Capítulo 1

—Padre Francisco. Padre Francisco —casi gritó la mujer menuda de sonrisa perpetua—. ¿A qué hora podemos venir a decorar la catedral?

—A la que ustedes quieran, señora —dijo el cura sin inmutarse.

—¡Mamá, por favor! —se quejó Victoria apurada, ordenándole callar.

—Margarita querida —pareció querer aclarar Mónica, la futura suegra de Victoria—. La empresa que organiza la boda se encargará de todo.

—Cuando se casó mi hija Piluca con el duque de Morealto en la estupendisísima iglesia de los Jerónimos —mencionó Cuca Costa de Linaza, amiguísima de Mónica—, hicieron un arreglo floral cuquísimo, con tulipanes frescos traídos especialmente de Holanda.

—¡Vaya! —sonrió Margarita, la madre de Victoria, que no sabía cómo acertar con aquella finolis—. Y para qué fueron hasta Holanda, con las flores tan preciosas que tenemos en España —antes de que Victoria pudiera decir nada murmuró—. Si alguna vez queréis flores de las buenas, la gitana de mi barrio tiene de todo, sin necesidad de ir hasta Holanda.

—Seguro que sí —a Mónica no podía dejar de desagradarle la vulgaridad de aquella mujer—. Pero repito. Las flores de la boda serán preciosas.

—No lo dudo ¡chata! —puso punto y seguido ganándose una reprochadora mirada de su hija—. Pero como madre de la novia quiero saber qué flores son.

En verdad tampoco le importaba tanto, pero si creía esa pija de la Moraleja que la iba a callar ¡Lo llevaba claro!

—Mamá. ¡Déjalo ya! —le pidió Victoria poniendo los ojos en blanco ¿Por qué su madre no se podía callar? La estaba dejando en ridículo.

—Victoria, cielito —alardeó su suegra con petulancia—, quiero que sepas que los encargados de organizar la boda son los mismos que organizaron la boda de la hija del ex presidente del Gobierno.

—Eres un encanto, Mónica. Tú siempre tan atenta —contestó Victoria, que esperó que con aquella respuesta su madre se diera por vencida, y finalizase el tema de las flores. Pero no.

—Margarita —continuó Mónica, clavando en ella sus gélidos ojos claros, tan iguales a los de su hijo que parecían provenir de la misma piedra de Neptuno—. Yo soy una mujer muy exigente. Y para la boda de mi hijo exijo lo mejor ¡cueste lo que cueste! —afirmó y miró a sus amigas, quienes asintieron—. Quiero que mis mil cien invitados, gente ilustre, recuerden la boda de Carlos como un evento maravilloso. ¿Acaso no quieres lo mismo para tus quince invitados?

En esto último había más veneno que en las glándulas urticantes de una familia numerosa de cobras del desierto.

—Por supuesto ¡chata! —no se amilanó Margarita, aunque sí se mostró incrédula con la poca educación de aquella estúpida, y lo que más deseaba en aquel momento era meterle uno de los candelabros del altar por el culo. Pero tras mirar a su hija, a quien notaba incómoda con su presencia, disimuló con dignidad la sensación de inferioridad que aquellas imbéciles le hacían sentir, y prefirió no decir nada más.

—Los organizadores —añadió Mónica con malicia—. Tienen muy claro que esto es la Catedral de la Almudena. No una iglesia de barrio.

—¡No me digas! —a Margarita le estaba costando la vida estarse callada—. ¡Qué clasistas!

«Aquello empezaba aparecerse mucho a su peor pesadilla», pensó Victoria, mientras el pulso le palpitaba en la sien como un corazón automático. Necesitaba un minuto, sólo un minuto.

—Disculpadme un segundo. Tengo una llamada —las interrumpió, apretando los labios y dirigiéndose hacia una pequeña puerta lateral.

—Yo también tengo que hacer una llamada urgente —se disculpó su amiga Beth con una estudiada sonrisa y salió detrás de Victoria.

Cuando llegó a su altura la encontró hiperventilando.

—¡Esto es una pesadilla! —jadeó la novia que abrió su bolso Gucci. Necesitaba un cigarrillo—. ¿A qué está jugando mi madre? Dios ¡Por qué no se calla!

—Tranquilízate, sólo está dando su opinión —susurró su amiga.

—Todo esto es culpa de Susana, la imbécil de mi secretaria —bufó rabiosa—. Por su culpa, mi madre está aquí. A la puñetera calle la voy a mandar cuando regrese. ¡A la puñetera calle!

—Escúchame y respira —señaló Beth, quien con solo pensar en tener una madre tan vulgar como Margarita, palideció de horror—. Mañana es tu gran día. ¡El día que llevamos planeando desde hace un año! Piensa en lo ¡cool! y guapa que estarás con los dos preciosos vestidos que Manuel Pertegaz ha creado para ti.

Pero la cara de Victoria no decía eso.

—Mañana todo va a salir mal. ¡Lo sé! Lo intuyo.

—No digas tonterías. Estarás tan fantástica que nadie se fijará en ciertos personajes. Y cuando Charly te vea, no podrá apartar los ojos de su peluche preferido.

«Peluche». «Peluchito». Así la llamaba Charly en la intimidad. Pocas personas lo conocían, excepto Beth.

La primera vez que Victoria y Charly se vieron fue en una famosa tienda de muñecas situada en la Gran Vía madrileña. Beth y ella compraban un enorme peluche para Luana, una amiga. Y fue tal el flechazo que Charly sintió, que la persiguió día y noche, hasta que consiguió una cita con ella.

—Espero que tengas razón —asintió aceptando el abrazo de su amiga—. Gracias Beth. Eres maravillosa. Siempre sabes lo que necesito.

Era cierto. Beth a diferencia del resto del mundo, la entendía. Se habían conocido en una cena de empresa, siete años atrás, convirtiéndose desde entonces en íntimas amigas.

Aquélla era la época en la que estaba sola, muy sola. Beth, era diez años mayor que Victoria, además de la hermana del director de su empresa, algo que en cierta forma le arregló la vida. ¡Para qué negarlo! Aquella poderosa mujer la tomó bajo su protección, la moldeó a su imagen y semejanza, y le enseñó un mundo más selecto y lujoso que el que ella nunca hubiera esperado conocer. Con el tiempo, cuando los asociados de la empresa animados por Beth le ofrecieron una oportunidad, Victoria fue lista y la aprovechó.

—Para eso estamos las amigas —respondió Beth, mientras subida en sus taconazos observaba a Charly aparcar su biplaza rojo encima de la acera y acercarse a ellas—. ¿No crees, querido?

—Buenos días señoritas.

Dijo aquel tipazo de hombre haciendo acto de presencia.

—¡Charly! —exclamó Victoria mientras se escabullía del abrazo de su amiga para sonreír a su guapo y metrosexual novio.

—¿Qué te ocurre peluche? —preguntó tras un casto beso.

—Tu suegra está ahí dentro —señaló Beth, antes de que Victoria pudiera contestar.

—Entiendo —asintió torciendo el gesto y colocándose el cuello de su camisa—. Iré entrando, antes de que a mamá le dé un ataque.

Y tras una breve sonrisa a Victoria, Charly entró en la catedral. Nunca le había gustado la madre de su futura mujer, y estaba seguro de que a su mamá tampoco.

En efecto, nada más entrar en la catedral las encontró junto al altar, cuchicheando sobre la decoración de la iglesia. Se acercó a ellas con su más higiénica sonrisa.

—Hola mamá —besó en la mejilla a su progenitura, y dedicó una fría, pero caballerosa sonrisa a Margarita—. ¿Algún problema, querida suegra?

—Ninguno, querido yerno —respondió con la misma frialdad, mirándole sus helados ojos azules.

No se soportaban. Lo sabían y procuraban dejarlo latente en sus escasos encuentros. Margarita estaba segura de que Charly intentaba separarla de su hija, pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Era su hija y la adoraba a pesar de sus continuos desprecios.

—Carlos —murmuró Mónica mientras Beth, con su espectacular y sexy vestido Armani, se acercaba—. Tu suegra está preocupada porque duda de que la empresa que organiza la boda decore bien la iglesia.

—Querida suegra —respondió Charly acercándose a ella—. Tú sólo ocúpate de llegar mañana sobria a las cinco en punto, que del resto me ocupo yo.

Tras mirarse con odio durante unos segundos, Margarita, con una retadora y fría sonrisa, se volvió hacia el padre Francisco. Necesitaba un poco de cordialidad, aunque sólo fuera una mirada.

Con un cigarro en la mano, Victoria intentaba calmar su ansiedad. La presencia de su madre en la catedral la llenaba de inseguridades. ¿Qué estaría pensando su suegra?

Se apoyó en la pared y pensó en lo fácil que hubiera sido si Charly no se hubiera dejado embaucar por su madre, o sea, por su finísima suegra. Tenían que haberse casado con una boda íntima. Pero no. Al final aquello se convirtió en un bodorrio de ¡mil ciento quince invitados!

Mónica, su suegra, se había encargado de que la petición de mano apareciera publicada en las páginas de sociedad, en especial y a todo color en la revista Hola. Precisamente aquello había sido el detonante para que su madre, y algunas vecinas de toda la vida, se enteraran de su boda.

—Vaya. Vaya. Mi hermanita pecando como los simples mortales.

Victoria al escuchar aquella voz se puso aún más tensa. ¡Su hermana! La especialista en problemas acababa de aparecer. Así que sólo tuvo que levantar la mirada para encontrarse con la guasona sonrisa de Bárbara, que se acercaba a ella junto con su amigo Víctor.

—No me lo puedo creer —casi gritó Victoria al ver la indumentaria de su hermana—. ¿Cómo se te ocurre aparecer así vestida?

—¡Te lo dije! —le advirtió Víctor a su amiga, y dando un beso a Victoria se posicionó entre las dos.

—Sí. Pero yo dije que mi hermana llevaría un estirado moño alto y traje oscuro de marca —respondió Bárbara cogiendo los cinco euros que Víctor le entregaba.

—Os encanta incordiarme ¿verdad? —replicó la aludida mirándoles con cara de pocos amigos.

—Nos encanta ver cómo se te infla la vena del cuello, sí —sonrió Víctor.

«Llevo tiempo sin verte, y sigues igual de borde, querida hermana», pensó Bárbara, acercándose a ella en plan tregua para darle un beso. Victoria se movió, la mano de Bárbara dio en el cigarro y éste, a su vez, se aplastó contra la camisa de seda beige.

—¡Por Dios Bárbara! —gritó Victoria al ver la quemadura—. Te has cargado la camisa de Carolina Herrera.

—¡Serás imbécil! —respondió indignada—. Y yo me he quemado en la mano. ¡Pero claro! Es más importante tu carísima camisa de marca ¿verdad, pija insensible? —gritó sin importarle la gente que pasaba por la calle.

—¡Ya estamos! —suspiró Víctor, que ya sabía lo que se avecinaba—. Comienza la lucha.

—Prefiero ser como soy —gritó Victoria que miró las oscuras ojeras de su hermana— a una fracasada, aspirante a escritora, como tú.

—¡Serás bruja!

—¡Futura señora bruja para ti! —interrumpió Victoria con altivez—. Y por cierto, ¿cómo te atreves a aparecer al ensayo de mi boda, vestida con vaqueros y camiseta que pone «Colega, salva las ballenas»?

—Porque sabía que no te gustaría ni a ti, ni al imbécil de tu novio —afirmó agriamente.

—¡Estúpida!

—¡Pija de mierda!

—Chicas. Chicas. ¡Por favor! —intervino Víctor, que intentó poner paz—. ¡Basta ya! No podemos estar toda la vida igual.

—Tienes razón —asintió Bárbara, y mirando con dureza a su hermana espetó—. Me piro de esta comedia absurda. Pero antes te voy a decir una cosita, señorita triunfadora. Si estoy aquí, es porque mamá me lo ha pedido. No porque yo quiera tener nada que ver contigo ni con tu nueva familia.

Victoria, al escuchar la amargura en la voz de su hermana, supo que se había pasado. Lo sabía. Pero era incapaz de dar marcha atrás.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Margarita, quién al escuchar las voces había corrido hacía la puerta seguida por Charly y Beth—. ¡Vaya! Pero si han llegado mis otros dos tesoros —y sintiéndose más segura miró al estirado de su yerno—. Iré a avisar a tu madre. Estoy segura de que le encantará conocerlos.

Con una desafiante sonrisa y antes de que nadie pudiera moverse, Margarita desapareció en el interior de la catedral.

—¡Vaya pintas! —se mofó Charly tras una barrido de arriba abajo.

—Como suelte por mi boquita lo que yo pienso de la tuya —respondió Bárbara—. Ten por seguro que lo vas a lamentar.

—Creo que es mejor que nos vayamos —murmuró Víctor acercándose a Bárbara, quien temblaba a pesar de su aparente tranquilidad.

Habían pasado casi dos años desde su último y desafortunado encuentro. Pero aún le dolía recordar cómo Victoria le negó ayuda a su madre cuando llegó al límite de su adicción.

—Barbie. Barbie. ¿Aprenderás alguna vez modales? —preguntó Beth acercándose a Victoria quien, callada, observaba la escena—. Si sigues así, conseguirás ser más vulgar que tu madre. Es más. Ya hueles a barato.

—¡Serás hija de puta! —la insultó Víctor con desprecio.

—¡Basta ya! —gritó Victoria, pero nadie le hizo caso.

—Si no te importa «sanguijuela recauchutada» —aclaró Bárbara que no podía soportar a ninguno de ellos, y mucho menos a Beth—. Mi nombre es Bárbara. Y si no quieres probar mis modales de barrio no vuelvas a mencionar a mi madre, o te juro que te tragas los dientes de conejo que tienes —y volviéndose a su hermana espetó—. Siento vergüenza de ti. ¿Cómo puedes permitir que hablen así de mamá?

En ese momento se escucharon voces de mujer y Víctor, no dispuesto a que Margarita se enterara de lo que ocurría, fue el primero en reaccionar.

—Marga. Estás guapísima —corrió a besarla—. Pero muy, muy guapa. Ese vestido te sienta fenomenal. Pareces una artistaza.

—Gracias tesoro —sonrió luciendo su nuevo vestido de C A.

Margarita Zúñiga a pesar de sus 55 años y de una vida no muy fácil, era una mujer atractiva y resultona.

—Hola mami —saludó Bárbara mordiéndose la lengua. Odiaba a esa gente, pero le gustara o no, el relamido aquel iba a ser su cuñado.

Y con paso lento y cuchicheos, el grupo heterodoxo de invitados entró en la catedral para ensayar la que sería, en palabras de Mónica, la «boda más cuca del año».

* * *

Victoria, tras llamar a la oficina y vociferar de muy malos modos a Susana, paró un taxi. De camino al hotel, mientras escuchaba a su madre hablar con Víctor sobre su nueva peluquería, observó con disimulo a su hermana. Se había cortado el pelo y estaba más delgada. Además, tenía ojeras.

Ajena a todo, Bárbara miraba por la ventanilla. ¡Odiaba tener que seguir con aquella farsa! Pero era incapaz de dejar sola a su madre en un momento así.

Cuando el taxi paró ante el Hotel A. C. Santo Mauro, Victoria fue la primera en bajar.

—Mamá. Por favor —dijo sin tacto—. Prométeme que no le pedirás al camarero una bolsa para llevarte lo que no te comas, y que tendrás cuidado con la bebida.

—Por supuesto hija —respondió Margarita, que iba ya agarrada a Víctor, quién al escuchar aquello sonrió. Todavía recordaba la última vez que asistieron juntos a una boda. Margarita tuvo langostinos congelados para un mes.

—Mamá no bebe desde hace más de un año ¡estúpida! —bufó Bárbara, molesta por aquel comentario, notando cómo la mirada de su madre le pedía tranquilidad.

—Eso espero —suspiró sin mirarles—. De todas formas, procurad no decir ni hacer nada que pueda comprometerme.

—Y tú no olvides —respondió Bárbara apartándose de ella— que aunque seamos de barrio, tenemos educación, hermanita.

Tras escuchar aquello, sin inmutarse, Victoria con paso firme entró en el hotel. De pronto sintió cómo la piel se le erizaba. ¿Qué hacían sus jefes y los compañeros de paddle de Charly allí?

Como pudo, dibujó una estupenda sonrisa, poco antes de que las manos de Álex, un conocido de Charly, la agarraran y se la llevaran.

—Quieren un canapé —dijo un camarero dirigiéndose a los recién llegados—. Señora Villacieros y señor Martínez.

Víctor miró al camarero… aquella cara.

—¡Anda, vecino! —quien lo reconoció fue Bárbara—. ¿Qué haces aquí?

Víctor cayó en la cuenta. Aquel chico que les servía canapés en una bandeja plateada era el vecino cañón del bloque de Bárbara.

—Alberto —consiguió balbucear Víctor—. No sabía que trabajaras aquí.

—Llevo seis meses —respondió a la vez que indicaba a Margarita dónde estaban los baños—. Y vosotros, ¿qué hacéis en un lugar como éste, con lo más fino de Madrid?

—El idiota —respondió Bárbara desconcertándole.

—¡Camarero! —gritó en ese momento Beth, acercándose hasta ellos más tiesa que un ajo—. Haga el favor de traerme ahora mismo un Martini seco, sin aceituna.

—Enseguida señora —respondió el chico, y dejando la bandeja en una mesa cercana se marchó.

—¿Dónde habrá aparcado la escoba? —murmuró Bárbara señalando a Beth.

—Seguro que ni la aparca. La pliega y se la mete por el culo. Así consigue ir tan tiesa —respondió Víctor comenzando a reír.

Pero la risa se les congeló cuando vieron cómo Alberto estaba siendo recriminado por Beth y por Victoria.

—¡Soy alérgica al ácido linoleico de las aceitunas! —vociferó Beth con altivez—. Y si por el despiste de un incompetente camarero como tú hubiera dado un sorbo de esa copa, ahora mismo estaría en urgencias.

—Deberías poner más atención a tu trabajo —aseveró Victoria—. No olvides que estás trabajando en el Hotel Santo Mauro. No en un burguer de carretera. Si no estás capacitado para saber lo que es una aceituna deja este trabajo ¿Has entendido?

—Si señora. Lo siento señora —se disculpó por enésima vez Alberto. Y tras una seña del maitre desapareció, momento que aprovechó un preocupado Víctor para ir tras él.

Una vez entraron a las cocinas, Alberto abrió la puerta de una pequeña sala y tras cerrarla con frustración, dio un par de puñetazos a una mesa. Víctor, comprendiendo su frustración y tocándole en el hombro le invito a sentarse. Momento en que Alberto comenzó a contar detalles de aquellos pijos.

—¡Malditas víboras! —se quejó Alberto que se quitó la chaquetilla de camarero y se encendió un cigarrillo—. Como dice mi abuela «Dios las cría y ellas se juntan».

—Qué razón tiene tu abuela —asintió Víctor incapaz de dejar de mirar la tableta de chocolate que se marcaba bajo la camiseta de Alberto.

—¿Sabes lo mejor de todo? —indicó el camarero enfadado—. Que la idiota de la morena no tiene ni remota idea de que la otra víbora y el imbécil de su novio, tienen una suite privada en el hotel que visitan muy a menudo.

Al escuchar aquello a Víctor se le erizaron los pelos como escarpias, y olvidándose de los duros abdominales de Alberto, pensó. ¡La que se va a montar!.

Bárbara, todavía alucinada por el estúpido comportamiento de su hermana, cogió una copa de cava. El tiempo que estuvo sola se dedicó a observar el absurdo mundo de triunfadores en el que se movía Victoria. Trajes de marca. Relojes caros. Coches de lujo. Ostentación y más ostentación.

—¡Estoy flipando, Víctor! —dijo cuando éste se acercó—. Pero si esos horteras van vestidos como los que cantaban «Amo a Laura».

—Tengo un notición —a pesar de la excitación, habló en voz baja, mirando a ambos lados—. Cuando te lo cuente no te lo vas a creer.

—Si vas a decirme que las tetas de aquella rubia son falsas, ya lo sé —respondió sin percatarse de la inquietud de su amigo—. ¡Por Dios pero si parecen dos naranjas!

—Bárbara, escucha. Me ha dicho Alberto que…

—Qué lugar más interesante —interrumpió Margarita acercándose hasta ellos.

—Sí mamá. Es como estar en el museo de los horrores.

Y antes de que ninguno pudiera decir nada, Margarita cogió un cenicero de loza con el logotipo del hotel y se lo guardó en el bolso.

—¡Mamá! —exclamó Bárbara.

—Hija. Son monísimos. Además, tienen un montón.

—Esa lámpara, Marga —se mofó Víctor—. Te quedaría coquetísima en el recibidor.

—¡Maldita sea! Me he traído el bolso pequeño —sonrió con picardía.

—¿Sabes lo que te digo mamá? Que tienes razón. Qué tienen muchos y que cojas un par de ellos para mí también.

—Disculpen —tosió alguien justo detrás de ellos, paralizándolos—. Me acaba de revelar mi encantadora futura nuera que ustedes son su familia.

«Joder, joder, nos ha pillado», pensó Bárbara, antes de responder:

—Pues va a ser que sí —asintió tapando a su madre.

—Mamá —dijo Victoria, agarrada del brazo de aquel hombre que les había hablado—. Quería presentarte a mi futuro suegro, el padre de Charly. El señor Juan Montefinos de Jerez. Dueño de este hotel, y de muchos otros.

Juan, el caballero impecablemente vestido que tenían ante ellos, era un hombre canoso de estatura media y sonrisa bonachona. Algo que impresionó a Margarita.

—Encantada de conocerle Señor Montefinos —saludó Margarita con amabilidad.

—Llámame Juan. ¡Por favor! —aclaró guiñándole un ojo.

—De acuerdo —asintió pestañeando de tal forma que Victoria casi se atragantó—. Juan, quiero aprovechar la oportunidad de decirte que tienes un hotel precioso.

—Gracias Marga. ¿Puedo llamarte así? —preguntó, bajando la voz, mientras la madre de Victoria asentía bajo la atenta mirada de sus hijas—. De todos los hoteles que poseo éste es mi preferido. Siempre he pensado que este hotel, como algunas mujeres, tiene un encanto especial.

«¿Marga está ligando?» pensó Víctor.

—Unos amigos que vinieron a Madrid —dijo para parecer interesado—, quedaron encantados con el hotel.

—Me alegra escuchar eso, muchacho —aunque seguía con sus ojos clavados en Margarita, que se afanaba por cerrar un bolso que se empeñaba en explotar—. Intentamos dar a nuestra clientela el mejor servicio. En los últimos meses hemos incluido sistema WIFI en las habitaciones, servicio 24 horas, minibar gratuito, servicio de mayordomía, además de un maitre y sumiller excepcionales.

—Contratar a Philippe L’Isidre-Brac como sumiller ha sido algo maravilloso —añadió Victoria segundos antes de que Cuca, la amiga de su suegra, la tomara por la cintura y se la llevara.

