OGION
ACOSTÓ A LA NIÑA EN EL catre que había en el nicho del poniente. Atizó el fuego. Fue a sentarse junto al jergón de Ogion, con las piernas cruzadas en el suelo.
—¡Nadie te está cuidando!
—Les dije que se fueran —musitó.
Su rostro tenía la misma expresión misteriosa y dura de siempre, pero tenía el cabello ralo y blanco, y el tenue brillo de la lámpara no despertaba ni una chispa de luz en sus ojos.
—Podrías haber muerto solo —le dijo impetuosamente.
—Ayúdame a hacerlo —dijo el anciano.
—No todavía —le suplicó, agachándose, apoyando la frente en su mano.
—No esta noche —accedió—. Mañana.
Alzó la mano para acariciarle los cabellos una sola vez, porque no tenía fuerzas para más.
Ella se sentó nuevamente. La fogata se había encendido. Su luz jugueteaba en los muros y el techo bajo, y proyectaba sombras que se concentraban en los rincones del largo cuarto.
—Si viniera Ged… —murmuró el anciano.
—¿Lo has mandado llamar?
—Desapareció —dijo Ogion—. Ha desaparecido. Una nube. Una niebla sobre las tierras. Se marchó hacia el oeste. Llevando la rama de serbal. Se internó en la niebla oscura. He perdido a mi halcón.
—¡No, no, no! —musitó ella—. Regresará.
Se quedaron en silencio. El calor del fuego empezaba a penetrar en sus cuerpos, dejando relajarse y flotar entre el sueño y la vigilia a Ogion, dejando descansar placenteramente a Tenar después de la caminata del largo día. Se frotó los pies y los hombros doloridos. Había cargado a Therru parte del último largo trecho empinado, porque la niña había empezado a jadear de cansancio mientras trataba de caminar al ritmo de Tenar.
Tenar se levantó, calentó agua y se quitó el polvo del camino. Calentó leche y comió el pan que encontró en la despensa de Ogion, y volvió a sentarse a su lado. Mientras él dormía, ella se quedó sentada, pensando, contemplando su rostro y el brillo del fuego y las sombras.
Recordó cómo una niña se había quedado sentada en silencio, pensando, en medio de la noche, mucho tiempo atrás y muy lejos de allí, una niña en un cuarto sin ventanas, criada para pensar en sí misma sólo como la que había sido devorada, sacerdotisa y sirvienta de los poderes de las sombras de la tierra. Y había habido una mujer que solía quedarse sentada en medio del sereno silencio de la casa de una granja cuando su esposo y sus hijos dormían, para pensar, para estar a solas una hora. Y había una viuda que había cargado a una niña quemada, que estaba sentada junto a un moribundo, que esperaba que un hombre regresara. Como todas las mujeres, cualquier mujer, haciendo lo que hacen las mujeres. Pero Ogion nunca la había llamado por los nombres de la sierva ni de la esposa ni de la viuda. Ged tampoco lo había hecho, en la oscuridad de las Tumbas. Ni tampoco —antes aún, en un tiempo más remoto que todo aquello— lo había hecho su madre, la madre que recordaba sólo como el calor y el color aleonado de las llamas, la madre que le había dado su nombre.
—Soy Tenar —murmuró. Atizado por una rama seca de pino, el fuego se elevó en una brillante lengua amarilla de llamas.
La respiración de Ogion se volvió angustiosa y comenzó a inhalar con dificultad. Ella le ayudó como pudo hasta que se alivió un poco. Los dos durmieron un rato, ella dormitando junto a su azorado y entrecortado silencio, interrumpido por extrañas palabras. En algún momento de esa oscura noche él dijo en voz alta, como si se encontrara con un amigo en un camino:
—¿Estás ahí, entonces? ¿Lo has visto? —Y otra vez, cuando Tenar se levantó para atizar el fuego, comenzó a hablar, pero esta vez parecía que hablaba con alguien que recordaba de hacía mucho tiempo, porque dijo claramente, como habría dicho un niño—: Traté de ayudarle, pero el techo de la casa se derrumbó. Los aplastó. Era el terremoto. —Tenar escuchaba atentamente. Ella también había presenciado el terremoto—. ¡Traté de ayudarlos! —dijo el niño con la voz del anciano, dolorosamente. Luego comenzó una vez más a jadear tratando de respirar.
Al despuntar el alba, un sonido que en un comienzo Tenar creyó que era el mar la despertó. Era un vigoroso batir de alas. Una bandada de pájaros pasaba por encima de ellos, a poca altura; eran tantos los pájaros que sus alas sonaron como un estallido y sus sombras veloces oscurecieron la ventana. Le pareció que daban una vuelta en torno a la casa para luego desaparecer. No gritaron ni graznaron, y ella no pudo saber qué pájaros eran.
