45

Julia despertó y vio las camas vacías e intactas de sus amigas. Maldijo. Aquello ya no tenía solución. Por eso, cuando vio a Juana aparecer con una sonrisa tonta en los labios, la taladró con la mirada sin dejarle hablar.

—No me cuentes milongas, que no tengo cuerpo en estos momentos para escucharte.

—Pero…

—Mira, Paris Hilton —dijo Julia, antes de salir por la puerta—, sólo voy a decirte una cosa: «¡Que la fuerza te acompañe!». Tú y la Crawford la vais a necesitar.

En la habitación del duque, la luz matutina comenzaba a inundar la estancia. Declan, apoyado en un codo sobre la almohada, se había pasado la noche entera observando a la mujer que yacía plácidamente entre sus brazos. Desnuda. En su cama. Apenas sabía nada de ella, y lo poco que conocía era una auténtica locura, pero había caído rendido a sus pies como un adolescente enamorado.

Observó con deleite la curva de su mejilla y sus oscuras pestañas. Se excitó ante la expresión dulce de su rostro. Ardía por poseerla pero se contuvo y se limitó a mirarla mientras contenía su candente deseo. La noche había sido larga y entendía que ella estuviera agotada. Rozó con ternura su mejilla y, finalmente, sucumbió a la tentación. Se inclinó y la besó en la frente.

—Hum, buenos días, cariño —se desperezó la joven con una pícara sonrisa que le inundó el corazón de felicidad.

—Buenos días, preciosa.

Le dio un arrebatador beso en los labios que ella aceptó gustosa. Luego la ciñó a su cuerpo, deseoso de poseerla y calmar su calor. Divertida ante su reacción, comenzó a reír pero enseguida se interrumpió al escuchar que se abría la puerta de la habitación al cabo de unos cortos y contundentes golpes. Una sonrojada Edel atravesó el umbral con una bandeja en las manos.

—Buenos días, señor. Les traigo el desayuno, como ha pedido.

Horrorizada por lo que su amiga pudiera pensar, Montse se tapó con el cobertor completamente, pero fue al escuchar a Declan cuando se quedó sin palabras.

—Edel, déjanos el desayuno encima de esa mesa. Y, por favor, avisa a todo el mundo de que nadie nos moleste. Puedes decir, sencillamente, que mi prometida, Cindy Crawford, y yo hoy tenemos mucho que hacer.

La joven criada quiso saltar de alegría al escuchar aquello. Cindy, ¡su Cindy!, futura señora del Castillo de Elcho. Aquello era una estupenda noticia para todos y la propagaría a los cuatro vientos.

Una vez que Montse escuchó que la puerta se cerraba, se destapó con rapidez la cabeza y le miró directamente a los ojos.

—¿Prometida?

—Sí.

—¿Te has vuelto loco?

—No.

—¿Has dicho a Edel que le diga a todo el mundo que yo soy tu prometida?

—Sí.

—Pero… Tu madre y… ¡lady Rose! Oh, Dios, esto es un desastre.

—Sí. Se podría decir que para Rose esto es algo chungo, pero para mi madre no, te lo aseguro —se burló, sorprendiéndola.

—¡¿Chungo?! ¿Desde cuándo utilizas tú ese término?

—Desde que tú me lo enseñaste, preciosa —dijo él, besándola.

—Dios mío… ¿Lo ves? No soy una buena influencia para ti.

—¿Por qué? —Se rió.

—Pues porque tú no deberías utilizar esa palabra. Eres un duque del siglo XVII y en esta época la palabra «chungo» no se utiliza.

—Pero tú la utilizas —volvió a reír.

—Pero yo… Yo…

Alucinada al verle reír, saltó de la cama y sin importarle su desnudez se puso el tanga ante su atenta mirada.

—Pero vamos a ver, Declan, ¡piensa! ¿Qué va a decir la gente cuando se entere de lo nuestro? —gritó con gesto desencajado.

El highlander, con toda la tranquilidad del mundo, se sentó en la cama en toda su gloriosa desnudez.