«¿Por qué todos se la llevaban?» pensó con frustración Victoria.

—Juan, a riesgo de parecerte inculta —preguntó Margarita—. ¿Qué es un mosiller?

—¡Mamá! —exclamó Bárbara, volviendo la cabeza para comprobar que Victoria no la había escuchado. Pero sus ojos se clavaron en su futuro cuñado y en el hombre que estaba con él ¿Por qué se miraban así?

—Eso es lo que quería contarte —susurró Víctor dándole un discreto empujón—. Parece ser que el machote de Charly tiene más pluma que un edredón nórdico.

—Querida Marga —continuó Juan, ajeno a lo que Víctor y Bárbara hablaban—. Un sumiller es el profesional que se encarga de comprar el vino para nuestro restaurante y sugerir a nuestra clientela qué vino tomar con cada comida.

Bárbara apenas sí podía creerlo. ¿Charly era gay? ¡Imposible! Su hermana se había vuelto pija y tonta. Pero ¿ciega e idiota también?

Pocos segundos después, el maitre les indicó que podían pasar al salón. Victoria, con gesto serio, observó desde su posición cómo su hermana y Víctor se sentaban en un lateral de la mesa. Y le dio un vuelco el corazón cuando vio que su suegro, tras unas palabras con el maitre, se dirigía hacia ellas acompañado de su madre, quién con una sonrisa, se sentó a su lado.

La comida comenzó con normalidad. Charly se sentó entre su adorada mamá y Juan, y Victoria entre su suegro y Margarita, quienes no pararon de hablar, reír y bromear. Pero cuando creyó que todo estaba controlado, el corazón le latió desbocado al ver como, animado por su suegra, Juan llamó al sumiller y le pidió para Margarita diferentes vinos de degustación. Horrorizada, Victoria miró a su suegra, quién con una frialdad digna de «Cruella de Vil» le retiró la mirada. ¿Por qué hacía eso? ¿Acaso no sabía el problema que tenía su madre con la bebida?

Margarita, que podía ser humilde pero no tonta, sonrió ante aquella mala jugada de su futura consuegra.

«La muy bruja» pensó, y dando unas palmaditas en la mano de su hija para tranquilizarla, le sorprendió cuando le confesó a Juan que ella no podía beber nada de alcohol porque era una alcohólica en rehabilitación. Por lo que Juan, tras asentir al escuchar aquello, la animó a continuar con aquella rehabilitación, llamó de nuevo al sumiller y, ante la rabia de Mónica, le indicó sin dar explicaciones que no trajera los vinos de degustación.

Desde su mesa, Bárbara y Víctor observaron con orgullo cómo Margarita, rechazó lo que años atrás habría sido su perdición. Pero centrando de nuevo sus miradas en Charly, vieron incrédulos cómo éste sonreía hacia Beth y hacia su acompañante, el hombre al que minutos antes lanzaba extrañas miradas.

—¡Por Dios! —exclamó Víctor en voz baja-Pero si están haciendo un trío delante de todos. Se miran con más morbo que vergüenza.

—¡No me lo puedo creer! Al engominado le gusta la carne y el pescado.

—El pescado que le gusta —asintió Víctor observando al rubiales de metro ochenta, fibroso y musculado—. Tengo que reconocer, que es muy… pero que muy fresco.

—¿Crees que la tonta de mi hermana lo sabe? —preguntó al ver cómo aquélla hablaba con su suegro, sin percatarse de aquel sucio tonteo.

—Yo creo que no tiene ni idea —respondió Víctor pinchando ensalada de bogavante con guacamole—. Recuerda lo que ocurrió cuando se enteró que Luis se la pegaba con la hija de la panadera.

—Pobre chaval —sonrió al recordarlo—. Creo que le dejó eunuco de por vida.

—Vicky está tan absorta con su trabajo y en demostrarse que es una más de ellos que no ve nada más —y dándole un codazo para llamar su atención le indicó—. Allá van la recauchutada y el pescado fresco.

En ese momento, un camarero les preguntó si habían acabado, y tras asentir, pusieron ante ellos un exquisito segundo plato.

—¿Qué es esto? —preguntó Víctor.

—Aquí pone atún rojo con tocino ibérico al perfume de romero.

—Dios, ¡qué buena pinta tiene! —a Víctor se le hacía la boca agua.

—Mejor que lo que estoy mirando yo ¡seguro!

Incrédulos, observaron cómo Charly tras levantarse de la mesa, desaparecía por la misma puerta que lo había hecho la recauchutada y el fresco. Bárbara, soltando la servilleta con disimulo, se levantó junto a Víctor. Y como dos fantasmas, traspasaron aquella puerta encontrándose en los aseos. Una vez confirmado lo que ambos intuían, salieron por donde habían entrado.

—¡La madre que los parió! —sopló Bárbara incrédula, tras meter en un carro de limpieza los pantalones que con cuidado había cogido—. Pero cómo pueden tener la poca vergüenza de estar ahí dentro follando como conejos. ¡Los tres!

—Por Dios —resopló Víctor acalorado—. ¡Qué bochorno!

—¿Por qué tengo que enterarme yo, y no ella? —bufó al ver desde lejos a su hermana sonreír mientras comía—. ¿Cómo voy a permitir que se case mañana, sabiendo que es un mentiroso? No puedo. No puedo callarme.

—Barbiloca —señaló Víctor con afecto—. Victoria nos va a odiar el resto de su vida.

—Prefiero que me odie a que siga equivocada —respondió con decisión.

Así que, prefabricándose unas falsas sonrisas, se acercaron a Margarita que nada más verlos venir intuyó problemas.

—Marga, cielo —susurró Víctor apurado—. Te necesitamos.

Sin necesidad de preguntar se levantó, mientras Bárbara se agachaba junto a su hermana.

—Vicky ¿podrías acompañarme un momento? Tengo que enseñarte algo importante.

—¿Ahora mismo? —siseó clavándole una mirada asesina.

—Sí. Ahora mismo —asintió Bárbara y mirando a Mónica, la madre de Charly dijo—. Venga usted también, le encantará la sorpresa.

Con una sonrisa más falsa que un billete de un euro, Victoria se levantó.

—Espero por vuestro bien —sentenció siguiéndoles junto a su madre, su suegra y las insoportables amigas de aquélla—. Que lo que vayáis a enseñarnos, sea algo importante. Porque como no sea así os juro que os vais a enterar.

—Tú sí que te vas a enterar —exclamó Bárbara. Y tras entrar en el baño, soltó una patada a una de las puertas de cristal, que saltó en añicos. Después, dándose la vuelta, sin querer mirar los ojipláticos ojos de las demás, preguntó—. ¿Consideras esto importante?

Mónica, consciente del escándalo y de la comprometedora situación en que se encontraba su hijo, de rodillas entre aquellos dos, hizo un amago de desmayo siendo Margarita y Víctor quienes la sujetaron. Sus amigas estaban demasiado alucinadas.

Aquellos tres habían sido pillados. De eso, a nadie le quedaba la menor duda.

—Buen Yoko geri —felicitó Víctor, indicándole con la mirada que mirase a sus pies.

—Dar clases de karate es lo que tiene —asintió Bárbara sonriendo al reconocer el fino vestido de Beth. Y aprovechando la confusión del momento, se agachó y con disimulo hizo una pelota con la seda.

—¡No te muevas! —gritó Beth escondiéndose tras «el pescado fresco», que rojo como un tomate en rama, miraba la cara de todos intentando taparse con las manos sus vergüenzas.

—Maldita sea… ¿Pero quien…? —gritó Charly pero no terminó la frase al ver la cantidad de ojos que les observaban.

—¡¿Carlos?! —gritó Mónica al ver a su hijo en aquel estado—. Pero hijo ¿qué estas haciendo?

—Si quiere —se mofó Bárbara— se lo explico yo.

—¡Bendito sea Dios! —se persignó Marga al ver aquello.

Incrédulo por lo que estaba pasando, y sin apenas moverse, Charly clavó su mirada gélida en una pálida Victoria.

—Peluche —dijo Charly paralizado ante tanta gente—. Lo siento. Dame la oportunidad de poder explicarme.

—Tendrá poca vergüenza —susurró Víctor cogiendo con disimulo el vestido de seda que Bárbara le pasaba a escondidas y salía del baño.

—Por Dios —gritó Beth avergonzada—. ¿Quieren dejar de mirarnos con esas caras? ¿Dónde está mi vestido?

—Beth. Beth. Beth —se mofó Bárbara—. ¿Cuándo vas a aprender a comportarte? Si sigues así todos descubrirán lo que eres.

—No consiento que…

—Tú, zorra ¡cállate! —vociferó Victoria clavando sus oscuros ojos en ella.

—¡Victoria! —gritó su suegra—. Cuida tu vocabulario.

—Eh… cuchi-cuchi —señaló Marga a aquella odiosa mujer—. ¡A callar!

—Te consideraba mi amiga. ¿Cómo has podido hacerme esto? —dijo Victoria, y volviéndose hacia Charly sus ojos brillaron aún con más furia y dolor—. Y tú… tú eres…

No consiguió decir más. Le temblaba todo. Aquella situación era tan de folletín barato, que por un momento Victoria pensó que estaba soñando. Pero no. No soñaba. Estaba sucediendo. Aquéllos eran Charly, Beth y Álex. Estaban desnudos ante ella, y no sabían qué decir.

—Esto no puede salir de aquí —gritó Mónica intentando cerrar la puerta de entrada a los baños. Pero era imposible. Margarita no la dejaba—. ¡Nadie debe enterarse! ¡Cierra la puerta!

—¿Sabes, doña remilgos? —señaló Margarita—. En este momento no deberías preocuparte por eso. Deberías preocuparte por cómo se sienten tu hijo y mi hija. La gente que diga y que piense lo que les dé la gana.

—¡Tú que sabrás! Si perteneces a la chusma de barrio —espetó con despreció, justo en el momento que Víctor entraba de nuevo. Había tirado el vestido de Beth en el mismo cesto de la limpieza donde minutos antes, Bárbara había arrojado los pantalones de los otros dos.

—¡Mónica! —vociferó Juan, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano—. No creo que sea necesario ser tan desagradable.

—Oiga señora —intervino Víctor dispuesto a soltar su lengua—. Sin faltar. O aquí faltamos todos.

—¡Cállate Juan! Es mi hijo —indicó Mónica. Estaba exasperada, y volviéndose hacia Margarita continuó—. Desde cuándo una borracha, un peluquero de barrio y una vividora sin rumbo van a decirme a mí lo que debo decir o pensar.

—¡Váyase a la mierda señora! —explotó Bárbara al escuchar aquello, y sintiendo cómo la rabia se apoderaba de ella gritó—. Como alguien más vuelva a insultar a mi madre juro que soy capaz de cualquier cosa.

—Tranquila, tesoro —murmuró Margarita—. No ofende quien quiere, sino quien puede.

—Pero yo puedo —escupió Mónica atrayendo la mirada de Victoria—. Tú hija se marchó de casa, harta de tus borracheras.

—A la gorda ésta —gritó Víctor—, le arranco el moño.

—¡Cállate maricón! —vociferó Charly.

—¿Quién es más maricón? —preguntó Margarita mirándole con odio—. El que se muestra como es. O el que lo niega, llama maricón a los demás, pero en la intimidad se pirra por un rubiazo.

—Por cierto Charly —indicó Víctor mirándole—. Por si no lo has pillado, va por ti.

—Pero… ¿Quiénes os creéis que sois para hablarnos así? —chilló Mónica.

—Son mi familia ¿Te parece poco? —respondió Victoria con la vena del cuello a punto de estallar. Estaba aflorando algo de su interior que llevaba tiempo olvidado. Se volvió hacia su suegra, aún tenía mucho que decirle—. Te guste o no. Son mi familia. Y a partir de este instante, te agradecería que eligieras muy bien tus palabras y tus modales cuando quieras dirigirte a cualquiera de ellos. Porque te informo, por si no lo sabes, que puedo ser tan dañina como tú —y señalando a Beth que la miraba horrorizada concluyó—. No olvides que he tenido una estupenda maestra.

—¡Viva la madre que te parió! —gritó emocionado Víctor.

—¡Olé mi hermana y su vena del cuello! —aplaudió Bárbara.

—Qué pico de oro tiene mi niña —se enorgulleció Margarita, ganándose una tímida sonrisa de su hija mayor.

—En cuanto a ti, Charly —prosiguió Victoria con firmeza—. A partir de este momento, tú y yo no tenemos nada más que hablar. La boda se anula.

—¡¿Cómo?! ¡No puede ser! ¡Imposible! —chilló Mónica histérica. Mientras Charly, de un salto, se levantó del suelo dejando sus atributos al aire para satisfacción de las amigas de su madre.

—¡Peluche! Espera —llamó mientras buscaba su ropa. ¿Dónde estaba su ropa?—. No me hagas esto. No me dejes así. Tenemos que hablar. Necesito hablar. ¡Peluche! Vuelve. No te vayas.

—Charly. Ya no soy tu peluche, y repito. No tengo nada más que hablar contigo —sentenció Victoria y aceptando la mano de Víctor, se marchó.

—¡Dios mío! Qué bochorno —gimió Mónica horrorizada—, la boda, ¿qué diré a los invitados? ¿Qué podemos hacer?

—Yo te recomendaría, chata —sonrió Margarita con el móvil en la mano—, que comenzaras a llamar a tus mil cien invitados. De mis quince, tranquila, me encargo yo.

—¡Todo esto es culpa tuya y de ese marica! —gritó Charly a Bárbara—. Vosotros. ¡Chusma de mierda!, sois los culpables de todo.

—¿De verdad lo crees así? —preguntó Bárbara y acercándose a él, le cogió por los testículos, ante la sorpresa de todos. Y retorciéndoselos con verdadero placer, le susurró al oído mientras Charly palidecía de dolor—. Si vuelves a acercarte a mi hermana, aunque sea para pedirle la hora. Te juro que te los arranco y me hago unos pendientes con ellos.

—¡Que alguien llame a la policía! —gritó Beth asustada. Pero nadie se movió.

—Eh… zorrón verbenero ¿Has visto qué mona has salido en la foto? —se mofó Margarita enseñándole su móvil mientras sonreía—. Seré clara y concisa. Si se te ocurre tramar algo contra alguno de mis hijos, mañana seréis noticia.

Una vez dicho eso, Margarita agarró de la mano a su hija Bárbara y se marcharon.

—Juan. Por el amor de Dios. ¡Haz algo! —chilló Mónica—. No te quedes ahí mirando como un pasmarote.

—No querida —aclaró antes de salir detrás de Margarita y de Bárbara—. Es tu hijo. No lo olvides.

Victoria, con el desconcierto aún instalado en su cara, salió de la mano de Víctor del hotel, uniéndoseles pocos segundos después Bárbara y su madre.

—Por favor, esperad un momento —llamó Juan, yendo tras ellos—. Os llevaré a casa.

—No, Juan. Te lo agradezco, pero creo que es mejor que no —respondió Victoria, observando cómo Bárbara y Víctor se adelantaban para llamar al taxi.

—Siento muchísimo todo lo ocurrido —murmuró cogiéndole las manos con cariño—. No sé qué decirte. Estoy tan confundido que…

—Nos hacemos cargo Juan —señaló Margarita y endureciendo la voz dijo—. Pero lo mejor que podemos hacer en este momento es marcharnos de aquí.

—Lo entiendo. Por supuesto que sí —asintió tan confuso que Margarita sintió deseos de acunarle—. No sé cómo disculparme por lo ocurrido. Ha sido algo bochornoso que…

—Tú no tienes que disculparte por nada, eres una de las mejores personas que he conocido en mi vida —susurró Victoria, y tras darle un abrazo dijo mientras caminaba hacia su hermana—. Gracias por todo Juan, pero necesito marcharme.

—Marga —llamó atrayendo la mirada de la mujer—. Para lo que necesitéis, recuerda que estoy aquí. Por favor recuérdalo.

—Gracias Juan. Lo recordaré —y tras sonreírle caminó hacia sus hijos, quienes la esperaban sentados en el taxi.

* * *

«Si regalaran un diamante por cada disgusto que da la vida, sería multimillonaria», pensó Victoria mirando por la ventanilla del taxi.

Humillación. Desconcierto. Incredulidad. Todas aquellas complicadas palabras pasaban por la mente de Victoria mientras acompañada por su familia se dirigía a su casa.

—Vicky, tesoro mío —murmuró su madre sin dejar de mirarla—. ¿Vives aquí?

—Sí mamá —asintió desde una nube; todo era confuso a su alrededor—. Vivo aquí.

El taxi se había detenido ante uno de los rascacielos de Madrid, conocido como La Torre de Valencia. Situado en el cruce de las calles Menéndez Pelayo y O’Donell. Calles concurridas, llenas de vida y negocios.

Frente al rascacielos se alzaba uno de los orgullos de Madrid, el parque del Retiro. Un parque cañí, considerado el gran pulmón verde del centro de la ciudad, donde naturaleza, deporte y ocio se empastaban en una excelente armonía.

—¡Madre mía! —gritó Víctor incrédulo—. Pero si vives en la Torre de Valencia. ¡Qué glamour chica!

—¿Desde cuándo? —preguntó Bárbara cogiendo la vuelta que le tendía el taxista.

—Cerca de año y medio —respondió sin mirarles, caminando hacia la puerta que mantenía abierta el portero. Al notar que no la seguían se volvió hacía ellos—. ¿Vais a subir o no?

Al escuchar aquello los tres caminaron tras ella.

Sin apenas mirarle, Victoria pasó ante el portero, que les saludó con una amable sonrisa. Introduciendo una llave en el ascensor enmoquetado subieron hasta el décimo piso en silencio. Cuando las puertas del ascensor se abrieron y Victoria salió, los tres observaron con curiosidad aquel rellano en color salmón. Nada que ver con los de sus pisos, donde los sábados olía a cocido y los domingos a chorizo frito.

Victoria, ajena a cómo se miraban, maniobró con una llave en la única puerta del elegante rellano, y tras encender los halógenos del recibidor, tecleó en un pequeño panel a su derecha un código de seguridad.

—Joder Vicky. ¡Qué pasada! —silbó Víctor, consumidor nato de revistas de decoración—. Veo que te va lo minimalista.

El orden imperaba en aquel lugar espacioso. Las puertas separadoras eran de vidrio templado. Las paredes vestían tonos degradados, donde colores como el beige y verde, unidos a los blancos, creaban una sensación de armonía y serenidad.

El salón era funcional. Escasez de mobiliario, tonos verdes en los paneles japoneses y sillones de fino cuero marrón.

—Sí Víctor. Me gusta lo minimalista. Para mí es importante el orden —asintió mirándole—. Dadme un momento. Me cambio de ropa y os enseño el piso.

—Buena idea —asintió Bárbara, y cuando ésta desapareció tras una de las puertas susurró—. Eh ¡vosotros dos! Os doy tres segundos para que desaparezcáis de aquí.

—Pero si Vicky ha dicho que nos quedemos —se quejó Margarita, que tenía curiosidad por seguir viendo más.

—¿Crees que es el mejor momento para conocer la casa? Mami ¡por Dios! Acaba de anular su boda.

—Tienes razón cariño —asintió—. Pero nos quedaremos, le haremos compañía.

—Marga —murmuró Víctor—. Creo que deberíamos dejarlas a solas. Bárbara tiene razón. Ya habrá otro momento para visitar la casa.

—Vale, vale, me rindo —asintió encaminándose hacia la puerta.

—Si alguien puede gritar a Victoria —sonrió Víctor—, ésa es Bárbara.

—No os peleéis, tesoro. Dale esto —dijo Margarita sacando un cenicero. Pero al ver las caras de su hija y de Víctor, asintió—. Tenéis razón. Mejor me lo llevo.

Bárbara, tras cerrar la puerta con sigilo, regresó al salón, momento en el que su móvil vibró. Tras leer el mensaje decidió apagarlo. No le apetecía responder.

Tanto orden y tanta limpieza daba sensación de poca vida, de poco uso. Mientras observaba le llamó la atención no ver ni una sola foto o algún detalle personal de Victoria. Aquel moderno salón era frío e impersonal, aunque reinaba el diseño, la marca y la tecnología más vanguardista. Televisión Loewe de 40 pulgadas con DVD reproductor y sonido Surround. Teléfono Bang Olufsen. Equipo de música Sony.

—¿Dónde están mamá y Víctor? —preguntó Victoria saliendo de una de las habitaciones.

—Se han marchado a casa —respondió Bárbara. Su hermana se había desmaquillado y quitado el moño. Estaba mucho más guapa.

—¿Quieres tomar algo?

—Una cerveza no estaría mal.

—Cruzcampo ¿light o sin alcohol? —dijo mientras iba hacia la cocina.

—¡No jodas, Vicky! No me puedo creer que no tengas una cervecita normal y corriente —y entrando con su hermana en la moderna cocina murmuró mientras su hermana abría la nevera metalizada—. ¡Madre mía, qué pedazo de cocina! Sorpréndeme. ¿Qué más tienes para ofrecerme?

—Coca Cola Zero. Coca Light. Pepsi Diet. Nestea sin azúcar y Tónica light.

—Pero ¿Qué mierda de bebidas son ésas? —no, aquello no lo bebían las personas normales. Decidió recordarle el sabor de una Mahou—. Acompáñame. Buscaremos un sitio donde se pueda comprar bebida y comida decente.

Sin ganas de polemizar, Victoria cogió su bolso de Tous y las llaves. Bajaron a la calle y entraron en la tienda del Vips, donde prefirió callar al ver lo que su hermana compraba. ¡Todo comida basura! Tras pagar, salieron del establecimiento con dos paquetes de cerveza Mahou cinco estrellas, una bolsa de patatas fritas al punto de sal, un par de pizzas cuatro quesos congeladas, y un tarro gigante de helado de chocolate.

De nuevo en el piso, Victoria se encendió un cigarro, mientras su hermana, aún impresionada por la cocina, metía las pizzas en el horno.

—Deberías hacer sólo una —informó Victoria—. Yo no tomo comida basura. Es alta en grasas, y baja en nutrientes.

—Pero ¿y lo rica que está a pesar de sus calorías? —atacó Bárbara que puso una cerveza Mahou fresquita ante su hermana, que la miró pero no cogió.

—Esa mierda tiene efectos negativos para la salud. ¿No lo sabías?

—Si el efecto de no tomarla es que me voy a volver como tú. ¡Horrorizada estoy!

—Tú ríete. Pero comer fast food significa aumento de peso, elevado colesterol, digestiones difíciles, adicción y alteración del gusto.

—Te encantaban los Whooper con queso, las patatas fritas, los aros de cebolla y los bocatas de calamares de la Plaza Mayor. ¿Qué narices te ha pasado?

—Bárbara. Hace tiempo decidí vivir mejor y más años comiendo sano —respondió retirando la cerveza que su hermana le había puesto delante.