Esa mañana llegaron algunas gentes de la aldea de Re Albi, hacia el norte de la cual se encontraba a cierta distancia la casa de Ogion. Vino una pastora de cabras y vino una mujer a buscar la leche de las cabras de Ogion, y llegaron otros a preguntar qué podían hacer por él. Musgo, la bruja de la aldea, palpó la vara de aliso y la varilla de avellano que estaban junto a la puerta, y echó una mirada curiosa hacia el interior, con gesto esperanzado, pero ni siquiera ella se arriesgó a entrar, y Ogion refunfuñó desde el jergón:
—¡Diles que se marchen! ¡Diles que se marchen!
Parecía menos débil y más cómodo. Cuando la pequeña Therru se despertó, le habló en el tono seco, amable y sereno que Tenar recordaba. La niña salió a jugar al sol y él le dijo a Tenar:
—¿Cómo la llamas?
Ogion hablaba la Verdadera Lengua de la Creación, pero jamás había aprendido una sola palabra de kargo.
—Therru quiere decir ardiente, llamarada —respondió.
—¡Ah, ah! —dijo él y le brillaron los ojos, y frunció el entrecejo. Pareció vacilar por un instante como si buscara la palabra precisa—. Esa niña… —dijo—. A esa niña le temerán.
—Le temen ahora —dijo Tenar con amargura. El mago sacudió la cabeza.
—Enséñale, Tenar —musitó—. ¡Enséñale todo! No lo de Roke. Tienen miedo… ¿Por qué te dejó marchar? ¿Por qué te marchaste? ¿Para traerla aquí… tan tarde?
—No te muevas, no te muevas —le dijo ella con ternura, porque Ogion se esforzaba por hablar y respirar, y no conseguía hacer ni lo uno ni lo otro. Él sacudió la cabeza, y jadeó—: ¡Enséñale! —Y se quedó quieto.
No quería comer y sólo bebió un poco de agua. Al mediodía se durmió. Cuando despertó al caer la tarde, dijo:
—Ahora, hija mía —y se sentó.
Tenar le tomó la mano, sonriéndole.
—Ayúdame a levantarme.
—No, no.
—Sí —dijo Ogion—. Afuera. No puedo morir aquí dentro.
—¿Adónde vas a ir?
—A cualquier parte. Pero si puedo, al sendero del bosque —dijo—. El haya en lo alto del prado.
Cuando ella vio que podía levantarse y que estaba decidido a salir, le ayudó. Juntos llegaron a la puerta, donde él se detuvo y contempló el único cuarto de su casa. En el rincón oscuro a la derecha de la puerta su larga vara estaba apoyada en el muro, despidiendo un tenue brillo. Tenar extendió el brazo para alcanzársela, pero él sacudió la cabeza.
—No —dijo—, eso no. —Miró en torno nuevamente como si buscara algo perdido, olvidado—. Ven —dijo finalmente.
Cuando el claro viento del oeste le dio en el rostro y alzó los ojos para mirar el alto horizonte, dijo:
—¡Ah, qué bien!
—Déjame llamar a algunos aldeanos para que hagan una litera y te carguen —dijo ella—. Todos están esperando hacer algo por ti.
—Quiero caminar —dijo el anciano.
Therru apareció en la esquina de la casa y se quedó observando solemnemente mientras Ogion y Tenar iban subiendo, paso a paso y deteniéndose cada cinco o seis pasos para que Ogion respirara, a través del enmarañado prado, hacia el bosque que se elevaba por la ladera empinada desde la pared interior de la cima del risco. El sol era cálido y el viento frío. Demoraron mucho en cruzar el prado. El rostro de Ogion estaba ceniciento y las piernas le temblaban como la hierba agitada por el viento cuando llegaron por fin al pie de la alta haya joven a la entrada del bosque, unas pocas yardas más arriba de donde comenzaba el sendero de la montaña. Allí Ogion se dejó caer entre las raíces del árbol, con la espalda apoyada en el tronco. No pudo moverse ni hablar por largo rato y el corazón, agitado y débil, le estremecía el cuerpo. Finalmente cabeceó y murmuró:
—Está bien.
Therru los había seguido a cierta distancia. Tenar se le acercó y la abrazó y le habló un poco. Regresó junto a Ogion.
—Va a traer una manta —le dijo.
—No tengo frío.
—Yo tengo frío.
Había un leve asomo de sonrisa en el rostro de Tenar.
La niña apareció arrastrando una manta de lana de cabra. Le susurró algo a Tenar y volvió a alejarse corriendo.
