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Ya por la tarde, Montse logró escaparse de las dulces garras de su duque y bajó a su cuarto para hablar con sus amigas. Se merecían una explicación por no haber regresado a dormir. Sabía que Julia sería un hueso duro de roer y que Juana se lo pondría muy fácil. En el camino se encontró con Edel, Agnes y otros criados, que locos de alegría por la noticia del enamoramiento de Declan Carmichael por ella, la abrazaron al verla. Pero la felicidad se le borró del rostro al entrar en la habitación y encontrarse cara a cara con Julia. Juana sonrió al verla y ella se encogió de hombros. Aquello no pintaba bien.

—¿Duquesa de Wemyss? —voceó Julia, espantada.

—Sí… —asintió Montse emocionada.

—¿Pero tú estás loca? —volvió a bramar Julia.

—Sí.

—¿De verdad has pensado en ello?

—No.

Juana las observaba mientras Julia echaba pestes por su boquita y Montse se defendía como buenamente podía. Veinte minutos después, durante los cuales Julia no paró de mencionar a los antepasados de todo bicho viviente, la canaria intervino con la esperanza de poder dar un respiro a su amiga.

—Ay, mi niña, te vas a convertir en Duquesa ¿Quién te lo iba a decir?

Julia, desconcertada por la actitud de las locas de sus amigas, las miró y tras soltar todo un rosario de injurias e improperios contra la madre que parió a la gitana que las envió allí, abrió la puerta y se marchó.

—Madre mía, qué mal lo lleva la Duval… —susurró Juana.

—Yo la entiendo. Aunque también me entiendo a mí misma —se disculpó Montse.

—No le des más vueltas; pero déjame decirte que esto se nos ha escapado de las manos a las dos. A mí, al menos; sin duda.

Montse la entendió y con una mirada triste asintió.

—Te juro que intenté acabar con esto, pero… —dijo sentándose en el camastro.

—No me lo jures, que lo sé.

—… Pero una cosa llevó a la otra. Me dijo cosas increíblemente preciosas y… No he podido decirle lo que realmente iba dispuesta a plantearle. Es más, he decidido disfrutar de esta locura mientras dure. Sé que cuando todo finalice lo voy a pasar fatal, pero soy incapaz de ponerle fin ahora.

—¡Ya somos dos! —murmuró Juana—. Aunque yo no soy duquesa, uf, después de la noche que he pasado con Alaisthar, me siento reina. La de Java —rió.

—Desembucha ahora mismo —la exigió Montse.

—Cuando salí anoche de la habitación, reconozco que lo hice como un huracán. Según vi a Alaisthar, le dije que esto se había acabado, que se centrara en otras mujeres y…

—¿Y?

—Pues que él se negó en redondo a hacerme caso y comenzó a decirme las cosas más dulces y bonitas que nunca podrás imaginar.

—Creo que sí imagino —rió Montse al recordar lo que Declan le dijo a ella.

—Total, que tras una pequeña discusión, me besó. Oh, Dios, ¡cómo me besó! Sentí que la sangre se me paralizaba y que mis pies comenzaban a volar y… Entonces me montó en su caballo y me llevó a sus tierras.

—¿Sus tierras? Por Dios, reina, ¡qué romántico! —bromeó su amiga.

—Sí, mi niña, sí. Por unas horas me he sentido la prota de una de nuestras novelas. Por lo visto, hace años Declan le regaló unas tierras en las que él se ha construido una especie de chalecito ¡monísimo! Y bueno, allí, los dos solitos, con el calorcito de la chimenea y el calentón que llevábamos, pues eso… que pasó lo que tenía que pasar.

—¿Se acabó el respeto?

—¡Totalmente! —asintió Juana con ojos soñadores—. Y bueno…

—¡Para! ¡No me cuentes más! —rió Montse—. Con saber que ha sido fantástico me vale. Que nos conocemos y cuando te pones, relatas las cosas con pelos y señales.

—Pero… yo… Bueno, el caso es que ocurrió algo más.

Al escuchar aquello Montse la miró y ladeó el cuello, suspicaz.

—¿Algo más? ¿Qué más?

Juana se sacó del interior del corpiño una cadenita plateada de la que colgaba un bonito anillo y se lo mostró.

—Me he casado con él.

Al escuchar aquello a Montse se le erizó todo el vello del cuerpo. ¿Qué estaban haciendo?

—Enhorabuena, señora Sutherland; pero de esta nos cargamos a la Duval —repuso suspirando en cuanto se repuso de la sorpresa.