—Vicky. Disfrutaras más de la vida si la vives y saboreas —no estaba dispuesta a dejarse convencer, así que le acercó de nuevo la cerveza.

«Me estás buscando hermanita», pensó Victoria, pero respondió:

—No pienso gritar, ni discutir, y tampoco voy a tomarme esa cerveza.

—Yo tampoco voy a discutir —sonrió Bárbara tomando un trago y poniéndola de nuevo donde estaba, la retó—. Pero te aseguro que vas a beber de ella. Y a morro.

El momento temido por Victoria había llegado. Odiaba que su hermana pequeña supiera allanar el camino a su gusto, para luego entrar a matar. Pero no. ¡No pensaba entrar en ese juego! Ella tenía un autocontrol excelente y no iba a permitir que se lo derrumbase con una simple cerveza.

Pero Bárbara lo consiguió.

—Muy bien —comenzó a gritar Victoria—. ¡A qué esperas! Estoy deseosa de escuchar alguna de tus antológicas y proletarias frasecitas —al ver cómo ésta se apoyaba en la encimera vociferó—. Estás disfrutando ¿verdad Barbie? Te ha encantado ver cómo he sido humillada delante de todos. ¡Oh Dios! Qué bien dormirás ¡Por fin a la pija de tu hermana le han dado un buen golpe! ¿Verdad?

—Te lo dije, «peluche» —respondió con rabia al escuchar la palabra «Barbie».

—¡¿Qué?! —gritó con voz y gesto roto.

—Te lo dije. Te dije que ese relamido no era bueno para ti. Que esa zorra recauchutada que cree que tiene veinticinco años era una víbora y una bruja de las peores. Que mamá se dejaría humillar por ti, y… —Pero no pudo continuar. El dolor alojado en los ojos de su hermana hizo que Bárbara se acercara y la abrazara.

Victoria, hundida, se aferró a ella y con aplomo escuchó cómo se habían enterado Víctor y Bárbara de la vida sexual de Charly. Alberto, el camarero del hotel y vecino de Bárbara, había sido quien les informó. El resto surgió sobre la marcha.

—Gracias por estar aquí conmigo.

—Siempre hemos estado contigo —pluralizo Bárbara, pensando en Víctor y en su madre—. Pero habla con mamá. Lo necesita. Es cabezona como tú y no muestra su dolor.

—Yo también necesito hablar con ella —antes eran buenas amigas, a pesar de ser madre e hija—. Bárbara, perdóname por haber sido algo borde contigo en ocasiones.

—¿Algo? —sonrió—. Matizando diré que tu nivel de borderío es continuo. Pero ¡lo siento chica! Conmigo no lo practiques. ¡Paso de ti cuando te pones así!

—Eres increíble —sonrió Victoria.

—Tú me enseñaste a ser así, Vicky —respondió anhelando encontrar aquella hermana que un día se fue—. Me enseñaste a maquillarme, a ligar, a bailar sevillanas, a montar en bicicleta. Incluso a ponerme mi primera compresa. Siempre fuiste divertida y espontánea. Pero cuando mamá…

—Lo siento —susurró avergonzada—. Eso no volverá a suceder.

—Por supuesto. No te lo voy a permitir —sonrió Bárbara—. Pienso controlar a partir de ahora todos tus ligues.

—No quiero saber nada de hombres. Y como a alguno se le ocurra llamarme por algún nombre que no sea el mío. Te juro que le tiro a la cabeza lo que tenga en la mano.

Tras reír ante aquel último comentario, Bárbara, mirándose el reloj, comentó.

—Qué te parece si vamos a mi casa. Tengo que sacar a Óscar.

—¿Quién es Óscar?

—Tu sobrino y mi perro. Una auténtica preciosidad.

—Olvídalo. Los perros, los niños y yo nunca nos hemos llevado bien.

Óscar es diferente. Créeme. Cuando lo conozcas lo comprenderás.

Una hora después, y conduciendo su Audi TT Coupé plateado, llegaron a su barrio. El barrio de Aluche. Pasaron frente a la casa de su madre pero decidieron no parar. Regresar al barrio, era como regresar al pueblo. Sólo faltaba la pancarta de «Bienvenido Mister Marshall». Si las vecinas te cogían por banda. ¡Estabas perdido con su besuqueo!, y en especial con su tercer grado.

—Vaya —asintió Victoria al aparcar el coche frente al parque de Aluche—. Veo que ciertas cosas nunca cambian.

—Las Fiestas del barrio son sagradas —respondió Bárbara cogiéndola del brazo—. Ven. Vivo en el último piso, y ¡no tengo ascensor! —y tras darle un cachete en el culo, murmuró—. Te vendrá bien mover ese pandero que tienes.

—¡Serás idiota!

—Si no es indiscreción ¿qué talla usas?

—¡Y a ti qué te importa! —pero antes de que pudiera reaccionar, Bárbara le tiró de la trabilla del pantalón para volver a soltarlo.

—Vale. La 44 —y comenzó a subir los escalones de dos en dos—. No es por joderte, pero yo, asidua consumidora de comida basura, uso la 42.

Mientras Bárbara sacaba las llaves del pantalón, Victoria observaba el oscuro y descuidado estado del edificio. Un edificio parecido al de su niñez, donde los desconchones en las paredes, los viejos escalones y el olor a humedad en pleno mes de junio eran lo normal. De pronto se apagó la luz y al encenderla Bárbara preguntó.

—Vicky, te presento a tu sobrino Óscar. ¿Qué te parece?

«Qué cosa más horrorosa» pensó Victoria.

Óscar debía ser un cruce de mastín con pastor alemán y a saber dios qué más. Tenía unas patas larguísimas, una peluda cabeza y un cuerpo demasiado delgado y lleno de cicatrices. Era el perro más descompensado y feo que había visto en su vida.

—¡Es precioso! —mintió Victoria mientras aquella horrible criatura la miraba.

—Mira que eres mentirosa ¿Cómo puedes decir eso?

—¿Qué pretendes que diga?

—La verdad, en eso quedamos ¿no?

—Muy bien. Te diré la verdad —y señalando al animal que la observaba sentado delante de ella dijo—. Es la cosa más fea que he visto en mi vida. ¡Nada en él es bonito! No tiene ningún estilo ni se le puede catalogar en ninguna marca. ¡Es feo!, muy feo.

Al escuchar aquello, Óscar, dando un gemido, se levantó.

Óscar —llamó Bárbara. Al escuchar su voz el animal la miró—. Tu tía es un poco pija, pero mi amor, tú ni caso ¡Eres precioso! —entonces se volvió a su hermana—. Anda pasa.

La casa de Bárbara era pequeña; debería medir poco más de cincuenta metros, pero se la veía bonita y limpia. Incluso Victoria tuvo que reconocer que la mezcla de colores y muebles, tanto de Ikea como rústicos, era perfecta.

Mientras Bárbara sacaba unas cervezas fresquitas de su pequeña cocina, Victoria ojeaba con curiosidad a su alrededor, parándose ante una mesita llena de papeles y un viejo PC.

—Esas páginas sueltas son ideas para la novela que voy a comenzar sobre Escocia. Y ese mogollón de ahí es la que acabo de terminar.

—Sigues mandándolas a las editoriales.

—Por supuesto. Además, hace un mes acabé un curso «on line» de novela romántica y he aprendido mogollón.

—Me admira que no tires la toalla —asintió Victoria sin dejar de mirarla—. Si a mí me hubieran rechazado tantas veces como a ti creo que ya la hubiera tirado.

—Lo dudo. Eres como yo. Seguirías intentándolo. Ya sabes lo que siempre hemos pensado. No publica el que mejor lo hace, si no el que mejor suerte tiene, o —sonrió al decir aquello—, se acueste con el editor más forrado.

Aun sonriendo por aquel comentario se sentaron en el salón y varias horas y cervezas después, tras haberse puesto casi al día de sus vidas, reían mirando fotos.

—Quiero brindar —rió Bárbara levantando su lata—. Brindo porque algún día me descubra un guapo y rico editor que, aparte de hacerme feliz en la cama, haga que mis novelas se vendan como churros.

—Brindo por tus novelas. ¡Hip! —hipó Victoria— y porque te lo pases súper bien en la cama.

—Ahora tú. Te toca a ti.

—Brindo —y con una chisposa mirada dijo—. Porque le den morcillas a Charly.

—¡Perfecto! —se carcajeó.

—¡Dios, qué pintas tenemos aquí! —gritó y tomó otro sorbo de cerveza. Eso sí, en vaso—. ¿Cuándo fue esto?

—En la boda de Lucía, la hija de la señora Antonia. ¿Te acuerdas?

—Ah, sí. Ésa que iba de decente pero se cepillaba a medio barrio.

—Por Dios, Vicky ¡qué memoria tienes!

—Para mi trabajo es necesaria. ¡Hip! ¿Qué sabes de Pili?

—Se quedó viuda. Manolo se mató en un accidente de tráfico.

—No me digassss —susurró Victoria notando la legua un poco espesa.

—Pero ella sigue viviendo en el barrio con sus tres hijos. Que, por cierto, son guapísimos.

—Bueno —sonrió señalando a Óscar—. Cómo tengan la belleza de él, lo dudo.

—Espera. Aunque a Óscar no le gusta que remueva su pasado, te voy a enseñar una cosita —dijo levantándose para coger de un viejo aparador una carpeta gris—. Léelo y luego me dices qué piensas.

Con una sonrisa en la boca, Victoria abrió la carpeta.

Era de la Asociación de los Amigos de los Animales. La primera foto que vio hizo que su sonrisa desapareciera. Era Óscar. El informe decía que fue encontrado en una carretera tras ser brutalmente maltratado. Tenía una cadena dentro del cuello. Hecho que hizo pensar que se la hubieran puesto de cachorro y nunca se la hubieran agrandado, por lo que con el paso del tiempo se había ido ahogando. Tenía una anemia brutal, estaba deshidratado, desnutrido e invadido de garrapatas. Cuando se acercaron a él los de la asociación se meó de miedo. Pensaba que le iban a pegar. Pero tras la primera palabra de aliento movió el rabo, agradecido. Su estado era grave. Pero con alimento, medicación y cariño, mucho cariño, salió adelante. En la actualidad había sido adoptado por Bárbara Viñaderos Zúñiga. Había perdido su miedo y era feliz con ella.

—No me lo puedo creer —susurró con los ojos encharcados en lágrimas—. Pero… ¿Cómo le puede haber pasado esto?

—Bienvenida a la realidad hermanita.

—Lo siento, Óscar —susurró Victoria, agachándose junto a él—. ¿Sabes? Tú eres muy guapo. ¡Hip! Pero muy, muy, muy guapo.

—Ya lo sabe —sonrió Bárbara, percibiendo lo borracha que estaba su hermana. Por lo que levantándose dijo tendiéndole la mano—. Venga, levanta del suelo, payasa.

—Oye —señaló sentada en el suelo—. ¿Eso es una planta de maría?

—Sí —asintió orgullosa—. ¿Has visto qué preciosa la tengo?

—¿Te acuerdas cuando fumábamos porros? ¡Hip! —gritó Victoria.

Bárbara, muerta de risa, iba a contestar cuando sonó el teléfono. La voz de un desconocido hizo que Victoria, alzando una ceja, mirase a su hermana. «Hola bichito. Tenemos que hablar ¿Por qué no me coges el móvil? Te echo de menos, bichito. Llámame. No seas mala. Te quiero».

—¡Que te den morcillas, Joao! —gritó Bárbara tras escuchar el mensaje.

—¿Quién es Joao?

—Nadie —respondió, siendo arrastrada al suelo por Victoria.

—¿¡Bichito!? Te ha llamado bichito —se mofó su hermana haciendo que Bárbara la mirara—. Tú te reías porque me llamaban «Peluche» cuando a ti te llaman «bichito».

Al decir aquello ambas comenzaron a reír, como hacía mucho, mucho tiempo.

* * *

Cuatro meses después, tras conseguir sobrevivir al caos de la anulación de su boda, Victoria aún lucía el glamoroso anillo de compromiso en su dedo. Aquella noche no había podido dormir por lo que se levantó decidida a darse una ducha que la desentumeciera y marcharse pronto a trabajar.

Convirtiendo sus deseos en realidad, se introdujo en la ducha multifuncional creada por Jochen Schmidden para la firma Duravit donde, sentada en una especie de tumbona, disfrutó del agua a presión y la sauna de vapor, acompañada por aromaterapia y musicoterapia.

—¡Que te den morcillas, Charly! —dijo con decisión, quitándose el exclusivo anillo Chanel de oro blanco y brillantes.

Enterrados quedaron los días en que lucirlo era un orgullo. Por lo que tras salir de la ducha y ponerse un traje oscuro de Adolfo Domínguez, aún con el ceño fruncido metió el anillo en un sobre color hueso, y lo cerró al mismo tiempo que cerraba su corazón. Así se lo entregó al portero, decidida a no volver a verlo más.

Aquella mañana, el cielo gris de Madrid parecía acompañar su humor. Los cambios sufridos habían estado a punto de derrotarla. Pero no. Victoria Villacieros Zúñiga era una mujer fuerte y no se lo permitía.

Estaba sumida en sus pensamientos cuando sonó el teléfono. Dejó saltar el contestador. No le apetecía hablar con nadie. Pero al escuchar la voz de su hermana, lo descolgó.

—¡Ya era hora guapa! —suspiró Bárbara—. Anoche te llamé. ¿Por qué no lo cogiste?

—Estaba duchándome —respondió secamente.

—¡Serás mentirosa! —exclamó Bárbara, acariciando la peluda cabeza de su perro—. Dime mejor ¡No me dio la gana cogerlo!

—Bárbara, tengo prisa —y consultando la hora en su reloj Cartier dijo, apartándose el pelo de la cara—. Te recuerdo que algunas personas trabajamos. Estaba a punto de salir hacia la oficina. ¿Qué quieres?

—¡Qué borde eres hija! Sólo quería saber cómo estabas, y hablar contigo.

—Estoy bien, gracias. ¿Algo más?

Pero no era así. Victoria estaba destrozada. Destrozada y enfadada. Muy enfadada. Dos de sus colaboradores habían regresado de Escocia sin el contrato firmado que necesitaba presentar en la reunión de la mañana. Y eso la cabreaba mucho.

—¿Sabes Vicky?

—¡¿Qué?!

—Al final tendrás razón. No podemos ser hermanas. ¡Imposible! —se mofó Bárbara recordando su conversación noches atrás—. Creo que deberías hablar con mamá para que te desvele quién es tu padre. Porque bonita… yo tengo los ojos de mamá, y soy un clon de papá, por lo tanto, Vicky ¡creo que deberías empezar a preocuparte!

—Bárbara. Hoy no es mi mejor día para escuchar tonterías y por favor, te agradecería que me llamaras por mi nombre, que te recuerdo es Victoria.

—¡No jodas Vicky! —se carcajeó al escucharla.

—Barbie, Barbie —espetó con maldad. Sabía que su hermana odiaba ese apelativo—. No sigas por ahí que la vamos a tener.

—¡Serás bruja! A que te llamo…

—¡Ni se te ocurra!

—¡Peluche! ¡Peluchito! —se burló Bárbara.

—Cállate ¡bichito! —gruñó Victoria molesta por las carcajadas de su hermana.

—Eres la leche ¡Vicky! Parece mentira que todavía no te hayas dado cuenta que tú a mí no me ordenas. Y por mucho que te jorobe, soy tu imposible, aunque más que probable, hermana. No una de tus pobres y sumisas marionetas, que se mean de miedo cuando tú, la divina, levantas la voz. Es más. Te diré que…

—¡Adiós Bárbara! —interrumpió Victoria la conversación colgando el teléfono. No la aguantaba más.

Mientras gruñía como un perro canario de presa, llegó hasta su ordenado y espacioso salón minimalista. Abrió un cajón, sacó un cigarrillo y lo encendió. Al aspirar con placer la primera calada escuchó sonar de nuevo el teléfono. Era otra vez su hermana. ¡Qué pesada! Y como no tenía ganas de escuchar más tonterías, bajó el volumen del contestador, y olvidándose de ella se encaminó hacia la cocina.

Necesitaba un café. ¡Triple!

En la cocina abrió la inteligente y enorme nevera plateada. Ésta reaccionó con un sonido musical. En su pantalla extraíble táctil indicaba la necesidad de comprar leche de soja. Victoria pensó en escribirle una nota a Mirosvka, su asistenta rumana. Pero tras recordar el miedo, por no decir horror, que aquella mujer tenía a la inofensiva nevera, y su desastrosa última compra virtual, decidió encargárselo a Susana.

Al fin y al cabo ¡era su secretaria!

Acabado el café y tras consultar en su portátil la recepción de algún e-mail, se marchó para la oficina, dispuesta a arreglar lo que aquellos idiotas habían jorobado en el viaje a Escocia.

* * *

Susana, la secretaria de Victoria, escuchaba las voces procedentes de la sala de juntas desde su mesa. El día no se presentaba fácil.

Nerviosa e inquieta observaba a través de los cristales a su jefa. Su ceño fruncido y el modo como movía las manos no indicaban nada bueno. Llevaba semanas intentando encontrar el momento propicio para hablar con ella, pero no había sido posible. Victoria nunca fue una mujer accesible, pero tras anular la boda, y ahora tras aquella reunión, lo sería menos.

Por el rabillo del ojo observó cómo Luis, el guaperas de la oficina, salía de la sala de juntas con la cara contraída y se dirigía hacia ella. Él y Chema eran los responsables del fallido contrato con el escocés.

—Necesito fotocopias urgentes. La nazi está insoportable, no sé cómo la aguantas.

Aquél era Luis, un rompecorazones de treinta y cuatro años con sonrisa descarada, que traía de cabeza a las féminas de la oficina, a excepción de ella y su jefa, que no le bailaban el agua.

Cada mañana, cuando coincidían en la máquina de café, ni la miraba. Susana era invisible para él. Si embargo cuando necesitaba algo de Victoria, todo eran halagos.

Por todos era conocido que Beth, la amiga de Victoria, lo había acosado hasta llevárselo a su cama, algo que le ayudó a llegar hasta el equipo de Victoria, quien nunca lo aceptó de buen grado.

El otro que estaba encerrado en la sala de juntas con Victoria era su compañero Chema. Un hombre trabajador, afable y tímido de cuarenta y cinco años. Calvo, con gafas, amante de su familia y en especial de su mujer y sus hijos. En varias ocasiones Susana y Chema habían compartido confidencias, y en una de ellas se enteró que su mujer había tenido un accidente de tráfico quedando postrada en una silla de ruedas.

Aquel día Chema le confesó que le debía cientos de favores a Luis. Que ese guaperas tenía un increíble corazón y que gracias a su ayuda, sus hijos y su mujer estaban consiguiendo salir adelante. Desde ese momento Luis el guaperas se había convertido en Luis el ledoyunaoportunidad.

—Tranquilo Luis. No es para tanto —susurró Susana sin mucha convicción mientras cogía los papeles que había que fotocopiar.

—¡La muy puta! —siseó enfadado, cogiendo un vaso de agua del dispensador, sin percatarse de que la causa de su enfado se dirigía en ese instante hacia ellos.

—Psss… calla —indicó Susana con disimulo, pero fue inútil.

—No me extraña que el novio la plantara el día antes de la boda. ¡Pobre hombre! Aguantar a semejante bicho venenoso no debe ser muy agradable. A la nazi seguro que le va el sado. ¡La muy puta! No me extrañaría que en su armario hubiera un látigo y una mordaza de cuero.

—Susana —replicó Victoria con las mejillas encendidas por la rabia—. Saca tres juegos de estos documentos —y volviéndose hacía Luis, dijo—, en cuanto acabe la reunión pásate por mi despacho. Tú y yo tenemos que hablar.

Maldiciendo su maldita bocaza y sabedor de qué significaba «tenemos que hablar», tras mirar brevemente a Susana volvió a la reunión.

Victoria, alterada, entró en su despacho y, tras cerrar la puerta, respiró a fondo para contener las lágrimas. ¿Cómo podían hablar de ella tan despectivamente? ¿Puta? ¿Nazi?, ¿acaso no se daban cuenta de la importancia de aquel contrato?

Susana, que había digerido mal aquel encuentro fatal, una vez acabadas las fotocopias llamó con miedo a la puerta del despacho antes de entrar y cerrar tras ella.

—Aquí tiene. Tres juegos de los informes que me pidió —dijo con los nervios a punto de estallar, mientras Victoria observaba la pantalla de su portátil—. La compra que me encargó esta tarde se la llevaran a su casa ¿Necesita algo más?

—De momento creo que no —respondió sin apenas mirarla—. Pero no te vayas a comer. Puede que la reunión se alargue más de lo esperado gracias a esos inútiles.

—Yo… necesitaría hablar con usted.

—¿Es importante?

—Sí.

—Si vas a pedirme un aumento de sueldo olvídate. No es el momento —ladró Victoria.

—No tiene nada que ver con eso —suspiró, retorciéndose las manos.

—Señorita Villacieros —interrumpió un joven bedel de la empresa, abriendo la puerta de golpe—. El señor Aguirre me indica que la esperan en la sala de juntas.

—¿No sabes llamar? —reprendió Victoria con cara destemplada.

—Sí señorita —murmuró el muchacho, mirando de soslayo a Susana.

—La próxima vez que entres aquí ¡hazlo! O tomaré represalias. ¿Me has entendido?

—Sí señorita —asintió el bedel y desapareció.

—Sobre lo mío…

—Cuando acabe la reunión, si tengo tiempo hablaremos —asintió Victoria como siempre, sin mirarla a la cara.

En la sala de reuniones, la tensión entre los asociados, cliente y publicistas crecía por momentos. Los pésimos resultados obtenidos por Luis y Chema tras su viaje a Escocia caían como una losa sobre Victoria, que era ahora la responsable ante los jefes. La crisis mundial comenzaba a notarse en las cuentas de R. C. H. Publicidad. Las famosas firmas de los mejores bulevares del mundo buscaban abaratar sus gastos, al tiempo que originalidad.

Victoria, como jefa del departamento de creadores publicistas, en su cartera de clientes contaba con las firmas más importantes. Su última adquisición tras batallar con varias empresas había sido conseguir la cuenta de TAG Veluer. Famosa y asentada empresa de relojes caros, deseosa de comenzar el rodaje para su última creación; un spot para televisión espectacular.

—Victoria —dijo Giorgio Proxy, director de TAG Veluer y amigo suyo, nada más verla aparecer. Siempre había ido al grano. No era hombre de perder tiempo—. Contábamos con resultados rápidos y satisfactorios. En nuestra primera reunión comentaste que no habría ningún problema en la contratación del castillo.