—Brezo la va a dejar ayudarle a ordeñar las cabras y la va a cuidar —le dijo Tenar a Ogion—. Para que pueda quedarme contigo.
—Nunca te ocupas de una sola cosa —le dijo Ogion en un susurro ronco y silbante que era toda la voz que le quedaba.
—No. Siempre de dos cosas al menos, y por lo general de más —dijo ella—. Pero estoy aquí.
Él asintió.
Ogion no habló por largo rato; se quedó sentado sobre el tronco del árbol, con los ojos cerrados. Mientras contemplaba su rostro, Tenar lo vio ir cambiando tan lentamente como la luz en el oeste.
Él abrió los ojos y contempló el cielo del poniente a través de un claro entre los arbustos. Parecía observar algo, una escena o una acción, en ese espacio de luz lejano, claro, dorado. Vacilando, como si no estuviese seguro, musitó una sola vez:
—El dragón…
El sol se había ocultado, el viento había dejado de soplar.
Ogion miró a Tenar.
—Se acabó —murmuró alborozado—. ¡Todo ha cambiado…! ¡Ha cambiado, Tenar! Espera…, espera aquí que… —Su cuerpo se estremeció, agitándolo como la rama de un árbol en medio de un fuerte viento. Jadeó. Sus ojos se cerraron y se abrieron, contemplando más allá de ella. Apoyó la mano sobre las manos de Tenar; ella se inclinó, acercándosele; él le dijo su nombre, para que después de su muerte se supiera quién había sido.
Él le apretó la mano y cerró los ojos, y nuevamente empezó a esforzarse por respirar, hasta que ya no pudo hacerlo. Quedó tendido como otra raíz del árbol, mientras las estrellas iban apareciendo y brillaban entre las hojas y las ramas del bosque.
Tenar se quedó sentada junto al hombre muerto en la oscuridad y las sombras. Una linterna brilló como una luciérnaga sobre el prado. Tenar había extendido la manta de lana para que los cubriera a los dos, pero la mano que sostenía la de Ogion se le había enfriado, como si sostuviese una piedra. Ella apoyó la frente en la mano de Ogion una vez más. Luego se puso de pie, tensa y tambaleante, como si el cuerpo no le perteneciera, y salió al encuentro de quienquiera que viniese con la luz y a mostrarle el camino.
Esa noche los vecinos de Ogion se quedaron a su lado, y él no les pidió que se marcharan.
LA MANSIÓN DEL SEÑOR DE Re Albi se elevaba sobre un promontorio rocoso en la ladera de la montaña más arriba del Acantilado. De mañana, mucho antes de que el sol iluminara la montaña, el hechicero que estaba al servicio del señor llegó al lugar después de atravesar la aldea; y muy poco después otro hechicero subió dificultosamente por el empinado camino desde el Puerto de Gont, del que había salido cuando aún estaba oscuro. Habían oído decir que Ogion agonizaba o tenían tal poder que sabían que un gran mago había muerto.
La aldea de Re Albi no tenía hechicero, sólo su propio mago, y una bruja que se ocupaba de las tareas más ordinarias de encontrar cosas y curar y componer huesos que nadie le habría pedido hacer al mago para no molestarlo. Tía Musgo era una criatura hosca, que no se había casado nunca, como la mayoría de las brujas, y sucia, con cabellos semicanos atados en curiosos nudos mágicos y de ojos enrojecidos por el humo de las hierbas. Había sido ella quien había atravesado el prado con una linterna, y con Tenar y los demás había velado toda la noche el cuerpo de Ogion. Había cubierto una vela de cera con una pantalla de vidrio, allí en el bosque, y había quemado aceites aromáticos en un plato de arcilla; había dicho las palabras que se debían decir y hecho lo que se debía hacer. Cuando había llegado el momento de tocar el cuerpo para prepararlo para el entierro, había mirado una vez a Tenar como pidiéndole permiso y luego había proseguido con su tarea. Las brujas de las aldeas solían ocuparse del regreso a casa de los muertos, como lo llamaban, y generalmente del entierro.
Cuando llegó el hechicero que venía de la mansión, un hombre joven y alto con una vara plateada de madera de pino, y llegó el otro hechicero desde el Puerto de Gont, un hombre maduro y vigoroso con una pequeña vara de tejo, Tía Musgo no los miró con sus ojos sanguinolentos, sino que agachó la cabeza e hizo una reverencia y retrocedió, recogiendo sus pobres amuletos y objetos de brujería.
Después de colocar el cuerpo en la posición debida para ser enterrado, sobre el lado izquierdo y con las rodillas dobladas, le puso un pequeño envoltorio mágico en la mano izquierda con la palma vuelta hacia arriba, algo envuelto en blando cuero de cabra y atado con una cuerda de color. El hechicero de Re Albi lo apartó dándole un golpecito con la punta de la vara.
