrás. Le libero la frente. Sus ojos son grandes, intensos, dilatados. Me miran. Cómo me gusta. Después los cierra. Los abre otra vez y se rebela. Intenta soltarse, pero la agarro más fuerte.
—Sé buena… Sh —susurro—. Eres demasiado celosa…
Ante esa palabra parece casi enloquecer, patalea, se agita, intenta golpearme con los pies, con las rodillas.
—¡Yo no soy celosa! Nunca lo he sido y nunca lo seré. ¡Soy famosa precisamente por no serlo!
Me río parando más o menos sus golpes. Se lanza con la boca abierta sobre mi cara e intenta morderme. Empieza una guerra de mejillas, un alternarse de frotamientos, sus dientes se abren y se cierran, buscándome, no encontrándome, me acerco y me alejo, su boca me persigue y yo me muevo hacia abajo, apartando la cabeza, librándome, escondido entre el pelo hasta llegar al cuello. Abro la boca, mucho, todo lo que puedo. Querría tragármela entera y al mismo tiempo respiro capturándole la piel, el cuello, la yugular, y con un suave mordisco gigantesco la bloqueo, la tomo, la poseo.
—Ay, ay. ¡De acuerdo, basta! —Estalla en una carcajada—. Me haces cosquillas, te lo ruego, el cuello no.
Inclina la cabeza hacia mí intentando liberarse. Articula un extraño ballet, pequeños pasos que se apartan hacia la izquierda mientras sigue riéndose. Y escalofríos y sonrisas, dobla la cabeza sobre el hombro, cierra los ojos, débil, derrotada, abandonada, conquistada por esas sensuales cosquillas. Y yo la beso. Blandísima, con unos labios calientes como nunca he saboreado. Como una fiebre. De deseo. O por la lucha que hemos mantenido… Pero todo lo demás me parece fresco, incluso allí, debajo de la chaqueta, debajo de la camiseta que me deja visitar. Después, su pecho… Lo acaricio por un instante con mi mano, suave y amable. Pero es sólo un instante, siento su corazón latir de prisa, más de prisa. Y no sé por qué, os juro que no lo sé, los dejo allí, a los dos. No quiero molestar. Le cojo la mano.
—Ven, nos falta el postre…
Se deja llevar tranquila. Después, de repente, se detiene un instante. Me bloquea teniéndome cogido de la mano y lleva los labios hacia adelante, melindrosa gatita, levemente enfurruñada.
—¿Qué pasa, que como postre yo no sirvo?
Intento decirle algo pero no me da tiempo. Se me escapa de la mano y me adelanta corriendo, con el pecho hacia adelante, ese pecho que era mi prisionero, con las piernas hacia atrás, riéndose, libre. Y yo la persigo mientras algo más allá, ahora presa del viento, quizá de otro destino, quedan un número de teléfono y un nombre; mejor dicho, un apellido y un nombre: Mastrocchia Simona.