—Tienes razón Giorgio —se disculpó Victoria—. Pero la razón de no haber alquilado las dependencias del castillo de Eilean Donan para el spot no ha sido porque…

—¡Me da igual el motivo! —vociferó ahora Philippo Schirtufedo, el presidente de la costosa marca de relojes—. Quiero comenzar a preparar la campaña de verano ¡Ya!

—Disculpe, señor Schirtufedo. Estas cosas a veces se pueden retrasar por motivos que… —intervino Chema con voz apagada, ganándose una reprochadora mirada de Victoria.

—Con el dinero que les pago por la campaña, bien vale no seguir esperando —siseó. Schirtufedo no tenía mucho más que añadir, así que se levantó abrochándose su ajustada chaqueta—. Me fié de su profesionalidad, señores.

—No dude que la tenemos —medió un joven que había permanecido callado toda la reunión. Era Gregorio, el hermano de Beth—. Lo único que podemos hacer es disculparnos y…

—Una simple disculpa no me vale.

—Philippo —susurró Giorgio, su director—. Poniéndote así no arreglaremos nada.

Otra de las asociadas que asistía a aquella importante reunión, tras mirarle con una sonrisa nerviosa, intentó calmarlo.

—Discúlpenos, se lo ruego. La señorita Villacieros tuvo unos problemas personales y su equipo hizo todo lo posible por localizar al propietario del castillo…

Al escuchar aquello Victoria la miró de una forma nada angelical. «¿Por qué tenía que decir aquello?».

—Yo no he contratado a su equipo —gruñó Philippo—. He contratado a la señorita Villacieros, y ella es la responsable.

—Disculpe de nuevo, señor —comenzó a decir Luis al ver la mirada incrédula de Victoria. Nunca se habían apreciado, pero no podía permitir que ella cargara con las culpas—. Si fuera usted tan amable de escucharme un momento yo le…

—¡Cállese! —vociferó el hombre, y miró a Victoria, que le observaba con gesto impasible—. La anulación de su boda no tiene porqué interferir en mis negocios. Por lo tanto, ¡póngase a trabajar y déjese de sensiblerías!

—¡¿Qué?! —consiguió murmurar, y a punto de gritar, sintió cómo Luis la agarraba de la mano y negaba con la cabeza. El joven intentaba ser amable, pero Victoria de un tirón retiró su mano.

—Philippo —intervino Giorgio. Sabía que aquello iba a acabar mal—. No creo que debas continuar hablando.

—Me callaré sólo por el aprecio que tengo a mi buen amigo Juan Montefino —ladró Philippo—. Sólo diré, antes de marcharme, que o me demuestra su competencia en menos de dos meses o cancelaré mi cuenta con ustedes.

—No se preocupe —asintió la asociada con premura saliendo tras él—. Le prometo que recibirá pronto noticias nuestras.

Todos quedaron en silencio, esperando que alguien rompiera la tensión que permanecía flotando en la sala.

—Victoria —señaló Giorgio antes de salir por donde segundos antes había salido el presidente de su empresa—. Intenta conseguir ese contrato lo antes posible. Para nuestra empresa es importante rodar el spot en esas dependencias.

—No te preocupes, Giorgio —respondió ella con apenas una sonrisa—. Te prometo que lo conseguiré.

Una vez los clientes abandonaron la sala de juntas, Victoria se sentó. Le temblaban las piernas. Aquello era lo último que esperaba. Su vida personal en boca de cualquiera. Chema, al ver lo trastornada que estaba, le trajo un vaso de agua que ella tomó pero no agradeció.

—¡No podemos perder la cuenta! —siseó Gregorio, el director de la empresa. La reunión había sido un desastre—. TAG Veluer es una empresa fuerte en el mercado y sus campañas son millonarias. Tenemos que reaccionar ¡ya!

—Esto es increíble —señaló la joven que había acompañado hasta la salida a los importantes clientes, y que acababa de entrar en la sala de reuniones con gesto contrariado—. Victoria. ¿Estamos locos o qué? ¿Me puedes explicar qué ha ocurrido para que el contrato del castillo de Eilean Donan no esté firmado?

Victoria, con la rabia instalada en su cara, esperaba una pregunta así.

—¿Me puedes explicar tú por qué has tenido que hablar de mis problemas personales en una reunión de trabajo?

—Necesitábamos salir del atolladero de alguna manera —respondió con gesto seco y sin importarle el dolor en los ojos de Victoria—. Estoy esperando a que me digas qué ha ocurrido con el contrato.

—Que te lo expliquen Luis y Chema. Ellos son los responsables de todo este caos.

—Les aseguro que hemos hecho todo lo posible —indicó Luis mirando a la mujer, quién sonrió ante la incredulidad de Victoria—. Nos ha sido imposible hablar con el conde, el propietario del castillo. Desde un principio nos rechazó y se limitó a darnos esquinazo. Ha sido imposible.

—En R. C. H. Publicidad —aseveró Gregorio—, nada es imposible. Es parte de nuestro lema.

—Si ese contrato no se consigue —sentenció otro de los asociados—, rodarán cabezas.

—Le aseguro, señor, que lo hemos intentado todo —asintió Luis, omitiendo detalles.

—Permíteme que lo dude —sentenció Victoria.

A partir de ese momento, el cruce de acusaciones y reproches ocasionó una gran discusión en la sala de reuniones. Victoria no estaba dispuesta a cargar con las consecuencias de aquella desastrosa gestión y sus resultados, y los asociados no estaban dispuestos a perder tiempo y dinero. Por lo que tras más de cuatro horas de reunión a Victoria no le quedó otro remedio que anunciar en voz alta para hacerse escuchar sobre el tumulto de voces acaloradas.

—Iré yo. Organizaré el viaje y pasado mañana a más tardar estaré en Escocia. Intentaré solventar este problema. A las malas tendré dos meses para convencer al propietario.

—Sabia elección, Victoria —asintió Gregorio, quién levantándose junto a los otros dos asociados salieron de la sala dejándola a solas con Luis y Chema.

—No trabajo con mediocres —les reprochó Victoria en cuanto desaparecieron los espectadores—. No os quiero en mi equipo. Estáis los dos despedidos.

—Pero… —intentó explicarse de nuevo Chema, asustado.

—No voy a volver a repetirlo.

—Por favor —tartamudeó Chema, ahora desesperado, mientras Luis la observaba—. No puede hacerme esto. Tengo tres chiquillos que sacar adelante y necesito este trabajo. Envíeme a otro departamento. Rebájeme de categoría pero por favor, no me despida.

—¿Tres mocosos? —rió Victoria incrédula.

—Por favor, se lo suplico.

—Tengo cosas importantes que hacer Chema, no me molestes con tus lloriqueos —sentenció mientras recogía todos sus papeles sin querer escucharle.

—Por favor, señorita Viñaderos —insistió—. Se lo suplico, no me deje en la calle. Este trabajo es lo que único que tengo para salir adelante.

—Sea humana ¡por Dios! —le espetó Luis, atrayendo su mirada—, y bájese de una puñetera vez en su vida de su brillante pedestal de oro.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? —le retó Victoria.

—Luis, cállate —intervino Chema.

Conocía a Luis mejor que nadie y sabía que tras aquella apariencia chulesca, escondía un corazón de oro.

—¿Y cómo se atreve usted a menospreciarnos así? —se enfrentó, harto de humillaciones. Si ya estaba despedido qué más daba—. Puedo llegar a comprender que esté decepcionada con nuestra gestión. Nosotros también lo estamos. Pero por mucho que se empeña en decir que no hemos trabajado, eso es mentira.

—Por supuesto —gesticuló Victoria.

—Si estoy despedido, de acuerdo —sonrió Luis—. Estoy seguro de que por muy malo que sea el trabajo que encuentre en otra agencia nunca será tan denigrante como trabajar para usted. Pero, por favor, escuche a Chema. Necesita este puñetero trabajo. Su familia depende de él. ¿Acaso no tiene corazón?

Palabras parecidas a aquéllas había escuchado en los últimos meses. Su propia hermana Bárbara, en sus interminables conversaciones, le preguntaba que dónde estaba su corazón.

—Asumo que me quiera lejos de usted —prosiguió Luis—. Me odia porque su amiga Beth me ayudó a conseguir este puesto. Pero oiga… ¿usted cómo lo consiguió?

—Metiéndome en su cama, no —gritó Victoria.

—Yo tampoco —señaló Luis—. Ella se metió en la mía. Y si lo que le ha puesto de mala leche es lo que oyó que le decía a su secretaria. Déjeme decirle que esas palabras son lo más suave que podrá escuchar en esta oficina cuando hablan de usted. Y dé las gracias a que tiene una secretaria discreta como Susana, porque si le hubiera tocado cualquiera de las otras arpías, usted sería el hazmerreír de la publicidad. Ahora, dicho esto, ya me doy por despedido.

—Tengo prisa —sentenció Victoria, que con disimulo miró a Chema. Parecía desesperado. Apretando los papeles contra su pecho dijo antes de salir—. De momento y hasta que yo vuelva de Escocia, continuaréis en vuestros puestos, pero cuando vuelva… hablaremos.

Una vez salió de la sala de reuniones, sus ojos se toparon con un enorme ramo de rosas rojas, pero haciendo una seca señal de ¡ahora no! a Susana, se metió en su despacho. Necesitaba paz y un cigarrillo, así que entró en su baño particular, decorado por Mariscal, y lo encendió con cuidado para que el detector de humos no la delatara.

Permaneció allí unos minutos, vacía, y pensativa. Después se retocó el maquillaje y salió para sentarse en su glamuroso sillón de cuero blanco. Allí se quitó los zapatos, la estaban matando. Pero la paz duró poco. Unos golpes en su puerta le hicieron calzarse. Era Susana con el ramo.

—¡Qué pasa ahora! Creo haberte indicado que no quería que me molestaras.

—Discúlpeme, señorita Villacieros —dijo reprimiendo sus ganas de vomitar. Sabía que no era momento, pero… ¿cuándo era momento para su jefa?—. Ha llamado su hermana y el señor Carlos Montefino de Jerez. También llegó «el ramo».

¿Cuándo iba a parar? Ya habían pasado cuatro meses desde lo ocurrido, y a pesar de las continuas negativas a volver con él, Charly insistía. Sus sentimientos eran contradictorios. Unos días le odiaba con toda su alma por el engaño, y otros deseaba volver a estar entre sus brazos. Diariamente recibía dos ramos de flores frescas con tarjeta. Uno a su casa y otro a la oficina. Aquello, junto a los problemas del trabajo y los reproches de Bárbara para que no volviera con «el engominao», estaban acabando con su poca paciencia.

—Puedes dejar el ramo ahí —y viendo lo pálida que estaba dijo—. Baja a la cafetería a comer algo. No tienes buena cara.

—¿Quiere que le suba algo?

—No, gracias. Cuando subas tienes que buscarme un vuelo a Edimburgo y hotel. También necesito que localices el teléfono de la asistente o la secretaria del conde Colum Niall McKenna. Necesito concertar una reunión. Por tanto, no tardes mucho, y cuando vuelvas, no me pases ninguna llamada —al ver que la muchacha se llevaba la mano a la boca preguntó—. ¿Qué pasa ahora, Susana?

—Señorita Villacieros. Sé que no es el mejor momento pero necesito hablar con usted…

—Tú lo has dicho —respondió apoyando la cabeza en su butacón—. No es el mejor día para ello. ¿No puedes esperar a que regrese de Escocia?

—No, señorita Villacieros —soltó a punto de desmayarse—. No puede esperar.

—Perfecto —asintió con resignación, mirándola con cara de pocos amigos—. Muy bien. ¿Qué ocurre?

—Bueno. El caso es que… yo…

—¡Tengo prisa, mi tiempo es oro!

—Estoy embarazada de cuatro meses y medio.

Decir aquello fue una pequeña liberación. Sabía que la noticia no iba a caer bien a su jefa, pero no podía seguir ocultándolo. Aunque su pequeña liberación junto al grito de su jefa le revolvió más el estómago.

—¡¿Qué?! —gritó Victoria, levantándose—. ¿Estás embarazada?

—Lo siento —susurró Susana, retorciéndose las manos.

Incrédula, Victoria miró a aquella muchacha. Apenas tenía veinticinco años y estaba embarazada. ¡Qué manera de arruinarse la vida!

—Señorita Villacieros, si le comento esto es porque mi contrato finaliza dentro de tres meses. Vivo sola. Necesito este trabajo y…

—¿Pretendes que renueve tu contrato? Oh… no. ¡Ni lo sueñes! —vociferó viendo cómo Susana se llevaba de nuevo la mano a la boca y los ojos se le encharcaban en lágrimas—. No me vengas ahora con lloriqueos sensibleros ¿Pero qué os creéis todos? —gritó pensando en su hermana, en Chema, en Luis—. ¿Que me dedico a la caridad?

—Le prometo que no le fallaré ni un día, aunque tenga al bebé.

—Olvídate de seguir trabajando para mí —ladró Victoria con crueldad—. No me gustan los niños, y menos aún tener una secretaria que no esté al cien por cien en su trabajo. Conmigo tienes los días contados. Y ahora sal de mi despacho y cumple con tus obligaciones, antes de que me arrepienta y te despida hoy mismo.

Atormentada y preocupada, Susana se dio la vuelta. Iba a vomitar, y solo pudo coger con rapidez uno de los jarrones, sacó las flores, y vomito dentro.

Victoria, incrédula ante lo que acababa de hacer y sin un ápice de piedad, echó a Susana fuera del despacho y la joven cayó redonda a sus pies.

Con diligencia Luis y Chema se acercaron a auxiliarla. Victoria se había quedado paralizada, pero Luis, con gesto de preocupación, cogió a Susana en brazos y la llevó a la sala de juntas, mientras Chema corría a por un vaso de agua.

Incapaz de seguirles, Victoria volvió a su mesa. Ellos se ocuparían de Susana. Pasado un rato, a través de su puerta entreabierta vio cómo su pálida secretaria regresaba a su puesto de trabajo.

Susana no se sorprendió cuando vio a Chema aparecer con un bocata y una coca-cola. Pero sí lo hizo cuando Luis le llevó un café, por lo que con una agradable sonrisa se lo agradeció y éste le indicó que la llevaría a casa.

Al ver aquel compañerismo, el duro corazón de Victoria se resintió. Nadie, a excepción de la pesada de su secretaria, se preocupó por ella los días posteriores a la anulación de su boda.

Fue incapaz de seguir observando todo aquello, así que se levantó y de un manotazo cerró la puerta.

* * *

De camino a casa de su madre, Victoria se miró en el retrovisor. Ésta la había llamado para decirle que estaba preocupada por su hermana. Algo pasaba. Con paciencia condujo su maravilloso Audi por el largo túnel del Paseo de Extremadura hasta llegar al barrio de Aluche. Una vez allí buscó aparcamiento, y se alegró al ver que justo debajo del piso de su madre tenía uno.

—Pero ¡benditos sean los santos! Si es nuestra Vicky —escuchó mientras cerraba el coche.

—Hola, señora Antonia —saludó a una de sus vecinas de toda la vida, mientras aquélla le agarraba los mofletes como cuando era pequeña.

La señora Antonia era una persona muy popular en el barrio. Echaba las cartas, leía los posos del café y las manos. Su salón rosa era uno de los salones más concurridos y conocidos del barrio.

—Dame dos besos, hermosa —y agarrándola del brazo dijo sin darle opción—. Tu madre está en la frutería de Goyo. Pásate a casa con Jesús y conmigo. Tomaremos un café con napolitanas mientras llega. ¿Cómo estás?

—Bien, bien —asintió contrariada. Lo último que le apetecía era visitar vecinas.

El saloncito rosa de la señora Antonia estaba igual que siempre. Los años habían pasado para todos, pero no para aquel lugar. Al entrar sus ojos fueron directamente hacía una urna que tenía encima de una mesita. La urna de don Jesús. Aquella urna durante años había sido objeto de curiosidad para todos, en especial para los niños. Don Jesús, el marido cariñoso de Antonia, tras su muerte fue incinerado, pero en lugar de llevarlo a un nicho o esparcir sus cenizas al viento, la señora Antonia decidió que el mejor lugar para que su marido descansara era junto a ella.

Tras sentarse alrededor de la mesita marrón del salón y mientras la señora Antonia preparaba café, Victoria se dedicó a observar aquella habitación que tan bien recordaba de su niñez.

—Me contó tu madre lo ocurrido con tu boda —dijo acercándose a Victoria con una bandeja con café y napolitanas.

Al escuchar aquello Victoria se tensó. Mataría a su madre. ¿Por qué no podía callarse?

—Escucha Vicky —prosiguió la mujer sirviéndole el café—. No me alegro de lo que te ha pasado. ¡Pero hermosa! Ese mindundi del tres al cuarto no te merecía. Tú vales mucho, y quién te enamore debe merecerte.

—Sí, claro —asintió Victoria tomando la taza que le ofrecía.

Pasado un rato en el que la señora Antonia le puso al día de los cotilleos del barrio, Victoria miró su reloj.

—Mi madre ya estará en casa.

—¿Me dejas que mire tus posos del café? —preguntó la mujer, aunque ya había cogido la taza sin darle tiempo a responder.

Victoria nunca había creído en aquellas cosas. Eran tonterías. Además, siempre había pensado que su vecina tenía que ganarse la vida de alguna manera.

—Hermosa. Los posos dicen que has sufrido por amor. Veo que eres una triunfadora en tu vida laboral. Pero quizás demasiado exigente, y eso te hace perder amistades. Debes relajarte Vicky. En la vida no sólo se vive para trabajar.

—Señora Antonia. Trabajo en publicidad —respondió, pensando que su madre ya la tendría al tanto de todo—. Y en ese campo, pocas amistades existen.

—¿Tienes pensado viajar?

—No —mintió. ¿Cómo podía saber aquello?

—Veo un viaje al pasado que cambiará tu vida —y dándole un codazo susurró—. Y también veo una relación algo inquietante con un Tauro que terminará llenándote el corazón. ¿Qué signo eras tú, hermosa?

—Piscis —respondió con resignación.

—¡Bendito sea Dios, hija mía! —resopló la mujer al escucharla—. Este Tauro se sentirá terriblemente atraído por tu energía de Piscis. Y aunque intuyo difíciles comienzos, al final no podréis vivir separados —se acercó más a ella y bajó el tono de voz—. Tauro suele ser un hombre muy sensual. Mi Jesús, que en paz descanse, era Tauro.

—Vaya, qué bien —suspiró aburrida.

—Oh… —sonrió con picardía la vecina—. Ese Tauro te hará muy feliz en la cama. ¿Conoces a alguien de la realeza?

—No ¿Por qué? —preguntó estirándose la chaqueta de su carísimo traje. Incrédula de las tonterías que estaba escuchando. ¿Dónde se habría metido su madre?

—Los posos no mienten Vicky —respondió la mujer con una media sonrisa. Y soltando la taza dijo agarrándole la mano—. Déjame ver una cosita.

—Señora Antonia. Yo no creo en estas cosas y…

—Tienes unas manos cónicas muy bonitas, hermosa —sonrió, al ver cómo la muchacha se daba por vencida—. Las líneas de la mano revelan muchas cosas. Aunque, no te preocupes, sólo miraré lo referente al amor. Tus líneas son muy definidas. Has tenido o tendrás tres grandes amores. Esta tercera hendidura tan marcada y por cierto manchada con café —indicó misteriosamente haciendo que Victoria prestase atención— será tu gran pasión. Aquí está. ¡Tu Tauro! Un amor profundo y duradero. ¡Oh Vicky! Aquí tienes dos preciosas líneas, que sin duda alguna serán dos preciosos retoños.

Al escuchar aquello a Victoria se le heló la sangre.

¿Retoños?

Imposible. Los niños no estaban programados en su vida. Daban problemas, ensuciaban y eran una carga. Por lo que levantándose recupero su mano, sin reparar en la sonrisa de su vecina.

—Señora Antonia. Gracias por el café, pero me tengo que ir. Seguro que mi madre ha llegado ya —dijo caminando hacia la puerta—. Me ha encantado verla.

—A Jesús y a mí también nos ha gustado verte a ti —sonrió la mujer—. Vicky, aunque no creas en estas cosas, déjame decirte que no debes temer al futuro. Te traerá más cosas buenas de las que crees. Y por último déjame darte un consejo. «Déjate querer».

—Hasta pronto —respondió huyendo. No quería escuchar más.

* * *

Entrar en la casa de su niñez, aunque le costara reconocerlo, le gustaba. Conocía todas y cada uno de los rincones de aquel lugar como la palma de su mano. Sentarse en el sillón verde, mil veces tapizado, en cierto modo le proporcionaba tranquilidad.

Tras la anulación de su boda, la relación con su familia comenzó a ser lo que fue. Las tres mujeres chocaban, pero tenían a Víctor para poner paz de por medio.

Encendiéndose un cigarrillo, observó a su madre trastear en la cocina. Apenas le dio unas breves pinceladas sobre su próximo viaje a Escocia.

—Mamá, ¿te has cambiado de peinado?

—Sí tesoro. Ideas de Víctor —respondió tocándose coquetamente el cabello—. Me ha cortado el pelo como Diane Lane en la película Noches de tormenta. ¿Te gusta?

—Sí. Incluso te hace más joven.

—Gracias tesoro. Eso dicen.

—¿Dicen? —preguntó Victoria levantando una ceja.

—Oh, ya sabes. Las vecinas. Goyo el frutero. Mónica la pollera. Por cierto ¿Has visto esa película?

—¿Cuál?

Noches de Tormenta. El domingo fuimos Víctor y yo a verla. Es la última de Richard Gere ¡Oh Dios qué hombre! Y Diane Lane.

—No mamá. No tengo mucho tiempo para ver películas.

—¡Es preciosa! Tienes que verla. Víctor y yo, lloramos como cosacos. Pero el Gere y la Lane están guapísimos.

Victoria con el cigarrillo en la mano buscó alrededor.

—Mamá. ¿Dónde tienes un cenicero?

—Toma éste —dijo Margarita pasándole uno.

—¡Mamá! ¿Cuántos ceniceros cogiste del Hotel Santo Mauro?

—Creo que cinco —y sonriendo señaló—. Uno era para ti. Pero Víctor y Bárbara pensaron que no era buena idea.

—Pensaron bien —asintió Victoria mirando el cenicero.

En ese momento se abrió la puerta de la calle. Eran Bárbara, Víctor y Óscar. Este último entró alegremente a saludar a Marga, pero cuando quiso acercarse a Victoria, ésta le echó de su lado. El perro la miró, casi parecía que se había entristecido por el rechazo ¡qué más daba!, pensó Victoria. Sólo es un perro.

—Diane Lane —gritó Víctor—. Huele a tu sopa todo el portal —y mirando a sus amigas pidió opinión—. ¿A que es igualita que ella?

—Ah —bromeó Bárbara dándole un beso a su madre—. Pero ¿no es usted Diane Lane?

Al escuchar las risas, Victoria sonrió. Los había echado de menos. Más de lo que ella había estado dispuesta a reconocer, pero aún le era difícil llegar hasta ellos.