—¿Está cavada la tumba? —preguntó el hechicero del Puerto de Gont.
—Sí —dijo el hechicero de Re Albi—. En el cementerio de la casa de mi señor —y señaló la mansión en lo alto de la montaña.
—Ya veo —dijo el del Puerto de Gont—. Creía que nuestro mago sería enterrado con todos los honores en la ciudad que salvó del terremoto.
—Mi señor aspira a ese honor —dijo el de Re Albi.
—Pero al parecer… —comenzó a decir el del Puerto de Gont y se detuvo, porque no le gustaba discutir, pero no estaba dispuesto a ceder ante la fútil exigencia del joven. Bajó los ojos para mirar el cuerpo del muerto—. Será enterrado sin su nombre —dijo con dolor y amargura—. Caminé toda la noche, pero llegué muy tarde. ¡Una gran pérdida que se acrecienta!
El joven hechicero no dijo nada.
—Su nombre era Aihal —dijo Tenar—. Su deseo era yacer aquí, donde yace ahora.
Los dos hombres la miraron. Al ver a una aldeana de edad madura, el joven simplemente se dio media vuelta. El hombre del Puerto de Gont le clavó la mirada por un instante y dijo:
—¿Quién eres?
—Me llaman la viuda de Pedernal, Goha —dijo—. A ti te corresponde saber quién soy, me parece. No me corresponde a mí decírtelo.
Ante eso, el hechicero de Re Albi la consideró digna de una rápida mirada.
—¡Ten cuidado, mujer, cuando hablas con hombres de poder!
—¡Espera, espera! —dijo el del Puerto de Gont, haciendo un gesto de ligero palmoteo, tratando de calmar al indignado hechicero de Re Albi y sin dejar de mirar a Tenar—. ¿Tú fuiste…, fuiste su pupila en otra época?
—Y su amiga —dijo Tenar. Entonces volvió la cabeza y se quedó en silencio. Había percibido la cólera de su propia voz al pronunciar esa palabra, «amiga». Contempló el cuerpo de su amigo, un cadáver dispuesto para que la tierra lo recibiera, lejano y quieto. Ellos estaban de pie junto al cuerpo, vivos y llenos de poder, sin ofrecer amistad, sino sólo desprecio, rivalidad, cólera.
—Lo siento —dijo ella—. Fue una larga noche. Estaba con él cuando murió.
—No es… —comenzó a decir el hechicero joven, pero inesperadamente la vieja Tía Musgo lo interrumpió, diciendo en voz alta—: Así fue. Sí, así fue. Ella fue la única. Él la mandó llamar. Mandó al joven Townsend, el mercader de ovejas, a decirle que viniera, al otro lado de la montaña, y esperó a morir hasta que ella llegó y ella se quedó con él y entonces murió, y murió donde debían enterrarlo, aquí.
—¿Y… —dijo el hombre mayor—, y él te dijo…?
—Su nombre. —Tenar los miró y, pese a todo su esfuerzo, la incredulidad en el rostro del hombre mayor, el desdén en el rostro del otro la hicieron responder con igual descortesía—. Ya dije su nombre —dijo—. ¿Debo repetíroslo?
Consternada, Tenar advirtió en sus rostros que en realidad no habían escuchado el nombre, el verdadero nombre de Ogion; no le habían prestado atención.
—¡Ay! —dijo—. Ésta es una mala época…, una época en que se puede ignorar incluso un nombre como ése, ¡en que puede caer como una piedra! ¿El escuchar no es acaso una forma de poder? Escuchad entonces: su nombre era Aihal. Su nombre en la muerte es Aihal. En las canciones será conocido como Aihal de Gont. Si se siguen haciendo canciones. Era un hombre silencioso. Ahora se ha quedado en profundo silencio. Tal vez no haya más canciones, sólo silencio. No sé. Estoy muy cansada. He perdido a mi padre y querido amigo. —Se le quebró la voz; su garganta se cerró en un sollozo. Se dio media vuelta para marcharse. Vio en el sendero del bosque el pequeño amuleto atado que había hecho Tía Musgo. Lo cogió, se arrodilló junto al cadáver, besó la palma abierta de la mano izquierda y puso en ella el envoltorio. Desde allí, arrodillada, miró una vez más a los dos hombres. Habló quedamente.
—¿Os ocuparéis —dijo— de que se cave aquí la tumba, donde él deseaba que se cavara?
Los dos asintieron, primero el hombre mayor, luego el más joven.
Tenar se puso de pie, alisándose la falda, y echó a andar por el prado bajo la luz matinal.