Alaisthar Sutherland estaba apoyado contra el tronco de un árbol. Pensaba en qué le depararía la noche y la agradable compañía, cuando la vio salir. Su cara se iluminó al mirar aquellos ojos oscuros que le robaban el aliento y, en cierto modo, la razón.
—Hola, mi niña —saludó con una increíble sonrisa. Aunque rápidamente se le apagó al ver el gesto serio de la joven—. ¿Qué te ocurre?
Desconcertada y pensando en lo que le tenía que decir, le miró directamente a los ojos y se retorció las manos en un gesto inútil por mitigar el nerviosismo.
—Debemos dejar de vernos, Alaisthar.
Sorprendido por aquello, su gesto cambió de repente.
—¿Cómo dices?
—Debes olvidar que yo existo y regresar a tus antiguas costumbres.
—¿Pero de qué hablas? —preguntó cada vez más desconcertado.
—¡Hablo de que debes ver a otras mujeres! —gritó dolorosamente ella.
—¡¿Otras mujeres?!
—No disimules Alaisthar. Sé que no eres un santo y… yo he pensado que no te puedo ofrecer lo que otras mujeres…
—¡Por la Santa Cruz! ¿Pero de qué estás hablando? —gruñó enfadado.
—¡No me grites! —bramó, sorprendiéndole.
—Pero Paris, si eres tú quien me grita a mí —se defendió él.
Consciente de que llevaba razón, se retiró el pelo de la cara y, mirándole con una profundidad que le desarmó susurró:
—Escúchame. Yo dentro de poco regresaré a mi hogar y…
—¿A tu hogar? Pero si tu hogar está aquí conmigo.
—Ay, Dios mío, Alaisthar, ¡no me lo pongas más difícil! Yo… yo… Tengo que explicarte algo y sé que no me vas a creer…
Enfurecido por aquello y ante el desconcierto que veía en sus ojos, intuyó qué era eso que quería contarle. Bajó su boca hasta la de ella y la besó con dulzura en los labios, desarmándola.
—¿Te he dicho que cuando te miro me anulas la razón?
—Ay, mi niño, tú a mí me nublas el sentido; pero he de contarte algo que…
El candor de aquellos labios junto con sus palabras le hizo sonreír. Tenía que seguir insistiendo.
—¿Te he dicho que cuando te miro siento que el corazón se me desboca y sonrío como un tonto?
—No, pero…
—¿Te he dicho, mi niña, que mi vida es más dichosa desde que te conocí y que ya no la concibo sin ti?
—Ay, Virgencita. No sigas —murmuró Juana, al punto del desmayo.
Sin perder un segundo y percibiéndola más tranquila, Alaisthar la volvió a besar. Aquel beso abrasador la hizo reaccionar y, aunque deseó seguir besándole, se apartó.
—Estoy segura de que no faltará quien caliente tu cama y te bese, Alaisthar. Y escúchame bien, si hoy continuamos con esto, al final me odiarás, me culparás de todos tus males y… —Alaisthar, desconcertado, sentía en aquellas palabras todo el dolor del mundo.
—Nunca podría sentir nada de lo que dices, Paris —susurró en un tono tan ronco, que la excitó.
«Ay Dios… dame fuerzas… dame fuerzas», pensó, al sentir que aquella voz le recorría lentamente la piel.
Durante un segundo la muchacha cerró los ojos. Debía de acabar con esa locura por mucho que le doliera. Se separó.
—No sigas engatusándome con tus artimañas de seductor, Alaisthar Sutherland. Esta noche he venido a terminar con lo que nunca debió empezar y no vas a hacerme cambiar de idea; por lo tanto, ¡adiós! Fue un placer conocerte.
Con un brío que dejó totalmente descolocado al pelirrojo, se dio la vuelta con furia y emprendió el camino de regreso a la casa. Pero cuando estaba cercana a la puerta de la cocina, unos brazos fuertes la sujetaron a la vez que le tapaba la boca para que no chillara.
—No sé qué es lo que te pasa ni lo que me quieres explicar, pero ten por seguro, Paris Hilton, que me lo vas a aclarar —susurró en su oído.
Dicho aquello le dio la vuelta y la besó con tal vehemencia que la desinfló. Sin decir una sola palabra, y recorriendo la distancia hasta su caballo a grandes zancadas, Alaisthar se subió a la grupa con ella en los brazos y se alejó, dispuesto a aclarar muchas cosas; entre otras, su arranque de pasión.