—Lavaos las manos que vamos a cenar —anuncio Margarita y mirando al perrazo murmuró—. Óscar. Ven conmigo. Te guardé el hueso del cocido del sábado.

Bárbara sonrió. La relación entre su madre y Óscar era magnifica. No podía decir lo mismo de Victoria, quién le seguía rehuyendo.

—Lo que llevas —señaló Víctor de camino al baño—. Es imitación o es un Adolfo Domínguez de pata negra.

—Qué cosas dices —respondió Bárbara dejando su bandolera encima del sillón verde—. Pues claro que es de pata negra. Quien lo lleva es la divina.

—Ehhh… ¿Qué te pasa? —preguntó Victoria a la vez que miraba a su hermana.

—Nada.

—Nada bueno —gritó Víctor desde el baño.

—¡Cállate bocazas!

—Si ya sabía yo que algo te pasaba a ti —replicó Margarita con los cuatro platos en la mano—. Hija mía que soy tu madre y te he parido.

—Marga. ¿También cogiste toallas del hotel? —preguntó Víctor sacando una en sus manos.

Al escuchar aquello la mujer se sonrojó. ¡Las toallas! No les había dicho nada a sus hijas.

—Vale. Vale. De acuerdo —asintió soltando los platos para volver a la cocina—. Estaban tan nuevas que no pude resistirme.

—¡Mamá! —se quejaron al unísono.

—Venga. Venga —apremió Marga para cambiar de tema. No quería hablar de ello—. Sentaos que la sopa se enfría.

Mientras Marga servía la sopa Víctor observó el gesto taciturno de Bárbara. Lo estaba pasando mal. Y para hacerla sonreír con su habitual sentido del humor soltó un bombazo para horror de Victoria.

—Creo que alguien muy glamoroso que se sienta aquí, hoy ha visitado el saloncito rosa de la señora Antonia.

Victoria le miró con su mirada de doberman a punto de atacar ¿Por qué tenía que sacar ahora aquel tema? Al ver que su madre paraba de servir la sopa y la miraba a la espera de que contara aquello, tuvo que contestar.

—De acuerdo. He sido yo. Ella me dijo que estabas en la frutería de Goyo y que pasara a su casa hasta que llegaras.

—¿Has saludado a Jesús? —se mofó Víctor ante las risitas de Bárbara.

—¡Tú qué crees! —respondió Victoria con gesto serio.

—¿Por qué no me lo habías comentado?

—Eso te lo digo yo —replicó Bárbara a quién le encantaba chinchar a su hermana—. Porque tendría que decirte que va a conocer a un Tauro y que vas a ser abuela de dos chiquillos.

—¡Bendito sea Dios! —gritó Marga a punto de derramar la sopa—. ¿Estás embarazada cariño? ¡Oh qué ilusión!

—No mamá —negó con decisión mirando a su hermana—. No estoy embarazada. ¡Sólo me faltaba eso!

—Por lo visto —continuó Víctor—. Los posos del café han dicho que en un viaje conocerá al amor de su vida y quién sabe si será de la realeza.

—Sí claro —se mofó Bárbara ante la cara de perro de su hermana—. Y será conocida en el mundo entero, como la sidra El gaitero.

—Prefiero no decir cómo te conocerían a ti —espetó Victoria.

—Tesoro. Antes me has contado que te ibas de viaje ¿verdad?

—Sí mamá. Pero mamá no…

—Y también —gritó Marga asustando a los demás—. Que tienes que encontrar a un… ¿duque?

—¿Duque? —gritó levantándose Víctor—. ¿Tienes que contratar al duque? ¿Nuestro duque? ¿Al morenazo malísimo, que está buenísimo y que todos los jueves me quita el sueño?

—Oh Diosss —suspiró Bárbara ante la cara de incredulidad de Victoria—. Con lo bueno que está el San Silvestre. Dime ¿para qué anuncio le tienes que contratar?

—¿Cómo termina la serie? —gritó Víctor—. ¿Se casa con Catalina o se lo cepillan?

—Dime que terminan juntos —intervino Margarita al recordar la serie—. Juntos y siendo felices en un chalecito adosado con perro y niños.

—Lo dudo, Marga —señaló Víctor—. Creo que se lo quieren cepillar.

—¡Ostras Vicky! —aplaudió Bárbara—. Me tienes que traer una foto dedicada del duque.

Victoria, al escuchar a aquellos tres maldijo en voz baja. ¿Por qué todo lo entendían al revés?

—Vamos a ver —aclaró echándose para atrás en la silla—. Yo no voy a contratar al duque. Voy a buscar a un conde.

—Da igual —rió Víctor—. Mientras esté tan bueno como el otro, me vale.

—Vamos a ver, mamá —prosiguió Victoria—. Mi viaje a Escocia se debe a que tengo que «encontrar» a un imbécil que al parecer es conde, no duque, para que me firme un contrato que nos autorice a rodar en el castillo de Eilean Donan.

—¿Has dicho Eilean Donan? —exclamó Bárbara dejando la cuchara—. ¿El que sale en la película Los inmortales y en las novelas medievales que leo? Bueno, leíamos.

—Sí.

—¿El de la película de James Bond El mundo nunca es suficiente? —preguntó Víctor incrédulo.

—Sí. El mismo —asintió poniendo los ojos en blanco.

—¡Madre mía, qué pasada! —añadió Bárbara—. Dime que puedo acompañarte.

—No.

—Por favor, por favor, Vicky —rogó Bárbara.

—He dicho que no —sólo le faltaba a su hermana allí para molestar—. Voy por trabajo. No por placer.

—Eres una borde, por no decir algo peor ¿lo sabías? —gruñó su hermana.

—Sí, mona —espetó Victoria—. Te encargas de recordármelo cada vez que me ves.

—La venita del cuello te delata, reina —señaló Víctor sonriendo.

—No empecemos —regañó Margarita. Sus hijas eran especialistas en discutir.

—Esta snob me sacas de mis casillas —y señalando a su hermana dijo—. No pretendo que me pagues el viaje. ¡Tengo mi dinero! No necesito tu ayuda para poder viajar ¡pedazo de estúpida! Incluso no te necesito para moverme por allí. Te recuerdo ¡tonta del culo!, que soy tan bilingüe como tú.

—Bárbara —respondió Victoria con seriedad—. Vuelve a insultarme y te acordarás.

—Vicky, podías tirarte el rollo —insistió Víctor—. Para su nuevo libro le vendría fenomenal.

—¡He dicho que no! No es el momento. Necesito estar concentrada al cien por cien para conseguir mi propósito —vociferó ganándose una dura mirada de su hermana.

—Eres menos profunda que un charco —señaló Bárbara.

—Pero vamos a ver —intermedio Margarita—. ¿De qué castillo estáis hablando?

—Mami. Te acuerdas de la película La boda de mi novia.

—No. Creo que no la he visto —dudó Marga.

—Sí mami. Es ésa en la que sale el doctor Derek Shepherd. El doctor macizo de Anatomía de Grey.

—Ah… sí. Ésa en la que él se da cuenta de que está enamorado de la morenita cuando ella se va a casar con un escocés rubio grandote.

—¡Exacto, Diane Lane! —sonrió Víctor haciéndola sonreír.

—Mami —insistió Bárbara—. Me vendría de perlas visitar ese lugar, podría recopilar información para mi novela. Pero la idiota de tu hija no quiere que vaya con ella.

—Pero Vicky, tesoro mío —murmuró Margarita—, si vas a ir ¿qué te cuesta llevar a tu hermana contigo?

—Es un viaje de negocios mamá. Ella sólo molestaría.

—¿Me estás llamando mosca cojonera? —vociferó Bárbara.

—Oh Dios —suspiró Victoria enfadada—. ¿Pero no te das cuenta de que el viaje es por trabajo?

—¡Vete a la mierda! —gritó Bárbara.

—Tú delante para que no me pierda —respondió su hermana.

Al decir aquello, el silencio se apoderó del salón. Bárbara y Victoria se retaban con la mirada mientras Margarita entendía ambas posiciones. Pero no quería decantarse por ninguna. Hiciera lo que hiciera estaría mal.

—Patrick Dempsey —habló finalmente Víctor para romper el hielo—. Así se llama ese bombón del doctor Shepherd. ¡Qué ojos tiene!

—Para ojos bonitos los de mi Paul Newman —susurró Margarita y tras un puchero comenzó a llorar.

—Mami, por favor —se quejó Bárbara poniendo los ojos en blanco—. ¡Otra vez no!

Margarita era una admiradora incondicional de Paul Newman. El actor americano con los ojos azules más enigmáticos del celuloide. Pero desde el día que se enteró de su muerte, por un cáncer de pulmón, no había parado de llorar.

Desde pequeñas siempre habían sido testigo de cómo su madre se desvivía por las películas de Newman. Su película preferida era La gata sobre el tejado de zinc, en la que tenía como compañera a Elizabeth Taylor. Era tal su fascinación por aquel actor, que encima de la televisión, junto a las fotos de Bárbara y Victoria, había una de Paul Newman.

—Ainsss, mi Diane Lane lo llorona que es —sonrió Víctor levantándose para achucharla. Adoraba a Margarita.

—Por favor, mamá. No llores por tonterías —resopló Victoria dándole unas palmaditas.

—Me voy —dijo de pronto Bárbara y antes de que ninguno pudiera decir nada, cogió su bandolera y salió por la puerta, dejando también a Óscar sorprendido.

—Pero ¿qué bicho le ha picado ahora a ésta? —preguntó Victoria.

—No lo está pasando bien —informó Víctor.

—Es por Joao ¿verdad? —preguntó Margarita levantándose. Al ver que Víctor asentía abrió la puerta de la calle y salió tras su hija.

—Me dijo que había roto hace un par de meses —indicó Victoria extrañada.

En todo aquel tiempo, nunca había hablado en profundidad con su hermana sobre Joao. Pero su última información era que el tema estaba zanjado.

—Lo hizo. Pero hace veinte días el muy imbécil se presentó en la puerta de su casa y bueno… imagínate.

—¿Qué me tengo que imaginar?

—Le dio otra oportunidad —gesticuló Víctor—. Una más de todas las que hasta el momento le ha dado. Pero la semana pasada Bárbara se enteró que Joao está casado y había sido padre.

—¡¿Cómo dices?!

—Mira, Vicky. Bárbara me va a matar por haberme ido de la lengua.

—Te mataré yo si no me lo cuentas.

—Joder, Vicky. Ella lo está pasando mal. Ha intentado dejarle cientos de veces pero no sé qué tiene ese tío que una y otra vez consigue que vuelva con él.

—Pensaba que Bárbara era más lista —susurró furiosa. Si tuviera delante al idiota de Joao, sería ahora ella quien le retorciera lo que tenía entre las piernas.

—Lo es —la defendió Víctor—. Pero ese tío, con su palabrería y su sonrisa de pasta dentífrica, sabe cómo manejarla. Entre tú y yo. Bárbara necesita alejarse de ese gilipollas antes de que le arruine la vida. Y Vicky, tú puedes hacerlo. Llévatela a Escocia. Allí ese imbécil no la podrá localizar. Será aire fresco para ella. Lo necesita.

En ese momento se abrió la puerta de la calle. Era Margarita.

—No la he visto —dijo con preocupación, tocando la cabeza de Óscar—. Esta muchacha me preocupa mucho. Ese Joao no es buena compañía. No me gusta.

—Marga, le he contado a Vicky la verdad sobre Joao.

—Mamá, ¿por qué no me lo habíais contado?

—Bárbara no quería —declaró su madre sentándose junto a ella—. Decía que bastantes problemas tenías tú como para cargarte con alguno más.

—Vaya una tonta —murmuró Victoria. Adoraba a su hermana, aunque la sacara de sus casillas.

La puerta se abrió por segunda vez. Era Bárbara, y Óscar se lanzó a lamerle la cara.

—Bueno —dijo indecisa mirando la cara de aquellos tres—. Os pido perdón por irme de esa manera pero es que…

—Bárbara —interrumpió Victoria sorprendiéndolos a todos—. ¿Sigue apeteciéndote acompañarme a Escocia?

* * *

El avión de Iberia rumbo a Edimburgo despegó con puntualidad a las 8:20 horas. Sentada en su cómodo butacón, Victoria maldecía el momento de debilidad que tuvo con su hermana. Desde que subió en el avión y vio que se sentaban en Business Class, no había parado de protestar.

—¡Qué clasismo, por Dios! Y eso que es un viaje de menos de tres horas —se quejó Bárbara.

—Azafata —llamó Victoria. Necesitaba tomar algo. No podía con Bárbara—. Tráigame un zumo o una Coca-Cola Zero.

—Si no le importa esperar un momentito —sonrió la azafata con amabilidad—. Enseguida comenzaremos a servir las bebidas.

—Sí. Me importa esperar —ladró Victoria ante el asombro de su hermana—. Tráigame la bebida. ¡Ya!

La azafata sin decir más, se dio la vuelta, y con tranquilidad se alejó hacía la cabina.

—Vicky, ¡qué horror! —se quejó Bárbara—. La pobre sólo te ha dicho que esperaras un segundito.

—Pago Business Class para no tener que esperar.

Dos minutos después, la azafata apareció con dos zumos de naranja y unos panchitos. Con una falsa sonrisa, se los entregó y se alejó.

—Podías haberle dado las gracias.

—¿Por qué? —soltó sin dejar de mirar el periódico—. Sólo ha cumplido con su trabajo.

El resto del viaje Victoria estuvo distraída con unos papeles. Necesitaba tener claro todo lo referente al contrato antes de la reunión que milagrosamente había concertado con el conde. Bárbara, aburrida, se levantó y al ir hacia el servicio vio en clase turista a Tomas y Marie, los veterinarios que colaboraban como ella en algunas perreras. Éstos, al verla, le hicieron que se sentara en el asiento libre que había junto a ellos. Bárbara solo volvió junto a su hermana cuando el avión estaba a punto de aterrizar.

Una vez recogidas las maletas y cargadas en la limusina por el chófer, Victoria, con gesto serio, observó cómo Bárbara continuaba hablando con sus amigos. Quería marcharse del aeropuerto, pero su hermana parecía no tener prisa y seguía hablando con aquellos mochileros.

—¿De verdad era esto antes un aeropuerto militar?

—Sí —respondió Marie, quién resultó tener familia escocesa—. Mis abuelos aún le llaman el aeródromo de Turnhouse. Por cierto, ¿hasta cuándo estaréis aquí?

—No lo sé —respondió Bárbara—. Todo depende de cómo se le dé a mi hermana en su curro.

—Nosotros todos los años llegamos el 17 de octubre —indicó Tomas— y regresamos a España tras pasar la noche de brujas.

—Mañana es San Lucas, el santo de mi abuelo —sonrió Marie—. Aunque también podéis oír que lo llaman «el día de las tortas agrias».

—¿Por qué? —sonrió divertida Bárbara.

—Porque por lo visto las tortas que se comían eran con crema agria en Rutherglen —añadió Tomas—. Ya sabéis, cosas de escoceses.

—Si estáis aquí para la noche de brujas, llamadnos —señaló Marie, apuntando su teléfono en un trozo de papel—. Es una noche muy divertida.

—Disculpadme —intervino Victoria, dejando de manifiesto su incomodidad—. Tengo prisa. El coche está esperando.

La diferencia en la indumentaria que había entre ella y los otros tres era abismal. Mientras que ella iba vestida con un traje de chaqueta oscuro Chanel, un abrigo largo de cuero de Yves Saint-Laurent, gafas Prada, botines de Moschino y un moño alto. Los otros iban con vaqueros, cazadoras tipo bomber y mochila.

—¿Para qué zona vais? —preguntó Bárbara, ganándose una mirada hosca de su hermana que no pasó desapercibida para Tomas.

—Hacía Holyrood Park. ¿Y vosotras?

—Creo que al Hotel Glasshouse.

—The Glasshouse Boutique Hotel —silbó Marie impresionada—. ¡Vaya! Qué lujazo. Ese hotel es una pasada. Está en la Place Greenside.

—¿Lo conoces? —sonrió Bárbara.

—Sí. Está cerca de la casa de mis abuelos.

—Oye —invitó alegremente Bárbara—, veniros con nosotras. Os acercaremos.

—No es posible. Tengo prisa y no podemos andar parando —soltó Victoria, dejando a su hermana con la boca abierta. ¿Cómo podía ser tan borde?

—No te preocupes —contestó Tomas mirando al chófer que con la puerta abierta esperaba. Y agarrando las mochilas dijo—: Cogeremos el autobús. Hasta pronto Bárbara.

Sin más, Bárbara vio cómo aquellos amigos se marchaban. No era justo. Su hermana no era justa.

—¿Sabes que eres una tía muy desagradable?

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —respondió Victoria metiéndose en el cochazo.

—Te lo narro —contestó Bárbara enfadada.

Una vez arrancó el chófer, comenzaron a discutir, y así continuaban cuando el coche paró ante el Hotel Glasshouse.

Bárbara, con ganas de ahogar a su hermana, bajó tras ella. ¡Era insoportable! Pero se quedó sin palabras al ver la fachada del hotel.

El Hotel Glasshouse, era la antigua iglesia Lady Glenorchy y contaba con 150 años de antigüedad. Su dueño había sabido combinar con elegancia, la fachada antigua de la iglesia con una moderna estructura de acero y cristal, consiguiendo una elegante y depurada fachada contemporánea, donde se fusionaban el pasado y futuro de aquel lugar.

—Es impresionante ¿verdad? —preguntó Victoria al ver la cara de su hermana.

—Sí, ¡flipante! —asintió, mientras sentía la lluvia en la cara.

—Vayamos dentro —dijo comenzando a andar mientras el chófer, aún mareado por el viaje que le habían dado, abría la portezuela trasera. El botones cargaría las maletas—. Esta odiosa lluvia escocesa me va a estropear los botines.

—¡Dios mío! —susurró Bárbara, parándose para clavar su mirada en un tipo que reía a mandíbula abierta por lo que otro le estaba contando—. Y luego dicen que los monumentos no andan.

—¿Qué dices?

—El zanahorio del pelo cobrizo —susurró recorriendo sin ningún pudor el cuerpo de aquel hombre algo desaliñado—. Imagínatelo vestido con una faldita de highlander sobre un caballo negro. ¡Madre del amor hermoso!

—Pero ¿de qué hablas? —preguntó Victoria mirando a dos hombres enormes que a pesar del frío, caminaban en polos de manga corta con la insignia del hotel—. ¿Esos horteras? Bah… menuda vulgaridad. Son obreros. Mira sus pintas.

—De verdad, hija mía —dijo despertando de su sueño escocés—. Cualquiera que te escuche pensaría que desciendes de los Borbones. Cuando eres una Villacieros Zúñiga. Descendiente de simples pero honrados obreros. No de príncipes.

—Perdona que te diga, bonita —replicó Victoria, preocupada por sus botines—. Pero el que sea descendiente de obreros no significa que tenga que fijarme sólo en ellos. Además, esos dos son horrorosos. ¡Qué pintas!

—Tienes el gusto de un calamar adobao, hija mía —y señalando de nuevo a los hombres que ahora las miraban, dijo tras pestañear al de pelo cobrizo—. Pero ¿tú has visto que dos monumentos?

Con mal gesto Victoria les volvió a mirar, chocando sus ojos con el más alto quien, con descaro, también la miró mientras seguía riendo por algo divertidísimo que debía estar contando el otro.

—¡Paletos! —susurró al sentirse objeto de sus risas.

En ese momento el botones del hotel, por la prisa de atenderlas, pisó en falso, resbaló y cayó de bruces ante ellas, quedando inmóvil bajo la lluvia.

Con celeridad, el chófer y Bárbara acudieron a auxiliarle, mientras Victoria corría para resguardarse de la lluvia. Segundos después, varios trabajadores del hotel se hicieron cargo del muchacho, quien parecía recuperar la conciencia.

—Pobrecillo —musitó Bárbara empapada—. Menudo castañazo se ha dado. Le van a tener que dar puntos en la frente.

—Por mí como si le cosen todo el cuerpo —contestó de mal humor, y mirando a la muchacha de recepción gritó en perfecto inglés—. ¡Recepcionista! Haga el favor de decirle a alguno de sus compañeros que salga a por nuestro equipaje. Sigue bajo la lluvia.

—Un segundo, señora —señaló la muchacha mientras atendía a otros clientes—. En cuanto regresen saldrán a recogerlo.

—¿Por qué esperar? —insistió dejando a Bárbara boquiabierta—. ¿Acaso usted no puede salir? Mi maleta es de Versace y como se estropee voy a pedir daños y perjuicios al hotel.

—Lo siento, señora —repitió la muchacha—. No puedo abandonar la recepción en este momento. Discúlpeme.

—Vicky, no te pongas así —murmuró Bárbara avergonzada—. Iré yo a por ellas.

—¡No se te ocurra moverte de aquí! —gruñó con severidad.

—¿Qué ocurre, Cindy? —dijo una voz profunda tras ellas.

—La señora —respondió la recepcionista asustada—. Quiere que alguien recoja su equipaje pero no hay nadie disponible en este momento.

El que había preguntado con un aterciopelado acento escocés era el mismo hombre que segundos antes había conectado con su mirada. Aquel hombretón que junto al otro reía a carcajadas. Ambos estaban ahora allí.

—Pandilla de ineptos —gruñó Victoria, y al ver en sus polos el logotipo del hotel dijo—. Ustedes son del hotel ¿verdad?

—Puede decirse que sí —respondió el de pelo cobrizo guiñando un ojo a Bárbara que la sonrojó.

—Sí. Somos gente del hotel —asintió el más alto mesándose el mojado pelo hacia atrás. Mientras con curiosidad observaba a aquella morena con cara de enfado.

—Hagan el favor de salir a recoger nuestro equipaje. ¡Ahora mismo! Si no quieren meterse en graves problemas —ordenó Victoria con la vena del cuello a punto de explotar.

Los hombres, tras escucharla, se miraron y dejándola pasmada se echaron a reír. «Serán descarados», pensó mientras la recepcionista pasaba por todos los colores del arco iris.

—Señora. Discúlpenos —contestó el más alto, quién parecía tener prisa—. Estamos de vacaciones y nuestra jornada laboral no comienza hasta el lunes.

—¡Esto es increíble! —vociferó más enfadada. Y mirando a la recepcionista exigió—. Llame ahora mismo al director del hotel. ¡Quiero hablar con él!

—Señora él…

—Tranquila, Cindy preciosa —volvió a decir el alto con tranquilidad a una asustada muchacha—. No hace falta que le avises. Saldré yo mismo por las maletas de esta clienta tan amable.

Volviéndose hacia su amigo dijo algo en gaélico que Victoria no pudo entender. Aunque entendió la cara de guasa de aquél.

¡Estúpidos!