—¿Sabes? Me gusta más cuando me llamas «cariño».

—¡No desvíes el tema, Declan Carmichael! —bufó ella.

—Sinceramente, eso es lo que menos me importa en este momento —respondió el guerrero con una divertida sonrisa.

—¡Estás loco! —continuó chillando mientras se ponía el sujetador—. Creo que anoche quedó claro que lo nuestro no tiene futuro. Pero ¡Dios mío! —gesticuló haciéndole sonreír—. ¿Cómo puedes tener la cabeza tan dura? Declan, recapacita, lo nuestro durará mientras yo esté aquí. Anoche me dijiste que lo asumías; me convenciste para creer que lo entendías…

—Y lo asumo. Lo entiendo y, por ello, no quiero perderte de vista durante el tiempo que nos queda juntos. La mejor manera es convertirte en mi prometida; mi futura e inmediata esposa. No quiero verte en las cocinas trabajando mientras yo añoro tu compañía. Y si para eso tengo que casarme contigo, lo haré mañana mismo. Así todo el mundo sabrá que eres la señora Carmichael y Duquesa de Wemyss…

—¿Duquesa? ¡¿Yo duquesa?! —gritó al darse cuenta de aquello.

—Sí, preciosa.

Soltando una risotada de incredulidad, Montse se recogió el pelo en una desgreñada coleta alta.

Yo alucino como un pepino. Yo alucino como un pepino —murmuró para sí misma.

—¡¿Qué?! —rió él al escucharla.

Montse al pensar en cómo podía explicar aquella absurda expresión, se rindió.

—Nada, cariño, cosas mías. Olvídalo. ¡Y no se te ocurra repetirlo!

La necesitaba. Estaba hambriento de aquella mujer que, en esos momentos, se tiraba encima de él. Comenzaron a jugar, divertidos y ajenos a lo que les rodeaba, cuando de pronto se paralizaron al oír que la puerta se abría de par en par. Apareció tras ella lady Rose, con un gesto nada conciliador.

—¡No puede ser! —Y sin importarle la desnudez de ellos, la intrusa empezó a gritar como una posesa—. ¿Qué es eso que va diciendo la criada? ¿Esta… esta mujerzuela es tu prometida?

—Pero bueno, chata, ¿a ti no te han enseñado a llamar a las puertas? —voceó Montse, levantándose.

—Rose, modera tus palabras cuando hables de mi futura esposa —la regañó Declan con dureza.

—Pero… pero… ¿Qué eso que lleváis puesto? —siseó horrorizada lady Rose al ver el atuendo de la mujer.

—Un tanguita y un sujetador de La Perla. ¿Te gustan? —respondió luciéndose ante ella, para desconcierto de la mujer y la risa de Declan.

—Oh, Dios mío, ¡qué inmoralidad! —pero clavando su mirada en el duque, que estaba completamente desnudo sobre la cama, preguntó con la boca seca—: Declan, ¿qué tienes que decir a esto?

El highlander, clavó la mirada sobre la mujer que amaba y, al verla tan radiante, volvió la vista hacia Rose para responder con toda tranquilidad.

—Pues te diría muchas cosas, pero la que en estos momentos me apremia es que salgas por esa puerta y nos dejes continuar con lo que estábamos haciendo.

—¡¿Cómo?! —susurró Rose mirándole a la entrepierna.

—Ea, Rapunzel, ya has oído. ¡Ahueca el ala!

Pero al percatarse de la dirección de la mirada de la joven, Montse cogió el cobertor con celeridad y se lo echó por encima al duque, que sonreía.

—Tápate, cariño, que lady Rose se nos puede desmayar.

Él se limitó a soltar una carcajada por aquel comentario tan cómico y divertido que hizo que, por fin, aquella horrorosa mujer se diera media vuelta y desapareciera.

—¡Qué grosera! —comentó Montse con ojos traviesos antes de saltar sobre él para enloquecerle como sólo ella sabía hacer—. ¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó con fingida inocencia.