Una oscuridad densa y fría rodeaba a las jóvenes cuando parecieron despertar. Estaban sumergidas en el agua, y las tres mujeres comenzaron a nadar con desesperación hacia la superficie.
—Ah… —suspiró Montse sacando la cabeza y respirando—. ¡Que me ahogo!
—¿Otra vez en el maldito agua? —protestó Julia.
Desconcertadas aún por lo ocurrido, ninguna habló hasta que Juana señaló hacia el frente.
—¿Eso es el castillo de Edimburgo?
Todas miraron hacia donde señalaba la canaria. La oscuridad de la noche no las dejaba ver con claridad, aunque por la silueta lo parecía. Nadaron hasta el muelle y subieron a tierra firme por una especie de escalera de madera. Llovía. Todo estaba oscuro y la gente a su alrededor corría para resguardarse vestidos a la usanza medieval. Aquello alegró a Montse y a Juana.
«Aún hay esperanza».
—La madre del cordero, ¡estoy congelada! —se quejó Julia.
Y de pronto, las esperanzas de las dos muchachas se desvanecieron cuando la luz iluminó el lugar y comprobaron que estaban en el muelle de Edimburgo, en mitad de la feria medieval.
—No… —susurró Montse, al ser consciente de la realidad.
—Nooooooooo —gimió Juana con desesperación.
Julia, al darse cuenta de que habían regresado al siglo XXI, paró a uno de los viandantes que llevaba un paraguas y preguntó.
—¿Por favor, tiene hora?
—Las doce y diez señora.
—Una cosa más, ¿qué día es hoy?
El hombre se quedó sorprendido por semejante pregunta, pero aun así respondió.
—Quince de septiembre.
—Gracias… gracias… —respondió Julia, antes de dirigirse a sus amigas—. Hemos regresado al mismo día que nos fuimos.
—La gitana. ¡Tenemos que buscar a Erika, La Escocesa! —gritó Montse, desesperada.
—Sí —asintió Juana.
Sin esperar a Julia, ambas comenzaron a correr, pero al llegar al lugar donde la encontraron, ni su caravana ni su puesto del tarot estaban allí. Descorazonada, Juana se dejó caer al suelo y comenzó a llorar.
—No, ¡maldita sea, Erika! ¿Por qué me haces esto? Aún me queda un deseo por pedir ¿Me oyes? Me queda un deseo por pedir… —gritó Montse, con el rostro anegado de lágrimas.
Julia, que las había seguido, no sabía qué hacer para consolarlas. La lluvia continuaba cayendo y las tres estaban empapadas, pero eso era lo que menos les importaba. Pasaron horas sin que Julia consiguiera moverlas de allí pero, al despuntar el alba, finalmente las convenció y regresaron al hotel.
Julia volvió al día siguiente a Londres; deseaba ver a su Pepe, y sus amigas lo entendieron. Pero Juana y Montse, buscaron a Erika por toda Escocia durante más de un mes; nadie parecía conocerla. En ese tiempo visitaron en varias ocasiones el castillo de Elcho y sus alrededores, donde Montse lloró desconsoladamente ante el retrato de Declan, especialmente el día que descubrió una placa en la que ponía: «Te esperaré toda mi vida».
Amaba a ese hombre con toda su alma, pero su amor era imposible. Les separaba el tiempo, los años, los siglos; les separaba todo menos el corazón.
—Ay, mi niña, como diría Julia, te vas a deshidratar —sollozó Juana.
Montse, mirando a su lacrimosa amiga, sonrió con tristeza.
—Mira quien fue a hablar.
Por fin se convencieron de que aquel sueño se había acabado y, con el corazón roto en mil pedazos, regresaron a Londres; a sus vidas.