—Por la cuenta que le trae —espetó Victoria con rabia, retirándose un mechón de la cara—. Espero que salga por mi maleta de Versace. ¡Ya! Si no quiere estar mañana en el paro.

—Vicky —regañó Bárbara en español al escucharla—. Te estás pasando tres pueblos.

—Mire señora… —comenzó a decir el del pelo cobrizo.

—¡Señorita! —corrigió con altivez.

—De acuerdo —asintió con paciencia—. Le iba a decir, señorita, que nosotros se la recogeremos encantados, aunque…

—¿Me está diciendo señorita —le interrumpió el más alto, clavando su verde mirada en ella—, que me va a mandar al paro por no recoger su maleta, cuando ni siquiera estoy en mi horario de trabajo?

—Soy amiga íntima del conde Colum McKenna —mintió, acercándose intimidatoriamente a aquél con las manos en las caderas. Y clavando sus rasgados ojos negros en aquéllos que la retaban sentenció—: Le puedo asegurar ¡estúpido!, que en el momento que cuente lo ocurrido, usted y su amiguito saldrán de aquí en menos que canta un gallo.

—Robert —dijo aquel hombre volviéndose hacia su compañero—. Será mejor que salgas a por la maleta de la señorita, si no queremos meternos en problemas.

—De acuerdo —asintió su compañero, pero cuando parecía que iba a salir, dándose la vuelta dijo—. Pero ¿por qué no me acompañas tú?

—Estoy empapado, tío —se excusó dejando boquiabierta a Victoria.

—Yo también —contestó el otro, que intentó no reír al ver la cara de diversión de Bárbara—. Y sabes que me resfrío con facilidad.

—Es verdad —asintió Niall rascándose la cabeza—. Pero la maleta de la señorita es de Versace.

—¿Y la otra? —preguntó con guasa el otro gigante, mientras salían.

—La otra es del mercadillo de mi barrio —respondió Bárbara ganándose una nueva mirada de su hermana.

Aquellos dos eran muy graciosos. ¿Por qué no lo veía Victoria?

—¡Estos tíos son anormales! —susurró Victoria a punto de estallar.

—Tranquila, Vicky —y señalándole el cuello dijo—. La vena te va a explotar.

Incrédula por lo que ocurría, Victoria les observó salir, Momento en que el móvil le vibró.

Era Charly.

¡El que faltaba!

Maldiciendo, cortó la llamada, mientras aquellos estúpidos escoceses con una pasmosidad que le corroía las entrañas, llegaban hasta el equipaje y bajo el aguacero, parecían pelearse. Ambos querían llevar la pequeña mochila de Bárbara, no el maletón de Versace.

—No te enfades Vicky, pero si son muy cómicos.

—¡Son gilipollas profundos! —bufó cortando de nuevo otra llamada de Charly. Momento en que aquellos idiotas entraban como recién salidos de la ducha.

—Su mochila —indicó con gesto amable Robert a Bárbara.

—Gracias —respondió ésta con una sonrisa.

—Aquí tiene, señorita. Su maleta de Versace —dijo el alto, soltándola ante Victoria, y mirando a la recepcionista pregunto en un tono cariñoso—. Cindy preciosa. ¿Las señoritas han hecho ya el check-in?

—No, todavía no.

—Por favor —indicó Niall cómicamente, casi con reverencia—. Serían tan amables de verificar su reserva.

—Por supuesto —siseó Victoria, y dando un manotazo que tiró hacia atrás a Niall, le gritó—. Tú debes de ser el bufón del hotel ¿verdad?

—Acertada apreciación señorita —espetó Niall mirándola con desprecio.

«¡Qué mujer más desagradable!», pensó barriéndola con la mirada.

—Quítate de en medio ¡estúpido! —bufó harta de escucharle decir señorita de aquella forma—. Mañana estarás despedido.

Bárbara, al escuchar aquello, no pudo callar. ¿Pero no se daba cuenta su hermana que aquel comportamiento lo estaba provocando ella? Decidida a decirle algo, le habló en español, así ellos no la entenderían.

—Pero Vicky, ¿cómo que mañana estará despedido? No puedes hacer eso. La gente necesita trabajar para comer. ¿No te das cuenta de cómo tratas a todo el mundo? Este hombre sólo te está respondiendo en los mismos términos que tú le hablas. Incluso con más educación. De momento no te ha insultado. Tú a él, sí.

—Cuando hablas de hombre, ¿te refieres a esto? —indicó señalando a Niall, quién estaba calado hasta los huesos—. ¿Sabes Bárbara? Para decir esas chorradas, mejor mantén la boca cerrada, o te puedo asegurar que al final terminaremos discutiendo tú y yo.

—Eres una amargada y una auténtica bruja. Te encanta pisotear a la gente por el simple hecho de creerte más que nadie. Cuando no eres más que una… una…

—Como te diga yo lo que tú eres —dijo sonriendo con maldad—. La vamos a tener.

—Jur… Jur ¡Qué miedo! —y sacando su chulería de barrio la desafió—. Si tienes narices. ¡Dímelo!

Incrédulos, Robert, Niall y Cindy las observaban.

¿Qué había pasado?

¿Por qué discutían entre ellas?

Bárbara, hastiada por los modales de su hermana, explotó, y salieron por su boca sapos y culebras. ¿Acaso aquella pija se creía la reina del mundo?

Para Victoria, el día iba de mal en peor. La tensión del viaje. Las continuas llamadas de Charly. Las quejas de su hermana y el teatro de aquellos cromañones habían acabado con su inexistente paciencia.

—¿Pero qué les ocurre a estas mujeres? —preguntó Robert acercándose a Niall.

—No lo sé —respondió con curiosidad, sin entender ni comprender nada—. Pero por su manera de mover las manos parecen italianas o españolas.

—La del pelo más claro —indicó Robert, viendo a Bárbara levantar los brazos hacia el cielo—. Parece amable y desde luego es valiente para enfrentarse a la otra. Pero la morena ufff… la morena.

—La morena es insoportable —dijo con desprecio Niall, viendo a Victoria mover las manos como una histérica ante Bárbara—. Es la mujer más maleducada, prepotente y estúpida con la que me he cruzado en mi vida. Alimañas como ésa son las que te sacan hasta la sangre y te dejan sin nada.

De pronto tras un grito de Victoria, Bárbara calló. Durante unos segundos se retaron con la mirada, hasta que Bárbara, muy enfadada, se agachó, cogió su mochila y salió del hotel sin mirar atrás.

Victoria, al comprobar el arranque de su hermana y verla parada bajo la lluvia, fue hacia ella e intentó hacerla recapacitar.

¿Qué estaba haciendo?

¿Por qué siempre se comportaba así con las personas que la querían?

—Bárbara, espera.

—Vete a la mierda —contestó bajo la lluvia—. Te recuerdo que tus botines Moschino se están mojando.

—Bárbara, por favor.

—Eres la persona… —escupió con rabia volviéndose hacía ella—. La persona más insensible, egoísta y estúpida que he conocido en mi vida. Nunca. Repito: ¡Nunca!, sería capaz de decirte las cosas tan dolorosas que tú me dices. Y puedo. ¡Tú lo sabes! Pero no tengo tu maldad ni tu verborrea para dañar. ¿Acaso crees que la vida es fácil para mí, estúpida insensible?, ¿acaso crees que ser la hermana perdedora de Victoria Villacieros Zúñiga es fácil? —y comenzando a llorar mientras las gotas de lluvia le corrían por la cara dijo—. Tienes razón. ¡Maldita sea! Tú, mamá y Víctor tenéis razón. Soy la jodida amante de Joao. Una mujer que vive de la mentira y que recoge las migajas que ese innombrable le da. ¿Acaso crees que eso me hace feliz?

—No. No te hace feliz —respondió sintiéndose la peor hermana del mundo. ¿Cómo le había podido decir aquello?

—Le quiero y le odio —sollozó sintiendo que el corazón se le partía—. Y aunque no me creas, he intentado cientos de veces romper con él. Pero yo… yo…

No pudo proseguir, el llanto le invadió su cuerpo, y al ver los brazos abiertos de su hermana no lo dudó, y corrió a cobijarse en ellos.

—Shhhhh, no llores —suplicó Victoria dolorida—. Por favor, perdóname.

—Sabes que estás perdonada. Pero odio tu insensibilidad y tu egoísmo. En el mundo, además de ti, existen millones de personas que luchan por salir adelante sin tener la suerte profesional que has tenido tú.

—Lo sé. Tienes razón. Sólo puedo prometer que intentaré cambiar —e intentando hacerla sonreír añadió—. Y ese mequetrefe de Joao no volverá a hacerte sufrir o te juro que seré yo quien le retuerza eso que tanto mima de su hombría.

—Se llama polla, Vicky —sonrió al notar cómo el agua resbalaba por su cara—. Hasta para decir algo así buscas palabras complicadas. Di: ¡Polla!

—¿Para qué lo voy a decir si ya sabes a qué me refiero?

—Porque necesito escuchar a mi hermana. A esa Vicky que llamaba a las cosas por su nombre. No a la Victoria exigente que usa y bebe palabras light.

—Vale… vale —y mirando a su hermana, sin importarle los botines dijo torciendo un poco la boca—. Te prometo Bárbara que si el pedazo de cabrón de Joao vuelve a molestarte, le voy a retorcer la polla de tal manera, que ni su puta madre lo va a reconocer cuando acabe con él.

—Ésa es mi Vicky —se carcajeó Bárbara haciendo reír a su hermana—. Sí. Sí. ¡Ésa es mi Vicky!

Como testigos de excepción, Robert y Niall las observaban a través de los cristales. Aquellas dos locas que minutos antes se chillaban, ahora estaban muertas de risa bajo un aguacero, que casi les impedía respirar.

—Entremos Vicky —murmuró Bárbara al ver que las observaban un par de curiosos—. Tengo caladas hasta las bragas. Por hoy ya hemos hecho bastante el ridículo.

—Tienes razón —y mirando hacia el hotel comentó—. Sólo espero que el bufón se quede calladito o le tendré que retorcer la… ¡polla!

Aquello volvió a hacerlas reír, y con paso seguro entraron empapadas hasta la recepción parándose frente a Cindy, quien con cara de susto las miró.

—Tengo una reserva a nombre de Victoria Villacieros Zúñiga.

—Así es —asintió la muchacha, a quién le temblaba el pulso—. Por favor, rellene este papel —indicó dándole una pequeña carpeta, desapareciendo dentro de un despachito.

—¿Es sensación mía, o esta mujer nos huye?

—No me extraña —sonrió Bárbara temblando de frío—. Con la que hemos montado. El día que nos vayamos del hotel hacen Fiesta Nacional.

Tras sonreír por aquel comentario, sin querer mirar hacia atrás, Victoria se volvió a retirar el pelo de la cara. Sentía los ojos del bufón observándola a una distancia prudencial. Algo que agradeció. No le apetecía discutir. Y no quería pensar en su pinta. ¡Menos mal que el maquillaje era resistente al agua!

Cuando fue a coger el bolígrafo para rellenar los papeles, no podía. Tenía tanto frío y estaba tan mojada que era incapaz de retener el bolígrafo más de dos segundos en la mano. Por el rabillo del ojo miró a Bárbara. Pensó en pedirle ayuda, pero al ver cómo temblaba, se dio cuenta que estaban en la misma situación.

—Si me permite, yo le puedo ayudar —era el bufón. ¿Por qué tenía que ser él?

Pero tras mirar a su hermana, decidió aceptar aquella oferta, y pasándole el bolígrafo y los papeles empapados, comenzó a rellenarlos con los datos que ella le dictaba.

Niall, atraído cómo un imán por aquella espantosa mujer, de pronto, sin saber por qué, se vio ofreciéndole su ayuda. Al ser más alto, pudo observarla sin ser observado. Ella no le miró ni una sola vez. Sólo respondía con voz neutra y cansada. Aquella loca tenía el pelo empapado, enmarañado y pegado a la cara. Y a pesar de parecer un pollito mojado, el encanto que vio en ella le fascinó. No era una mujer despampanante de ésas que paraban el tráfico o pasaban por su cama. Era diferente. Su piel le recordaba el color de los melocotones maduros. Su boca, sin llegar a ser voluptuosa, era apetecible, morbosa. Pero su mirada desafiante y sus ojos negros le atrajeron por su intensidad. Una intensidad que le excitó. Una intensidad que le gustaría probar.

Una vez concluido el formulario, Niall lo dejó encima del mostrador y sin decir nada, se alejó con Robert, que le esperaba hablando con otros trabajadores.

—Le podías haber dado las gracias —susurró Bárbara temblando.

—No me ha dado tiempo —se disculpó, y al ver a Cindy salir del despacho susurró—: Por Dios. A ver si nos dan la habitación. Necesitamos cambiarnos de ropa urgentemente.

—Una ducha calentita, ¡por favor!

—Señorita Villacieros —comenzó a decir la muchacha—. No sé cómo decirle esto. Pero las normas del hotel impiden el acceso a la habitación hasta las 14:00 horas.

—¡¿Cómo?! —gritaron las dos al unísono.

—La suite que tienen contratada, están acabando de limpiarla —se disculpó la muchacha.

—¿Me está diciendo —vociferó Victoria, notando que la sangre comenzaba de nuevo a bombear con fuerza su vena del cuello—, que tenemos que esperar, empapadas, muertas de frío y congeladas una hora y media?

—¡Joder! —se quejó Bárbara y mirando alrededor comentó—. ¿Dónde está la cámara oculta?

—Yo lo siento, pero…

—No. No lo sienta —gruñó Victoria—. ¡Arréglelo!

—¿Qué ocurre, Cindy? —preguntó de nuevo la voz de Niall. Y por el rabillo del ojo vio a aquellos dos gigantes de nuevo tras ellas. ¡Qué pesados!

—El que faltaba —protestó Victoria.

—Las normas indican que hasta las 14:00 horas no pueden entrar en la habitación —señaló la recepcionista.

—¿Acaso no ven que necesitamos cambiarnos de ropa y tomar una ducha caliente? —se quejó Bárbara.

—Sí, señorita —asintió Robert—. Tiene toda la razón.

—Podemos ayudarlas —indicó Niall apoyado en la recepción.

—¿Cómo? —preguntó Bárbara ante la pasividad de su hermana.

—Si la señorita española —comenzó a decir Niall, consiguiendo que Victoria le mirase—, nos pide disculpas por sus malos modales, sus insultos, y promete no decir nada de lo ocurrido al Conde McKenna… nosotros podríamos hacer que esa habitación la ocuparan en pocos minutos.

—Semejante osadía… —murmuró Victoria dándole la espalda.

—Vicky. Controla la venita. Que te veo venir.

—Esto es lo más surrealista que me ha pasado en la vida. Te lo juro, Bárbara.

—No lo dudo hija, no lo dudo —asintió mirando a Niall.

—Y ahora este bufón pretende que yo le pida disculpas. Ni hablar.

—Vámonos Robert —dijo Niall dándose la vuelta—. ¡Que se congelen! La señorita prefiere esperar hasta las dos de la tarde.

—¡No! —gritó Bárbara cogiendo del brazo a Robert, quien al sentir su mano congelada sobre su piel se compadeció—. Tenemos frío y necesitamos una ducha.

—¡Niall, espera! —gritó Robert comenzando a hablar en gaélico—. Deja de hacerte el duro y haz el favor de permitir que estas mujeres se duchen y cambien de ropa. No seas cabezón. Si luego se resfrían nos sentiremos culpables.

—Esa mala bruja y su mal genio no podrán conmigo. O pide disculpas, o no muevo un dedo por ellas.

—¿Podrían hablar en inglés? —protestó Victoria. Odiaba no enterarse.

—Disculpe —dijo Robert a la morena—. ¿Se lo ha pensado mejor?

—¡Ja! Antes muerta —contestó Victoria muy digna.

—Mi paciencia no es muy grande —informó Niall con voz arrogante—. ¡Mi tiempo es oro, señorita!

—Vicky ¡joder! —protestó ahora Bárbara en español—. Bájate de la burra para que podamos entrar en calor —y señalando a los dos hombres que ante ellas esperaban dijo—, no ves que estos dos machomanes sólo necesitan que alimentes sus egos de machitos.

—Odio alimentar la autoestima de machitos como éstos.

—Si no les importa —ahora protestó Niall—. ¿Podrían hablar en inglés?

—De acuerdo —asintió Bárbara, y mirando a Robert con una sonrisa dijo—: Sólo hemos hecho lo que ustedes. Comunicarnos entre nosotras.

—Lo entiendo —asintió este con sonrisa bobalicona que hizo que Niall le diera un empujón para espabilarle.

—Mire señor —comenzó a decirle Bárbara a Niall mientras le castañeaban los dientes—. Mi hermana y yo le pedimos disculpas por todo. Y no se preocupe. No le dirá nada al conde.

—Lo tiene que decir ella —señaló Niall taciturno. A cabezón no le ganaba nadie.

—Vicky. ¡Joder! Me muero de frío.

—De acuerdo —asintió. Lo hacia por su hermana—. Les pido disculpas.

—Tiene que decir por qué —indicó Niall enfadado.

—Les pido disculpas por mis insultos y por mi mal carácter.

—Falta algo —intervino de nuevo Niall, al ver cómo ésta cerraba los puños. Iba a explotar—. Tiene que prometernos que no dirá nada al conde McKenna. Necesitamos este trabajo.

—Les prometo que no diré nada al conde —acabó Victoria, mirándole con odio—. ¿Algo más?

—No, señorita española —siseó Niall dándose la vuelta—. Nada más. Disfrute de sus vacaciones en Escocia.

Victoria, sin quitarle los ojos de encima, vio cómo aquel cromañón desaparecía por el hall.

—Fíjate cómo anda, parece el dueño del hotel —señaló Victoria.

Pocos segundos después apareció con un muchacho, quien tras saludarlas montó sus maletas en el carrito del hotel.

—Te juro que como se vuelva a dirigir a mí, le arranco la cabeza.

—Tranquila —sonrió Bárbara—. No creo que tenga ganas.

A diferencia de la sonrisa bobalicona de Robert, Niall ni la miró cuando pasó por su lado. Aquella indiferencia le molestó. Nadie le había tratado nunca así.

—Señoritas Villacieros —llamó Cindy a quien el color le había vuelto a las mejillas—. Si son tan amables. El botones las llevara hasta su suite.

—Gracias —sonrió Bárbara con amabilidad, y tras intercambiar una sonrisa con Robert, fue tras su hermana.

Sin mirar atrás y con la altivez de una reina, Victoria entró en el ascensor. Era consciente de la mirada que la seguía y del reguero de agua que ambas iban dejando a su paso. ¡Qué situación más bochornosa!

—Creo que nosotros también nos merecemos una buena ducha —se carcajeó Robert al ver el enfado de su amigo.

—¿Sabes Robert? A la señorita Versace nadie le ha enseñado eso de: «quien ríe el último, ríe mejor».

Pocos minutos después el ascensor se paró en el tercer piso, donde el botones, tras introducir su equipaje en el interior de una impresionante suite, se marchó.

* * *

La reunión con el conde McKenna estaba programada para las cinco de la tarde. Milagrosamente había concertado aquella cita desde Madrid, y casi saltó de alegría cuando lo consiguió.

Faltaba hora y media hora para la entrevista. Ataviada con un elegante traje color champán de Armani, Victoria revisaba unos documentos mientras Bárbara aún con el mullido albornoz del hotel, sentada en la cama, ojeaba una revista.

—Tras la duchita calentita y el sándwich de pollo tan rico que nos han subido, creo que dormiré una siestecita mientras estás en la reunión.

—Me parece bien. Ojalá yo pudiera hacerlo. Me caigo de sueño.

De pronto unos golpes en la puerta atrajeron su atención.

—¿Has pedido algo al servicio de habitaciones? —preguntó Bárbara.

—No. Yo no.

Al abrir la puerta, allí estaba el botones que horas antes les había llevado hasta la habitación, quien tras darle una nota se marchó.

—¿Quién la manda? —preguntó con curiosidad Bárbara.

—¡Maldita sea! —bufó de pronto Victoria tras leer la nota.

—¿Qué pasa ahora?

—El conde anuló la reunión.

—No me digas. ¿Por qué?

—No lo sé, no lo explica —gruñó Victoria arrugando el papel y tirándolo a la papelera—. La emplaza para el lunes. Directamente en el Castillo de Eilean Donan.

—¡Qué emoción! —gritó Bárbara al escuchar aquel nombre—. Eilean Donan.

—Sí, vamos, ¡emocionantísimo! —se quejó Victoria abriendo su portátil—. Ahora tendré que buscar un chófer que nos lleve hasta allí. Aunque seguro que el hotel dispone de ese servicio.

—¿Para qué necesitamos un chófer? Sería más emocionante alquilar un coche y con un mapa llegar nosotras mismas hasta allí.

—Qué antigua eres —resopló Victoria, y sacó un aparato de la bolsa de su ordenador—. Bárbara: ¿Conoces los GPS?

—A ver si te crees que vivo en la prehistoria. ¡Pues claro que los conozco! —y quitándoselo de las manos indicó—. ¿Lo ves? Para qué queremos un chófer si has venido con todos tus juguetitos.

—Para no perdernos ¿por ejemplo?

—Ahora la antigua eres tú. Yo creía que los GPS servían para no perderse.

—Sí, Bárbara —y tecleó en su portátil—: Pero prefiero ir mirando el paisaje a conducir.

—Puedo conducir yo. Total, los coches se llevan igual en todos lados. Freno, embrague, acelerador y volante. Nada más.

—¿Tú? —sonrió Victoria señalándola—. No guapa. Quiero llegar sana y salva.

—Mira, pedorra. Si tuvimos aquel golpe tonto —sonrió al recordar el incidente—, fue porque Paco el bruto te potó encima y ¡tú!, al moverte, me empujaste a mí. ¿No te jode? —y viendo que sonreía dijo—: Venga, Vicky, anímate. Alquilemos un cochecillo. Será nuestra pequeña aventura. ¿No crees que sería emocionante?

La alegría que vio en su hermana hizo que Victoria se convenciera. Decir no a aquello podía ser motivo de una nueva discusión.

—Bárbara. ¿De verdad crees que tú y yo podríamos llegar sanas y salvas a Eilean Donan, sin meternos en ningún problema?

—¡Ya te digo! —sonrió al ver cumplido su deseo—. Con la ayuda de este maravilloso GPS y con tiempo por delante ¡nada es imposible!

—De acuerdo, buscaré un coche de alquiler —asintió al tiempo que su hermana la espachurraba en un cariñoso abrazo—. Pero no pienso meterme en un utilitario cualquiera. Tenemos que dar una imagen.

—Hija, qué pija eres, por Dios.

—No se trata de ser pija —aclaró, metiéndose en una página de coches de alquiler de alta gama—. Se trata de dar imagen de empresa.

—Vale. Lo que tú digas —asintió; era inútil llevarle la contraria.

Una hora después Victoria cerraba el portátil. A través de la página del hotel, había contratado un coche. El lunes a las siete la mañana un coche alquilado estaría en la puerta del hotel esperándolas.

—Tenemos un par de días para pasear por Edimburgo —dijo Bárbara, todavía impresionada por la lujosa suite. Todo era elegante, y caro, algo a lo que ella no estaba acostumbrada—. Qué te parece si mañana sábado nos vamos de tiendas y a visitar el Mary King’s Close.

—¿Qué es eso? —preguntó Victoria.

—Una tenebrosa y vieja ciudad, situada bajo el casco antiguo, que siglos atrás, cuando llegó a Edimburgo la peste negra, fue clausurada. Ha estado cerrada hasta que en el año 2003, la abrieron para que la gente pueda recorrer sus callejuelas y sus casas, e imaginar el sufrimiento y dolor que esa pobre gente tuvo que sentir. Incluso dicen que hay fantasmas.

—¿Sabes, mona? —indicó perpleja por los gustos de su hermana—. Prefiero ir de shopping. Esta noche miramos en mi portátil qué tiendas existen por aquí.

—Seguro que encontraremos algún Zara o un HM.

—¿Cómo? —susurró Victoria.

—Ah, claro —se guaseó mirando a su hermana—. Olvidaba que tú no te pones nada que no sea exclusivo.

—No lo dudes ¡barbiloca! —respondió con una sonrisa.

—Vale. Me rindo —su hermana no tenía remedio—. Será bonito estar las dos juntas.

—Bárbara —dijo quitándose los botines de Gucci y el traje de Armani—. Me parece muy bonito todo eso que dices, pero necesito localizar al conde y conseguir ese maldito contrato.

—¿Tan importante es ese contrato?

—Sí. La empresa lo necesita —respondió Victoria tumbándose en la cama.

—¿Y tú qué necesitas?

—Ese contrato —respondió automáticamente.

—Creo que lo que necesitas es divertirte un poco.

—No. Yo lo que necesito es descansar —dijo acurrucándose en la cama.

—Por una vez, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo contigo —bostezó Bárbara tumbándose junto a ella.

El madrugón del viaje, el día lluvioso y todo lo acontecido comenzaba a pasarles factura. Por lo que acurrucándose como cuando eran niñas, se taparon con la manta tartán del hotel y se quedaron dormidas.

Pasadas unas horas un sonido seco y repetitivo hizo que Victoria dejara los brazos de Morfeo para volver a la realidad. Su móvil sonaba. Era un número oculto.

—Victoria Villacieros al habla. Dígame.

—¡Ya está bien! —gritó Margarita enfadada. Llevaba horas esperando a que sus hijas la llamaran—. ¿Se puede saber por qué no me habéis llamado?

—Ostras, mamá —asintió moviendo a su hermana, quien abriendo un ojo la miró—. Mamá. Se nos presentaron varios problemas al llegar aquí, y se nos había pasado.

—Podíais pensar un poquito en mí ¿no creéis?

—Venga, mamá —continuó Victoria sentándose en la cama y pulsando el manos libres para que su hermana participara—. No te pongas así.

—Hola mami, —saludó Bárbara.

—¡Me vais a matar a disgustos! Hola hija.

—Mamá, por favor. No seas exagerada.

—¿Cómo está mi gordito? —preguntó Bárbara para cambiar de tema—. ¿Se porta bien?

—Mejor que vosotras, desde luego —miró hacía Óscar, que corría tras una pelota por el parque de Aluche y dijo—. No te preocupes. Tu gordo está como un rey con Víctor y conmigo.

—Por cierto, mamá —preguntó Victoria al darse cuenta de un detalle—. En tu llamada aparece número oculto. ¿Por qué?

—No sé, hija. No tengo ni idea —respondió atragantándose mientras se despedía—. Bueno, tesoros míos. Qué las conferencias son muy caras. Un beso para las dos y no olvidéis que aún existo. Adiós —y colgó.

Óscar llegó hasta Margarita con la pelota en la boca. Estaba cansado, había corrido mucho. Con cariño le acarició el cuello, mientras una mano tomaba la de ella.

—¿Está todo bien, cielo?

—Sí, tesoro —asintió devolviéndole el móvil—. Todo está bien.

En Edimburgo a cientos de kilómetros de Madrid, Bárbara y Victoria se miraron tras cortarse tan repentinamente la comunicación.

—¿He sido yo sola o también la has notado rara? —dijo Bárbara cogiendo el móvil—. Por cierto, ¡qué chulada de móvil!

—Es un diseño de Armani —contestó Victoria estirándose—. Lo compré porque me atrajo su función Vibetonz, además de ser un terminal compacto y ligero. Es tribanda, tiene Bluettoth, USB, cámara de tres megapíxeles y ranura para tarjetas de memoria microSD.

—Me lo has vendido divinamente, pero no me he enterado de nada.

—Referente al tema mamá —prosiguió Victoria quitándole el móvil de las manos, y dirigiéndose al baño—. Me parece que debería salir con sus amigas. No creo que sea bueno que esté tanto tiempo sola.

—Tienes razón. Pero ya sabes cómo es —dijo entrando tras ella.

—¡Oye! —se quejó Victoria sentada en el WC—. Podrías esperar a que yo salga para entrar.

—No me jodas, Vicky —dijo cogiendo el cepillo de dientes—. No me vengas con vergüenzas ahora, que no te voy a ver nada que no conozca.

—Es una cuestión de intimidad —se defendió Victoria.

—Serás pedorra —respondió comenzando a cepillarse los dientes, y para hacer rabiar a su hermana exclamó con la boca llena de dentífrico—. Pero Vicky, ¿desde cuándo te haces la depilación brasileña? —y agachándose para horror de su hermana preguntó—. Qué te has dejado ¿triangulito o rayita?

—¡Bárbara! —protestó tapándose con pudor.

—Pero bueno —rió al ver a Victoria salir del baño precipitadamente—. Ven aquí tonta, que quiero verlo.

* * *

El tiempo lluvioso escocés invitaba a permanecer bajo cobijo. La tarde no había mejorado respecto a la mañana y la lluvia incansable continuaba golpeando los cristales sin parar. Tras vestirse ambas con vaqueros, eso sí, los de Victoria de Dolce y Gabanna, decidieron picotear algo en el hotel.

—Podríamos tomar una copita en algún pub cercano —sugirió Bárbara—. Así conoceríamos el ambiente nocturno escocés.

—Ni lo sueñes. No conocemos el lugar.

—Podemos preguntar en recepción. Seguro que ellos conocen algún sitio.

—Hoy es viernes, Bárbara —indicó tensándose al reconocer la figura del hombre que sentado en el bar hablaba con otros dos. El bufón y su payaso. Por suerte no las habían visto y señalándoles con desprecio dijo—. Piensa que vayamos donde vayamos habrá horteras como esos dos.

—Vicky, no seas mala —replicó mirando justo en el momento en el que Robert volvía la mirada—. ¿Horteras dices? Por favor, si están para chuparles hasta la talla de la camisa.

—¡Qué ordinariez, Bárbara!

«¿Qué le pasaba a su hermana?», «¿Por qué todo el mundo era inferior para ella?», pensó Bárbara.

Con disimulo volvió a mirar a aquellos hombres de espaldas anchas. Se habían cambiado de ropa, y también afeitado. Estaban fantásticos. Definitivamente Victoria, además de ciega, tenía menos gusto que un yogur de agua.

En el bar del hotel, Niall, Robert y un tercero tomaban un whisky mientras charlaban.

Al rato sin prestarles atención, los tres hombres se marcharon. Victoria, al ver desaparecer al gigante, respiró aliviada. No le apetecía respirar el mismo aire que aquél.

Cuando terminaron de cenar, Bárbara no se dejó convencer y arrastró a su hermana hasta la recepción. La asustadiza Cindy no estaba. En su lugar había un chico que se presentó como Mark, quien les recomendó un pub cercano llamado «Maclean».

Sumergidas en la oscuridad de la noche, Edimburgo ofrecía un ambiente tenebroso y oscuro, pero pronto llegaron al «Maclean». Cuando abrieron la puerta verde del pub, unas atronadoras voces las engulleron. Bárbara, sonriente, sorteó a la multitud hasta encontrar un hueco en la barra mientras Victoria, horrorizada, arrugaba la nariz intentando no rozarse con nadie.

—¿Qué quieres tomar?

—Una Coca Zero —respondió Victoria.

—Tú te pinchas —bromeó, y mirando al camarero pidió—. Dos pintas de Belhaven.

—¿Por qué me pides cerveza?

—Vicky, por Dios. Tú has visto… ¿Dónde estamos?

—Sí —asintió mirando su alrededor—. En un horrible lugar.

—Anda, princesita —bromeó, dándole una enorme jarra—. Toma, calla y sígueme.

Horrorizada cogió la jarra. ¿Cuántas calorías tendría? Pero sin decir nada siguió a su sonriente hermana, quien parecía encontrarse como pez en el agua.

«Maclean» era un local más bien pequeño que olía a rancio y a cebada. Tenía dos televisores colocados en dos de sus esquinas desde los que se veía un partido de fútbol. «¡Qué horror! Vaya pandilla de bestias», pensó Victoria mirando cómo vociferaban y se empujaban a cada pase de balón, mientras Bárbara parecía disfrutar de los gritos.

—Habéis pasado de parecer dos pollos empapados a dos preciosas señoritas —dijo un hombre acercándose a Bárbara, que le reconoció a pesar de lo poca iluminación del local.

—Gracias a ti y a tu amigo —respondió sin importarle el gesto de su hermana.

—Me llamo Robert —se presentó tendiéndole la mano.

—Encantada de conocerte, Robert —y acercándose a él para no tener que gritar dijo—. Soy Bárbara. Y la que nos mira con cara de mosqueo es mi hermana Victoria. Pero tranquilo, no muerde.

—Encantado, Victoria —sonrió divertido por el comentario. Tendiéndole la mano que ella no aceptó—. Me llamo Robert y soy el…

—Eres el amigo del bufón —interrumpió sin moverse.

—Prefiere que le llamen Niall —aclaró retirando la mano.

En ese momento el local prorrumpió en aclamaciones. Uno de los equipos había metido un gol. De pronto se vieron arrastradas por una marea de empujones y abrazos. Bárbara sonriendo, brindó junto a los hinchas, mientras Victoria, horrorizada por cómo aquellos tipos sudorosos la abrazaban, comenzó a repartir manotazos a diestro y siniestro, consiguiendo que la dejaran en paz. Pero justo cuando creía haberse librado de aquellos plastas alguien la empujó, y derramó toda la pinta de cerveza sobre ella.

—¡Por Dios, qué asco! —gritó al sentir cómo la cerveza le calaba hasta el sujetador.

—Vaya. Pero si es ¡la señorita española! —dijo una voz a su espalda con un marcado acento escocés.

—¡Maldita sea! —vociferó, volviéndose para confirmar sus sospechas. Era el bufón—. ¿Eres ciego o qué? Mira cómo me has puesto la camiseta de Custo.

—¿Yo? —exclamó Niall mostrando su pinta entera en la jarra—. Creo que te equivocas, guapa. Valoro mucho mi cerveza como para tirarla.

—Toma estas servilletas —se apresuró Bárbara—. Sécate con ellas.

—¿Pero tú has visto cómo me han puesto estos energúmenos? —gritó asqueada por la peste a cebada que llevaba encima—. Me voy al hotel.

—En este momento está diluviando —informó Niall—. Te ahogarías antes de llegar.

—¿Acaso te estoy hablando a ti? —gritó Victoria.

—Por mí como si hablas a las farolas —respondió Niall molesto.

—¡Cállate bocazas! —gritó ella, ganándose una mirada de varios hinchas.

—Oye, tengo una curiosidad —preguntó Niall, sabiendo su posible respuesta—. ¿Todas las españolas tenéis el mismo genio, o es que yo te caigo mal?

—Directamente, no me caes —espetó Victoria, quitándose el pelo de la cara—. Por lo tanto, ¡no me hables! ¡Ni me roces!

Victoria, al ver la cara de guasa del escocés y cómo la recorría con la mirada, gritó.

—Eh, tú. ¡Mi trasero no está en el menú!

—Gracias al cielo. Sería indigesto —respondió Niall divertido.

—¡Cállate palurdo! No te quiero escuchar.

—Das más órdenes que mi abuelo el militar —sonrió Niall. Aunque ardía de ganas por sentarla en sus rodillas y darle tres azotes. ¿Qué le pasaba a esa mujer?

—Vicky —regañó su hermana—. Está intentado ser amable contigo.

—Pues yo con él no, ¿acaso no lo ves?

En ese momento el pub prorrumpió de nuevo en un gol. La avalancha humana volvió a engullirlas, pero esta vez con el escudo protector del cuerpo de Niall nadie la tocó. Aunque no pudo evitar que la pinta de otro hincha cayera sobre ella.

—¡Maldita sea otra vez! —rugió Victoria, quien cerrando los ojos para no ver la sonrisa del bufón notó cómo el líquido volvía a recorrer su cuerpo, está vez erizándole hasta los pezones.

—Toma —ofreció Niall quitándose una sobrecamisa militar que dejaron al descubierto sus brazos fibrosos—. Ve al baño. Quítate tu camiseta y ponte ésta.

—Antes muerta, que ponerme eso —respondió mirándolo como la que mira un trapo sucio.

—Esta mujer es bastante desagradable —siseo en gaélico Niall a su amigo.

—Vicky —señaló Bárbara en español, acercándose a ella—. ¿Qué miras? ¿La marca de la camisa? Este tío; por muy mal que te caiga, no tiene la culpa de que las cervezas cayeran sobre ti. Lo único que está intentando es ayudarte. Haz el favor de coger la maldita camisa y dejar de comportarte como una idiota malcriada.

Victoria, impregnada en cerveza, no pudo decir que no. Sabía que aquello que hacía estaba mal. Pero la sonrisa profidén de aquel tipo la ponía enferma, por lo que cogiendo la camisa de malos modos y sin mirarle, se alejó hacía los aseos. Allí, tras medio discutir con su hermana, se puso la prenda y salió.

—No hace falta que me lo agradezcas —bromeó Niall al verla reaparecer.

—Te crees muy gracioso ¿verdad? —dijo Victoria, y antes de pudiera responder indicó—: Cuando llegue al hotel la mandaré lavar. Mañana tendrás tu camisa intacta.

—No hace falta. No te lo he pedido.

—Sé muy bien lo que tengo que hacer.

—Lo dudo señorita —y clavándole sus impresionantes ojos verdes Niall dijo—. No sé ni me importa, si en tu extraño mundo elitista eres feliz. Pero aquí, en Escocia, las personas intentamos agradecer los detalles.

En ese momento apareció Robert con cuatro pintas en la mano que dejó sobre una pequeña mesita circular que había ante ellos.

—Gracias Robert —agradeció Bárbara.

—No hay de qué —se volvió hacia su amigo—. Niall, te presentaré a estás señoritas.

—No hace falta —gruñó Victoria aún molesta por lo último que había escuchado.

—Mi nombre es Bárbara —no dejaba de lanzar miradas furtivas a su hermana, a la que sólo faltaba echar espumarajos por la boca—. La que te mira como un dóberman es Victoria.

—¡Bárbara! —protestó al escucharla.

—Pero tranquilo —prosiguió Robert en gaélico—. Creo que no muerde.

—Encantado de no conocerte Lady Dóberman —saludó Niall con una ridícula sonrisa.

Ver su cara y en especial su boca abierta, hizo a Niall prorrumpir en una sonora carcajada. No lo podía evitar. Esa señorita española era tan ridícula que en el fondo le hacía gracia. Pero aquella risa acabó tan rápido como empezó. Victoria, humillada y enfadada, cogió una enorme pinta de cerveza de la mesa y antes de que Bárbara pudiera pararla se la tiró a la cara, quedando tan rociado de cerveza como lo estuvo ella momentos antes.

—¡Vicky, por Dios! —gritó su hermana al ver a Robert interponerse entre aquellos dos titanes.

El duelo estaba servido.

—Por qué no te ríes ahora, tío listo —increpó Victoria—. Llámame otra vez por ese ridículo nombre y te juro que te arruino la vida.

—Niall, relájate —advirtió Robert viendo cómo éste miraba a aquella bruja.

—Quítate de en medio —murmuró empapado de cerveza.

—¡Sí! —vociferó Victoria sin ser conscientes de que todo el pub les miraban. Aquello había pasado a ser más divertido que el fútbol—. Quítate de en medio. No necesito que mentecatos como tú me protejan. Sé hacerlo sola.

—Vicky —protestó Bárbara de nuevo en español. Eran el centro de atención—. Haz el favor de dejar de hacer el tonto, que aquí tenemos las de perder —pero al ver que su hermana ni la miraba susurró—: Mamá se disgustará mucho cuando salgamos en el telediario. Porque me temo que de aquí no salimos vivas.

Sin entender lo que aquélla había dicho, Robert se retiró hacia un lado. Conocía a Niall y sabía que nunca haría nada a esa bruja. El problema era que no conocía a la española y su nivel de maldad.

—Oye —susurró Robert—. ¿Tú hermana está loca?

—No te pases ni un pelo, amigo —advirtió Bárbara señalándole con el dedo.

—Tranquilo, Robert. Bichos ridículos como éste no me causan ningún miedo.

Victoria, con gesto furioso, le retaba. Nunca se había dejado apabullar por nadie y aquel idiota no iba a ser el primero.

—Si vuelves a llamarme por cualquier otro nombre que no sea el mío —advirtió Victoria agarrando una nueva pinta de la mesa—, te juro que…

—¿Sabes, princesita? —interrumpió Niall, aceptando el reto—. Eres la menos indicada para decir eso. Me has llamado bufón, estúpido, y un sinfín de cosas más que no me apetece recordar, y…

Pero no pudo terminar la frase. Victoria, con rabia, derramó una nueva pinta sobre él haciendo prorrumpir en carcajadas a todo el pub.

—Se acabaron las contemplaciones —bufó Niall y echándosela al hombro a pesar de los gritos de Victoria que comenzó a golpearle sin piedad, salió del pub entre aplausos y vítores, seguidos por Bárbara y Robert.

Una vez en la calle bajo la lluvia torrencial, Niall la dejó en el suelo. Momento que ella aprovechó para propinarle un puntapié en la espinilla que le hizo maldecir de dolor.

—Te mereces eso y más —gritó Victoria al ver su gesto dolorido—. No vuelvas a poner tus sucias manos en mi, o te juro que…

—¿O me juras qué? —vociferó Niall ante los ojos incrédulos de su amigo.

Nunca le había visto comportarse así con una mujer. En circunstancias normales, ante la primera provocación la habría ignorado. Si algo le sobraba a Niall, eran mujeres.

—Que si puedo ¡te mato! —escupió rabiosa al verle sonreír.

Al escuchar aquello, sin saber por qué, Niall de dos zancadas llegó hasta ella. Y ante los ojos incrédulos de Robert y Bárbara, posó su mano en la nuca de Victoria y atrayéndola hacia él, devoró aquellos insolentes labios con más pasión de la que en un principio quería demostrar.

—Si no lo veo, no lo creo —murmuró Bárbara al ver aquello.

—Perdona, Bárbara. Pero Niall… es mucho Niall —aclaró Robert.

Ajena a los comentarios, Victoria luchó por librarse de aquel bruto, pero poco a poco se fue paralizando. Nunca la habían besado de aquella manera. Y lo peor de todo, le gustaba.

De pronto Niall la soltó con la misma fuerza con que la había tomado, clavando sus insolentes ojos en ella, pero Victoria, que nunca se rendía, subiendo con fuerza la rodilla, le propinó un fuerte golpe en la entrepierna que le hizo doblarse de dolor.

—¡Te lo dije! Maldito escocés —gritó triunfadora. Y tras mirar a su hermana, quien por una vez no dijo nada, se marcharon hacia el hotel.

Robert, todavía sorprendido por lo ocurrido, ayudó al dolorido Niall a incorporarse. Aquello había sido un golpe bajo. Muy, muy bajo.

—Maldita mujer. ¿Estás bien?

—No te preocupes —masculló Niall con serios problemas para incorporarse, y mirando cómo aquella bruja española se alejaba bajo la lluvia susurró—: Vuelvo a repetir «El que ríe el último, ríe mejor».

* * *

El sábado cuando despertaron, se sorprendieron al ver un estupendo y precioso día azul. Parecía mentira que hubiera diluviado el día anterior como si el cielo se derritiera. Decidieron tomar en la habitación un exquisito desayuno continental. Después Bárbara se fue a duchar mientras Victoria abría su ordenador y echaba un vistazo a los periódicos digitales.

Dos horas más tarde, sobre las diez de la mañana, ambas salían del hotel, dispuestas a visitar la ciudad. Cogieron un taxi que las llevó a Princess Street, la zona turística más visitada de la ciudad. Allí, cientos de tiendas y centros comerciales abrían sus puertas de lunes a sábado, desde las nueve de la mañana a las cinco y media de la tarde.

Bárbara disfrutó como una loca entrando y revolviendo en pequeñas tiendas, donde encontró verdaderos chollos, algo que horrorizó a victoria, quién se negó a probarse todo lo que su hermana sugería. Aquéllos eran baratijas. Ya compraría ella.

Lo hizo cuando entraron en Jenners, el almacén más antiguo de Escocia, inaugurado en 1838. Nada más entrar su cara cambió. Aquel curioso lugar, conocido como los Harrods de Escocia, desprendían distinción y glamour, algo que hizo sonreír a Bárbara. ¡Su hermana no tenía remedio!

Agotadas y con los pies doloridos, decidieron sentarse en una pequeña cafetería. Al entrar, el camarero, les sonrió con amabilidad, algo que Bárbara agradeció pero Victoria criticó.

—Menuda cara de bobo que tiene el pobre. No sé ni cómo está trabajando aquí.

—Lo que se ha perdido El tomate al no contratarte. Joder, Vicky. Tienes palabras desagradables para todo el mundo.

—Y tú eres una mal hablada. De cuatro palabras tres son tacos.

—Siempre hubo clases bonita —sonrió Bárbara mirándola.

—Y yo digo lo que creo que es verdad.

—Tú lo has dicho. Crees. Pero eso no te da la verdad —y mirándola a los ojos añadió—. Igual que lo de anoche. Creo que te pasaste tres pueblos y alguno más con Niall.

—¿El bufón? —dijo levantando una ceja.

—Prefiere que lo llamen Niall —recriminó su hermana—. Te lo dijo Robert. Y sí, creo que lo que hiciste estuvo mal. Muy mal.

—Se lo merecía —asintió colocándose sus caras gafas Prada—. Ese tío es el ser más desagradable con el que me he cruzado en mi vida.

—Pues chica, cuando te besó, por tu manera de responder, no lo parecía.

—No digas tonterías —se inquietó Victoria. Sabía que era verdad. Pero ni muerta lo reconocería—. Me pilló desprevenida. Sólo es eso —y mirando a su hermana para finalizar la conversación dijo—. Si no te importa, prefiero finiquitar este tema aquí. No quiero ver ni volver a oír hablar de ese tipo en mi vida. Es repugnante.

Bárbara, tras escucharla, decidió no añadir nada más. Su hermana tenía una visión diferente de lo ocurrido la noche anterior y sabía que por mucho que se empeñara en hablar con ella no la iba a cambiar.

Una vez finalizaron su bebida, tomaron de nuevo un taxi. Victoria se negaba a utilizar el transporte público. Se apearon en George Street, zona donde estaban ubicadas las grandes firmas de moda y lugar snob y cool por excelencia. Bárbara, alucinada, miraba incrédula los precios de las prendas. ¿Cómo podía la gente pagar aquel dineral por una simple falda? Pero tras intentar comentarlo con Victoria, y comprobar una vez más que aquello era imposible, se limitó a seguirla y a flipar cada vez que su hermana entregaba la tarjeta Visa Oro a las dependientas.

Sobre las siete de la tarde regresaron al hotel. Se dieron una ducha y se disponían a pedir algo de comer en la habitación cuando sonó la puerta. Era uno de los botones. Traía una tarjeta firmada por el payaso y el bufón, invitándolas a cenar.

—¿Vas a quedar con esos horteras? —criticó Victoria al ver a su hermana tan contenta.

—Por supuesto. Y tú deberías venir —dijo calzándose unos vaqueros—. Es un detalle que tras lo ocurrido anoche nos inviten a cenar.

—A veneno le invitaba yo a ése —señaló despectivamente.

—¡Vicky por Dios! —se carcajeó al escucharla.

—Vale… vale pero yo no voy. —Victoria no se fiaba un pelo de esos dos—. Y sigo pensando que tampoco deberías ir tú. Además, se está preparando una buena tormenta.

—No me voy de excursión, y déjame decirte que pienso que deberías de ser un poco más humilde y aceptar las disculpas que te están lanzando.

—¡Antes muerta! Cuanto más lejos esté de ese arrogante bufón, mejor.

—Quizá vuestro comienzo no fue bueno —sonrió Bárbara dándole un beso—. Pero intuyo que ese hombre no es mala gente. Venga tonta, ¡anímate! Lo pasaremos bien. Además, si no vienes, ¿qué puedo decir?

—Diles que yo no ceno con los amigos del pato Donald.

—Eres una bruja con muy mala leche —sonrió dirigiéndose hacia la puerta—. Intentaré disculparte. Si quieres algo llámame. Llevo el móvil.

Cuando Bárbara cerró la puerta tras de sí, Victoria, de mala gana, agarró el teléfono y tras encargar una ensalada y un agua sin gas encendió el portátil. Tenía cosas que hacer. Además, por nada del mundo quería estar con el hombre que le estaba amargando su viaje desde el momento que llegó.

En la recepción del hotel Robert esperaba a Bárbara, a quien le temblaron las piernas al verlo tan guapo. Era curioso, pero llevaba dos días sin pensar en Joao y eso le gustó.

—Me alegra mucho que aceptaras la invitación —sonrió Robert al verla.

—Y a mí recibirla —y mirando su alrededor preguntó—. ¿Estamos solos?

—Sí —asintió, señalando hacia el bar del hotel—. Creo que tu hermana y Niall no se soportan.

—Eso no te lo voy a discutir —sonrió al pensar en el comentario del pato Donald.

Antes de salir por la puerta del hotel, Robert y Bárbara saludaron con la mano a Niall, quién con un golpe de cabeza les despidió mientras se alejaban.

Esta vez, Niall se había resistido a ceder. No estaba dispuesto a cenar con la bruja española, aunque Robert se empeñara. Pero al ver que ella tampoco había bajado a la cita, algo en su interior se removió. Nunca una mujer le había rechazado de tal manera, y eso en el fondo le tenía enfermo.

Apenas había podido pegar ojo. Los ojos oscuros de la española y aquel beso le habían tenido en vilo gran parte de la noche. ¿Qué le ocurría? ¿Era masoquista?

Estaba confundido en sus pensamientos cuando Marck el recepcionista, tras saludarlo, le entregó al camarero una nota. En la suite de la española pedían una ensalada César y un agua sin gas. Al escuchar aquello sonrió y tomando la nota indicó al desconcertado camarero que él se encargaría de aquello.

Media hora después, cuando Victoria estaba enfrascada mirando el correo en su modernísimo portátil llamaron a la puerta. Rápidamente metió el cigarrillo que se estaba fumando en un vaso con agua, no se podía fumar. Vestida con un pijama Armani de raso negro, abrió la puerta sin mirar la cara de quién lo traía. Dos segundos después la puerta se cerró, quedando sola de nuevo.

Tras responder varios e-mails, sus tripas le sonaron. Tenía hambre, así que dirigiéndose hacia la pequeña mesita redonda levantó la tapa y se encontró con un enorme filete empanado con patatas fritas. ¿Cómo podía ser aquello? Ella había pedido una ensalada.

Molesta por el descuido de la cocina, tomó el teléfono y tras protestar sin ganas colgó esperando que acudieran rápidos a subsanar el error. Miró por la ventana y comprobó que estaba comenzando a diluviar y a tronar. No pasaron tres segundos cuando llamaron a la puerta.

—¡Vaya! —asintió satisfecha—. Han sido rápidos.

Pero la alegría le duró poco. Al abrir, sus ojos se encontraron con los de la última persona que quería ver. El bufón.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Victoria enfadada.

—He venido a subsanar el error, señorita —y antes de que pudiera decir nada le enseñó la ensalada que traía en la mano. Aunque omitió que llevaba más de veinte minutos esperando en el pasillo.

Sin responderle, se volvió, sintiendo cómo aquél la observaba con descaro. Pero no podía dejar de demostrarle que dominaba la situación, así que le señaló el filete con patatas.

—Puedes llevarte esto. No es lo que he pedido.

—Tiene buena pinta —asintió Niall, que dejó la ensalada en la misma mesa que el filete—. ¿De verdad no te apetece probarlo? El cocinero mezcla la carne con especias y le da un sabor especial.

—No quiero probarlo, por lo tanto te agradecería que lo cogieras y abandonases cuanto antes mi habitación.

—Tengo una idea —indicó Niall dejándola con la boca abierta. Aquel hombre la sorprendía—. Qué tal sí, ya que estoy aquí, me invitas a quedarme y compartimos cena.

«Definitivamente a este hombre le faltaba un hervor», pensó incrédula. Aunque sus pensamientos, en especial sus ojos, fueron conscientes de lo atractivo que estaba aquella noche, con aquel pantalón vaquero y la camisa azul.

—Pues va a ser que no —respondió indignada por aquel atrevimiento.

—Vaya. Veo que aún sigues enfadada por lo de ayer —y acercándose hasta ella murmuró—. Si te soy sincero, cada vez que pienso en ti me duele la entrepierna.

—Si no quieres que te vuelva a doler —se revolvió al sentir cómo aquel hombre la miraba— haz el favor de salir ahora mismo de mi habitación. Eres la última persona con la que me apetece estar en este instante.

—¿Estás segura? —sonrió, conocedor del magnetismo que provocaba en las mujeres. Aunque en aquélla estaba comprobado que no, y recordando un comentario de Bárbara añadió sonriendo—: Venga. Vale. Tu vena del cuello me indica que dices la verdad.

Al escuchar aquello Victoria se tapó la parte derecha de su cuello con la mano. ¡Odiosa vena! Y dirigiéndose hacia la puerta, la abrió y en un tono nada amigable indicó.

—O sales ahora mismo de mi habitación o te juro que vas a acordarte de mí el resto de tu vida. ¡Insolente! Pero ¿quién te has creído que eres para colarte aquí?

La jugada le había salido mal. Había creído que podría compartir una velada amistosa con aquella mujer, e incluso llegar a un entendimiento. Pero era imposible, por lo que cogió el plato del filete, se encaminó hacia la puerta masticando una patata mientras la observaba. Estaba preciosa. Nada de maquillaje. Nada de tacones. Nada de artificialidad.

—Sólo intentaba ser amable contigo. Creí que una buena charla entre los dos aclararía ciertas cosas. Ah… por cierto. No creas que vine para seducirte. Eres la clase de mujer que me hace correr en dirección contraria.

—¿Serás creído? —gritó Victoria y antes de poder decir algo más, Niall, con una sonrisa le metió una patata en la boca y se marchó.

De un portazo que sonó como un trueno Victoria soltó la adrenalina contenida en sus venas. ¿Cómo se atrevía aquel idiota a decirle esas cosas?, así que abriendo de nuevo la puerta, salió al pasillo donde le vio meterse en el ascensor, momento que ella aprovechó para correr e introducirse en el habitáculo, para sorpresa de Niall.

—¿Pero dónde vas así vestida? —preguntó él sin poder dejar de mirarla.

—Voy a dar una queja —indicó con la barbilla alta. Fue entonces cuando se percató de que estaba en pijama y con unos calcetines a modo de zapatillas. ¡Qué bochorno!

—Podrías haberla dado por teléfono —sonrió Niall, quien maravillado por aquel pelo negro, la observaba desde atrás.

—¡Ni me hables!

—Ya estamos con las órdenes.

En ese momento las luces del ascensor se apagaron y el artefacto se paró en seco, encendiéndose las luces de emergencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Victoria. Le daban miedo aquellas situaciones.

—La tormenta —contestó Niall pasando junto a ella para tocar a varios botones—. En ocasiones las tormentas nos hacen tener problemas con el fluido eléctrico.

—¡Maldita sea! —protestó Victoria, consciente de lo cerca que estaba de ella—. ¿Crees que tardaran mucho en darse cuenta que estamos aquí?

—No lo creo —respondió apoyándose en la pared del ascensor.

Pasados cinco minutos Victoria estaba que echaba chispas. Y cuando llevaban más de media hora, Niall comenzó a pensar en asesinarla sin piedad.

—Escúcheme —vociferó, harto de lamentos y de gritos pidiendo auxilio—. No creo que tarden en sacarnos de aquí. Por lo tanto, tranquilícese de una vez.

—¿Ahora me llamas de usted? —murmuró dándole un manotazo que hizo que Niall le cogiera la muñeca.

—¿Sabes princesita? —ladró de tal manera que Victoria por primera vez se calló—. O te callas, o te juro que no sales viva del ascensor, porque el que te va a matar soy yo.

Sentados los dos en el suelo, Victoria comenzó a tiritar. Tenía frío. Su pijama de seda no abrigaba nada, pero prefería morir de frío a pedirle nada a aquel cromañón, que sentado frente a ella la miraba en ocasiones con el gesto ceñudo.

El rugir de sus tripas la estaba matando. Avergonzada por aquellos ruidos y por el castañeteo de sus dientes, intentó concentrarse. Nunca le habían gustado los sitios cerrados, en especial los ascensores, pero tenía que controlar aquella situación. Por lo que flexionando las rodillas y agarrándoselas con las manos, apoyó allí su cabeza y justo cuando comenzaba a relajarse, notó cómo aquel hombre la cogía entre sus brazos para ponerla encima de él.

—¿Qué estás haciendo?

—Intento darte calor —suspiró, intuyendo de nuevo sus quejas—. Pero si crees que estoy intentando seducirte, vuelvo a ponerte en el suelo.

Por unos segundos dudó. ¿Qué hacer? Por un lado le gustaba la sensación de calor que aquél irradiaba y por otro tenerlo tan cerca le incomodaba. Pero pasados los primeros minutos en que ambos estuvieron callados, Victoria comenzó a relajarse.

—La fiera que llevas dentro te ruge —se mofó Niall, así que le acercó el plato con el filete y las patatas—. Come algo antes de que salga y me coma a mí.

Aquel comentario le hizo sonreír sorprendiendo a Niall, que esperaba un arranque de mala leche en vez de una sonrisa.

—Esta comida —señaló Victoria— es una bomba de calorías. ¡Paso!

—Tú verás —asintió Niall dando un bocado al filete—. Sólo tenemos esto, y no sé cuánto tardará en volver la luz.

—¿Te vas a comer el filete a bocados? —pero al comprobar cómo la miraba, asintió y cogiendo un trozo de filete del plato, lo mordió y comenzó a masticar. Momentos después, ante la mirada divertida de Niall, volvió a morder otro trozo y coger patatas.

—Está bueno ¿verdad? —preguntó Niall.

—Mmmmm —asintió con una pequeña sonrisa.

Tras acabar entre los dos el filete y las patatas, Niall cambió de posición. Se le estaban durmiendo las piernas. Pero no quería quitarla de encima de él. Le gustaba el olor que desprendía aquella mujer, y más ahora que estaba tranquila y medio sonreía.

—Parece que la fiera de tu estómago se ha dormido —bromeó Niall, momento en que ella se retiró con coquetería el pelo de la cara para mirarle.

—Eso parece —asintió. Comenzaba a sentir calor—. La verdad es que cuando tengo hambre me pongo bastante nerviosa. A mi padre le pasaba igual.

—Es curiosa —dijo mirándole el cuello, extasiado— esta vena tuya. Me fijé en ella al escuchar a tu hermana decírtelo en varias ocasiones. ¡La vena Vicky, la vena!

—La dichosa vena —sonrió abiertamente—. Es herencia de mi abuela Consuelo.

—Entonces —bromeó posando su mano en la cabeza y con cuidado comenzó a darle un masaje—, has heredado el hambre voraz de tu padre y la mala leche de tu abuela Consuelo. ¿Tienes más hermanos?

—No. Sólo somos Bárbara y yo, aunque Víctor es como un hermano —susurró al sentir cómo las manos de aquel hombre le masajeaban el cráneo. ¡Qué gusto!

—Tu padre debe de estar contento —sonrió viéndola cerrar los ojos. Deseaba besarla—. Vivir rodeado de mujeres es algo maravilloso.

—Mi padre murió hace años —contestó moviendo la cabeza para que se apartara.

—Lo siento —susurró sin poder resistir al magnetismo que sentía por ella, dándole un corto pero dulce beso en los labios—. Lo siento de verdad. Yo perdí también hace años a mis padres, y sé que la pérdida de un ser querido es irreparable.

Victoria, conmovida por aquellas palabras, le devolvió el beso. Charly, en todos los años que habían estado juntos, nunca le había dicho nada con esa ternura, ni mostrado un sentimiento como aquél.

De pronto, sorprendiéndole cómo nunca le había sorprendido ninguna mujer, se sentó a horcajadas sobre él. Le tomó la cara y, agarrándole las manos para que no se pudiera mover, lo volvió a besar. Él se dejó, sintiendo que aquél era el momento más morboso de su vida, mientras Victoria sentía cómo la pasión se apoderaba de ella. ¿Qué le pasaba? Estaba tan acostumbrada a controlar sus acciones con el frío de Charly, que aquella libertad para decidir besar y el estar allí encerrada en el ascensor con aquel tipo que le atraía, comenzaba a ser peligroso.

—No puedo seguir. Yo, no hago estas cosas —dijo separándose de él, pero Niall no lo permitió—. ¿Qué estoy haciendo?

—Haces lo que te apetece —murmuró, manteniéndola a horcajadas sobre él. Todavía incrédulo por tener a aquélla fiera española allí sentada, se resistió a finalizar aquel mágico y sensual momento.

—Yo no soy persona de ir besando así a los tipos que… —susurró consciente por primera vez de cómo estaba sentada, y qué era lo que latía duro y caliente bajo ella.

—¿Sabes una cosa? —susurró Niall tan excitado que iba a explotar.

—Dime.

—La primera vez que te vi, a pesar de tu comportamiento de bruja insolente, no pude resistirme y te besé con la mirada.

—¿Cómo?

—Cuando estabas empapada como un pollito y te ayude a registrarte en el hotel, te besé con la mirada. Estabas preciosa.

—Estaba horrible —murmuró, aceptando con una sonrisa aquellos sabrosos labios que de nuevo se acercaban a ella. No podía resistirse. No podía decir que no. Estar allí con él era diferente, era como si…

De pronto las luces se encendieron y las puertas del ascensor se abrieron.

—Si no lo veo, no lo creo —dijo Robert mirando a su amigo en el suelo con aquella mujer encima.

—Perdona Robert —sonrió Bárbara tan sorprendida como él—. Pero Victoria es mucha Victoria. A ver qué te habías creído tú.

Al hacerse la luz, Victoria y Niall se miraron a los ojos. La magia se había roto y levantándose con rapidez Victoria se alejó de Niall quien con el ceño fruncido le devolvió la mirada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bárbara con curiosidad.

—Bajábamos en el ascensor cuando se fue la luz —indicó Niall.

—¿En pijama? —sonrió Bárbara.

—Iba a dar una queja —respondió mirando a su hermana.

—¿Una queja? —sonrió Robert.

—Sí. Una queja —asintió Victoria y volviéndose hacia Niall, volvió a marcar las diferencias entre ellos—. Este don nadie ha osado meterse en mi habitación y…

Al decir aquello un latigazo de confusión la calló. Niall la observaba con seriedad. No lo comprendía, pero tampoco se comprendía ella.

—Si quiere la acompaño a dar la queja —indicó Niall con voz dura—. Estoy seguro de que esta noche dormirá más tranquila, sabiendo que un don nadie como yo está despedido.

—No. No hace falta —dijo metiéndose de nuevo en el ascensor—. Volveré a mi habitación. Pero por su bien, olvídese de mí. ¿Entendido?

Al decir aquello, las chispas de sus miradas casi ocasionaron un cortocircuito en el hotel. Pero Niall, construyendo una sonrisa profidén en su boca, respondió.

—No lo dude princesita.

Bárbara, tras despedirse de Robert, aprovechó para volver junto a su hermana.

—¡No quiero hablar de ello! Déjame dormir-señaló Victoria.

Y atormentada, aquella noche ya no fue sólo Niall quien no durmió.

* * *

El domingo pasó sin pena de gloria. Victoria estuvo todo el día enfadada y Bárbara sólo pudo aguantar el tirón. Esta vez Robert no la llamó.

Victoria sólo salió dos veces de su habitación. Le horrorizaba encontrarse con Niall. Lo ocurrido la noche anterior había sido bochornoso. Se había comportado como una cualquiera y temía conocer su reacción, algo de lo que se culpaba. No sabía aún por qué había reaccionado así tras pasar aquellos momentos juntos. Pero ya no había marcha atrás.

El lunes a las siete de la mañana esperaban en recepción la llegada de su coche de alquiler. Victoria vio pasar a Niall, acompañado de una de las camareras. Parecían estar enfrascados en una interesante conversación, pero cuando pasó junto a ellas se limitó a darles los buenos días y nada más. Ni un saludo especial. Ni una mirada diferente. Nada. Algo que en cierto modo le molestó, pero agradeció. En aquel momento no estaba dispuesta a liarse con nadie y menos con un tipo así.

—Señoritas —indicó Cindy, la recepcionista, con una amable sonrisa al ver a Stephan aparecer—. Su coche acaba de llegar.

Bárbara, al mirar hacia la entrada del hotel, se quedó sin palabras. Ante ellas había un increíble deportivo color champán.

—No jodas, Vicky —dijo señalando al coche—. ¿Has alquilado ese pedazo de buga descapotable para andar por las Highlands?

—La imagen de la empresa es importante —contestó, saliendo con prisa del hotel. No quería volver a coincidir con Niall.

Tras echar el portátil, los bolsos y los abrigos sobre los incómodos asientos traseros, ambas se miraron. Y aunque a Bárbara le dio por reír, Victoria no pudo dejar de maldecir. ¿Cómo no habían pensado que allí se conducía por la izquierda?

—Tú dirás, sonrisitas, ahora ¿qué hacemos? —gruñó Victoria, quien no soportaba aquella faceta risueña de su hermana.

—Pero Vicky, ¿qué vamos a hacer? Pues conducirlo. Tampoco será tan difícil.

—¡Maldita sea! —masculló Victoria, dándole una patada a la rueda. Algo de lo que rápidamente se arrepintió, pues el suave botín de Gucci se estrelló contra la dura llanta, destrozándole los dedos.

—Mira que eres pánfila Vicky —se quejó Bárbara al ver que Victoria se quejaba y saltaba peligrosamente sobre el tacón del pie bueno.

—¿Algún contratiempo, señoritas? —preguntó Niall acercándose a ellas.

Ella rápidamente recuperó la compostura, la que pudo, ante aquel maldito escocés.

—¡Sois de lo que no hay! —vociferó malhumorada—. ¿Por qué tenéis que conducir por la izquierda, cuando todo el mundo conduce por la derecha?

—No sabría qué responder a eso —indicó Niall—. Lo único que puedo decir en mi defensa es que yo no lo he ordenado.

—Mira cómo me río ¡ja y ja! —se mofó Victoria haciéndole sonreír. Qué malas pulgas tenía aquella mujer.

—¿Hacia dónde se dirigen? —cambió de conversación, dejando claras las diferencias que Victoria tanto se empeñaba en marcar.

—Al castillo de Eilean Donan —respondió Bárbara— y, por favor, Niall tutéame.

—Maravilloso lugar —sonrió al escucharla—. Hoy mismo salgo yo hacia aquella zona. Mi familia vive por allí.

—¡Qué emoción! —ladró Victoria sin mirarle.

—Tienen casi 400 kilómetros por delante y seguramente hoy lloverá —indicó Niall sin acercarse al coche—. Deben coger…

—No necesitamos que nos indique nada —siseó Victoria enseñándole su moderno GPS—. Llevamos la ayuda necesaria para llegar.

—Vicky ¡por Dios! —suspiró Bárbara, después de tanto años, seguía sin soportar la actitud de su hermana—. Niall sólo está tratando de ser amable.

—No te preocupes, Bárbara —le guiñó él el ojo para tranquilizarla—. De todas formas si tienen algún problema,…

—No vamos a tener ningún problema —se adelantó Victoria, que montándose en el coche y arrastrando a su hermana señaló—: No hace falta. Nos apañaremos solas.

Niall insistió.

—Les aconsejo que echen gasolina cuanto antes. Los coches de alquiler no suelen traer el depósito lleno.

—¿Acaso crees que somos tan ignorantes como para no saber eso? —aquél hombre lograba con cada palabra sacarla de sus casillas, cosa que, por otro lado, no solía ser algo difícil.

—Yo no he dicho eso —respondió molesto.

—Entonces, guárdate tus consejos para quien te los pida —respondió a la vez que cerraba la puerta de un portazo.

Niall le vio meter la llave en el Audi TT Cabrio. El coche arrancó suavemente, casi sin notarse, y Victoria, sin ni siquiera mirarle, metió primera y doblando la esquina, desapareció de su vista.

Mientras tanto él con una semisonrisa en la boca, abrió su móvil.

—Adán, soy Niall —dijo entrando al hotel—. Conecta el localizador del Audi TT. No sé por qué, pero creo que lo vamos a necesitar.